Por F.A. Harper. (Publicado el 6 de enero de 2012)
Traducido del inglés. El artículo original se encuentra aquí: http://mises.org/daily/5706. [On Freedom and Free Enterprise (1956)] * Traducido por Carmen Leal.
Cuando me fue solicitada la contribución con un ensayo al Festschrift del Profesor
Mises, al principio me sentí inclinado a mojar la pluma en el tintero de la humildad y luego abandonarla. ¿En cuál de los campos de la economía había fallado el Profesor Mises al escribir con una superioridad mayor que la que cualquiera pudiese ofrecer? Así pues, le dejaba a él el honor. De manera que confío en que los amigos de tan grande y paciente maestro tolerarán las imperfecciones de un ensayo que se hace con el espíritu de una ofrenda. El mayor renombre del Profesor Mises es como economista. Pero para mí es más una persona benévola que un economista. Su benevolencia no es de la que está de moda, que obsequia delicias económicas que desbordan de un caldero lleno del botín socialista obtenido por robo. La suya ni siquiera es material, sino que, por el contrario, se encuentra en la inspiración de su mente y su espíritu. En mi opinión, no hay mayor generosidad que esta, ya que perdura más allá de toda forma material de benevolencia. De todos modos, en este ensayo me ocuparé de un aspecto de la caridad económica que es inferior a la caridad de la mente y el espíritu. Las personas gastan grandes sumas intentando hacer el bien con limosnas económicas que, me parece, están abiertas a serio cuestionamiento. En su apremio por el hacer el bien y tumbarse al brillo de la gloria inmediata como proveedores de limosnas, se vuelven exageradamente derrochadores de los medios de la benevolencia. Hasta los métodos que usan se verían como malevolentes, me parece, si se miraran a través de la prueba de otras alternativas en una perspectiva mayor de la ciencia económica. Este pensamiento es el que me gustaría abordar aquí, en honor del profesor Mises. Un filósofo del Talmud nos ofrece un aforismo: La más noble de las caridades es impedir a un hombre el aceptar la caridad, y las mejores limosnas consisten en enseñar y preparar al hombre a evitar las limosnas[1] ¡Cuán profunda es esta observación! Debería ser tenida en cuenta constantemente a medida que avanzamos a tientas en nuestros esfuerzos por hacer el bien a otros. La mayor caridad de todas, a la luz de este aforismo, sería el ayudar a una persona a hacerse completamente autónomo dentro de las limitaciones de la naturaleza, y por tanto, a ser totalmente libre. Los asuntos no materiales y no económicos de la mente y el espíritu son los medios supremos para este fin, de esta manera abarcan la más grande de las caridades. El alimento, la vestimenta y el alojamiento serían insignificantes si se comparan con éstos de cara a fomentar el progreso humano. Las mayores ayudas a la autosuficiencia son de carácter educativo, hablando ampliamente se trata de las herramientas para alcanzar el eterno embrión de la verdad. La raíz del progreso es un sincero amor hacia la verdad per se. La devoción abstracta a la verdad debería sobrepasar el amor por cualquiera de las creencias específicas que se tengan en cualquier momento, siempre y cuando se vaya a seguir la persecución de la verdad en vez de atascarse en el dogmatismo anquilosado. Entonces, es cuando los brotes tentativos pueden surgir de dichas raíces en forma de “verdades” específicas —dicho de una forma más certera: simples creencias— por más que puedan parecer débiles y erróneos en algún momento. Entre estos brotes nacientes se encontrarán algunos sanos y capaces de producir los frutos económicos y otros gozos pasajeros de nuestro vivir cotidiano. Reconocidas debidamente las cuestiones de la mente y el espíritu como las más grandes de las caridades, el presente ensayo explorará un aspecto de la caridad económica. De ahora en adelante, cuando emplee la palabra “caridad” me estaré refiriendo a una de las definiciones que proporciona el Diccionario Oxford: — benevolencia material, a veces denominada limosna o munificencia o filantropía.