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Reflexión

Reflexión

Arguedas y Gutiérrez
Los ríos profundos del pobre
Raúl E. Zegarra Medina

Hace quizá un par de años, antes de que yo mismo pudiese conocer a


Gustavo Gutiérrez, un amigo común al teólogo peruano y a mí me con-
tó una anécdota muy reveladora acerca de las relaciones entre José
María Arguedas y el padre de la teología de la liberación. Trato aquí de
reproducir tan bien como puedo aquel encuentro.
Alguna vez, conversando acerca de temas variados, José María le hizo
manifiesto a Gutiérrez su ateísmo y justificó tal ausencia de fe en el
marco de una genuina preocupación por los problemas sociales, algo
que siempre había calado en su corazón. Su filiación comunista, de
hecho, era el reflejo político de su profunda sensibilidad social. En ese
contexto, Gustavo Gutiérrez empezó a hablarle al autor de Agua acer-
ca de un Dios distinto: un Dios liberador, preocupado por el pobre, por
el que sufre, por los marginados de la sociedad, etc. Arguedas le dijo:
“Bueno, Gustavo, de ese Dios yo nunca he sido ateo”.
Quisiera iniciar este breve ensayo aludiendo a este enriquecedor en-
cuentro. No es para nadie secreto que ambos autores, ya casi hacia
el final de la vida de Arguedas, iniciaron una relación que empezaba
a volverse cercana: algunas conversaciones valiosas, menciones mu-
tuas en misivas y textos, etc. Pero había entre ellos un vínculo más
vital, un nexo cuya intensidad forjaba entre ambos una amistad pro-
funda: el anhelo por la liberación del pobre.
Me gustaría, en las líneas que siguen, establecer una pauta de lectura
que permita mostrar que esta noción de liberación está presente en

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ambos intelectuales. Veremos esto en varios niveles, el primero de

Páginas 219. Septiembre, 2010.


ellos se nos muestra a través de la figura literaria del río, empleada
por Arguedas.
Sostiene González Vigil respecto de las connotaciones del título, en su
edición de Los ríos profundos:
“Se apoya en la diferencia geográfica entre la Costa y la Sierra.
En la primera, los ríos del Perú son de cauce superficial, escaso
caudal y, en la mayoría de los casos, tienden a secarse duran-
te varios meses del año. En cambio, en la sierra son de cau-
ce profundo, caudal generoso que, en las partes altas y zonas
de corte de la cordillera, fluyen con fragor de tempestad […]. A
partir de ello, Arguedas connota la profundidad –las sólidas,
ancestrales raíces, matrices de identidad nacional del Perú– de
la cultura andina, en contraposición al carácter sobreimpuesto
–violencia de la dominación, actitud de dependencia de una
metrópolis extranjera, desprecio y marginación de las raíces au-
tóctonas– de la cultura occidental y cosmopolita a espaldas del
legado histórico milenario del Perú”1.
Una cita interesante que nos enlaza muy bien con la fuerza que se
desprende del nombre de una de las más célebres novelas de Argue-
das. La reflexión de nuestro autor atiende, pues, a la marcada escisión
que afecta al Perú. Una ruptura que la referencia a la profundidad del
río serrano rescata con audacia. Aquel río por el cual el torrente fluye
“con fragor de tempestad”. Como sabemos, el contacto del pequeño
Ernesto con la naturaleza se convierte siempre en una experiencia
de liberación. Su remisión a lo más propio, a lo más autóctono, lo
reconecta consigo mismo y le ayuda a escapar de la imposición y la
miseria que invade el contexto de su escuela. Como si la fuerza del
agua que corre por las corrientes del Apurímac fuera capaz de limpiar-
lo, ofrecerle la verdadera pureza. No la de la mortificación subyugante
del cura, sino la redención ofrecida por su contacto con la unidad de
la naturaleza que, añádase, no podría manifestarse más integrada y
permanente que en el eterno fluir de las aguas del río. Aguas que no
sólo lo conectan con el sentido más insondable de la realidad, sino
que lo reintegran a su amor y respeto por los indios de la primera in-
fancia, los de Lucanas, “los que más amó y comprendió”; y, a la vez,
más plenamente, con el indio pobre y aplastado por la codicia, por la
religión, por el dios castigador del cura cómplice.
Gustavo Gutiérrez, hacia inicios de la década del ochenta, escribe un
interesante ensayo sobre Arguedas, ensayo que se reedita en el año

