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UNA HISTORIA DE VIOLENCIA

Llamémosla Magda. Es un nombre ficticio, pero su historia es real. Nació en Lesotho


hace 35 años. Su vida es un ejemplo de violencia física, sexual y psicológica contra
la mujer. La abuela de Magda fue adoptada por unos campesinos pobres y emigró
con ellos desde el Estado Libre de Orange, que en aquella época era el núcleo de
la ideología del apartheid. La pobreza extrema la obligó a regresar a Sudáfrica para
trabajar, dejando a sus hijos atrás, con sus abuelos. La madre de Magda solo tenía
15 años cuando nació su hija. Tras ser abandonada por un marido violento, siguió
los pasos de su madre y cruzó la frontera en busca de trabajo. Magda quedó al
cuidado de su abuela y su tío que, al ser el hombre de más edad de la casa, era
considerado el cabeza de familia.

A Magda le gustaba la escuela, pero a menudo faltaba a clase debido a obligaciones


domésticas como recoger leña o limpiar la casa. Su tío se embriagaba a menudo y
abusó sexualmente de ella cuando tenía 7 años. Durante los ocho años siguientes,
Magda se vio sometida con regularidad a relaciones sexuales forzadas. Pronto
comprendió que no recibiría apoyo de su abuela que, cuando se enteró de lo que
ocurría, le dijo que no podía oponerse a la autoridad de su hijo.

Un día, la madre de Magda regresó y, al descubrir la situación, se llevó a la


muchacha a la provincia de Natal, donde se había establecido después de un nuevo
matrimonio. Sin embargo, haciendo alusión a que era su hija quien trataba de
seducir a los hombres, la advirtió de que la mataría si se acostaba con su nuevo
marido. Con todo, no transcurrió mucho tiempo antes de que el padrastro de Magda
abusase de ella cuando la madre se ausentaba. Eran años de inestabilidad política
en el país y se vivían los últimos momentos del apartheid. El padrastro de Magda
participaba en las actividades de la guerrilla y la adolescente le temía. La madre de
Magda nunca intervino, pese a que posiblemente sabía lo que estaba sucediendo.
Al cabo de tres años, finalmente Magda huyó a Johannesburgo. Tenía 18 años.

En la ciudad, su tía la inició en lo que se llama eufemísticamente "sexo de


transacción". Fueron a un bar y Magda tuvo que escoger a un hombre que sería su
"novio". A cambio de tener relaciones sexuales, pasaba la noche clandestinamente
con él en el cuarto de un hotel donde trabajaba de cocinero. De día, se buscaba la
vida en las calles del barrio como prostituta al acecho de clientes para poder
comprar algo de comida. Así transcurrieron seis meses, hasta que encontró trabajo
de sirvienta con una familia de color que también la sometió a explotación, aunque
de otro tipo. Más adelante, Magda se enamoró de un joven de la Provincia
Septentrional y, juntos, decidieron instalarse en una choza en un barrio segregado.
Sin embargo, su vida comenzó a deteriorarse poco después. Su marido se
embriagaba a menudo y luego peleaban. Cuando se separaron estaba embarazada.
Su hijita enfermó a los pocos meses de nacer. Los médicos diagnosticaron SIDA.
Magda también dio positivo en la prueba de VIH. Su bebé murió antes de cumplir
1 año de edad.

Sumida en el dolor de esa pérdida, aislada y estigmatizada, la joven cayó también


enferma. En aquel momento, trabajaba para una organización no gubernamental
que prestaba asistencia domiciliaria a seropositivos y se había afiliado a una red de
activistas contra el SIDA, la Campaña pro Tratamiento. Gracias a su relación con
esos grupos, fue incluida en un ensayo clínico de fármacos antirretrovirales que
todavía no estaban disponibles en el sistema de atención sanitaria pública. La salud
de Magda mejoró rápidamente. Quería ser madre y pronto quedó embarazada. Su
hijo, que nació según el protocolo para la prevención de la transmisión del VIH de
madres a hijos, recibió el apodo de Nevirapine (como el fármaco antirretroviral
administrado en el protocolo). Como militante contra la epidemia, fue entrevistada
en diversas ocasiones en la prensa y la televisión y se convirtió en una heroína de
la causa contra el SIDA.

