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Internacional.
1
Ensayo sobre la escritura

Didier Andrés Castro

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Toda escritura es vacía en tanto
expresión humana subjetiva y universal.
Esto es contradictorio. Sin embargo, es.
Lo explicaré de la siguiente forma. En
1986 estoy sentado en un andén de la
ciudad de Bogotá, en el barrio el Galán.
Me encontraba solo y sin ningún tipo de
esperanza respecto a la vida. Verán, un
año antes había muerto mi madre por
una afección respiratoria, desmejoró
rápido y murió lento. Ella era el único
lazo real que tenía con este mundo. Tres
años antes de aquel suceso mi mujer
escaparía con quien por entonces era mi
amigo, el mejor. Awolly, un poeta danés
conocido por un grupo de neohippies que
hicieron del LSD el generador primario
de la escritura.

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Yo dudé del método Awolly,
aunque por un tiempo me dediqué a
tomar LSD y llenar cuadernos con un tipo
de poesía conceptual psicodélica que hoy
no me atrevería a mostrar a nadie.
Escribí y me drogué hasta que me di
cuenta de que Awolly, mientras yo tenía
sendos encuentros con el vacío
multicolor de mi viaje astral, el muy
hijueputa se echaba a mi mujer. Un día
compre LSD a un grupo de muchachos
que pretendía financiar un viaje a
Medellín de esta forma. Un festival de
rock, repetí cuando me lo dijeron,
observaba la droga. El LSD resultó ser
papel pintado. Volví a casa antes de lo
acostumbrado. Tenía la intensión de
escribir un poema sobre esto, encima del
escritorio Awolly escupía el culo de mi
esposa con los ojos desorbitados. Casi lo
mato.
Esto sin duda me trajo problemas.
Mi esposa se fue con Awolly, al mismo
tiempo era echado de todos los grupos
literarios que frecuentaba. Mi esposa
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bajaba de un avión en Europa; yo no
paraba de beber y frecuentar el barrio
Santa Fe. Acabó mis ahorros aquellos
meses, y sin trabajo no encontré otra
opción que pedir asilo en casa de mi
madre. Mi reputación cayó, nadie quería
publicarme. Awolly, de forma vengativa,
me denunció públicamente por ser un
hombre violento que golpeaba a su
esposa. No sé si ella estuvo de acuerdo
con la historia, pero así se escribió en
medios nacionales. El poeta que golpea a
su esposa, titularon, algún otro
periodista vio sincronía con mi vida y la
de Hughes, pues mi esposa no tardó en
publicar un libro que fue alabado por la
crítica. Era sensiblería barata, sin
embargo, vendió montones y eso lo aman
los editores. Awolly figuraba en el
espectro como un gran salvador y se
convirtió en líder de una comuna hippie
en Belgrado, donde murió de una
sobredosis de heroína.
El escándalo de su muerte trajo
consigo una investigación del FBI,
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Awolly llevaba años traficando con
drogas. El no pago a un distribuidor que
se convirtió en soplón en los noventa,
inició una investigación silenciosa que
murió con él. Al morir mi madre, me
desconecté del mundo. La forma cómo
había narrado mi vida no me gustaba. Me
llené de resentimiento. Me ahogaba en
odio. Autopubliqué por aquel tiempo dos
libros bajo el seudónimo de “Sebastián
Grande”. Fueron un éxito.
Escribía con odio, cargado de
desprecio por los hombres, por el amor y
la pobreza. Era un grito desesperado que
rápidamente encontró lectores. Se
popularizó el nombre de Sebastián
Grande, en las calles los jóvenes
imprimían versos de sus libros en
camisetas, en las cantinas los borrachos
brindaban en su nombre y en los
burdeles las putas soñaban, al igual que
un montón de colegialas, con tirárselo y
luego escucharlo hablar con superioridad
sobre lo estúpido que era enamorarse.
Sebastián Grande era respetado por
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poseer el vocabulario y las actitudes que
Awolly inventó sobre mí. Un tipo
narcisista y amante de sus propios
pensamientos. Un hombre que
disfrutaba de usar a la mujer. Lo que me
había convertido en la escoria de la
literatura, convertía a Sebastián Grande
en un ídolo. La escritura que me había
condenado, ahora me salvaba. Podría
llamar a aquello ironía, pero sin
detenerme en esa simpleza, fui más allá.
La escritura trata de crear vacíos,
no de llenarlos. La escritura debe tener
por fin supremo el vacío. Pensé en las
veces en que un poema que amaba, en
boca de alguien más, sonaba como el
cruce de uñas por un tablero. Estridente,
asqueroso, eso que amaba podía
despreciarlo. Hasta llegué a sentirme
sucio por amar los versos de Aleixandre
cuando los oía en boca de otros en los
recitales. Por otro lado, poemas que al
leerlos no habían significado
absolutamente nada, en boca de algunos
otros se hacían mis amantes. Awolly me
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hizo amar a Walcok, un poeta
norteamericano por entonces de moda.