[2] La costumbre social de nuestra época consiste en el intento de hacer bien a otros por medio de una aturdida profusión de traspasos económicos. Otros tiempos estaban menos afectados por esto, por el simple motivo de que no se podía desperdiciar tanto como nosotros. Entonces, la mera supervivencia del individuo y de la familia concentraba casi todos los esfuerzos. Los empeños humanitarios que son característicos de nuestros días son a menudo, en mi opinión, inútiles en cuanto al objetivo al que se encaminan. De hecho, pueden incluso ser dañinos para el receptor al hacerle menos autosuficiente que antes. De acuerdo con la definición talmúdica de la más noble de las caridades, cualquier cosa que reduzca la autonomía es caridad negativa. Creo que se le puede dar otro uso a esta vasta cantidad de tiempo y energía, con lo cual se apoyaría una caridad positiva, fructífera más allá de los fervientes sueños de la mayoría de las personas. La noción que prevalece es que tal uso es completamente egoísta. Pero su aspecto como caridad puede comprobarse si lo contraponemos, paso a paso, a ciertos requisitos de la verdadera caridad. La naturaleza de la caridad La caridad económica tiene tres características: 1. Requiere que se transfiera la propiedad de una persona a otra de algo que tiene valor económico. El receptor deberá tomarlo plenamente, o no será caridad. El donante debe poseerlo libremente, o la donación no será más que un regalo de propiedad robada —lo cual no es un acto de caridad. Se requiere, pues, la propiedad privada en ambos extremos de la transacción —nunca la propiedad pública. 2. La transferencia debe ser voluntaria para ambas partes. Si es forzada contra los deseos del receptor, entonces no es caridad. Si se toma contra el deseo del auténtico propietario, es más bien un robo que un acto de caridad. 3. La verdadera beneficencia requiere el anonimato. Es cierto que tal cosa es difícil de alcanzar, pero si las condiciones de la transferencia producen alguna forma o grado de obligación personal, entonces se trata de una concesión de crédito y no de un acto benéfico. Los artificios que sustituyen el anonimato normalmente fracasan cuando se trata de impedir la creación de una obligación personal. Es una tentación poner en la lista como cuarto requisito que lo donado sea benéfico a largo plazo para el receptor. Este aspecto es importante, pero compete a la sensatez de la donación, no a su condición de benéfica. El tercer requisito de la caridad —el anonimato— se encuentra en armonía con el consejo bíblico de que quien ofrece limosnas no debe ir anunciándolo con una trompeta, como hacen los hipócritas.[3] Si el acto está motivado por la vanidad, no es caridad, sino simplemente un bálsamo para el ego del donante. Si éste espera un reembolso de alguna forma o grado que no sea la altruista satisfacción personal, entonces se trata de otra cosa diferente a la caridad. Estos son los requisitos estrictos de la verdadera caridad y la mayoría de las actividades “benéficas” no llegarían a cumplirlos. La esclavitud a través de la “beneficencia” Desafortunadamente, el propósito común de los actos de “beneficencia” es el de tentar a alguien a quedar obligado al donante. La forma en que funciona es ésta: bajo el disfraz de un regalo o un favor personal, se asume un quid pro quo no explícito. “Hoy por ti, mañana por mí”. Quizá se trate de algún negocio favorable en la amplia cancha que un mercado que no es libre proporciona al trasiego de privilegios especiales. Tales actos obligan al receptor a entregar por adelantado una cantidad que no ha sido acordada. No existe un quid pro quo específico, como con un préstamo o como en el comercio abierto. Así, el acto de “caridad” realmente se convierte en una deuda que nunca podrá ser devuelta con precisión, pues la cantidad a reembolsar no se conoce por ambas partes por un acuerdo anticipado. El intento de devolver tales obligaciones casi nunca satisface a ambas partes. Una obligación residual de una forma u otra queda suspendida en la irresolución para siempre. Este es el motivo por el que se requiere el anonimato si se desea evitar tan peligroso efecto. El crédito debe ser correctamente llamado crédito y el comercio llamarse comercio. El proceso que acabamos de describir es el medio por el que una persona queda obligada permanentemente a otra. En realidad, se trata de una forma moderada de esclavitud. Plutarco parecía tener esto en mente cuando dijo “El verdadero destructor de la Libertad de cualquier pueblo es el que esparce entre ellos botines, donativos y obsequios”. Otros comentarios de Plutarco dejan diáfanamente claro que no se oponía a la auténtica beneficencia, sino que se oponía al simulacro de caridad que alimenta la vanidad del donante y esclaviza al que la recibe. Las fábulas de Esopo —posiblemente escritas por un esclavo sabio que había observado astutamente estos procesos— señalaban repetidamente los peligros de la esclavitud disfrazada de beneficencia. La falsa caridad destruye la seguridad. Una vez que uno se permite a sí mismo el estar permanentemente obligado a otro por deudas que nunca podrán ser reparadas, el receptor pierde su autonomía y se vuelve inseguro. Como expresó Santo Tomás de Aquino: “No existe seguridad para nosotros cuando dependemos del deseo de otro hombre”.