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¿Qué ilustración?

Keith Windschuttle

Gertrude Himmelfarb
Los Caminos de la Modernidad:
Las Ilustraciones británica, francesa y americana.
En inglés. Knopf, 284 páginas, $25

Aunque ya ha atraído una serie de distinguidas críticas, apropiadas a una de las


más eminentes historiadoras de hoy, este libro es todavía más importante de lo
que parece. Gertrude Himmelfarb ha llamado su ultimo libro “Los Caminos de la
Modernidad: Las Ilustraciones británica, francesa y Americana.” Se puede leer
como una provocadora y convincente revisión no sólo de la época intelectual que
construyó el mundo moderno sino también de los conceptos que en gran medida
siguen determinando la forma en que pensamos sobre los problemas de hoy.

En particular, explica la fuente de esa fundamental división que, pese a los


pronósticos sobre su inminente desaparición, sigue obstinadamente aferrada a la
vida política de Occidente: la división entre la izquierda y la derecha. Desde el
principio, cada lado ha tenido sus propias premisas filosóficas y su propia visión
sobre la condición humana. Los Caminos de la Modernidad muestran por qué uno
de estos lados ha generado una continua serie de éxitos históricos mientras que el
otro sólo ha cosechado un desastre tras otro.

Desde hace algunos años, la mayoría de los historiadores ha aceptado que la


Ilustración, caracterizada en su época como la Edad de la Razón, vino en dos
versiones: la radical y la escéptica. La primera ahora está generalmente
identificada con Francia, y la segunda con Escocia. También se ha reconocido que
el anti-clericalismo que obsesionaba a los philosophes franceses no existía en
Gran Bretaña ni en Estados Unidos. En realidad, en estos dos países, los
conceptos de la Ilustración – derechos humanos, libertad, igualdad, tolerancia,
ciencia, progreso - complementaban y no se oponían al pensamiento de la iglesia.

Himmelfarb se ha sumado a este proceso revisionista y ha acelerado


dramáticamente su ritmo. Ella alega que, por importante que haya sido el papel de
los escoceses de mediados del siglo XVIII, también hubo muchos contribuyentes
ingleses, tantos que sería más exacto hablar de la Ilustración Británica.

Por otra parte, a diferencia de los franceses, que elevaron la razón al lugar
supremo en los asuntos humanos, los pensadores británicos le dieron un papel

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secundario. En Gran Bretaña, lo fundamental era la virtud. No la virtud personal
sino “las virtudes sociales” - compasión, benevolencia, simpatía – que los filósofos
británicos consideraban que unían natural e instintivamente a las personas. En
abstracto, estas diferencias pudieran parecer simplemente de grado pero si se
toma en cuenta la forma en que se desarrollaron en la posterior historia del
Continente y las Islas Británicas, las diferencias fueron verdaderamente profundas.

Al defender su argumento, Himmelfarb define la Ilustración Británica en términos


que algunos pudieran encontrar sorprendentes. Incluye a personalidades que en el
pasado han sido consideradas integrantes de la Contra-Ilustración, especialmente
John Wesley y a Edmund Burke. Himmelfarb le asigna papeles muy importantes a
los movimientos sociales del Metodismo y la filantropía evangélica. Y, pese a que
las colonias americanas se rebelaron contra Gran Bretaña para formar una
república, Himmelfarb demuestra cuan cerca estaban de la Ilustración Británica y
cuan lejos de los republicanos franceses.

Estas diferencias se han mantenido hasta el día de hoy, y en relación con muchos
temas. En Francia, la ideología de la razón no sólo desafiaba a la religión y a la
iglesia sino a todas las instituciones que dependían de ellas. La razón era
inherentemente subversiva. Pero la filosofía moral británica era reformista más
bien que radical, respetuosa tanto del pasado como del presente, aunque
estuviera mirando hacia un futuro más ilustrado. Era optimista y no discrepaba de
la religión, razón por la que tanto en Inglaterra como en Estados Unidos, la iglesia
misma pudo convertirse en una fuente decisiva para la difusión de las ideas
ilustradas. En Gran Bretaña, la elevación de las virtudes sociales se derivaba tanto
de la filosofía académica como de la práctica religiosa. En el siglo XVIII, el
profesor de filosofía moral en la Universidad de Glasgow, Adam Smith, era más
celebrado por su Teoría de los Sentimientos Morales (1759) que por su posterior
tesis sobre la riqueza de las naciones. Smith alegaba que la simpatía y la
benevolencia eran virtudes morales que surgían directamente de la condición
humana. Al ser virtuoso, especialmente en relación con los que no podían
ayudarse a si mismos, el hombre desarrollaba plenamente su naturaleza.

Edmund Burke comenzó su vida como un discípulo de Smith. Escribió un


temprano panfleto sobre la escasez que apoyaba el enfoque laissez-faire de Smith
como la mejor forma de ayudar tanto la actividad económica en general como a
las clases humildes en particular. Su status de Contra-Ilustración está vinculado a
su crítica de la revolución francesa pero Burke era, al mismo tiempo, un partidario
de la independencia americana. Mientras su propio gobierno estaba desarrollando
una campaña militar en Estados Unidos (y, al mismo tiempo, suspendiendo el
habeas corpus en el país), Burke estaba exhortando a respetar la libertad tanto de
los americanos como de los ingleses.

