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NUEVA YORK: UNA JORNADA DE HALLAZGOS

CASUALES
Por Gay Talese

NOTA: “Mi primera colaboración en ESQUIRE fue en 1960, con un


artículo sobre los desconocidos en Nueva York, una serie de viñetas
sobre las personas que pasan desapercibidas, los hechos extraños y
los sucesos fantásticos que habían impresionado mi imaginación en
mis andanzas por la ciudad como periodista. Fue el principio de lo
que más adelante se convirtió en un libro publicado en 1961 por
Harper & Row titulado NEW YORK: A SERENDIPITER`S
JOURNEY. Releyendo ahora este libro, en la sección final de FAMA
Y OSCURIDAD, encuentro la visión de Nueva York por un joven que
la contempla con una mezcla de maravilla y de asombro, pero
también con conciencia de que la ciudad es destructiva, de que
promete mucho más de lo que da, y de que tenía razón E. B. White
cuando escribió, hace muchos años: “Nadie debería venir a Nueva
York a vivir si no está dispuesto a tener suerte”. Hay también en
SERENDIPITER`S JOURNEY algunos indicios precoces de mi
interés por las técnicas de la ficción, de mi aspiración a dar al
reportaje el tono que Irwin Shaw y John O`Hara habían dado al
relato corto. En esta intención no logré ir muy lejos en
SERENDIPITER`S JOURNEY, y al final tuve que apoyarme más en
mi selección del material que en el estilo para reflejar el encanto y la
lobreguez que con tanta intensidad siempre he sentido en Nueva
York”.

1--NUEVA YORK, CIUDAD DE COSAS INADVERTIDAS

Nueva York es una ciudad de cosas inadvertidas. Es una ciudad de


gatos dormidos debajo de coches estacionados, de dos armadillos de
piedra que trepan por la catedral de San Patricio, y de miles de
hormigas sobre el Empire State. Probablemente las hormigas fueron
llevadas allí por el viento o los pájaros, pero nadie lo sabe a ciencia
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cierta; nadie en Nueva York sabe nada de las hormigas, como también
lo ignora todo sobre aquel mendigo que va en taxi a la calle Bowery;
o sobre el tipo elegante que hurga en los cubos de la basura en la Sexta
Avenida; o sobre la “médium” de la zona oeste, en la Calle Setenta,
que alega: “Yo soy clarividente, clarioyente y clarisensual”.

Nueva York es una ciudad para excéntricos y un centro de


fragmentos desiguales de información. Los neoyorquinos parpadean
veintiocho veces por minuto, y cuarenta si están en estado de tensión.
La mayoría de los que comen rosetas de maíz en el Yankee Stadium
dejan de mascar exactamente unos segundos antes del lanzamiento.
Los que mascan goma en las escaleras mecánicas de los almacenes
Macy detienen sus mandíbulas en el momento en que llegan a su
destino para concentrarse en el último escalón. Los obreros del Zoo
del Bronx encuentran monedas, clips, bolígrafos y bolsitas de niñas
cuando limpian el estanque de los leones marinos.

Los habitantes de Nueva York cada día beben dos millones de litros
de cerveza, comen siete millones de kilos de carne, y se limpian los
dientes con treinta y cinco kilómetros de pasta dentífrica. En Nueva
York mueren cada día cerca de 250 personas y nacen 460, y por las
calles de la ciudad se pasean 150 mil que tienen un ojo de vidrio o de
plástico.

El portero de una casa de Park Avenue tiene en su cabeza restos de


metralla desde la primera guerra mundial. Varias hijas de gitanas,
influidas por los estudios y la televisión, se escapan de sus casas
porque cuando sean mayores no quieren dedicarse a decir la buena
ventura. Cada mes se entregan cincuenta kilos de pelo a Louis Feder,
en el número 545 de la Quinta Avenida, donde se hacen pelucas rubias
con el cabello de mujeres alemanas; morenas, con el de francesas o
italianas, pero ninguna con pelo de norteamericanas porque, según el
señor Feder, está debilitado por los lavados y las permanentes
demasiado frecuentes.

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Algunos de los hombres mejor informados son los encargados de
los ascensores, que raramente hablan, pero siempre escuchan… como
los porteros. El portero de Sardi escucha todos los comentarios de los
estrenos hechos por los espectadores que pasan por delante de él
después del último acto. Y escucha con atención y con cuidado. A los
diez minutos de bajar el telón está en condiciones de decir qué
espectáculo tendrá éxito y cuál no.

-----ESTO TIENE RELACIÓN CON EL REPORTAJE TITULADO


“La vida secreta de los maniquíes”, publicado en ESQUIRE en
1960 y que hace poco reprodujo EL MALPENSANTE-----

Por la noche, en Broadway, llega un Rolls Royce oscuro, modelo


1948. Se baja una pequeña señora armada de una Biblia y un cartel
que dice: Los condenados perecerán. Se coloca en una esquina
chillando a las multitudes de pecadores de Broadway y a veces se
queda hasta las tres de la madrugada, en que el Rolls conducido por
un chofer la recoge y a la lleva de vuelta a Westchester. A esta hora
la Quinta Avenida está desierta, salvo algunos paseantes que padecen
de insomnio, algunos taxis de paso y un grupo de féminas estilizadas
que están en los escaparates de las tiendas toda la noche y todo el día
con unas sonrisas frías y perfectas –sonrisas de labios de escayola,
ojos de vidrio y mejillas que brillarán hasta que se les desgaste la
pintura--. Estos maniquíes flanquean la Quinta Avenida como
centinelas, mirando hacia la calle silenciosa con la cabeza alta, pies
puntiagudos y largos dedos de goma buscando cigarrillos que no están
allí. A las cuatro de la madrugada algunos escaparates se convierten
en extraños países encantados de diosas delgadas y petrificadas en el
momento de saleir para una recepción, de zambullirse en una piscina,
o de deslizarse hacia el cielo en un nebuloso salto de cama azul.

A pesar de que esta ilusión es debida, en parte, a una imaginación


calenturienta, también se debe a la increíble habilidad de los
fabricantes de maniquíes, que los han dotado de ciertas características
individuales, según la teoría de que dos mujeres –aunque sean de
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plástico o de cartón piedra--, no son exactamente iguales. Como
resultado, los maniquíes de Peck & Peck son de figuras juveniles y
pulcras, mientras en Lord & Taylor parecen de muchachas más serias,
bajo ráfagas de viento. En Saks son recatadas pero maduras, mientras
que en Bergdorf no tienen edad pero sí aspecto de sobria riqueza. Las
facciones de las figuras de la Quinta Avenida están inspiradas en
algunas de las mujeres más atractivas del mundo –mujeres como Suzy
Parker, que posó para los de Best & Co., y Brigitte Bardot, que inspiró
algunos de los maniquíes de Saks. La preocupación por hacer a los
maniquíes casi humanos, dotándolos de curvas, es tal vez responsable
de la extraña atracción que tantos habitantes de Nueva York sienten
por estas vírgenes sintéticas. Esta es la razón por la que algunos
escaparatistas hablan con frecuencia a los maniquíes y les dan apodos,
y por la que los maniquíes desnudos en los escaparates atraen
inevitablemente a los hombres, disgustan a las mujeres y están
prohibidos en la ciudad de Nueva York. Algunos maniquíes son
asaltados por pervertidos. Hace poco fue descubierto un esbelto
maniquí de una tienda de White Plains en un sótano con la ropa
arrancada, el maquillaje estropeado y evidentes señales de intento de
violación. La policía una noche organizó una trampa y cogió al
atacante: un hombrecillo tímido, el portero de la finca.

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Cuando la circulación callejera va disminuyendo y la mayoría de la


gente está dormida, en algunos vecindarios de Nueva York empiezan
a pulular los gatos. Se desplazan con rapidez a través de las sombras
de los edificios; los guardianes nocturnos, los policías, los basureros
y los noctámbulos los ven, pero no por mucho tiempo. La mayoría de
ellos se concentran alrededor de los mercados de pescado en
Greenwich Village y en las zonas tanto del Este como del Oeste donde
abundan los cubos de basura. Sin embargo, no hay parte de la ciudad
que esté sin sus gatos vagabundos. Y los garajes abiertos toda la noche
en lugares tan activos como la Calle Cincuenta y Cuatro, han contado
hasta veinte gatos alrededor del Teatro Ziegfield por la mañana

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temprano. Tropas de gatos patrullan por la noche los muelles en busca
de ratas. Los vigilantes de las vías del metro han descubierto gatos
que viven en la oscuridad y que aparentemente nunca son atropellados
por los trenes, aunque a veces son electrocutados por el tercer carril.
Cerca de veinticinco gatos viven a veinticinco metros de profundidad
en la estación Grand Central; son alimentados por los obreros del
subsuelo y nunca salen a la luz del día.

Los gatos vagabundos y libres de las calles viven una existencia


completamente distinta a la de los gatos mantenidos en los
apartamentos de Nueva York. La mayoría están llenos de pulgas.
Muchos mueren envenenados por lo que comen, por el frío y por la
deficiente alimentación; su promedio de vida es de dos años, mientras
los gatos caseros viven diez o más años. Cada año la ASPCA
(Asociación Protectora de Animales) mata cerca de 100.000 gatos
callejeros para los que no consigue encontrar casas.

La promoción social entre los gatos vagabundos de Gotham no es


corriente. En raras ocasiones adquieren una dirección postal más
distinguida. Normalmente se mueren dentro de la zona en que han
nacido, aunque un espécimen lleno de pulgas, recogido por la
Sociedad Protectora de Animales, fue adoptado por una mujer rica:
ahora vive en un piso de lujo en la zona este y pasa el verano en una
finca en Long Island. La American Feline Society llevó dos gatos
errantes a la sede de las Naciones Unidas cuando oyeron que algunos
roedores habían infestado los ficheros. “Los gatos se ocuparon de
ellos—dijo Robert Lotear Kennedy, el presidente de la Sociedad--. Y
parecían felices en la ONU. Uno de ellos solía quedarse dormido
encima de un diccionario chino”.

En cada vecindario de Nueva York, los gatos vagabundos están


dominados por un “jefe”: el macho más grande y más fuerte. Pero,
aparte del jefe, no existe mucha organización en la sociedad gatuna.
Dentro de ella existen, sin embargo, tres tipos de gatos: los salvajes,
los bohemios y los de las tiendas de comestibles y de restaurantes.

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Los salvajes cuentan con alguna tapa suelta de cubo de basura o con
las ratas para alimentarse y no quieren nada con la gente; ni siquiera
con la que les da de comer. Estos gatos, que son los más desaseados
entre los vagabundos, tienen el evidente aspecto de animales
acosados; expresión salvaje y ojos desorbitados. Generalmente se
encuentran en gran número por el puerto.

El bohemio, en cambio, es más tratable. No huye de la gente. A


menudo los alimentan algunos sensibleros amantes de los gatos –en
su mayoría mujeres—que los llaman “pequeños”, “angelitos”,
“queridos” y se indignan cuando los objetos de su caridad son
llamados gatos callejeros. Los bohemios son tan puntuales a la hora
de la comida que un gatófilo ha insinuado la teoría de que conocen las
horas. Ha citado el caso de un macho gris que aparece cinco días por
semana a las cinco y media en punto de la tarde, en un edificio de
oficinas en Brodway, en la Calle Diecisiete, en donde los encargados
de los ascensores le dan de comer. Y nunca se presenta los sábados y
domingos. Parece saber que esos días la gente no trabaja.

El gato de tienda de comestibles (o de restaurantes), muy a menudo


es un bohemio convertido, come bien y tiene alejados a los roedores,
pero normalmente hace uso discontinuo de la tienda y prefiere pasar
sus noches merodeando por las calles. A pesar de su horario de trabajo
libre, asume la mayoría de las ventajas de casta afín –el gato con pleno
empleo de la tienda de comestibles, que nunca vagabundea--, incluido
el privilegio de dormir en el escaparate.

El número de gatos con pleno empleo, sea dicho de paso, ha


disminuido mucho desde la desaparición de las pequeñas tiendas y el
advenimiento de los supermercados en Nueva York. Con los sistemas
más avanzados de protección contra las ratas, con el mejor
empaquetado de los alimentos y adecuadas condiciones sanitarias, las
cadenas de supermercados rara vez necesitan gatos de pleno empleo.

Por el puerto, sin embargo, sigue inmutable la gran necesidad de


gatos. Una vez, un descargador que era alérgico a los felinos, los
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envenenó. En el espacio de un día todo estaba invadido de ratas. Cada
vez que un hombre se volvía, veía ratas encima de las cajas. En el
muelle 95 las ratas empezaron a robar la comida de los descargadores
y hasta llegaron a atacar a los hombres. Así que fueron movilizados
todos los gatos callejeros de los barrios cercanos y ahora la mayoría
de las ratas han desaparecido.
“Pero los gatos no acostumbran a dormir mucho por aquí –dijo un
descargador--. No pueden. Las ratas los atacarían. Hemos tenido aquí
casos en que una rata ha destripado a un gato. Pero no es muy
frecuente. La mayoría de los gatos del puerto son de cuidado”.

--000—

A las cinco de la madrugada, Manhattan es una ciudad de cansados


tocadores, trompetistas y barmans que se dirigen a sus casas. Las
palomas son las dueñas de Park Avenue y se pasean con arrogancia y
libremente en medio de la calle. Esta es la hora más tranquila de
Manhattan. La mayoría de las personas noctámbulas han
desaparecido y las diurnas aún no se ven. Los conductores de
camiones y de taxis están alerta, pero todavía no turban el buen estado
de ánimo. No turban al Rockefeller Center abandonado, o a los
inmóviles guardianes del Mercado de Pescado de Fulton, o al
encargado de la estación de gasolina que duerme al lado de Sloppy
Louie con la radio encendida.

A las cinco de la mañana, los habituales clientes de Broadway se


han ido a casa o a los cafés abiertos toda la noche, en donde, bajo las
vivas luces, se pueden observar sus barbas crecidas y su cansancio.
En la Calle Cincuenta y Uno hay un coche-radio de la prensa parado
al lado de la acera con un fotógrafo que no tiene nada que hacer. De
este modo, está allí sentado durante algunas noches seguidas, mira a
través del parabrisas, y en seguida se convierte en agudo observador
de la vida a partir de medianoche.

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“A la una –dice él—Broadway está lleno de tíos presumidos y de
jovencitos que salen del Hotel Astor con smoking blanco—chicos que
han ido al baile con el automóvil de su padre--. También hay
limpiadoras que regresan a sus casas, siempre tocadas con pañuelos.
A las 2, algunos de los bebedores pierden el dominio y es la hora de
las riñas en los bares. A las 3 el último espectáculo en los centros
nocturnos ha terminado y la mayoría de los turistas, los hombres de
negocios y forasteros regresan a sus hoteles. A las 4, después del
cierre de los bares, salen los borrachos, y también los alcahuetes y
prostitutas que se aprovechan de ellos. A las 5, sin embargo, todo está
en calma. Nueva York a las 5 es una ciudad completamente distinta”.

A las seis de la mañana empiezan a salir del metro los primeros


trabajadores. La circulación, como si fuese un río, empieza a ponerse
en movimiento en Broadway. La señora Mary Woody salta de la
cama, se precipita a su despacho y telefonea a docenas de soñolientos
habitantes de Nueva York para decir con voz alegre –que pocos
aprecian--: “Buenos días. Es hora de levantarse”. En veinte años,
como telefonista del servicio de despertador de la Western Union, la
señora Woody ha hecho saltar de la cama a millones.

--0000—

A las siete de la mañana, un elegante hombrecito, de aspecto muy


parisiense, con gorro azul y jersey de cuello alto, camina
apresuradamente por Park Avenue para visitar a sus amigas ricas, para
asegurarse que cada una de ellas recibe un vigoroso masaje antes del
desayuno. Los porteros de uniforme lo saludan con cordialidad y le
llaman “Biz” o “Mac” porque él es Biz MacKey, un extraordinario
masajista de señoras.

El señor MacKey es ágil y estirado y lleva siempre una cartera de


cuero negro que contiene los linimentos, las cremas y las toallas de su
oficio. Sube en el ascensor; a la media hora vuelve a bajar para ir a
casa de otra señora: una cantante de ópera, una actriz de cine, una
teniente de la policía femenina.
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Biz MacKey, un ex boxeador de peso pluma, empezó a hacer
masajes con habilidad a las mujeres en el París de los años veinte.
Había perdido un encuentro durante una gira europea y decidió que
ya estaba harto del boxeo. Un amigo le sugirió que fuera a una escuela
de masajistas y, seis meses después, tenía su primera cliente –Claire
Luce, actriz que por entonces era la estrella del Folies Bergère--. Le
gustó y le proporcionó más clientes –Pearl White, Mary Pickford y
una soprano wagneriana metida en carnes. Hizo falta la segunda
guerra mundial para sacar a Biz de Paris.

Cuando volvió a Manhattan, su clientela europea siguió haciendo


uso de sus servicios siempre que venían aquí y, aunque ahora tiene
más de setenta años, sigue viento en popa. Biz trata a unas siete
mujeres al día. Sus dedos fuertes y sus brazos musculazos tienen un
toque extraordinariamente suave. Es discreto, y por esto las señoras
de Nueva York lo prefieren. Visita a cada una de ellas en su piso y
tiene las llaves de sus dormitorios; es a menudo el primer hombre al
que ven por la mañana y lo esperan acostadas. Él nunca revela el
nombre de sus clientes, pero en su mayoría son ricas y de mediana
edad.

--Las mujeres no quieren que las otras mujeres se enteren de sus


asuntos –explica Biz--. Ya saben cómo son –añade después, dando a
entender que él desde luego lo sabe.

--00000—

Los porteros ante los que pasa todas las mañanas son generalmente
un grupo de diplomáticos de la acera que cuentan entre sus amigos a
algunos de los hombres más poderosos, de las mujeres más guapas y
de los perros falderos más delicados. La mayoría de las veces los
porteros son altos, de rasgos ligeramente góticos y poseen ojos lo
bastante agudos para identificar a los que dan buenas propinas a una
manzana de distancia en día de niebla espesa.

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Algunos porteros de la zona este son tan orgullosos como los
grandes de España y sus uniformes llenos de galones parecen haber
salido de la misma sastrería que viste al mariscal Tito. La mayoría de
los porteros de los hoteles son expertos en la conversación ociosa, en
la conversación seria y en las respuestas rápidas, en recordar nombres
y en evaluar los equipajes. (Conocen la riqueza de un cliente por el
equipaje que tiene y no por los trajes que lleva.)

En Manhattan hay hoy día 650 porteros de casas de pisos; 325


porteros de hoteles (catorce en el Waldorf Astoria); y un número
desconocido pero muy numeroso de porteros de restaurantes, de
teatros, de centros nocturnos, porteros voceadores y porteros sin
puerta.

Los sin puerta, que son vagabundos no agremiados, en general sin


uniformes (pero con gorras alquiladas), pululan por la ciudad
abriendo las portezuelas de los coches cuando el tránsito es denso –
en las noches de ópera, de conciertos, de peleas de campeonato y de
convenciones--. El portero del Brass Rail, Cristos Efthimiou, dice que
los sin puerta saben cuándo es su día (los lunes y los jueves), y
entonces ofrecen sus servicios en la Séptima Avenida o en la Calle
Cuarenta y Nueve.

Los porteros voceadores, que a veces llevan uniformes alquilados—


pero son propietarios de sus gorras—se colocan frente a los clubs de
jazz como los que hay en la Calle Cincuenta y Dos. Además de abrir
las portezuelas y coger al vuelo los taxis, el portero voceador puede
que susurre a los peatones al pasar, en voz baja pero clara:

--¡Pssst! No se cobra el cubierto. Hay chicas ahí dentro… ¡La Nueva


Reina de Alaska!

Aunque no hay un solo portero en toda la ciudad que no jure por


todos los santos que es pagado por debajo de su valía, muchos
porteros de hoteles admiten que algunas semanas buenas y lluviosas
han reunido hasta 200 dólares sólo en propinas. (Hay muchas

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personas que quieren un taxi cuando llueve, y los porteros que les
proporcionan paraguas y taxis rara vez se quedan sin gratificación.)

Cuando llueve en Manhattan, la circulación es lenta, se cancelan


compromisos y en los vestíbulos de los hoteles muchas personas se
hunden en las butacas detrás de un periódico o se pasean sin ningún
objetivo de acá para allá sin sentarse en sitio alguno, sin nadie a quien
hablar, sin nada que hacer. Es más difícil encontrar un taxi; los
grandes almacenes facturan de un 15 a un 25 por ciento menos; y los
monos del Zoo del Bronx, sin público que los admire, se quedan
desfallecidos y malhumorados en sus jaulas y parecen más aburridos
aún que los tipos en los vestíbulos de los hoteles.

Mientras algunos neoyorquinos se ponen de malhumor por la lluvia,


otros la prefieren, les gusta andar bajo ella y dicen que en días de
lluvia los edificios de la ciudad parecen de alguna manera más
limpios, lavados y opalescentes como un cuadro de Monet. En Nueva
York, cuando llueve, hay menos suicidios; pero cuando luce el sol y
los habitantes de Nueva York parecen felices, las personas deprimidas
se hunden todavía más en la depresión y el Hospital de Bellevue suele
acoger a más suicidas.

No obstante, un día de lluvia en Nueva York es un día brillante para


los vendedores de paraguas y de impermeables, para las chicas de los
guardarropas, para los botones y para los miembros del consulado
general británico, que dicen que la lluvia les recuerda su tierra. La
Consolidated Edison afirma que los habitantes de Nueva York
consumen 120 mil dólares más de electricidad que en días claros;
miles de pliegues de pantalones se desbaratan en la lluvia, y la
lavandería de Norton en la Calle Cuarenta y Cinco, plancha una media
de 125 pantalones más en estos días.

La lluvia hace escurrirse el rimmel en los ojos de las modelos de


moda que no logran encontrar un taxi; y la lluvia en Times Square
convierte en solitario el día para los sargentos que reclutan
voluntarios, para los oradores callejeros, los limpiabotas y los
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ladrones, pues todos tienden a perder su entusiasmo cuando están
mojados.

Cada mañana, poco después de las siete y media, cuando la mayoría


de los habitantes están todavía medio dormidos y con ojos legañosos,
cientos de personas hacen cola a lo largo de la Calle Cuarenta y Dos,
esperando que a las ocho abran los diez cines que están casi hombro
con hombro, por decirlo así, entre Times Square y la Octava Avenida.

¿Quiénes son estas personas que van al cine a las ocho de la


mañana? Son los vigilantes nocturnos de la ciudad, los desamparados,
o gente que no puede dormir, no puede ir a su casa, o no tiene casa.
Son conductores de camiones, homosexuales, policías, choferes de
taxi, limpiadoras y empleados de restaurantes que han trabajado toda
la noche. Hay también alcohólicos que esperan que den las ocho para
pagar cuarenta centavos por un asiento cómodo y dormirse en el teatro
fresco, oscuro y lleno de humo.

Sin embargo, aparte de estar lleno de humo, cada cine de Broadway


tiene una especial característica, o falta de característica. En el
Victory se ven tan sólo películas de terror, mientras que el Times
Square Theatre exhiben sólo películas del Oeste. Hay películas de
estreno por cuarenta centavos en el Lyric, mientras que en el Selwin
hay reposiciones por treinta centavos. Tanto en el Liberty como en el
Empire hay reestrenos, mientras en el Apollo exhiben tan sólo
películas extranjeras. Éstas han hecho ganar mucho dinero a la
empresa durante veinte años, y William Brandt, uno de los
propietarios, no lograba explicarse el porqué. “Así que un día
investigué en el local –dijo—y vi en el vestíbulo a personas que
hablaban con las manos. Me di cuenta de que eran sordomudos.
Prefieren el Apollo porque leen los subtítulos de las películas
extranjeras en inglés. El Apollo tiene probablemente el público de
cine más numeroso en sordomudos”.

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Nueva York es una ciudad con 8.485 telefonistas, 1.364 chicos de
reparto de la Western Union, 112 recaderos de periódicos. Un público
normal de béisbol en el Yankee Stadium gasta más de cuarenta litros
de jabón líquido por partido (una marca extraoficial de limpieza en
los equipos de primera división). El estadio tiene también el máximo
número de acomodadores (360), de barrenderos (72) y de lavabos de
caballero (34).

En Nueva York hay unas quinientas “mediums”, desde los tipos de


semitrance a los de trance y a los de trance profundo. La mayoría de
ellas viven en las Calles Setenta, Ochenta y Noventa en el lado Oeste
y los domingos en algunas de estas manzanas de edificios se habla
con los muertos, tocan solas las trompetas y se resuelven todos los
problemas.
En Nueva York la Fifth Avenue Lingerie Shop (ropa interior de
señoras) se encuentra en Madison Avenue; la Madison Pet Shop
(pajarería) está en Lexington Avenuem y la Lexington Hanf Laundry
(lavandería) está en la Tercera Avenida. Nueva York tiene 120 casas
de empeño y es también el sitio en que el hermano del obispo Sheen,
el doctor Sheen, comparte su oficina con un doctor, Bishop (obispo).

En el interior de una tranquila casa de piedra en Lexington Avenue,


esquina con la Calle Ochenta y Dos, un farmacéutico, Frederick D.
Lascoff, ha vendido sanguijuelas durante años a boxeadores
magullados, aceite de calamento para cazadores de leones y miles de
extrañas pociones a personas en todo el mundo.

En una lóbrega factoría de la zona oeste serpentea cada mes una


larga línea verde de cartulina, adelante y atrás, en una prensa hasta
que se corta en miles de pedazos pequeños y fastidiosos. Cada
cartulina está medida para entrar en el bolsillo de un policía y
terminará adornando el parabrisa de un coche mal estacionado, y
sacando a un automovilista 15 dólares. Cada año se imprimen cerca
de 500 mil tarjetas de 15 dólares para la Policía de Nueva York en la
Calle Noventa, Oeste. Y los empleados de la firma May Tag and

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Label Corp encuentran a veces que el trabajo realizado por ellos
repercute en sus propios parabrisas.

