You are on page 1of 87

METAFÍSICA I

25-09-2014

El encuentro entre Platón y Aristóteles es como el encuentro de Lennon y McCartney


¿cuándo? La referencia es la Metafísica de Aristóteles. “El ser en cuanto ser” procede
de un participio del verbo heinain, que más o menos significa ser. (To on he on). Esto se
volvió problemático para los comentaristas de Aristóteles 400 años después. Los
comentaristas latinos crearon un participio de presente que ellos no tenían: ens entis, del
verbo esse. La expresión de Aristóteles quedaría como ens qua ens. On he on, ens qua
ens, ente en cuanto ente. Ente también es una palabra inventada ad hoc para conseguir
una finalidad de traducción, sacada de algunas expresiones como “amante”,
“decadente”, “andante”… Si queremos buscar algo que se asemeje a ese hecho
lingüístico no violento del griego sólo encontraremos una correspondencia aproximada
en el infinitivo sustantivado de “el ser”, en el sentido de “el hecho de ser”, como se
habla de “el aprender”. Hay una ciencia, entonces, que trata del ser en cuanto ser. Sólo
en los textos de Platón y Aristóteles ocurre una cosa que nos señala que hay algo así
como filosofía, y sólo podemos decir que la hay a partir de esos textos. Cuando
hablamos de filosofía presocrática lo hacemos sólo de forma retrospectiva. Es en estos
textos donde el ser se convierte en la cuestión a estudiar. Ahora podemos más o menos
afirmar que cuando hablamos de metafísica se trata del ser, y cuando se trata de ello hay
algo así como filosofía. Esto no significa que concibamos la filosofía como siendo sólo
fundamentalmente ontología o metafísica, esto es demasiado pronto para formularse.
Vamos a tener que recurrir a la referencia de la obra de Aristóteles que será nuestro
primer horizonte. Pero entonces empiezan otra vez los problemas. No es un libro. No
recurre los requisitos mínimos para que podamos decir que se trata de un libro. Es una
colección de escritos pertenecientes a épocas y asuntos diferentes, con grados de
acabamiento y elaboración distintos… En segundo lugar, ni siquiera es de Aristóteles.
En esta obra hay muchas manos, podemos pensar siendo muy optimistas que una de
ellas fue la de Aristóteles. Pudieron ser los apuntes de clase de Aristóteles. Es muy fácil
advertir que hay muchas incorporaciones, argumentos que parecen estar acabados y
luego continúan por otros acercamientos, dataciones que no cuadran… Además, ni
siquiera se llama Metafísica, sino que es un término ideado por sus intérpretes 400 años
después. Hay quien piensa que es un término puramente editorial, en el sentido de que
se trata de los escritos situados después de la Física en la colección de obras completas.

[Edición de Gredos, traducción de Tomás Calvo, la de García Yebra es peor]. Por


razones evidentes, se trata de una lectura que no se puede acometer sin mediación. En la
bibliografía hay unos cuantos textos que tienen este carácter de guía, pero el principal
será el de Pierre Aubenque. Tiene tres ventajas enormes: es un libro que no sólo no
soslaya sino que afronta directamente los grandes problemas filológicos que presenta la
lectura de Aristóteles. En segundo lugar es un ensayo, es un libro que trata de ir más allá
de las convenciones abriendo un camino nuevo de lectura. En tercer lugar, se trata de un
libro que tiene en cuenta todo Aristóteles. Por primera vez sacaba a Aristóteles del
círculo de interpretación medieval. No es el Aristóteles de Santo Tomás de Aquino.
20 de diciembre: fecha límite para entregar el trabajo. Tenemos que leer y resumir
los principales argumentos del apartado titulado “Sobre el ser” de Umberto Eco, en el
libro Kant y el ornitorrinco. De Pierre Aubenque: ¿Hay que desconstruir la metafísica?
No hay que resumir a este último. Comentario de texto de Eco en el cual tener en cuenta
los argumentos de Aubenque y ensayar una confrontación entre ambos autores. Este
trabajo debe tener un título descriptivo del contenido y con una conclusión final.
Examen: comentario de texto de Aristóteles orientado mediante una o dos preguntas.

Partimos de dos supuestos que vamos a considerar como evidencias, como si fueran
constataciones, lo cual no tiene por qué tener un

26-09-2014

El ejercicio de los sofistas como inculcadores de reglas explícitas en los alumnos,


como si la filosofía estuviera escrita: los escritores de discursos como los llamaba
Sócrates. El filósofo no puede ser un escritor de discursos y no puede ser el explorador
de Wittgenstein. Nosotros, en cambio, sí nos comportamos como es explorador.
Estudiar las reglas explícitas es correr el riesgo de que ese juego de la filosofía se venga
abajo, y quizás lo queremos para lograr acabar con las injusticias que han cometido los
juegos de reglas implícitas. Quizás para nosotros ya no hay juego, es un pasado al que
no podemos remitirnos porque el juego está perdido, con sus virtudes y sus crímenes.
Lo que es seguro es que Platón y Aristóteles, en primer lugar, no tenían como objetivo
la ruina del juego que ellos contribuyen a problematizar. Ambos eran conscientes del
peligro de ruina del juego que ese experimento que ellos hacían conllevaba (sus
contemporáneos también lo sospechaban y condenan a Sócrates). Ellos buscaban
contemplar las reglas del juego haciéndolas relevantes sin que el juego se venga abajo.
No se puede descartar que la práctica de Platón y Aristóteles no fuera causante de la
total desaparición del juego. Podríamos pensar que ese juego al que juegan los nativos
es una cuestión simplemente de lenguas. Y no es así. Aquí el lenguaje es mucho más
que un conjunto de proposiciones. El propio Wittgenstein, al mismo tiempo que
propone esta alegoría, advierte sobre el término juego: para los nativos no es en
absoluto un juego en el sentido de diferente de las cosas que se toman en serio. El juego
que juegan es lo que ellos mismos son. El juego consiste en el conjunto de todo lo que
consiste ser nativo de esa tribu: la manera de comer, de morir, de casarse, de vestir, de
guerrear.

Ni la filosofía ni eso que la filosofía pone en cuestión son juegos en el sentido trivial
del término. Todo lo que forma parte de esa investigación que se ha llamado metafísica
no implica sólo lo que trata del ser, sino también que ese tratarse del ser tiene la forma
de lo que tanto Platón como Aristóteles llamaban logos. Traducido por frase, oración,
palabra… está vinculado al verbo griego legein. Reunir las bellotas con las castañas sin
que se confundan. Diferenciándolas. Legein: reunir y separar. Nosotros, como
exploradores modernos, sólo podemos tomar nota de aquello que en griego antiguo se
llamaba legein. Aquello que se decía legein cuando se decía x es y. Eso nosotros sólo lo
podemos llamar síntesis. “Ya es primavera”, “Esto es una pipa” (La traición de las
imágenes, de Magritte. La imagen de la pipa es lo contrario al logos griego, una pipa
podemos hacerla todo lo grande que queramos pero es algo de lo que un griego jamás
diría que es una pipa, porque para un griego una pipa sólo es lo que es cuando sirve para
fumar, y sólo se dirá pipa allí donde está siendo fumada. Podemos hacernos cargo de
que vale como signo de una pipa), “Las dicotiledonias son angiospermas”. En todos
estos casos nosotros podemos suponer que conservamos la conciencia de que fuera del
cuaderno del explorador esta pipa y esta dicotiledonia no son hechos lingüísticos. Si
nosotros nos desplazamos del cuaderno de campo al significante, al juego mismo, lo que
encontramos en el juego como correlato de lo que el cuaderno de explorador describe
siempre va a ser algo del tipo de la reunión de las castañas y las bellotas. Si se trata de la
primavera será en ese juego nativo será en la praxis de los nativos, como un mes cruel
que tiene una serie de efectos. Es algo que no espera para que alguien diga “ya es
primavera”. En el juego nativo de la pipa no estamos hablando de la pipa pintada,
siendo otra cosa que pipa y como mucho signo de pipa, sino que en el juego nativo es lo
para-fumar.

En definitiva, el caso es que a todo esto que está en juego de los nativos y no el signo
en el cuaderno de explorador, a esa manera de articularse los vestidos y las estaciones
del año es a lo que los antiguos griegos llamaban logos y legein. De lo que se trata en el
juego nativo es del modo en que las cosas están implícitas en el juego, no pretenden
decir explícitamente esa co-pertenencia. Al vestir como visten están sólo susurrando las
reglas que se juegan sin necesidad de decirlas como debe hacer el explorador, que es por
excelencia el que no juega a esto. Los nativos consideran el colmo de la destreza en el
juego el hecho de hacer brillar las reglas sin que ello suponga la explicitación letal que
supondría que el juego se arruinara. No dominan el arte de juntar las palabras en un
cuaderno, sino que se limitan a constatar que abril es el mes más cruel. Eso no es decir
la primavera más de lo que es el hecho de que abril sea el mes más cruel del año, sin
necesidad de que nadie escriba esas cosas en un cuaderno, sin que haya mención
explícita. El jugador ejemplar no se percibe como el discurso de un sujeto pensante sino
por alguien que hace brillar aquello que es la primavera propiamente, recordando así lo
que siempre ha sido la primavera sin que por ello se arruine el juego. Eso es un decir
ontológico, es un decirse del ser. La articulación lingüística que lo formula dejando a la
primavera ser lo que es será percibida como una articulación acertada frente a otras de
pretensiones parecidas. Este juego es, sin duda alguna, un saber. La distinción entre lo
que significa “saber” cuando se refiere a lo que tiene lugar en el cuaderno del
explorador moderno frente al saber que conforma el juego en cuanto juego que juegan
los nativos. Es un saber que siempre es en praxis, que siempre es un saber jugar el
juego. Siempre se tiende a escapar porque lo que los griegos tendían a llamar techné,
episteme… siempre se remiten a saber jugar y nosotros anotamos técnica, arte,
ciencia… en nuestro cuaderno de explorador, entendiendo por saber aquello que el
nativo se imagina que está haciendo. El juego es un saber siempre que sea un saber
jugar. Saber cómo se recolectan las bellotas y cómo se separan de las nueces. Un saber
implícito en la práctica del juego y que siempre tiene la práctica como referencia.
Cuando el explorador llama saber a la descripción que tratamos de hacer del saber del
juego nativo son dos clases de saber muy distintas y que sólo muy confusamente
podríamos llamar saber teórico y saber práctico. A lo que el explorador llama saber en
sentido de ciencia tendría más que ver con que las dicotilodemias son angiospermas
porque consideramos el saber teórico como predominantemente descriptivo.

Todo esto suscita la cuestión, la pregunta, que es una pregunta del explorador, y no
de los nativos: la pregunta no acerca del ser de las cosas sino de las cosas mismas que se
dice que son. Preguntarnos si ese saber del que hablamos es un saber de las cosas
mismas. La expresión “las cosas mismas” no significa lo mismo para el explorador y los
nativos. Unas bellotas y castañas más allá del juego sólo sería una fantasía que ellos
nunca llamarían la castaña reina. La autenticidad de las castañas para el nativo reside en
su permanecer prendidas en la praxis del juego, pero serían falsas si estuvieran más allá
del juego, por mucho que se escribiera en mayúsculas (La Castaña). Para el explorador,
en cambio (para nosotros), en la medida en que es aquel para quien no hay juego en
absoluto o sólo en estado de ruina sólo puede hablarse de las cosas mismas cuando
permanecen más allá del juego, irreductible a cualquier juego y permanecer siendo
distinta de las bellotas. Como hemos visto, lo que aquí se llama ser tiene que ver con
una manera de reunir y distinguir (legein), es algo así como articular, el ser bellota de la
bellota es una forma de articular la bellota por lo que no va con las nueces. Eso no
significa que haya una colección de cosas que luego se articulan, sino que el ser estas
cosas lo que son consiste en estar articuladas del modo en que están articuladas. Así, la
articulación precede las cosas. Si el ser es cópula, la cuestión del ser es la cuestión de la
articulación. La cuestión del ser es inmediatamente la del logos que en Platón aparece
como dia-logos. Esta función que cumple el verbo legein la pueden emplear otras
palabras. El haber articulación es haber naturaleza en la medida en que se puede
sustituir por physis (¿?). La concepción griega de este problema está muy lejos de
nuestros hábitos intelectuales. Cuando pensamos en Aristóteles nos preguntamos desde
el cuaderno de explorador si todo lo que Aristóteles escribe sobre la articulación
(categorías, etc.) debemos entenderlo en términos de lógica o de ontología. Es una
pregunta inevitable para el explorador pero irrepresentable para Aristóteles. Aristóteles
señala que sólo puede haber saber teórico (algo que tiene que ver con el extrañamiento
de lo que hablamos) de aquellas cosas que pertenecen a un género. En el cuaderno del
explorador esto suena poderosamente a que las cosas están categorizadas en casillas
determinadas, pero para aristóteles y platón pertenecer a un género significa algo muy
parecido a tener naturaleza, tener ser, tener una forma genuina e irreductible de ser. De
ser p la s. Una forma determinada de ser en la praxis de juego. Nosotros pensamos en la
rejilla taxonómica pero Aristóteles jamás hablaría de eso. No es un modo de articular la
colección de cosas que ya hay sino que es el modo en que las cosas vienen a ser. La
pregunta es cómo distinguir lo que tiene naturaleza, y esa circunstancia viene
determinada por la cosa misma en su praxis. Como sólo hay saber teórico de lo que
tiene un género, sólo hay saber teórico de aqullo que tiene un límite y por tanto es
definido, delimitado: finito. El género determina un límite al logos. Nosotros
percibimos naturalmente el sentido negativo de ese límite en el cuaderno de explorador,
para nosotros significa que está prohibido que haya un género de los géneros, una
naturaleza de las naturalezas, no se puede pensar en griego un género tan general que lo
contuviera todo. Eso serí aun límite de los límites. Esto es porque esto equivaldría a
negarle al género su calidad de género. Por tanto, digamos, ese es el sentido negativo
del límite. Pero también hay un sentido positivo que para el griego es el determinante:
es aquel punto a partir del cual una cosa empieza a ser posible, puede tener articulación
y venir al ser. La lógica de Aristóteles (que es una ontología) en cierto modo podríamos
entenderla nosotros como una lógica experimental en el sentido de que no se trata de
una rejilla taxonómica mediante el cual se da sentido a las cosas ya preexistentes (que
supondría una coexistencia previa de la materia y de la forma), no es un ejercicio de
aplicación de un aparato categorial a una materia que la precede, sino que es un
ejercicio de descubrimiento de límites, de estabilidades, de géneros, de naturalezas. Los
géneros no forman parte de un tejido sino que son hallazgos independientes que no se
pueden totalizar. Pensar siempre el decir como decir algo de algo tiene mucho que ver
con entender el movimiento como ir de un sitio a otro o el devenir como cambiar de
algo a algo.

