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El socialismo traicionado.

Detrás del colapso de la Unión Soviética 1917-1991

Roger Keeran y Thomas Kenny


El Viejo Topo

Primeras páginas de la Introducción de El socialismo traicionado. Detrás del


colapso de la Unión Soviética, 1917-1991, de Roger Keeran y Thomas Kenny.

Introducción

Este libro trata del colapso de la Unión Soviética y de su significado para el siglo
XXI. La magnitud de la debacle dio lugar a declaraciones extravagantes por parte
de los políticos de derechas. Para ellos, el colapso quería decir que la Guerra Fría
había terminado y que el capitalismo había ganado. Significaba «el fin de la
historia». De ahí en adelante, el capitalismo iba a representar la forma más elevada,
la cumbre, de la evolución económica y política. La mayoría de los que
simpatizaban con el proyecto soviético no compartían este triunfalismo de
derechas. Para estas personas, el colapso soviético tuvo consecuencias decisivas,
pero no alteró la utilidad del marxismo para comprender un mundo que se formaba,
más que nunca, a través del conflicto de clases y las luchas de los colectivos
oprimidos contra el poder corporativo, ni hizo tambalear los valores y el
compromiso de los que estaban de parte de los trabajadores, los sindicatos, las
minorías, la liberación nacional, la paz, las mujeres, el medio ambiente y los
derechos humanos. A pesar de todo, lo que le había ocurrido al socialismo
representaba tanto un desafío teórico al marxismo como un desafío práctico con
respecto a las posibilidades futuras de las luchas anticapitalistas y del socialismo.

Para los que creen que un mundo mejor —más allá de la explotación capitalista, la
desigualdad, la avaricia, la pobreza, la ignorancia y la injusticia— es posible, la
desaparición de la Unión Soviética representó una pérdida catastrófica. El
socialismo soviético tenía muchos problemas (que discutiremos más adelante) y
no era el único orden socialista concebible. Sin embargo, constituía la esencia del
socialismo tal como lo definió Marx: una sociedad que había derrocado la
propiedad burguesa, el “mercado libre” y el estado capitalista, y los había
reemplazado por la propiedad colectiva, la planificación central y un estado obrero.
Además, había conseguido un nivel sin precedentes de igualdad, seguridad,
sanidad pública, acceso a la vivienda, educación, empleo y cultura para todos sus
ciudadanos, y en especial para los trabajadores de las fábricas y del campo.

Un repaso breve de los logros de la Unión Soviética subestima lo que se perdió.


La Unión Soviética no eliminó solamente las clases explotadoras del viejo orden,
sino que también acabó con la inflación, el desempleo, la discriminación racial y
nacional, la pobreza extrema y las desigualdades flagrantes por lo que respecta a
la riqueza, los salarios, la educación y las oportunidades. En cincuenta años, el país
pasó de una producción industrial de solo un 12 por ciento de la de los Estados
Unidos a una producción industrial del 80 por ciento y a una producción agraria
que correspondía al 85 de la de los EEUU. Aunque el consumo per cápita soviético
seguía siendo más bajo que el de los EEUU, ninguna sociedad no había aumentado
su calidad de vida y su consumo con tanta rapidez, y en un período tan corto, para
toda su población. El trabajo estaba garantizado. Todo el mundo tenía acceso a la
educación gratuita, desde las guarderías a las escuelas de secundaria (de ámbito
general, técnicas y de formación profesional), a las universidades y a las escuelas
nocturnas. Además de la matrícula gratuita, los estudiantes universitarios recibían
un salario. Se disponía de cobertura sanitaria gratuita para todos, y había casi el
doble de médicos por habitante de los que había en los Estados Unidos. Los
trabajadores que sufrían lesiones o enfermaban tenían garantizado su empleo y se
les pagaba un subsidio. A mitad de la década de los setenta, los trabajadores tenían
de media 21,2 días laborables de vacaciones (un mes), y los balnearios, los
complejos vacacionales y los campamentos para niños eran gratuitos o estaban
subvencionados. Los sindicatos podían vetar los despidos y destituir a los
directivos. El estado regulaba todos los precios y subvencionaba el coste de los
alimentos básicos y la vivienda. El alquiler suponía solo un 2-3 por ciento del
presupuesto familiar; el agua y los servicios públicos solo un 4-5 por ciento. En el
acceso a la vivienda no había segregación según los ingresos. Con la excepción de
algunos barrios que estaban reservados para los cargos oficiales elevados, los
encargados de fábrica, las enfermeras, los profesores universitarios y los porteros
vivían puerta con puerta.