Nueva York es una ciudad de 200 vendedores de castañas, de 30 mil


palomas, y 600 estatuas y monumentos. Cuando en la estatua ecuestre
de de un general el caballo tiene levantadas las dos patas delanteras,
quiere decir que él ha muerto en la batalla; si tan sólo una pata está en
el aire, el general ha fallecido a consecuencia de heridas recibidas en
combate; si todas las patas se apoyan en el suelo, es probable que el
general muriera en su cama.

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En Nueva York, desde el alba hasta el crepúsculo y hasta el alba


nuevamente, día tras día, se puede oír el restregar continuo de las
ruedas en el piso de hormigón del Puente George Washington. El
puente no está nunca completamente inmóvil. Vibra con el tránsito.
Se mueve con el viento. Sus gruesas venas de acero se dilatan con el
calor y se contraen con el frío; su plataforma está a veces en verano
tres metros más cerca del río Hudson que en invierno. Es una
estructura casi flexible, de una belleza llena de gracia que, como
irresistible seductora, sustrae secretos a los románticos que la
contemplan, a los escapistas que se tiran de ella, a la muchacha
regordeta que recorre el vano de más de un kilómetro de largo
intentando adelgazar, y a los 100 mil automovilistas que cada día
recorren, tienen un encontronazo, intentan pagar menos peaje del
debido y se encuentran embotellados en ella.

Pocos de los neoyorquinos y de los turistas que recorren el puente


conocen la existencia de los obreros que viajan en ascensores por las
torres gemelas hasta una altura de ciento ochenta metros, y pocas
personas saben que algunas veces unos borrachos vagabundos se han
subido alegremente hasta arriba, quedándose dormidos allá. Por la
mañana, petrificados, han tenido que ser bajados por equipos de
emergencia.

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Pocas personas saben que el puente fue construido en una zona por
donde los indios solían vagar, en donde se han empeñado batallas y
donde, en los primeros tiempos coloniales, los piratas eran colgados
a lo largo de las orillas para escarmiento de otros marinos aventureros.
Ahora el puente está emplazado en donde las tropas de Washington
tuvieron que replegarse ante los invasores británicos que más tarde
conquistaron Fort Lee y Nueva Jersey, encontrando las ollas todavía
en el fuego, los cañones abandonados y las vestimentas
desparramadas a lo largo del trayecto recorrido por la guarnición de
Washington que se había batido en retirada.

El acceso al Puente George Washington está a treinta metros más


de altura que el pequeño faro colorado que se convirtió en algo
anticuado cuando surgió el puente en 1931; sus accesos por el lado de
Nueva Jersey están a tres kilómetros de donde Albert Anastasia vivió
detrás de un alto muro custodiado por mastines; sus salidas de peaje
de Jersey están a siete metros de donde un camionero sin permiso de
conducir intentó pasar con cuatro elefantes en el remolque… y lo
hubiera conseguido si uno de los elefantes no se hubiese caído. El
vano superior está a setenta metros de donde un guarda de la autoridad
portuaria se subió para decir a un suicida: “Escucha, hijo de p…, si
no te bajas en seguida, voy a disparar”, y el hombre bajó en seguida.

Los guardas del puente están alerta las veinticuatro horas del día.
Tienen que hacerlo. En cualquier momento puede que haya un
accidente, una avería o un suicidio. Desde 1931 un centenar de
personas han saltado desde el puente. Más del doble han sido
retenidos. Los que saltan del puente para suicidarse lo hacen deprisa
y silenciosamente. Dejan al borde de la pista automóviles, chaquetas,
gafas y a veces una carta que dice: “Quiero asumir solo toda la
responsabilidad” o “No quiero vivir más”.

--00000000—

Un solitario viajante forastero, que había tomado algunos tragos la


noche antes, se alojó en un hotel de Broadway cerca de la Calle
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Setenta y Cuatro, se acostó, y se despertó en plena noche ante un
espectáculo curioso. Vio delante de su ventana la trémula imagen de
la estatua de la Libertad.

Pensó inmediatamente que había sido raptado y que estaba


navegando cerca de la estatua de la Libertad en alta mar hacia un
desastre seguro. Pero luego, mirando con más atención, se dio cuenta
de que en realidad estaba viendo la segunda estatua de la Libertad de
Nueva York, la oscura y casi inadvertida estatua que se yergue encima
de los almacenes de Liberty-Pac, en el número 43 de la Calle Sesenta
y Cuatro Oeste.

Esta reproducción, erigida en 1902 a petición de William H. Flattau,


un patriótico dueño de almacenes, se alza más de dieciséis metros por
encima de su pedestal, mientras que la de Bartholdi en la isla Liberty
mide cuarenta y cinco metros. La estatua menor tenía también una
antorcha encendida, una escalera de caracol y un agujero en la cabeza
desde donde se podía ver Broadway iluminado. Pero en 1912 la
escalera se agrietó, la antorcha se apagó durante una tempestad y a los
escolares se les prohibió subir y bajar por su interior. El señor Flattau
murió en 1931, y con él se fue gran parte de la información referente
a la estatua.

De vez en cuando los turistas preguntan sobre la estatua a los


empleados del almacén y también al vecindario. La gente, por lo
general, se acerca y pregunta: “Eh, ¿qué hace eso allá arriba?”, según
dice el guarda del estacionamiento que está enfrente. “El otro día, un
tejano se detuvo, miró hacia arriba y dijo: “Tenía la impresión de que
esa estatua estaba en el agua en alguna parte”. Sin embargo, algunas
personas están realmente interesadas en la estatua y le hacen
fotografías. Considero un privilegio trabajar debajo de ella, y, cuando
llegan los turistas, siempre les recuerdo que ésta es “la estatua de la
Libertad más grande en el mundo y tan sólo inferior a la otra”.

La mayoría del vecindario no presta la menor atención a la estatua.


No lo hacen las adivinas gitanas que trabajan a la izquierda de ella;
16
no lo hacen los clientes habituales de la taberna de la señora Stern
debajo de ella; no lo hacen los ruidosos consumidores de sopa en el
restaurante Bickford. Un chofer de Nueva York, David Zickerman
(coche numero 2.865), ha pasado cientos de veces por donde está
emplazada y nunca se ha dado cuenta de su existencia. “¿Quién
demonios mira hacia arriba en esta ciudad?”, pregunta.

La estatua ha llevado en la mano durante decenios su antorcha


apagada en este vecindario de golpeadores de pelotas de boxeo,
cocineros de bares y guardas de almacén; por encima de botones con
pocas propinas, policías y hombres disfrazados de mujeres con
tacones altos que abandonan sus cuatro paredes por escaleras de
incendio después de la medianoche y se pasean por esta ciudad tal vez
demasiado libre.

--00000000—

Nueva York es una ciudad en movimiento. Artistas y “beatnicks”


viven en Greenwich Village, donde se asentaron los negros al
principio. Los negros viven en Harlem, donde un tiempo vivieron los
judíos y los alemanes. Los ricos se han trasladado del lado oeste al
este. Los portorriqueños se amontonan por doquier. Tan sólo los
chinos se han estabilizado en su enclave alrededor del viejo ángulo de
la calle Doyer.

Para algunas personas el mejor recuerdo de Nueva York es la


sonrisa de la azafata aérea, o la paciencia de un dependiente de
zapatería en la Quinta Avenida; para otros el olor a ajo detrás de una
iglesia en la calle Mulberry representa a la ciudad, o un pequeño trozo
de tierra donde puedan pelearse las pandillas juveniles o algún solar
comprado o vendido por Zeckendorf.

Pero, salvo en las guías de la ciudad de Nueva York y de la Cámara


de Comercio, la ciudad no es ningún festival veraniego. Para la
mayoría de sus habitantes Nueva York es una ciudad de duro bregar,
de demasiados automóviles y demasiada gente. La mayoría de las

17
personas son anónimas, como los conductores de autobús, las
limpiadoras y esos obscenos individuos que embadurnan los carteles
publicitarios y nunca son cogidos “in fraganti”. Muchos neoyorquinos
parecen tener sólo el nombre de pila, como los barberos, los porteros
y los limpiabotas. Otros viven su existencia bajo nombre equivocado,
como Jimmy Buns, que reside frente a la Central de Policía, en Centre
Street. Cuando Jimmy Buns, cuyo verdadero apellido es Mancuso, era
pequeño, los policías sentados enfrente le gritaban: “Eh, chico,
¿quieres ir a la esquina y traernos café y bollos (buns)?”. Jimmy
siempre estaba dispuesto y en seguida empezaron a llamarle Jimmy
Buns, o tan sólo Buns. Ahora Jimmy es un anciano, de pelo blanco,
con una hija llamada Jeannie. Pero Jeannie nunca ha llevado su
apellido; también ella es Jeannie Buns.

--00000000—

Nueva York es la ciudad de Jim Torpey, que ha manejado los letreros


luminosos de noticias en Times Square desde 1928 sin encender
nunca una bombilla suya; y de George Bañón, el cronometrador
oficial del Madison Square Garden, que, como un imperecedero reloj,
ha medido los tiempos de 7 mil combates de boxeo y ha tocado el
gong dos millones de veces. Es la ciudad de Michael McPadden, que
está sentado frente a un micrófono en la caseta del ferrocarril
subterráneo, cerca de los trenes de enlace en Times Square, gritando
con una voz que ondula entre la inutilidad y la frustración: “Cuidado
al salir; por favor, cuidado al salir”. Lanza este aviso quinientas veces
al día, y algunas veces quisiera cambiar un poco sus palabras. Pero
raramente lo intenta. Está convencido desde hace mucho tiempo de
que su voz se pierde en el estruendo de las puertas que se cierran y los
cuerpos que se empujan; antes de que se le haya ocurrido algo
chistoso que decir ha llegado otro tren de Grand Central, y el señor
McPadden vuelve a repetir (¡una vez más!): “Cuidado al salir, por
favor, cuidado al salir”.

Cuando todos los clientes se han marchado de los almacenes Macy,


diez perros Doberman negros empiezan a recorrer todas las
18
dependencias para descubrir si alguien se ha quedado escondido
debajo de los mostradores o entre los trajes colgados. Recorren los
veinte pisos de los grandes almacenes, y están entrenados a subir
escaleras de mano, saltar a través de los marcos de las ventanas, a
saltar por encima de obstáculos y a ladrar ante cualquier cosa insólita:
un radiador que pierde agua, una tubería de vapor rota, algo de humo
o un ladrón. Si un caco intentara escaparse, los perros lo alcanzarían
fácilmente, se meterían entre sus piernas y le harían caer. Sus ladridos
han alertado a los guardas muchas veces por cosas de nimia
importancia, pero nunca a causa de un ladrón: ninguno se ha atrevido
a quedarse después del cierre desde que en 1952 llegaron los perros.

Nueva York es una ciudad en la que los grandes halcones de los


acantilados se agarran a los rascacielos y de vez en cuando se tiran en
picado para coger una paloma en Central Park, o Walt Street, o el río
Hudson. Los ornitólogos aficionados han observado a estos halcones
cuando dan lentas vueltas por encima de la ciudad. Los han visto
apoyados encima de altos edificios, e incluso en las cercanías de
Times Square. Cerca de una docena de estos halcones, cuyas alas
alcanzan a veces un ancho de ochenta y cinco centímetros, patrullan
la ciudad. Han pasado en vuelo rasante sobre unas mujeres en la
terraza del hotel St. Regis, han atacado a un obrero que estaba
arreglando chimeneas y, en agosto de 1947, dos halcones saltaron
encima de dos señoras residentes en el Asilo para Judíos Ciegos de
Nueva York. Los hombres encargados de las reparaciones de iglesia
de Riverside han visto halcones comiéndose palomas en el
campanario. Los halcones se quedan allí muy poco tiempo. Luego
vuelan hacia el río, abandonando las cabezas de sus víctimas para que
estos hombres las quiten. Cuando los halcones vuelven, vuelan sin
hacer el menor ruido, sin que nadie se dé cuenta, como los gatos, las
hormigas, el portero con metralla en la cabeza, el masajista de señoras
y la mayoría de los extraños y asombrosos seres de esta ciudad fuera
del tiempo.

19
2--NUEVA YORK, CIUDAD DE SERES ANÓNIMOS

Nueva York es una ciudad de hombres sin rostro, sentados


anónimamente en las taquillas del metro vendiendo billetes a gente
apresurada. Cada día de la semana aparecen ante ellos más de cuatro
millones de pasajeros. Los taquilleros no tienen cabeza, ni cara, ni
personalidad: sólo dedos. Excepto cuando dan información, su
vocabulario consiste generalmente en tres palabras: “¿Cuántos, por
favor?”.

Sin embargo, bajo la Calle Catorce hay un taquillero, llamado


William De Villis que se rebela abiertamente contra el anonimato. En
una taquilla de la Octava Avenida ha pegado un cartel que dice:”Por
favor, sonría. Este trabajo ya es demasiado penoso”.

Y la gente sonríe.

Da los buenos días a todo el mundo. Algunos neoyorquinos se


quedan asombrados. Les anota instrucciones sobre los trenes en tiras
de papel y hasta les presta billetes cuando olvidan el dinero. Y es muy
locuaz. Cuando suena el teléfono, coge el auricular y dice: “Buenos
días, al habla William F. de Villis pase número 216.680, empleado
del Indepemdemt Branco of the New York Rapad Transist System,
taquilla número 78, Calle Catorce y Octava Avenida. ¿En qué puedo
ayudarle?”.

Como es un hombre que pasa ocho horas del día viendo a los
neoyorquinos ir y venir, empujar, estrecharse y precipitarse hacia las
puertas que se van cerrando, De Villas ha estado en condiciones no
sólo de ver, sino también de comprender una vasta porción de la
naturaleza humana en acción.

“Una de las cosas que he observado –dice—es que la mayoría de las


personas tienen la costumbre de pasar cada mañana por un torniquete
determinado y nunca por otro. He notado también que muchos
20
compran tan sólo dos billetes a la vez. Y otros, que han gastado dinero
en comprarse estuches para los billetes, cuando han utilizado uno, en
seguida compran otro para sustituirlo”.

El señor De Villis, que ha trabajado en la empresa del Ferrocarril


Metropolitano desde 1939, considera que su campaña de la amistad
ha tenido mucho éxito. Cada día, cuando los clientes leen el cartel, se
marchan sonriendo, pero una vez en el tren desaparecen las sonrisas.
Y se empujan y amontonan de nuevo; o buscan un posible asiento con
mirada fría o se ocultan detrás de un periódico, o lanzan ojeadas a una
chica guapa, preguntándose: “¿Cómo podría acercármele?”.

La había visto por primera vez en Lexington Avenue mientras ella


cruzaba desde Bloomingdale y empezó a seguirla mientras bajaba
por las escaleras del metro, pasaba luego por torniquete y se ponía a
esperar en el andén entre una máquina de chicles y un gran cartel
con un hombre que había encontrado trabajo gracias a un anuncio
en el New Cork Times, sonriendo de oreja a oreja.

La chica tendría unos veinticinco años. Sus piernas eran largas y


bronceadas, su cabello rubio era corto y echado hacia atrás
negligentemente, probablemente con los dedos. Llevaba un sencillo
traje amarillo y guantes blancos. No iba maquillada. Tenía un cuerpo
delgado, anguloso y era el tipo sano que se ve a menudo en los
almacenes Bloomingdale, de la zona este, o salir con la compra de
tiendas de comestibles caras, o como pasajera del autobús de la
Quinta Avenida volviendo a casa del trabajo. Esta clase de
muchachas generalmente evitaban el metro, pero de vez en cuando
aparecía alguna y, cuando esto sucedía, él la observaba.

También los demás hombres la estaban mirando. Probablemente


ella se daba cuenta, pero se hacía la desentendida. Era parte del
juego. Los hombres trataban de ser sutiles, paseaban casualmente
por el andén, contemplando su imagen en el espejo de la máquina de
chicles. A menudo los unos se daban cuenta de los otros y de vez en
cuando se intercambiaban una sonrisita. Otras veces se creían
21
intachables. Cuando el tren llegó, la siguió y la miró mientras ella
se sentaba enfrente con las rodillas juntas, con las manos
enguantadas en su regazo, y los ojos azules mirando de frente con
inocencia.

El tren empezó a chirriar rápidamente en los rieles hacia la Quinta


Avenida, mientras las luces del túnel resplandecían al pasar. Una
señora gorda, con una bolsa de Macy, se tambaleaba como un
remolcador; los ojos de los hombres espiaban por encima de los
periódicos a la chica guapa. Ella no se atrevía a mirarlos (en el metro
no se atrevía a cambiar su imagen de inocencia).

“Si sucediera algo –si fallara el tren, se apagaran las luces o la


señora gorda se cayera—tal vez habría una excusa para hablar con
esa diosa sentada enfrente”. Pero nada sucedió. El tren siguió su
recorrido impecablemente, como hacen siempre los trenes cuando
uno no quisiera.
Se paró en la Quinta Avenida.

Luego en la Calle Cuarenta y Nueve.

Luego en la Cuarenta y Dos. De repente, la chica se puso de pie,


agarrándose por un momento a un barrote, y desapareció… como
todas las otras muchachas encantadoras y bonitas que había visto en
Nueva Cork, con las que nunca había hablado y que probablemente
no volvería a ver nunca más.
--2--

Los 10 mil conductores de autobuses de Nueva York sortean


diariamente el peor tránsito del mundo y son insultados por señoras
ancianas, engañados por escolares en el pago de la tarifa,
interceptados por los taxis, amenazados por los camiones; todo esto
conduciendo con una mano y devolviendo el cambio con la otra,
entregando billetes para una transferencia de línea, contestando a mil
preguntas, arrancando con los discos verdes, procurando ir a la hora,
evitando los baches en el suelo de Con Edison, implorando a los
22
pasajeros para que se vayan hacia atrás, escuchando el incesante
sonido del timbre y sufriendo de dolores en la espalda, de úlceras, de
hemorroides y presas de un incontenible deseo de estrellar el autobús
contra un muro y marcharse.

A pesar de la fatiga y de las penas, el conductor de autobuses de


Nueva York se mantiene en general en el anonimato y pasa por la vida
con tan sólo media cara visible en el espejo retrovisor. Nunca logrará
el prestigio de los elegantes conductores de la Greyhound, que
conducen como pilotos; o de los conductores suburbanos que se
tutean con los clientes habituales y reciben regalos por Navidad; o de
los choferes de autobuses alquilados, que llevan grupos de personas
de excursión y generalmente son invitados a compartir la comida; o
de los conductores de autobuses escolares que a veces llegan a dar
algún que otro capón a sus pasajeros y no sufren las consecuencias, si
el Consejo de Educación no es demasiado progresista.

El conductor de autobús de Nueva York es considerado como algo


gratuito, y cuando levanta la vista hacia el retrovisor, puede ver a la
“multitud de los centavos” que hace caso omiso de él. La puede ver
mirando por las ventanillas, contemplándose los pies, o intentando
leer el periódico de otro. Puede distinguir a un recadero que estudia
un sobre que tiene entre manos y a una señora gorda con la bolsa de
la compra que mira fijamente a un hombre sentado. Puede ver a los
pasajeros de pie colgados de las correas como reses de matadero y
puede llegar a odiarlos cuando rehúsan desplazarse después de haber
repetido quejumbrosamente por enésima vez:

--Para atrás, por favor; hay sitio atrás.

No le hacen el menor caso y continuarán así hasta que él interfiera


en su comodidad… dando un rápido frenazo, no contestando a una
pregunta, o no deteniéndose en una parada mientras tocan el timbre.
Día tras día los conductores siguen esta eterna rutina reiterativa y
saben lo que pueden esperar –y cuándo—de los tres millones de
pasajeros que viajan en los autobuses cada día de la semana.
23
A las seis de la mañana los choferes de autobuses recogen a
telefonistas, enfermeras, empleados domésticos y de hoteles. A las
siete le siguen los dependientes de tiendas, descargadores del puerto,
ascensoristas y una variedad sin fin de otros lectores de periódicos
que tienen que encontrarse en el puesto de trabajo antes de las ocho.
Durante estas horas se oye constantemente el tintineo de las monedas
cayendo en la máquina, porque estos pasajeros tempraneros, siendo
también de la clase obrera, procuran facilitar las cosas al
conductor llevando el dinero justo. El trabajo del chofer empieza a ser
desagradable a partir de las ocho, cuando los estudiantes con sus
libros debajo del brazo, entran en avalancha y se abren paso a codazos
hasta los asientos.

A las nueve de la mañana el autobús se llena de secretarias y


recepcionistas que huelen a perfume. A las diez llegan las secretarias
ejecutivas (que trabajarán hasta las seis) y los burócratas que todavía
no están en condiciones de gastarse el dinero en taxis. Y además las
primeras oleadas de señoras que van de compras: la bete noir de los
conductores.

“La señora que va de compras puede tener el monedero lleno de


cambio y, sin embargo, me da un billete de cinco dólares –dice Barney
O`Leary, que empezó como tranviario hace treinta y cuatro años y
parece haber salido de las páginas de The Informer--. O a lo mejor va
con una amiga y le dice: “Deja, Sofía, yo lo tengo”. Luego coge el
guante con los dientes y va rebuscando entre las monedas mientras
todo el mundo espera fuera bajo la lluvia.

“Cuando me detengo en una parada con mucha gente, es de cajón


que la primera de la cola sea una señora con un paquete. En cuanto
sube deposita el bulto en el suelo, busca en el bolso y, después de que
le he devuelto el cambio, se le ocurre pedir un billete de transferencia
de tres centavos. Tengo así dos transacciones con ella. Naturalmente,
cuando pide la transferencia, lo hace en voz tan baja que casi no se la

24
oye, pero si se enfada por alguna razón se la puede oír en todo el
autobús.

Las señoras son tan indeseables que los hombres ya no les ceden los
asientos en los autobuses de Nueva York. Los hombres están sentados
en la parte trasera del coche y hacen como que no ven a las mujeres
de pie en el pasillo. Se acercan el periódico a la cara, o se sacan de un
bolsillo un papel y empiezan a escribir algo como si se tratara de algún
negocio importante. Los hombres tienen tanto afán en conservar sus
asientos que a veces se pasan de parada”.

Para los conductores que logran aguantar, el empleo ofrece cierta


seguridad y el salario medio es de 120 dólares a la semana, incluidas
horas extraordinarias. Los choferes recorren unos cien kilómetros
durante sus ocho horas de trabajo y recaudan cerca de cien dólares en
pasajes. Tienen que rendir cuenta de cada centavo. Aunque hay
algunos hombres de acero, como Barney O`Leary, que se pasan la
existencia tratando de que la gente se vaya a la parte posterior del
autobús, hay otros que, al cabo de diez o quince años, no pueden más
y se pasan a trabajos menos fatigosos en las mismas compañías, como
empleados en el cuidado del material o como mecánicos, por ejemplo.
Y muchos de ellos están completamente satisfechos; incluso son muy
amigables, lejos de la muchedumbre que los vuelve locos y del
tintineo incesante, lejos de los embotellamientos y de las cartas de
protestas, lejos de las malhumoradas señoras que van de compras y
que creen ser dueñas del destino del conductor del autobús por la
irrisoria cantidad de 15 centavos.

--3--

Por la tarde, mientras miles de secretarias salen taconeando de las


oficinas de Nueva York, otro ejército de mujeres se dispone a entrar
en ellas. Desde el crepúsculo hasta la madrugada estas mujeres
dominan aparentemente a Nueva York. Ocupan asientos en la Bolsa,
presiden Consejos de Administración y amenazan con los puños a
invisibles agentes de publicidad. Entran sin hacerse anunciar en las
25
lujosas oficinas de poderosos hombres de negocios y pronuncian
discursos silenciosos en los dictáfonos. Tienen encendidas las luces
de los rascacielos toda la noche y sus siluetas armadas de escobas se
vislumbran en las ventanas y recuerdan un aquelarre.

Así van y vienen por Nueva York estas 12 mil señoras de la


limpieza sindicalizadas cuyas manos acarician miles de metros de
suelo y silenciosos teléfonos, y quitan ligeramente el polvo de las
fotografías de otras mujeres encima de los escritorios. A las seis de la
mañana, 200 limpiadoras, con zapatos de tacón bajo y con bata de
lona azul, se han deslizado rápidamente a través de las 3 mil
habitaciones del Empire State, donde cada año encuentran en el suelo
cerca de 5 mil dólares en billetes y monedas y a veces descubren
amantes silenciosos detrás de los muebles. Las señoras devuelven
concienzudamente el dinero y denuncian a las parejas. Un gesto
ingrato en ambos casos.

A las siete y media de la mañana otras 350 han recorrido el


Rockefeller Center, donde todos los papeles tirados son recogidos en
cestos y guardados durante cuarenta y ocho horas en un almacén.
También las aspiradoras son retenidas doce horas antes de ser
vaciadas. Este sistema ha dado sus frutos, permitiendo recuperar
polvo de oro de joyerías, anillos de brillantes y muchas gemas
pequeñas.

A medianoche, miles de señoras más han recorrido los pisos de Wall


Street llenos de papeles. Han tenido mucho cuidado en tirar sólo los
que están en el suelo sin tocar para nada los que se encuentran encima
de las mesas de trabajo. Muy a menudo algún ejecutivo deja a
propósito trozos tentadores de papel medio colgando de un escritorio
para comprobar el estricto cumplimiento de las reglas por las
limpiadoras.

