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para garantizar importantes cuestiones epistemológicas, metafísicas y éticas. Hay preguntas que sólo
pueden responderse satisfactoriamente suponiendo una sustancia como la que piensan estos filósofos,
preguntas tales como ¿puede el ser humano alcanzar el conocimiento de alguna verdad?, ¿existe todo
aquello de lo que tenemos percepciones?, ¿por qué el mundo es como es y no de otro modo?, ¿hay algo
de nosotros que subsista después de la muerte? o ¿cómo se justifica la necesidad de actuar de acuerdo a
reglas morales? Sin embargo, las diferencias entre lo que entiende cada uno como Dios probablemente
superan las similitudes, ya que se trata de dos sistemas filosóficos con diferentes principios, diferentes
propósitos y diferentes metodologías. Por eso en este trabajo se busca explicar la naturaleza, necesidad
y función de Dios tanto para Leibniz como para Descartes partiendo del concepto de sustancia, el cual
está íntimamente relacionado con las ideas que formulan los racionalistas sobre la divinidad.
Descartes rechaza la noción escolástica de sustancia que venía desde Aristóteles y que encontró
simpatía en el pensamiento de Tomás de Aquino. De modo que se dispone a encontrar una nueva
escepticismo tan común en su tiempo. Esto lo hace de manera clara y sistemática en sus Meditaciones
metafísicas, en las que parte del problema de dar con un criterio para reconocer la verdad: si
encontramos aunque sea una sola cosa de la cual no sea ni mínimamente posible dudar, entonces tal
cosa debe ser verdadera y debe servirnos para reconocer, buscar y afirmar otras verdades. Por esta
razón la duda se presenta como el método más adecuado para ir dejando al margen todo aquello que
haya probado ser falso por lo menos una vez y dar con lo que es verdadero y no podría ser de otro
modo. A continuación traigo a colación los cuatro niveles de esta duda metódica, ya que sus
consecuencias son importantes en la filosofía cartesiana para definir y enumerar las sustancias, que es
La duda metódica se aplica en cuatro niveles, y en cada uno se encarga de poner en entredicho una
creencia fundamental para el sistema del conocimiento. Puede pensarse aquí a Descartes montando una
grúa con una bola de demolición, dispuesto a destruir el edificio del conocimiento si comprueba que la
señorita Verdad Indubitable no se encuentra en alguna de sus plantas. Faltaría agregar a la analogía que
la destrucción del edificio se efectúa desde los niveles superiores hasta los cimientos, y que en la bola
de demolición está grabada la leyenda Duda Metódica. El nivel más superficial, de cuya existencia no
depende ningún otro, es la creencia de que los sentidos son confiables; el segundo, y subiendo en
que la ciencias formales son confiables; el cuarto es el nivel más fundamental que sirve de base a los
demás, la creencia de que la razón sistemática es confiable. Ahora, para dudar de cada una de las cuatro
creencias primordiales que mencionamos, Descartes emplea argumentos que resultan más fuertes que la
creencia en cuestión. A estos se les conoce como argumentos escépticos y, en el orden correspondiente
en el que presentamos los niveles, son: el argumento escéptico de los sentidos, el argumento del sueño,
El argumento para dudar de los sentidos como medios para alcanzar la verdad, simplemente sostiene
que hay ocasiones en que nos equivocamos al afirmar lo que percibimos por los sentidos. Por ejemplo,
si metemos un pedazo de hielo seco en un vaso con agua, podemos decir, por lo que aparenta, que ésta