El gobierno consideraba el crecimiento cultural e intelectual como parte del


esfuerzo para mejorar la calidad de vida. Las subvenciones estatales mantenían el
precio de libros, periódicos y acontecimientos culturales al mínimo. Como
resultado, los trabajadores a menudo disponían de sus propias bibliotecas, y una
familia media estaba suscrita a cuatro periódicos. La UNESCO informaba que los
ciudadanos soviéticos leían más libros y veían más películas que cualquier otro
pueblo del mundo. Cada año, el número de personas que visitaban museos casi
igualaba a la mitad de la población, y la asistencia a teatros, conciertos y otras
representaciones sobrepasaba a la población total. El gobierno hizo un esfuerzo
coordinado para incrementar la educación y las condiciones de vida de las zonas
más atrasadas y para fomentar la expresión cultural de los más de cien grupos
nacionales que constituían la Unión Soviética. En Kirguizia, por ejemplo, solo una
entre quinientas personas sabía leer y escribir en 1917, pero cincuenta años más
tarde casi toda la población podía hacerlo.

En 1983, el sociólogo americano Albert Szymanski reseñó varios estudios


occidentales sobre la distribución de los ingresos y la calidad de vida soviéticos.
Halló que los que recibían mejores salarios en la Unión Soviética eran los artistas,
escritores, profesores, gerentes y científicos de prestigio, que podían llegar a
salarios tan elevados como 1.200 a 1.500 rublos mensuales. Los altos funcionarios
del gobierno ganaban unos 600 rublos al mes, los directivos de las empresas, de
190 a 400 rublos al mes y los obreros unos 150 rublos al mes. Los salarios más
altos, por lo tanto, eran solo diez veces más elevados que el salario medio de un
obrero, mientras que en los Estados Unidos los directivos de empresas mejor
pagados ganaban 115 veces más que los obreros. Los privilegios que acompañaban
los cargos importantes, como las tiendas especiales y los coches oficiales,
siguieron siendo pequeños y limitados, y no contrarrestaron una tendencia
continua, de cuarenta años, hacia una mayor igualdad. (La tendencia opuesta se
daba en Estados Unidos, donde, a finales de los noventa, los directivos de las
empresas ganaban 480 veces más que el trabajador medio.) Aunque la tendencia a
nivelar los salarios y los ingresos creó problemas (como se discutirá más adelante),
la igualación global de las condiciones de vida en la Unión Soviética supuso un
hito sin precedentes en la historia de la humanidad. La igualación se profundizó
con una política de precios que fijaba el coste de los productos de lujo por encima
de su valor y el de los bienes de primera necesidad por debajo de él. También se
profundizó a través de un incremento sostenido del «salario social», es decir,
gracias a la provisión de un número creciente de prestaciones sociales gratuitas o
subvencionadas. A parte de las ya mencionadas, las prestaciones incluían la baja
de maternidad pagada, guarderías a precios económicos y pensiones generosas.
Szymanski concluía: «Aunque puede que la estructura social soviética no
concuerde con el ideal comunista o socialista, es cualitativamente distinta de los
países capitalistas occidentales y a la vez más igualitaria que ellos. El socialismo
ha supuesto un cambio radical a favor de la clase trabajadora».