Las mujeres, en su mayoría ucranianas, checoslovacas o polacas,


trabajan treinta y cinco horas a la semana y de entrada ganan 54,95
dólares. Trabajan para ayudar a mantener familias numerosas, para
26
suplementar los alimentos que les pasa el marido divorciado o para
marcharse de sus casas por la noche. A menudo mantienen en secreto
su trabajo y dicen a los vecinos que tienen empleos nocturnos de
oficinistas.

Algunas veces sus propios hijos saben tan poco acerca de las
limpiadoras como aquellos desagradecidos fumadores empedernidos
de 9 a 5 que llegan briosos por la mañana y proceden a llenar
ceniceros, colmar los cestos de papeles y a remover polvo y suciedad
para esas damas nocturnas de la brigada de los cubos.

--4--

Cada viernes y sábado por la noche, algunos gitanos, vagabundos y


carteristas sin lavar se encuentran entre las personas que convergen
en el número 133 de la calle Allen para su visita semanal a los últimos
baños públicos de Manhattan. Para ellos y para miles de otros pobres
que son sus clientes, el baño público es una especie de Taj Mahal
forrado de azulejos.

Todos llegan silenciosamente y se sientan con la cabeza baja en


hileras de sillas hasta que son admitidos en una de las noventa duchas
separadas. Si traen su jabón y su toalla no pagan nada. En caso
contrario, tienen que abonar veinticinco centavos, de los cuales cinco
les son devueltos si no roban la toalla.

Más de 130 mil personas se lavan en la casa de baños de la calle


Allen, y entre ellas hay ex boxeadores, vagabundos con resaca, y
algunas viejecitas marchitas que dicen haber sido en sus tiempos
bailarinas de las Floradora Girls.

Se les conceden veinte minutos para ducharse. Cuando el tiempo ha


pasado, los empleados tocan una alarma y empiezan a gritar por las
brumosas salas de ducha hasta que todo el mundo ha salido y ha vuelto
a la suciedad.

27
--5--

Cada día en Nueva York 90 mil personas marcan el WE-61212 para


enterarse del último boletín meteorológico; 70 mil marcan el ME-7-
1212 para conocer la hora exacta, y 650 mil marcan el 411 porque no
conocen el número al que quieren llamar. La telefonista tarda quizá
quince segundos en encontrar el número requerido. Luego, después
de haber buscado cerca de 130 números en una sesión de dos horas,
se toma un descanso de quince minutos para fumarse un cigarrillo o
tomarse un café. Incluso cuando no está trabajando, continúa
enunciando y algunas veces quisiera dejar de pronunciar los números
silabeando:
cin-co
si-e-te
nu-e-ve
Pero no es fácil.

Si la gente consultase la guía…


Si la gente consultase la guía, su trabajo sería mucho más fácil, piensa
ella al tirar su colilla para reiniciar en la centralita su tarea de buscar
números telefónicos para los 4 millones de abonados de Nueva York
y los psicópatas con fobia a la guía telefónica que necesitan números,
que necesitan contestaciones, que se encuentran solos y quieren
charlar, que quieren citarse con la telefonista y seducirla…

Lo que no quieren es buscar los números en la guía telefónica de


Manhattan, que tiene 780 mil nombres, 1830 páginas, que pesa más
de dos kilos y es demasiado gorda para que la puedan romper en dos
los alumnos de Charles Atlas y Vic Tanny, los cuales, de todos modos,
dicen que están cansados del truco y parece que se preguntan: “¿A
quién le hace falta?”.

¿Quién necesita 1.795.000 guías que se publican cada año?

28
Una cuarta parte de ellas se pierden, son destruidas o se les arrancan
las páginas en Wall Street para ser lanzadas a la calle como confeti—
junto con tiras de papel higiénico y cintas donde son transmitidas las
cotizaciones del momento—al paso de los dignatarios o personajes a
quienes se organizan paradas triunfales en el Broadway, hasta el
Ayuntamiento. Las otras tres cuartas partes son retiradas por hombres
que repasan sus páginas y encuentran cartas de amor, sellos, pólizas
de seguros, corbatas, dinero. Luego las envían en una barcaza río
arriba por el Hudson a una fábrica de cartonajes que las vuelve a
encarnar en cartulinas para lavanderías de camisas de caballero, en
cajas para huevos, tapas para libros y otros cachivaches para los
habitantes de Nueva York que buscarán
o no buscarán
los
números.

---6--

--¿Limpia, señor?
--¿Limpia, señor?
--Eh, señor, ¿limpia?

Esto es lo que se oye continuamente en las aceras de Nueva York


cuando brilla el sol y cuando los limpiabotas errantes se alinean como
buitres en busca de clientes, a veces al acecho en las esquinas, a veces
sentados en el borde de la acera, a veces moviéndose entre la gente y
murmurando: “¿Limpia, limpia?”, como los vendedores de postales
pornográficas.

En Nueva York hay 800 limpiabotas sin licencia que están asustados
por la policía y que, teniendo que trabajar deprisa, es más probable
que le llenen a uno los calcetines de betún que los 1.500 limpiabotas
establecidos, que trabajan en tiendas, en hoteles y están sentados
como reyes en altos sillones ornamentados.

29
Estos limpiabotas veteranos de categoría superior no son tan
desconocidos como los de la calle, y alcanzan con frecuencia
categoría, como David, el Rey de los Limpiabotas, que trabajaba
frente al Tribunal del Bronx; o del difunto Biaggio Velluzzi, el
limpiabotas del Lambs Club, conocido como Murph; o Charlie, el
apasionado de los incendios, que participaba en el trabajo de los
bomberos de la Engine Ladder Company 8; o James Rinaldi, el
limpiabotas de las Naciones Unidas, que sabía decir “¿Limpia?” en
veintiséis idiomas. Y algunas veces se convierten en personas tan
distinguidas como Silo-hat Tony (Tony Chistera), el elegante
limpiabotas de Broadway y Canal Street, que lanza miradas
acusadoras a cada par de zapatos sucio que pasa y que, como en el
caso de muchos tipos misteriosos de esta ciudad, se sospecha que es
muy rico.

Es imposible calcular la media de lo que pueda ganar un limpiabotas


por semana. En general se trata de un grupo muy reservado (cuando
han terminado de limpiar los zapatos de un cliente lo anuncian con un
golpecito en el tacón o en el tobillo del interesado, pero no levantan
la cabeza, ni intentan conversar con el cliente).

De todos modos, la tarifa ha subido en Nueva York a 20 centavos


en las estaciones de ferrocarril. Pero sigue siendo de 15 en muchos
lugares. En la Calle Cuarenta y Nueve y Broadway hay un ambicioso
adolescente que en su caja lleva escrito: “Limpia 5c, Tasa 20c—Total
25c”.

En conjunto, los limpiabotas de los hoteles están considerados como


los más prósperos, logrando ganar de 60 a 80 dólares a la semana.
Los turistas y los viajantes son sus víctimas más propicias, aunque
muchos turistas se limpian el calzado con las toallas y las mantas de
los hoteles. “Pero nos damos siempre cuenta de cuándo lo hacen—
dice un limpiabotas del hotel Astor--. Las personas que se limpian los
zapatos en el cuarto del hotel o en sus casas, generalmente los
embadurnan de betún con exceso, y éste se puede notar apelotonado
alrededor de la suela. Es una chapucería”.
30
Cuando en 1957, Albert Anastasia fue asesinado por unos matones
mientras le estaban cortando el pelo en la barbería del hotel Sheraton,
estaban presentes once personas (además de Anastasia): cinco
barberos, otros dos clientes, una manicura, un mozo y dos
limpiabotas. A los limpiabotas no les importaba mucho Anastasia,
que se limpiaba personalmente sus zapatos, un hecho que no pasó
desapercibido al reportero Meyer Berger. Al describir la escena para
el Times a la mañana siguiente, Berger escribió:

“Anastasia entró en la barbería a eso de las diez y cuarto y… colgó


su abrigo y se desabrochó la camisa blanca. Estaba vestido todo de
marrón; zapatos marrones con una limpieza de aficionado, traje
marrón…”

No es posible que los limpiabotas de Nueva York tengan lástima de


gente como Anastasia.
--7--

Cuando hace calor en Nueva York, las mujeres se pasean con trajes
vaporosos, los coches deportivos están descapotados y de las
ventanillas abiertas de los autobuses asoman hileras de codos que
parecen aletas. Los adoradores del sol se tuestan en las terrazas de los
hoteles y en los bancos de las orillas de los ríos, y los obreros de la
construcción recorren con pasos cortos las altas vigas y llevan a veces
camisetas y a veces van con el torso desnudo.
El Central Park y la Quinta Avenida están llenos de personas que
no tienen prisa. Caminan por la sombra. Reman lánguidamente en el
lago del parque. Algunos intentan que los leones marinos despierten
de su sueño y entren en el agua fría, pero no lo logran. En las ventanas
de los barrios bajos se pueden ver mujeres de brazos gordos con los
mentones apoyados en las manos, mirando a la gente que quema
energías en la calle. En Greenwich Village los jugadores de bolos
toman las cosas con calma. Los comercios anuncian trajes de quita y
pon. Y en las tiendas de la vecindad los clientes hablan del calor
intercambiando la consabida frase convencional:
31
--¿Qué, hace calor?
--Desde luego.
--¿Qué, hace calor?
--Sí.
--¿Qué, hace calor?
--Sí, señor.
--Sííí.
--Sííí
--Sííí.

Y así sin cesar, día tras día. La gente no tiene nada más que decirse.
Nueva York, como ha dicho Hamilton Basso, es una ciudad de
vecindarios en la que nadie tiene ningún vecino.

Si sucediera algo insólito…


Tan sólo algo insólito, el muchacho podría hablar a la chica guapa
en el metro…
Si la gente quisiera buscar los números, entonces la telefonista
podría fumar un cigarrillo y tomarse otro respiro…
Si tan sólo…

--8--
A las dos y cuarenta y nueve minutos de la tarde del miércoles 12 de
mayo de 1959, en una vasta zona de Manhattan se fue la luz y muchos
barrios estuvieron a oscuras con los relojes parados, la cerveza
caliente, la mantequilla derretida y las conversaciones íntimas a la luz
de las velas en bares sin televisión. Fue estupendo. La gente tenía algo
de qué hablar.
Era posible tomarse un trago tranquilamente y cruzar la calle a pesar
de imaginarios discos rojos. Inquilinos acostumbrados a los
ascensores tuvieron que subir las escaleras a pie, para variar. Las
personas se duchaban y se secaban en la sombra. Los hombres
afeitaban barbas que no veían.

32
Sólo los ciegos no estaban atemorizados. A las tres y diez de la
tarde, en el número 1.880 de Broadway, en el oscuro edificio del Asilo
para Judíos Ciegos de Nueva York, 200 obreros invidentes, que
conocían cada pulgada del lugar al tacto, guiaron a setenta obreros
videntes por las escaleras hasta alcanzar las calle sin percances.

Pero al día siguiente volvió la luz. Los ciegos fueron olvidados en


esta gran ciudad de conversaciones sobre el tiempo. Todo se podía
prever, hasta que sucediera algo fuera de rutina: otro apagón, un
incendio, tal vez un asesinato. ¡Un asesinato! Nada como un
homicidio para sacudir al vecindario, aunque no fuese más que por
unas horas.

Y hubo un asesinato en la soleada mañana del lunes 10 de agosto de


1959. Un ayudante del jefe de redacción, después de tomar su segunda
taza de café y queriendo impresionar con su iniciativa a su inmediato
superior, ojeaba los cables en su mesa de trabajo cuando encontró uno
que decía: “BOLETÏN: Los habitantes de la parte baja del este están
indignados por el atraco y la muerte de Philip Schickler, un amable
propietario de un pequeño restaurante en el 207 East Broadway, de
sesenta y cinco años…”

El ayudante envió en seguida un reportero a estas señas con


instrucciones de describir el “colorido” de esta vecindad. Cuando el
reportero llegó, vio agrupados solemnemente delante del restaurante
a docenas de vecinos que escuchaban a una señora gorda y baja que
decía:

--¿Tenían que matarlo? Les dio el dinero.

Ni ella ni nadie podía comprender la razón por la que alguien


quisiera robar y asesinar al amable señor Schickler. Ésta era antes una
comunidad pacífica, decía la mujer. La colada sigue colgada de la
escalera contra incendios; todavía se venden trajes usados por tan
poco como 2, 50 dólares; está bien claro que se trata de una
comunidad judía de consumidores de whisky y “bagels” o roscos. Hay

33
hombres barbudos que se aferran a la tradición; pero la tradición está
siendo impugnada.
Proyectos de casas populares están sustituyendo a las viviendas
familiares y hay una afluencia constante de portorriqueños. Tales
cambios crean conflictos y el conflicto llega a veces a extremos tales
que se produce el robo y el asesinato. Y este 10 de agosto se había
registrado el asesinato del propietario de un restaurante, llamado
Schickler, que solía cobrar cinco centavos por el café y regalaba
“bagels” a los que eran demasiado pobres para pagar.

Los cámaras de televisión y los reporteros habían invadido la


manzana con focos y preguntas.

--¿Qué ha sucedido?

--¿Quién cree usted que lo ha hecho?

Los vecinos, molestos por las preguntas de los extraños, sacudían la


cabeza. Los reporteros y los cámaras subieron a la vivienda de encima
del restaurante, encontrándose con los familiares del señor Schickler
que lloraban, maldecían y decían: “Váyase, váyase”.

--¿Puede decir a nuestro público de la NBC-TV qué ha pasado,


señor Greene?

Los camarógrafos y los reporteros los consolaban y les hablaban


despacio y cortésmente, porque, de no hacerlo así, los familiares no
hablarían y no se llegaría a tiempo para la primera edición, y no habría
voces registradas en el lugar del suceso para insertar—entre la
publicidad de unos cigarrillos con filtro—en las noticias de las 11.

Pero no consiguieron nada de los familiares y bajaron en seguida a


la calle y citaron y grabaron las frases murmuradas por los judío—
americanos, que decían:

--¿Tenían que matarlo?

34
--Philip Schickler, una persona tan amable.

--Tenemos que mudarnos… Este barrio…

--¿Qué ha pasado, señor Cooperman?

--¿Qué ha pasado, señorita Rosenbloom?

La señorita Rosenbloom dijo:

--Los portorriqueños empezaron a llegar aquí hace cerca de seis


años, y he notado grandes cambios en este vecindario cuando los
altavoces de los camiones de los políticos al pasar, en vez de hablar
en yiddish, hablan en español, y…

Los testigos dijeron a la policía que los atracadores eran


portorriqueños, y el subjefe Edward Feeley, jefe de los detectives del
East Side, asignó en seguida el caso a cincuenta de sus hombres, entre
los cuales una docena hablaban en español.

Losa dirigentes portorriqueños estaban furiosos. Los asistentes


sociales, que también odiaban este tipo de publicidad, negaron que
existiera un “conflicto” en el barrio. ¿Cómo podía haberlo cuando
ellos habían trabajado tanto para mezclar a los portorriqueños, los
judíos, los italianos, los polacos, los irlandeses, los gitanos, los
homosexuales en un conjunto armónico y feliz? Los asistentes
sociales escribieron cartas airadas al subdirector del periódico, que las
pasó al redactor jefe, el cual a su vez las entregó a su ayudante, que
ahora hubiera preferido que la historia no se hubiese publicado en
primera página, porque su empleo de 8. 500 dólares al año a la mañana
siguiente, después de su segunda taza de café no le parecía tan seguro.

Al anochecer, los reporteros y los focos de la televisión ya no


obstruían la acera del barrio. Los familiares del muerto fueron dejados
a solas con su dolor. Al cabo de unos meses los asesinos fueron
descubiertos y se hizo justicia. Los ejemplares de periódicos en donde
se publicó la sensacional historia han terminado por envolver
35
desperdicios y ser quemados para sumarse al total de basura
registrado, de manera que el agente de prensa del Departamento de
Sanidad pueda imprimir cifras impresionantes para apoyar la petición
anual de su jefe al alcalde, reclamando más empleados.

Si ustedes vuelven hoy al número 200 de East Broadway nada


recuerda al asesinato, salvo que el restaurante no se ha vuelto a abrir.
No es que la gente se haya olvidado del hombre asesinado, pero
prefieren hablar del tiempo… y preguntar:

--¿Qué, hace calor?

3--NUEVA YORK, CIUDAD DE EXCÉNTRICOS

En Nueva York, en la Calle Setenta Este, hay un “paseador”


profesional de perros, un psicólogo de gatos en el 141 de Lexington
Avenue, y una señora insignificante que comparte su piso de la Calle
Cuarenta y Seis con dos palomas con patas de palo. En Sutton Place,
un hombre pesca anguilas desde su ventana del decimoctavo piso, y
en el número 880 de la Quinta Avenida, una mujer se ocupa de
investigar fantasmas y otros sucesos paranormales para la Sociedad
Norteamericana de Investigación Psíquica. En distintos puntos de la
ciudad hay clubs para tipos raros e incluso una vez al año se organiza
un baile en un hotel en honor de los alcahuetes y ofrecido por las
rameras.

En Nueva York suceden cosas que probablemente no suceden en


ningún otro sitio.

Cada día hay personas que van a un estudio de psicodrama en la


Calle Cincuenta y Ocho para injuriar, maldecir y chillar a dos modelos
enmascarados apoyados en la pared; los modelos representan a los
jefes, a los recaudadores de contribuciones, a los padres, a los esposos
u otros tiranos con los que no tienen el valor de enfrentarse.

En Cartier se ve a una señora y a un caballero que examinan joyas.


De pronto, él escoge una pulsera de diamantes, la compra y la coloca
36
en la muñeca de la señora. Ella sonríe haciendo oscilar un llavero en
el aire. Él se lo arranca de la mano y los dos salen juntos y desaparecen
por la Quinta Avenida.

En el número 608 de la Calle Cuarenta y Ocho se puede alquilar un


león por 250 dólares al día, y en el 410 de la Calle Cuarenta y Siete
hay esqueletos auténticos por 35 dólares al día. En el número 155 de
Lexington Avenue la Plumb Trading and Sales Company suministra
cuentas a los indios, que a su vez las venden a los turistas, y una
profesora de la New School da clases con frecuencia sobre “andar,
estar de pie, estar sentados y estar echados”.

Una señora en Murray Hill se ha hecho enviar un barco destartalado


de Florida y ahora lo tiene en el tejado de su casa. Cuando los vecinos
le preguntan por qué guarda un viejo bote en el tejado, contesta
sencillamente:

--Me gusta contemplarlo.


En verano, un hombre extiende en su apartamento de una sola
habitación las velas para secar y se va a dormir a un hotel. Cada
mañana de calor una institutriz sueca, Eivor Bergstrom, deja la River
House, se dirige hacia la Franklin D. Roosevelt Drive y se tiende en
el paso de peatones para tomar el sol. Así es como logra relacionarse
con la gente de Nueva York.

En Nueva York se puede encontrar gente de todas clases. Hay bares


que tienen entre sus clientes a hombres que buscan mujeres, a mujeres
que buscan hombres, a hombres que buscan hombres que parezcan
mujeres o a mujeres que buscan mujeres que parezcan hombres. En
Nueva York viven cerca de 5 mil prostitutas y 250 mil homosexuales.
Cada año en la Calle 155, la noche del Día de Gracias, asisten al baile
de Phil Black mil hombres con trajes de mujer muy caros y tacones
altos. El señor Black, cuyo guardarropa incluye una docena de trajes
de señora superelegantes, remata la fiesta entregando un premio a “la
Reina del Baile”, el hombre que mejor actúa como mujer.

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Nueva York es la gran ciudad de los comités. Hay un Comité de
Estonia Libre, un Comité por una Sana Política Nuclear, un Comité
de Esposas Francesas de Norteamericanos, un Comité para la
Protección de los Dientes de Nuestros Hijos, para la Preservación del
Arte Norteamericano, para Ayuda a los Estudiantes de Heidelberg, y
para lograr Justicia para Morton Sobell –sin contar la Cooperativa
para Giros Norteamericanos a Todo el Mundo, Inc. Nueva York es la
ciudad favorita de Maya Deren, la gran autoridad en magia vudú, que
vive en el número 61 de la calle Morton con diecinueve gatos y un
marido, Teiji Ito, que toca treinta y nueve instrumentos musicales…
casi siempre de noche. Es la ciudad de la esperanza para Billy
Klenosky, un autor de canciones cuya obra maestra: “April in
Siberia”, fue elegida “la Bomba del Mes” por la estación de radio
WINS.

A algunas personas de Nueva York se les paga para ser amables; a


otras para ser despreciadas. Larry Hamilton, uno de los más toscos
vertebrados fuera del Zoo del Bronx, recibe 35 mil dólares al año para
ser un luchador odioso. El ser detestado constantemente no es siempre
fácil para Larry, pero él hace lo que puede. Cuatro noches por semana
se dedica a meter los dedos en los ojos de sus adversarios, que son los
predilectos del público, a retorcerles las orejas, a desbaratarles el pelo,
a quitarles la caspa. Como todos los malvados, acaba siendo derrotado
por el héroe, pero Larry nunca pierde con dignidad. Tuerce los labios,
protesta con el juez; luego, dirigiendo la mirada al público del
Madison Square Garden, enseña sus puños amenazadores. Los fans
contestan ametrallándolo con frutos podridos, con botellas de whisky
y de vez en cuando con alguna silla. Cuando la velada ha terminado,
los ingenuos espectadores lo esperan a la salida para bombardearlo
más. Pero él se abre camino a través de ellos, corre en busca de un
taxi y pronto está de vuelta en el hotel Edward, de Broadway, para
descansar hasta el día siguiente.

Nueva York es una ciudad loca, cautivadora y extremadamente


insólita. Es la ciudad en que una señora de Pennsylvania viene

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periódicamente para reclutar clientes para su “Teatro Desnudo”
veraniego, y donde cierto jefe de personal valora a los aspirantes a un
empleo por la forma de sus cabezas. Es donde un payaso sin
domicilio, Pathétique, se maquilla en el metro y donde un experto de
publicidad, Stuart Bart, ha hecho fortuna sólo limpiando corbatas.

En el Manhattan central hay una escuela para escritores de “gags”


sin trabajo; en la zona oeste hay una escuela para aspirantes a
danzarinas del vientre; en la zona este hay una escuela flotante: es el
“John B. Brown”, un antiguo carguero de la serie Liberty en el muelle
22, que es usado para el entrenamiento de 300 estudiantes de las artes
marineras y donde también dan clases de escuela secundaria.

En Brooklyn el bar Wigwam tiene como clientes casi


exclusivamente a los obreros de la construcción indios. Hay manzanas
enteras de Nueva York donde se venden prácticamente sólo joyas,
otra en que se venden sólo flores y otra en que se venden sólo trajes
de novia.

En Nueva York hay un sindicato de actores italianos y otro de


masajistas de baños rusos, el único sindicato partidario de los
“sweatshops” o talleres de explotación del sudor. (Juego de palabras.
“Sweatshops” significa, literalmente, “tiendas de sudor”, y,
figuradamente, tiendas o talleres de explotación). Parecen destinados
a ser los últimos de su especie. La mayoría de los miembros del
sindicato superan los setenta años y son sordos a causa del agua y de
las temperaturas elevadas.

Hay mujeres en Nueva York que a veces se acercan a las ventanas


con ropa interior azul, a veces con ropa interior blanca y a veces sin
ropa interior. Nueva York es una ciudad de señoras ligeras de ropa en
las ventanas. Y de “voyeurs” que las espían. Una mujer en la Calle
Cuatro Oeste solía ser observada regularmente cuando en las noches
calurosas se colocaba desnuda delante de la puerta abierta de su
refrigerador… hasta que un día recibió por correo la fotografía suya
en cueros tomada por un vecino.
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En Nueva York hay taxis acuáticos que llevan a los pasajeros a los
buques que han perdido por llegar tarde, y en la Novena Avenida está
la Lavandería Swift, que está al tanto de cada barco que llega. Cuando
atracan en el puerto, allí están los hombres de Swift esperando
recolectar toda la ropa sucia que traigan las tripulaciones.

Siempre que un boxeador en Nueva York es golpeado en la boca,


en los dientes o recibe un cabezazo en las encías, el doctor Walter H.
Jacobs empieza inmediatamente a preocuparse no por el púgil, sino
por el protector bucal del boxeador. El doctor Jacobs fabrica estas
defensas y nada le desasosiega más que ver a alguien que estropea su
trabajo.

Nueva York es la ciudad de quince boxeadores enanos. Todos


juntos caben en un ascensor del hotel Holland, seis pueden dormir en
la misma cama, y ocho pueden viajar cómodamente en su coche
conducido por un chofer. Nueva York es la ciudad donde Moshe
Pumpernickell, un plañidero profesional, cobra por llorar en los
entierros, y donde Nathan Groob colecciona banderas
norteamericanas con cuarenta y ocho y cuarenta y nueve estrellas…
pensando que algún día puedan llegar a ser piezas importantes para
los coleccionistas. Cada primavera aparece en el Yankee Stadium un
pequeño y extraño grupo de “fans” que colecciona las pelotas caídas
fuera del terreno de juego; asisten a partidos no muy populares, para
de este modo tener más sitio en las gradas y poder rescatar sin
dificultad estas pelotas.

Nueva York puede ser una mezcla temporal de escenas irritantes y


sonidos inesperados. Irritante puede ser la vista de un Alfa Romeo con
placa MD (de médico) estacionado en doble fila frente al restaurante
Colony; la alegría puede darla un negro que toca el piano en medio de
la Calle Sesenta y Una. El negro está en éxtasis durante algunos
momentos y los vecinos de las casas de fachada de arenisca se asoman
para oírlo. Pero, desgraciadamente, tiene que interrumpir su concierto
y seguir empujando el piano por una rampa hasta meterlo en un

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gigantesco camión de la Dard´s Van Company. Es empleado de
mudanzas antes que musico.