La escritura debe, como regla, alcanzar el
vacío.
Escribí los dos libros de Sebastián
Grande como desahogo, como un grito.
Con el éxito vino una crisis de
creatividad. La escritura fue usada sin la
mayor intención, no tenía nada que
perder, no tenía nada que ganar. Sólo se
trataba de mí frente a la hoja,
ahogándome en narrativas sobre mi
propia vida que debían reescribirse.
Había sido acusado de perverso y en eso
quise convertirme. Me hundí hasta el
fondo; éramos yo, la hoja en blanco y la
frustración que vivía. Recuerdo que
trabajaba en una pescadería todo el día.
Con las fuerzas agotadas escribía hasta la
madrugada. Quizá en estos periodos de
vigilia y escritura era yo en verdad
Sebastián Grande. Ambos podíamos
pensar lo mismo, pero sólo en él sonaba
bien. ¿Por qué?, me pregunté. Mi fracaso

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era su éxito, y ante el éxito, ante este
triunfo, dejé de escribir. Me silencié. Hui.
Con el dinero que gané compré un
boleto de avión a Chile. Allí leí por
primera vez a Lihn. No quise saber nunca
más sobre mi esposa, ni Awolly, ni sobre
los grupos que frecuentaba. Aunque lo
hice. Los titulares sobre la red de
narcotráfico de poetas en cabeza de
Awolly, una vez llegada su muerte, lo
invadieron todo. Sus brazos se extendían
por centenares de festivales, congresos y
encuentros literarios. Mi esposa fue
despojada de sus bienes una vez muerto
Awolly, y las presiones del FBI la hicieron
volver a Colombia. Sin nada. No diré que
no me alegré. Lo hice, pero también sentí
tristeza.
Volví al país, la visité. Tuvimos un
pequeño romance de nuevo. Me pidió
perdón. En un par de meses nos dejamos.
De alguna forma la narrativa de mi vida
cambió. De repente, como sucede en las
historias. Volví a ser invitado a los
círculos de los que fui echado. Recibía
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invitación de las editoriales. No quise ir,
ni para insultarlos. Tenía pendiente en
mí una pregunta sobre estas contantes
fluctuaciones en el argumento. Así como
un poema puede perder todo su
esplendor en la boca de un lector,
también puede ganarlo. En nada tiene
poder el poema. En esencia debería
definirse a sí mismo como muerto. El
poema está muerto. Cualquiera que diga
o piense lo contrario es un idiota. En
1986 estaba sentado maldiciendo y
llorando. En 1986 comenzaba un camino
de revelación. En 1986 lo perdí todo para
ganarme a mí mismo. En 1986 estoy
sentado recogiendo los frutos de una vida
desubicada. En 1986 nazco de nuevo. Las
opciones son múltiples. El poema toma la
forma de la voz de quien lo lee. El poema
adquiere la forma de su personalidad. El
poema escapa de sí mismo para brindarle
sentido a su lector.
Por tanto, la escritura no es sólo el
uso de las formas, sino es el espacio vacío
en el que todas las formas son posibles.
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Esto lo entendí a la perfección en un
burdel del barrio Santa Fe, no importa
cuánto lo intente, mi función se
constituye en la de un orador de la nada.
En un escritor del vacío. En el poeta de la
absoluta ausencia. La vida misma
consiste en esto. La vida misma se
sostiene en esta estructura vacía del
pensamiento. Sabido esto, debía
compartirlo. Allí nació una nueva
pregunta, ¿cómo darle sentido a algo que
en últimas no debería tenerlo? No
encontré forma de responderlo, me aislé
de nuevo. Nadie me vio por unos meses.
Nadie supo nada de mí.
Usé aquel tiempo para considerar
la narración de mi vida.
Conocí a Awolly en un debate
universitario. Allí estaba también
Gonzalo Arango, y él había venido desde
Europa para conocerlo. Pero al verlo
perdió el interés. Nunca supo explicar de
qué forma cambió la idea que tenía sobre
él. Se alejó de los nadaístas, por eso se
hizo conocido. Era tiempo de drogas y
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experimentación. Awolly supo
incorporarse en el desierto que era la
juventud, supo traer agua a donde no
crecía ya nada. El desprecio mutuo por
Arango nos unió, él había robado una de
mis novias, la sorprendieron en una de
las tantas orgías en Cali. Lo leía, lo veía
de lejos esperando verlo caer un día. No
tardó. Esa irreverencia se doblegó al
poder, la iconoclastia se volvió al servicio
de la iglesia. Su propio grupo lo echó. Eso
fue divertido de presenciar.
Mantuve lejos a mi novia, luego
esposa, de los poetas y círculos literarios.