Esta aparente paradoja ha llevado a que algunos historiadores proclamen que en


diferentes períodos de la vida hubo dos Burke: uno liberal y otro conservador,

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Himmelfarb no está de acuerdo. Según ella, las opiniones de Burke siempre
fueron consistentes con las ideas sobre la moral y la virtud que permeaban toda la
Ilustración Británica. En realidad, Burke hizo avanzar la filosofía al hacer de “los
sentimientos, la urbanidad y la opinión moral” la base no sólo de las relaciones
sociales sino también de la política.

Aparte del diferente status filosófico que asignaban a la razón y la virtud, el tema
en que más marcada era la división entre las Ilustraciones Británica y Francesa
era su actitud hacia las clases inferiores. Esta es una distinción que ha
reverberado en la política desde entonces. Los radicales herederos de la tradición
jacobina siempre han insistido en que son ellos los que hablan por los pobres del
mundo. En la Francia del siglo XVIII alegaban hablar por el pueblo y por la
Voluntad General. En el siglo XIX, decían representar a la clase obrera frente a
sus explotadores capitalistas. En nuestra época, alegan estar del lado de los
negros, las mujeres, los homosexuales, los indígenas, los inmigrantes y cualquier
otro grupo que puedan definir como víctimas de la discriminación y la opresión. El
estudio de Himmelfarb demuestra, de manera contundente, que esto no es más
que una fachada.

Los philosophes franceses pensaban que las clases sociales estaban divididas
por un abismo de pobreza pero, más importante todavía, por un abismo de
superstición e ignorancia. Despreciaban a las clases inferiores porque estaban
hipnotizadas por el Cristianismo. El editor de la Encyclopedie, Denis Diderot,
declaraba que las masas no tenían ningún papel a jugar en la Edad de la Razón.
“La masa general de los hombres no está hecha para que pueda ni promover ni
comprender la marcha progresiva del espíritu humano.” En realidad, “la gente
común es increíblemente estúpida,” dijo, poco más que bestias: “demasiado
idiotas –bestiales- demasiado miserables y demasiado ocupados” para poder
ilustrarse. Voltaire estaba de acuerdo. Las clases inferiores carecían del intelecto
necesario para razonar y por consiguiente había que dejarlos hundidos en la
superstición. Sólo se les puede controlar y pacificar con las sanciones y los mitos
de la religión que, según decía Voltaire, “tiene que ser destruida entre las
personas respetables y dejada a la canaille para la que fue creada”.

En Gran Bretaña y Estados Unidos, por el contrario, el abismo entre ricos y pobres
se veía salvado por el sentido moral y el sentido común que la Ilustración atribuía
a todo el mundo. Todo el mundo, incluyendo a los miembros de las clases
inferiores, tenía una humanidad común y un sentido común de obligaciones
morales y sociales. En el mundo angloparlante, alega Himmelfarb, este ethos
social era el denominador común entre Adam Smith, Edmund Burke, los filósofos
seculares, los entusiastas religiosos, los obispos de la Iglesia de Inglaterra y los
predicadores de Wesley.

“El hombre es por su constitución un animal religioso’’, proclamó Burke en sus


Reflexiones sobre la Revolución en Francia. Para Burke,

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la religión misma – la disensión religiosa en particular – era la base misma de la
libertad. Los wesleyanos fueron más adelante y también la hicieron la base de las
reformas sociales. La gran misión de John Wesley no era sólo la salvación
espiritual de los pobres sino también su educación intelectual y moral. No había
ningún conflicto entre la razón y la religión. “Es un principio fundamental entre
nosotros,” decía Wesley, “que renunciar a la razón es renunciar a la religión, que
la razón y la religión van de la mano, y que toda religión irracional es una religión
falsa.” Solamente con “la unión entre la religión y la razón” se podía superar “la
pasión y el prejuicio” así como “la maldad y la envidia”.

En el esfuerzo por cumplir su misión, los metodistas produjeron un enorme


volumen de literatura no sólo sobre el Cristianismo sino sobre gramática,
medicina, electricidad, historia natural, Shakespeare, Milton, Spenser, Locke y
otros clásicos. Himmelfarb observa: “El conjunto de este extraordinario esfuerzo
de publicación que abarcó libros, revistas y panfletos sobre una gran variedad de
temas, y que estaba dirigido a diferente niveles de cultura y de interés, constituyó
una especie de Ilustración para el hombre común.

Los metodistas también tomaban la iniciativa en la distribución de ropa, alimentos


y dinero para los necesitados, visitaban a los enfermos y a los presos en las
cárceles, y establecían fondos de préstamos y proyectos de trabajo para los
desempleados. Para fines del siglo dieciocho, por ejemplo, el wesleyanismo había
creado un movimiento evangélico dentro de la Iglesia de Inglaterra que atraía
fundamentalmente a las clases medias y superiores. Los evangélicos no sólo
encabezaron los movimientos para la reforma de las prisiones, la educación y la
ayuda a los pobres sino también la campaña que, con el tiempo, cabildeó
exitosamente por la abolición del tráfico de esclavos.