Lo más antiguo que tenemos como de Platón es una colección de 150 manuscritos
copiados entre el siglo IX y XIV. Los manuscritos autógrafos de Platón no existían ya
en el siglo de Platón. La Academia eran también editoriales, por lo que escribía sus
diálogos en tablillas enceradas que era la manera más cómoda de escribir un borrador
(se puede borrar y reescribir). Los originales en seguida desaparecían cuando se hacía la
edición del texto de Platón y el original desaparecía. Seguramente porque las tablillas
enceradas no deben tener una gran duración. Cuando Platón murió, Las leyes todavía
estaba sólo en cera. Su secretario las publica. En la Academia se hizo una edición de los
diálogos y, siendo muy optimistas, quizás esa edición pudiera ser el arquetipo de una
edición que sí conocemos aunque no conservamos de una edición del siglo IV en la
escuela neo-platónica de Atenas.

Aristóteles muere en el 322, cuando no corrían buenos tiempos para él. Estaba bien
establecido en el Liceo, pero en Atenas desde el punto de vista político era percibido
como un Macedonio. Alejando Magno muere un año antes de Aristóteles, y entonces se
le acaba la buena fortuna. Pasa su último año en el exilio. Publicó muchos diálogos, que
constituían su obra pública. Quedan sólo algunos fragmentos poco significativos. El
grueso de la obra pública de Aristóteles está perdido. En el Liceo quedan los apuntes de
lo que desarrollaba en sus clases. Eran escritos de muy diferente mano, algunos de
Aristóteles, otros de sus discípulos… que desde luego no estaban pensados para ser
publicados. Cuando se tuvo que exiliar todo parece indicar que no pudo llevarse sus
manuscritos y dejó a cargo a Teofrasto. Parece que Teofrasto vendió esos papeles o los
regaló, pero el caso es que desaparecieron y por tanto no se estudiaban, lo que se hacían
en el Liceo tenía poca relación con lo que hacía Aristóteles. Aparecieron 200 años
después en Atenas. No debieron suscitar gran entusiasmo pues volvieron a desaparecer
hasta que 200 años después reaparecieron en Roma. Por lo que a nosotros concierne, el
título Metafísica podría ser anterior a esa reaparición. Es 400 años después de su muerte
cuando empiezan a aparecer sus primeros comentaristas. El más importante sigue siendo
el de Alejandro de Afrodisia, en pleno helenismo ya. Los comentadores comenzaron a
leer a Aristóteles en un contexto en el que se había perdido ya completamente el
“juego” en el que estaba inserto Aristóteles, sobre todo en aquella frase de la ciencia del
ser en cuanto ser. Para los contemporáneos de Aristóteles esto era algo plenamente
comprensible, pero no para sus primeros comentadores. No conocemos en absoluto al
Aristóteles histórico. El corpus de sus escritos (se ha llegado a decir que todo el corpus
era en realidad de Teofrasto) tiene una autoría muy disputada. Los comentaristas
griegos, que no son los continuadores de la tradición de Aristóteles (una tradición que
había desaparecido ya), quieren principalmente luchar contra lo que hace difícil la
comprensión de los textos, que es su dispersión, de manera que se esfuerzan por pulir y
completar. Lo que era entonces el ejercicio del comentario. En Aristóteles hay
contradicciones manifiestas. Buscan hacer un corpus coherente buscando un sistema
aunque no lo haya. Ponen una síntesis, la inventan, para juntar los argumentos de
Aristóteles que no fue puesta por él. Eso lo hicieron los comentaristas griegos y luego
los escolásticos. Buscaban un Aristóteles sin contradicción, de modo que fueron
inventando otra filosofía bastante buena pero que no es la de Aristóteles. Fue en el siglo
XIX cuando tuvieron que darse cuenta, leyendo los manuscritos que parecían ser de
Aristóteles, de que nos encontramos con algo que podríamos llamar de una teoría del
conocimiento más o menos platónica mientras que hay también una cosmología que
parecen ser, si no materialistas, si una genealogía de lo material y de lo móvil que
chocaba con el idealismo platónico. Se propuso que hubo una evolución teórica del
autor pero fue muy poco útil, porque a la hora de leer no se puede decir que en cada
frase haya evolución. De modo que es una idea que con el tiempo se ha ido
desbaratando. Lo más importante de este gran malentendido es que todos los
comentaristas intentaron conseguir que la ciencia del ser en cuanto ser y la filosofía
primera sean lo mismo, algo que no está nada claro mientras que sí lo está ya en las
Meditaciones metafísicas de Descartes.

02-10-2014

La opción de los comentaristas medievales fue pensar que si Aristóteles no aplicó la


determinación del saber científico que definición en los Analíticos a la Metafísica fue
porque se trata de una obra inacabada, de modo que es trabajo del comentador
terminarlo. La opción de Aubenque, frente a esto, es que no quiere añadir nada nuevo
sobre Aristóteles, sino retirar todo lo que se le ha sumado, todo lo que se le ha añadido.
El estado aporético, problemático que se nos aparece en la Metafísica no tiene que ver
con una contingencia accidental sino que tiene que ver con el hecho de que se trata de
una investigación en sí misma problemática y que, en realidad, lo que tenemos en esos
12 libros no es la exposición de una ciencia clausurada sino el orden mismo de la
investigación, el modo en que Aristóteles va llegando a la idea de que es necesaria una
investigación en torno a esta cuestión. Los varios siglos de comentarios han sido en
favor de la comprensibilidad y la legibilidad, para pulir contradicciones. Muchos han
reconstruido esta ruina de la Metafísica como un parador nacional, que Aubenque
pretende desmontar para reencontrar la ruina. Parte de las contradicciones presentes en
el texto.

Lo primero que hay que observar es que, cuando Aristóteles dice “hay una ciencia
del ser en cuanto ser”, no lo podemos tomar como una evidencia. No es una afirmación
de tipo existencial, sino más bien la expresión de un ser (¿?). Esto es un rótulo que no
encaja desde luego en las clasificaciones habituales del saber en tiempos de Aristóteles.
La clasificación normativa de la escuela platónica la podemos reconstruir sólo a partir
de fuentes tardías de Cicerón. Parece haber una cierta identidad entre dialéctica y lógica
que está incluso justificada por algunos textos de Aristóteles. La lógica como la
entendemos hoy en el sentido de propedéutica de la ciencia no era el mismo sentido que
tenía en la antigua Grecia. Lo dialéctico, lo lógico, es justamente lo que no puede ser
discurso científico, y cuando dice “hay una ciencia del ser en cuanto ser” significa que
no puede haber una lógica del ser en cuanto ser. En el Liceo no se trataron temas de
lógica después de Aristótels. Lo que dominaba eran problemas de Física. Estrabón
escribe la historia de los manuscritos de Aristóteles que se fueron perdiendo. La
denominación de “metafísica” es problemática, como vimos en clases anteriores. Lo
curioso de este asunto es que, en contra de lo que solemos creer, esos libros de
Aristóteles llamados Metafísica no están detrás de la Física. “Lo que en realidad e
perdió durante siglos no fue sólo la comprensión de los problemas metafísicos, sino el
sentido mismo de su existencia” (Aubenque). La interpretación de los platónicos
posteriores es que la metafísica trata de las cosas que están separadas de la materia, más
allá de las cosas físicas (Simplicio). Por tanto, identifica este tratado con la Filosofía
Primera. Aristóteles afirma que si existe algo inmóvil, eterno y separado, su estudio
compete a la Filosofía Primera. Esta Filosofía Primera es primera por la dignidad de su
objeto de estudio, que es lo primero, lo más eminente, el género primero, el Arhké. Es la
ciencia de lo primero, la ciencia que se encarga de conocer aquello de lo cual el
principio es principio. Esta ciencia es “universal por ser primera” (1026a30).

Sin embargo hay dos denominaciones: filosofía primera y ciencia del ser en cuanto
ser. Los comentaristas decidieron que esta ciencia sería primera en el orden del ser,
considerada en sí misma es anterior a la física, pero considerada para nosotros, desde
nuestro punto de vista, viene después de la física. Hay una ciencia primera por
naturaleza y segunda para nosotros. Esta explicación no es aristotélica, sino realizada
por sus comentaristas. Al hacer esto, sin embargo, comenzaron el error que luego ha
proliferado, que es identificar la metafísica con la filosofía primera. Si hubiera estado
tan claro que la ciencia del ser en cuanto ser era la filosofía primera no se sabe por qué
se tuvieron que inventar la denominación de la metafísica. ¿Por qué añadir un nombre
que jamás utilizó Aristóteles? Lo que allí se adivina es un problema de comprensión de
los textos de Aristóteles, los comentadores no tenían idea de qué podía ser una ciencia
del ser en cuanto ser y estaban desconcertados por el contenido de la Metafísica. De lo
que hablaba en estos textos no era de lo que hablaba Aristóteles cuando se refería a la
filosofía primera. Hay diversas ciencias porque hay diversos géneros y hay diversas
esencias, correspondiendo a cada género una ciencia distinta. Aristóteles en la
Metafísica afirma que se distingue de las ciencias particulares porque ninguna trata del
ser en cuanto ser, sino de partes del ser. ¿Cómo podría considerar la ciencia el ser en
cuanto ser, que por definición rebasa cualquier género concreto? La filosofía primera
sería una parte, y así pensaron los comentadores, de esa ciencia del ser en cuanto ser. La
filosofía primera sería la teología que se antepone a la ciencia segunda que es la Física.
La Física trata de los seres separados, pero móviles, aquellos que subsisten por sí, son
sustancia pero están en movimiento, la teología habla de los seres inmóviles y separados
y la matemática de los seres inmóviles pero no separados, que no pueden subsistir por
sí. La filosofía primera es, en Aristóteles, la teología sin ninguna duda. Es la ciencia de
la forma en cuanto separada, y “si no existiera lo divino, la Física sería ciencia primera”.
La disputa está entre la física y la teología, no entra en liza en esa discusión la ciencia
del ser en cuanto ser. La filosofía primera no es la ciencia del ser en cuanto ser. Cuando
Aristóteles habla de filosofía primera en la Metafísica remite siempre a la exposición
que hace en el libro lamda de la Metafísica, salvo en una excepción, en el que por tres
veces identifica filosofía primera con ciencia del ser en cuanto ser, habla de la física y la
matemática como parte de la ciencia del ser en cuanto ser y de la filosofía primera como
de algo que no es una parte sino la ciencia en su conjunto. ¿Qué hacemos con esto?
Plegándonos a la autoridad de Aubenque es que el libro en el que se afirma esto no está
escrito por Aristóteles. Se puede considerar que sea un texto muy anterior o redactado
por un discípulo (no muy hábil).

En cualquier caso, sin entrar en la cuestión de este libro siempre problemático para
los editores (hablamos del libro “K”). En lo que debemos fijarnos es que siempre que
habla del ser divino, el ser separado, es exclusivamente en el principio del libro lamda.
El prefijo Metá se explicó como una cuestión cronológica que sólo remite al orden de
exposición del saber (según los comentaristas). Sin embargo, Simplicio y Siriano le dan
a este prefijo un sentido más jerárquico. En el libro Delta Aristóteles se detiene en esta
cuestión de los diversos sentidos de la anterioridad. Según el autor, cuando se dice que
algo es primero se puede estar refiriendo a un principio, un protos, un arkhé, y con
respecto a ese principio habría algo que sería posterior. Esto puede serlo por naturaleza,
porque haya algo que sea un principio, o arbitrariamente. En otro sentido, se puede
referir a una anterioridad relativa al conocimiento y, por ejemplo, si el razonamiento, el
logos es anterior a la sensación, es porque el logos trata de lo universal y la sensación de
lo individual. El sentido fundamental, en cualquier caso, en que se puede hablar de
anterioridad es el sentido en que se dice que algo es anterior a algo en el sentido de la
naturaleza y la esencia: se dice que algo es anterior cuando puede existir sin las otras
cosas posteriores, mientras que las cosas posteriores no pueden existir sin lo anterior.
Tomando esto en cuenta, tenemos que entender que cuando Aristóteles habla de
filosofía primera lo es en función del tercer sentido, es decir que será ciencia de lo
separado y divino y del concepto que mejor lo representa, que es el de esencia (ousía).
El sentido fundamental para Aristóteles (no hay contradicción aquí) del término
“anterior” es el cronológico. Esto parece ir en favor de los comentaristas, de que en un
sentido es anterior en cuanto al orden de la investigación. Pero la anterioridad por
naturaleza también lo es cronológica.
El tiempo se define por la génesis de las cosas. El razonamiento recorre al revés el
orden de la generación pero sólo porque presupone el orden de la génesis. El logos
presupone el movimiento, la generación. Si todo logos es “decir algo de algo”, eso
significa que hay ya un movimiento interno en el logos que es el que va del sujeto al
predicado (en términos modernos). Todo movimiento en Aristóteles es de aquí a allí, y
todo cambio es de esto a aquello. La inversión lógica del tiempo de la génesis (se
invierte lo anterior y lo posterior) se produce sólo gracias al cambio, al movimiento. Esa
marcha atrás del logos en el orden cronológico de las cosas también se mide en el
tiempo de la naturaleza. Sólo dentro del tiempo es posible retraerse en el tiempo y
hablar de lo anterior. La causalidad presupone la sucesión en el tiempo a pesar de que a
nosotros se nos presente antes el efecto que la causa, lo que es posterior según la
generación es anterior según la naturaleza. La casa se define antes de construirla, pero
no se ve completa si no se construye. La noción de anterioridad no puede ser nunca para
Aristóteles puramente inteligible porque el hombre tiene que desarrollar su pensamiento
en el tiempo, en un orden de sucesión. Cada vez que se habla de algo anterior o
posterior es gracias a que el pensamiento es temporal. La filosofía primera es
cronológicamente anterior a la filosofía segunda. Si la filosofía primera es la de los
primeros principios y primeras causas es anterior en el mismo sentido en que lo decía
Platón: las verdades se han conocido en una vida anterior del alma. Las premisas del
primer silogismo, son primeras y son indemostrables. Lo ontológicamente primero es
también epistemológicamente primero. Aristóteles afirma que no hay regresión
indefinida, por lo que debe haber algo primero, lo que justifica en teología el primer
motor y en lógica una primera premisa que no puede retrotraerse. Pero, ¿cómo se capta
la primera verdad que no depende de ninguna anterior si toda verdad se basa en una
verdad precedente? Al conocimiento anterior a la ciencia lo llama noesis, normalmente
traducido como intuición.