1 Arguedas, J. M. Los ríos profundos. Madrid: Cátedra, 1995. Edición de Ricardo González
Vigil. 53
noventa con algunos añadidos, se trata de Entre las calandrias2. En
él, Gutiérrez desarrolla una sugerente interpretación de Arguedas a
través de dos figuras alegóricas opuestas: la calandria consoladora y
la calandria de fuego. La interpretación no es gratuita, ya que remite
al propio Arguedas:
“Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro
en el Perú y lo que él representa: se cierra el de la calandria
consoladora, del azote; del arrieraje, del oído impotente, de los
fúnebres ‘alzamientos’, del temor a Dios y del predominio de
ese Dios y sus protegidos, sus fabricantes; se abre el de la luz y
la fuerza liberadora invencible del hombre de Vietnam, el de la
calandria de fuego, el del dios liberador” (ZZ, V, 198)3.
De este modo, Gutiérrez interpreta la obra de Arguedas a través de la
tensión entre ambas calandrias. Siempre veremos en José María ese
canto entrecruzado de las dos aves. El ave que susurra al oído pala-
bras de consuelo aletargantes para que la enajenación perdure; y la
calandria valiente e iracunda que con la pureza de la ira más santa se
rebela contra el orden establecido que somete, ella aboga con canto
enfurecido por la liberación de los oprimidos. Sin embargo, no es cosa
de poco interés que no es sólo la calandria la que tiene protagonismo
en estos ciclos que nos narra Arguedas: también Dios permanece. Es
justamente este juego con ambas figuras lo que nos permitirá tender
el puente entre la obra de Arguedas y la teología de la liberación de
Gutiérrez.
No en vano, a la calandria de fuego la acompaña el “dios liberador”.
Ese dios que dirige la mirada sobre “la fraternidad de los miserables”
(TS, IV, 236). Lo que está detrás es la construcción de la identidad na-
cional de un país desgarrado como el nuestro, para ello, “la búsqueda
será siempre la misma: la liberación de, y por, los oprimidos”4. Es por
ello que la obra de Arguedas tiene también un cierto hilo conductor: la
esperanza, la esperanza en un porvenir distinto para el Perú. Un futu-
ro esperanzando del cual su vida y su obra fueron siempre testimonio.
En eso, qué duda cabe, su reflexión se estrecha fuertemente con la de
Gutiérrez. En ese sentido comenta Gutiérrez unas pequeñas líneas de
Arguedas dirigidas en carta a Hugo Blanco en 1969. Un comentario
que, quizá sin quererlo, enlaza de un modo sublime la obra del teólo-
go y la del novelista:

2 Gutiérrez, G. Entre las calandrias. Un ensayo sobre José María Arguedas. Lima: cep, 1990.
3 Arguedas, J. M. Obras completas. Lima: Horizonte, 1983. 5 vol. Cito desde ahora hacien-

54 do referencia a las siglas de la obra, el volumen y el número de página.