En el contexto mundial, el deceso de la Unión Soviética también significó una


pérdida incalculable. Significó la desaparición de un contrapeso al colonialismo y
al imperialismo. Significó acabar con un modelo que ilustraba cómo unas naciones
recientemente liberadas podían armonizar diferentes grupos étnicos y desarrollarse
sin hipotecar su futuro con los Estados Unidos o Europa occidental. En 1991, el
país no capitalista más importante del mundo, el principal apoyo de los
movimientos de liberación nacional y de gobiernos socialistas como el de Cuba,
se había derrumbado. Por mucho que se racionalizara sobre ello no se podía evadir
este hecho, ni el revés que representó para las luchas socialistas y de los pueblos.

Aún más importante que evaluar lo que se perdió en el colapso de la Unión


Soviética es el esfuerzo para entenderlo. El mayor o menor impacto que tendrá este
acontecimiento depende, en parte, de cómo se expliquen sus causas. En la “Gran
celebración anticomunista” de principios de los noventa, la derecha insistió hasta
introducir varias ideas en la conciencia de millones de personas: el socialismo
soviético, definido como un sistema basado en la economía planificada, no
funcionaba y no podía producir abundancia, porque era un accidente, un
experimento nacido de la violencia y sostenido por la fuerza, una aberración
condenada al fracaso, ya que desafiaba la naturaleza humana y era incompatible
con la democracia. La Unión Soviética llegó a su término porque una sociedad
gobernada por la clase trabajadora es una ilusión; no existe ningún orden
poscapitalista.

Algunos en la izquierda, típicamente los que tenían un punto de vista


socialdemócrata, llegaron a conclusiones similares, aunque menos extremas que
las de la derecha. Creían que el socialismo soviético era erróneo de una manera
fundamental e irreparable, que los defectos eran “sistémicos”, y tenían su origen
en una falta de democracia y en un exceso de centralización de la economía. Los
socialdemócratas no concluían que el socialismo en el futuro estaba condenado a
fracasar, pero sí creían que el colapso soviético despojaba al marxismo-leninismo
de gran parte de su autoridad, y que un futuro socialismo tendría que edificarse
sobre unos fundamentos completamente distintos de la forma soviética. Para ellos,
las reformas de Gorbachov no fueron erróneas, sino demasiado tardías.

Obviamente, si estas afirmaciones son ciertas, el futuro de la teoría marxista-


leninista, del socialismo y de la lucha anticapitalista será muy distinto de lo que
los marxistas predijeron antes de 1985. Si la teoría marxista-leninista les falló a los
líderes soviéticos que presidieron la debacle, la teoría marxista estaba mayormente
equivocada y es necesario prescindir de ella. Los esfuerzos del pasado por construir
el socialismo no nos han dejado ninguna lección para el futuro. Los que se oponen
al capitalismo global deben darse cuenta de que la historia no está de su parte y
apostar por pequeños cambios y reformas parciales. Estas son, claramente, las
lecciones que la derecha triunfante quería que aprendiera todo el mundo.

Lo que nos impulsó a investigar fue la enormidad de las consecuencias del colapso.
Éramos escépticos respecto a la derecha triunfante, pero estábamos preparados
para seguir a los hechos hasta donde nos condujeran. Éramos conscientes de que
los partidarios del socialismo anteriores a nosotros habían tenido que analizar
inmensas derrotas de la clase trabajadora. En La guerra civil en Francia, Karl
Marx analizaba la caída de la Comuna de París en 1871. Veinte años después,
Frederick Engels ampliaba aquel análisis en una introducción al trabajo de Marx
sobre la Comuna. Vladímir Lenin y su generación tuvieron que explicar la
revolución rusa abortada de 1905 y el fracaso de las revoluciones de Europa
occidental que no se materializaron durante 1918-1922. Los marxistas posteriores,
como Edward Boorstein, tuvieron que analizar el fracaso de la revolución chilena
de 1973. Dichos análisis mostraban que el hecho de simpatizar con los vencidos
no impedía hacer preguntas difíciles acerca de las razones de la derrota.

