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Dios y la democracia liberal

Por Carlos Albero Montaner

¿EVOLUCIONISMO o creacionismo? ¿Azar o diseño inteligente? Ésa


es la polémica que vuelve a dividir ácidamente a la intelligentsia. Los
neodarwinianos opinan que no es posible observar las huellas de Dios
en la evolución de los seres vivos. No hay pruebas científicas de su
mano divina. La evolución -postulan- es un proceso biológico amoral.
Los cambios suceden sin que los guíe un criterio ético. Los
creacionistas, en cambio, aseguran que no es posible explicarse la
inmensa complejidad de la vida sin la intervención de un ser superior
que así lo decidiera. Les parece, además, que los seres humanos
tienen un profundo sentido moral que sólo puede explicarse por la
existencia de Dios. Al fin y al cabo, desde que el hombre habitaba en
cavernas, hasta que se asomó al espacio, los historiadores y
antropólogos han censado más de de 100.000 religiones. Se afirma,
incluso, que existe un gen que predispone a los humanos a buscar a
Dios.

En principio, parece un inofensivo debate intelectual en el que se


trenzan y confunden la ciencia y la teología, pero no es cierto. No se
trata de una disparidad académica que se dirime inocentemente en las
aulas universitarias. La controversia afecta a la raíz misma de la
civilización occidental, y a largo plazo puede tener unas tremendas
consecuencias en el plano político. Toda la armazón filosófica y
jurídica sobre la que descansa la democracia liberal se articula en
torno a la existencia de un ser superior del que emanan los «derechos
naturales» que protegen a los individuos frente a la acción del Estado
o frente a la voluntad de otras personas. Si desaparece la premisa de
la existencia de Dios, la hipótesis de la existencia de derechos
naturales queda automáticamente eliminada y se le abre la puerta a
cualquier género de atropellos.

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Se le atribuye al judío Zenón, feo y patizambo, triste y brillante,
fundador del estoicismo en el siglo IV a.C., la primera formulación de
la teoría de los derechos naturales. En la Grecia de su tiempo -Zenón
impartía sus charlas en Atenas- las personas eran sujetos de derecho
por dos vías: la fratría o tribu a la que se pertenecía, o la ciudad en la
que vivía. La «sangre» y el «suelo» eran las bases que determinaban
los derechos que se aplicaban a las personas, normas que en gran
medida siguen vigentes en nuestros días. Pero Zenón y sus
seguidores plantearon algo totalmente novedoso y revolucionario: los
seres humanos, por su carácter único, poseían unos derechos que no
provenían de la etnia o de la ciudad, sino de los dioses. Esos derechos
eran anteriores a la existencia de la tribu y del Estado, así que no
podían ser suprimidos ni por la fratría ni por las autoridades políticas
de la ciudad, puesto que no habían sido otorgados por ellas.

El planteamiento de los estoicos daba pie a una conclusión formidable:


la igualdad esencial entre las personas y la diferencia cualitativa que
las separaba de las demás criaturas. Las personas estaban dotadas
de la capacidad de razonar. Poseían de manera innata la facultad de
obrar con justicia. Podían distinguir la bondad de la maldad, como si
una fuerza sobrenatural les hubiera inclinado la conciencia en la
dirección del juicio ético. No era verdad, como defendía Aristóteles,
que hubiera «esclavos por naturaleza». No era cierta la supuesta
inferioridad de las mujeres o de los extranjeros, entonces llamados
«bárbaros». Por eso, cuando el cristianismo, siglos más tarde, asumió
el legado filosófico de los estoicos, les abrió los brazos a todas las
razas, nacionalidades, clases sociales y a los dos sexos. «Católico»,
precisamente, quiere decir universal.

A fines del siglo XVII el británico John Locke (entre otros) retoma en
sus escritos el argumento de los derechos naturales y echa las bases
de la democracia liberal: ni el Rey ni el Parlamento pueden legislar
contra la libertad, el derecho a la vida y a la propiedad. De Locke
surge el Bill of Rights de los ingleses y los límites a la autoridad real.
Con él se consagran los principios con los que cien años más tarde se
fundan los Estados Unidos y los franceses redactan la Declaración
Universal de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. El silogismo
es impecable: sin la creencia en Dios, no era concebible la existencia
de los derechos naturales; sin los derechos naturales no se sostiene la
idea de la democracia liberal.

2
Así de simple: si no hay derechos naturales, puede ser aceptable
esclavizar a los cautivos, discriminar a las mujeres y execrar a los
extranjeros o a los homosexuales. Basta con que lo decida una fuente
legítima de poder, como la mayoría aritmética, por ejemplo, o un grupo
de sabios insignes y petulantes. El marxismo -otro ejemplo-, que
negaba la existencia de derechos naturales, se sentía autorizado, en
nombre de la clase obrera, para establecer la dictadura del
proletariado, privar de sus bienes a millones de personas y fusilar y
encarcelar a otras tantas por ser despreciables «enemigos de clase».
El nazismo, que tampoco creía en los derechos naturales, exterminó a
seis millones de judíos y a un millón de gitanos y otras minorías
porque no había ningún impedimento moral o filosófico que lo frenara.

Por supuesto, nadie -y mucho menos yo, melancólico agnóstico-


puede asegurar con certeza total que Dios existe. Nadie, tampoco, sin
lugar a dudas, puede asegurar lo contrario. Pero lo que resulta
indiscutible es que si en Occidente existen la libertad y la tolerancia es
porque hemos colocado unos diques capaces de frenar la barbarie: los
derechos naturales. Dinamitarlos es precipitarnos en el abismo.

4 de diciembre de 2005

Tomado de: http://www.firmaspress.com/website/articulos/carlos-


alberto-montaner/dios-y-la-democracia-liberal

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