[4] De la misma forma en que una persona se deja esclavizar por otro por medio de una deuda que no puede ser solventada, las personas de una comunidad pueden ser esclavizadas por el propio grupo. El socialismo nacional es una forma común, en la cual el estado se convierte en el dispensador del botín que ha sido tomado por la fuerza. Los receptores pierden su autonomía en el proceso, y sienten sus vidas endeudadas para siempre con el colectivo. Así es como se hacen esclavos. No tenemos espacio aquí para trazar el linaje ideológico de la esclavitud en masa que se produce de esta manera, pero la influencia de Rousseau y de Marx debe ser mencionada a este respecto.[5] Aunque Rousseau pedía una “vuelta a la naturaleza” en la educación en su Emilio, no confiaba en la autonomía natural en los asuntos económicos y sociales. Así, en su Contrato Social recogió el culto de Platón a la dependencia del estado y de esta forma se convirtió en —según Janet— el indudable fundador del comunismo moderno.[6] Luego, Marx se basaría en el mismo concepto cuando dijo que el ser humano era un mero agregado de relaciones sociales y que es responsable de su propia existencia ante la sociedad. Pues si uno debe su propia existencia a la sociedad porque su vida depende de la colectividad, entonces uno debe servidumbre al estado o a cualquier otro colectivo dentro de la sociedad. Así es como personajes como Rousseau o Marx, con sus programas de dependencia social masiva y “beneficencia” socializada han ayudado a colectivizar a las masas humanas en la dependencia, la inseguridad y la esclavitud. La esclavitud ya sea de forma personal o colectiva, no se produciría si la caridad se mantuviera en su forma pura, es decir, proporcionando el libre intercambio y los contratos voluntarios de préstamo entre personas. Formas comunes de actividad benéfica De las varias formas de beneficencia económica que comúnmente nos permitimos, la más sencilla sería algo así como pagarle a un mendigo una taza de café o darle unos céntimos para eso. La mayoría de la colosal cantidad de actividades que hoy día llevan el nombre de caridad es de ese tipo, en el cual la intención del donante es la de proveer algo para el consumo directo o para la ayuda a un receptor indigente. Sin embargo, pocas donaciones son directas del donante al que lo necesita —a menudo, el que sufre algún achaque físico o ha sido víctima de la destrucción producida por la “acción de Dios”. La mayor parte se entrega a organizaciones que actúan como intermediarias. Si se contabilizaran las peticiones de todo tipo durante un año, sería evidente lo numerosas que son las formas de solicitar asistencia benéfica. Todavía se ven algunos solicitantes en las esquinas, con sus platillos. Pero la mayor parte de las peticiones surgen de los enmarañados propósitos que se organizan para obtener a duras penas fondos de posibles donantes, frecuentemente por medio de la ayuda de profesionales de la recaudación de fondos. A veces, se reclutan vecinos bienintencionados como solicitantes voluntarios para ir de puerta en puerta y la donación es —en muchos casos— poco más que el coste de alejar pacíficamente a un intruso que tiene buenas intenciones. Si dudamos de que mucho de esto sea caridad —al menos, de que sea la forma más inteligente de caridad— no es que dudemos del derecho de cualquiera a apoyar voluntariamente cualquier cosa con sus propios medios. Simplemente, nos cuestionamos su sentido y sugerimos alternativas mejores. Su lustre de autosatisfacción por encima de la donación de la manera habitual no es mayor certeza de su prudencia que la de cualquier otro acto desorientado, pero con buenas intenciones. Las herramientas como forma de beneficencia Me parece que tanto los hechos como la lógica sostienen el punto de vista de que los ahorros invertidos en herramientas de producción de propiedad privada equivalen a actos benéficos. Y lo que