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El sistema villicario

En relación con la gran propiedad fundiaria en tiempos carolingios, las opiniones de los
especialistas han tendido a polarizarse. Algunos autores como Inama Sternegg o Louis Halphen
sostuvieron hace ya años que el gran dominio era absolutamente hegemónico en la economía rural
del momento. Otros autores, siguiendo a Alphons Dopsch, han defendido la tesis contraria: los
dominios no estaban muy extendidos, no tenían por lo general grandes dimensiones y, entre ellos, se
encontraban inmensos espacios repartidos entre pequeños propietarios alodiales, es decir, libres de
cualquier carga señorial. Los sustentadores de la primera tesis han defendido sus argumentos
mediante el uso de algunas importantes fuentes (polípticos, capitulares varios) cuyas pautas han
creído aplicables a todo el Occidente cristiano. Los avances de la investigación en los últimos años
han conducido a prudentes conclusiones: sin llegar a comulgar completamente con la tesis de
Dopsch y sus discípulos, han encontrado en ella elementos muy aprovechables. Se ha pensado, así,
que las regiones entre el Loira y el Rin -el área donde el poder franco se dejaba sentir con más
fuerza- fueron las que de forma más pura asimilaron el sistema dominical calificado de clásico. A
medida que nos alejamos de allí, el predominio de la gran propiedad se va haciendo más difuso. Así
ocurrirá, por ejemplo, en el reino de Italia, en Baviera, en la Francia central y meridional o -según
estudios de P. Bonnassic- en la primitiva Cataluña. En esta región, y en torno al año Mil, nos
encontramos con un elevado número de pequeñas explotaciones alodiales. Por lo general, sus
propietarios han sido los beneficiarios de un proceso de ocupación de la tierra (apprissio; presura,
llamada en el valle del Duero) que les ha agrupado en comunidades de hombres libres, soporte
importante de la autoridad condal. Esta circunstancia -existencia de una masa de pequeñas
propiedades alodiales- no es óbice, sin embargo, para que la gran propiedad -como ha destacado P.
Toubert- desempeñe el papel motor en el conjunto del proceso de desarrollo. Cabe ahora
plantearnos una serie de interrogantes en torno al grado de uniformidad del sistema villicario. El
modelo del patrimonio de Irminón puede resultar útil como instrumento de análisis pero no
conviene hacerlo extensivo a todas las zonas en las que, en mayor o menor grado, aparecen grandes
dominios. Por ejemplo, la extensión de cada villa. Las más modestas -posiblemente la inmensa
mayoría- no tendrían más allá de unos centenares de hectáreas, a pesar de que se ha pensado que la
villa carolingia es, por lo general, de mayor extensión que la merovingia. Los nombres de villulae o
curticellae definen auténticos dominios en miniatura. Los más conocidos serán, obviamente, las
villas de mayores dimensiones que, en algunos casos, resultan mastodónticas: la de Leeuw Saint
Pierre en Brabante, con más de 18.000 hectáreas, o la curtis magna real de Benevagienna en Cuneo
que, en el 900, tendría entre 26.000 y 78.000 hectáreas. Polípticos y referencias diplomáticas varias
nos permiten reconstruir el patrimonio villicario de algunas instituciones eclesiásticas basado en la
posesión de numerosas villaje. Al antes mencionado de Irminón -incompleto- pueden añadirse el de
la abadía de Bobbio, con 50 curtes censadas en el 862; el de Santa Giulia de Brescia que, unos años
más tarde reúne hasta 85 curtes y curticellae, o el de Farfa, que en torno al año Mil, pudo reunir
hasta un centenar de explotaciones villicarias en el centro de Italia. Los esquemas generales que se
han trazado para estudiar la explotación de los grandes dominios resultan extremadamente rigurosos
y simples. Como ha recordado G. Duby, todo dominio era un organismo en movimiento y la
variedad territorial impone una similar variedad en las formas de explotación. Para el caso italiano,
P. Toubert ha distinguido tres familias de dominios en las que se agrupan multitud de situaciones
particulares. En primer lugar están aquellas curtes definidas por los bosques, altos pastos, prados de
siega y sistemas extensivos de explotación. Una segunda categoría correspondería a curtes
orientadas a beneficios agrícolas especializados: olivar, viñedo... En tercer lugar están los dominios
con un marcado sentido cerealista con una estructura bipartita. Ésta será la característica más
acusada del sistema dominical clásico, el que más atención ha merecido. Hablar de ello es hablar de
dominios en los que cabe distinguir dos partes orgánicamente integradas: la reserva
(indominicatum, pars dominica, terra salica) de uso y provecho del propietario; y la masa de
tenencias campesinas (terra mansionaria) propiedad también del señor y ocupadas por un conjunto
de familias de variada condición jurídica. La proporción de tierras adscritas a la reserva es variable