Pero, ¿es este tipo de conocimiento posible para los hombres? En el libro alpha
Aristóteles habla de la filosofía primera que se llama en algún momento sabiduría, que
se caracterizaría por la claridad o precisión de su objeto. Es la ciencia más libre pues es
para sí misma su propio fin. A esta ciencia la llama una sabiduría sobrehumana. Es la
ciencia más fácil de concebir pues es conocimiento en sí mismo, es la más puramente
ciencia, pero quizás está negada a los hombres. Nos gustaría pensar que cuando leemos
los textos de la Metafísica los estamos leyendo en el orden en que los escribió y estamos
asistiendo, como dice Aubenque, al proceso de la investigación en su propio discurrir.
Desde el principio está puesta la sospecha de que quizás no haya posibilidad para
nosotros de una ciencia de las cosas en sí mismas. Dice que quizás el problema no está
en las cosas mismas sino en nosotros, “como los ojos de los murciélagos” que quedan
cegados al ver la luz. En ese sentido es evidente que para Aristóteles el orden de lo
demostrable pende de lo indemostrable, no en el sentido de lo místico sino de una
investigación anterior a la ciencia, anterior a la episteme. La cuestión es, ¿qué pasa si el
hombre está naturalmente deslumbrado? El orden de la investigación humana es inverso
al de la investigación ideal de que hablábamos. La coincidencia entre el conocimiento
de las cosas en sí y nuestro conocimiento se difiere constantemente. Los comentaristas
intentaron arreglar esto identificando lo cognoscible en sí mismo con lo cognoscible
para Dios. Distinguen entre un orden del ser (filosofía primera) y un orden del saber
(metafísica), pero esto no lo hace Aristóteles. Él distingue el orden de lo mejor conocido
en sí (de iure) y lo conocido por nosotros (de facto). La anterioridad de la filosofía
primera con respecto a la posterioridad de la metafísica tiene que ver con la sucesión
temporal. Filosofía primera y ciencia del ser en cuanto ser son dos proyectos que, en el
momento en que se confunden, alteramos el proyecto de Aristóteles.

La elaboración del problema de la ciencia del ser en cuanto ser no surge directamente
de una especulación sobre el ser que estuviera en la línea o que conectase con las
especulaciones presocráticas. La manera más sensata de aproximarse a Aristóteles es
remitirse a Platón y viceversa. La necesidad de referirse a una ciencia del ser en cuanto
ser sale de una problemática que hereda de Platón y que tiene que ver con la discusión
de éste con los sofistas. Los grandes sofistas ya casi no existían cuando Platón, de modo
que cuando Aristóteles se refiere a la sofística no lo hace a algo que esté instituido en su
ciencia, sino que estaba más o menos diluido en su época. La obsesión que induce a
Aristóteles a plantear la ciencia del ser en cuanto ser es la necesidad de refutar a los
sofistas, no tanto porque le tenga delante, sino porque su refutación es un principio
imprescindible para que nazca una ciencia de ser en cuanto ser. El sofista puede ser
imaginado de muchas maneras, pensamos en alguien que construye argumentos
sofisticados y tendenciosos, juega con las palabras, no se toma nada en serio, etc. Pero,
por otra parte, el sofista nos parece un tipo muy pragmático que utiliza el lenguaje para
lograr sus fines y se toma lo que hace muy en serio. ¿Por qué esas dos imágenes?
Porque en realidad el sofista no es un teórico, no tiene un teoría acerca de nada, no
construyen una teoría de nada. La finalidad del sofista es hacer reparar a los que
argumentan en las posibilidades que les ofrece la argumentación para hacer valer sus
argumentos frente a los de los demás. Esto no es ninguna tontería, el ejercicio de la
política en cualquier polis consiste en conseguir persuadir a los demás. Los sofistas
enseñaban que no conviene comprometerse muy estrictamente con el significado de las
palabras, te puede ser útil mantener en el significado una cierta ambigüedad para poder
buscar la flexibilidad y conseguir que tu argumento prevalezca. Enseñaban, además (y
en esto son intransigentes), nunca salirse del ámbito del discurso y pretender ir a las
cosas mismas aludiendo a testigos. Mientras todo se mantenga en el ámbito del discurso
siempre podremos llegar a un acuerdo, mientras que en el ámbito de las cosas basta con
ir y mirar. A lo que Aristóteles se enfrenta no es a una corporación que tenga un negocio
en Atenas, pues ya apenas existían. Aristóteles es bastante conservador frente a los
sofistas que son muy modernos (casi postmodernos), y pretende una teoría de la
significación, una teoría de la argumentación. Lo que viene a decir, y lo había dicho ya
Platón, es que con el procedimiento que han instaurado los sofistas, no es que se trate de
que la sofística consista en el trampeo frente al que el filósofo experto en lógica puede
deshacerlo llamando la atención sobre fallos formales, sino que el problema de la
sofística es que hace imposible la argumentación. La lucha de Aristóteles contra la
sofística (de la que surge la ciencia del ser en cuanto ser) pretende fundamentar la
posibilidad de argumentar. Esto no es porque en la Antigua Grecia a la gente le encante
argumentar, como se ve en los diálogos platónicos, por lo que la sofística se entiende
perfectamente. Para construir una teoría de la significación que desmonte esos dos
presupuestos de la sofística, sólo para desmontar estos dos supuestos, es para lo que
Aristóteles tiene que elaborar la ciencia del ser en cuanto ser. Es sorprendente encontrar
aquí sus fundamentos, antes que en otras motivaciones. Se ve obligado a construir una
teoría de la significación para defender, frente al problema de la sofística, que las
palabras se refieren a una cosa y no a treinta a la vez.

03-10-2014

Suponiendo que el término metafísica designa sólo una colección de escritos


aristotélicos de forma accidental (en caso de que lo hiciera), históricamente se ha
entendido por metafísica básicamente dos cosas:

1. La filosofía primera identificada con la teología que se ocupa del ser divino e
inmutable (esto es una confusión, si uno mira los textos de Aristóteles los textos
que se ocupan de teología son escasos). Esa identificación entre filosofía primera
y ciencia del ser en cuanto ser requiere introducir unos elementos en la
interpretación de Aristóteles que no están en sus textos. Estos elementos son
básicamente considerar que el ser inmóvil y divino no es sólo superior que
comprende a los demás seres y todos ellos derivan de él. Esto se sigue de la
cristianización de Aristóteles. No es sólo la confusión en sí sino que para que se
lleve a cabo es necesario provocar esa cristianización del ser inmóvil y divino.

2. Hay una segunda interpretación. La interpretación predominante en la edad


moderna no es sólo la interpretación que reduce la ciencia del ser en cuanto ser a
teología, sino que ha sido dominante otra interpretación como algo distinto de la
teología en el sentido de que deberíamos entender la ciencia del ser en cuanto ser
que podría haberse llamado metafísica general. Hay un gran círculo que es la
metafísica del ser y dentro de él círculos particulares con metafísicas particulares
(de la naturaleza, etc.). Esto sería entender que el ser es el género al que
pertenecen todos los entes. El ser pensado de esta manera, como el concepto de
mayor extensión posible, es también el concepto más vacío de significación,
máxima extensión y mínima intensión. Todos recordamos la expresión de Kant:
“evidentemente ser no es un predicado real”. Nada se añade a lo que es por el
hecho de decir que es. El ser es un concepto completamente vacío de significado,
pues no digo nada con decir que algo es. Esto llevaría a las afirmaciones de
Hegel en la Ciencia de la lógica: el ser indeterminado es la nada, el último humo
de la realidad que se evapora.

Con el Aristóteles que vamos a trabajar (Aubenque), Aristóteles estaría de acuerdo


con la segunda interpretación. Toda la primera interpretación está estrictamente fuera
del proyecto de Aristóteles. La metafísica no es la filosofía primera.
Retomando el hilo de ayer, sobre la especulación de Aristóteles teniendo su origen en
una necesidad de responder a los sofistas. Da la sensación de que desprecia a los sofistas
pero también es verdad que arremete contra ellos con una pasión desenfrenada, lo cual
parece ser una indicación de que le concede a la sofística una importancia que él mismo
no desearía confesar. Sigue aquí siendo un buen discípulo de Platón, compartiendo su
odio y su obsesión por los sofistas. Hay un momento en el diálogo Sofista en que no se
le quiere llamar a alguien sofista por no concederle ese honor. Esto en el caso de
Aristóteles se manifiesta en el hecho de que las aporías de los sofistas, aparentemente
académicas y rebuscadas, son aporías que aunque dé la sensación de quedar erradicadas,
siempre vuelven a surgir. El sofista no es un filósofo, pero no es raro que los
confundamos porque el sofista se viste de filósofo. Tiene de la filosofía, justamente, la
apariencia, lo que no significa que sean indistinguibles. Se les distingue por su
intención, la del filósofo es la verdad, y la del sofista es la ganancia, en primer lugar
económica pero en segundo lugar la ganancia propia del vencedor de una conversación.
El filósofo busca la verdad y el sofista la victoria, por así decirlo. El sofista está
indiferente a la verdad, una indiferencia en virtud de la que se puede decir que debe
haber tenido algún papel en el surgimiento de la dialéctica, que ocupó a todos los
griegos. Si el sofista persigue la eficacia discursiva, una de las posibilidades de esa
eficacia consiste en poder conseguir que lo falso se vuelva, si no verdadero, sí
verosímil. Las afirmaciones de los sofistas se presentan con la apariencia de verdades.
La fuerza del sofista consiste siempre en imponer su terreno, que es el discurso, y
aunque ordinariamente entendemos el discurso como un medio para referirse a las
cosas, el sofista prohíbe y evita activamente esa referencia. De alguna manera, el
territorio del sofista es el de la paradoja, pues se recrea en el momento en que el
discurso se refiere únicamente a sí mismo y no a las cosas.

En el libro gamma Aristóteles distingue entre dos tipos de dificultades: una cosa es
cuando nos encontramos con alguien de buena fe convencido de que algo es falso,
momento en que se necesita persuasión para responder a esa convicción falsa. Pero en
otras ocasiones nos encontramos con alguien que defiende algo, no porque esté
convencido falsamente, sino por el gusto de discutir, y contra él se necesita la coacción
lógica. Según Aubenque, Platón se contenta con ridiculizar a los sofistas (en el
Eutidemo) mientras que Aristóteles capta lo que la sofística tiene de serio, de relación
con la posibilidad de fundamentación de una ciencia, y en ese sentido es preferible la
posición de Aristóteles. Sin embargo, separándonos de la interpretación de Aubenque,
se puede defender que no es verdad que Platón no se tome en serio a los sofistas en el
Eutidemo. Platón viene manteniendo una tesis que es preciso poner sobre la mesa para
comprender cuál es su posición respecto a los sofistas. En La república Platón utiliza
una expresión que resume su posición respecto a la filosofía: de todas las cosas hay tres
artes: la primera es la poiesis (producción, fabricación, “traer al ser lo que antes no
había”) y para poder hacer cosas hay que poseer un saber, el saber de cómo producir
esas cosas. Si quisiéramos plantear esto en términos lingüísticos, el poeta se limita a
nombrar, pues sabe de los nombres (Crátilo), pero el poeta no nos dice qué tenemos que
hacer con las palabras del mismo modo que el que fabrica cuchillos tampoco explica
qué hacer con ellos. La segunda de las artes, llamada “uso”, cercano a la praxis de
Aristóteles, acción. El ciudadano es el que no fabrica las cosas pero sabe cómo se usan.
En el caso de la poesía, el usuario es el que pone los predicados a los nombres. El
ciudadano ya no es poeta. En todos los lugares en los que habla de esto, en su
exposición de las tres artes, esa exposición expresa el orden de la generación. Para que
alguien pueda tocar una flauta alguien tiene que haberla hecho antes. Para Platón, la
superioridad del arte de usar sobre el arte de fabricar es indiscutible. El arte de usar es
muy superior, a pesar de que el orden de la generación no es así. La praxis es primero
que la producción en este sentido. El usuario debe informar al fabricante sobre cómo
debe hacerlas, pues el que sabe sobre flautas es el que sabe cómo tocarlas bien, no el
que las fabrica, que sólo debe obedecer al entendido, que es quien usa el objeto y por
ello tiene el verdadero conocimiento (episteme). El único modo de convencerse de que
alguien conoce el bien es que sea bueno. A pesar de que el saber usar es superior al
saber producir, el saber usar no puede sustituir al saber fabricar. El usuario no puede
pasar sin el productor. Lo que quiere decir es que la praxis no es una totalidad que
englobe a la primera, es superior pero no es englobadora. Cada parte es incompleta sin
la otra.

