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Apología de La Cautiva

Por Rocío Silva Santisteban

Publicado en Hildebrandt-en-sus-13, 16 de enero 2015

Cuando una ve la belleza de Nidia Bermejo en esa foto inmensa, con un vestido impecablemente blanco, en el
vestíbulo del Teatro La Plaza no tiene ni la menor idea del dolor que va a percibir dentro de pocos minutos. En el
corazón de Larcomar una no supone encontrarse con las fotos de las mamás de ANFASEP (Asociación Nacional de
Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú) en todo el pasadizo antes de entrar a ver la obra:
diez o más mujeres ayacuchanas con sus vestidos y sombreros típicos; cada quien, a cuestas con su historia de
tristeza. La ficción y la realidad se entrelazan en un ouroboro que no deja de morderse la cola eternamente.

¿La obra representa la realidad?

Absolutamente no y absolutamente sí. Es una historia que nunca podría haber sucedido —una niña muerta que
“despierta” para celebrar sus quince años— pero al mismo tiempo está basada en la historia de ese cadáver que era
rutina en el Ayacucho de los años 80. Encuadrar las acciones durante la famosa Semana Santa ayacuchana nos
conduce al dolor y a la melancolía, a las dulces notas de los huaynos que penden de la luz esmirriada del único foco
de la morgue. Apagones, sikuris, el ulular lejano de una sirena. En efecto, la insania del terror resemantizó el
nombre: de rincón de las almas a rincón de los muertos.

Desde Aristóteles el tema de la representatividad de una obra de arte —sea literaria o plástica— ha sido una de las
grandes discusiones de la crítica. ¿Refleja o no refleja la realidad? Es una pregunta pomposa e inútil. No tiene la
menor importancia: la validez de una obra de arte está en la forma nunca en el contenido por sí solo. ¿Por qué La
Cautiva es una obra extraordinaria? Porque su autor, Luis Alberto León, junto con la directora, Chela de Ferrari, en
una puesta en escena asceta y vigorosa a la vez, con un gran manejo de recursos teatrales, nos enfrentan a una
historia pavorosa pero desde una perspectiva tan personal e intensa, que en esa oscuridad del teatro, no podemos
escapar y vamos de la mano de su arte hasta el final, con miedo y pánico de nuestros propios sentimientos.

Al final con los aplausos, las luces que se prenden, llega el alivio: no estamos ahí, estamos aquí, en esta Miraflores
del periodo boyante de nuestra economía, pero sin embargo, esa historia es parte de la historia de nuestro país y
de alguna manera, esos personajes son los muertos de nuestra felicidad.
Morgue

Toda la obra se lleva a cabo en la morgue, pero durante la primera escena el personaje principal, sin nombre, a
quien se le llama “El Auxiliar”, está limpiando el cadáver de un soldado asesinado por terroristas de Sendero
Luminoso. El Auxiliar lava ese cadáver despacio, detenidamente, con cariño, con amor: es otro hermano peruano,
otro joven que lucha por su país, otra vida truncada como la de María Josefa.

María Josefa, el personaje central que es “La Cautiva”, interpretada con mucho respeto y delicadeza por Nidia
Bermejo, embelesa al público por su extrema inocencia, por su ingenuidad. La búsqueda de su verdad con la
esperanza en el rostro es lo que sobrecoge. En ese sentido el cuerpo de María Josefa condensa la bondad del mundo
que es trastocada y destruida por la violencia. Sin embargo, la maldad que se abotaga, casi de manera banal, en el
rostro del militar es lo que salta con furia como un geiser de abyección que emana de todo ese mundo: la
profanación del cadáver nos deja mudos, destrozados en nuestra frágil capacidad de entender la maldad absoluta,
aunque quizás lo único que haya percibido el profanador sea la vileza de sus instintos.

Parece una historia completamente exagerada. Lamentablemente, como sabemos quienes hemos investigado los
testimonios recogidos por la CVR, diecisiete mil historias de terror sobre el terrorismo y la respuesta de un Estado
que abdicó de la democracia para permitir las violaciones sistemáticas de derechos humanos, es algo frecuente en
las zonas de emergencia de esos años. Revisen sino el Testimonio 100168 en el que se dice literalmente:

Entonces, le dije a G.: vamos de una vez a descuartizarla y a botarla” […] Cuando llegamos nosotros
al baño de tropa, la tropa la estaba violando. [Estaba] Muerta. Sabe por qué le digo, porque era alta,
gringa, simpática. Pero ya estaba mal, ya no servía para satisfacer. La tropa la estaba violando.
[Estaba degollada], claro. La tenían hacía atrás en la mesa, la habían tapado el pecho y la estaban
violando. [La tropa] Era grande, de 12 ó 14. Con un palo los boté: “¡salvajes, está muerta!”. “Está
calientita, mi técnico”, decían. Dejamos a los dos soldaditos que estaban con nosotros, a ellos les
requintamos y dijeron: “pero si son los más bravos”. Bueno, le cortamos la cabeza y las manos y la
tiramos al río (p. 21).

Pero las historias de terror no se limitan a los militares, tampoco en la obra. Precisamente uno de los elementos
que incorporan al texto son las historias que recogió el gran maestro retablista y antropólogo ayacuchano
Edilberto Jimenez en sus dibujos de la recreación de acciones, tanto de Sendero Luminoso como del Ejército, en la
zona de Chungui (llamada por algunos “Oreja de perro”). Uno de esos dibujos, quizás el más cruel, muestra a un
grupo de senderistas que en una de las famosas “retiradas”, huyendo de las fuerzas armadas, acuchillan las
gargantas de varios niños y bebés porque lloraban y los podían delatar. Esa crueldad es la que recoge Chela de
Ferrari e incorpora al texto, como un recuerdo de los padres de María Josefa, precisamente dos maestros que se
habían adscrito al pensamiento Gonzalo: a la demencia de creerse omnipotentes incluso dueños de la vida de los
niños.

¿Es una apología al terrorismo?

Sólo una persona verdaderamente ajena a lo que implica una obra de teatro, o en general una obra de arte, y ajena
también a la historia intensa de los años más duros de nuestro país, podría considerar esta obra que es un grito a la
paz como una apología al terrorismo. La forma cómo autor y directora han podido plasmar la tragedia de Ayacucho
es intensamente dramática. Si un sentimiento embarga a quienes, luego del aplauso, se levantan para retirarse, es
entender que nuestra nación no puede volver a pasar por la demencia ni del terrorismo ni de la respuesta
descabellada de un Estado que entregó esas zonas a los “jefes político-militares” que no supieron sino amagar la
violencia con violencia.

El teatro con toda su fuerza, con toda su emoción, con su potencia en "La cautiva" logra conmovernos de pies a
cabeza para pedir paz y exigir entender desde las razones del corazón que esa violencia no se puede repetir. La
Cautiva es una ceremonia de aprendizaje de un país que, merece por mucho, salvar a cualquier niña de 14 años o a
cualquier soldado de 18 años de una muerte tan indigna y tan injusta.

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