4 Gutiérrez, G. Op. Cit. p. 17.
“No teme por eso decir en un texto militante: “quien no sabe
llorar, y más en nuestros tiempos, no sabe del amor, no lo cono-
ce”. El compromiso por la liberación de los oprimidos requiere
claridad de análisis, firmeza de voluntad, valentía de compromi-
so, pero también saber sentir con los otros, hacer nuestros sus
sufrimientos y sus penas”5.
El compromiso esperanzado de ambos, menos lejano de lo que uno
podría pensar, es prueba fehaciente de esa capacidad de sentir con
el otro. Dicho esto, quisiera que veamos cómo Gutiérrez concibe la
noción de liberación en su ya célebre Teología de la liberación. Ello
nos servirá de pauta para establecer nuevos vínculos entre nuestros
autores.
Así, la noción de liberación “expresa, en primer lugar, las aspiracio-
nes de las clases sociales y pueblos oprimidos, y subraya el aspecto
conflictual del proceso económico, social y político que los opone a
las clases opresoras y pueblos opulentos […]. La cuestión del desa-
rrollo encuentra, en efecto, su verdadero lugar en la perspectiva, más
global, más honda y más radical, de la liberación; sólo en ese mar-
co, el desarrollo adquiere su verdadero sentido y halla posibilidades
de plasmación”. Sigue inmediatamente después: “Más en profundi-
dad, concebir la historia como un proceso de liberación de hombres
y mujeres en el que éstos van asumiendo conscientemente su propio
destino, coloca en un contexto dinámico y ensancha el horizonte de
los cambios sociales que se desean [...]. La conquista paulatina de
una libertad real y creadora lleva a una revolución cultural perma-
nente, a la construcción de una persona nueva, hacia una sociedad
cualitativamente diferente. Finalmente, el término desarrollo limita y
obnubila un poco la problemática teológica que se halla presente en
el proceso así designado. […]. En la Biblia, Cristo nos es presentado
como aportándonos la liberación. Cristo salvador libera al ser humano
del pecado, raíz última de toda ruptura de amistad, de toda injusticia
y opresión, y lo hace auténticamente libre, es decir, vivir en comunión
con él, fundamento de toda fraternidad humana”6.
Creo que, al prestar atención a estos pasajes, resulta claro que Ar-
guedas comparte sin mayor problema las dos primeras formulaciones
enunciadas por Gutiérrez. Evidentemente, no sucede lo mismo con
la tercera, ya que remite el sentido de la historia a la figura de Cristo
como fuente de la “auténtica liberación”. En lo que sigue, trataré de
matizar esta aparente distancia radical respecto de la última tesis.

55
5 Ibid. pp. 28-29.
6 Gutiérrez, G. Teología de la liberación. Perspectivas. Lima: CEP, 2005. pp. 113-114.
Mi intención es mostrar que sí es posible conciliar el pensamiento de
ambos autores en relación con este último punto. Ya habíamos dicho
líneas arriba que a la calandria también la acompaña Dios. Habrá que
ver qué puede significar esto a la luz del pensamiento religioso de Ar-
guedas. Procedamos, entonces, a realizar un análisis sucinto acerca
del valor de lo religioso en su obra.
Es interesante notar que Arguedas termina El zorro de arriba y el zo-
rro de abajo con una referencia bíblica, con algunas variantes, de la
primera carta de Pablo a los Corintios, capítulo 13. El texto refiere al
amor como fuente de todo obrar, sin amor ninguna obra cobra auténti-
co sentido. Podríamos decir, más involucrados en la cuestión que nos
ocupa, que sin amor no existe verdadera liberación. Esta referencia al
texto bíblico al final de la obra es interpretada por Forgues7 como un
tránsito importante en el pensamiento de Arguedas, el cual enviaría
así su esperanza al ámbito de lo trascendente y con ello la esperanza
se tornaría en pensamiento trágico. Gutiérrez recusa esta lectura y
reinterpreta el ingreso de este texto bíblico a la luz de su sentido den-
tro del corpus paulino: “el texto significa […] lo substancial del camino
que los cristianos deben seguir en su andar histórico: el amor por Dios
y por el prójimo”8. Lo importante para Gutiérrez es que la alusión al
pasaje parece introducir el tema del amor como clave para el cambio
en la historia. Un amor que es, muchas veces, “odio puro”, como el
fuego de la calandria. Esto es, una vehemencia justificada por el amor
que está detrás, la firmeza de la ira ante el abuso que no es movida
por ningún odio maculado, sino que se purifica en atención a los fines
que lo mueven. Es más bien una suerte de amor que se asemeja al
“fragor de tempestad” del Apurímac, la fuerza del río que revitaliza y
rescata al oprimido.
Este tema del amor liberador es para ambos autores, de modos menos
disímiles de los que uno podría imaginarse, sumamente importante.
La confrontación permanente de Arguedas, a través de sus obras, con
la figura del dios y la religión castigadores se debe sin duda al rol que
éstos cumplen: se trata de las herramientas que sustentan la opre-
sión del indio9. Sobre el particular, el estudio de Rouillón10 nos parece
particularmente interesante. En él nos detendremos brevemente en
lo que sigue.

