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Los ‘chalecos amarillos’, efecto de la globalización

Las movilizaciones en Francia no son un fenómeno coyuntural, sino un producto de nuestra


época que hunde sus raíces en la marginación social y cultural de las clases populares desde
los años ochenta

CHRISTOPHE GUILLUY, en
https://elpais.com/elpais/2018/12/15/opinion/1544885969_501459.html#?id_externo_nwl=n
ewsletter_opinion20181221m

15 DIC 2018 - 20:00

Desde hace un mes, mujeres, hombres, trabajadores, jóvenes y jubilados salen a las calles. La
mayoría de ellos nunca se habían manifestado ni mostrado compromiso político. Al contrario
que los movimientos sociales tradicionales, estos chalecos amarillos no están representados
por ningún partido, sindicato ni dirigente. Las manifestaciones no son una repetición de la
Revolución Francesa, ni de los conflictos sociales de los siglos XIX y XX, ni mucho menos de
Mayo del 68, todos los cuales se apoyaron en una alianza de la burguesía y las clases
populares. Lo que caracteriza a este movimiento no es la repetición de la historia, sino, por el
contrario, su modernidad. No es un fenómeno coyuntural, sino un producto de nuestra época
que tiene sus raíces en el proceso de marginación social y cultural de las clases populares
iniciado en los años ochenta.

Los que participan en este movimiento dejaron de creer hace mucho en la vieja división entre
derecha e izquierda. Y se atreven a desafiar también a los medios de comunicación, los
expertos y el mundo académico, que tienden a caricaturizarlos. Por su forma de organización,
espontánea, anárquica y vertical, este movimiento de chalecos amarillos es el perfecto
ejemplo del proceso de desafección y desapego de las clases populares. Encarna, en las calles,
la ruptura histórica entre el mundo de arriba y el mundo de abajo. Lo que tenemos ante
nuestros ojos es nuevo, es el fruto de la globalización, no la reaparición del pasado. Es una
reacción radical a la separación emprendida por las élites desde finales del siglo pasado.

Su sociología y su geografía nos revelan el rostro de los nuevos sectores populares del siglo
XXI. Unos grupos en precariedad social y marginación cultural que no se parecen a la antigua
clase obrera. Si bien no tienen conciencia de clase, ponen al descubierto un nuevo conflicto de
clases que se expresa a través de una guerra de representaciones. Por ese motivo, los chalecos
amarillos son el producto de la época contemporánea. Se movilizan a través de las redes
sociales, tienen IPhone y, con frecuencia, están suscritos a Netflix. Han comprendido que lo
que está hoy en juego no es un mero conflicto social, sino también una guerra cultural. Al
escoger el símbolo del chaleco amarillo, el que se utiliza en carretera para resultar visible, han
decidido participar en una guerra de representaciones culturales. ¿Por qué? Porque, desde
hace varios decenios, las capas (obreros, empleados, pequeños autónomos, campesinos,
funcionarios) que antes formaban la base de la clase media han sido sacrificadas por un
modelo económico globalizado en el que no encuentran su sitio, y, por si fuera poco, han
dejado de ser referentes culturales para los círculos políticos, mediáticos y académicos y se
han convertido en una “panda de deplorables”.
No tienen conciencia de clase, pero escenifican un conflicto que se expresa a través de una
guerra de representaciones

Este desprecio de clase es uno de los motores de la indignación de un pueblo que dice
“nosotros también existimos”, “queremos que nos tomen en serio y nos respeten
culturalmente”. El estupor de las élites francesas ante la importancia del movimiento de los
chalecos amarillos (y ante el gran apoyo de la opinión pública) recuerda al asombro de las
clases dirigentes británicas tras la votación a favor del Brexit y la de las élites estadounidenses
tras la elección de Donald Trump. En Occidente, los de arriba pensaban que el pueblo había
desaparecido. Y hoy están redescubriéndolo, como cuando se descubría una tribu perdida en
Amazonia. Este movimiento es revelador de la crisis democrática y cultural que recorre todos
los países occidentales. Es resultado de un modelo económico no igualitario y del proceso de
repliegue y distanciamiento de las clases superiores.