Hasta la llegada de Awolly, a quien
permití entrar en casa. Organizábamos
orgías también. Tomábamos drogas y
Awolly recitaba a Walcok de memoria y
yo a Porfirio Barba Jacob. El lazo de
nuestra amistad se fortaleció de tal forma
que él pasaba semanas en casa. Sentí la
confianza de dejarlo con mi esposa para
adentrarme en la doctrina que Awolly
diseñaba por aquel tiempo. El rito
consistía en beber un vaso de jugo de
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arándano que contenía LSD. La fórmula
era del propio Awolly. Dejé de lado a mi
esposa, quizá hasta la lancé a sus brazos.
Awolly era fuerte frente a la
experimentación. Yo me derrumbaba y
me volvía una máquina de llanto e ira. Me
peleaba en bares y en las calles.
Despertaba de mi viaje astral en
estaciones de policía a las que venía mi
esposa a salvarme. A veces acompañada
por Awolly, a veces sola. Bañada en llanto
me suplicaba que dejara aquel camino.
En casa, con rabia y desespero,
hablaba mal de Awolly. Me decía que
quería destruirme, que cuando me
ausentaba, él actuaba como dueño de
casa. Creí que mentía. No la escuchaba.
Terminó cediendo a las exigencias de
Awolly, no supe si por supervivencia o
por placer y ambición. Awolly comenzaba
a traficar debido al éxito de su método de
escritura. Años más tarde me enteré de
que el libro publicado bajo el nombre de
mi esposa lo había escrito él. Nunca supe
si con su autorización o no. Ella no me lo
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quiso decir cuando nos encontramos de
nuevo en Bogotá.
El tiempo que pasé borracho en el
barrio Santa Fe, me metí en muchas
peleas. Comenzaba pleitos y luego me
abandonaba a los golpes. Esto me venía
bien. Cuando no tuve dinero traté de
irme a vivir con una puta. Me echó por no
trabajar, mantener borracho y
metiéndome con sus amigas. El último
recurso fue mi madre. Ella se quedaba
hasta altas horas de la noche
esperándome. Llegaba muy tarde y le
gritaba por estar despierta. Pasado un
año en esta vida, ella enfermó. Ni
siquiera así dejé de ausentarme. La casa
estaba llena de médicos una noche,
llegaba borracho. Mi madre agonizaba.
Me quedé ahí a su lado. Tres días tardó
en morir. Tres días en los que me veía y
decía, por favor, hijo, es hora de que
hagas las cosas distinto. Al morir, me
sentí tremendamente solo.
Abandonado.

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Mi escritura en el pasado fue
alabada por lírica, por ser rica en formas
y metáforas. Creaba mundos, esa era mi
labor. Era mi gloria. En mi escritura era
bueno, el héroe de la ciudad. Del día a día
un entendido. Amoroso y honesto.
Siempre con la palabra justa. Todo
aquello murió una vez perdí el único lazo
real que tenía con este mundo.
En mi corazón floreció el odio.
Olvidé todo lo que había
aprendido sobre la escritura y la poesía.
Encontré trabajo en una pescadería
gracias a un pariente lejano. Destripaba
peces en la mañana y tarde. Compraba
una botella de vino volviendo a casa y la
bebía escribiendo sobre cuanto odio
podía sentirse al penetrar una puta, y
cuanto alcohol era necesario para
soportar el día. Era una persona callada,
enfocada en destripar peces, en hundir el
cuchillo y sacar las tripas. En la noche
hacía lo mismo conmigo, sacaba la bilis
en la escritura que antes sólo salía a causa
del vómito. Mi reputación estaba por el
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suelo. Nadie quería publicarme ni
invitarme, ni siquiera pronunciar mi
nombre, en los cocteles que antes
frecuentaba. Había sido borrado, en
parte por Awolly, la gran superestrella.
De este vacío nació Sebastián
Grande. Él hablaba sin miedo, con la
rabia, dolor y franqueza que de repente
siente un hombre que no tiene nada que
perder, nada que ganar. Que ha perdido
todo. Fue un éxito. Sonreía con el rostro
viendo hacia el suelo cuando escuchaba a
alguien hablar de los libros que escribía.
Me sentía renovado, lleno de energía.
Muchos trataron de identificar a
Sebastián Grande, pero nadie lo logró.
Alcanzaba el éxito por las mismas
razones que fui echado de todos los
círculos que frecuentaba antes.
A decir verdad, mi pelea con
Awolly se sobredimensionó. Aquella
tarde en que escupía al culo de mi esposa,
me le tiré encima, lo golpeé muy fuerte en
tres ocasiones, pero fue Awolly, quien
siempre se preocupaba por mantenerse
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en forma, quien me noqueó con un par de
puños. Lo último que recuerdo de aquel
día fue ver a mi mujer subirse la ropa
interior y bajarse la falda. Él casi me
mata. No sé cuánto tiempo pasó antes de
despertar en aquella casa, solo.