Nueva York es una ciudad esquizofrénica para la fascinadora


modelo que posa en el vestíbulo del Waldorf al lado de un Cadillac,
lleva un traje de Simonetta y joyas por valor de 100 mil dólares.
Luego, a las cuatro de la tarde, se cambia rápidamente de ropa, coge
un tren y se dirige apresuradamente a su piso de tres habitaciones en
Queens, donde ha de preparar la cena para su familia.
Nueva York es una ciudad eternamente sucia para los limpiadores
de ventanas de las Naciones Unidas, y una ciudad de frustraciones
para los directores de hoteles que no pueden evitar que centenares de
ceniceros y de toallas sean robados por los huéspedes. Hay momentos
en que parece que toda la ciudad de Nueva York es capaz de volverse
loca o de estallar en tumultos.

El martes 20 de septiembre de 1960, cuando Kruschev, Castro y


otros dirigentes extranjeros visitaron las Naciones Unidas, todo el
mundo en Nueva York parecía enfadado con los demás. Los
ucranianos organizaron manifestaciones contra la presencia de
Kruschev. Este protestó contra la brutalidad de la policía; muchos de
los policías estaban furiosos por tener que trabajar los días de fiesta
judíos; los rabinos de Nueva York le echaron la culpa al comisario de
policía Kennedy, que a su vez le echó la culpa a Kruschev. Fuera del
edificio de la ONU los griegos insultaban a los albaneses, los
nihilistas renegaban de los pacifistas, los estudiantes de la Guayana
Británica despreciaban a Inglaterra, y un grupo de manifestantes
cubanos anticastristas se paseaba de arriba abajo gritando: “¡Fidel-
ista… Co-mun-ista!” Fuera del Waldorf, el personal del Catholic
Worker se manifestaba con carteles en contra del congreso de la
American Bank Association, y en la Calle Cincuenta y Una el chofer
de un camión, cuyo nombre era Tom Horch, denunciaba a la Nacional
Biscuit Company pidiendo más salario. Por toda la ciudad resonaban
las sirenas, policías de paisano se asomaban como gárgolas a los
aleros de los tejados, y los choferes de taxis insultaban

41
indiscriminadamente a todo el mundo. En la Calle Cuarenta y Cuatro
la señora Sylvia Graus, del número 25 de la Calle Setenta y Siete Este,
llevaba un cartel que decía: “Norteamericanos, alerta: la guerra
bacteriológica ha comenzado”.

--Sé que hay personas que ponen cosas en mi comida –explicaba


ella a la gente en la calle--. Llevan intentando eliminarme desde 1956,
pero yo sé cómo defenderme.

Luego desapareció entre la gente sin explicar cómo.

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Nueva York es una ciudad de 38 mil taxistas y 10 mil conductores de


autobuses, pero de un solo chofer que tenga, a su vez, otro chofer. El
opulento chofer es Roosevelt Zanders. Gana 100 mil dólares al año,
es un caballero de gusto impecable y, aunque posee un Rolls Royce
de 23 mil dólares, no mira por encima del hombro a sus amigos que
solo tienen Bentleys. Por 150 dólares al día, Zanders se presta a llevar
en su Rolls plareado a cualquiera y a cualquier sitio. Entre sus clientes
hay diplomáticos, modelos que posan al lado del vehículo, y cada día
recibe cables de todo el mundo pidiéndole que espere en el
aeropuerto, en los muelles o a la entrada del hotel Plaza.

Los porteros de toda la zona este de Manhattan lo conocen, Los


choferes de taxi lo saludan con bocinazos. Su Rolls interrumpe el
tránsito. Dondequiera que vaya es advertido por los soñadores como
él.

Roosevelt Zanders, nacido en la pobreza hace cuarenta y cinco años


en Ohio, soñaba con el día en que poseería un gran coche. Trabajó en
una botica, de encargado de un vestuario, en un hotel, e iba ahorrando
dinero. Hace diez años tuvo lo suficiente para comprarse un Cadillac.
Decidió hacerse chofer; un chofer de lujo que servía a los sueños y a
los caprichos de personas que perseguían la elegancia. Su primera

42
cliente fue Gertrude Lawrence. Ella le tomó simpatía y ponderó su
eficacia y su atractivo con sus amistades. Otras celebridades también
le alquilaron el coche en ocasiones especiales y, finalmente, llegó a
poseer cinco Cadillac y un próspero servicio de alquiler.

Pero su sueño juvenil seguía sin realizarse. Quería un Rolls Royce


con carrocería especial y hace tres años lo encargó. Hace dos años
llegó. Estaba equipado con alfombras de piel en todo el piso, dos
aparatos distintos de alta fidelidad, y un gato del tamaño de un
luchador enano. Sin embargo, algunas veces por las noches está
demasiado cansado para seguir conduciendo. Así que Bob Clarke, su
chofer, le sustituye y el señor Zanders se relaja en el asiento posterior.

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Los tribunales de Foley Square en Nueva York cada día están llenos
de un extraño grupo de espectadores cuya ubicuidad (y habilidad para
encontrar asiento) les ha lanzado a una carrera de adivinanzas sobre
lo que dictaminará el juez. Estos individuos son llamados
“aficionados a los tribunales” (En LOS PERIODISTAS
LITERARIOS, de Norman Sims, hay una crónica sobre esto) y se les
puede ver cada día ir de sala en sala examinando a los jurados,
sojuzgando a los abogados, citando disparatadamente a Cardozo y
emitiendo dictámenes.

“Los “aficionados a los tribunales” somos jubilados que no tenemos


nada que hacer –explicaba uno de ellos, de 77 años, llamado William
Higgins--. Así que asistimos a los juicios. Es entretenido y educativo.
Impide meternos en dificultades. Tan sólo un tonto va al cine;
nosotros vamos a los juicios y vemos a los actores en carne y hueso”.

Hay un centenar de asiduos en Foley Square. Muy a menudo se


conocen entre sí, cenan juntos y son expertos en procedimientos. Pero
los asiduos raramente van todos a la misma sala.

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Unos aficionados prefieren las causas federales y no tienen nada que
ver con los procesos ordinarios sobre casos de asesinato, violaciones
y hurtos.

Otros son aficionados al tribunal Supremo y hay incluso


subdivisiones de adictos a los procesos de divorcio, adictos a las vistas
por accidentes, y por negligencia.

“Solía haber muchos aficionados a los casos de robos de vehículos


–dice otro anciano observador--. Acostumbraban a ser casos muy
buenos. Pero la oficina Federal de Investigaciones ha hecho limpieza
y ya no hay más”.

Aparte de los interesados por ciertos tipos de casos, los hay


seguidores de la labor de cierto abogado o de cierto juez. Dicen que
van a oír al juez Sydney Sugarman por su elocuencia, a Irving R,
Kaufman por su bonita voz de barítono y a Thomas F. Murphy por
sus suspiros. El juez Mitchell J. Schweitzer tiene incluso una peña de
aficionados, encabezada por Louis Schwartz, que tiene un asiento
reservado en la sala del tribunal desde hace muchos años.

Tratándose de una clase privilegiada, los aficionados de los


tribunales –que a veces son llamados “abogados de pasillos”—no
dudan en imponer su influencia en tribunales supremos y ordinarios.
Incluso han logrado alguna vez que el juez Ed Weinfeld cerrara la
ventana, a pesar de ser conocido entre ellos como “el juez aire fresco”,
por consiguiente abierto a las críticas de los que sólo quieren
resguardarse del frío exterior.

Y la actividad nocturna de los aficionados, ¿cuál es? La


contestación es sencilla: sesiones nocturnas de los tribunales.

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En la puerta del minúsculo despacho de Bernard A, Young en la Calle
Cincuenta y Una, de Broadway, están registrados los nombres de
catorce firmas sobre las que ejerce un poder absoluto… porque es su
presidente, es miembro del consejo y es el único miembro. El señor
Young admite que los catorce nombres de la puerta han despertado la
curiosidad de muchos y las iras del cartero. “El cartero deja todo el
correo dudoso en mi oficina—dice el señor Young--. Y generalmente
acierta”.

La última empresa sobre la que el señor Young ha logrado hacerse


con el dominio, después de una dura batalla contra los otros dos que
habían oído hablar de ella, es la Bird Research Foundation, Ltda.. Se
trata de una corporación que el señor Young inició con dos señoras
aficionadas a los pájaros, y se dedica al cuidado de las aves
enjauladas.

“La nuestra es una corporación sin ánimo de lucro—explica el señor


Young, ex alumno de Harvard de 50 años, que tiene un largo historial
de falta de ganancias--. Distribuimos información sobre el cuidado, el
cobijo y la conservación de los pájaros en las casas, y nos
desentendemos de las aves sueltas, de las que se ocupan las
Sociedades Audubon, asi que…”.

Muchos de los nombres de la puerta del señor Young están tan sólo
temporalmente. Cuando abandona un negocio cambia el nombre, y
cada vez se gasta diez dólares para que sea borrado el viejo y sea
escrito el nuevo. De las firmas normalmente escritas en su puerta, una
docena son compañías de discos o de folletos de música, otra es un
negocio de tarjetas de augurios y la otra es la de los pájaros.

“No sé cómo puede llamarme –dijo--. Soy licenciado en Derecho,


por la Universidad de Harvard, pero nunca he ejercido. Soy soltero.
Soy un Phi Beta Kappa y me doctoré “magna cum laude”. He
publicado folletos de música y he grabado discos, pero siempre me
han gustado los pájaros. Yo soy un pájaro por derecho propio. Mi
mayor pena es que los autores de canciones no sean pagados cada vez
45
que se canten sus canciones. Los autores de canciones son como las
aves. Consiguen sólo los restos y las migajas”.

---00000---

La guía telefónica de Manhattan tiene 780 mil nombres, de los cuales


3.277 son Smith, 2.811 son Brown, 2.446 son Williams, 2.073 son
Cohen… y uno es Mike Krasilovsky.
Quien dude de este dato no tiene nada más que mirar en la parte alta
de la página 894 donde en letras negritas grandes está escrito:
Hay sólo un Recordad a Hay sólo un
Mike Krasilovsky Mike Mike
Krasilovsky
STerling 3-1990 STerling 3-1990 STerling 3-
1990

Para ver de cerca al señor Krasilovsky hay que desplazarse a


Brooklyn, al número 426 de la Avenida Lafayette, en donde dirige
una empresa de transportes especializada en el desplazamiento de
maquinaria pesada, cajas de caudales, grandes estatuas y pequeñas
montañas. Emplea cuarenta y tres hombres expertos en levantar y
colocar maquinaria; posee treinta y dos camiones, y, en la fachada de
su edificio de dos pisos, ha colocado un letrero que dice:
“Trasladamos cualquier cosa a cualquier sitio en cualquier momento”.

El señor Krasilovsky es un hombre de aspecto viril, de cincuenta y


ocho años, con el pelo muy corto, una cara redonda, brazos robustos
y uñas sucias.
--Puedo desarmar, transportar e instalar cualquier cosa, por muy
grande, pequeña o complicada que sea, más deprisa que cualquier otro
en Nueva York—dice con modestia el señor Krasilovsky. Y en
seguida explica cómo trasladó la estatua de Thomas Jefferson, de doce
toneladas de peso, desde Astoria a Washington; la estatua de ocho
toneladas de George Washington desde Providence hasta Mount
Vernon; una pila atómica al Hospital Mount Sinai; doce toneladas de
campanas a la Grace Church; un árbol de Noel de dieciséis metros a
46
Walt Street; y cuatro ordenadores Univacs a través de la ventana de
un tercer piso en la remington Rand, a pesar de que algunos escépticos
dijeran que era imposible hacerlo.
El señor Krasilovsky empezó a aprender el negocio de desplazar
maquinaria en Brooklyn, a la edad de nueve años, de un tío suyo muy
listo, aunque analfabeto, llamado Samuel Krasilovsky, que firmaba
con una “X”, pero que era conocido por sus amigos como Charlie. En
aquel tiempo el tío Charlie, ayudado por su hermano David y,
naturalmente, por su joven sobrino Mike, transportaba cajas de
caudales en un carro tirado por un caballo. La firma era llamada
oficialmente “S. Krasilovsky & Bro”. Los tres siguieron en sociedad
durante unos veinte años, pero cuando David decidió que ingresaran
en la firma sus dos hijos, Monroe y Harry, Mike puso objeciones. Y
en 1939 se marchó, abriendo su propio negocio de transportes.
Entonces su historia se complicó.
Las dos firmas Krasilovsky empezaron a robarse clientes
recíprocamente y a hacer propaganda una contra otra. Los clientes,
confundidos, nunca sabían con qué Krasilovsky estaban tratando, o
hablando, o protestando, o pagando. Así que, para dejar las cosas
claras, Mike empezó a anunciarse en la guía telefónica: “Acordaos de
Mike. Hay sólo un Mike Krasilovsky”.

Empezó también a escribir su nombre KrasiloUsky para encontrarse


alfabéticamente antes que Krasilovsky & Bro en el listín telefónico.
Más adelante, en 1957, entró en el negocio de transporte de
maquinaria Milton el tercer hijo de David: un listo muchacho que
había estudiado en el Brooklyn Collage y que decidió cambiar su
nombre telefónico de Milton a Mick y también eliminar la V de su
apellido: así que la firma se convirtió en “Mick Krasilosky” con lo
cual no sólo se puso delante de Mike en la guía, sino que empezó a
robarle muchos clientes.
Esto puso a Mike furioso. Así que tomó en traspaso la “Atlas—
York Safe Corp” y nuevamente se encontró en cabeza.
Luego, uno de los primos de Milton tomó en traspaso la “Acme Safe
Co.” Por lo que Mike inició la “Ace Trucking Co”.

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Seguidamente Marvin, el otro primo de Milton, tomó como nombre
la “AAA Acme Krasilovsky Safe Co”.
Nadie sabe cómo Mike consiguió ser el primero en la guía, aunque
únicamente tuvo que pasarse a un servicio de contestaciones
telefónicas, al 237 de la Primera Avenida, que se llama “A”.
En cualquier caso, solamente en la página 894 ha logrado Mike
tener registrado su teléfono dieciocho veces: como Krasilovsky Mike,
KrasiloUsky Mike y Krasilovsky BROS., sin contar la Ace Trucking
o la Atlas—York Safe Corp.
El número de Milton aparece en la guía trece veces: como
Krasilovsky Milton Inc., Krasilosky Mick, Krasilovsky D & S (por su
padre David y el difunto tío Samuel, conocido como Charlie); y
alternando las últimas cuatro letras de su apellido de –vsky a –osky,
pero todavía no –usky.
“Todas estas tonterías no han ayudado en absoluto al negocio –
admite Milton Krasilovsky en su oficina de Green Street, en
Brooklyn--. Los clientes prefieren dirigirse a sitios en donde haya
menos confusión”.
Mientras la mitad del clan de los Krasilovsky se pelea por el negocio
de los transportes, la otra mitad se ha retirado del negocio por
completo.
Uno de los hijos de Mike se ha hecho abogado. Otro hijo está en
Viena estudiando para sacerdote congregacionista. La hija de Mike,
Phyllis Krasilovsky, se ha convertido en una famosa escritora de
cuentos infantiles. La mujer de Mike, conferencista en la Nueva
Escuela de Investigación Social, en Greenwich Village, ha adoptado
el seudónimo de Harriet Krass. (El hermano de Mike, Monroe,
también tiene una mujer que ha cambiado su nombre por el de Harriet
Krass).
Monroe II, el hijo de David, en gran parte responsable de la escisión
de la dinastía de los Krasilovsky, se ha pasado desde hace tiempo a
otras actividades. Su hermano Harry está parado. El padre, David, se
ha retirado.
Pero Mike Krasilovsky no se achica. Nada le molesta mientras en la
guía telefónica de Nueva York haya sólo un Mike Krasilovsky.
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--------PARA TENER EN CUENTA. ME
RECUERDA EL PERSONAJE REAL DE LA PELÍCULA
“BOLÍVAR SOY YO”--------

Con una capa colgando de sus hombros y una peluca en su cabeza


calva, Henry W. Dubois ha logrado ganarse la vida en Nueva York
representando el papel de George Washington. Lo ha estado haciendo
en los últimos diecinueve años en fiestas benéficas, en escuelas, en
iglesias, en clubs. Miles de personas le conocen como “Mr.
Washington” y es así como a menudo recibe el correo en su casa de
Washington Heights.
Cerca de cuarenta veces al año alguna organización contrata al señor
Dubois para hacer el papel de Washington. Unas veces en un mitin de
The Christian Fellowship; otras veces en la Escuela Pública 115, o en
la 83, o en el local de los Masones Veteranos de Guerra en el
Extranjero. Ha repetido la plegaria de Washington docenas de veces
en el Broadway Temple, en el Hospital de Rockland State y en todas
las salas infantiles de los hospitales de la ciudad. En cualquier ocasión
el señor Dubois es real y solemne, un hombre de significación
histórica.
El señor Dubois, con más de setenta años y poco propenso a andar
con remilgos, admite haber fracasado como imitador de animales en
los primeros tiempos de la radio. Recuerda que era un parado crónico,
y que por fin aceptó un empleo como guarda de la capilla de San Pablo
en la parte baja de la ciudad, donde una vez el propio Washington
había participado en el culto. De repente, dijo el señor Dubois, toda
su veneración infantil hacia Washington revivió. Empezó a repetir a
sus amigos la plegaria de Washington (que había aprendido de
memoria en la escuela). Y cuando le pidieron actuar en una ceremonia

49
en el aniversario del nacimiento de Washington en la Iglesia
Metodista de John Street, fue hombre feliz.
“Tuve la impresión de que daba un significado místico a mi vida –
explicó el señor Dubois--. Repetí la plegaria, y, de algún modo, sentí
el espíritu del viejo George. Al terminar, el predicador me largó un
dólar… allí estaba el retrato de Washington”.
El señor Dubois compró a un actor amigo un uniforme colonial,
pero, debido a su trabajo constante, logra con dificultad retirarlo de la
tintorería a tiempo para el trabajo siguiente. Porque el actuar como
Washington es un trabajo para todo el año: los servicios de Dubois
son requeridos el Día de la Bandera, el Día de la Constitución y
muchos otros días festivos. Rara vez descansa.
Pero siempre tiene tiempo para visitar los hospitales por la noche.
Allí intenta alegrar a los pacientes con sus sonidos que imitan a perros,
a coches, a barcos y a aviones; los niños del Bellevue adoran sus
imitaciones y lo aprecian mucho más que los de la radio de antaño.
También le han apodado “Mr. Sunshine” (Señor Brillo Solar) y no
tienen la menor idea de que para miles de habitantes de Nueva York
él es el primer presidente de los Estados Unidos.

---0000000---

Joe Barbagallo, barbero jefe de las Naciones Unidas, ha aprendido a


coexistir felizmente con Oriente y Occidente siguiendo el sistema de
no discutir, no esquilar y no hacer esperar. Algunos de los más
eminentes diplomáticos del mundo juran por sus tijeras, se asombran
de su rapidez y se relajan, confiados en su navaja. Han llamado desde
Washington para coger hora y, ya en el sillón, rara vez le dicen cómo
tiene que hacer el trabajo; el señor Barbagallo tampoco les dice cómo
han de regentar las Naciones Unidas, así que le parece muy justo que
no le digan cómo ha de cortar el pelo.
Doce años en el oficio en las Naciones Unidas le han enseñado,
entre otras cosas, que ordinariamente el pelo ha de ser cortado corto
por encima de las orejas para los rusos, largo por delante y corto en la

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nuca para los franceses, largo en la nuca con patillas para los ingleses
y, en fin, muy corto delante, de lado y atrás para los chinos.
“Algunas personas dan instrucciones sobre cómo quieren que se les
corte el pelo –ha reconocido el señor Barbagallo--, pero nueve veces
sobre diez sus instrucciones son equivocadas. Yo les doy la razón,
pero obro según mi criterio. Con cortar siempre menos de lo que el
cliente me dice, es difícil que me equivoque”.
Han contado entre sus incondicionales clientes a Trygve Lie (“tan
sólo un repaso”); a Dag Hammarskjôld (“el pelo es muy ralo, vaya
con mano ligera”); a Andrew W. Cordier (“corto en los lados y
atrás”); al doctor Ralph J. Bunche (“un poquito alrededor”); a Henry
Cabot Lodge (“repase ligeramente alrededor de las orejas, pero no
demasiado corto”).
Los temas políticos en general no son discutidos en las butacas del
señor Barbagallo. Dado que quiere conservar su actitud de completo
aislamiento, habla deliberadamente con los ingleses de cricket, con
los norteamericanos exclusivamente del tiempo, y con los italianos
sobre las mujeres.
Cuando las Naciones Unidas iniciaron sus actividades en Lake
Success, Joe Barbagallo, que trabajaba en Queens, solicitó el empleo
y fue tomado a prueba. Nadie le ha quitado oficialmente lo de la
prueba y él ha seguido trabajando todos estos años lo más
desapercibido posible en su pequeña tienda del edificio del
Secretariado.
Uno de sus ayudantes es su hermano Gus. Gus corta el pelo de Joe
y Joe corta el de Gus, pero ambos prefieren afeitarse solos.
Nadie ha admirado la habilidad de Joe Barbagallo más que el ex
ministro de Asuntos Extranjeros de Pakistán, Muhammed Zafrilla
Khan, que a menudo telefoneaba desde Washington para pedir hora y
llegaba en avión para cortarse el pelo. Hace unos años, durante una
disputa sobre Cachemira, los periodistas espiaron al representante
pakistaní que salía solapadamente de las Naciones Unidas. Pensaron
que habría alguna noticia sensacional y empezaron a llamar a la
delegación pakistaní. Pero la contestación fue:

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--Muhammed ha ido a que le repararan la barba. Es el único sitio
donde se lo hacen bien.

---000---

El hombre más alto de Nueva York, Edward Carmel, mide 1,45


metros, pesa 215 kilos, come como un caballo y vive en el Bronx. Sus
nudillos son como pelotas de golf. Y cuando estrecha la mano,
envuelve la muñeca de uno en carne templada. Paga 150 dólares por
cada par de zapatos, 275 por cada traje hecho a la medida y duerme
doblado en ángulo recto en una cama de 2,10 metros. En los cines,
cuando no encuentra una localidad en primera fila que le permite
extender sus piernas, se queda de pie en el fondo de la sala. Ha nacido
hace veinticinco años en Tel Aviv, y al nacer pesaba casi siete kilos.
A los once años medía un metro ochenta, a los catorce, 2,10 metros;
a los dieciocho, 2,40 metros.
--No recuerdo haber sido nunca más bajo que mi padre—dice.
El padre del hombre más alto de Nueva York, un agente de seguros,
mide un metro sesenta y cinco. Su madre un metro sesenta y dos. Pero
su abuelo Emmanuel medía dos metros veinticinco y era llamado el
Rabino más Alto del Mundo.
Hasta ahora Ed Carmel se ha ganado la vida de seis maneras, aunque
sus ganancias anuales, entre unas y otras, probablemente no llegan a
los 20 mil dólares. Ha actuado en películas de monstruos, ha sido
contratado como el Payaso Feliz, ha aparecido como luchador, ha
prestado sus voz profunda para anuncios publicitarios, ha actuado en
“El vaquero más alto del mundo” en el Madison Square Garden, para
los Ringling Bros, y ha vendido fondos mutuos. Su oficina de Fondos
Mutuos está en la Calle Cuarenta y Dos, a poca distancia del hotel
donde suelen parar los luchadores enanos… con los que se ha
encontrado sin pisarlos. En su última película, “La cabeza que no
quería morir”, que no ganó ningún Oscar, Ed hacía el papel del hijo
de Frankestein. En este film mordisqueaba el brazo de un doctor,
lanzaba una chica medio desnuda encima de una mesa, quemaba una

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casa y hubiera hecho muchas más barrabasadas sino hubiese sido,
como él dice, “una película de presupuesto limitado”.
Hace un año—dijo—un empresario de lucha me contrató y en el
acto me dieron el nombre de “Eliécer Har Carmel, Campeón Mundial
de Lucha de Israel”. Nunca había luchado antes de convertirme en
campeón. Lo único que me pedían era que apareciera en algunos
espectáculos de lucha, que estrangulara al anunciador del ring, que
actuara como un auténtico loco y que viera cómo los demás
luchadores brincaban para evitarme. Así que actué algunas veces,
pero nunca conseguí realizar un encuentro. Me he retirado invicto.
Ed Carmel llegó con sus padres a América cuando tenía tres años y
medio.
--Mi infancia—explicó—ha sido muy dura.
Era el blanco de todo género de burlas; en la escuela era reservado
y solitario en casa.
--Nunca he pegado a nadie –dijo--, a no ser que fuera atacado. Sabía
que, si me enfadaba y le zurraba a alguien, ningún juez hubiera tenido
indulgencia conmigo. Así que toda mi vida he sido objeto de burlas,
ya sea de hombres bajitos borrachos, o de esos cobardes gamberros
del metro que me insultan cuando están en grupo.
Después de graduarse en la Taft High School en 1954, había
frecuentado el City Collage, donde había actuado en el grupo de
teatro, había escrito sobre deportes en el periódico del “campus”,
había presentado su candidatura como vicepresidente de su clase, y
había sido elegido.
--Después de dos años en el City Collage de Nueva York, pensé que
podía lanzarme al frío mundo y lograr un empleo como locutor o
como actor—dijo--. Así que dejé la escuela, pero en todos los sitios
donde me presentaba me preguntaban si tenía experiencia previa.
Intenté que me dieran un papel en la comedia de Broadway “The tall
store”, de la que era protagonista un jugador de baloncesto, pero era
demasiado alto.
El único empleo que pudo lograr en televisión fue para papeles de
monstruo, y lo que tenía que hacer hasta ahora ha consistido en gruñir
y rugir. Si encuentra algún consuelo en su vida, tal vez sea el
53
convencimiento de que en Nueva York es mejor ser conspicuo que no
serlo.
--En Nueva York—dijo el Hombre Más Alto—tengo la sensación
de que soy alguien. Cuando voy en el metro quiero dar sensación de
prosperidad; no puedo salir sin ir bien vestido y llevar corbata. Sé que
todo al que encuentre en Nueva York será atraído—o repelido—a
causa de mi tamaño.
El Hombre Más Alto de Nueva York tiene una sonrisa irónica, es
extremadamente inteligente y posee un sentido del humor mojado en
vitriolo.
--Nueva York –siguió murmurando—es una ciudad excitante. Cada
día representa un nuevo desafío, un paso más hacia la úlcera. En esta
ciudad uno espera siempre recibir la visita de algún hijo de perra, pero
no sucede nunca.