es más, creo que se trata de la clase de beneficencia económica más grande de todas. Por herramientas de producción económica quiero decir, claro está, cosas con valor de cambio —camiones, fábricas, ferrocarriles, almacenes— que ayudan al esfuerzo humano a producir otros bienes de valor económico. ¿Pueden ser calificados como caridad los ahorros y las inversiones en tales herramientas? ¿Cumplen las tres pruebas que debe tener un acto de beneficencia? La primera prueba es determinar si ha existido una transferencia de bienes privados que tienen valor económico. Es cierto que cuando se ahorra e invierte en herramientas que se van a usar en la producción, aunque uno conserva la propiedad de la herramienta, la mayor parte de la producción que el utensilio hace posible pasa a otros, como veremos. Por ello el primer requisito de un acto caritativo parece cumplirse como consecuencia del ahorro y la inversión en herramientas. Es este rasgo de la creación de capital privado el que constituye su aspecto benéfico. La segunda prueba de la caridad es que la transferencia de beneficio económico sea voluntaria. ¿Robó alguien algo? ¿Se coaccionó a alguien? En tanto las herramientas sean propiedad privada y su uso se realice en un mercado libre, el proceso ha de ser voluntario para todos los que sean concernidos. De lo contrario, la propiedad estatal de las herramientas o su control, como es común en Rusia, viola este requisito. La tercera prueba de la caridad es el anonimato. El aspecto benéfico de los ahorros y las herramientas surge de la producción extra que, como consecuencia, fluye de ellos y que redunda en mayor grado a otros que al que ahorró e invirtió en la herramienta —es decir: a otros que no son el propietario de la herramienta. Es anónimo, porque los beneficiarios no conocen su fuente. La mayoría de ellos ni siquiera saben que se están beneficiando de ello. Y no lo saben porque han sido víctimas de saturación con la teoría de la plusvalía. Incluso creen que ellos mismos son víctimas de esos capitalistas dueños de las herramientas que están usando. Se puede probar por la propia experiencia el anonimato de la beneficencia que fluye de los ahorros e inversiones en herramientas. Si se hace una lista con los bienes económicos que uno consume o disfruta cada día, para intentar denominar específicamente en cada instancia a las personas cuyos ahorros e inversiones lo hicieron posible, me atrevo a decir que la mayoría de nosotros no podrían nombrar ni a uno solo que fuera responsable de cada bien que usamos y disfrutamos. Esto ilustra el anonimato de los millones de personas desconocidas que son responsables de las cosas de las que disfrutamos. Así que los ahorros y las herramientas de producción cumplen las tres pruebas de la beneficencia, y por tanto se pueden calificar como caridad. ¿Cuántas de las cosas que normalmente llamamos “beneficencia” pueden ser calificadas como tal a través de estas tres pruebas? El poder productivo de las herramientas Una gran parte del alto nivel de vida del que disfrutamos en Estados Unidos surge del uso de herramientas. El ciudadano medio de los Estados Unidos tiene disponible para consumir más de diez veces lo que tienen las personas en la mitad menos próspera del mundo. La razón de su pobreza es la falta de ahorro que se haya invertido en herramientas de producción. A lo largo de toda su historia han acumulado muy poco más que las herramientas más sencillas y primitivas, como los arados o las azadas. El mayor trabajo no es la razón por la que podemos disfrutar de diez veces más bienestar económico que ellos. Las personas en los Estados Unidos no trabajan más, ni más duro, que la mitad más pobre de la población mundial. Aunque incluyéramos el trabajo intelectual junto con el puro esfuerzo muscular, ya que ambos contribuyen a los obtener beneficios, dudo de que nosotros trabajemos más en su conjunto. Tampoco la inteligencia innata sirve para explicar la diferencia. Probablemente no tenemos más tanto por ciento de genios entre la población del que tienen ellos. Si careciéramos de nuestra acumulación de herramientas, nuestros resultados por trabajador quizá serían hasta más bajos que los de la mitad más pobre del mundo en el momento presente, pues incluso su producción está considerablemente ayudada por sus sencillas herramientas. Una comparación de sus beneficios con los nuestros sugiere que si nosotros no tuviéramos ningún tipo de