según las regiones y las épocas. Para el caso del Fisco real de Annapes parece ser más del 50 por
100. El políptico de la abadía de Saint Bertin nos describe para sus dominios de la zona de
Boulogne reservas entre dos tercios y dos quintos del total de la explotación. De hecho las reservas
constituían un conjunto bastante heterogéneo. En el centro se encontraba la corte (curtis
propiamente dicha) residencia del intendente del señor en torno a la cual se encuentran graneros,
establos, almacenes, panadería, herrerías, molino y capilla. Se encuentran luego las cabañas de los
esclavos rurales encargados de la explotación de los huertos y de las extensas tierras de cereal (las
culturae) y del cuidado de los mejores prados y viñas. Los bosques adscritos a la reserva son
también muy extensos. Así, en el dominio de Las Celles-les-Bordes, dependiente de Saint-Germain-
des-Pres, la extensión del bosque puede evaluarse en casi el 50 por 100 del total: 750 hectáreas para
un conjunto de 1.550. Si los esclavos que viven en la reserva facilitan la mayor parte de la mano de
obra que pone en funcionamiento su sistema de explotación, los campesinos de las tenencias de la
terra mansionaria hacen el resto. Hablar de tales tenencias es hablar de mansos. Se trata de unidades
de explotación en ocasiones en régimen de alodio pero en otras -las que aquí nos interesan-
integradas en la gran explotación dominical. En Germania se les daba el nombre de huva o hof, en
Inglaterra el de hide o (según expresión de Beda), el de terra unius familiae. De ahí que se haya
identificado manso con unidad económica teóricamente familiar, aunque en la práctica puede tener
otros caracteres: superficie arable que puede labrarse durante un año por una yunta de bueyes o, lo
que es más importante, unidad económica a través de la cual el señor puede percibir distintos tipos
de prestaciones de sus ocupantes. En función de ello y en función también del estatuto jurídico de
las personas a las que los señores las confiaron, se acostumbra a distinguir tres categorías de
mansos: en primer lugar están los mansos ingenuibles, atribuidos en principio a campesinos libres.
Sus obligaciones hacia el señor suelen limitarse a algunas labores de acarreo y a prestar la fuerza de
trabajo en la reserva en períodos fijos y a lo largo del año. Los mansos serviles en los que el
propietario ha instalado a gente de condición jurídica no libre están obligados a prestaciones más
pesadas prácticamente durante todo el año. En un nivel intermedio están los mansos lidiles,
ocupados por semilibres o campesinos manumitidos, cuyas obligaciones están a mitad de camino
entre las de los ingenui y las de los serví. La extensión de los mansos es tan variable como la de los
mismos dominios. Según el Políptico de Irminón y para el caso concreto de la abadía de Saint-
Germain-des-Pres, las superficies arables oscilan entre las 4,8 y las 9,6 hectáreas. Sin embargo, las
desproporciones pueden ser aún mucho mayores: oscilan entre 1 y 30. Las mejores o peores
condiciones de los suelos, el carácter ingenuil o servil, las compras, sucesiones o divisiones, etc.,
pueden hacer muy cambiantes las dimensiones de estas explotaciones. Al igual que el gran dominio
en general -tal y como hemos adelantado siguiendo las consideraciones de G. Duby- el manso en
particular se muestra también como un organismo en movimiento. Y ello hasta tal extremo que
puede llegar a romperse la coincidencia entre el estatuto jurídico de la tierra y la del campesino que
la ocupa: hay, así, mansos serviles que son ocupados por campesinos libres y viceversa. Al final el
dueño acabará imponiendo cargas semejantes a todos los mansos de una misma categoría jurídica al
margen de su dimensión o del número de personas que los ocupan. Las cargas acaban pasando del
hombre a la tierra. A las prestaciones en trabajo que el campesino debe cumplir en la reserva del
señor, se unen las prestaciones en dinero y, sobre todo en especie, a las que están sometidos los
ocupantes de los mansos. El Políptico de Irminón -por seguir el ejemplo típico- recoge con todo
detalle los moyos de vino, las medidas de mostaza, el número de huevos y gallinas, etc., que los
aldeanos deben entregar anualmente. En unos casos será a cambio de utilizar el bosque. En otros,
simplemente será para proveer de viandas al ejército. El sistema villicario clásico basado en esta
estrecha relación orgánica entre reserva y conjunto de mansos plantea ciertas incógnitas. ¿Estaba
encaminado exclusivamente a mantener bien provistas las mesas de los señores? ¿Respondía a unos
deseos de autarquía económica propios de un mundo a la defensiva? O, por el contrario, ¿fue un
sistema capaz de dinamizar las estructuras económicas de un Occidente que, en el periodo
inmediato, daría el gran salto hacia adelante?

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