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El misterio del pueblo judío arranca de su llamada por Dios, que determina su destino y
el significado de su historia. En la primera parte nos detendremos . en este destino
doloroso y extraordinario para apreciar de qué forma nos condiciona y pertenece
todavía. En la segunda afrontaremos el problema clave: hallar el verdadero significado
religioso del pecado de Israel, que parece abrir un abismo entre el pueblo escogido y la
Iglesia.
Seria patriotería equivocada creer que la elección se debe a propias cualidades, porque
"si Yahvé se ha fijado en vosotros y os ha elegido, no es porque seáis el pueblo más
numeroso; porque en realidad sois el más pequeño de todos. Os escogió por amor y para
guardar el juramento prometido a vuestras padres" (Dt 7,7-8).
El plan divino
Desde el centro de la llanura de Canaán, Dios promete dar, a Abraham la tierra que
contemplan sus ojos y hacerle padre de un gran pueblo. Sin embargo, Abraham no
poseyó jamás esta tierra.
Si los paganos sé apoderan del Templo y expulsan de la tierra a los judíos, parece que
no queda ya nada de la promesa de Dios. Jeremías, que lo predice, corre el riesgo de ser
lapidado. Y sin . embargo, estos desastres llegan. El pueblo es desterrado a Babilonia.
La desilusión más amarga hunde de nuevo esta confianza entrevista para un tiempo
cercano en los años del exilio. Porque, excepto un breve periodo, les amenaza la
opresión extranjera y anhelan fervientemente un libertador que expulse a los romanos y
restablezca el reino prometido.
El mensaje de Jesús
Pero lo que les pone en vibrante tensión es que el reino prometido está muy cerca.
Cristo se consagra al anuncio del mismo, pero de modo desconcertante; habla siempre
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La amarga decepción del Calvario explica el odio de una multitud que antes le seguía
tenazmente. Ven que los romanos le prenden ridículamente como a otros falsos mesías,
y la rabia se desborda sobre quien consideran un impostor y un blasfemo, porque se
presentó como mesías y su condena prueba la falsedad.
Pero, por la resurrección, aparece claro que el sentido es real y no metafórico: Cristo es
entroniza do rey, no en Jerusalén, sino en el cielo, sobre el trono mismo de Dios. Los
bizantinos lo representarán con la figura del Pantocrátor.
Este reino celestial es el mensaje central y único del NT. Una lectura atenta de Ef 1,19-
22 nos muestra que la entronización real de Jesús es un acto de poder de salvación
universal, por el que Jesús lo domina todo. La Iglesia es su órgano de actuación en la
tierra y participa del poder de Cristo gracias al Espíritu Santo que le ha sido dado.
Fil 2,9-11 afirma lo mismo, pero de otra forma. Cristo ha sido hecho Señor, Kyrios,
única palabra griega que adecua la idea de Mesías: Para una mente helénica, Kyrios era
un título imperial, que atribuía a Cristo el dominio sobre el universo.
En conclusión, es esencial retener de estos -textos que los cristianos afirman que el
reino de Dios prometido a los patriarcas, acaba de inaugurarse por la entronización
celeste de Cristo.
La muerte de Israel
En adelante los paganos, que a menudo les han oprimido por su fe, tienen igual derecho
que ellos al reino. Todos deben hacer penitencia y entrar por la puerta estrecha (Mt
7,13).
También el hecho de la diáspora es un signo teológico del inicio del reino universal de
Cristo. Su salvación se extiende al mundo entero. Esta universalización no se logra más
que al precio de la muerte de Israel como pueblo de Dios. Se diría que Israel debe
compartir el doloroso privilegio del Mesías: dar la vida para que el mundo viva.
A esta luz los sucesivos fracasos de Israel, el exilio y la caída de Jerusalén, más que
castigos por pecados personales son señal de que el reino de Dios no se ha de establecer
aquí abajo. La resurrección y la muerte de Cristo nos revelan este misterio, y a la vez el
supremo sacrificio que piden al pueblo de Dios. Significado que se hubiera perdido si
Dios les hubiera entregado definitivamente la tierra, quedando inexplicada la negativa a
los patriarcas, que no eran peores que sus hijos.
EL PECADO DE ISRAEL
Aspecto psicológico
El pecado real no es, pues, el deicidio, sino el de no haber reconocido a Dios en Cristo.
Por esto la Escritura les acusa de ceguera. Jesús llora sobre Jerusalén "porque no ha
conocido el tiempo en que ha sido visitada (por Dios)" (Lc 19,44).
Pero el pueblo judío, sin una especial gracia no podía humanamente comprender el plan
desconcertante de Dios. Su significación se revela en Cristo, pero de forma tan
misteriosa, que los mismos apóstoles no la comprenden perfectamente hasta después de
Pentecostés: Porque la muerte y resurrección de Jesús transformaban de tal manera el
objeto de la esperanza de Israel, que más bien parecían ser la anulación pura y simple de
la promesa del reino.