Dentro de la pregunta global de por qué se derrumbó la Unión Soviética surgieron


otras preguntas: ¿cuál era el estado de la sociedad soviética cuando empezó
la perestroika? ¿Se enfrentaba, la Unión Soviética, a una crisis en 1985? ¿Qué
problemas se suponía que debía atajar la perestroika de Gorbachov? ¿Había
alternativas viables al curso de reforma escogido por Gorbachov? ¿Qué fuerzas
favorecían y qué fuerzas se oponían al camino de reforma que conducía hacia el
capitalismo? Una vez que la reforma de Gorbachov empezó a causar el desastre
económico y la desintegración nacional, ¿por qué no cambió de estrategia
Gorbachov, y por qué los otros líderes del Partido comunista no lo reemplazaron?
¿Por qué el socialismo soviético era en apariencia tan frágil? ¿Por qué la clase
trabajadora hizo aparentemente tan poco para defender el socialismo? ¿Cómo
pudieron los líderes subestimar tanto el nacionalismo separatista? ¿Por qué el
socialismo —al menos en cierta forma— se las arregló para sobrevivir en China,
Corea del Norte, Vietnam y Cuba, mientras que en la Unión Soviética, donde
estaba manifiestamente más arraigado y desarrollado, no pudo sobrevivir? ¿Era el
colapso soviético inevitable?

Esta última pregunta era clave. La posibilidad de un futuro para el socialismo


depende de si lo que sucedió en la Unión Soviética era inevitable o no.
Ciertamente, era posible imaginarse una explicación diferente de la inevitabilidad
que pregonaba la derecha. Consideremos, por ejemplo, el siguiente experimento
mental. Supongamos que la Unión Soviética se hubiera desmoronado porque un
ataque nuclear de los Estados Unidos hubiera destruido su gobierno y arrasado sus
ciudades y su industria. Algunos aún podrían llegar a la conclusión de que la
Guerra Fría había terminado y de que el capitalismo había vencido, pero nadie
podría afirmar con argumentos razonables que un tal acontecimiento demostraba
que Marx estaba equivocado, o que, si se lo deja a la merced de sus propios
mecanismos, el socialismo no puede funcionar. En otras palabras, si el socialismo
soviético llegó a su fin principalmente por causas externas, como las amenazas
militares o la subversión del extranjero, uno puede concluir que este final no
comprometía al marxismo como teoría ni al socialismo como sistema viable.

En otro ejemplo, algunos han afirmado que la Unión Soviética se derrumbó por el
“error humano” y no tanto por “debilidades sistémicas”. En otras palabras, los
líderes mediocres y las decisiones equivocadas hundieron un sistema
esencialmente sólido. Si esta explicación, como la anterior, fuera cierta, no
afectaría la integridad de la teoría marxista ni la viabilidad del socialismo. En
realidad, sin embargo, esta idea no ha servido de explicación, o ni siquiera de un
principio de explicación, sino que más bien ha sido un recurso para evitar
explicaciones más profundas. Tal como dijo un conocido nuestro, «Los comunistas
soviéticos metieron la pata, pero nosotros lo haremos mejor». Para que esta
explicación fuera plausible, no obstante, tendría que responder a preguntas
importantes: ¿qué es lo que hizo que los líderes fueran mediocres y las decisiones
equivocadas? ¿Por qué produjo el sistema tales líderes y cómo pudieron sacar
adelante esas decisiones equivocadas? ¿Existían alternativas viables a las que se
escogieron? ¿Qué conclusiones debemos sacar?