En el Eutidemo se habla sobre la felicidad, se cuenta todo lo que hemos dicho antes,
pero además de esta disquisición se dibuja un género de saber supremo (el que conduce
a la felicidad) que puede aparecer como una síntesis de ambos. Tentativamente,
Sócrates afirma que, si hubiera algo así, esto sería la filosofía. El conocimiento propio
de la filosofía incluye tanto el saber de fabricar y el saber de usar. Inmediatamente, el
diálogo continúa por un camino en el que se consigue demostrar que este conocimiento
es imposible, es una síntesis que siempre fracasa. No es posible, en ese sentido,
aprender filosofía. “Nos metimos en un laberinto y cuando pensamos que estábamos
llegando al final nos encontrábamos al principio de nuestra reflexión”. El diálogo se
detiene bruscamente. Se pone en cuestión que la filosofía pueda aprenderse o enseñarse.
A continuación, en el diálogo, se plantea la aporía del aprender pues lo que no sabemos
no podemos aprenderlo ya que no sabemos dirigirnos a ello y lo que sabemos ya lo
sabemos luego no podemos aprenderlo. Hay una cierta dificultad para discernir a
Eutidemo de Dionisodoro. Eran dos, uno a la izquierda de Sócrates y otro a la derecha.
Se consideran “un nuevo cargamento de sofistas”. Las preguntas de ambos son
emboscadas (los dos se dedicaban a la estrategia militar antes que dedicarse al discurso),
pues no tienen escapatoria. Las preguntas que hacen no tienen escapatoria porque no
tienen un sentido, sino dos. Cuando una palabra tiene un sentido, hay una escapatoria,
pero cuando tiene dos ya no la hay. Clinias no tiene escapatoria cuando los estrategas le
plantean la aporía del aprender.

Esta imagen de los sofistas es un poco ridícula, y en esto tiene algo de razón
Aubenque. Pero, ridículo o lo que sea, es la única imagen que Platón y por añadidura
Aristóteles, admitirían como correlato de esa ciencia que reuniera en una el saber
producir y el saber usar. ¿Es la filosofía lo que hace Eutidemo? Confusión entre
filosofía y sofística. En Atenas, la distinción es una cosa de gente muy experta, es una
distinción que Sócrates, Platón y Aristóteles tenían muy clara pero la gente no la tenía
nada clara. Es una confusión corriente y el Eutidemo muestra constantemente esa
confusión. Parece que el propio Sócrates se esfuerza en defender que esa aparentemente
cosa ridícula a la que juega Eutidemo tiene, en realidad, un valor. No se puede tomar del
todo a broma. Sólo hay un momento en que Sócrates se enfada en este diálogo, y su
enfado tiene resonancias del consejo de Parménides: “Pero esfuérzate, Sócrates, y
ejercítate más, a través de esta práctica aparentemente inútil y a la que la gente llama
vana charlatanería” (Parménides, 135d). Fenón y Parménides son, para Sócrates, la
imagen misma de la sabiduría, una autoridad que él nunca pondrá en duda. La
conversación entre Fenón y Parménides queda como una anécdota inolvidable y Platón
la reproduce muchos años después. En el Eutidemo, en cambio, no hay ese aire de
respeto. La gente acudía a la conversación de Eutidemo como si se tratara de un
espectáculo de masas. En Eutidemo hay un aire de comedia, mientras que en el
Parménides hay un aire casi de tragedia. (Giorgio COLLI: El nacimiento de la
filosofía: La tensión que se percibe en la escena entre Parménides y Sócrates
contrastado con la comedia del Eutidemo es un resto de la religiosidad de la que surge la
filosofía. Parece haber un resto de algo sagrado que en el caso de Eutidemo ya sólo
queda algo así como “el placer por una paradoja”, pues en las consideraciones religiosas
se daba la simultaneidad de una hipótesis y contrarias, algo que ahora sólo produce risa
en la multitud que escucha a Eutidemo). El silencio al que se llega en los diálogos
debido a las paradojas, los argumentos autodestructivos de los sofistas… parecen hacer
referencia a la búsqueda de algo anterior al surgimiento de la polis, algo más original,
algo incluso anterior al surgimiento de la articulación de sujeto y predicado. Según dice
Colli, el arte del diálogo recoge la herencia de la lucha de los contrarios que no excluye
la unidad entre ellos, el mantener a los contrarios en lucha era una manera religiosa de
mantener la paradoja de que los contrarios pueden mantenerse en lucha de forma
simultánea. Eso que en el Eutidemo se llama sólo una argucia, una estrategia, en la
seriedad de la que se hace gala en el Parménides tiene algo que ver con el desafío que
lanza el dios a los hombres en forma de oráculo ininteligible, incomprensible. Pocos
hombres pueden mantener la visión de lo que va en los dos sentidos simultáneamente,
sólo los adivinos. Lo que hay que hacer con el oráculo es descifrarlo, distinguir sentidos
contrarios, manifestando la impotencia de mantener unidos los dos contrarios. El
desafío de la pregunta que inicia el ejercicio dialéctico tuvo el valor durante mucho
tiempo de un duelo. Elegir la razón para una de las partes es romper la unidad divina de
los contrarios. Ese viejo arte, con Eutidemo, ha quedado despojado de su religiosidad y
ha quedado rendido al mejor postor, despojado de toda finalidad de sabiduría. Los
sofistas se ríen del discurso predicativo. Para ellos es un juego deshacer los rudimentos
que estructuran el sentido, pues quieren mostrar que el discurso predicativo no tiene
posibilidad de sostenerse. No manifiestan ningún conocimiento de que esto que ellos
hacen esté vinculado con una tradición en el que ese ejercicio era mucho más serio. La
dialéctica, según Colli, habría nacido como forma degradada de esa religiosidad, y
también la filosofía. Es el resultado de una traición por obra de la polis y la escritura al
convertirse en espectáculo y al transformarse en literatura para ciudadanos más o menos
doctos y letrados. De la tensión viva, mantenida, se pasa a la codificación de las reglas
de la argumentación que pueden inculcarse y aprenderse por poco dinero y en poco
tiempo. Esta herramienta vacía es la que Dionisodoro y Eutidemo practican. El arte de
Eutidemo tiene un lado serio, pero ¿ya en estos momentos la filosofía se ha convertido
en una parodia? Puede ser una broma pero, aunque sea como broma, podemos
comprender la actitud de respeto de Sócrates hacia los sofistas. En torno a Eutidemo: la
exclusión de la falsa opinión hace imposible la refutación y por tanto hace imposible la
argumentación.

09-10-2014

Estábamos viendo algunas discusiones del Eutidemo para profundizar en la relación


entre filosofía y sofística en Platón y para responder al comentario de Aubenque sobre
la actitud de Platón respecto a la sofística como menos seria que la de Aristóteles.
Habíamos establecido unas semejanzas formales entre el Eutidemo, por una parte, y
Parménides por otra para pasar revista a la idea de que en el arte de la sofística hay algo
serio, y cómo esta seriedad estaría emparentada con el ejercicio de la dialéctica llevada
a la culminación por Parménides. El Parménides se inicia in medias res. Una aporía
presentada por Zenón que se expresa: “si hay multiplicidad las mismas cosas son
semejantes y desemejantes”. La apariencia de contradicción se centra en que en la
afirmación no hay distinción entre sujeto y predicado. Lo que Sócrates quiere
argumentar contra Zenón es justamente que esa distinción entre sujeto y predicado no
puede de ninguna manera soslayarse (129a). Sócrates afirma que algo puede ser
desemejante en un sentido, con respecto a algo, y al mismo tiempo semejante en otro
sentido o en otra ocasión, con respecto a otra cosa. Si el predicado “desemejante” no
dice todo lo que el sujeto es, sino algo de ese sujeto, nada impide que a ese sujeto se le
aplique otro predicado en otro sentido. Se pone a sí mismo como ejemplo: yo soy uno
(en tanto que distinto a Zenón) pero a la vez múltiple (compuesto de piernas, brazos,
dedos…). Al mismo tiempo, y en el mismo sentido, lo que es uno es múltiple, pues son
predicados que se pueden decir de algo en sentidos diferentes.

Una cosa parecida a esta ocurre también en el Eutidemo implicado en la aporía del
entender referida a la sabiduría de Sócrates. “Si Sócrates sabe algo, si alguna vez el
predicado “sabio” dice algo de Sócrates, entonces lo dice en todo momento y siempre”
(cita no exacta). Sin embargo Sócrates le dice que alguien puede saber algo X pero
ignorar algo Y. Se puede decir de Sócrates, entonces, que es sabio en un sentido e
ignorante en otro.

Cuando decíamos el otro día aquello de que hay tres artes, la tercera no es la
filosofía. El intento de identificarla con ese tercer arte fracasa. Lo que dice Platón en la
República es que es el arte del que imita la cosa: la ficción, el fingir. El arte de los
poetas, no el literato que nos imaginamos, sino los autores de teatro y los pintores o
escultores. En ese sentido, para que sea visible el paralelismo entre el Eutidemo y el
Parménides queda de manifiesto que la tercera de las artes de problemática porque en
ella se produce el equívoco, la controversia, de que el sofista y el filósofo revisten la
misma figura, en tanto que el sofista es imitador del filósofo. O incluso que el propio
filósofo es un imitador. El conflicto entre filósofo y sofista sería entre dos imitadores.
“La imitación es solamente un juego” (Platón, República). Distinción entre el jugar y el
hablar seriamente. La imitación es un juego pero un juego que no debe ser tomado en
serio. Cuando describe el funcionamiento de la estrategia de los sofistas queda
calificado como un juego. De la broma, de lo no serio, de la imitación es como también
Sócrates habla de comicidad cuando se refiere a la acusación que recibe en su juicio, y
también cuando se refiere al Sobre la verdad de Protágoras. La figura del enigma no es
una mención trivial, porque si la sabiduría antigua de la cual era testimonio el discurso
de Parménides, esa sabiduría se había transmitido en forma de enigmas. Si hay una
relación entre dialéctica, sofística y filosofía no sólo habría que comprender como
enigmas (Colli) las sentencias de los sabios antiguos, sino también la sentencia de estos
cómicos modernos que parece que simplemente hacen juegos de palabras. El filósofo
debería poder interpretar y esclarecer los juegos enigmáticos de los sofistas.

La idea de que las cosas no son lo que son es lo que podríamos llamar en griego el
movimiento, es lo que nos impide aprehender algo pero es algo de lo que no podemos
librarnos. Está fatalmente inscrito en nosotros pues todo lo que está hecho de materia
tiene potencias y en cada momento se está convirtiendo en algo que no es y, por lo
tanto, virtualmente no es. Todo tiene una tendencia a actualizar las potencias y, aunque
en un sentido se puede entender en un sentido de perfeccionamiento (llegar a ser lo que
se es), las potencias físicas son imperfectas, están separadas de su finalidad y ésta nunca
puede llegar a cumplirse. La locura interminable del movimiento. Es una objeción
importante a la idea de que hay una ciencia del ser. En lo que nos ha llegado la Poética
Aristóteles dice que el enigma es una forma de decir que parece contradictoria si se
interpreta literalmente, pero si se interpreta de un modo desviado no. Es decir, de alguna
manera, que el silencio al que condena la aporía sofística (salvo que hagamos como
hace Sócrates al distinguir, por ejemplo, dos sentidos de saber) es similar al silencio al
que nos condena un enigma (una frase que entendida en sentido recto es inconcebible).
Sólo podemos escaparnos de ahí buscando otro sentido, desviarnos hacia los varios
sentidos. La oralidad es para nosotros un enigma cuyo sentido sólo podemos entender
como naciendo torcido, hay que atraparlo en su dispersión y multiplicidad. El sentido
recto es imposible, pero cuando hay un sentido siempre hay más de uno. El enigma del
movimiento, o el movimiento pensado como un enigma, parece condenarnos a entender
que no hay nada en absoluto y por lo tanto se puede decir cualquier cosa de cualquier
cosa (como afirmaría el sofista). Platón duda de que el sofista se tome en serio sus
propias afirmaciones, duda de que el sofista sea seriamente un heraclíteo. Su designio es
puramente práctico para derrotar al adversario.

Cuando Aristóteles distingue entre potencia y acto, esta distinción no elimina sino
que ilumina el hecho de que las cosas no son todo lo que son: hay un déficit de
identidad, de presencia, que achaca al ser físico. Pero la distinción entre potencia y acto
hace que el ser sea pensable, enunciable, inteligible. Es importante que Aristóteles hable
de la ciencia del ser en cuanto ser. No se trata del ser redondo, pleno, del que
hablaríamos si hiciéramos teología. Cuando distinguimos potencia de acto no negamos
los contrarios pero evitamos que éstos se conviertan en contradicción. El niño es niño y
adulto pero no en el mismo sentido, sino niño en acto y adulto en potencia. La
contradicción se resuelve en la diversidad crónica de los tiempos y en la diversidad de
los sentidos. Las cosas cambian, y el hecho de que las cosas cambien es una locura, pero
incluso en esa locura hay el suficiente grado de sensatez como para hacerlo inteligible.
Las cosas cambian pero cambian de esto a aquello y de un momento a otro. El
movimiento siempre se da en un sentido y en un momento. El procedimiento que sigue
Aristóteles para presentar estos dos argumentos es parecido: cómo el ser se reparte en
diversos sentidos y en diversos tiempos. Veremos esto con más detalle. Volvemos al
hilo.

Debemos hacernos cargo de la teoría sofística del lenguaje. No es en realidad una


teoría pues el sofista no pretende ser un teórico en absoluto. Podríamos establecer con
Aubenque que el núcleo de la teoría es que a través del discurso todo es criticable salvo
el propio discurso, lo que significa que el discurso es observado en su dimensión
persuasiva. El lenguaje es un medio de interacción entre los hombres, es un hablar a,
pero no un hablar de. El poder del discurso no es el de representar las cosas sino, más
bien, el poder de suplantar las cosas, de reinar sobre las cosas. Todo poder y saber
humano están vinculados al discurso. En ese sentido, la sofística o el saber humano
entendido como el saber vinculado al discurso, tendría pretensiones de un saber
universal. El Gorgias de Platón hace una distinción que es muy interesante en este
contexto. Distinción entre el retórico y el hombre de oficio. Aristóteles siempre tuvo
una enorme inclinación a esto que hemos llamado el hombre de oficio, el especialista.
Cuando quiere saber algo de peces pregunta a los pescadores. Distinción entre el
hombre de oficio y el retórico, que no es un ignorante, sino que tiene “cultura general”.
Aubenque dice “una cultura general precocinada”. Aristóteles siempre contrapone al
físico competente en materia de las cosas de la naturaleza frente al hombre cultivado y
elocuente pero incompetente. El hombre persuasivo no competente es un lógico, en el
sentido de alguien que hace razonamientos verbales y vacíos, que deja de lado lo
esencial. Quien se entretiene en el lenguaje deja de lado aquello de lo que se habla:
posición sospechosa de Aristóteles con respecto al lenguaje. Aubenque afirma que
Aristóteles es el primero en romper el vínculo entre lenguaje y objeto, entre logos y on,
y por tanto será el primero en elaborar una teoría de la significación, de cómo se separan
y se juntan las cosas. Sin embargo, habíamos afirmado que no había una distinción
entre el logos y el on, y por tanto no podía haber ontología (primeras clases).