herramientas, nuestro balance se reduciría quizá en un veinteavo de lo que es ahora. Para decirlo de otra manera: quizá el 95% de nuestro saldo actual en los Estados Unidos es posible gracias a la presencia de nuestras herramientas. Estas herramientas se tienen porque en el pasado algunas personas inteligentes ahorraron e invirtieron en ellas. ¿Quién obtiene el rendimiento que dan las herramientas? La siguiente pregunta es ¿quién obtiene este gran incremento en la producción? La evidencia nos indica que una gran parte de ella revierte en otros que no son los que hicieron el ahorro y que poseen la propiedad de las herramientas. Mayoritariamente, va a los que usan tales herramientas. Se ha estimado que solamente en torno a un 15% de la renta nacional de los Estados Unidos recae en forma de ingresos entre los propietarios del capital.[7] Esta es la cantidad total de dividendos, intereses, alquileres, cánones y sus equivalentes de los negocios privados. El otro 85% de la renta nacional es lo que se paga por el trabajo, que se diferencia de lo que se paga a los propietarios por los ahorros que han invertido en herramientas. Esta cifra por trabajo incluye los sueldos pagados a los empleados tanto como su equivalente a los autónomos. La pregunta que surge entonces es cómo tan pequeña proporción del producto se dirige al capital, cuando el capital es tan altamente productivo. Si asumiéramos que los que ahorran e invierten en herramientas tienen derecho a la totalidad del aumento de saldo que proviene del uso de dichas herramientas como ayuda al trabajo manual, por lo que ya hemos visto que en justicia habría que hacer una división del 95% para los propietarios y el 5% para los usuarios. Y así, podemos resumir: A los propietarios de la A los usuarios de la Total herramienta herramienta Si el incremento de producción completo se 95 5 100 dirigiera a los propietarios División real actualmente 15 85 100 en los Estados Unidos División de acuerdo con la teoría marxista de la 0 100 100 plusvalía Si presumimos que estas cifras son acertadas, hemos de concluir que el ahorrador— inversor está recibiendo menos de un sexto de la ganancia que su ahorro e inversión han hecho posible —recibe el 15 del 95 producido. Los otros 5/6 del aumento van a parar a los usuarios de las herramientas, incrementando su ganancia diecisiete veces —del 5 producido reciben el 85. Una persona tiene suerte si le ha tocado vivir en los Estados Unidos, donde puede compartir directamente el botín de lo que producen las herramientas. Al haber nacido aquí, está capacitado para trabajar con herramientas que se pueden usar porque otros han ahorrado en el pasado. Sus ganancias por el trabajo serán, como hemos visto en esas cifras, aumentadas 17 veces (85 contra 5) a causa de esas herramientas. Si hubiera nacido donde no se han acumulado ningún tipo de herramientas pero hubiera que trabajar tanto o más que en los Estados Unidos, alcanzaría solamente 1/17 por su trabajo. Es este botín de los usuarios de herramientas lo que yo llamo la más grande de las caridades económicas. Revisión de la teoría de la plusvalía Estos hechos son significantes a la hora de estimar la teoría de Marx sobre la plusvalía. Marx dijo que el 15% que obtienen los dueños de las herramientas es un valor sobreañadido porque el usuario de la herramienta —de acuerdo con él— se merece el 100%. Es debido al poder productivo de las herramientas como ayudas al esfuerzo manual de lo que se deriva algo parecido a una plusvalía. Esta plusvalía, como se ha indicado, hace subir la producción de los Estados Unidos desde un nivel de 5 a un nivel de 100. Así que un contraargumento al de Marx sería que el incremento completo del 95 (100 menos 5) —la cantidad total de la plusvalía creada por las herramientas— debería recaer en quien ha creado, mediante sus ahorros, las herramientas. Pero ¿quién es el que realmente consigue este excedente de 95? El dueño obtiene el 15 y el usuario el 80. ¡No es un mal negocio para el usuario! Una teoría de la plusvalía de una clase bien distinta surge cada vez que se produce un intercambio voluntario en un mercado libre. Si un granjero cambia un saco de grano por una camisa, es porque el granjero prefiere la camisa al grano y el mercader prefiere el grano a la camisa. El comercio crea un excedente para cada participante, pero las cantidades de plusvalía que se crean así no están sujetas a medida por medio de cualquier