está hirviendo, aunque en realidad se enfría. Sin embargo, una vez establecido el primer nivel de la
duda, tenemos la capacidad de constatar nuestra percepción en una realidad espacio-temporal que
pensamos invariable. Podemos meter un dedo al agua y darnos cuenta de que está fría en
contraposición con lo que creíamos. Lo que tenemos frente a nosotros se nos presenta con mayor
claridad y nos permite renovar las percepciones para cerciorarnos de que no hay error en lo que
decimos de ellas. No importa a cuántos errores nos conduzca el guiarnos por los sentidos, creemos que
es posible corregirnos, tantas veces como sea necesario, en la realidad espacio-temporal. Descartes
contrapone el argumento del sueño a esta supuesta certeza. ¿Cómo podemos estar seguros de que el
momento que estamos viviendo no es un sueño? La literatura se ha enriquecido al explotar esta idea,
pero la filosofía, especialmente la cartesiana, necesita resolver si hay algún criterio para hacer esta
distinción. Si no hay manera de distinguir entre el sueño y la vigilia, ¿cómo sabemos que estamos
corroborando nuestras percepciones con la realidad y no con un producto de nuestra mente? ¿Qué
garantía tenemos de que nuestros recuerdos, con los que formulamos juicios y tratamos de entender el
mundo, son producto del contacto con el mundo y no de una fantasía que tuvimos al dormir? Obras
como La vida es sueño, la fábula de Chuang Tzu y la mariposa o Alicia en el país de las maravillas,
expresan la fuerza con la que llegamos a dudar entre lo que es real y lo que es onírico en nuestro
conocimiento del mundo. Al presentar el argumento del sueño, Descartes declara: “Y al detenerme en
este pensamiento, veo con tal evidencia que no hay indicios concluyentes, ni marcas tan ciertas por las
cuales se pudiese distinguir con nitidez la vigilia del sueño, que me lleno de extrañeza; y esta extrañeza
Contra la creencia de que las ciencias formales no fallan en guiarnos a la verdad, se alza el argumento
de la faliblidad de la razón. Hay veces en que simplemente cometemos errores en estas ciencias a las
que atribuimos certeza absoluta, pues aunque éstas parezcan infalibles, nosotros no lo somos. Y este
hecho también nos puede decir algo sobre los conocimientos formales: aún cuando estos no son
equívocos por sí mismos, carecen de auto evidencia, es decir, no los reconocemos como verdaderos
intuitivamente, sino que tenemos que instruirnos mucho en ellos. Y aún cuando hemos aprendido y
practicado por años, nunca se puede eliminar por completo la posibilidad del error.
El argumento del genio maligno o la duda hiperbólica. Descartes, a pesar de ser un fiel creyente, se
atreve a suponer que el Dios responsable de crearlo no es bueno: “quién puede haberme asegurado que
ese Dios no ha hecho que no haya tierra alguna, ni cielo, ni cuerpo extenso, ni figura, ni magnitud, ni
lugar, y que sin embargo yo tenga las sensaciones de todas esas cosas, y todo ello no me parezca existir
sino como yo lo veo? (…) podría ser que Él hubiese querido que yo me engañe todas las veces que
hago la adición de dos y tres, o que enumero los lados de un cuadrado, o que juzgo de algo aún más
fácil, si es que se puede imaginar algo más fácil que eso”. ¿Qué podemos hacer para negar la existencia
de un ser superior a nosotros que tiene la facultad de hacernos caer sistemáticamente en el error?
¿Cómo se alcanza la seguridad de que no existe esta divinidad cruel? Si la razón en su conjunto queda
desacreditada por la hipótesis del genio maligno, ¿qué nos queda como criterio para dar con la verdad?