Ya desharemos este entuerto, de momento damos por buena la idea de que


Aristóteles rompe el vínculo entre el logos y el on. Cuando nosotros hoy decimos logos
pensamos en un discurso como manera de juntar palabras por un sujeto, o logos razón
que depende de un sujeto argumentado. Esto es moderno, no griego. El logos griego es
el modo mismo como el mundo se dice y se significa, no implica en absoluto que haya
emisión de voz. Logos es el lugar donde el ser se dice de tal manera, desde donde la
cosa se pone al descubierto. El ser, lo que son las cosas, ocurre, se manifiesta, de
maneras diferentes. Los sofistas, dice Aubenque, tienen una teoría inmanentista del
lenguaje. No hay manera de atravesar el discurso. El lenguaje es una misma cosa con
aquello que expresa. Esta parte del argumento de Aubenque es bastante impenetrable.
Quiere decir que no hay distancia entre la palabra y la cosa, entre el lenguaje y el ser, y
que debido a esto, a que la palabra es expresión directa de la cosa, no es posible la
definición. Porque la cosa misma se define, la cosa misma se manifiesta en su verdad. Si
la palabra es expresión directa del manifestarse de la cosa no es posible la falsedad, sin
distancia entre palabras y cosas no hay posibilidad de contradicción o falsedad. Cuando
Gorgias dice que si hubiera ser no sería comunicable, está diciendo que el discurso debe
ser experimentado como una realidad sensible entre otras. Es decir, que frente a la idea
que nosotros consideraríamos natural de que el significante se borra ante su significado
(en el texto no reparamos en cómo es la letra, algo que sólo hacen los niños al aprender
a leer, sino que atravesamos directamente al significado), el discurso sería para Gorgias
una realidad sensible entre otras realidades sensibles. No pertenece al orden de la
significación. Así entendido el discurso como una cosa entre las cosas, no se entiende
por qué una cosa tiene el privilegio de significar otra cosa. Si es una cosa entre otras
cosas, por qué ese estatus diferente de significar. Es una cosa entre las cosas que sirve
de instrumento. Aubenque afirma que dentro de la teoría sofística hay dos opiniones que
tienden a lo mismo: i) el ser es, en caso de que sea, incomunicable, pues el discurso
habla de sí mismo y no del ser (Gorgias, Hermógenes), y toda relación entre lenguaje y
mundo es exclusivamente convencional; ii) la posición de Antístenes es que el discurso
siempre es verdadero. En el fondo, el resultado final no difiere mucho, porque hay un
principio común a las dos posiciones: identificación de la palabra con el ser, aunque de
dos formas distintas. La significación, la falsedad, la contradicción… son imposibles.

Vista la cosa desde el campo de Aristóteles, Antístenes y Gorgias cometen el mismo


error de formas distintas porque desconocen la naturaleza del lenguaje. Cuando
hablamos de la teoría aristotélica del lenguaje siempre acudimos a De interpretatione,
donde se habla del lenguaje como símbolo. Aubenque hace esta lectura de Aristóteles
sobre el supuesto que preside mayoritariamente todas las lecturas de estos pasajes de la
obra de Aristóteles. El lenguaje es símbolo, la voz es símbolo de los estados del alma y
la escritura es símbolo de la voz. (Mención a Derrida, subordinación de la escritura). En
moderno, esto querría decir que las palabras son el significante y las cosas el
significado. Pero Pardo hace “una revelación escandalosa”: Aristóteles NO había leído a
Saussure, “un caso pavoroso de ignorancia”. Esta posición del significado y el
significante no tiene nada que ver con esto. Aristóteles afirma, hablando del lenguaje
físico, que lo frío es símbolo de lo caliente. Esto quiere decir que son mitades de una
misma cosa. Habla en términos de complementariedad, algo que Aubenque no repara.
Símbolo no significa lo que ahora nosotros entendemos por símbolo. Los estados del
alma no son el último término, pues éstos son expresión inmediata de las cosas. Debido
a la poderosa fuerza de este orden de lo simbólico, parece que se juntan dos tipos de
relaciones distintas. Entre escritura y palabra la relación sería de significación (hay la
convención tiene que tener algún lugar), pero entre los estados del alma y las cosas
mismas habría una relación de semejanza. Semejanza en oídos modernos suena a no
convencional, aunque esto peca de una ingenuidad a la luz de la semiología
contemporánea. La relación de semejanza está afectada por una limitación, y por grande
que fuera la semejanza entre nombres y cosas, los nombres son finitos y las cosas
infinitas. Problema que los medievales denominaron como penuria nominem, no hay
suficientes palabras para las cosas. Por mucha semejanza que hubiera, siempre sería
problemática. Cuando afirma que las palabras son símbolos de los estados del alma está
hablando de un vínculo y también de una distancia. No parece que sea, según
Aubenque, un signo en el sentido de que tengan una relación arbitraria, pero por otra
parte parece que fuera más que un signo, híper-arbitrario. El lenguaje no es imitación, o
no funciona por semejanza, sino más bien por convención. Aristóteles afirma en otra
parte que el signo implica una relación de causalidad entre las cosas, el signo es el
efecto de la causa, o que el efecto es el signo de la causa. Entonces, si hay esta relación
de causalidad, ¿por qué utilizar ya no símbolo sino signo en el caso del lenguaje? ¿Se
puede considerar que el lenguaje sea efecto causal de las cosas de las que habla? En un
momento dado dice que los discursos se asemejan a las cosas, pero ¿y los estados del
alma? Si la significación va de palabras a cosas pasando por los estados del alma, ¿qué
pasa con los estados del alma, qué relaciones guardan? Cuando Aristóteles habla del
discurso como juicio, como algo que afirma o niega algo de algo afirma que lo que sea
hombre sólo se puede decir en un juicio y por tanto mediante composición y división.
Son la composición y división en el juicio lo que imita las cosas. Página 99 de
Aubenque: “Así pues, la proposición es el lugar privilegiado en que el discurso sale en
cierto modo fuera de sí mismo…”. El discurso no se asemeja a las cosas en cuanto
discurso, sino en cuanto verdadero, en cuanto que el modo en que articula los elementos
del discurso es el modo en que se componen las cosas fuera del discurso. La esencia de
la proposición no son sus términos que compone sino el acto de componer. En el juicio
el discurso se rebasa a sí mismo y deja de ser sólo pensamiento: todas las aporías de los
sofistas se mantienen porque el sofista está haciendo una sistemática distinción entre
pensamiento y lenguaje. Las paradojas sofísticas se producen sólo a condición de que no
se piensa lo que se dice: un lenguaje liberado de pensamiento puede decir cualquier cosa
y puede adquirir una potencia práctica mucho más grande que el que piensa lo que dice.
Los efectos ideológicos del lenguaje están ligados a este descubrimiento de los sofistas
que utilizan el lenguaje liberado de pensamiento como arma arrojadiza.

10-10-2014

Veíamos ayer cómo Aubenque se desembarazaba de las implicaciones que pueda


tener la afirmación de la semejanza como un mecanismo decisivo a la hora de excitar la
significación. Esta noción de semejanza, como decíamos, no tiene ningún sentido
“pictórico”. El juicio es a un mismo tiempo síntesis de conceptos y, por otra parte,
afirmación de esa síntesis en sí. No hablamos de semejanza entre palabras y cosas, de
modo que es en cuanto verdadero y no en cuanto discurso como decimos que el discurso
se asemeja a las cosas. La posición de Aristóteles siempre consiste en presentar el
discurso como revelador en el sentido de apofántico, como un salir fuera del discurso
para tratar de encontrar las cosas, algo que la sofística se tiene prohibido. En este texto
tenemos la tesis característicamente aristotélica según la cual la verdad o la falsedad
están en la proposición o, más bien, en el juicio; frente a otros pasajes en que parece
defender lo contrario. Veremos cómo hacemos frente a esto. Verdad y falsedad se dicen
de la proposición, son cosas que ocurren en torno al logos. El discurso “que junta” es el
único que puede ser verdadero o falso. Aristóteles confía en la clasificación del lenguaje
“popular”, confía en que el lenguaje corriente (no tiene un lenguaje técnico) no sea
arbitrario. El diálogo abre un camino hacia las cosas pero no llega hasta las cosas. La
investigación entendida como el camino que se abre hacia el saber de las cosas no es
ciencia, sino un camino hacia la ciencia. La investigación no llega a las cosas, algo que
Aristóteles atribuye a la física o ciencia de la naturaleza de las cosas. El discurso
humano es, entonces, siempre dialéctico en la medida en que es siempre para otro, el
motor del diálogo es la objeción que otro me pone o que me pongo yo mismo como
otro.

De esta impotencia del discurso humano podríamos pensar que tiene un tenor
antropológico, el no llegar directamente a las cosas. Surgiría entonces la necesidad de
recurrir a una palabra supra-humana para suplir esta carencia. Este es el modo en que,
en ocasiones, consideran el logos los presocráticos (la diosa de Parménides, que pone de
manifiesto qué es lo que podríamos llamar metafóricamente el discurso de los dioses –si
tuvieran tal cosa-, y ese discurso semi-divino es un discurso que coincide con las cosas,
sería hasta cierto punto performativo, el lenguaje coincide directamente con el
desvelarse de las cosas). Este lenguaje sería lo que veríamos en el discurso de los
sofistas ya como parodia (coincidencia de la naturaleza con las cosas). El lenguaje de
los hombres no es el de los dioses, sino el sustituto siempre imperfecto de ese lenguaje
para nosotros inalcanzable. El discurso humano no puede sacar a relucir las cosas como
argumento, sino que se limita a suponer que los nombres valen por las cosas. De ahí la
necesidad de recurrir a los términos universales, que sería aquello que los sofistas
olvidan. Los términos universales no suponen siempre el alcance de la claridad del
concepto sino una imperfección del pensamiento conceptual, una servidumbre del
pensamiento humano que no es capaz de representar todas las diferencias que hay en las
cosas. Todas las aporías que aparecen en la Metafísica (relativas a la definición) tienen
que ver con esto. Maren de ambigüedad constante en el discurso. En términos políticos
esto se traduce en la necesidad de recurrir a leyes de carácter universal para legislar
sobre acciones necesariamente particulares. Donde hay universalidad hay
necesariamente polisemia y equivocidad frecuente.

La idea de un saber acerca del ser en cuanto ser es en Aristóteles el análisis de esa
relación ambigua, esa relación ambigua entre el lenguaje y las cosas, relación de unión-
separación, presencia-ausencia… Es de esta ambigüedad de la que se olvidan los
sofistas. Es importante reparar en que la posición de Aristóteles respecto a esta
ambigüedad encierra una dificultad que suele pasar desapercibida al hablar de la
significación en Aristóteles. No podemos ir directamente a las cosas y nunca hay una
completa semejanza entre nombres y cosas aunque sólo fuera por la dificultad del
universal y el particular. Cuando los sofistas se olvidan de este problema juegan más o
menos en serio con la identidad entre nombres y cosas, una identidad que Aristóteles no
acepta ya de entrada porque las palabras son finitas y las cosas infinitas. A eso
podríamos llamar equivocidad, pues supone que las palabras deban designar más de una
cosa. Allí nace una ambigüedad. Si cada palabra tuviera una pluralidad de
significaciones inabarcables no habría posibilidad de interlocución, de manera que hay
que aceptar ambas cosas: un término remite a muchos individuos en una ambigüedad
irreductible, pero si estuviéramos diciendo que una palabra no significa una cosa sino
muchas cada vez que se pronuncia estaríamos diciendo que la palabra no significa nada
y no habría posibilidad de diálogo. A pesar de todo, entonces, la regla de la lengua debe
ser la univocidad, pues sin ella la comprensión de lo que decimos sería del todo
imposible. Cuando Aristóteles pone por delante esta exigencia de significación lo que
está pidiendo es la unidad de la significación y está remitiendo a una cuestión que debe
ser posible (libro Gamma).

¿Cómo conciliar la irreductible presencia de la homonimia con la exigencia de


univocidad? Es imprescindible una distinción que Aristóteles no hace técnicamente pero
que se puede extraer del libro. Consistiría en distinguir entre dos tipos de fenómenos
dentro del signo, dos elementos, dos dimensiones: el significado último del signo que
siempre tiene que ser múltiple (referencia infinita frente a la finitud del lenguaje), el qué
de la significación (la palabra caballo se refiere a muchos caballos, a caballos infinitos).
Esta es la equivocidad normal, y aquí la univocidad sería algo excepcional. Sin
embargo, por otra parte encontramos la significación. Significación, en estos textos del
libro Gamma es aquello a través de lo cual se apunta hacia el significado, hacia el
referente. Cuando en este segundo caso decimos que una palabra tiene varias
significaciones no decimos lo mismo que en el caso anterior. No es que el nombre, al
ser universal, no alcance a la particularidad. Aquí varias significaciones quiere decir
varias acepciones, varias maneras de significar: “El ser se dice de muchas maneras”.
Hay varias maneras de significar usando una palabra. No atendemos al qué de la
significación sino al cómo de la significación. Aquí si tiene sentido pedir la univocidad,
no como en el caso anterior. En este caso sí se puede exigir al interlocutor explicaciones
de en qué sentido utiliza tal nombre. Se puede exigir que una palabra signifique en un
sentido cada vez, pero no se puede pedir que en cada uso, cada vez, la palabra no
signifique una sola cosa sino varias al mismo tiempo y en el mismo sentido.