artificio que podemos conocer o imaginar ahora. Están compensando en un sentido, pero no necesariamente en una cantidad, porque la cantidad es un asunto que se valora de forma absolutamente subjetiva. Ya que se desconoce la cantidad por ambas partes, que seguramente ni siquiera piensan en esos términos, no se crea un sentido de obligación residual. De todos modos, el centro de esta discusión es el valor como beneficencia económica de la plusvalía creada por las herramientas. Así que el fenómeno de la plusvalía creada por un intercambio no será examinado aquí con mayor profundidad. En una economía libre el proceso de decidir cómo se reparte la plusvalía generada por el uso de las herramientas ocurre en el mercado libre. Debemos aceptar que el precepto de la propiedad privada y el intercambio libre ya han decidido este reparto, sea cual sea la respuesta. Pero la respuesta que se dé en el mercado libre revela que los capitalistas privados —los “dueños egoístas”, como a menudo son llamados los que ahorran e invierten— son realmente quienes mayor beneficencia hacen. También es interesante comprobar la magnitud de la beneficencia que procede del capital privado en relación con las contribuciones aportadas por “actividades religiosas y de asistencia social”. Alrededor de 2.000 millones de dólares se entregan en Estados Unidos a actividades religiosas y de asistencia cada año. Esto es menos que un 1% de la cantidad de beneficencia que los usuarios de herramientas reciben como sueldo, de acuerdo a este concepto, en la misma cantidad de tiempo. Pan contra grano No menospreciaré, desde luego, el que se dé pan a una persona hambrienta que lo necesite. Tampoco lo haré de cualquier otro esfuerzo de naturaleza benéfica que lleven a cabo las agencias dirigidas a buscar fondos y materiales para personas necesitadas, siempre y cuando lo ofrezcan voluntariamente y con sus propios medios. Pero enfatizaré con todas mis fuerzas que la urgencia de la grave situación de los necesitados puede oscurecer las posibilidades de que uno ejerza la mayor de todas las beneficencias. Los que se benefician de la bondad que fluye de la creación de herramientas son personas que están realizando trabajos productivos. Esto es un excelente reclamo para su valía porque como dijo Samuel Johnson “Se está más seguro de que uno hace bien cuando paga su dinero a quienes trabajan, como recompensa por su labor, que cuando se entrega dinero simplemente por caridad”.[8] Si nos detuviéramos a contemplar con una perspectiva más amplia las consecuencias de algunos de nuestros habituales actos de presunta beneficencia, veríamos cuan cortos de miras son. Quizá veríamos con ciertas objeciones incluso la donación de grano a una persona hambrienta, si el mismo grano podría servir como semilla para una cosecha que alimentaría luego a 20 personas. Los ahorros, cuando se usan inteligentemente por un emprendedor privado para producir herramientas como capital—riesgo son como semillas económicas de una forma parecida. Su uso como semilla se convierte en un acto benéfico con una mayor influencia. Pero su creación requiere paciencia y restricción de las demandas de consumo inmediato hasta que las herramientas se creen. Uno debe tener anticipación y suficiente perspicacia económica para ver más allá de la tremendamente compleja y tentadora necesidad de consumo actual. Cuando un vecino llama a su puerta para pedir una contribución a alguna obra de beneficencia, puede parecer egoísta el preguntarse si quizá no se haría un mayor bien comprando en vez de eso participaciones en acciones de inversión. Sin embargo, merece la pena considerar esta alternativa, sobre todo si se tiene en mente la perspectiva de la beneficencia. Se han establecido muchas fundaciones para llevar a cabo beneficencia con los bienes acumulados por el uso de herramientas en momentos anteriores. Puede parecer una idea nueva el sugerir que una mayor beneficencia se habría obtenido si se reinvirtieran tales fondos en nuevas herramientas en vez de ser usados para actos benéficos de consumición directa. El uso de fondos de organizaciones con el propósito de la investigación y el descubrimiento es desde luego otra cuestión, puesto que se trata de la creación de una clase de herramienta y, por tanto, altamente benéficos en sus efectos. El único punto que quiero señalar por encima de los demás es que mientras un trozo de pan puede salvar a una persona del hambre