Fui cada vez más abajo. No sé qué
tan profundo, pero de allí emergió
Sebastián Grande. Quería llenar páginas
y páginas una vez en la cima, pero me era
imposible. Compré un boleto a Chile,
viajé huyendo del éxito y de la falta de
creatividad. Allí leí a Lihn, un verso suyo
me caló el alma. Pero el dinero se agotó
rápido. El LSD se volvió de nuevo parte
de mi rutina. Aún recordaba la receta que
aprendí de Awolly, y con la excusa de la
poesía de Lihn, formé un grupo de
entusiastas que se reunía los fines de
semana en mi casa. Les brindaba el LSD
a bajo costo con la promesa de alcanzar
niveles de escritura y lectura superiores,
esto sirvió para que llegaran cada vez más
adeptos. Cuando viajé a Colombia para
ver a mi esposa de nuevo, sabía que no
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podía quedarme mucho tiempo. Le conté
todo a ella con la ilusión de que viniera
conmigo. Tres meses después de volver a
Chile, y mientras me encontraba en
medio de una sesión de escritura
psiconceptual, la DEA tocó a mi puerta.
Me acusaron de ser un eslabón de la red
de Awolly.
Les conté toda mi historia, ellos
anotaban en libretas. Una mujer vino una
noche y ante la petición de un oficial,
conté de nuevo todo mientras ella lo
tecleaba en una máquina de escribir en
apariencia moderna. Esto volvió a
repetirse dos días después, estuve
encerrado alrededor de diez días.
Querían que dijera algo sobre Awolly o su
red. Su muerte y el hecho de que yo haya
corrido a ver a mi esposa apenas llegara a
Colombia, los hicieron pensar que se
trataba de una venganza personal para
quedarme con el poder. Vendía en Chile
la misma receta, entonces les recordé un
caso en los noventa, que fue lo único que
supe sobre los negocios de Awolly.
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Sonrieron.
No era tan difícil, dijo uno de
ellos. Les pedí que confirmaran el caso
del que hablaba y me dejaran en libertad
ya que no tenía nada que ver. Así lo
hicieron. Lo pensé con detenimiento, una
nueva narrativa es necesaria ante la vida.
No había duda, ante los ojos que nos
observan, así somos. Como quieran
vernos, como sea que se escriba.
Aquella noche, por fin en libertad,
me recité antes de dormir este verso de
Lihn, Nada se pierde con vivir, tenemos
todo el tiempo del tiempo por delante/
para ser el vacío que somos en el fondo.
Dormido me soñaba en una gran
casa, se presentaban mi madre, mi
esposa y Awolly. Se servía un gran
banquete y todos comíamos y reíamos sin
ningún tipo de recelo. Era un sueño
plácido hasta que despertaba, entonces
era golpeado por una sensación de
irrealidad de verdad terrible.
El vacío debe ser la gran narración
de nuestro tiempo. Aún recuerdo cuando
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obtuve esta revelación. Estaba sentado
en un andén del barrio el Galán, en
Bogotá. Mi madre había muerto, mi
esposa me había abandonado con quien
consideraba mi mejor amigo. Excluido
por los medios literarios perdí la opción
de ejercer mi profesión. Estaba solo,
abandonado a la vida. Lo entendí: se
debe vaciar la vida para que adquiera la
forma de quien la admire. Lo volví a
entender cuando fui Sebastián Grande;
no importan las ideas, sino quien las
pronuncia. Lo terminé de comprender
mientras una puta me cabalgaba y decía,
qué rico papi. La escritura debe vaciarse,
sólo así adquirirá significado.
Así fue cómo volví a escribir, a
lanzarme a los abismos que ya conocía.
Me hundí de nuevo hasta llenarme del
lodo. Hasta hallarme de nuevo. La vida
requiere ser narrada. La vida lo exige y
así lo hice. Awolly había muerto, no había
forma de ocultar nuestra vieja amistad,
tampoco nuestro disgusto. Tenía dos
opciones. Contarlo para liberarme, o
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callar y sabotear mi propia historia. En
aquel momento lo pensé mucho,
encontrar la narrativa perfecta para mí
era una necesidad. El tiempo es
sumamente caprichoso, mientras yo
estaba en el fondo siendo consumido por
el odio, Awolly tenía en ese mismo
momento a mi esposa en una orgía que
era grabada. La DEA y el FBI me
regalaron una copia como recuerdo luego
de aquel interrogatorio. La vi, me
masturbé y vomité.
No importa cuánto lo piense. El
vacío siempre está ahí. Adquiere la forma
que el lector desee, se impregna de su
personalidad y lenguaje. La escritura es
la forma abstracta del lector. Es la forma
suprema…

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