4--NUEVA YORK, CIUDAD DE PROFESIONES


EXTRAÑAS

Cada tarde, en Nueva York, un saxofonista más bien andrajoso, con


sus mejillas infladas como una vela, toca “Danny Boy” en la acera,
de forma tan triste y sensitiva que en seguida está la mitad del
vecindario asomándose a las ventanas y tirándole monedas de cinco,
de diez y de veinticinco centavos. Algunas terminan debajo de coches
estacionados, pero consigue coger al vuelo la mayor parte.
El saxofonista es un músico callejero llamado Joe Gabler; en los
últimos treinta años ha dado serenatas en cada manzana de Nueva
York y ha recogido a veces hasta 100 dólares en monedas. También
ha sido el blanco de cubos de agua, de latas vacías de cerveza y ha
sido perseguido por niños y perros salvajes. A veces, acompañado por
su hermano Carl, un guitarrista delgado que suele oler a cerveza, Joe
recorre una treintena de kilómetros al día, durante los siete días de la
semana. Tanto Joe como Carl se han criado en la zona este y llegaron
al tercer grado en la escuela primaria. Joe, más adelante, fue al

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reformatorio. Pero antes de cumplir los veinte años recorrían los bares
tocando.
--Desde entonces hemos viajado por las calles –dice Joe--. Carl
toma nota de las calles donde pasamos cada día y nunca volvemos a
la misma más de una vez al año. Siempre que vamos al distrito
portorriqueño, en la zona oeste, tocamos música española y llevamos
sombreros de paja. Hay una señora en la Calle Cuarenta y Nueve que
nos da cinco dólares siempre que tocamos “When Irish eyes are
smiling”.
--¿Qué hacéis con todo el dinero?—le preguntaron a Joe.
--Se va—contestó él.
--¿Pensáis dejar alguna vez la calle para buscar empleo en alguna
parte?
--Hasta que muramos seguiremos en la calle—contestó en tono
dramático Joe.
--No tenemos más remedio –dijo Carl con calma.

--00—

El estómago más fuerte del Departamento de Sanidad pertenece a dos


hombrecitos que llevan el único “carro de caballos muertos”. Cada
semana caen muertos en la ciudad un promedio de cuatro caballos y
es tarea de Matthew Di Angelo y Philip Tortorici llevarse la carroña,
como también la de cualquier otro animal muerto de los parques
zoológicos, hipódromos o establos.
Di Angelo y Tortorici recogen al año por término medio más de 200
caballos, 5º novillos, 30 corderos, 20n toros, 10 ciervos, 5 vacas, 2
burros y casi invariablemente un león, un elefante o un mono. En los
últimos años fueron llamados para llevarse un hipopótamo de dos
toneladas del Zoo de Prospect Park, para pescar una tortuga de cerca
de quinientos kilos en la bahía de Bowery, y para retirar un tiburón de
dos metros setenta que alguien había abandonado en Park Avenue, a
la altura de la Calle 150, en el Bronx.
--Nuestro trabajo es como el de los entierros en el ejército—explica
el señor Tortorici--. Nadie lo quiere.

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Nadie lo quiere, posiblemente, salvo los señores Tortorici y Di
Angelo, que se ofrecieron para el empleo y admiten que es más
variado que la recogida de basuras y no obliga a andar tanto cuando
se barren las calles.
Estos Carontes del reino animal de Nueva Cork esperan cada
mañana en el Departamento de Sanidad del Muelle 70, en la Calle
Veintidós, en el East River, hasta que oyen la señal de tres
campanadas que anuncia que un animal ha muerto en algún lugar de
Nueva Cork. Un empleado del Departamento de Sanidad baja con la
dirección y entonces Tortorici y Di Angelo suben a un camión
equipado con cables y manivelas y se van.
--Para las ovejas tenemos que llegar pronto, antes de que los
gusanos las invadan –explica Tortorici--. Realmente, las ovejas
muertas desprenden un olor horrible, mucho peor que los caballos.
Las ovejas le quitan a uno el apetito.
Después de amarrar las patas de atrás de los animales y subirlos al
camión, se dirigen a la compañía de conversión de Van Iderstein en
Long island City. A menudo recorren las Fifth Avenue y Park Avenue
y ninguno de los peatones presta la menor atención al gran camión del
Departamento de Sanidad, a pesar de que a su paso les llega algún
tufillo.
Los animales muertos son regalos de la ciudad de Nueva Cork a la
Van Iserstein , que, además de usar sus pieles, convierte los huesos en
cola y fertilizantes; los residuos de carne en pienso para gallinas y
otros animales domésticos; incluso rescata las uñas de los cascos de
los caballos.
Aunque nadie podría calcular el valor al por mayor de un caballo
muerto, los carniceros de Van Inserstein consideran el cansado rocín
de un buhonero mucho más valioso. Bistec por bistec, que un veloz
pura sangre de Belmont.
--Conseguimos mucha más grasa del viejo caballo de un buhonero
y esta grasa produce mucho más sebo—ha explicado un hombre de
Van Iserstein--. Los caballos de carreras son demasiado delgados.
Después de que Di Angelo y Tortorici han descargado su camión en
la Van Iserstein, su vehículo es rociado con una sustancia perfumada.
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Los dos respiran hondo y sonríen. Luego suben a su camión y vuelven
al muelle 70 oliendo como los representantes de desodorantes.
---000—

El viernes 15 de julio de 1960 fue un día típico en la ciudad de Nueva


York. Siete nuevos carteles con el letrero “Se prohíbe ensuciar”
fueron añadidos en Central Park. John T. Jackson fue nombrado
vicepresidente encargado de proyectos de gestión en la Remington
Rand y logró ver su retrato en la página 26 del Times. El Asilo de
Ancianos y Enfermos Hebreos de Nueva York anunció haber
heredado dos millones de dólares de Salomón Friedman, un mercader
de algodón. Los almacenes de saldos John`s alquilaron un edificio en
el número 184 de la Calle 231 Oeste, cerca de Broadway, a un cierto
Louis Cella. La Fifth Avenue Coach Lines, Inc., hizo una demanda de
500 mil dólares por daños al sindicato de Michael J. Quill por una
huelga de autobuses no autorizada. A las once y cuarto de la mañana,
Joseph J. Marinello, de setenta y siete años, llegó velozmente a Times
Square en su bicicleta, pidió un zumo de tomate y dijo: “Acabo de
hacer más de mil kilómetros en esta bici”. (El empleado de la barra
quedó muy impresionado). Penetró óxido nitroso a través de las
máscaras antigás y aturdió a veinte bomberos en el incendio de un
desván del piso doce en el 107—109 de la Calle Treinta y Ocho Oeste.
A las ocho de la mañana estaban a más de 26 grados centígrados.
Eleanor Steber cantó Il Trovatore en el Lewison Stadium y gustó a
todo el mundo. Una limpiadora polaca quedó aprisionada en un
ascensor de Wall Street durante cinco minutos en el piso 37. Antes de
medianoche un coche se precipitó a una profundidad de doce metros
en el East River con un hombre y una mujer dentro, después de
recorrer a toda velocidad el muelle de Tiffany Street. Nadie volvió a
verlos hasta que la noche del sábado 16 de julio un robusto buzo de
alta mar, moviéndose en el cieno resbaladizo, encontró los cuerpos y
puso un gancho en el parachoque posterior del automóvil para que
fuera izado a la superficie.---CREO QUE AQUÍ DEBE IR UN
ESPACIO EN BLANCO. LA HISTORIA QUE SIGUE, LA DEL
BUZO, PARACE INDEPENDIENTE.

57
El buzo Barney Sweeney es el más fructífero rescatador de objetos de
Nueva York. Durante veinte años ha explorado las profundas aguas
de la ciudad en busca de cadáveres, armas homicidas, anillos de
brillantes e incluso la dentadura postiza de un capitán de la Marina.
Sus servicios han sido requeridos para desatascar el desagûe de un
estanque del Zoo del Bronx, para liberar con llama oxhídrica una
hélice a la que se habían enrollado unos cables y localizar el punto
exacto donde se encontraba una carga caída desde un muelle. Su
Nueva York no es la ciudad de los rascacielos; es el agua fría y
tenebrosa a quince metros por debajo de la Estatua de la Libertad, a
veintisiete metros bajo el Hell Gate, a cincuenta y cuatro metros bajo
el Puente George Washington.
Los caminos de su mundo son obstruidos por coches incrustados de
percebes, motocicletas corroídas y llantas de desecho. En los
Astilleros de la Armada de Brooklyn hay en el fondo del río un avión
hundido; un barco de los Ingenieros Navales (con dos empleados a
bordo) debajo del Hell Gate; una gruesa pieza de acero inoxidable en
la bahía de Nueva York, cerca de la Calle Cincuenta y Siete de
Brooklyn, de un valor de 6 mil dólares; y, a lo largo de Shelter Island,
hay una sortija de brillantes de unos 25 mil dólares de valor. Barney
Sweeney ha estado buscando este anillo durante una semana antes de
rendirse y tampoco ha conseguido nunca acercarse suficientemente a
la pieza de acero como para poderla enganchar. Se había hundido en
el lodo y siempre que se le acerca se hunde un poco más. “Cuando las
cosas se nos hunden, los buzos decimos que “Se han ido a China”.
El Nueva York de Barney es un piso de fango y, generalmente, al
andar se hunde en él hasta las rodillas. Cuando se encuentra abajo,
difícilmente puede ver algo a medio metro de distancia, y cuando pasa
por encima un remolcador que remueve aún más el lodo, Barney se
queda temporalmente ciego. Así que tiene que andar a tientas. Sin
embargo, todavía es capaz de hacer agudas observaciones sobre la
conducta humana: sobre cómo mueren las personas.
--El hombre que cayó con el coche en el muelle Tiffany estaba,
según la policía, loco por su mujer—ha dicho Barney--. Bueno,

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cuando alcancé los cuerpos, encontré que él había cambiado de
parecer exactamente antes de alcanzar el agua. Había intentado
desesperadamente salir del automóvil. Noté señales de patinazo en el
borde del muelle y él tenía la mitad del cuerpo fuera de la ventanilla.
El coche estaba boca arriba, como siempre se quedan los
automóviles cuando se posan en el fondo. Según Barney, sucede esto
porque el peso del motor hace que el coche caiga de cabeza hasta
abajo y luego, por inercia, el automóvil da media vuelta y queda con
las cuatro ruedas hacia arriba. Había otros cuatro coches patas arriba
en el mismo lugar de Tffany Street la noche del 16 de julio. Los
examinó y por lo hundidos que estaban debían de llevar allí por lo
menos ocho meses.
--Creo que esta zona de Tiffany Street es el sitio apropiado para
deshacerse de los automóviles –dijo--. La gente tira los coches allí
para cobrar el seguro.
Barney Sweeney, que tiene cuarenta y ocho años, pesa ciento
ochenta kilos con su ropa de trabajo y cien kilos desnudo.
Ordinariamente cobra 125 dólares al día, aunque a veces trabaja por
un porcentaje sobre el valor de lo que se recupera; o también se
sumerge bajo la condición de doble o nada: si rescata el objeto
perdido, se le pagan 250 dólares; si no, nada. Logra una media de 150
días de trabajo al año, en gran parte por encargo del Departamento de
Policía, las autoridades portuarias, estibadores o ciudadanos
particulares. En tales trabajos ha rescatado una sortija de brillantes de
20 mil dólares que se le había caído a una señora desde un pesquero
(ganó mil dólares) y toneladas de rocas de sulfato que se habían ido a
pique cuando una barcaza había chocado contra un muelle de
hormigón. También encontró la dentadura postiza superior de un
capitán de barco que había caído en el East River (valía 165 dólares y
Barney hizo el trabajo gratis).
Dado que en el fondo hace muchísimo frío y el trabajo es agotador,
Barney permanece bajo el agua sólo cerca de hora y media al día. Se
sumerge desde un pequeño bote en donde su equipo formado por dos
hombres se ocupa de las bombas de aire. Aparte de las anguilas y
peces sucios, hay bien poca vida en la Nueva York de Barney. Por el
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teléfono que une el buzo con la superficie habla con su hijo Jack, un
adolescente que a menudo le ayuda, igual que Barney solía hacer con
su padre.
--Mi padre murió accidentalmente durante un buceo—ha dicho
Barney--. Se le paró el corazón. Desde luego, a su edad no tenía por
qué estar abajo. Cuando le sacamos la última vez tenía setenta y dos
años.
Barney espera que su hijo no continúe la tradición familiar.
--No estoy enviando a Jack a la universidad para que sea un buzo—
dice.
El verano pasado Jack trabajó parte del tiempo como ayudante de
su padre y parte como empleado del Chase Manhattan Bank. Un día,
cuando unos obreros estaban trabajando en los cimientos de un nuevo
edificio, una barrena con punta de diamante se cayó en un pozo de
setenta y cinco centímetros hasta una profundidad de treinta metros.
Se llamó a Barney Sweeney. Pero Barney, que bebe ocho botellas de
cerveza diarias—“estoy caliente en invierno y fresco en verano”—era
demasiado gordo para el trabajo. Y el joven Jack no tenía bastante
experiencia. Así que fue contratado un buzo flaco de una firma rival
para recuperar la barrena. Fue una de las pocas veces en que en Nueva
York los Sweeney no pudieron mantener la fe en su lema: “Vuestra
pérdida es nuestra ganancia”.

---000---

David Amerman, un hombre bajito y redondo que traba en un oscuro


sótano en la zona baja este de Nueva York, es maestro constructor de
carros de mano. Su difunto padre, al igual que su abuelo, fueron
también constructores de carros de mano, y su habilidad artesana ha
dado al apellido familiar una cierta categoría de Stradivarius entre los
más exigentes de los traperos, de los vendedores de fruta y de
bocadillos.
--Mi abuelo Benny empezó haciendo en Rusia carros de mano con
ejes de madera –dijo el señor Amerman--. Y mi padre los fabricaba
en un sótano del 193 de la calle Houston. La gente cuando pasaba por

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allí le decía: “Eh, Max, ¿cuándo te irás de este sótano?” Y mi padre
solía contestar: “Aquí es donde he empezado; aquí me quedo”.
“Mi padre se hubiera avergonzado de entregar un trabajo mal hecho
–siguió diciendo, mientras se apoyaba en un carro de mano junto al
número 541 de la Calle Once--. Se quejaba a mi madre cuando mi
hermano y yo hacíamos algo mal, y estaba siempre gritando: “¿Por
qué no un clavo más?”. Y yo le decía: “papi, no te preocupes; cuando
tu te hayas muerto, los carros de mano seguirán todavía vivos”.
El señor Amerman se paró un momento, y luego añadió, con un
toque entre dramático y sentimental:
--Vaya hoy por la calle Bleeker y verá carros de mano que hizo mi
padre hace cuarenta años. Los carros siguen vivos. Y vaya a la
Avenida C, e incluso a Brooklyn, y verá el trabajo de mi padre;
todavía en funciones…
Dice que sus carros de mano viven por lo menos cuarenta años, y
con ellos han sobrevivido generaciones de vendedores callejeros de
los buenos y malos tiempos. Tarda dos semanas en cada carrito; se
fabrica él mismo las ruedas de nogal americano. Vende un carro para
bocadillos completamente equipado por 350 dólares, un carrito para
fruta por 125, carros de traperos por 105, carros para tiendas de
comestibles por 75.
--Mi padre fabricaba carros de mano por 12 dólares cada uno
durante la Depresión –dijo el señor Amerman--.Había entonces 8 mil
carritos de mano en Nueva York. Pero cuando se marchó el alcalde
La Guardia, las autoridades de la ciudad ordenaron que los buhoneros
tenían que sacar licencia. Esto quería decir que estaban en continuo
movimiento para evitar a los guardias. Debido a que nadie puede estar
andando desde las siete de la mañana, muchos vendedores callejeros
se han visto obligados a renunciar a esta actividad.
El señor Amerman no se ha hecho rico con su arte, pero, como para
sus antepasados, es para él cuestión de orgullo el hacer los mejores
carros de mano de la ciudad. Su única pena, aunque no muy grande,
es que sus hijos no estén interesados en la tradición.

---000---

61
En alguna parte de Nueva York el aire vale cerca de un dólar por
bocanada, el suelo se vende a 6.300 dólares el metro cuadrado, y un
puesto determinado de bocadillos en la Calle treinta y Cuatro no se
compra ni por un millón de dólares. Hay algunos hoteles en Nueva
York que sin estar de moda como otros, valen más; de hecho, a través
de toda la ciudad hay hoteles, edificios de oficinas, pedazos de tierra
y trozos de aire que son piedras preciosas en el negocio de las
inmobiliarias, no porque siempre lo sean, sino porque un vivaz
hombrecito de Wall Street dice que es así.
Ese hombre, Gordon I. Kyle, es considerado por la mayoría de los
plutócratas y de los especuladores como la autoridad suprema cuando
se trata de evaluar terrenos, solares o edificios, en particular edificios
altos. Es esencialmente un tasador de rascacielos. Banqueros,
constructores y aseguradores le pagan una pequeña fortuna para que
esté en las aceras y mire a los rascacielos. A menudo se le toma por
un turista. Pero él sabe tasar con el ojo avizor de un prestamista y,
según William Zeckendorf, “Kyle no se ha equivocado nunca”.
En el último dictamen del señor Kyle, el edificio de 59 pisos de la
Pan Am, que en 1962 se levantó encima de la estación Grand Central,
valdrá más del doble del Empire State con sus 102 pisos, que él en
1951 evaluó en 45 millones de dólares. Ha llegado a esta conclusión
tan sólo al cabo de tres días de trabajo en el examen de los documentos
de Pan Am y de los proyectos de la obra. A los constructores, Edwin
S. Wolfson y unos socios ingleses, les pasó una factura de 50 mil
dólares por su peritaje. Cuarenta años de experiencia respaldaban la
evaluación del señor Kyle. Cuarenta años en los que él no ha dejado
que nada descomponga su rutinaria exactitud.
Estos tasadores no pueden desde luego equivocarse en sus cálculos.
Los bancos y las sociedades de seguros dependen de ellos para una
evaluación precisa de una propiedad antes de que sea comprada,
vendida o hipotecada. Todos los grandes bancos de Nueva York y las
compañías de seguros han requerido los servicios del señor Kyle. Por
haberlo dicho él han llegado a conceder un préstamo de 60 millones
de dólares a un cliente. Se dice que Gordon Kyle ha evaluado un 70

62
por ciento los edificios que en Maniatan se elevan veinte o más pisos.
Entre ellos está el Empire State, el Chrysler y docenas de edificios de
oficinas y hoteles, sin contar otros de distinto tipo, como el Carnegie
Hall, la estación de Brooklyn`s Bush, los almacenes Saks en la Quinta
Avenida, el Metropolitan Club, Grossinger`s, la Bolsa, la Cleveland
Welding Plant, Knickerbocker Village y las caballerizas Belait, cerca
de Baltimore, propiedad del difunto William Woodward, Jr.
Años de largos paseos en Nueva York como cobrador de alquileres,
una subsiguiente carrera como agente inmobiliario y, por fin, la
presidencia de la Cruikshank Company y del New York Real Estate
Borrad han ayudado a Gordon I. (“Jimmy”) Kyle a adquirir la
experiencia que ahora le permite decir: “Conozco cada metro
cuadrado de Maniatan” y “Hábleme de cualquier manzana y le diré lo
que hay en ella”.
También sabe cuánto valía cada metro cuadrado hace diez años y
cuánto valdrá dentro de diez años. Sabe que el aire y la luz solar que
flanquean determinado edificio de oficinas en la Quinta Avenida
están garantizados porque el propietario paga anualmente 35 mil
dólares por “derechos de aire” encima de un edificio más bajo al lado
y ésta es también una garantía contra la posible edificación de otro
rascacielos que quite la vista y desilusione a los inquilinos que pagan
rentas elevadas por tener sol. Sabe que el solar del número 1 de Wall
Street, donde está situada la Irving Trust Company, se ha vendido a
700 dólares el pie, y dice que éste es el terreno de más valor en
Maniatan. La esquina más activa de Maniatan, según dice, está
ocupada por el “puesto” de Nedick en la Calle Treinta y Cuatro y
Broadway, por donde pasan diariamente 300 mil personas.
Con asombroso conocimiento de estos hechos y de las
inmobiliarias, el señor Kyle pudo evaluar el edificio de Pan Am
cuando todavía no estaba construido. Los planos de los arquitectos
enseñaban que tendría la superficie rentable más grande de Nueva
York –doscientos sesenta y seis mil metros cuadrados--, que tendría
70 ascensores, 21 escaleras mecánicas y un espacio de trabajo para 25
mil personas. Dado que él había tasado anteriormente las cercanías de