7 Forgues, R. José María Arguedas del pensamiento dialéctico al pensamiento trágico:


historia de una utopía. Lima: Horizonte, 1989.
8 Gutiérrez, G. Entre las calandrias, Op. cit., pp. 30-31.
9 Aquí, sin duda es evidente la impronta marxista-feuerbachiana de las reflexiones de
Arguedas. Más de un pasaje de las obras de José María parecen un parafraseo de las re-

56 flexiones hechas en torno a la enajenación por ambos autores alemanes.


10 Rouillón, J., “José María Arguedas y la religión”, en Páginas, Vol. 15, 1978, pp. 11-30.
Según Rouillón, hay en Arguedas una visión entristecida de la religión,
en particular del catolicismo. Se ve, pues, a la religión católica como
una confesión no sólo sufriente, sino hacedora de sufrimiento. Con-
tundente es el texto de Los ríos profundos que narra el ingreso de Er-
nesto a la catedral de la ciudad de Cusco y, en ella, la contemplación
de la imagen del Señor de los Temblores:
“Renegrido, padeciendo, el Señor tenía un silencio que no apa-
ciguaba. Hacía sufrir; en la catedral tan vasta, entre las llamas
de las velas y el resplandor del día que llegaba tan atenuado, el
rostro del Cristo creaba sufrimiento, lo extendía a las paredes,
a las bóvedas y columnas. Yo esperaba que de ellas brotaran
lágrimas” (RP, III, 24).
Así, el mismo Cristo se entiende en una dinámica sufriente, una diná-
mica que hace que brote de él un pesar y un dolor que perduran. No
sólo eso, sino que el padecimiento se concibe como elemento inhe-
rente de esta vida en vista de que el Señor también padeció. De este
modo, la religión se utiliza como brazo derecho del poder reinante
para someter y aplacar los deseos de “dicha real” de los hombres.
Varios pasajes más dan fe de lo que aquí sostenemos. Piénsese, por
ejemplo, en la narración de Palacitos a Ernesto respecto de los curas
franciscanos que van a las haciendas a “cantar himnos tristes” (RP,
III, 56), o la flagelación de Chauca con correa de caucho frente a la
capilla, quien “a la mañana siguiente despertó muy alegre” (RP, III,
66), etc. La religión es aquí órgano de opresión, sedimentadora del
dolor, se muestra alevosa frente a las aspiraciones de felicidad del
ser humano. Consigno aquí un pequeño pasaje de Marx cuya fuerza
siempre estremece y cuya pertinencia se devela de suyo:
“Sobreponerse a la religión como la dicha ilusoria del pueblo
es exigir para éste una dicha real. El pugnar por acabar con las
ilusiones acerca de una situación significa pedir que se acabe
una situación que necesita ilusiones. La crítica de la religión es,
por tanto, en germen, la crítica de este valle de lágrimas que la
religión rodea de un halo de santidad”11.
Así, Marx concibe la crítica de la religión como una situación indesli-
gable de la búsqueda de auténtica dicha para el oprimido. La religión
cubre con humo santo la ignominia del dolor de los pobres. Contra
esa religión se revela Arguedas, contra ese dios castigador, contra esa
calandria consoladora.