Nada, realmente. En este nivel más profundo de la duda metódica se pueden descartar tanto las
creencias que afirmamos por vía del contacto con el mundo exterior, como las que tenemos por ciertas
Con la hipótesis del genio maligno se ha despejado el camino de todas las creencias que antes se tenían
por ciertas. Ya no se puede justificar el conocimiento de la misma forma que enseñaban los medievales
o los antiguos, ya que al toparse con esta aporía, hace falta una nueva base, un nuevo punto de partida
para el conocimiento. En consecuencia, Descartes admite como inciertas todas las creencias de las que
pudo dudar, y alcanza la única afirmación que no puede ser cuestionada sin ser al mismo tiempo
afirmada. “Hay no sé qué engañador muy poderoso y muy astuto que emplea toda su destreza en
engañarme siempre. Pero entonces no hay duda de que soy, si me engaña; y que me engañe cuanto
quiera, él no podrá nunca hacer que yo no sea nada mientras que yo piense ser algo (…) yo soy, yo
existo, es necesariamente verdadera cada vez que la pronuncie, o que la conciba en mi espíritu”. La
verdad yo soy, yo existo, es el fundamento de la nueva filosofía moderna que empieza con Descartes,
Dicho esto, ya se deja ver que el primer principio que servirá a Descartes es el cogito, la cosa pensante
la relación entre materia y extensión se descubre como verdadera por ser de la misma índole que la que
existe entre pensamiento y existencia, es decir, son analíticas y por lo tanto necesarias. Dios se deduce
a partir de ideas cuya procedencia no podría ser la sustancia pensante en tanto que esta no cuenta con
tales propiedades. Por tanto, si existen esas ideas en el sujeto pero no es posible que él sea su causa,
entonces tales ideas deben venir de un ser que las posea actualmente y que las haya dejado en nosotros
al experimentar su infinitud.
Sin embargo, el problema es que, para llegar a las tres sustancias Descartes puso en entredicho
verdades que son necesarias para que exista el conocimiento como se entendía en su época, nos hizo
preguntarnos por la garantía de que seamos capaces de conocer auténticamente el mundo y no sólo un
conjunto de espejismos que se nos presentan como lo verdadero. La manera en que resuelve este
problema es recurriendo a uno de los principios que ya demostró como ciertos: se trata de la sustancia
creadora que él considera como trascendente. Dios es un ser perfecto, infinito e insuperable, por lo cual
debe contener toda cualidad positiva (no aquellas negativas en tanto que son más carencias de algo que
entidades en sí), incluida ahí la bondad. Y dada la bondad infinita de Dios, ¿cómo sería capaz de crear
seres, como lo somos los humanos, que a pesar de su apremiante deseo por conocer las cosas, sean real
y cruelmente incapaces de alcanzar sus más grandes anhelos? Así Dios además de ser un sustento
ontológico y metafísico pasa a ser una garantía epistemológica, un supuesto necesario para poder
Ahora, en líneas generales, explicaré algo acerca de lo que Leibniz concibe como la sustancia suprema
que ha creado el universo y de las objeciones que le presenta a las concepciones metafísicas de
Descartes al respecto. Especialmente contra la idea de que hay una sustancia extensa separada de la
sustancia pensante, ya que de ésta se derivan una serie de problemas lógicos que, según la opinión de
simples denominadas mónadas. Dichas sustancias son los componentes metafísicos de todo cuanto
existe en el universo y su existencia no puede comenzar ni terminar más que por voluntad divina. Con
lo cual cada mónada debe tener un propósito y una función que cumplir como parte del universo, en
tanto que Dios es, nuevamente, un ser bueno que actúa de acuerdo a lo que es mejor en un sentido
ontológico que a veces va más allá de la comprensión humana. Las mónadas tienen propiedades como
Hay una jerarquía entre estas sustancias pues están las mónadas que no tienen más que percepción,
denominadas también entelequias, aquellas que aparte de percepciones tienen apetitos pueden ser
llamadas almas y dentro de las almas hay algunas más especiales que son capaces de razonar y reciben
el nombre de espíritus. Lo que tienen en común todos los géneros de sustancias que acabamos de
mencionar es que el acto de su existencia no se sigue de la mera posibilidad de dicha existencia, sino
que requieren de algo superior a ellas que la haga efectiva. Eso es Dios o la sustancia suprema que es la
Lo que se da a entender con este sistema metafísico es que hasta los componentes más pequeños de
nuestro universo tienen una razón suficiente de ser, ya que Dios actúa siguiendo principios lógicos,
El desarrollo puntual de la teoría de Leibniz y la parte comparativa entre los dos filósofos vendrá en la
versión completa de este trabajo, al igual que bibliografía complementaria y referencias acotadas.