En las colonias americanas, el primer Gran Despertar, el resurgimiento religioso


de los años 1730 y 1740, marchó paralelamente con el resurgimiento metodista en
Gran Bretaña. El constaste con Francia era extraordinario. Según nos cuenta
Himmelfarb, al buscar alivio de las pasiones religiosas del Viejo Mundo, los
americanos no se volvieron contra la religión misma, como hicieron los franceses,
sino que incorporaron la religión a las costumbres morales de la sociedad.
“Moralizaron” y “socializaron” la religión, canalizando sus energías en movimientos
de asociación voluntaria, organizaciones locales y, finalmente, en una política de
libertad.

En Gran Bretaña y EEU, los que escribían sobre la reforma social y los que
estaban en el gobierno y podían hacer algo sobre los problemas eran las mismas
personas o trabajaban en estrecha colaboración. En Francia, sin embargo, los
philosophes no estaban constreñidos por las consideraciones prácticas de como
trasladar sus ideas a la realidad. Eso los hacía todavía más libres para teorizar y
generalizar precisamente porque no tenían que consultar y asesorar a nadie.

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Esto afectó profundamente las consecuencias políticas de sus ideas.

Los philosophes decidieron que el despotismo iba a ser su instrumento favorito. “El
despotismo ilustrado”, alega Himmelfarb, “era un intento por materializar – como si
dijéramos entronizar – la razón encarnada en la persona de un monarca ilustrado,
de un Federico ilustrado por Voltaire o de una Catalina influida por Diderot.”
Posteriormente, el fracaso de estos intentos generó la teoría de la “voluntad
general” que legitimó el terror de la Revolución Francesa. El pueblo, en cuyo
nombre la revolución supuestamente actuaba, era una abstracción, representada
por una voluntad general igualmente abstracta. “En efecto, la teoría de la voluntad
general era un substituto del déspota ilustrado. Tenía la misma autoridad moral y
política del déspota porque también estaba sustentada en la razón, la fuente
última de toda autoridad legítima.”

Dentro de la misma Inglaterra, hubo partidarios de la Ilustración Francesa cuya


teoría y práctica terminaron de manera muy similar a la de los philosophes que
quisieron emular. Himmelfarb tiene un capítulo sobre los disidentes radicales
británicos, gran parte del mismo está dedicado al patético caso de William Godwin,
cuyos trabajos denigraban las emociones y la sexualidad como irracionales pero
cuya vida personal estaba controlada por ellas. Al igual que en Francia, los
radicales ingleses inventaron teorías para educar a los niños, pero su única
contribución a la reforma de la educación tuvo que ver con la educación de las
clases altas y medias. La esposa de Godwin, Mary Wollstonecraft, quería que las
niñas fueran educadas junto con los niños pero sólo pensaba en los que podían
pagar escuelas privadas.

Mientras tanto, la educación de los pobres era una gran causa de los metodistas y
los evangélicos. Los ensayistas y políticos del siglo XVIII Joseph Addison y
Richard Steele pensaban que la fundación de escuelas caritativas para los niños
pobres era “la gloria de la época” y “el mayor ejemplo de espíritu público que haya
producido nuestra época.” Los siguieron las Escuelas Dominicales que, hasta los
movimientos de educación de masas del siglo XIX, fueron la principal fuente de
educación para las clases bajas, y donde aprendieron a leer, escribir y sacar
cuentas.

Esas reformas educativas reflejaron la misma sensibilidad y ethos que inspiraron a


otros movimientos filantrópicos británicos. Se derivaban de principios cristianos,
reafirmados por la filosofía moral británica de la igualdad natural entre todos los
hombres. En su tratado sobre la riqueza de las naciones, el tema del título del
libro de Smith no era el moderno estado nación. Se refería a las personas que
componían la nación, especialmente a “las clases bajas.”Era su bienestar, su
“riqueza” la que una economía política progresista estimularía. Smith escribió:

“Ninguna sociedad puede florecer y ser feliz si la mayoría de sus miembros es


pobre y miserable. Es sólo una cuestión de equidad, por otra parte, que los que

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alimentan, visten y satisfacen las necesidades de todo el pueblo deban tener una
parte del producto de su propio trabajo y que ellos mismos estén tolerablemente
bien alimentados, vestidos y albergados.”

En Gran Bretaña y Estados Unidos, la Ilustración fue una expresión teórica como
práctica de esta posición. La religión, la filosofía moral y sus premisas igualitarias
configuraron la época. Trabajaron juntas por el bien común: la “reforma moral” y
material del pueblo. Los Caminos de la Modernidad revela más claramente que
ningún libro anterior sobre el tema, el ambiente en que nacieron estas ideas y
prácticas, y cuan firmemente todavía conforman la moral y el sentido común del
mundo angloparlante de nuestros días.

Traducido por AR

Tomado de: http://www.neoliberalismo.com/

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