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la estación Grand Central en repetidas ocasiones, era una cuestión
muy sencilla evaluar el rascacielos todavía inexistente.
Pero cuando el edificio que tiene que tasar existe, el señor Kyle
suele siempre examinarlo desde el techo hasta el sótano. En acción y
en apariencia se asemeja a un inspector general. Es un hombre bajo
que anda siempre con los hombros echados para atrás y sacando el
pecho, la barbilla levantada y con la cara ceñuda. Su nariz, un
instrumento de punta muy fina, parece siempre dispuesta a husmear
algún fallo; sus ojos azul pálido giran continuamente en el sentido de
las agujas de un reloj cuando está mirando un rascacielos. Su manera
de ser es directa, sus palabras pocas, pero justas.
--¿Cuántas plazas hay aquí?—preguntó recientemente al director de
un hotel de Manhattan, mientras se encontraban en el restaurante
principal.
--Mil doscientas cuarenta y cuatro—contestó el hombre.
--¿Toman la calefacción del metro?
--Sí, vapor.
--Quisiera ver un par de dormitorios—dijo el señor Kyle.
--Sí, señor.
--¿No tienen ustedes ascensores automáticos?—preguntó mientras
subían.
--No, señor—contestó el otro mientras le hacía pasar a una
habitación.
--¿Esos cuartos, ¿son los más baratos?
--Sí.
--¿Son para indeseables?
--No, señor, ¿por qué?
--Poca luz –contestó Kyle.
El hotelero se encogió de hombros. Kyle seguía tomando notas,
--¿están completos?—preguntó seguidamente Kyle.
--Tenemos un 78 por ciento de ocupantes –contestó el director--. En
verano bajamos a un 55 o 60 por ciento.
Los ojos de Kyle examinaron los muebles, miró luego desde las
ventanas, observó el enlosado del cuarto de baño y luego se fijó en el
piso.
64
--¿Esta alfombra es del tipo corriente?
--Estoy seguro de que no –contestó el otro.
Al salir, Kyle pasó una mano por la pared para determinar si el papel
de tapicería era del tipo barato o del caro. Luego fueron a la habitación
1701.
--Bastante nueva, pero no veo ningún aparato de televisión –
observó Kyle.
--Esta es una habitación individual de ocho dólares –explicó el
hombre.
--Necesita ser pintada –dijo Kyle.
Kyle tomó algunas notas más, luego pasó el dedo por detrás de la
puerta para ver si había polvo. A los cinco minutos de haberse
despedido del director, Kyle estaba vagando por el terrado y luego
habló con los encargados de los ascensores, que suelen ser grandes
fuentes de información, especialmente cuando tiene que tasar casas
de pisos o edificios de oficinas. El ascensorista está enterado de los
últimos chismorreos, sabe cuántas habitaciones están vacías, conoce
las posibilidades económicas de los inquilinos, cuánto beben los
encargados y fragmentos de información que van recogiendo porque
delante de ellos la gente habla libremente.
En el terrado, Kyle examinó el papel alquitranado, las láminas de
cobre, los ladrillos. Luego hincó una uña entre los ladrillos para ver si
el cemento era débil, desgastado o permeable a la lluvia.
--Si hay goteras –explicó—hay siempre disgustos con los
inquilinos.
Examinó seguidamente con cuidado la unidad acondicionadora de
aire, la golpeó con el puño y tomó más notas.
--Es muy importante inspeccionar estos edificios personalmente –
dijo--. Se tienen nuevas impresiones y se advierten deficiencias y
factores negativos. Primero se visita el lugar con el dueño o el
director, y se continúa luego por cuenta propia. En general, los
propietarios dan toda clase de facilidades; tienen el deseo de agradar.
Si tuviera la impresión de que son, digámoslo así, reservados,
empezaría a examinar todo con más detenimiento. Naturalmente,
muchas veces se me dan cifras incorrectas sobre los costes de
65
mantenimiento y las rentas. O anteponen a las cifras un
“aproximadamente”. Esto puede significar cualquier cosa. Pero yo
conozco el valor del espacio. Y conozco los alquileres –añadió con
énfasis.
Bajó del terrado, examinando sobre la marcha habitaciones y
oficinas. Cuanto más bajaba, el terreno que pisaba se iba haciendo
menos caro; los pisos superiores, algunas veces del valor de cincuenta
y ocho dólares el metro cuadrado, son invariablemente más caros que
los pisos bajos, porque ofrecen más luz y aire.
--Ahora todo el mundo compra luz y aire –dijo el señor Kyle.
Dos horas después llegaba al sótano, donde, bajo las miradas
sospechosas del encargado, examinó las tuberías y el sistema de
calefacción. Luego se dirigió a la calle, cruzó Park Avenue, donde el
metro cuadrado vale entre mil ochocientos y dos mil doscientos
dólares; luego a la Quinta Avenida, donde el metro cuadrado cuesta
de 2.700 dólares para arriba. Explicó que la Quinta Avenida valía más
que Park, porque los túneles del metro eliminaban los sótanos, y el
ruido de los trenes de Grand Central se podía oír a menudo en muchos
sitios de Park Avenue.
Una hora más tarde, el señor Kyle había vuelto a su despacho del
número 45 de Wall Street y examinaba las hojas desparramadas en su
escritorio. Los teléfonos sonaban sin parar, con llamadas locales y
conferencias, desde fuera, de banqueros y constructores que pedían a
Kyle ver esto o aquello. En este momento, William Zeckendorf,
acomodado en el lujoso ático de Weeb & Knapp, estaba ordenando a
gritos a su secretaria que le pusiera en comunicación con Kyle. La
encargada de la centralita en Wall Street dijo:
--El señor Kyle está comunicando.
--¿Tardará mucho?—preguntó Zeckendorf.
--No lo sé –contestó la chica.
--Mire a ver si lo averigua—pidió Zeckendorf.
Un minuto después Kyle estaba al aparato.
--Diga.
--¿Jimmy?
--Sí, Bill.
66
--¿Cómo está hoy tu cerebro?
--Cada vez más débil, Bill.
--Bueno, mira, Jimmy, habrás leído en los periódicos lo del Astor…
Quisiera saber si puedes darle un vistazo…
--Bill, lo haré, pero mañana tengo estos inmobiliarios…
--Que se los lleve el diablo –dijo Zeckendorf.
--Lo haré después –dijo Kyle con mayor firmeza.
--Está bien, chico –contestó Zeckendorf más suavemente.
--¿Estarás allí mañana?
--¿Por qué no?
--Hasta la vista, entonces –saludó Kyle.
--De acuerdo, chico.
(Clic).
Estas conversaciones entre poderosos hombres de agencias
inmobiliarias y Kyle son típicamente informales. Y cuando Kyle les
da a conocer la cifra de su evaluación, ordinariamente no se la
discuten; aunque a veces uno o dos refunfuñan que el edificio vale
más (particularmente si lo quieren vender) o menos (si lo piensan
comprar). Pero Kyle no da su brazo a torcer.
--No es conveniente en este negocio –explica--. No se puede hacer
lo que la gente pide. Yo puedo probar todo lo que he firmado. Me
hago la idea de que cada una de mis tasaciones es una declaración
jurada delante de un tribunal.
Gran parte de la competencia del señor Kyle se creó en sus días de
cobrador de alquileres, un trabajo que asumió al ser licenciado del
ejército y después de haber dejado la Wesleyan University, en
Middletown, Connecticut. Cobraba alquileres para la United Cigar
Company, entonces propietaria de muchísimos inmuebles en Nueva
York.
--Poseían casi todas las esquinas más importantes de la ciudad –
recuerda Kyle--. Y yo, durante dos años, subí y bajé a oscuros
recibidores de casas pobres y a sótanos polvorientos, con los bolsillos
llenos de dinero. Las personas que pagaban las rentas más bajas
guardaban a menudo el dinero en botellas de leche. Una vez, después
de haber cobrado el alquiler a un hombre furioso, me dio una patada
67
en el trasero cuando estaba bajando la escalera. Nunca lo olvidaré. Yo
no era más que un chiquillo, pero esos años fueron los más
importantes de mi vida. Me enseñaron, sin que yo me diera cuenta, el
valor del espacio.
En 1921 abandonó el cobro de alquileres para abrir su propia oficina
de corretaje y de evaluación. A principio de los años treinta fue
contratado por el superintendente de Bancos del estado de Nueva
York para tasar las propiedades inmobiliarias de los Bancos en todo
el estado. En 1936 se incorporó a la Cruikshank Company, y hace dos
años fue elegido su presidente. Cobra entre 15 mil y 20 mil dólares
por evaluar un rascacielos, y generalmente no tarda más de una
semana en cada uno. En 1951 tardó dos semanas en recorrer de arriba
abajo el Empire State Building antes de su venta, y pasó una cuenta
de 25 mil dólares. Los 50 mil que cobró por la tasación del Pan Am
se cree que es la retribución más elevada que se haya pagado nunca a
un tasador; un precio tanto más asombroso cuanto el edificio no
existía todavía.
--Me encuentro—dice el señor Kyle fumando un pitillo con filtro—
en una profesión altamente especializada y lucrativa.

---000---

Una mujer gorda, con una bolsa de Macy en una mano y su hijo en la
otra, estaba esperando con impaciencia en el mostrador de Nedick.
Miró a su hijo y le preguntó:
--¿Qué quieres tomar, Maa-vin?
--Una hamburguesa.
--Toma uno de salchichas –dijo ella.
--Quiero una hamburguesa –chilló el nene.
La señora le golpeó en la cabeza con la bolsa y él empezó a dar
gritos, pero ella repitió:
--Toma un bocadillo de salchichas.
Marvin tomó el bocadillo de salchichas.
Nadie en Nedick le hizo el menor caso; estaban todos demasiado
ocupados en comer y, además, este género de incidentes se registra

68
casi todos los días en el “puesto” de Nedick en la Calle Treinta y
Cuatro, el puesto de salchichas más activo del mundo.
Como había señalado el señor Kyle, cada día pasan por allí 300 mil
personas. Y 8 mil de ellas entran (o son empujadas) en Nedick durante
cerca de cuatro minutos para engullir una media diaria de 700
hamburguesas, 1.000 tasas de café, 5 mil bocadillos de salchichas y
5.500 naranjadas. Nedick ocupa tan sólo 110 metros cuadrados de
espacio y está arrimado a una esquina de los almacenes R. H. Macy.
--Pero nosotros siempre decimos que Macy está al lado de Nedick—
dice el presidente Lewis H. Phillips.
El “puesto” de salchichas ha crecido en esa esquina desde 1947.
Factura anualmente cerca de 400 mil dólares con las naranjadas a 10
centavos, los bocadillos de salchicha a 20 y las hamburguesas a 40.
Día y noche la registradora tintinea, las hamburguesas se asan encima
de planchas calientes, la naranjada fluye en los vasos y el aire está
lleno de tocino chirriante y de confusa tensión, con fragmentos
relampagueantes de breves diálogos entre empleados y clientes.
--¿Sí, señorita?
--Una hamburguesa –dice la cliente.
--¡Hamburguesa! –grita la camarera al cocinero.
--¡Aquí está! –contesta él gritando.
--¡Vasos! –anuncia a la camarera el que los lava.
Sin ninguna excepción, los otros 84 locales de Nedick –59 de los
cuales están en Manhattan—son más pacíficos.
--Tenemos que conseguir que la gente entre y salga del Nedick de
la Calle Treinta y Cuatro en menos de cuatro minutos; si no, perdemos
dinero –explica el señor Phillips, que de pequeño empleado ha llegado
a la presidencia--.Esta es la razón por la que no tenemos taburetes. Si
los tuviéramos, muchos encenderían un cigarrillo y se entretendrían
demasiado tiempo. En verano, en la Calle Treinta y Cuatro dejamos
de servir café a las diez y media de la mañana, porque tardan
demasiado en beberlo. Antes teníamos un ejecutivo que quería añadir
a la lista ensalada de fruta y emparedados de queso, pero yo sabía que
los clientes tardarían cerca de catorce minutos en comerlos. Dije que
no.
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Se ha calculado que si un parroquiano fumaba un cigarrillo en el
Nedick de la Calle Treinta y Cuatro, la empresa perdería 2 dólares de
los ingresos totales. Se cree que Nedick paga anualmente de renta 95
mil dólares por el pequeño local de la esquina y, con los salarios y
otros gastos, tiene que vender 1.000 bocadillos de salchichas y
naranjadas para no perder. Todos estos alimentos son colocados en un
mostrador de dieciocho metros de largo, y tan sólo treinta y una
personas pueden apretujarse al mismo tiempo. Detrás del mostrador,
los veintiséis empleados de Nedick se evitan con habilidad, recogen
monedas, dan vueltas a las hamburguesas, pinchan salchichas y echan
naranjada en los grandes recipientes rodeados de hielo. La famosa
bebida tiene un 20 por ciento de naranja mezclado con agua, limón y
azúcar.
De vez en cuando los empleados reciben la visita del señor Phillips,
que es considerado el rey del negocio de la comida rápida y un hombre
siempre dispuesto a dar a sus amigos una tarjeta que dice: “Un
bocadillo y una bebida (Gratis). L. H. Phillips”.
--Cuando entro en uno de mis establecimientos, toda mi gente sabe
que yo he empezado como empleado a 18 dólares la semana,
preparando salchichas en la esquina de la Calle Veintisiete y
Broadway –dice el señor Phillips chupando un puro--. He progresado
por el camino difícil. Nada de familia o amigos. Empecé poniendo
por escrito algunas sugerencias acerca de cómo se podría lograr un
servicio más rápido en Nedick. Por ejemplo, se me ocurrió la idea de
tener el concentrado de naranja en recipientes de litro, con lo cual se
eliminaban las latas de cuatro litros, que presentaban serios problemas
de almacenaje y de eliminación, sin contar con que los empleados se
cortaban a menudo los dedos al abrirlas. También se me ocurrió
empaquetar los bocadillos de salchicha en cajas plegables de cartón.
Y he tenido muchas ideas de las que ahora no me acuerdo. Pero le diré
una cosa: si hubiese sido presidente de esto hace quince o veinte años,
no habría hoy en Nueva York “Chock Full o´Nuts” (otra cadena de
restaurantes para gente con prisa).
Aunque gran parte de los agitados clientes no lo sabe, el local ocupa
un estrecho edificio antiguo de cinco pisos. Nedick usa tan sólo los
70
dos primeros: el segundo tiene armarios metálicos para los empleados
y una pequeña oficina para el gerente, Thomas F. Magee. Los otros
tres pisos están vacíos y no son usados para nada. El viejo edificio ha
sido motivo de pelea entre la familia Smith, que es la propietaria y lo
alquila a Nedick, y la familia Straus, propietarios de Macy. La
discordia en los Smith y los Straus se remonta a más de cincuenta
años atrás, cuando un comerciante de tejidos, Robert S. Smith, tenía
unos almacenes en la Calle Catorce Oeste, al lado de Macy. Era una
competencia de la que no se excluían los golpes. El señor Smith a
veces colocaba un cartel que decía: Anexo o entrada principal. Y
muchos clientes de Macy eran así atraídos por error a la tienda de
Smith.
Cuando los almacenes Macy decidieron mudarse más arriba, en la
Calle Treinta y Cuatro, el señor Smith, como también otros
comerciantes de la Calle Catorce, se dieron cuenta de que el
vecindario perdería mucha afluencia de clientes. Macy, mientras
tanto, estaba tratando en secreto de comprar todos los solares de la
manzana de la Calle Treinta y Cuatro para poder construir sus
grandes almacenes. Sin embargo, había una pequeña parcela que se
resistió a los esfuerzos de Macy –la de la esquina, propiedad de un
sacerdote, Alfred Duane Pell, que en esos momentos viajaba por
España y había rehusado aceptar los 250 mil dólares ofrecidos por
Macy hasta volver a los Estados Unidos. En cuanto regresó, Smith le
ofreció 375 mil dólares por la propiedad de la esquina. Todavía no
están claros los motivos precisos de Smith; la versión de Macy es que
se trató de una maniobra para fastidiar, mientras los herederos del
señor Smith dicen que fue tan sólo un intento de ir con los tiempos.
En todo caso, el reverendo Pell aceptó el ofrecimiento de los 375 mil
dólares del señor Smith, que los Straus rehusaron igualar. Los Straus
procedieron a construir el gran edificio alrededor de la reducida
parcela. El sitio era demasiado pequeño para que Smith pudiera
edificar una tienda de tejidos, así que alquiló la vieja casa de Pell a
distintos inquilinos, hasta que en 1947 llegó Nedick, que convirtió la
planta baja en un lucrativo puesto de bocadillos.

71
Además de lo que cobran por el alquiler de Nedick, los herederos
de Smith imponen un pago sustancioso a Macy por el privilegio de
colgar un letrero publicitario en los pisos superiores del viejo edificio.
--Ganamos dinero con esa parcela—dijo Robert Smith Kiliper,
tesorero de la empresa familiar de los Smith--. Y queda como una
especie de monumento al abuelo. Algunas veces he acariciado
también la idea de alquilar ese gran letrero a Gimbel—añadió con una
sonrisa irónica, en consonancia con las tradicionales relaciones
Smith-Straus--. Así que no se sorprenda usted si un día, al mirar para
arriba, ve allí un letrero de Gimbel. No se sorprenda usted.
---000---

Cada mañana temprano, un caballero de baja estatura con corbata de


pajarita se dirige presuroso al depósito de los trenes de mercancías y
empieza a husmear vagones cargados de heno con la atención (y las
cejas levantadas) de un meticuloso probador de té. John Muhlhan
husmea el heno durante horas, y es considerado uno de los máximos
expertos del país en heno para caballos. Lo extraño es que ha estado
vendiendo heno en el corazón de la Calle Cuarenta y Dos durante
cuarenta y cinco años y casi ninguno de sus vecinos se ha dado cuenta
de ello.
Por otro lado, el señor Muhlhan no comprende que pueda parecer
raro el que un mercader de heno prospere en Madison Avenue.
--Tengo mis oficinas en la Calle Cuarenta y Dos y Madison porque
es conveniente –dice--. Verá usted: desde aquí puedo trasladarme
fácilmente en tren, en metro o en taxi a los muelles de Brooklyn, al
río Hudson, o a cualquier otro lugar donde llega el heno en barcazas
o en trenes.
Cuando llega el heno el señor Muhlhan se inclina sobre él e inhala.
“Sin siquiera abrir las puertas del vagón de mercancías puedo decir si
el heno es bueno o malo”, dice. Importa cerca de 500 toneladas de
heno por semana desde Michigan, Ohio y desde el norte del estado de
Nueva York y, después de husmearlo y dar su visto bueno, lo vende a
comerciantes al por menor en la ciudad y en todo el país. El heno será

72
suministrado más tarde a caballos de carreras, caballos de la policía y
varias castas de ganado que lo puedan digerir.
Antes que él, el padre del señor Muhlhan vendía heno y paja a los
propietarios de caballos en el Bronx. De hecho, en 1923 en la ciudad
de Nueva York había veintiocho vendedores de heno y otros piensos
que pertenecían a la Nacional Hay Association. Ahora tan sólo queda
el señor Muhlhan. En su oficina del número 50 de la Calle Cuarenta
y Dos Este tiene a mano un saquito de heno maloliente, que suele
husmear para mantener su nariz entrenada en cómo huele el heno en
malas condiciones. Cuando alguien le visita pasa el saquito de uno a
otro como si se tratara de entremeses, y, si uno hace una mueca al
hedor, lanza una larga requisitoria contra los agricultores que
producen esta basura. Se asemeja a cualquier otro hábil vendedor de
Madison Avenue.

---000---

La piel de un sorprendente número de habitantes de Nueva York son


decoradas por artistas del tatuaje, una raza duradera de artesanos cuyo
interés por la humanidad puede estar a flor de piel, pero cuyas obras
generalmente duran toda la vida. En Nueva York hay una media
docena de profesionales del tatuaje y su trabajo se ha podido ver desde
el coro de Copacabana a las duchas del New York Racquet and Tennis
Club.
Stanley Moscowitz, un conocido maestro de la aguja y descendiente
de una distinguida familia de pincha-pieles de la Calle Bowery,
calcula que la población tatuada de Nueva York suma unos 300 mil:
una parroquia que mantiene ocupadísimos durante todo el año a la
media docena de tatuadotes en callejuelas de Nueva York y en el
puerto.
El típico cliente de un almacén de un salón de tatuaje tiene entre 18
y 25 años, es generalmente musculoso, y está siempre dispuesto a
invertir de 3 a 5 dólares para ser pinchado 3 mil veces al minuto por
las ocho minúsculas agujas de un tatuador eléctrico que suena como
una barrena de dentista, parece una pluma estilográfica y escribe

73
debajo del agua. La tinta de color es depositada en un milímetro
cuadrado de piel, una sensación muchas veces descrita como “la
picadura de un mosquito” o como “una tortura”. La mayoría de los
hombres prefieren ser tatuados en el pecho y en los brazos. Los
marineros tienen predilección por las anclas, barcos de velas
desplegadas, los nombres de su última novia y mujeres medio
desnudas. Los soldados prefieren banderas norteamericanas, águilas,
panteras negras, números de matrícula, nombres de sus novias más
recientes y mujeres medio desnudas.
El porqué hay gente a la que le gusta tatuarse es motivo de
controversia. Algunos psicólogos han dicho que es solamente
ornamental, o puramente sexual, o tan sólo la afición de muchos por
los dibujos toscos. Algunos chicos lo hacen para parecer muy machos,
algunas muchachas lo hacen como rebelión por ser mujeres, como las
mujeres ainas, en el norte del Japón, que se hacían tatuar en el labio
superior unos bigotes. Algunas personas tienen motivos prácticos por
hacerse tatuar, contando con ello para ocultar cicatrices o lunares o
para imprimir el tipo de sangre o los números de la Seguridad Social.
Otros admiten haberlo hecho por una apuesta, o porque los
compañeros lo han hecho, o para probar que aguantaban el dolor o
sencillamente porque sus padres les habían prohibido que lo hicieran.
Los ídolos actuales del grupo de tatuados de Nueva York son Dick
Hylan, que tiene estrellas tatuadas en la cara, en las palmas de las
manos y en el interior de los labios; y Jack Drácula, que lleva en la
frente un águila con las alas desplegadas, otras dos águilas en las
mejillas y estrellas alrededor de los ojos, de las orejas y de la nariz.
Jack Drácula, que cuando niño quería crecer y convertirse en
mosaico, ha sido tatuado 244 veces, y dice:
--La gente piensa que estoy chiflado. Pero no me avergüenzo de ser
tatuado. Aunque cuando paso por la calle la gente grita y todos
preguntan: “¿Por qué lo ha hecho?”. Les digo que quiero ser el
hombre tatuado más guapo del mundo… La gente cree que estoy loco.

---000---

74
Poco después de las dos de la noche, un tren algo fantasmal entra
lentamente en la estación Grand Central con sus asientos libres, sus
pasillos vacíos y las luces tan atenuadas como las de un club nocturno
del East Side. Es el tren de las basuras, y los hombres agarrados a sus
plataformas son seis de los treinta que a partir de medianoche viajan
a través de los túneles para recoger la suciedad de las multitudes.
Cada noche son cargadas ocho toneladas de basuras en los siete
trenes de desperdicios, mientras sus ruedas aplastan miles de envases
de cartones de café o envolturas de bombones tirados a la vía. Los
hombres tardan cerca de cinco minutos en cada estación en recoger la
basura, aunque a veces pierden algo de tiempo luchando con algún
borracho empeñado en subirse al tren vacío. Los basureros lo
rechazan. Él se tambalea y se apoya en una máquina de chicles. Luego
el tren se encamina lentamente y el ruido de los recipientes metálicos
resuena en el túnel silencioso.
--Arrancamos chicles de los suelos de las estaciones durante todo el
año—dijo uno de los hombres--. La goma de mascar mantiene unidos
los andenes del metro. En verano recogemos montones de medias
naranjas exprimidas en los puestos de naranjada; en invierno son más
los envases de café. Las mujeres dejan los pañuelos de papel metidos
detrás de los asientos y creen que nadie se da cuenta. Hace dos años
encontramos un esqueleto humano cerca de la Calle Setenta y Seis
Oeste. Nadie sabe cómo pudo llegar allí.
Aunque muchos de los recogedores de basuras son conductores,
dicen que prefieren el tren de los desperdicios, que los tiene
levantados toda la noche.
--Preferimos las basuras a las personas –ha explicado uno de ellos.

---000---

En el Teatro Ethel Barrymore, una mañana, cuatro mujeres de la


limpieza de pelo blanco, dobladas como cultivadores en los arrozales,
estaban quitando el polvo de los asientos de 6,90 dólares cuando llegó
Jo Mielziner con paso rápido para asistir al levantamiento del telón en

75
una de las representaciones de Broadway menos conocidas: el ensayo
de luces.
El señor Mielziner, conocido escenógrafo y experto en iluminación,
tenía el papel principal en esta representación con el teatro vacío.
También faltaban los actores; probablemente estaban dormidos,
porque era temprano: las 11 de la mañana. Su público, además de las
mujeres de la limpieza, consistía en tramoyistas y electricistas, entre
los cuales el señor Mielziner destacaba claramente por ser el único
con corbata.
--Lo siento, señoras –dijo Mielziner quitándose la chaqueta y
sentándose en un asiento de la fila catorce--. Pero tenemos que
apagarles las luces ahora mismo.
--Está bien --dijo una de ellas.
Así que las señoras dejaron su tarea y se fueron lentamente a la parte
de atrás, para sentarse en los escalones alfombrados a charlar y a
mirar, mientras las luces de la sala se apagaban, el telón subía y
empezaba el espectáculo.
Luces verdes, azules, amarillas saltaron al escenario desde muchos
puntos distintos, y bañaron la escena en un azul apagado, iluminando
vagamente el cuarto de una pensión proyectado por Mielziner; luego,
lentamente, una luz cálida enfocó con nitidez una habitación con una
silla y una mesa donde se apilaban en desorden algunos libros.
La cara de Mielziner estaba iluminada débilmente en la oscuridad
por una bombilla de diez vatios enganchada a un escritorio
improvisado frente a él. Un interfono en forma de caja estaba también
allí y permitía a Mielziner hablar desde su asiento con el jefe de
electricistas, George Gebhardt, sepultado en un montón de equipos de
iluminación, de escaleras y de cables retorcidos, y quien, tras
bastidores, se servía de un sinfín de interruptores.
Con los ojos medio cerrados Mielziner estuvo mirando la luz
reflejada en el cuarto de la pensión y, por fin, dijo con voz suave:
--No, no está bien, George. Intentémoslo de nuevo.
George dijo que bien, y el telón volvió a bajarse y la Escena Primera
de las luces fue repasada otra vez… y luego una tercera… hasta que
por fin Mielziner se declaró satisfecho. El ensayo del alumbrado
76
continuó a través de toda la obra (sin actores, sin música, sin aplausos,
solamente con las luces que jugueteaban en el escenario) durante tres
horas. Luego se terminó.
Veinticuatro horas más tarde iba a ser el estreno de la obra. Pero se
trataba del último día de trabajo para Mielziner y la mayoría de los
tramoyistas y técnicos contratados para preparar la escena y la
iluminación. La interpretación detallada de las luces de Mielziner,
cuidadosamente anotada, fue entregada a los que participarían en el
espectáculo, sólo que tras bastidores, y quienes cada noche la
seguirían al pie de la letra.

---000---

Cada día, en Nueva Cork, siete detectives con placas de plata van
buscando por la ciudad las huellas de algunos de los delincuentes más
eruditos: los ladrones de libros. Estos siete detectives son empleados
de la New York Public Library para ayudar a recuperar los miles de
libros sustraídos cada año por lectores olvidadizos, descuidados, de
manos ligeras, o por los toxicómanos.
De las 13 mil personas que diariamente toman prestados libros a la
Biblioteca, una media de 500 no devolverá el volumen en la fecha
fijada, y cerca de veinticinco retendrán los libros dos o tres meses
después de la fecha de devolución. De estos veinticinco muchos son
toxicómanos, que toman prestados los libros con tarjetas falsificadas
y los venden a las librerías de segunda mano para poder comprar la
droga.
Cuando un libro tiene un retraso de treinta días, los siete detectives,
capitaneados por un policía veterano llamado John T. Murphy, son
avisados. Empiezan la búsqueda en la última dirección conocida del
que tomó el libro, y desde allí la caza puede conducir ( y muchas
veces conduce) a los detectives a algunos de los más raros y remotos
rincones de la ciudad de Nueva York, e incluso más allá. En los
últimos años, el señor Murphy y sus hombres han logrado alcanzar a
Andre Porumbeanu, el travieso chofer que antes de escaparse y
casarse con la heredera Gamble Benedict, de la alta sociedad
77
neoyorquina, no había devuelto una copia de God´s Country and
Mine. Los detectives también encontraron la pista de seis libros en la
persona del difunto Julián A. Frank, el hombre de quien se sospechó
haber llevado una bomba a bordo del avión que estalló encima de
Carolina del Norte con setenta pasajeros y tal vez con los seis libros
de cosmonáutica y de aventuras que él había tomado prestados.
Aunque las personas que retienen libros intencionadamente treinta
o más días corren el riesgo de ser condenados a prisión, Murphy se
contenta con rescatar los libros y cobrar los cinco centavos de multa
al día, además de proscribir a los culpables de las bibliotecas. Muchas
multas han alcanzado hasta los 100 dólares en algunos casos. Hace
poco, Murphy y sus hombres cogieron en Brooklyn a una pequeña
señora que tenía retenidos en su casa 1.200 libros. Lograron encontrar
su pista, a pesar de sus varios seudónimos, comparando la letra de las
varias tarjetas usadas y advirtiendo que retiraba invariablemente
novelas románticas. Así que no fue más que cuestión de tiempo.
Cuando la señora fue atrapada, la enviaron a un manicomio. Era una
insaciable cleptómana, pero una delincuente muy leída.