Sólo un corazón de pobre hubiese hecho posible la entrega confiada en Dios, pero Israel
era demasiado consciente de su grandeza. Por ello Dios le humilla permitiendo que
porfíe en mantener sus caducados privilegios y no vea la salvación que le entrega. Israel
defiende su vida; pero contra Dios, como en el torrente de Yabboq (Gén 32,2333).
Desobedece para que también les concierna la palabra del apóstol: "Dios ha incluido
todos los hombres en la desobediencia, para hacer misericordia de todos" (Rom 11,32).
La ceguera es el aspecto superficial del pecado de Israel. Es más hondo preguntar si este
pecado es específico de los contemporáneos de Cristo, de todos los judíos, o quizás, de
todos los hombres ante Dios. La acusación de Esteban contra los judíos (Act 7,51-53)
da indicaciones teológicas que nos iluminan. Identifica el pecado de los verdugos de
Cristo con el de los asesinos de los profetas. Y esta resistencia sangrienta se compara al
incumplimiento de la Ley. Siempre que Dios les ha hablado, por la Ley o los Profetas,
los judíos se han rebelado, y Esteban añade, contra el Espíritu Santo.
Si la rebeldía ante Dios es constante, ¿es que estamos ante una tendencia humana
congénita? Pablo está convencido de ello. Sin el don del Espíritu, el hombre es incapaz
de comprender (1 Cor 2,14) y someterse a Dios. La impotencia de la carne para
remontarse no es específica de los judíos, es de cualquier hombre. Todo hombre, el
mundo entero es reconocido culpable ante Dios. (Rom 3,19). No tenemos ninguna
ventaja ante los judíos. Ellos y nosotros hemos sido salvados sólo por la gracia de
Cristo.
Pero no resolvemos aún el enigma del pecado de Israel: ¿por qué cuando Dios, su Dios,
vino a ellos, no les fue dada la gracia de creer en Él, gracia que en cambio nos ha sido
otorgada a nosotros, los que no éramos "hijos de la promesa", sino "paganos"? Pablo no
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duda en atribuirlo a la libertad suprema de Dios, "que hace misericordia al que le parece
y endurece al que quiere" (Rom 9,18). ¿Deberemos retroceder a los días sombríos del
predestinacionismo?...
Creo que hallaremos la razón de este modo de obrar divino si encontramos el porqué de
esa otra extraña conducta de Dios: el Espíritu es necesario para acoger a Dios y sin
embargo Dios se manifiesta a Israel dos mil años antes del don plenario del Espíritu. La
Escritura atestigua claramente una especie de "fracaso" del plan de Dios: como si lo que
Dios hubiera realizado en primer lugar no fuera sino un "ensayo" de llamada al hombre,
puesto que se había dado cuenta que ésta no era realmente posible si no le otorgaba un
corazón nuevo y un Espíritu nuevo (Je 31,31; Ez 36,22-32).
¿Por qué Dios intima sus mandatos -la Ley, en terminología paulina- antes de que el
hombre pueda cumplirlos? San Pablo declara (Rom 7,7-13) que en esta situación poseer
la Ley no mejora la condición de Israel, ni del hombre; al contrario, pone al desnudo la
discordancia original que existe entre los hombres pecadores y las exigencias del Dios
Santo.
Antes de la Ley, el hombre no se daba cuenta de su pecado, pero una vez promulgada,
ve la justicia de su exigencia y su impotencia para cumplirla. En este sentido san Pablo
la llama "ministerio de la muerte" (2 Cor 3,7), porque carga la maldición sobre los que
no la cumplen (Dt 27,26) y ve que nunca se puede escapar a ella.
Los profetas cumplen idéntica misión: presentar con heroísmo los pecados del pueblo
contra Yahvé. El pueblo les odia, porque quiere defender "su justicia" ante Dios.
El juicio la misericordia
El hombre es de tal forma indigno de la gracia, que no la puede recibir si piensa tener
algún derecho a la misma. Y esto no por un celoso capricho de Dios, sino porque el don
de la participación en la propia vida divina, que nos hace hijos y herederos de su gloria,
supera toda medida humana, todo esfuerzo y exigencia; sólo se alcanza por la fe y el
Espíritu: "Esto no depende del que quiere o del que corre, sino de Dios que hace
misericordia" (Rom 9,16).
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El pecado de los judíos consistió precisamente en esto: creer que eran "justos" ante Dios
por su observancia de la Ley. Y, como vimos, la Ley no tiene otra misión que mostrar a
la humanidad su incapacidad para elevarse a Dios. Esta misma observancia se convierte
en su piedra de escándalo: "desconociendo la justicia (gratuita) de Dios y buscando
establecer la propia (por la práctica de la Ley), han rehusado someterse a la justicia de
Dios" (Rom 10,3).