Los territorios de los que procede la protesta son las ciudades medianas y pequeñas y las zonas
rurales, la Francia periférica. ¿Por qué? Porque, en general, esos territorios son los menos
dinámicos, los que crean menos empleo, los más alejados de las metrópolis globalizadas. Esta
geografía permite explicar la realidad social actual: por primera vez en la historia, las clases
populares, pese a ser mayoritarias, no viven en los lugares en los que se crea empleo, y eso
revela la verdadera naturaleza del modelo económico, que crea riqueza, pero no construye
sociedad. Dicho de otra forma: la economía ha dejado de estar conectada con la sociedad. La
economía crea una riqueza que se concentra sobre todo en las grandes metrópolis
globalizadas, y estas se convierten poco a poco en las nuevas ciudadelas medievales del siglo
XXI. Unas ciudadelas que proporcionan la mayoría de los puestos de trabajo, pero que se han
vuelto inaccesibles para la mayor parte de la antigua clase media.

Las metrópolis occidentales han conseguido integrarse en la economía mundial, pero están
cada vez más distanciadas de sus propios países, de las periferias en las que viven
mayoritariamente esas capas. Por supuesto, esta organización geográfica no quiere decir que
el cien por cien de los habitantes de las metrópolis sean ricos y el cien por cien de los
habitantes de la periferia sean pobres, pero sí que las dinámicas económicas y territoriales
tienden, en general, a agudizar las desigualdades en favor de las grandes ciudades. La
economía y el mercado de trabajo de las metrópolis están hoy muy polarizados. Aunque las
clases altas y los inmigrantes pueden integrarse en ellos, a base de ocupar los puestos de
trabajo muy cualificados, en el primer caso, y los puestos precarios y mal remunerados, en el
segundo, las antiguas clases populares y medias no logran ya encontrar hueco.

Las clases medias han sido sacrificadas por un modelo económico en el que son “una panda de
deplorables”

Esta situación genera un choque cultural y democrático y explica el momento populista que
vive Occidente. En todos los países, la contestación populista está en manos de los mismos
grupos sociales y tiene las mismas características geográficas, las de los territorios más
alejados de las grandes ciudades globalizadas. La periferia de Estados Unidos, la de las
ciudades industriales, los pueblos y las zonas rurales llevó a Trump al poder; la periferia
británica votó a favor del Brexit; la periferia de Italia (el Mediodía, las zonas rurales y los
pueblos del norte) eligió a los populistas de la Liga y el Movimiento Cinco Estrellas; la de
Alemania (la antigua Alemania Oriental y las zonas rurales y los pueblos de las regiones ricas)
ha impulsado el resurgir de la extrema derecha. En todas partes, los populistas se alzan
aprovechando que las clases populares no se sienten representadas por los partidos
tradicionales y están relegadas geográfica y culturalmente.

La desconexión entre economía y sociedad y la ruptura entre los de abajo y los de arriba nos
introduce en la era de la asociedad, e ilustra a la perfección la célebre frase de Margaret
Thatcher: “There’s no society” (“No hay sociedad”). Solo existen las personas. Lo malo es que
este modelo no puede durar, ni desde el punto de vista social ni desde el político, y debilita las
democracias occidentales.

Si las clases dirigentes no quieren desaparecer, tendrán que tomar en serio el diagnóstico de
las clases populares y poner en tela de juicio sus representaciones. Por eso, sea cual sea el
resultado de este movimiento, los chalecos amarillos han ganado ya esa batalla de las
representaciones, que es fundamental. Han demostrado que existía un movimiento real de las
sociedades occidentales, el más mayoritario. La fuerza de ese movimiento y el apoyo masivo
de la opinión pública ponen al descubierto, no un rechazo a la política, sino la voluntad del
pueblo de construir la sociedad.

Christophe Guilluy es geógrafo y escritor.

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