--000—
--ESTE TEMA ES INTERESANTE, LO MISMO QUE LAS
SECTAS RELIGIOSAS--

En un frenético deseo de saber qué sucederá en el futuro, las 200


adivinas de Nueva York han mirado, entre otras cosas, las bolas de
cristal, han echado las cartas, han estudiado las estrellas, han probado
con la mesa “ovija” (la uija), han inspeccionado las palmas de las
manos, las protuberancias de los pies y las de la cabeza.
No hay sector de la ciudad que no tenga alguna forma de ocultismo
(LOS BRUJOS DE LA CARACAS Y LOS QUE PONEN AVISOS
DE PRENSA Y TIENEN PROGRAMAS RADIALES). En el centro
de Manhattan prosperan los “swamis” hindúes. Los libros de
interpretación de los sueños son una mina de oro en Harlem. En la
zona este la gente está dispuesta a pagar precios elevados para oír
hablar de sus personas favoritas: ellos mismos. Algunos restaurantes
78
elegantes ofrecen misticismo con los entremeses. Y desde el Bronx
hasta Bayside hay astrólogos, quirománticos y médiums dispuestos a
resolverlo todo.
Cerca del 80 por ciento de los clientes de las adivinas de Nueva
York son mujeres, y los problemas que exponen a las profetisas son
problemas de amor, de matrimonio, de salud y de riqueza, por este
orden. Los hombres se interesan generalmente por asuntos de dinero
y luego por el amor. Dado que las adivinas (por la módica suma de 2
dólares) generalmente quieren agradar, suelen predecir mejoras para
todo el mundo en un plazo de seis meses o un año.
--Las mujeres también nos preguntan: “¿Me engaña mi marido?” y
“¿Este hombre no buscará mi dinero?”, y también “¿Dónde podré
encontrar un hombre bueno?”.
Una adivina contestó:
--Si supiera dónde encontrarlo, iría en su busca y a lo mejor
conseguía casarme.
Puesto que los seres humanos tienen tendencia a recordar las
predicciones que se han realizado y a olvidar lo demás, un número
sorprendente de personas les tienen mucho respeto y temor a las
adivinas. Hay algunos neoyorquinos que, más pronto o más tarde,
acaban siendo víctimas de timos de gitanos. Las gitanas todavía hacen
uso de uno de los timos más antiguos: empieza cuando una adivina
convence al cliente de que su dinero está bajo influencias satánicas y
de que se lo tiene que llevar a ella para que sea “bendecido”. Cuando
lo hace, la adivina lo empaqueta y da instrucciones al cliente de que
el bulto no ha de ser abierto en las veinticuatro horas siguientes, dando
así al ladrón tiempo más que suficiente para desaparecer antes de que
la víctima se dé cuenta de que su fajo de billetes se ha convertido en
recortes de periódicos.
Algunas mujeres policías disfrazadas de prostitutas ingenuas y
enamoradas, visitan con frecuencia a las adivinas, piden consejos y
esperan que intenten timarlas.
--Podemos detener a las adivinas bajo acusación de conducta
desordenada tan sólo cuando predicen el futuro o se les sorprende
intentando robar dinero –ha explicado una policía de Nueva York,
79
Clare Faulhaber--. Si tan sólo hablan de lo guapa que es una y de cómo
nadie nos aprecia, entonces no hay nada que hacer. En todo caso, este
juego de gato y ratón con las adivinas de Nueva York es un gran
deporte. Las gitanas recortan las fotografías de las policías que
publican los periódicos, sacan gran número de copias y las distribuyen
entre todas las demás gitanas de la tribu. Nos hablamos de tú con
muchas de ellas y somos muy amigas.
Cuando tienen que explorar los distintos lugares de Nueva York, las
mujeres de la Policía interpretan muchos papeles. La señorita
Faulhaber explica:
--Si vamos a salones de té en algunos sectores nos vestimos de
prostitutas. Cuando las policías tienen que ir a la calle Houston, en la
ciudad baja, generalmente llevan batas de casa y zapatos sin tacones.
En la calle Orchard, en la zona este, tratamos de ir lo más desaliñadas
posible. En la Octava Avenida, por las calles de la Cuarenta en
adelante, llevamos cestos de la compra e incluso vamos acompañadas
de algún niño para que nos crean de la vecindad. En la zona este nos
cuidamos más y llevamos sombrero y guantes.
Recientemente, en una sesión espiritista en la Calle Ochenta Oeste,
la señorita Faulhaber, todavía felizmente soltera a pesar de las
repetidas predicciones de las gitanas sobre un hombre moreno y
guapo que la persigue, fue vestida con traje de embarazada.
--Era un sábado a las seis de la tarde y cerca de cincuenta personas,
todas muy bien, se encontraban en esta casa de fachada de piedra,
sentadas en sillas plegables, escuchando a una mala pianista en el
acompañamiento de los himnos –cuenta la señorita Faulhaber--. Era
una sesión de grupo, cosa corriente en Nueva York, y es fácil entrar
en ellas. Basta mirar el sábado las páginas religiosas del Times y se
encuentran los anuncios de las reuniones “espiritistas”. Bueno, pronto
entró la médium. Era una señora bajita de cierta edad, de pelo cano,
que llevaba un traje de noche. Las personas se colocaron en círculo
alrededor, y ella empezó a decir: “Me llegan las vibraciones…
vibraciones de una mujer que lleva dentro de sí una nueva vida. ¿Hay
alguien aquí que lleve dentro de sí una nueva vida?”.

80
“Yo estaba allí –sigue diciendo la señorita Faulhaber—con un traje
de embarazada que todos podían ver, y la única cosa abultada que
tenía debajo eran el cinturón y la funda con mi pistola calibre 32. Más
adelante, la médium hizo pasar una bandeja y la gente colocaba en
ella billetes de unoy cinco dólares. Las luces se amortiguaron.
Entonces fue cuando ella empezó a entrar en “trance” profundo y
empezó a hablar. Primero fue el “tío Bill” de alguien y luego fue la
madre de algún otro, pero lo que más me molestaba era que
cualesquiera que fuesen los espíritus, todos cometían los mismos
errores gramaticales.
Dado que las médiums que comunican con los espíritus algún día se
reunirán también con ellos, existe siempre la necesidad de entrenar
nuevos talentos. En Nueva York, por lo tanto, hay clases de
desarrollo para médiums en toda la zona de las Calles Setenta y
Ochenta de Manhattan, y también en Brooklyn. En estas clases, las
médiums veteranas enseñan a las aspirantes los trucos del oficio. Las
médiums, a veces, se hacen competencia en este negocio con el
mismo vigor de los almacenes Macy y Gimbel, y en algunas ocasiones
llega a haber hasta una guerra de precios cuando una médium, para
fastidiar a otra, ofrece un curso de lecciones de 10 dólares por sólo
cinco.
Quirománticas y adivinas de bolas de cristal –la policía raramente
encuentra bolas de cristal en Manhattan, pero se han topado con
algunas en Coney Island –compiten con las médiums y otras adivinas
para ganarse clientes, así que la rivalidad puede ser muy aguda. Las
mujeres de la Policía de Nueva York dicen que algunas gitanas
informan con frecuencia a la policía acerca de las actividades no del
todo correctas de otras de su raza, siendo este el sistema gitano de
mantener la competencia dentro de límites razonables.
A pesar de nuestra era puramente científica, las médiums y las
gitanas son parte importante de la vida de Nueva York y deberían
seguir prediciendo un porvenir dichoso mientras existan mujeres que
sospechan de sus maridos y chicas solteras que quieren saber:
“¿Dónde puedo encontrar un hombre bueno?”. ( 27.247 palabras hasta
aquí)
81
--000—
ESTE TEMA ES INTERESANTE. AVERIGUAR SI HAY EN
NUESTRO MEDIO OFICINAS DE MATRIMONIO Y OTRAS
COSAS SIMILARES COMO LO QUE APARECE EN
TELEVISIÓN OFRECIÉNDOSE Y BUSCANDO HOMBRES O
MUJERES.

Otros muchos habitantes de Nueva York que también buscan un


hombre bueno son los clientes de ocho agencias matrimoniales
debidamente anunciadas: un grupo cuyos ficheros están llenos de
nombres de empleados de bancos, aristócratas pobres y hombres ricos
con ambiciones sociales. El hecho de que cinco de los dueños de estas
agencias no estén casados, no parece menguar su popularidad.
Con un pago de matriculación que suele ser generalmente de 100
dólares, los agentes proporcionan a sus clientes todos los encuentros
que pueden aguantar. Después de una cita concertada, el agente espera
oír si se han gustado mutuamente. Si no han congeniado, proporciona
a los caballeros nuevos números de teléfono, y a las señoras nuevos
hombres. Si por medio del agente se llega al matrimonio, cada cliente
paga otros 100 dólares. Si el matrimonio es un fracaso no se devuelve
el dinero.
--Oh, se quedaría usted sorprendido de las peticiones que los
agentes matrimoniales reciben en Nueva York –dijo San Pauline, que
tiene una oficina frente a Macy--. Una vez tuve un robusto tejano que
quería conocer a una mujer muy gorda. Así que miré en mis ficheros
y me encontré con esta señora del Bronx que pesa unos cien kilos,
tiene 45 años y es divorciada. Cuando la llamé, me dijo: “Sam, ¿le ha
dicho que peso suficientemente?”. Dije que sí y combiné para que se
encontraran en mi oficina al día siguiente. Cuando se vieron por
primera vez, me di cuenta de que se atraían recíprocamente. Y,
cuando estaban marchándose para ir a tomar una copa, vi que él la
sostenía por debajo del brazo. Cuatro semanas después se casaban.
Cuando la volví a ver, llevaba abrigo de visón, estaba cubierta de
brillantes y viajaba en un Cadillac. Era tan gorda como antes.
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El señor Pauline, que fue presentado a su propia mujer hace treinta
y cuatro años por un agente matrimonial (su padre), dice que aunque
muchas mujeres prefieran hombres de profesiones liberales, la
mayoría se contenta con un tipo estable, formal y no aparatoso que
esté en condiciones de mantenerlas.
--No quieren artistas o actores, o algo parecido –dijo--. Una vez tuve
a un actor que era el sustituto de Sam Lavene en Guys and Dolls. Este
individuo vivía en el Lambs Club, pero no lograba encontrar a
ninguna que quisiera casarse con él. Las mujeres no quieren hombres
que trabajen a salto de mata y logren de vez en cuando pequeños
papeles. Prefieren un fontanero o un carpintero antes que un actor.
“Otra cosa sobre las mujeres –siguió explicando—es que la edad no
tiene tanta importancia como la estatura. Una mujer está más
dispuesta a casarse con un hombre que le lleve veinte años que con
uno más bajo que ella. Por otro lado, la mayoría de los hombres
quieren mujeres muy guapas o muy atractivas. Algunos las quieren
ricas. Y unos pocos, muy pocos, quieren mujeres que sean
inteligentes”.
Si un cliente quisiera mujeres muy formales, el señor Pauline se las
podría proporcionar. Tiene un fichero aparte con los nombres de 200
damas que no fuman y de 400 que no beben. Si un hombre deseara
rubias alemanas de nacimiento, un agente de la Calle Cincuenta y
Nueve Este tiene montones de ellas, sin contar un par de condes
europeos empobrecidos, algunas princesas gordas y una docena de
archiduques. Y en el Lee Morgan´s Scientific Introduction Service,
en la Calle Setenta y Nueve Este, hay fotografías, datos estadísticos y
números de teléfono de muchas mujeres inteligentes que han tenido
éxito en sus carreras, pero cuya dedicación al trabajo ha hecho que el
amor pasara de largo.
Algunos agentes matrimoniales afirman tener más de diez mil
nombres de personas solteras en sus ficheros, y uno de ellos, Clara
Lane, de la Calle Cuarenta y Dos, tiene en su haber 8 mil bodas en los
últimos diez años. Sacan sus clientes por medio de anuncios en los
periódicos que los aceptan (muchos los rechazan), o leyendo las
necrologías y enviando más adelante circulares al miembro
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superviviente de la pareja. Dicen que investigan todas las credenciales
y las declaraciones de los clientes en perspectiva antes de
proporcionarles encuentros, y parecen abrigar un escepticismo
permanente acerca de la vida, lo que tal vez explique por qué más de
la mitad de ellos no parecen haber encontrado su media naranja.
Aunque una gente de la Calle Cuarenta y Dos, Ellen Joy, dice que uno
de cada seis clientes masculinos que entrevista se le declara. Pero en
el momento en que el bueno se presenta, ella afirma que sabrá
reconocerlo.
--Sobre el aspecto que pueda tener no se puede generalizar –dice
ella, pero mi hombre ideal tiene que ser muy comprensivo. Tiene que
venir de un buen ambiente y ser culto. Lo que quiero no es un hombre
que me pueda ofrecer la luna, sino uno que desee hacerlo.
Mientras hablaba tenía la mirada perdida en el espacio, con las
manos juntas y en sus ojos parecía leerse el cartel que aparece en
muchas oficinas de agencias matrimoniales. Aquel que dice: “Nunca
es demasiado tarde”.
---000---
Las tendencias agresivas de ciertos hombres de Nueva York se
desahogan cuando golpean con una bola de dos toneladas un muro,
atacan a una avenida y hacen añicos las creaciones de otros hombres.
Nada es lo suficientemente grande, fuerte o imperecedero como para
resistir a esos asesinos; nada es tan sentimentalmente firme como para
estar siempre a salvo de los golpes de estos expertos que esgrimen la
bola de metal.
En la ciudad hay por lo menos cuarenta hombres competentes en el
manejo de la bola, pero entre ellos hay tan sólo una docena escasa de
viejos profesionales que tengan una vista tan buena como para abatir
un muro ladrillo a ladrillo a treinta metros de distancia. Desde la
misma distancia pueden hacer caer la bola encima de una moneda de
diez centavos. Pueden balancear la bola como si jugaran al billar,
haciéndola rebotar de un muro a otro, y dejarla volver luego hacia
atrás para abatir limpiamente una chimenea. Algunas veces lanzan la
bola con toda la fuerza contra un muro; otras veces golpean
ligeramente, resquebrajando el hormigón. Hay contratistas que han
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suspendido durante semanas los trabajos de demolición esperando y
pidiendo que uno de estos seis especialistas estuviera libre para
encargarse de la tarea. Algunas veces les pagan más de 300 dólares
por semana por hacer añicos las cosas.
Esta media docena de hombres ha destruido miles de edificios de
Nueva York en los últimos treinta años. Sus hazañas y sus caras son
conocidas por miles de aficionados que ven el espectáculo desde la
acera. Se trata de Benny Newberg, un especialista flaco, de 61 años,
que destruyó las Tombs; Jim Allitt, un inglés de brazos robustos, de
66 años, que aniquiló el hipódromo; Mike Catusco, de 52 años, que
asoló Ebbets Field; Matt Sullivan, de 62, que derribó la Librería de
las Naciones Unidas; Ralph Principe, de 54, que destruyó el Produce
Exchange, y Gil Schultz, de 39, que echó abajo todo lo que se
encontraba en el camino del nuevo edificio del Time-Life y que
también ha derribado hectáreas enteras de barrios populares. Un día,
en Brooklyn, Schultz dio tal sacudida contra una destartalada casa de
cinco pisos, que toda la estructura se vino debajo de un solo golpe.
Los barrios pobres son los más fáciles de destruir, mientras que las
armerías, las cárceles, los bancos y las iglesias, todos con paredes muy
gruesas, son los más difíciles. A Newberg le costó más de un año
derribar los Tombs, que habían hospedado 500 mil criminales durante
su existencia y estaban construidas como un castillo medieval.
Una de las residencias particulares que presentó más dificultades
fue el viejo palacio Schwab, en Riverside Drive y la Calle Setenta y
Dos. Tenía muros de granito de medio metro de espesor. Charles
Schwab lo había construido para que durara eternamente. Pero cuando
su mujer falleció, él se cansó de sus setenta y cinco habitaciones y se
mudó a un hotel. Jim Allitt tardó casi seis meses en derribar sus altas
torres y gruesos muros.
Pero los hombres de la bola metálica están muy contentos cuando
los muros son gordos y el desafío es mayor. Sienten tanta emoción
como los espectadores de la acera cuando, después de un impacto
directo, los muros empiezan a resquebrajarse, los pisos se derrumban
y toda la estructura se cae entre un nubarrón de polvo.

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Aunque ganan 4,90 dólares la hora y son maestros en su oficio, a
los hombres pagados para destruir cosas les es denegado eternamente
un privilegio:nunca podrán señalar un bonito trabajo de artesanía y
decir con orgullo: “Esto lo he hecho yo”.

5--NUEVA YORK, CIUDAD DE OLVIDADOS

La Octava Avenida es una calle triste cuyas luces de neón oscilan por
encima de la caspa de los barmans, enfocan a prostitutas que fuman,
a gorros de marineros y a botellas de cerveza que a veces se hacen
añicos contra los tocadiscos y atraen a los policías, que dicen: “Está
bien, está bien, ¡basta ya!”. Es una calle de casas de empeño, hoteles
de ínfima categoría y de mendigos con ojos congestionados. Es una
mezcla de olores del centro de la Industria del Vestido, del humo de
los autobuses portuarios, del vapor de la estación Pennsylvania y del
ajo de una docena de pizzerías.
La Octava Avenida empieza en unos difuntos baños públicos de la
Calle Doce Oeste y se extiende por Manhattan hasta el Coliseum.
Entre estos dos extremos hay hileras de casas pobres con escaleras de
incendios oxidadas y gente que quisiera mudarse. Quieren huir de la
incertidumbre de la Octava Avenida, que es una olla podrida de
pecadores y de fanáticos religiosos, de oscuridad y de luz, de cerveza
a cinco centavos y de una fiesta de Mike Todd que llena el Madisson
Square Garden. La Octava Avenida es el sitio en que se produjo el
incendio de una estación de bomberos y en donde un soldado inglés
de infantería de Marina se precipitó desde una altura de veinticinco
metros durante una fiesta militar y se mató, el pasado mes de junio,
ante 10 mil espectadores que aplaudieron creyendo que era parte del
espectáculo.
La Octava Avenida es el sitio en que unos maleantes atacaron a un
descargador llamado Clifford Johnson y provocaron que su ojo de
cristal cayera a una alcantarilla. Es el sitio en que un cocinero,
llamado Rafael Torres, furioso porque un autobús no se detuvo en una
parada, subió a un taxi, alcanzó al automóvil y acuchilló al conductor.

86
En septiembre, cuando Manhattan se agitaba protestando por la
presencia en las Naciones Unidas de Kruschev, de Castro y de Tito,
una niña de ocho años fue muerta por una bala perdida en el
restaurante El Prado, en la Octava Avenida.
Todos los años llega el circo a la Octava Avenida, e,
inevitablemente, un león o un toro se escapan y juguetean en medio
del tránsito, haciendo bastante publicidad a la empresa. Cada mes
tiene que intervenir la policía para dominar a masas de gente que se
manifiestan en contra de la bomba atómica, o reclaman mayores
salarios, o se apretujan para pedir un autógrafo a Antonio Rocca.
Se puede casi adivinar lo que está sucediendo en el interior del
Madison Square Garden observando a los que están afuera. Cuando
Rocca está luchando, la entrada de la Octava Avenida está llena de
Portorriqueños y se puede oír la voz del anunciador del ring que
chilla: “¡Amigos! No tiren más objetos al ring”. En noches de boxeo,
se ve a los pequeños tipos de dinero fácil vestidos de oscuro, con
camisas blancas, de pie alrededor de la taquilla, puro contra puro.
Antes de una exhibición hípica se ve a los hombres de frac y chistera
y a las jóvenes rubias, tipo Town & Country. En noches de partidos
de baloncesto se ve a muchachos altos de pelo corto con jerseys en
los alrededores del Garden. Y cuando hay circo, la Octava Avenida
es un escenario de adultos apresurados acompañados de tres o cuatro
niños. Entre la clientela de Nedick se cuentan enanos y vaqueros.
Por toda la Octava Avenida hay “drug stores” que venden a precios
de saldo. Algunos tienen unos teléfonos tan pegajosos que da asco
arrimarlos a los oídos. Es una calle por la que pasan de prisa los
espectadores de los teatros para ir al Restaurante Downey´s y los que
viven fuera de la ciudad para ir a la estación de Pennsylvania, tratando
de no fijarse en los mendigos, en los homosexuales y en el predicador
de la Calle Cuarenta y Dos que grita gesticulando: “¡Pecadores,
pecadores! La Biblia enseña que sin derramamiento de sangre no se
redime el pecado…” Y un muchacho picado de viruela y con el pelo
grasiento, chilla: “¡Está usted lleno de mierda, señor!”. Y el
predicador con cara descompuesta contesta: “Chico, necesitas ser
salvado”. Y luego un gran policía irlandés se acerca y ordena a la
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gente: “Andando, andando, fuera de la acera”. Algunos se arriman
más al predicador, pero la mayoría se marcha, aunque no a la
velocidad de los usuarios que corren a la Terminal de la Autoridad
Portuaria, donde cada semana olvidan en los autobuses docenas de
paraguas, abrigos y maletas en las 1.300 cajas-depósito de la estación.
Los objetos olvidados llegan a tal volumen, que cada año la autoridad
portuaria organiza una subasta en los sótanos de la estación de la Calle
Cuarenta y Uno. Esto atrae a la Octava Avenida a los cazadores de
gangas y a pelotones de traperos de Ludlow Street que son llamados
Los cuarenta ladrones, y también a Harry The Gonif, Eddie, de
Poughkeepsie, y Cheap Charlie, cuyos almacenes de trastos viejos,
según se dice, contienen la mayor colección de guantes disparejos del
mundo.
--Bien –dice el subastador con su voz de barítono cansado, desde su
elevada tarima en el sótano lleno de humo--, tengo aquí una capa de
piel. No voy a decir que se trate de visón…
--Es lobo—interviene Harry The Gonif.
--Déjeme tocar—pide una señora.
--Catorce dólares—dice Cheap Charlie.
--Dieciséis dólares—puja Harry The Gonif.
--Suyo es—dice el subastador.
--Déjeme tocarla—insiste la señora.
El hombre no le hace caso. Este día tiene que subastar demasiadas
cosas y no puede perder el tiempo con una señora aficionada. Esto
complace a los traperos, porque a ellos también les gustan los
aficionados, ya que se suben los precios demasiado y les privan de
buenas gangas.
--La cosa más cara olvidada en la consigna de la estación de
autobuses fue cheques de dividendos de acciones por valor de 50 mil
dólares –dijo John M. Hanrahan, encargado de los equipajes de la
Autoridad Portuaria--. No los vendimos en subasta; los entregué al
Servicio de Compras y Administración y, por lo que sé, todavía siguen
allí. Un millonario excéntrico de la sección de Greenpoint, en
Brooklyn, se los dejó olvidados y luego desapareció y nadie sabe lo
que ha sido de él.
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Mientras hablaba, el tránsito de la Octava Avenida continuaba
resonando sobre nuestras cabezas, y en la parte baja, en Abingdon
Square, unos niños hacían rebotar una pelota contra la pared de la
difunta casa de baños, sin prestar atención a los descargadores que
volvían del trabajo, a las gordas señoras italianas cargadas de
vituallas, al alto y delgado portorriqueño de pie en la esquina, con
dedos finos, ojos alerta y con una cicatriz en la cara producida por la
navaja de otro. Una manzana más arriba se oía el timbre de la caja
registradora en el mercado La Ideal, y el olor del pescado que se
desprendía de De Martino casi alcanzaba al vecindario griego con su
taberna Port Said, donde se oye el sonido de las castañuelas y se
admiran las redondeadas formas de la danzadora de vientre con bonito
pelo y ombligo tembloroso.
En la Calle Treinta, los mozos del Centro del Vestuario empujaban
filas de prendas colgadas en percheros múltiples entre camiones y
personas, y en una escuela para barberos en la Calle Cuarenta y Tres,
cinco novatos cortaban el pelo a 45 centavos por cabeza. Frente a ellos
había un cuartel: “¡Llamada a todos los hombres! Ahora podéis
teñiros el pelo en vuestro color natural, incluido rubio plata, rubio
platino, rubio dorado o cualquier otro color: rojo, castaño o negro.
Todo el trabajo hecho con reserva absoluta”.
Arriba, en las Calles Cuarenta y Cincuenta, hay más hoteles baratos,
más “delikatessen”, más personas con cutis feo. En esta sección, la
Octava Avenida es una calle de oscuros boxeadores y de tabernas de
las que son parroquianos. El ex púgil y masajista de señoras Biz
Mackey suele beber en la de Bill Dunn. Otros hombres de nariz rota
van a la taberna de Mickey Walter, enfrente. En las paredes de la
taberna Neutral Corner, en la Calle Cincuenta y Cinco, hay centenares
de fotografías de boxeadores que ahora son gordos y están olvidados.
Detrás del mostrador del Neutral Corner hay un apuesto joven de
treinta y pico de años, de pelo rubio rizado y ojos azules: un hombre
que era boxeador, pero que ahora ha engordado. Se llama Tony Janiro.
Muchas de las fotografías de las paredes muestran a Janiro en acción:
pegando un puñetazo en las costillas de un rival, lanzando a otros a
través de las cuerdas, orgullosamente de pie en la esquina neutral
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mientras el árbitro está contando sobre el cuerpo sin sentido de su
contrincante. Fueron colgadas en el bar por el propietario, Frankie
Jacobs, que fue el entrenador de Janiro y creía que llegaría a ser el
campeón mundial de los pesos Walter si hubiera vencido su debilidad:
las mujeres. Pero Janiro nunca lo consiguió. Perseguía a las mujeres
y bebía whisky. Así que a los veinticuatro años era hombre acabado.
Se retiró, y Jacobs, que había comprado la taberna Neutral Corner, le
dio el empleo de barman.
Hoy el ex boxeador friega los vasos de cerveza y el ex entrenador
todavía le reprocha en voz alta (para que lo oigan los parroquianos):
--¡Whisky y mujeres! He aquí lo que ha arruinado a Tony Janiro.
Oh, yo lo vigilaba, es verdad; por la noche acostumbraba colocar mi
cama delante de su puerta para que no pudiera salir. Pero él salía.
¿Verdad, Tony, que te escapabas?
Janiro, siempre fregando los vasos, se vuelve lentamente a su
antiguo entrenador y dice tranquilamente:
--No me arrepiento de nada de lo que he hecho, Jay. Lo único que
lamento son las cosas que no he hecho.
Los clientes escuchan distraídamente porque ya han oído todo esto
muchas veces: la historia de cómo entre 1945 y 1951 Janiro estaba
camino de convertirse en campeón, y lo hubiera logrado si se hubiera
entrenado más severamente y no se hubiera sentido tan semental.
Es lo que se oye con demasiada frecuencia entre la humareda del
bar marrón oscuro: representantes y entrenadores que se quejan como
mujeres en una lavandería pública porque sus chicos han quebrantado
las reglas del entrenamiento.
--¿Cómo es posible que después de ciento veinte combates no estés
más señalado?—preguntó un cliente a Janiro.
--Tengo un tipo de piel que no se corta—explicó Tony--. Por
ejemplo, mi hermano Freddie era boxeador; si le golpeabas en un
codo terminaba con un ojo morado. Tenía ese tipo de piel. Le
golpeaban en un codo y le salía un ojo morado.
--Cómo tenías tanto éxito con las mujeres?
--En Nueva York, si tienes dinero –explicó Janiro—atraes a las
mujeres. ¿Verdad? El dinero las atrae.
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--¿Cuánto has ganado?
--Cerca de 500 mil dólares. He perdido trece encuentros sobre 120.
He tenido bolsas grandes con Greco, Graziano y Beau Jack. Era un
chico pobre de Youngstown y vine a Nueva York cuando tenía
dieciséis años. Cuando tuve diecinueve boxee en el Madison Square
Garden. Estaba rodeado de muchos tíos que bebían a mi costa en el
hotel. Si me compraba un traje se lo compraba a ellos también…