por un tiempo breve, la creación y el uso de herramientas es el único medio efectivo por el que la gente puede ser completamente extraída del pantano de la pobreza y puesta en la base sólida de la abundancia sostenida. No se puede curar a todos los enfermos, aliviar a todos los pobres, reconfortar a todos los que sufren ni hacer de padre de todos los que no lo tienen. Y así, es importante que los esfuerzos de uno por hacer el bien se empleen donde darán el mayor fruto durante la mayor cantidad de tiempo —incluso una vez que uno ha desaparecido y sus propios esfuerzos directos hayan cesado. El factor del incentivo Debe existir algún incentivo si hay que ahorrar e invertir en herramientas. Esto se lleva a cabo mejor mediante la propiedad privada. Dada la naturaleza humana, la perspectiva de algún tipo de compensación bajo propiedad privada sobrepasa a todos los demás incentivos. La zanahoria hace avanzar al asno mejor que el látigo. La etiqueta de “caridad” puesta sobre algo que tiene como motivo cualquier clase de ganancia personal será cuestionada por muchos. Dirán que, a menos que se entregue el cien por cien, nada es verdaderamente caridad. Pero propongo algunas preguntas en torno a esta respuesta: ¿Niega que sea caridad el hecho de que una persona done solamente el 10% de su renta anual, no el 100%? ¿Niega el que sea caridad el que una agencia benéfica use parte de sus ganancias para gastos de organización? Aquél que quisiera servir a sus semejantes por medio de la beneficencia, haría mejor en ahorrar e invertir en herramientas. Aunque se pueda beneficiar un poco en el proceso, está de forma inevitable y anónimamente beneficiando a otros muchísimo más. El que quiera ser completamente auto—sacrificado en este asunto, es libre de abstenerse de cualquier beneficio personal en el consumo, si quiere. Puede hacerlo mediante la reinversión de sus beneficios en más herramientas. Puede usar una pequeña parte del producto de las herramientas que el mercado libre le proporciona en forma de beneficios para el propietario para extender esta grandísima caridad, sobrepasando toda ganancia personal más allá de su propio derecho en beneficio de las herramientas que ayudarán a otros por completo. Derrotando el propio objetivo del comunismo. ¿Tiene el socialismo—comunismo algo que ofrecer que se pueda comprar a esto? ¿Pueden sus propuestas beneficiar a la humanidad de alguna forma parecida, aunque el capitalista consiguiera apenas un poco para sí mismo? ¿Tienen para ofrecer al bien común cualquiera de esos beneficios en un despliegue de progreso que recompensen a sus hijos y a los hijos de sus hijos de una forma permanente? No. Un régimen socialista—comunista, en vez de ser auténticamente benéfico, acaba con la mayor caridad de todas. Impuestos para el “bienestar público” matan a la gallina de los huevos de oro de la caridad. A medida que los impuestos se incrementan, la oportunidad de una recompensa desaparece y se desaniman el ahorro y el emprendimiento. Según se aminora las recompensas, los jugadores se salen del juego. Las esperanzas que se pusieron en una abundancia benéfica se vuelven pobreza apoyada por medidas legales y de policía. Existe siempre el peligro de que cuando alguien capte la idea del poder productivo de las herramientas, propondrá que se confisquen fondos de los ciudadanos privados para construir más herramientas. Pero esto niega el proceso mismo de la beneficencia. Una persona no será verdaderamente caritativa con fondos que ha robado a otra, ni tampoco las colectas de la iglesia pueden aumentarse haciendo que los feligreses metan unos la mano en la cartera de los otros cada domingo. Si lo intentaran, esta fuente se secaría porque los asistentes aprenderían a llevar los bolsillos vacíos o a quedarse fuera de la iglesia. La verdadera beneficencia debe mantenerse puramente privada mejor que ser pública y socializada. Debe ser voluntaria. Esta es la naturaleza de la mayor caridad de todas: que los ahorros sea invertidos en herramientas de producción privadas. Conclusión Este ensayo ha intentado poner el foco en el conflicto entre dos puntos de vista hacia la beneficencia económica y proponer una base para escoger entre las dos. Una analogía puede ilustrar la diferencia. De acuerdo con uno de los puntos de vista, se defiende que el compartir un pedazo de pan es caridad. El otro punto de vista aboga porque la mayor caridad económica son los ahorros