57
11 Marx, K., “En torno a la Crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Introducción”, en
Marx, K., Escritos de juventud, México, FCE, 1987, pp. 491-492.
Lo que resulta interesante, es que ello no quita del imaginario de Ar-
guedas la idea de consuelo o purificación, sino que la traslada. Ya
no se busca paz y pureza en el rostro doloroso del Cristo de la cate-
dral, la pureza está en su conexión con la naturaleza, ese nexo con
el Apurímac al que hicimos referencia al inicio (RP, III, 24). Como bien
indica Rouillón, “la purificación se alcanza en el mundo luminoso del
campo que para Arguedas es una presencia del mundo inocente de
su infancia”12. ¿Y cuál es ese mundo inocente? Pues, claro, el mundo
de esos indios de Lucanas, los más amados, los más comprendidos.
Todo conecta. La naturaleza y el indio se hacen uno, los une la fuerza
del amor que discurre por el feroz torrente del río: el torrente que es
como el “odio puro” que libera.
¿Cómo se vincula esto con el tercer nivel de liberación al que hace
referencia Gutiérrez?
Mi tesis radica, justamente, en un matiz que, como ninguna otra, la
teología de la liberación rescata de las fuentes bíblicas: la figura del
Cristo liberador. La tesis que sostengo encuentra particular fuerza si
uno se remite al mismo Arguedas. Una nota formidable a la edición
personal que José María tenía de Todas las sangres nos ayuda a sos-
tener el punto. El contexto de la nota es un comentario al pasaje que
narra la destrucción del pueblo. Para el sacristán de Lahuaymarca
Dios no está más allí. Como bien indica Gutiérrez: “Dios se aleja de los
sitios donde no se practica la justicia. En ese Dios cree el sacristán.
Se trata de otro gran tema profético, el de la ausencia y presencia de
Dios en la historia”13. Así comenta Arguedas el pasaje:
“Esta es la novela máxima del mundo andino forjado durante la
colonia. Este es el nuevo Dios católico que los nuevos teólogos
predican (G. Gutiérrez)”14.
Como se ve, existe en Arguedas una clara conciencia de que se está
dando un tránsito importantísimo en la reflexión teológica de la época.
Hay un nuevo Dios, distinto a aquel que él conoció. Un Dios que libera,
que sana, que atiende a la miseria del pobre. La referencia a Gutiérrez
en la nota no se da en vano. El mismo Gutiérrez comenta que en una
cena a la cual ambos fueron invitados por César Arróspide, Arguedas
le dijo con cierta picardía: “Lo siento, pero ya había escrito esto antes
de tus conferencias de Chimbote”15. Como diciéndole a Gutiérrez que,
si hubiese sabido de un dios como ese, quizá todo hubiese sido dis-

12 Rouillón, J. Op. cit. p. 18.


13 Gutiérrez, G. Op. cit. p. 81.

58
14 Citado en: Gutiérrez, G. Op. cit. p. 83. Las cursivas son mías.
15 Ibid. p. 84.
tinto; y, sin embargo, de algún modo ya había sido distinto: de alguna
manera la figura del sacristán había predicado anticipadamente el
Dios que Gutiérrez empezaba a rescatar de las fuentes bíblicas.
De este modo se cierra la pregunta abierta en este breve ensayo y
se hace patente el ciclo del que hablaba Arguedas al inicio, el adve-
nimiento de la calandria de fuego. La obra de Gutiérrez y el trabajo
genuino de hombres y mujeres comprometidos con la situación del
pobre no es otra cosa que el signo patente de dicho advenimiento.
Una voz que se alza, vigorosa, convencida. Se trata de una religión, de
una teología y de un Dios que Arguedas no llegó a conocer, pero que
empezaba a vislumbrar como profeta de un tiempo nuevo. Un Dios
de diestra poderosa que derriba al que le arrebata el pan al pobre, al
que en monumental trono decide cruelmente el destino del hermano,
al miserable que se escuda tras la sotana para legitimar el abuso y
el dolor. Nos habla del Dios que acompaña a la calandria de fuego, el
único Dios que merece reverencia, el Dios que libera del sufrimiento
al inocente.

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