La vida de Magda ilustra los estrechos lazos que existen entre el contexto histórico
y la experiencia cotidiana, entre los factores macrosociales y las interacciones
microsociales, en el fenómeno de la violencia contra la mujer. Para buscar trabajo,
como tantas otras mujeres del ámbito rural en aquella época, la madre de Magda la
dejó al cuidado de una abuela débil y un tío incestuoso, repitiendo así su propia
trayectoria. El ciclo de abusos físicos y sexuales, por parte de parientes y de
diversas parejas, se repite de una generación a otra. Es el resultado, en parte, de
las acciones individuales (familiares o amigos "malos"), pero sobre todo de lo que
Paul Farmer denomina violencia estructural (disparidades sociales y falta de interés
del gobierno). La dominación masculina y la violencia machista se convierten, así,
en parte de la vida cotidiana, al igual que la explotación económica y la segregación
racial. De hecho, ambos tipos de fenómenos están relacionados. El sistema político
y social de los blancos impone unas limitaciones materiales y espaciales terribles a
las familias negras, afecta a las relaciones entre familiares y dentro del matrimonio,
priva a los hombres de sus prerrogativas habituales y somete a las mujeres a
determinadas condiciones laborales. En condiciones extremas y sin protección del
Estado, la relación entre el contrato social y el contrato sexual, en términos de Veena
Das, se rompe. El sexo de supervivencia (mantener relaciones sexuales a cambio
de alimentos y cobijo) es la degradación máxima no sólo del cuerpo, sino también
de la vida humana.

Desde luego, el caso de Magda representa un extremo. Ahora bien, sólo exacerba
la violencia potencial que existe en todos los contextos caracterizados por una
combinación de políticas neoliberales y represivas, por ejemplo, la vulnerabilidad
política y doméstica de las mujeres inmigrantes o refugiadas en los países
occidentales hoy día. En ambas configuraciones, el Estado no sólo permite
indirectamente que se ejerza violencia, sino que la provoca también directamente,
en la apertura de la sociedad, así como en la intimidad de las relaciones sexuales.
Entender la violencia en estos términos es claramente contrario a considerarla en
términos de naturalización (la violencia es inherente a la naturaleza humana) o la
culturalización (la violencia forma parte de la cultura africana). El mito según el cual
las relaciones sexuales con una virgen curan el SIDA, por ejemplo, sigue circulando
en el África meridional y otras zonas, propiciando la violación de niñas, incluso de
bebés, por hombres que, creyendo purificarse contra la enfermedad, se aferran a la
creencia de que la virginidad de la víctima puede sanarles. Los abusos sexuales
que sufrió Magda durante su infancia y adolescencia no sólo se produjeron antes
de la propagación de la epidemia, sino que, en última instancia, reflejan la sombría
realidad de la violencia machista cotidiana, la ambigüedad y la complicidad de los
familiares (incluidas la madre y la abuela) y la perspectiva histórica y social más
amplia que dan pie a estas situaciones trágicas y comunes. Naturalmente,
consideración no es sinónimo de determinación y no puede decirse que este tipo de
violencia se produzca automáticamente como consecuencia de hechos históricos y
sociales: los abusos sexuales se producen en todos los sectores de la sociedad, en
Sudáfrica y en el resto del mundo. Es parte integrante de lo que Pierre Bordieu
analiza, más allá del contexto y la clase, como dominación masculina.

Para terminar, volviendo a Magda, es loable que, a diferencia de muchas otras


mujeres en circunstancias similares, haya podido no sólo reconstruir su vida
después de una prolongada sucesión de actos violentos, sino crear, a partir de su
dolorosa experiencia, una subjetividad política entregada a una causa colectiva, que
desde ahora representa.

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