La mayoría de los argumentos sofísticos juegan sobre todo con este último sentido de
equivocidad, que para Aristóteles sólo puede ser accidental. Los sofistas suelen tomar
una palabra en distintas acepciones a lo largo de un mismo diálogo. (Cabría que un
sofista preguntara cuánto dura “una vez” para poder determinar cuándo se puede
cambiar de sentido a una palabra). Al tomar una palabra en diferentes acepciones a lo
largo del mismo discurso se crea una ilusión de significación, en el mismo sentido en
que tiene una sabiduría aparente, pero no lo real. No podemos evitar que las palabras
padezcan esta equivocidad, no es que los sofistas sean malos, es una propiedad del
lenguaje. La manera en que Aristóteles denuncia al sofista, en que destapa la trama del
sofista es distinguir las múltiples significaciones. Si el sofista juega a confundirlas, el
filósofo debe distinguir las distintas significaciones. En apariencia parece una cuestión
de lógica, pero en realidad es de aquí de donde surge la necesidad de crear una ciencia
del ser en cuanto ser. Para poder trascender la palabra hacia la cosa debemos poder
distinguir las distintas significaciones. Es, entonces, una operación de alcance
ontológico. La palabra es significante por la intención que la anima y está abierta por
dos costados: por uno se va hacia las cosas, la palabra pretende revelar lo que son las
cosas y cómo están; el otro costado por el que debe estar abierta es el del pensamiento.
El gran descubrimiento del sofista es el darse cuenta de la distinción entre el logos y el
on, y que si al lenguaje le quitas las cosas, se vuelve mucho más versátil. Y, además,
que hay una distinción entre el pensamiento y el lenguaje, de modo que si no te atienes a
lo que piensas puedes decir muchas más cosas. Aristóteles pretende hacer más fluidas
entre lenguaje, pensamiento y cosas las fronteras, pues se puede decir lo que quieras sin
duda pero no se puede pensar todo lo que quieras: puedo decir que la mesa es blanca y
no-blanca al mismo tiempo, pero no puedo pensarlo. Aristóteles establece la doble
referencia insustituible del lenguaje: a las intenciones humanas y a las cosas no
humanas. El pensamiento es lo que confiere significación a las palabras.

Aristóteles, a diferencia de los sofistas, afirma que no se puede disociar continente de


contenido: no hay pensamiento sin lenguaje ni lenguaje sin pensamiento. No podemos
separarlos completamente como hacían los sofistas. ¿Cómo se sale de un juego de
palabras? Discerniendo la pluralidad de sentidos o de acepciones. Aristóteles encuentra
entonces un método universal para discutir a los sofistas. Lo que hace Aristóteles al
distinguir acepciones denuncia la apariencia de significación que se consigue cuando se
confunden acepciones, suprime la apariencia de significación en favor de la
significación verdadera. El sofista es el mal filósofo, alguien que no tiene nada que decir
pero que sigue hablando pretendiendo que lo tiene. El modo de conseguir refutar al
sofista es demostrar que toda la argumentación debe tener una intención significativa y,
además, debe tener una referencia a las cosas. Es ahí donde el sofista debe ser refutado.
La refutación de un sofista no es la refutación de alguien que argumenta sino la
refutación de alguien que sostiene que no se puede argumentar. Dialéctica: Enrico Berti.

La dialéctica es considerada por Aristóteles positiva para ejercitarse de modo


privado, también para el uso público (garantiza que ganaremos la discusión “sin hacer
trampas”) y por su relación con la ciencia. ¿En qué sentido es útil la dialéctica con
relación a la ciencia? Para solucionar las aporías. La dialéctica puede ejercer como una
propedéutica de la ciencia, y la ciencia comienza cuando llegamos a la esencia. El
momento platónico es el descubrimiento de que se puede seguir razonando incluso
cuando no se alcanza la esencia, el razonamiento tiene en sí mismo valor aunque esté
más acá de la esencia. La dialéctica es útil como puesta en marcha de la ciencia, no sólo
como modo de resolver problemas. Es útil en el discurso de los primeros principios. La
única manera de establecer los primeros principios es la refutación, pues ellos mismos
no pueden establecerse en la medida en que es sobre ellos sobre los que todo lo demás
se establece.

16-10-2014

Aristóteles se propone demostrar un respeto a la figura del sofista en cuanto que se le


considera el creador de la figura del discurso que es la refutación. En el caso de
Aristóteles se trataría de ver el distinto uso que se hace de la aporía y la contradicción.
La sofística como instrumento en el que nos encontramos no con razonamientos reales
sino aparentes, se revisten de filósofos. Es meramente aparente porque juega con los
sentidos contrarios de un término y produce una ilusión de significado. Esa ilusión se
materializa en el hecho de poder mantener al mismo tiempo y en el mismo sentido una
cosa y su contraria. Frente a ese razonamiento aparente que juega con los significados
contrarios de un término, encontraremos lo que llamaremos dialéctica (Parménides,
Eutidemo, Sofista y Fedro). Estos últimos diálogos son claramente meta-dialógicos, es
decir, que los caracteriza el que la misma técnica del diálogo se convierte en objeto del
discurso. Lo que hace la dialéctica es el procedimiento que Aristóteles llama la
distinción de las significaciones múltiples, y allí donde la sofística jugaba con la ilusión
de significado, la dialéctica separa los distintos significados. Separar los contrarios,
incluso en la puesta en escena del diálogo, con dos conversadores opuestos. Aubenque
considera que esta distinción de las significaciones múltiples es el método universal
para refutar a los sofistas. Aunque no se rechaza que una palabra pueda tener más de un
sentido (todo lo contrario) se establece como norma que una palabra tiene que decirse
en un sentido cada vez que se dice. Esto es sólo posible porque la palabra debe mirarse
no sólo en el ámbito cerrado del lenguaje sino con referencia a lo que significa. En un
sentido abstracto claro que una palabra tiene muchas significaciones, pero no en su uso
concreto. Esto lo dicen Platón y Aristóteles de distintas maneras cuando dicen que el
logos es siempre logos de algo, siempre se dice algo de algo. (Cita al fragmento de De
interpretatione, 1, 16a3-8.). “El valor significante no es inherente a la palabra misma,
sino que depende de la intención que la anima…” (Aubenque, p. 107).

Hay cosas, como el principio de la ciencia del ser en cuanto ser, que son
indemostrables. Esto es ya una manera de reconocer que esa ciencia del ser en cuanto
ser no es una ciencia como las demás, puesto que no procede por demostraciones.
Cuando hablamos de un principio de no contradicción parece que hacemos referencia
meramente a una regla lógica, pero se trata de mucho más que eso. No es solamente un
protocolo. Es, sin duda, un principio lógico, pero cuando Aristóteles escribe no hay una
cosa semejante a la lógica. Si este principio es el principio de todo decir y de todo hacer
con sentido, comprendemos por qué no se puede demostrar este principio: toda
demostración es un logos, una forma de decir algo con sentido, y por tanto presupone ya
el principio. Aquello en virtud de lo cual se puede decir algo no podemos decirlo.
Wittgenstein decía “hay cosas que en el lenguaje no se pueden decir pero que se pueden
mostrar”, y significa aquí exhibirlo, ponerlo de manifiesto cada vez que decimos algo.
Así también el amante que sabe amar lo muestra, no lo explica. Algunos neopositivistas
consideraban que había nombres que pueden ir directamente a las cosas, como
apuntando con el dedo a un sitio (los nombres propios, por ejemplo). Esto es una
bobada de las gordas, porque cuando señalas con el dedo incluso puede haber
equívocos, puedes señalar a la mesa o al libro que hay encima. Lo que significa exhibir
o mostrar para Aristóteles es que el lenguaje que es indicativo es el lenguaje figurativo,
todo lo contrario al lenguaje recto, es el lenguaje de los enigmas. Lo que se puede
mostrar sólo se puede mostrar de forma elusiva, indirecta. Decir algo desviadamente,
indirectamente, diciendo algo de eso en lugar de decirlo directamente, es decir algo
mediante otro, es dialógico necesariamente, me hace falta otro. Me hace falta un
adversario que niegue la existencia del principio para poder demostrar el principio. Si
alguien niega el principio podré refutarlo directamente y, aunque esto no será
estrictamente una demostración, podré convencer a los que dudan. La ciencia del ser en
cuanto ser no puede ser nunca una ciencia demostrativa, silogística, apodíctica, sino que
tiene que proceder por interrogaciones y respuestas. Cuando procedes por respuestas y
preguntas procedes dialógicamente, nunca silogísticamente. El contrario puede ser
imaginario o uno mismo en cuanto otro. Podría parecer difícil, en el caso del principio
de no contradicción, alguien que niegue ese principio. Aristóteles se lo inventa, pero
para el propio Aristóteles ese otro candidato a la refutación, ese adversario que le falta
(“me hace falta un adversario”) es el sofista totalmente curtido en esa clase de
contiendas verbales: la sofística es una necesidad para la filosofía.

Contradicción en Aristóteles no es meramente un defecto lógico, contradecirse en


griego antiguo es un decir que se desdice mientras se dice, lo que se dice contra el decir,
lo indecible. Aquello cuyo mero intento de decirlo es triturar el sentido de lo que se
dice. Esto es imposible, lo imposible es imposible, lo indecible es indecible. Es aquello
que cuando intenta decirse se desdice. El sofista es el idóneo para prestar a Aristóteles
ese servicio, pues se quiere incapaz de decir lo imposible, de decir lo indecible, y
además por poco dinero. Así como Aristóteles tiene un colaborador magnífico en el
sofista, también tiene como aliado a los pensadores físicos, pues el orden de la physis es
el lugar de lo que siempre está en cambio, llegando a ser lo que no son, y así no hay
manera de decir nada. ¿Cómo decir algo de algo, cómo decir ‘s’ es ‘p’ si cuando estoy
diciendo ‘p’ ‘s’ ha dejado de ser? Si hay movimiento y cambio y nosotros mismos
estamos en movimiento todo intento de decir algo es imposible. El sofista, aliado con el
movimiento y los físicos dice (porque sabe que si consigue decir algo de algo da la
razón al filósofo), se atrinchera en que nunca se dice nada de nada. Se refugia en esa
evidencia para demostrar que le parece facilísimo eso que Aristóteles considera
imposible: lo imposible es real y, por ello, anula toda posibilidad de decir lo real.
Aristóteles considera que hay que conseguir convertir lo imposible en dificilísimo.
Aristóteles se extenúa a lo largo del libro gamma para conseguir que esa contradicción
deje de serlo y se convierta simplemente en una contrariedad.

Las contradictorias no pueden ser falsas a la vez o verdaderas a la vez, pero las
contrarias o las subcontrarias, tienen posibilidad de coexistir: pueden ser ambas falsas o
verdaderas al mismo tiempo. Entra la cuestión del tiempo. Todos aquellos que dicen que
son capaces de hacer lo imposible, mienten, porque lo imposible es imposible para los
mortales. Todo aquel que intenta desmentir la posibilidad de un discurso predicativo
lleva consigo un adversario que lo refuta. Lo imposible (que las cosas sean lo que son a
la vez que son lo que no son) es imposible para nosotros los mortales. Aristóteles está
tomando eso que el sofista le vende como imposible como un enigma: eso que tomado
en sentido recto es imposible pero en sentido figurado tiene sentido. El imposible es que
las cosas sean lo que no son. Las cosas no son en acto lo que son en potencia y las cosas
son en potencia lo que no son en acto. Esto último es convertir lo imposible en
dificilísimo. O, las cosas no son del todo lo que son algo y las cosas son algo lo que no
son del todo. Ahí vemos otra vez que el reparto dialógico del ser en varios sentidos
siempre va indisolublemente ligado a ese reparto (dia)crónico del ser: no en el mismo
sentido y al mismo tiempo. Reparto del ser en tiempos diversos. Las palabras significan
en varios sentidos, pero sólo en uno cada vez. Todo intento de superar esta barrera está
condenado al fracaso. Esa locura de lo imposible, de lo indecible, que las cosas son lo
que son y son lo que no son, también se podría formular desde el punto de vista
temporal diciendo que las cosas no son antes lo que son después y que las cosas son
después lo que no son antes. No hay reparto lógico del ser sin que haya reparto crónico
del ser. Lo imposible se convierte en difícil, como es difícil explicar cómo se llega a ser
después algo que no se era antes. Es difícil de explicar, pero no imposible.

La definición del tiempo de Aristóteles ha sido acusada de ser tramposa: decir “el
tiempo es el número de movimientos que une el antes y el después” presupone el
tiempo. La razón de que esto tenga que ser así significa que el tiempo está presupuesto
por todo intento de definir igual que lo está el principio de no contradicción. Nosotros
mismos estamos inmersos estamos en el mundo del movimiento, y esto no sólo significa
que nosotros como seres físicos estamos corrompiéndonos, sino que el mismo decir es
también un movimiento. Lo que dice Aristóteles es: todo movimiento está medido por
el tiempo, y este movimiento que es el decir está también medido por el tiempo. Decir el
tiempo sin presuponer el tiempo es como buscar un decir que fuera anterior al principio
de no contradicción. No hay forma de salirse del movimiento, no hay forma de eliminar
el movimiento. Lo imposible separa los contrarios para sortear la contradicción, para
que no sea una contradicción decir “un hombre está sano y enfermo” se puede decir que
“está enfermo antes y enfermo después”. La dificultad que sustituye a la contradicción
es la dificultad de pasar de la potencia al acto, del antes al después. Es la dificultad de
pasar del sujeto al predicado. La imposibilidad de explicar cómo puede pasar eso de que
se pase del antes al después. ¿Cómo señalar el punto en que el niño se hace hombre? ¿O
el momento en que se aprende a hablar inglés? Es incompatible esta dificultad con la
idea del tiempo como una reunión de instantes iguales y vacíos, como mera sucesión de
instantes. El ahora es como una especie de intermedio entre el ser y el no ser, pero, dice
Aristóteles, el tiempo no es un todo compuesto de partes que serían esos ahoras
puntuales y efímeros. El tiempo no está compuesto de ahoras (Física 218a8 y ss.). El
ahora es el tiempo del todo, y es una clase de totalidad muy rara pues no puede
subsumir del todo sus partes. Que el tiempo sea siempre ahora no es capaz de aniquilar
el hecho de que el ahora tenga siempre un antes (de ahora) y un después (de ahora). Por
mucho que digamos “el tiempo es siempre presente”, es una clase de presente muy rara,
con siempre un antes y un después. Aunque el ser sea presencia, es una clase rara de
presencia (ousía) que siempre tiene un antes y un después, que nunca se reduce a ser
presencia. También la acción tiene siempre un principio (arkhé), un medio y un fin
(telos). (Poética 1453a13, 20). ¿Cuánto dura una vez? Lo que dura una acción, un
argumento ligado por el sentido. Si el hilo se corta por alguna razón en, por ejemplo, las
fábulas (porque hay demasiados episodios, porque son inverosímiles, porque tienen
demasiado personajes) no hay una vez, no hay la vez. Así como todo movimiento tiene
medida (siempre va de algo a algo, no va de todo a todo ni de nada a nada) todo decir es
decir algo de algo y nunca decir todo de todo ni nada de nada. La única manera de
eludir el argumento sofístico (cuando digo el predicado el sujeto ya no existe) es
conseguir que el predicado esté ligado al sujeto en la misma vez. El sentido sólo se da a
veces, sólo se da de vez en vez. Lo que dura una vez no lo determina el reloj sino lo que
puede resistir el hilo del sentido (en el fondo, lo que puede resistir el otro con el que
hablamos). Hay que tener cuidado con esto porque, en este caso, tenemos un término
(ahora) que nosotros podemos identificar con lo que nosotros, modernos, entendemos el
tiempo (una sucesión de instantes, de ahoras). Esto no es el tiempo antiguo, el tiempo
no es un puro presente vacío, el ahora es un paso del antes al después (un paso difícil), y
más que un presente es un movimiento, un devenir.

