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Hace dos años, a eso de las 3.15 de la madrugada, sonó mi celular y -como a esa hora sólo se llama
para anunciar la muerte de alguien o dar parte sobre alguna fatalidad- me apresuré en responder. El
identificador de llamadas titilaba con un “número desconocido”. Del otro lado de la línea se escuchaba
una fiesta, al tercer aló lanzado al vacío me respondió la voz inconfundible de un malandro de esos que
habla algo lejanamente parecido al castellano pero que cualquier lingüista con un poco de cariño por
este idioma diría que indudablemente se trata de otra lengua (algo parecido a lo que hablaría un
chimpancé si le operan las cuerdas vocales). La traducción del diálogo vendría a ser aproximadamente
así:
-Mira, el mío, te estoy llamando para una vaina que es seria. A mí me contrataron para quemarte
mañana a las 9, una jeva que tiene culebra contigo. Así que tú me dirás…
Silencio de mi parte hasta que se me ocurre preguntar: ¿Que te diga más o menos qué?
-Bueno, esta mujer hizo una oferta para que te asesinemos mañana… pero tú dirás.
Mi esposa se levanta y susurra a gritos: cuelga, no atiendas más ese teléfono, te quieren extorsionar,
mándalo al carajo.
Obedezco. Apago el teléfono. Pero a las dos horas lo enciendo sin que mi mujer se entere (yo prefiero
enfrentar al malandro), entra entonces un mensaje de texto con la siguiente belleza que he
memorizado letra a letra:
Mire cabayero si uste valora su vida o la de su muje yame ya a este numero. es un hasunto de vida o
muerte. sabemo donde estas hubicado y si no apareses lo acesinamo manana.
Y yo, ciertamente, me preocupé por la amenaza; pero lo que más me angustió fue la ortografía de mi
victimario. Coño, porque yo soy de los que cree que se merece una muerte más digna. Yo le ruego a
Dios que si alguien me quiere ajustar cuentas por lo menos sea alguien con un conocimiento mínimo de
gramática. Alguien que sea capaz de escribir correctamente: te vamos a asesinar mañana.
Mi amigo Joaquín sostiene que cuando este horror criollo se acabe tenemos que asumir la
responsabilidad de hacer que esta cuerda de maleantes que nos gobiernan paguen por sus fechorías,
pero sugiere que el castigo sea a través simulador tridimensional de metrobús. Que durante años los
condenados no hagan otra cosa que manejar un metrobús virtual donde la gente se suba en cambote,
donde no paguen, o donde paguen con billetes de 100 y hay que darles cambio mientras se conduce por
las avenidas Lecuna y Universidad, se sortea a los motorizados, se atraviesan peatones, hay que aplicar
manejo defensivo contra los carritos por puesto y donde te paran los fiscales de tránsito para
martillarte mientras los 80 pasajeros allá atrás se amotinan y te empiezan a quemar la unidad.
Y a veces en el simulador se le rompe la punta al lápiz. Y no hay sacapuntas. Y ahí viene la monja.
Cuando toda esta pesadilla acabe, y como dicen Los Planetas van a sacarte los dientes/ y van a
televisarlo/ simplemente por las cosas que has pensado, se abrirán juicios sumariales y seguramente
los sentados en el banquillo protestarán: pero yo no robé, tampoco abusé del poder, yo simplemente
cumplía con órdenes de mis superiores; ante lo cual a todos ellos se les responderá de idéntica manera:
“Sí, pero es que usted está siendo juzgado por cargos relacionados con su inconmensurable (búsquelo
en el diccionario que tiene sobre la mesa, por la “i”, eso no es con “h”) incapacidad para ejercer el
cargo que asumió y por crímenes de lesa hispanidad (un crimen recién tipificado que no prescribe)
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El oficio de pensar
Umberto Eco
Un quinceañero me preguntó hace unos días, en un momento de
confidencia: "Pero, perdone: ¿cómo definiría usted su oficio?". Le respondí por
instinto que mi oficio era el de un filósofo, cosa admitida por la ley, ya que estoy
doctorado en filosofía y honrado con libre docencia en materia filosófica.Me
siento filósofo por culpa de Giacomo Marino. Este verano he ido a Pinerolo a
conmemorarlo porque había sido mi profesor de filosofía en el instituto Plana de
Alessandría. Marino ha demostrado que se puede ser un filósofo -es decir, un
pensador- aunque se esté condenado a ser profesor de filosofía. No sólo me ha
enseñado filosofía cuando me explicaba a Descartes o a Kant, sino también
filosofía cuando respondía a preguntas tan insensatas como éstas: "¿Quién era
Freud?", "¿Qué es un leit-motiv en Wagner?", "¿Es lícito practicar el boxeo?". Así
causó Giacomo Marino un gran disgusto a mi padre, que quería que yo fuera
(como era inevitable en Piamonte) abogado.
Amar la filosofía y practicarla profesionalmente es un extraño oficio. Se es
un pensador. A veces, me percato mientras estoy trabajando de que me abandono
sobre la silla, con los ojos fijos en un punto, y dejo divagar mi mente aquí y allá.
Y, como es natural, mi moralismo de ex católico se despierta: estoy perdiendo el
tiempo. Luego me recompongo: ¿acaso no estoy ejerciendo la profesión de
pensador? Y, por tanto, es justo que piense.