Cuestionar la inevitabilidad del colapso soviético es arriesgado. El historiador


británico E. H. Carr avisaba de que cuestionar la inevitabilidad de cualquier
acontecimiento histórico puede llevar a un juego de mesa de especulación sobre
«lo que podría haber sido en la historia». La labor de los historiadores es explicar
lo ocurrido, no dar «rienda suelta a su imaginación respecto a las posibilidades más
atractivas de lo que podía haber sucedido». Carr reconocía, sin embargo, que
mientras los historiadores explican por qué se escogió una estrategia en vez de otra,
es bastante razonable que discutan sobre los «cursos alternativos disponibles». De
una forma similar, el historiador británico Eric Hobsbawm sostenía que no toda la
especulación “contrafactual” es igual. Algunas reflexiones acerca de las opciones
históricas caen en la categoría de «dar rienda suelta a la imaginación», que un
historiador serio debería evitar. Este es el caso cuando se reflexiona sobre
escenarios que nunca fueron una posibilidad histórica, como por ejemplo si la
Rusia zarista hubiera evolucionado a una democracia liberal sin la Revolución
Rusa, o si los estados del sur de los EEUU hubieran abolido la esclavitud sin la
Guerra Civil. Cierta especulación contrafactual, no obstante, cuando vincula
estrechamente los hechos históricos con posibilidades reales, tiene una función
útil. Si existían realmente cursos de acción alternativos, estos pueden mostrar la
contingencia de lo que ocurrió de verdad. Casualmente, Hobsbawm daba un
ejemplo relevante de la historia soviética reciente. Hobsbawm citaba a un antiguo
director de la CIA, que había afirmado: «Me parece que si [el líder soviético Yuri]
Andrópov hubiera sido quince años más joven cuando llegó al poder en 1982,
todavía tendríamos una Unión Soviética.» Sobre esto, Hobsbawm comentaba: «No
me gusta estar de acuerdo con los jefes de la CIA, pero estas palabras me parecen
completamente plausibles.» Nosotros también creemos que tal cosa es plausible, y
discutimos las razones de ello en el siguiente capítulo.

La especulación contrafactual puede sugerirle legítimamente a uno cómo, en unas


circunstancias futuras similares a las del pasado, podría actuar de una manera
distinta. Los debates de los historiadores sobre la decisión de utilizar la bomba
atómica en Hiroshima, por ejemplo, no solamente han cambiado la forma como las
personas con educación entienden ese acontecimiento, sino que también han
reducido las posibilidades de que se tome una decisión parecida en el futuro.
Después de todo, para que la historia sea algo más que un pasatiempo de
sobremesa, debería enseñarnos cómo podemos evitar los errores del pasado.

La interpretación del colapso soviético es una lucha por el futuro. Las


explicaciones ayudarán a decidir si, en el siglo XXI, los trabajadores volverán a
«rasgar los cielos» para sustituir el capitalismo por un sistema mejor. Difícilmente
asumirán los riesgos y afrontarán los costes si creen que el gobierno obrero, la
propiedad colectiva y una economía planificada están condenados al fracaso, que
solo el “mercado libre” funciona y que millones de personas en Europa del este y
en la Unión Soviética ensayaron el socialismo pero regresaron al capitalismo
porque querían prosperidad y libertad. A medida que el movimiento contra la
globalización crece y el movimiento de los trabajadores revive, a medida que el
largo boom económico de los años noventa se desvanece y los males permanentes
del capitalismo —el desempleo, el racismo, la desigualdad, la degradación
medioambiental y la guerra— se hacen cada vez más evidentes, cuestionar el
futuro del capitalismo se convertirá invariablemente en un tema clave. Pero los
movimientos juveniles y laborales difícilmente avanzarán mucho más allá de
demandas económicas limitadas, protestas morales, el anarquismo o el nihilismo
si consideran que el socialismo es imposible. Lo que nos jugamos es de una
importancia vital.

Fuente: http://www.elviejotopo.com/topoexpress/el-socialismo-traicionado-
detras-del-colapso-de-la-union-sovietica-1917-1991/

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