Cuando el filósofo discute con el sofista no es posible encontrar ese tipo de


diferencia conceptual que muchos estudiosos suponen (o desean), es decir, que nos
gustaría poder distinguir quirúrgicamente la sofística y decir en qué momento se pasa de
filosofía a sofística. Se debe comprender que hay diferencias entre sofística y filosofía
que no son conceptuales pero no por ello son menos irreductibles. En consonancia con
esto que decíamos antes de que la clave para refutar las aporías del sofista es no atenerse
al encierro en el discurso e ir a las intenciones, lo que hace Aristóteles en el libro
gamma es obligar al sofista a referirse a las cosas. Lo que hace en ocasiones Aristóteles
para refutar al sofista es reducir al absurdo lo que dice el sofista. Para Aristóteles el
sofista es alguien que considera la negación del principio de no contradicción pero se
olvida de que si se niega este principio también es verdadero lo contrario de la oración.
Aristóteles no le pide al adversario que diga que algo es o que no es, sino que diga algo
de algo. “Dime algo definido”, es decir, común a los interlocutores, pues parece que no
puede haber diálogo sin algo común entre los interlocutores. La conclusión de
Aristóteles después de todo esto es que el principio de no contradicción, a diferencia de
la manera como el sofista plantea la discusión, no pertenece al discurso. El principio de
no contradicción es la condición de posibilidad previa a todo discurso: que las palabras
tengan sentido no es una proposición demostrable, sino la condición de posibilidad de
hacer proposiciones. No hay que admitir nada teoréticamente, hay que hablar, y hablar
es el testimonio de la esencia del discurso. El conflicto que se escenifica en el libro
gamma no es un conflicto lógico ni discursivo, es un conflicto vital. No es una
contraposición de proposiciones, sino una contraposición entre lo que se piensa y lo que
se dice: la palabra no es sólo sonido sino intención, la intención que la anima, el alma de
la palabra es la intención. Podríamos decir: cuando un adversario tiene intenciones
diferentes, si mi intención significativa es diferente de la de mi opositor, ¿en qué sentido
podemos decir que estamos hablando? Sería un milagro que una palabra tuviera un
sentido si no hubiera un fundamento objetivo de esa posibilidad de tener un principio de
entendimiento común. Ese fundamento objetivo que garantiza que siempre que
hablamos decimos algo en un solo sentido es ousía. Ousía es la garantía de que una
palabra tiene una sola significación cada vez. Lo que garantiza que cuando decimos “el
hombre” nos podamos referir a algo con una esencia y no dos. Las cosas tienen una sola
esencia. La exigencia lingüística de univocidad sólo puede ocurrir en el orden del
lenguaje porque en el orden del ser funciona el principio de no contradicción como
principio ontológico, como condición a priori de posibilidad. El principio no pertenece
al plano del lenguaje, sino que es ontológico, y requiere una ciencia que sólo puede
llamarse ciencia del ser en cuanto ser. Desemboca en un terreno que no es el del
lenguaje a pesar de que surge del lenguaje. La refutación de la negación sofística del
principio de no contradicción establece las condiciones de posibilidad del lenguaje y se
sitúa en el terreno del ser. Hay lenguaje porque las palabras tienen sentido definido, y
las palabras tienen sentido definido porque las cosas tienen una sustancia definida. Lo
que el sofista dice está refutado no en el terreno del discurso, sino que está refutado por
su conducta y su pensamiento. No se refuta en el lenguaje. Aristóteles reconoce la
distancia entre lenguaje y ser y precisamente por eso de lo que se trata es de analizar las
diferentes significaciones. El hecho de que los hombres puedan hablar entre ellos y
entenderse prueba que las palabras tienen un sentido cada vez. Si los hombres se
entienden entre sí prueba que sus intenciones convergen en algún sitio. La ontología no
es un discurso sobre el ser en el sentido de que el ser fuera su objeto inmediato: la
ontología es un discurso que sólo puede ser comprendida si se supone el ser como
fundamente de su comprensión. El ser es la condición de posibilidad de entendimiento
entre los hombres siempre presupuesta y nunca del todo explícita, y que esto sea así no
elimina que el pasar de ese presupuesto siempre implícito a una ciencia del ser en
cuanto ser es enormemente problemático. La ciencia del ser en cuanto ser plantea el
problema de cómo se puede explicitar esas condiciones a priori implícitas si en lugar de
demostraciones lo que nos ofrece de antemano son interrogaciones y respuestas: es
decir, ¿puede un discurso científico ser dialéctico? Es una ciencia con un procedimiento
casi no científico. La solución mañana.

17-10-2014

En el contexto de la discusión con el sofista. Aubenque señala que las palabras tienen
una significación cada vez porque las cosas tienen una esencia. Suena raro decir, sin
embargo, que las cosas tienen una esencia cada vez. Esa afirmación cuadra muy bien
con la distinción entre lo que serían meramente hechos de lenguaje o de discurso, que
serían aquellos de los que tiene que dar cuenta la teoría del lenguaje y el paso a un
principio ontológico que señala las condiciones de posibilidad de ese lenguaje. Si
tenemos en cuenta estas dos afirmaciones, entonces parece que nos abocaría a la
conclusión de que la ciencia del ser en cuanto ser es la ciencia de la esencia. Esto es un
equívoco, esto no puede ser lo que dice Aristóteles. Si las palabras tuvieran una
significación porque las cosas tienen una esencia, estaríamos abocados a afirmar que no
hay discurso falso, como afirmaban los sofistas. Y esto es precisamente lo que
Aristóteles está rebatiendo. Deberíamos afirmar que el predicado dice el todo del sujeto,
algo que Aristóteles no puede aceptar porque siempre se dice algo de algo, pero nunca
el todo de algo. “Las cosas tienen una significación cada vez” significa que no dicen
todo de algo ni todo de todo, sino algo de algo cada vez. Su significación es no una sino
múltiple. Que signifique una sola cosa cada vez puede significar dos cosas: puede ser
que esa única significación de esa vez sea la significación principal (cuando decimos,
por ejemplo, “Sócrates es hombre), es decir, un discurso que dice la esencia de lo que se
dice. Esto sería una ciencia. El uso del diálogo, sin embargo, es proto-científico. Pero
también puede ser que una palabra tenga una significación que no sea la esencial, un
discurso no esencial. ¿Diríamos que ese discurso que no dice la esencia de aquello de lo
que hablamos es un discurso falso? Cuando una palabra significa un significado
inesencial (Sócrates es calvo) es accidental, dice los accidentes de la cosa, pero no es
necesariamente falso.

Las cosas, cada vez, nos muestran un aspecto (una forma mejor de decir eso que
sonaba tan raro de que “las cosas tienen una esencia cada vez”). Tratamos de cosas que,
igual que las palabras, no tienen una significación única. Las cosas también tienen una
manera múltiple de mostrarse, no sólo en su modo esencial. Pongamos que una cosa nos
muestra su esencia: incluso en ese caso, sólo nos muestra algo de ella (algo de algo cada
vez) porque las cosas no son sólo su esencia. También su número, su cantidad, su lugar,
su tiempo… Cuando una cosa nos muestra sus accidentes (Sócrates siendo calvo) no es
verdad que nos muestren su no-ser. Las cosas muestran un aspecto cada vez, e incluso
en el mejor de los casos en que nos muestren su esencia, no están mostrando todo lo que
son. Hablamos de cosas que no son sólo su esencia sino también sus accidentes. Hay un
privilegio de la esencia en Aristóteles porque todos los accidentes remiten a su esencia:
sólo cuando una mesa es mesa podemos decir es que es blanca o negra, grande o
pequeña… Pero la esencia no es la colección de todos los accidentes. Aunque la esencia
sea la primera de las categorías, la esencia no agota el ser de las cosas. Por lo tanto, la
ciencia del ser no puede ser la ciencia de la esencia, de hecho ni siquiera puede ser una
ciencia única sino que deberá ser múltiple como múltiples son sus significaciones. Es un
discurso necesariamente accidental dado que es un discurso de cosas que no son sólo su
esencia. Por eso debe ser dialéctica y no analítica. La ciencia del ser en cuanto ser no es
la ciencia de la esencia. La ciencia del ser en cuanto ser nunca es un discurso con
referencia inmediata al ser, sino un discurso mediado por el lenguaje. El nacimiento de
la ciencia del ser en cuanto ser está vinculado, entonces al análisis de las significaciones
múltiples del ser.

La afirmación “toda palabra tiene un significado porque toda cosa tiene una esencia”
es una afirmación polémica que hay que entender en el contexto de la disputa de los
sofistas y como contraposición a la tesis de que ninguna cosa tiene significado porque
ninguna cosa tiene una esencia. Si fuera esto cierto la argumentación sería posible, y
podríamos decir que todo es accidente. Curiosamente, el sostener esta posición
insostenible (pues accidente se dice respecto de la esencia y si todo es accidente nada lo
es) coincide con la afirmación “nada es accidental”. Una ontología del accidente (lo que
querrían construir los sofistas) consistiría en asumir las consecuencias de la equivocidad
universal pero sería una no-ontología. Si todo fuera accidente, no habría un ente primero
del cual se digan. Puedo decir “Sócrates es hombre” pretendiendo que es algo
accidental, puedo sostener que cuando digo “Sócrates es hombre”, hombre tiene muchas
significaciones y en él está incluido lo no-humano, por lo que estaría diciendo que
Sócrates es hombre y no hombre al mismo tiempo y en el mismo sentido. Nada impide
que un mismo sujeto sea hombre y blanco y muchísimas otras cosas, pero la sofística
impide que se privilegie un atributo que se quiera esencial. Evitando un atributo que
exprese la esencia podré predicar lo que quiera. La idea de Aristóteles de que debe
haber una unidad de predicación, un atributo privilegiado que sea la esencia, está
vinculada a lo que podríamos llamar la incompatibilidad de las esencias. Las esencias
son mutuamente incompatibles, lo que no ocurre si todo es accidente. Si esa unidad de
significación no existe todo es, como dicen los sofistas, equívoco. Antes de toda
demostración tiene que haber una premisa indemostrable, igual que antes del
movimiento debe haber un primer motor inmóvil: asimismo, todo lo que se dice debe
poder decirse de algo que tenga una esencia, que tenga un predicado privilegiado que
incluya los predicados accidentales. Podemos predicar varios accidentes siempre que
esos accidentes lo sean de un mismo sujeto. La esencia aquí se comporta como sustrato
común de todos los accidentes. La esencia no es, como decíamos, la colección de todos
los accidentes. Por muchos accidentes que acumulemos no vamos a reunir la esencia. La
distinción entre esencia y accidente es, realmente, lo que atraviesa toda la obra de
Aristóteles. No es lo mismo, dice Aristóteles, significar un sujeto que significar algo de
un sujeto. Hombre no sólo significa de una cosa, sino también una cosa. Aunque el
mismo ente sea hombre y no-hombre (músico, blanco, calvo…) esto sólo se puede decir
considerando que “hombre” es un accidente más y deberán añadirse todos los demás
accidentes, pero “hombre” es más que eso. El sofista, por tanto, no está presentando una
ontología errónea frente a Aristóteles que tendría la ontología buena, sino que el sofista
patrocina la imposibilidad de la ontología. Si el sofista tiene razón no hay ciencia del ser
en cuanto ser. Los sofistas identifican el accidente con el no-ser: suponer que es lo
mismo decir “Sócrates es blanco” que “Sócrates es la blancura”. La escisión
esencia/accidente no pertenece al lenguaje, está presente en las cosas mismas. La
posición del sofista no es la de una mala ontología sino la de su imposibilidad. La
posición del sofista (sólo hay accidentes) implica que la sofística no es ciencia sino
apariencia de ciencia.

Una vez hecha la guerra contra los sofistas hay que recordar la otra parte de la
cuestión: esta crítica de un intento de construir una ciencia del accidente no puede
significar que ser se diga solamente esencia. Cuando decimos “el hombre es blanco”,
blanco no dice la esencia del hombre, pero el hombre es blanco. Formalmente, es igual
de atributiva la frase “Sócrates es blanco” que “Sócrates es hombre”. Ser se dice de
muchas maneras. El hombre es blanco no es lo mismo que decir el hombre es lo blanco.
No hay identidad analítica entre el hombre y lo blanco, pero aun así, el hombre es
blanco. Es una relación accidental pero verdadera. ¿Cuándo corremos el peligro de
identificar accidente con no ser? Cuando identificamos ser con esencia. Entonces,
Aristóteles renuncia a la equivocidad sofística (que todo sea accidente) pero también
renuncia a la univocidad parmenídea. Ser, entonces, se dice de muchas maneras. Y entre
estas maneras, está el ser por accidente. Es una forma de ser precaria, deficitaria,
dependiente, pero es otra forma de ser. (Ver Sofista, 257 b-c). ¿Cómo puede ser que, si
“s” es “p”, “s” pueda ser “no-p” (“q”) sin dejar de ser “p”? Podemos decir (Parménides)
que “s” es uno en un sentido y múltiple en otro. Lo uno es múltiple (que dicho así sería
una contradicción) pero lo uno es múltiple en un sentido distinto de aquel en que se dice
que es uno. El problema de las significaciones del ser equivale al problema de las
significaciones del mundo. Los antiguos, dice Aristóteles pensando en Zenón, decían
que de algo se puede decir que es uno y múltiple pero ignoraban la diferencia entre ser
uno en acto y múltiple en potencia. Algo puede ser uno y no-uno sin contradicción
siempre que se digan en distintos sentidos. Se pone en cuestión la apariencia de
contradicción. Si distinguimos los sentidos desaparece la apariencia de contradicción.
Lo uno puede ser uno en acto pero puede ser múltiple en potencia, que es lo mismo que
decir que es uno en acto y es uno en potencia. Distinción entre el ser por sí y el ser por
accidente. Esta distinción es otra versión de la distinción entre la predicación esencial y
la predicación accidental. Diríamos “s” es “p”, pero “p” no es “s”: el hombre es blanco,
pero lo blanco no es hombre. La atribución no puede nunca agotarse en el discurso
esencial. Frente a los sofistas, toda atribución (sea esencial o sea accidental) remite
directa o indirectamente a un primer sujeto que es la esencia.