Los judíos imaginaron a Dios como un juez humano que sólo constata los méritos de
cada uno. En este caso todos deberíamos ser condenados, porque todo hombre es
pecador (Rom 3,19). Pero Dios no es sólo justo sino justificante. Su justicia es creadora,
crea la justicia en los que creen en ella (Rom 3,24-26). La justicia cristiana no es una
observancia sino una creación nueva, una transformación interior y profunda del
corazón, el don de un corazón nuevo y un Espíritu nuevo que hacen al hombre hijo de
Dios.
El Evangelio de Juan muestra que también la venida de Cristo ha sido primero juicio
antes que salvación. Aparentemente, sacerdotes, levitas, fariseos, en una palabra los
judíos juzgan a Cristo; y le defienden Juan Bta., la Escritura, Moisés, sus "obras" y el
Padre. Pero pronto es Cristo mismo quien juzga y muestra su radical incompatibilidad
con los judíos que representan el "mundo", porque son "hijos del diablo". Por- esto no le
comprenden. 0 de otra forma, la oposición radical se expresa así: "Vosotros sois de
abajo, yo de lo alto" (8,23). Esta diferencia de origen ganará en profundidad a lo largo
de su vida en la tierra. Por esto el hombre es incapaz de oír la voz de Dios sin una gracia
particular: "Nadie puede venir a mí si el Padre no le llama" (6,37-40).
Como en Pablo, vemos que no hay denominador común entre Dios y el hombre. Nadie
se justifica por sus obras. Juan nos dice que es preciso un nuevo nacimiento, recibir el
Espíritu, transformarse en un ser "espiritual" a semejanza de Dios.
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De todo lo dicho hay que retener que la condena de Cristo no es una falta ocasional o
accidental de los judíos, sino el desarrollo del plan de salvación universal. Cristo mismo
lo dice: "Nadie me quita la vida, yo mismo la entrego voluntariamente" (10,18). No es
que Dios haya querido el pecado de los judíos pero, ciertamente, la muerte de Cristo
formaba parte del gran plan de Dios. Era preciso que Cristo padeciera para entrar en su
gloria. Se trataba de una necesidad teológica intrínseca y esencial, y Pedro, que quiere
huirla, no acomodándose al plan de Dios, es llamado Satanás. Por esto carece de sentido
preguntar qué hubiera pasado si los judíos no hubiesen crucificado a Cristo.
A pesar de esta separación, existe entre ambas un lazo vital. La Iglesia sabe que recibió
gratuitamente la herencia de Israel. Y sabe que Israel sigue teniendo derecho a la
promesa, porque el juramento de Dios no lo impiden los pecados humanos. Entre Israel
y la Iglesia existe una conexión orgánica, como entre la madre y él hijo. La Iglesia no
puede recoger la herencia de Israel si no se sabe carne de su carne.
Convendría recordar que todos los hombres -judíos y cristianos- somos pecadores,
perdonados gratuitamente; los cristianos no tenemos título privilegiado a la gracia.Dios
podría haber preferido la salvación del pueblo que fue privilegiado durante milenios.
Nos parece que el principio del diálogo con el pueblo judío debe fundarse en la
aceptación leal de la corresponsabilidad de la Iglesia ante la cruz como se ha confesado
la culpa con los hermanos separa(los... Sentados todos en el banquillo de los acusados,
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estaremos preparados a aceptar la Gracia de Cristo que se nos dio cuando éramos
pecadores (Rom 5,10) y que es capaz de borrar los pecados de todos.
Con corazón de pobre, la Iglesia podrá reconocer las enormes riquezas de Israel, su
larga experiencia religiosa y especialmente la del AT. El pueblo judío puede ayudar a la
Iglesia a comprender profundamente la teología del AT y penetrar así más hondamente
el plan de Dios, porque sólo desde el Antiguo Testamento se puede captar plenamente la
revelación.
Hay un punto, en esta teología veterotestamentaria, que puede ser base de una fecunda
amistad y unidad: la espera mesiánica. Israel espera la venida del Mesías. Quizá la
pregunta de Teilhard: "Cristianos, encargados después de Israel de guardar siempre viva
en la tierra la llama del deseo, sólo veinte siglos después de la Ascensión ¿qué hemos
hecho de la espera?", nos recordará este aspecto muy olvidado y tan presente en la
Iglesia primitiva.
Edmond Fleg, en la carta al P. Daniélou, formula la llamada que la Iglesia debería hacer
suya: "Inclinémonos, pues, unos y otros, ante el misterio de esta doble vía divina. Cada
uno según las luces que se le dieron, pero sin pretender extinguirlas o confundírnoslas,
esperemos juntos, trabajemos juntos para la venida, segunda o primera, de este Mesías
cuya llegada nos iluminará a unos y a otros, y cuya misma espera, en este mundo en que
reinan aún las tinieblas, puede acercarnos y debe ya unirnos".