---0000---

Es difícil creer, cuando se mira fuera del ventanal de la taberna


Neutral Corner hacia la octava Avenida, que esta calle en decadencia
era hace cien años bastante elegante, y que los lujosos coches de
caballos se alineaban fuera del palacio Havemeyer, en la Calle
Cincuenta y Ocho y la Octava Avenida.
Muchas de las granjas más famosas se encontraban alrededor de lo
que hoy es Columbia Circle, y las grandes casas que estaban en la
Octava Avenida tenían espaciosos jardines, grandes praderas y
huertas que se extendían al oeste hacia el río Hudson. Estas granjas
eran propiedad de las familias de Matthew Dyckman, Jacobo Horn,
Isaac Varian, James Steward y Samuel Van Norden. En la Calle
Cincuenta y Tres y la Octava Avenida estaba el palacio del general
Garrit Hooper Striker, que en la guerra de 1812 había mandado al 5º
Regimiento de la Brigada 82 para defender las casas de Bloomingdale
Heights. Uno de los puntos más elegantes de Nueva York era la Grand
Ópera House, que Jim Fisk había comprado en 1869 para Josie
Mansfield, una actriz conocida como la “Cleopatra de la Calle
Veintitrés”. Fish había adornado el edificio con barrocas puertas de
caoba, con arañas de cristal y sillas con tachuelas de oro. Pero después
de su muerte, el lugar fue declinando. Y en 1938 tenía un cine,
máquinas para hacer rosetas de maíz, y boleras donde los chicos que
recogían los bolos recibían propinas de cinco centavos con cara de
mal humor.
La gran decadencia de la Octava Avenida comenzó a principios del
siglo, cuando las secciones residenciales empezaron a surgir en la

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zona este y las casas del oeste se convirtieron en moradas populares.
En 1925 se cavaron grandes hoyos en la Octava Avenida para el
metro. Un día de junio de 1927 los obreros sacaron seis ataúdes de la
Octava Avenida y la Calle Cuarenta y Cuatro: ataúdes de madera cara.
El cementerio había sido parte de la finca Medcef-Eden, adquirida en
1803 por John Jacob Astor. Los obreros limpiaron rápidamente la
zona de ataúdes, construyeron el metro e instalaron máquinas
automáticas para la venta de goma de mascar. Hoy, cerca de la antigua
finca Medcef-Eden, en la estación del metro de la Calle Cuarenta y
Dos, hay futbolines y muchachos con pantalones sin vueltas, muy
ceñidos, que menean las caderas.
Durante el verano de 1960, cuando la Grand Ópera House
entorpecía los planes de un gran grupo residencial, se personaron los
equipos de remodelación.
El último toque de la antigua elegancia desapareció de la Octava
Avenida.

---000---

En tardes soleadas, frente al Hotel Plaza, Freddy Phillips se sube


lentamente en una “victoria” y se prepara a empezar otro día en una
carrera en la que ha consumido una docena de carruajes, veinte
caballos y por lo menos un centenar de chisteras. El señor Phillips, de
ochenta y pico de años, ha sido cochero en Nueva York desde 1901,
y se agarra a sus riendas lo mismo que a su pasado.
Cuando no hace calor, no sale; únicamente se queda fuera del Plaza
con otros miembros del equipo de chisteras: Bne Potter, que da de
comer manzanas a su caballo; Broadway Jack, un chofer de taxi
arrepentido, y unos pocos más que, al primer centelleo en los ojos de
un turista, preguntan en seguida:
--¿Coche?
Durante su carrera en Nueva York, el señor Phillips ha llevado
personas tan dispares como Enrico Caruso, John D. Rockefeller y
Arnold Rothstein.

92
--Rothstein me debe dos dólares—dice el señor Phillips, chupando
un cigarrillo que le han ofrecido--. Oh, lo llevaba a él y a su rubia por
toda la ciudad. Entonces, en Park Avenue la calzada estaba
polvorienta y The-Tavern-on-the-Green era ub redil. Tiffany se
encontraba en la Calle Quince. Una vez llevé al campeón de los pesos
pesados, Bob Fitzsimmons al restaurante de Jack en Broadway.
Cuando llegamos me dijo:
--Ven, chico, bebe algo.
Ben Potter se acercó y dijo:
--Una vez tenía yo un caballo ruidoso, llamado Murphy, y una
noche un policía me paró y quiso ponerme una multa porque decía
que mi caballo turbaba el descanso. Preguntó cómo se llamaba el
caballo y cuando le dije que Murphy, este gigante de policía irlandés
paró de escribir y exclamó: “Demonios, no puedo multar a un caballo
con ese nombre”.
--Así era en aquellos días—dijo el señor Phillips--. Entonces
llevábamos buenas chisteras, pero las que tenemos ahora son baratas.
Si llueve, ¡buenas noches! Las compramos a un tio que se presenta
con lotes de sombreros usados y pregunta: “¿Cuánto me da por
estos?”. Yo siempre digo “dos dólares”, y nunca le doy más.
En toda su existencia, la mayoría de los cocheros han transportado
por Central Park a los famosos y a los infames. Prefieren acordarse de
los viejos días en que los coches de caballos recorrían toda la ciudad
y no sólo Central Park.
--Pero nunca me retiraré de esta actividad—dice el señor Phillips--.
Me da igual morir en el pescante que en cualquier otro sitio.

---000---31.398 palabras—

Amontonadas en oscuros armarios en toda la ciudad de Nueva York


hay muñecas con trajes y peinados pasados de moda, con su pintura
desgastada, sus narices aplastadas porque un día fueron abrazadas con
demasiado vigor por unas niñas que hoy son abuelas. Algunas veces
se ven estas muñecas entre los montones de los traperos, o en los
escaparates de los anticuarios, al lado de alguna espada oxidada,
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completamente olvidadas por sus dueñas, que ahora viven en un
torbellino de vida moderna. Pero hay algunas dueñas que comparten
el triste sino de aquellas figuritas en un tiempo graciosas, en un tiempo
queridas.
En una ciudad de estrellas del cine mudo y de viejos “fans” que
raramente las reconocen. Aunque algunas veces, en Broadway, un
anciano se vuelve de pronto, mira a una figura que pasa, y exclama:
--¡Pero si usted es Nita Naldi!
Las gentes tropiezan con él y alguien grita:
--Eh, señor, mire por dónde va.
--Lo siento.
--Señor, por el amor de Dios, una limosnita…--pide un mendigo.
La gente sigue adelante, dejando atrás al mendigo y al señor que ha
reconocido a Nita Naldi.
Mita Naldi anda apresuradamente y da la vuelta a la esquina para
entrar en un modesto hotel, donde pocos recuerdan que solía actuar
con Valentino y que en un tiempo fue el símbolo de todo lo exótico,
pasional y fatal del cine mudo.
En Nueva York, donde quiera que se vaya, hay probabilidades de
encontrar a personas que un día estuvieron en la cumbre.
Al mediodía, sentada en Schrafft, sin que nadie la reconozca, está
Gertrude Ederle. Es posible que algunos de los que comen en Schrafft
estuvieran entre los dos millones que acogieron con vítores a la
señorita Ederle en 1926, el año en que cruzó a nado la Mancha y fue
honrada con una bienvenida en el bajo Broadway bajo una lluvia de
confeti. Entonces el presidente Colidge la había llamado “La mejor
chica de Norteamérica”. Recibió propuestas de matrimonio y alguien
escribió una canción llamada “Tell me, Trudy, who is going to be the
Lucki one?”.
La señorita Ederle tendrá unos cincuenta años y pesa ochenta kilos.
Lleva un aparato para sordos. Nunca se ha casado.
--Estuve enamorada una vez—recuerda--. En 1929. Estaba
prácticamente comprometida con aquel hombre. Era un tipo atlético,
de uno ochenta de alto. Puede parecer tonto, pero una vez le dije: “Con
mi oído defectuoso puedo ser difícil para un hombre…”.
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Naturalmente, esperaba que me dijera: “Cariño, no me importa nada
lo de tu oído. Yo te quiero”. En cambio dijo: “Creo que tienes razón,
Trudy. Sería difícil para un hombre”. De todos modos, no lo he
olvidado.
A nueve manzanas de distancia, en una taberna llena de humo, un
hombre delgado de pelo cano, hace todo lo posible para que se
acuerden de él. Ofrece de beber a todo el mundo, y distribuye tarjetas
que dicen: “Billy Ray, Último Púgil Superviviente de los Nudillos
Desnudos”. Ray, que ahora tiene cerca de noventa años, era un tipo
tan duro que cuando el reglamento impuso los guantes de boxeo se
retiró. Ahora estaba en un taburete del Neutral Corner y Tony Janiro
le estaba sirviendo otro trago. Bill Ray tenía los ojos medio cerrados
y estaba ejerciendo un antiguo privilegio de Nueva York; el de
rememorar cosas pasadas.
--En los años ochenta un corte de pelo costaba sólo diez centavos –
divagaba--…Echaron a Florence Burns del hipódromo de
Sheepshead Bay por fumar… O, me encantaba ir a la Calle Catorce
y oír a Maggie Cline cantar “Throw Em Down, McCloskey”… Dicen
que Steve Brodie no se tiró del puente de Brooklyn… Son todos unos
mentirosos… yo lo ví… estaba presente.
Podría estar contando cosas todo el día…Jersey Jimmy, el
carterista nacional, tenía una taberna en la Bowery… Algunas veces
uno se encontraba con difuntos sentados en la barra. Después de un
velorio los hombres traían a los muertos consigo, los sentaban en la
barra y empezaban a beber… Cuando habían terminado, el barman
preguntaba: “¿Quién paga?”. Ellos señalaban al difunto… y se
marchaban.

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Nueva York no es una ciudad buena para los ancianos. La ciudad hace
caso omiso de ellos; los viejos no logran ponerse a su paso, Mary
Amstrong, la dueña de la tienda de mermeladas de la Novena
Avenida, raramente sale de su vecindario. Pero cuando lo hace se
queda invariablemente impresionada viendo cómo ha cambiado la

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ciudad. Algunas veces señala y dice: “¡Oh, mirad lo que han hecho
con eso! ¡Eso ha estado allí durante veinticinco años!”. Fue el último
columnista, O.O. McIntyre, el primero que hizo publicidad a la
señorita Amstrong cuando, en 1937, la propuso como “La viejecita de
Nueva York”, inspirándose en una canción entonces en boga. La
describió “con sus gafas de metal, con un moño apretado, al estilo de
1890, brincando entre sus estanterías de mermeladas como un
reyezuelo en un seto”. Seguía diciendo que “Catherine Cornell iba allí
a comprar su mermelada de moras y que la señora Brock Pemberton
iba por fresas con ron”. Después de publicarse este artículo, la señorita
Amstrong mandó hacer un letrero que decía: “Tienda de Mermeladas
de la Abuela”.
Pero Nueva York es una ciudad donde una sola aparición en los
periódicos no es suficiente. Ella tiene ahora ochenta y dos años. Su
tienda de mermeladas, todavía en el número 174 de la Novena
Avenida, queda hoy día fuera de paso y siguen como clientes unos
pocos viejos de Connecticut y Nueva Jersey que aprecian su
mermelada de tomate y su manteca de limón.
A menudo los ancianos mueren en Nueva York como han vivido:
solos. Los periódicos de Nueva York tienen siempre historias sobre
descubrimientos tardíos de muertos en habitaciones lóbregas y sucias.
Algunas veces la policía encuentra que el difunto, considerado pobre,
tenía escondido en un colchón miles de dólares, y ante estas noticias
todo el vecindario se emocionada. Así sucedió el primero de abril de
1960 en el caso de una extraña y apacible señora que solía recoger
basura en las calles y que fue encontrada muerta en su piso del número
831 de la Calle 163 Este, encima de un montón de harapos, con casi
100 mil dólares.
Durante treinta años, en el Bronx, la señora Helen Kay, que era
lectora de Spinoza, había sido vista recogiendo harapos, cascos de
bebidas y alimentando gatos. Vestía siempre muy pobremente e iba
desaliñada, aunque se decía que en su piso había docenas de
sombreros de plumas muy elegantes y trajes de época que ella nunca
se ponía. Los vecinos decían que había frecuentado la universidad,
pero no sabían dónde. Tenían la idea de que hablaban varios idiomas,
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pero desconocían cuáles. Sabían que era la viuda de un doctor --¿o tal
vez un dentista?--. La veían diariamente hurgar en los cubos de basura
y, sin embargo, sabían bien poco sobre esta septuagenaria a la que
llamaban “la señora de los andrajos”.
La policía del Bronx no logró descubrir parientes o familiares. Pero
en los montones de harapos en el piso de 46 dólares al mes,
descubrieron ocho libretas de ahorros con depósitos que en conjunto
sumaban más de 46 mil dólares y 124 acciones de American &
Telegraph, además de obligaciones en otras sociedades.
Así que aquella soleada mañana de abril, se abrieron las ventanas
en el piso de la señora de los andrajos, “por primera vez en veinte
años”, dijo el encargado del inmueble. Y tres hombres armados de
escobas barrieron las pilas de papel, de abrigos viejos y de cascos de
soda vacíos.
--Siempre le decía que tenía que gozar un poco de la vida –dijo
Lillian Richman, la sombrerera que trabajaba en la tienda de abajo--.
Le decía que debía mudarse al Concourse Plaza.
El cuerpo de la “señora de los andrajos” que nadie reclamó fue
llevado al depósito de cadáveres del Hospital Jacobi; su dinero
entregado al administrador público del Bronx, está todavía en espera
de una decisión estatal; su piso, repintado y con el alquiler
incrementado, está ocupado ahora por una familia de portorriqueños.
Esto ocurre en Nueva York, donde mueren 250 personas cada día y
donde los vivos se precipitan a los pisos vacíos. Esto es lo que pasa
en esta ciudad grande, impersonal, dividida en departamentos, donde
en la página 29 del periódico de la mañana hay retratos de muertos;
en la página 31 fotografías de prometidos; en la página 1 fotos de los
que gobiernan al mundo y que gozan de los años prósperos antes de
terminar en la página 29.

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EL TEXTO QUE SIGUE ES UN MODELO PARA UN RETRATO
DE ALEJANDRO O DE MUCHOS COMO ÉL.

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--Eh, señorito, deme unos centavos.
El viejo, con la mano extendida, tenía una cara inteligente y unos
vivos ojos azules. ¿Quién es él? ¿Cómo ha terminado aquí en la calle
Bowery, el único sitio de Nueva York en donde el nivel de vida no ha
subido?
Cada tarde se le puede ver alrededor de las tabernas con otros
cientos como él: sin afeitar, sin lavar, algo temblorosos. La mayoría
de los hombres parecen haber perdido su orgullo y esperanza, aunque
cada año en Navidades algunos de ellos tratan de ganar algún dinero
apareciendo en las aceras disfrazados de Papá Noel para los
Voluntarios de América, una organización que les da alojamiento y
los alimenta, les paga 4 dólares al día y los envía por la ciudad alta
vestidos de Papá Noel a tocar campanillas en las esquinas y recoger
donativos en cajas en forma de chimeneas. Millones de ciudadanos
que están de compras para las Navidades pasan al lado de estos Papá
Noel en la Quinta Avenida y en Madison sin darse cuenta de que
detrás de esas abundantes barbas postizas hay unos alcohólicos que
tratan de reformarse, que intentan enfrentarse otra vez con la vida,
quizás en seguida, sin disfraz.
El año pasado uno de los Papá Noel de la acera era un ex ingeniero
de la Lockheed que había perdido el empleo por beber; otro era un
actor del programa de televisión Capitán Video; un tercero era un
profesor de Harward que una noche sorprendió a su mujer en la cama
con otro hombre. Disparó y mató a los dos y fue condenado a prisión.
Después de ser puesto en libertad pasó cuatro años sin dar golpe y
bebiendo en la Bowery hasta que un día se presentó a los Voluntarios
en busca de ayuda.
Muchos hombres de la Bowery buscan ayuda, pero la mayoría se
hunden en el fango y allí se quedan. No tienen otro sitio adonde ir,
aunque algunos dicen que se quedan en la Bowery porque quieren.
Uno de ellos es un alegre mendigo barbudo que se llama a sí mismo
“Bozo, Rey de los Vagabundos Intelectuales”.
Cualquier noche de verano se puede encontrar a Bozo gozándola en
la Sammy´s Bowery Follies con una cerveza en la mano y espuma en
los labios. Lleva puestas cuatro o cinco camisas a un tiempo, un traje
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de baño debajo de los pantalones y un impermeable enrollado en su
bandolera. La mayoría de sus camisas llevan números ( o nombres de
equipos).
Por la tarde nada y toma baños de sol en Coney Island, donde
algunas señoras italianas o judías le dan emparedados y fruta. Por la
noche duerme debajo del entarimado del paseo en la orilla del mar, o,
si hace demasiado frío, se queda en un dormitorio de la Bowery
pagando 70 centavos.
Es un hombrecito tan alegre y extravagante que muchas personas lo
convidan a cenar “para reírse”. Y por las noches, algunos
“legionarios” lo invitan a fiestas y al final le largan dos o tres dólares.
Dado que a los turistas les encanta hacerse fotografiar al lado de su
larga barba blanca en Sammy´s Bowery Follies, la dirección del local
lo considera una “atracción” y lo convida a cerveza.
--Después de todo –dice—no soy un vagabundo cualquiera: soy un
vagabundo clásico, dinámico y extraordinario.
El verdadero nombre de Bozo es Frederick Aloisius Clarke. Nació
en Provincetown, Massachussets, por el año 1892. Dice que de joven
se hizo marinero y que más tarde estuvo varios años viajando con
espectáculos verbeneros, primero como mozo, luego como blanco en
un “stand” de tiro de pelota, y por fin como anunciador en las tiendas
de fenómenos y masajista de un grupo de bailarinas llamadas “The
Eight Virginia Rosebuds”.
Bozo confiesa haberse casado tres veces, todos matrimonios breves
y desagradables. Guiñando el ojo dice que el concubinato es mejor.
Cuando se le pregunta si ha tenido hijos, su contestación es siempre
la misma.
--Siempre que paso por delante de un orfanato, tiro algunos
centavos por encima de la tapia. Quiero que algo le toque a mis hijos.
Cultiva la amistad (y se hace con las señas) de casi todos los que
conoce, y a veces se presenta sin previo aviso a la hora de cenar. Con
su gorroneo y una pequeña pensión que dice recibir por su
participación en los incidentes de 1914 en la frontera mexicana, logra
vivir a su gusto.

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Bozo dice que Nueva York es una ciudad buena para los
vagabundos, pero añade que no le gustaría morir aquí y ser sepultado
con los muertos desconocidos en la fosa común. En las raras
ocasiones que habla de la muerte, la expresión despreocupada de
Bozo cambia de pronto y se tiene la impresión de que no está
completamente satisfecho de ser un vagabundo en la Bowery. Sabe
muchas cosas sobre la fosa común; sabe que está en la isla de Hart y
que allí hay presos. Y sabe que son los presos los que sepultan a los
muertos cada semana en la fosa común: cavan grandes hoyos lo
bastante anchos para 150 ataúdes de pino, y colocan una piedra
encima de cada uno de ellos “y uno ni siquiera sabe cuál es su maldita
piedra”.
Algunas veces Bozo se siente tan solo y triste en la Bowery, que se
pasa a la bebida fuerte y se abandona a una juerga alcohólica. Durante
algunas semanas nadie le vuelve a ver en Sammy´s. Ordinariamente
acaban encontrándole en el arroyo, con la cara sucia y varias
contusiones, porque cuando se entrega al alcohol se vuelve ofensivo
e insulta a hombres importantes de la Bowery, que lo golpean. Pero
luego se recupera y unos días después vuelve a ser el feliz vagabundo
intelectual que bebe cerveza en Sammy´s, que da palmadas en la
espalda, que ríe, que posa para fotografías con los turistas y que dice:
--Hace cinco años yo era un vagabundo. Ahora ¡miradme!
Y más tarde, por encima de las canciones y del ruido de los jarros
de cerveza, se le oye gritar:
--Yo no soy un vagabundo corriente; yo soy clásico, dinámico…

---000---000---

Potter´s Field (la fosa común) es una solitaria parcela en la isla de


Hart, en la bahía de Long Island, donde el agua baña suavemente su
orilla blanca arenosa. No hay hierba en la isla sino tan sólo maleza.
No hay ruidos, salvo los producidos ocasionalmente al arrancar o
parar el coche del alcalde, las idas y venidas del pesado transbordador
desde City Island, y el paso lento y arrastrado de los presos que barren
las hojas secas de las aceras.

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Cerca de 1.200 presos viven en un extremo de la isla de Hart. Al
otro lado está Potter´s Field. La fosa común ocupa trece hectáreas, o
sea una tercera parte de la isla. Cerca de 200 cadáveres y muchos
miembros amputados en los hospitales son sepultados cada semana
en las cajas de pino que el transbordador trae en ocho minutos
cruzando la bahía. Veinticinco presos descargan las cajas, cavan los
hoyos y cada martes y cada jueves sepultan 150 ataúdes en cada fosa.
Luego cubren con tierra las cajas apretujadas y señalan el lugar con
una piedra; una piedra que no lleva ningún nombre, tan sólo un
número. En un fichero de la oficina de del alcalde están los nombres
de los 500 mil pobres sepultados bajo las distintas piedras desde el
primer entierro en Potter´s Field, que se remonta a 1868: el de Louisa
Van Slyke, que murió sin amigos en el viejo Hospital de la Caridad.
Los ataúdes se quedan en las fosas durante quince o veinte años.
Luego, como hace falta más espacio para las cajas que llegan
continuamente, se vuelven a cavar los hoyos. Los viejos ataúdes,
durante este tiempo, se han desintegrado y ha desaparecido. Pero en
el caso de que afloren algunos huesos, se recogen, se colocan en otra
caja de pinto y se vuelven a enterrar en la fosa,
Y así continuamente en Potter´s Field. Los muertos no tienen
descanso. Como ha dicho el novelista William Styron, estas personas
mueren dos veces, tres veces.
Y así será siempre en la ciudad de Nueva York: los pobres mueren,
sus cuerpos se quedan sin identificar durante algunas semanas en el
depósito de cadáveres de la ciudad, y luego son enviados para ser
sepultados no en la ciudad de su elección, sino en esta apartada isla
donde su vista no va a producir más ninguna molestia a los vivos. Se
convierten en polvo a una veintena de kilómetros de Times Square;
lejos de las muchedumbres apretadas, lejos de los masajistas de
señoras; lejos del fabricante de carros de mano; de los aficionados a
los tribunales; de los porteros; de los enanos luchadores y de las
telefonistas que dicen:
--Si la gente quisiera buscar los números…
Y del anunciador del metro que dice:
--Cuidado al salir, por favor…
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Y del cinéfilo que grita:
--Pero, ¡usted es Nita Naldi!
Y del vagabundo bebedor de cerveza que, hasta el día de su muerte
convencerá a todos, salvo a los enterradores, gritando:
--Yo no soy un vagabundo corriente; soy un
Vagabundo clásico,
Dinámico.
Extra-
O
R
D
I
NARIO.

NOTA: Este es un libro extraordinario. Un ejemplo de cómo captar el


espíritu de una ciudad. Hay viñetas y personajes que me servirán para
elaborar algunas crónicas un poco más a fondo sobre Bogotá. Y, desde
luego, algunos perfiles de personajes que he conocido: Alejandro
Osorio, Panda, Rafael Ángel, Guillermo Bustamante, Sonia Truque,
Fernando Arellano, Fernando Denis, etc. Un material similar podría
ser publicado en El Espectador.
Hay que leer con cuidado a ROBERTO ARLT, el de los aguafuertes
porteños

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