y las herramientas de producción de un mayor número de panes. Los dos puntos de vista están en conflicto porque los dos métodos son mutuamente exclusivos ya que absorben el tiempo y los medios en todas las elecciones que se hacen en el día a día. No se puede elegir dos veces. La razón para que haya tal diferencia en los puntos de vista nace de distintos conceptos acerca de la naturaleza del mundo económico. El primero, surge de la creencia de que el total de bienes económicos es una constante. El otro, se construye sobre la creencia de que la expansión de la producción es posible sin límites necesarios. La diferencia entre los dos puntos de vista es como la diferencia entre una perspectiva bidimensional y una tridimensional en cuanto a la producción. La medida bidimensional se fija en cualquier momento en el tiempo, pero la tercera dimensión, y por tanto el tamaño del total, se puede expandir sin límite por medio del ahorro y las herramientas. Si la totalidad de bienes económicos fuera fija, podría parecer humanitario el emplear el tiempo dividiéndolas en porciones y llevándolas acá y allá. Si se asume que el ser humano es egoísta, los métodos voluntarios parecerían inadecuados y se vería como necesario un control centralizado de provisiones y de su distribución —a menos que hubiese alguna seguridad de encontrar seres humanos que no fueran egoístas para que gobernaran. Toda la historia de la humanidad niega el que haya una cantidad fija de bienes económicos. Además, la historia revela que el ahorro y la expansión de las herramientas constituyen el único camino hacia un desarrollo apreciable. Cristo parecía estar diciéndonos esto en la Parábola de los Talentos hace 2.000 años.[9] Si comprendiéramos totalmente lo que significa ese relato, los conceptos acerca de cuál es la mejor forma de beneficencia económica sufrirían un cambio revolucionario. La mayor de las beneficencias económicas es la que permite a las personas hacerse independientes de limosnas y, por tanto, mucho más autónomas y seguras en la libertad. Solamente cuando eso sucede —cuando las personas avanzan desde el borde de la hambruna— queda tiempo para dedicarse a las cuestiones de la mente y el espíritu, lo cual es la caridad suprema.
Floyd Arthur “Baldy” Harper (1905–1973) fue profesor en la Universidad de Cornell y
miembro de la Sociedad Mont Pelerin. Ayudó a crear la Foundation for Economic Education, codirigió el Fondo William Volker y fundó el Institute for Humane Studies. Al morir Harper, Murray Rothbard escribió: “Desde que llegó a la Foundation for Economic Education en 1946 como economista jefe y teórico, Baldy Harper ha sido, en un sentido muy real, el movimiento libertario. Durante todos estos años, este hombre gentil y querido, este maestro sabio y socrático, a sido el cuerpo y alma y centro nervioso de la causa libertaria”. Este artículo se ha extraído de On Freedom and Free Enterprise: Essays in Honor of Ludwig von Mises (1956).
[1] Glosado de Maimónides en su Código de la Ley Hebrea, capítulo X párrafo 7, por
Mary Baker Eddy. [2] Muchos objetarán contra el uso que hago de la palabra “caridad” en conexión con el objeto de mi argumento. Señalarán el antiguo significado de la palabra, que se refiera a la actitud mental del amor fraternal y la compasión. Pero los trabajos estándar acerca del significado de las palabras no revelan que exista ningún sustituto que no tenga la misma dificultad. Todos poseen múltiples significados y se dan como sinónimos unos de otros. De hecho, la palabra “caridad” ha llegado a referirse cada vez más a alguna de las formas de donación de limosnas más que a su anterior significado. Así que decidí aventurarme a utilizar este sentido ya que faltaba otro mejor, esperando que la mayoría de los que lean este ensayo sean suficientemente caritativos como para interpretar lo que quiero e intento decir. [3] Mateo 6:2. [4] Lord Acton, Essays on Freedom and Power, p. 64. [5] Thomas Davidson, Rousseau and Education According to Nature (1898); ver también Leopold Schwarzschild, The Red Prussian, the Life and Legend of Karl Marx (1947). [6] P. Janet, Les Origines du Socialisme Contemporain, (1883), p. 119. [7] (7) F. A. Harper, The Crisis of the Free Market, 1945, p. 66. [8] James Boswell, The Life of Samuel Johnson, Charles E. Lauriat Company, Boston, 1925. Vol. II, p. 636. [9] Mateo 25. Published Thu, Jan 19 2012 9:08 PM by euribe Filed under: caridad, F.A. Harper