Errónea idea: un pensador piensa, pero no en los momentos dedicados al
pensamiento. Piensa mientras coge una pera de un árbol, mientras cruza la calle,
mientras espera que el funcionario de turno le entregue un impreso. Descartes
pensaba mirando una estufa. Cito de dos textos contemporáneos (uno
voluntariamente degradado y otro voluntariamente degradante): para Fleming,
"James Bond se sentaba en el área de salida del aeropuerto de Miami después de
dos dobles de bourbon y reflexionaba sobre la vida y la muerte". Para Joyce, al
final del capítulo cuarto de Ulises, Leopold Bloom está sentado en la taza (si se
me permite, está cagando) y reflexiona sobre las relaciones existentes entre
cuerpo y alma. Esto es filosofar. Utilizar los intersticios de nuestro tiempo para
reflexionar sobre la vida, sobre la muerte y sobre el cosmos. Deberíamos dar este
consejo a los estudiantes de filosofía: no apuntéis los pensamientos que os
vengan a la cabeza en el escritorio de trabajo, sino los que se os ocurran en el
retrete. Pero no se lo dígáis a todos, porque llegaríais a la cátedra con mucho
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retraso. Comprendo, por otro lado, que esta verdad pueda parecer ingrata a
muchos: lo sublime no está al alcance de cualquiera.
Pero filosofar significa también pensar en los otros, especialmente aquellos
que nos han precedido. Leer a Platón, Descartes, Leibniz. Y es este un arte que se
aprende lentamente. ¿Qué quiere decir reflexionar sobre un filósofo del pasado?
Tomar en serio todo lo que ha dicho es como para abochornarse. Ha dicho, entre
otras cosas, un montón de estupideces. Honestamente: ¿hay alguien que sienta
que vive como si Aristóteles, Platón, Descartes, Kant o Heidegger tuvieran razón
en todo y para todo? ¡Vamos, hombre! La grandeza de un buen profesor de
filosofía está en hacernos volver a descubrir a cada uno de estos personajes como
hijos de su tiempo.
Cada uno ha tratado de interpretar sus experiencia desde su punto de vista.
Ninguno ha dicho la verdad, pero todos nos han enseñado un método de buscar
esta verdad. Es esto lo que hay que comprender: no si es verdad lo que ha dicho,
sino si es adecuado el método con el que han tratado de responder a sus
interrogantes. Y de este modo un filósofo -aunque diga cosas que hoy día nos
harían reír- se convierte en un maestro.
Saber leer así a los filósofos del pasado significa saber redescubrir de
improviso las fulgurantes ideas que han expresado. Un ejemplo: Bacon ha sido el
filósofo de la ciencia moderna. Si hubiéramos tomado al pie de la letra lo que
escribió, la ciencia moderna no existiría. Además, ha sido un personaje ambiguo
como modelo ético. También ha estado en prisión, aunque no se sepa muy bien si
como Gramsci o como Licio Gelli. Pobre Francisco, tratemos de ponernos en su
lugar. Abro por azar su De dignitate et argumentis scientiarum, y leo que es tan
erróneo sobravalorar el pasado como sobrevalorar el presente. Pero que, a fin de
cuentas, la antigüedad es la juventud del mundo, mientras que el único tiempo
viejo y antiguo es aquel en el que vivimos (De dignitate, 1,28).
¡Qué hermosa idea para un precursor de la ciencia moderna!
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Temblores
Alberto Barrera Tyszka
Estaba a punto de pagar, en la caja del supermercado, cuando alguien gritó. A partir de
ahí, todo se desató en un instante. Un grito, dos gritos, y tres más, y cuatro y cinco y seis
gritos. Los cuerpos comenzaron a correr hacia fuera. Se disparó la alarma sísmica. Y ya
todos fuimos una marea de voces y de gestos, desbordándose en el estacionamiento.
Yo pensé en Cristina, en la casa. Vivimos muy cerca del supermercado, casi enfrente, en el
segundo piso de un edificio de 1951. Traté de caminar pero el movimiento del piso me lo
impedía. El asfalto era gelatina. Resultaba incluso difícil mantener cierto equilibrio. Era
como tratar de permanecer de pie sobre un vértigo. Buscar apoyo en los carros era inútil.
Todo formaba parte del mismo vaivén. Arriba, las ramas de los árboles danzaban de
manera desordenada. Hasta los segundos parecían cuartearse.
Llegué por primera vez a la capital de México a finales de 1995 y, desde ese momento, he
ido cultivando una relación cada vez más cercana con esta ciudad diversa y fascinante. En
los tiempos en que no he vivido aquí, siempre he permanecido suficientemente cerca. Ya
tengo demasiados afectos hundidos en estas piedras que, a veces, parecen aguas. No
hay en el planeta un lugar tan descomunal y a la vez tan frágil. Aquí, el único equilibro
posible está en la gente.
El primer apartamento que renté estaba en la Plaza Río de Janeiro, en la colonia Roma.
Aunque había pasado una década, esa zona seguía cargando con la mala fama que le dejó
el terremoto de 1985. Era un barrio sísmicamente muy inseguro. Ahí, también, viví mi
primer temblor chilango. Y a lo largo de todos estos años, he ido sumando temblores y
alarmas. Pero nunca nada fue como lo que ocurrió este 19 de septiembre. En mi memoria,
solo se mueve de la misma manera la noche del 29 de julio de 1967.
En muy pocos días, México nos enseña que la memoria de la tragedia puede ser una
poderosa fuerza de salvación. Así como se puede temblar de miedo y de dolor, también se
puede temblar de emoción, de solidaridad y de futuro.
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