Toda esencia, dice Aristóteles, es en potencia muchos accidentes. Aquí, más que
discutiendo con los sofistas discute con esos perversos discípulos de Sócrates que eran
los megáricos. Todo sujeto es en potencia muchos predicados. Debemos distinguir entre
dos sentidos del ser: ser por sí o ser por accidente. Si no distinguimos esto y
consideramos que el accidente es el no ser estamos en la posición de Parménides. Pero
dicho todo esto queda un residuo inevitable en la reflexión que parece contradictorio o
que no es fácilmente casable con eso que decíamos al principio. Nos encontramos con
un tipo de homonimia que no parece ser fácilmente resoluble: la homonimia del ser. Ser
se dice de muchas maneras (en potencia y en acto, por ejemplo), la equivocidad del ser
no parece accidental sino más bien esencial. Hablamos de dos maneras de significar que
son irreductibles. Cuando Aristóteles formula este método universal para refutar
sofismas que es la distinción de las significaciones, lo que hace es enumerar las
significaciones. Empezar por enumerar las significaciones y ver qué clase de
multiplicidad de significaciones hay en cada caso. ¿Qué clase de alteridad es la que hay
entre las dos significaciones? ¿En qué sentido son diferentes? Cuando yo digo “Pedro es
bueno”, “Pedro es de Cuenca”, “Pedro es más ancho que largo”… todo eso es una
forma de decir el ser de Pedro que no es decirlo como una esencia. Esas formas de decir
no equivalen a decir la esencia. Lo verdadero y lo falso son maneras de decirse el ser (y
el no-ser), pero no son categorías. Las categorías son formas de atribuir un predicado a
un sujeto. En ese sentido las categorías son significaciones del ser que deben
distinguirse. Ser por accidente y ser por sí es una división que parece remitir al discurso
esencial y al accidental. En estas maneras de decir el ser está lo verdadero y lo falso, y
esto supone dar un giro más radical a lo que estábamos diciendo. “No están lo falso y lo
verdadero en las cosas, como si lo bueno fuese verdadero y lo malo falso, sino en el
pensamiento” (1027 b). “La verdad del ser simple no admite predicación (V/F), sino que
simplemente se capta o no se capta”. Cuando hacemos un enlace con el pensamiento
será verdadero si expresa el enlace que hay en las cosas. Una cosa no es blanca porque
yo lo diga sino que yo digo que es blanco porque lo es, lo que parece significar que la
verdad del pensamiento expresa una verdad ante-predicativa que está en las cosas y no
en el pensamiento. Sólo podemos hablar de enlace si hablamos de seres compuestos.
Seres compuestos significa en Aristóteles seres atravesados por la distinción entre
esencia y accidente. En los seres simples no hay dato verdadero o falso: hay captar o no
captar. Hay fasis o no fasis, pero ni catáfasis ni apófasis. ¿Debe ser entendida la verdad
en Aristóteles como desvelamiento, como adecuación…? Diríamos que la posición de
Aristóteles es que, en cierto modo, la verdad siempre es desvelamiento pero es verdad
que cuando pensamos en la verdad del juicio no hablamos de desvelamiento sino que
yo, sujeto, digo algo de algo. Pero no es así como lo ve un griego de la época de
Aristóteles: dejamos hablar en nosotros a una relación que hay antes de nosotros. “Hay
una anterioridad de la verdad con respecto a sí misma por la que en el mismo instante en
que la hacemos ser mediante nuestro discurso la hacemos ser precisamente como siendo
ya antes” (Aubenque, 144). En su sentido más propio, por excelencia, el verdadero/falso
es la manera más correcta de decir ser y no ser. El verdadero es el sentido más propio
del ser porque es el sentido más propio que el pensamiento reitera: no podríamos decir
nada del ser si el ser no estuviera ya de antemano abierto a nosotros. Esta es la
condición bajo la cual se puede decir el ser. Esta apertura, ¿es atributiva o es puramente
enunciativa? La enunciación comporta siempre una atribución implícita, para nosotros
nunca hay fasis pura, captar un simple es algo que no podemos hacer así de simple.
Captar un indivisible, un simple, sólo podemos hacerlo diciendo su esencia. Captamos a
Sócrates cuando captamos su esencia, cuando captamos una esencia como siendo ya
antes verdadera. El principio de la anterioridad posterior. Primero captamos
atributivamente la esencia de Sócrates y la captamos como aquello que ya ha sido
siempre, eso que ya era antes de que lo captáramos. De manera que atribuir la esencia a
aquello de lo que es esencia no es mentar una composición o una división, no hago
síntesis, sino que cuando Aristóteles se refiere al ser se refiere a la cópula que vincula
sujeto y predicado. El ser como cópula no es una significación entre otras
significaciones, por eso el sentido de ser por excelencia es el fundamento de toda
significación. A partir de ese sentido fundamental del ser, de esa apertura fundamental
del ser al logos los diferentes modos del ser son los modos de la predicación.

23-10-2014

Cuando Aristóteles y toda la tradición aristotélica se refieren a la sinonimia y la


homonimia en general lo hacen de una forma distinta a nosotros. Nosotros nos
referimos a una propiedad de las palabras, son las palabras las que se dicen de una
manera u otra (homónima, sinónima, equívoca…). Estas palabras mantienen un mismo
tenor, un mismo significado en toda esta tradición (a pesar de que se cambian por
equivocidad y univocidad en la Edad Media) y se está describiendo un problema que
trata de aquellos casos en que nos referimos con un mismo nombre a cosas de esencia
diferente (homonimia). Damos el mismo nombre a un hombre real y a ese mismo
hombre pintado en un cuadro. Estamos produciendo la posibilidad de un equívoco. En
un caso más serio, quizás, tendríamos el ejemplo de la distinción entre el can perro y el
can constelación. La sinonimia es aún más rara, que es lo que llamaban univocidad los
escolásticos medievales. El buey y el hombre son sinónimos en el sentido de que tienen
una esencia común: pertenecen al género animal. Sinonimia se suele referir a la
pertenencia a un género. Para Aristóteles la homonimia es en el lenguaje un fenómeno
excepcional (de lo contrario el lenguaje sería equívoco de suyo), y además accidental en
el sentido en que un accidente sólo se dice de otro accidente si ambos lo son del mismo
sujeto. (1006a34): “No hay problema en atribuir varios sentidos a la misma palabra, con
tal de que sean limitados en número, pues se podría asignar a cada definición…”.
Podemos organizar los “canes” casi numeradamente, como can 1, can 2, can 3… Todas
las cosas tienen en común el ser y en ese sentido quizás se podría decir que el ser es
sinónimo. Pluralidad de significados de lo bueno: podemos decir que alguien es bueno,
que los tiempos son buenos en el sentido de propicios, podemos decir que una comida
es muy buena… En todos los casos usamos la misma palabra en categorías y sentidos
diferentes. En el caso del buey y el caballo (que de ambos se pueda decir que son
sinónimos en tanto pertenecientes a un mismo género) parece que la homonimia es
cuestión ontológica. Sin embargo, en el caso de “bueno” que poníamos antes, parece
que la homonimia se da en tanto repartida por diferentes categorías. Aristóteles afirma
que no puede haber una ciencia del bien, pues el bien se dice de tantas maneras como se
dice el ser: es decir, se dispersa por todas las categorías sin posibilidad de reunificación
en un género común.

Si las categorías fueran especies del ser, serían especies de un mismo género (el ser
sería un género, igual que hombre y besugo son sinónimos en cuanto pertenecientes a
un género, todos los entes serían sinónimos en cuanto pertenecientes al género ser). La
especie no puede ser de otro género que aquel que ella especifica: si supusiéramos que
el hombre y el buey son sinónimos en tanto pertenecientes al género de animal, y
aquello que singulariza al hombre sea su condición de bípedo, la condición de bípedo
sólo podría decirse en el seno de un género (el de animal). El género del género es el
género de la especie. Parece que cuando dice todo esto se le olvida que en caso del ser
esto no puede ser así. Parece que podemos hace un círculo de animales que englobe al
círculo “hombre”, pero ¿podemos hacer como si los géneros fueran divisiones de un
género más general? ¿Podemos superar las categorías hacia un círculo que las engloba y
que es el ser? Esto no es posible, los géneros no están comprendidos en un género
superior que sea el ser. Aristóteles lo dice de manera soslayada: “El no-ser también se
dice en varios sentidos, igual que ocurre con el ser: de modo que el no-hombre significa
no ser esto, lo no-recto significa el no ser tal, lo no-largo-de-tres-codos significa el no
ser tanto” (1003b5). Cuando decimos que todas las cosas son, ¿estamos diciendo que
pertenecen a un mismo género que es el ser? No, a la pregunta de por qué se dice de las
cosas que son no se puede dar una sola respuesta, sino tantas como las categorías. Eso
parece decir Aristóteles cuando enumera las categorías en los Tópicos de tal manera que
pareciera que las categorías fueran géneros de otro género más general. La tesis de
Aristóteles es que finalmente la pluralidad de significaciones del ser es irreductible
porque el ser no es un género común: el ser del que Aristóteles habla cuando habla de la
ciencia del ser en cuanto ser no tiene esencia. No se puede dar una definición de él
porque no tiene esencia. Parece sustituir esa definición imposible por una enumeración.
La enumeración de las categorías no es sistemática sino, más bien, rapsódica (Kant
sobre Aristóteles). Y quizás esto sea, precisamente, dar en el clavo. Las categorías son
formas de la pregunta “¿qué es?”. A la pregunta “¿qué es el ser?” sólo se puede
responder con el uso que se hace del ser en cada caso. No es que haya muchas
naturalezas, sino que ay muchas maneras de decir el ser: no hay una categoría general
de la cual las demás categorías fueran especies. “No importa que se atribuyan diversos
sentidos a la misma palabra, con tal de que sean limitados en número, pues a cada
definición podría asignársele un nombre diferente” (1006a34).

Pero, entonces ¿por qué no suprimir la palabra “ser” y la sustituimos por las
significaciones diversas de las categorías? Pero el caso es que no se deja reducir, es un
hecho de la lengua. Siempre que queremos describir las categorías vuelve a aparecer el
ser como problema, como algo que no se puede reducir al género a la que pertenecerían
las especies. El ser no es un género pero todo género es (ser). En el caso del verbo ser
nos encontramos con un tipo de homonimia que no se puede reducir, que no es
accidental y que está inscrita en el hecho de que las cosas sean. Si quisiéramos eliminar
la pluralidad de modos de decirse el ser eliminaríamos el lenguaje. Debemos centrarnos
en eliminar la ambigüedad cada vez, no en general. El hecho de que tengamos que
eliminarla cada vez da la sensación de que es un continuado fracaso, siempre que se
elimina reaparece, es un trabajo interminable sobre el lenguaje. El ser se dispersa en una
pluralidad de significaciones pero nunca se agota en esa pluralidad de significaciones.
El número de sentidos del ser es indeterminado. La tabla categorial de Aristóteles no es
un sistema, está necesariamente inacabada. La pluralidad no es una pluralidad definida,
la distinción de las significaciones inacabables del ser es la tarea de la ciencia del ser en
cuanto ser, una tarea que es, por esencia, inacabable. La presentación en cada caso de la
manera de significar el ser a la que nos referimos no evita que la ambigüedad resurja.

No podemos obviar el hecho de que Aristóteles tiene un paliativo contra esta


ambigüedad. Hay una homonimia del ser que no es accidental, que no es el tipo de
homonimia que se pueda resolver añadiendo un número a cada significación, que tiene
fundamento ontológico. Es una forma de mantenerse en algún punto situado a medio
camino entre la absoluta homonimia del ser (sofistas) y la absoluta sinonimia del ser de
Parménides. “Así como todas las cosas que son sanas lo son por referencia a la salud –
unas porque la conservan, otras porque la producen, otras porque la significan, otras
porque son susceptibles de recibirla-, así también el ser se dice de muchas maneras”.
“Unas cosas se llaman seres porque son esencias, otras porque son afecciones de la
esencia, otras porque conducen a ella o, al contrario, la destruyen o son privaciones de
la misma o cualidades de ella, o también porque son agentes generadores de una esencia
o de aquello que se dice por referencia a una esencia o, finalmente, porque son
negaciones de la esencia” (1003b6). Ousía es la forma de significar el ser sin la cual no
podrían darse las demás formas de significarlo. Es un principio del ser pero, aunque sea
el principio del ser del resto de las categorías (es porque la esencia es por lo que puede
haber esencias diferentes) pero no es el principio del conocer de las categorías.
Conociendo la esencia, no se puede deducir de este conocimiento el del resto de
categorías. La esencia está implícita en el resto de categorías. Todas las categorías
implican la esencia (pero no al revés). Esto es todo lo que dice en el libro Gamma sobre
este asunto. Las categorías no dicen nada de la esencia, dicen implícitamente la esencia
pero no dicen nada de ella, es una implicitud que desborda el marco del discurso. Las
categorías no son modos de significación de la esencia, sino del ser. Por eso la esencia
no es el ser, la esencia significa inmediatamente el ser y las demás categorías significan
el ser mediatamente: significan la esencia para significar el ser. La esencia es una
categoría y, por ello, no es el ser en cuanto ser. La esencia no es el ser y la ontología de
Aristóteles no es una ousiología. Esto no elimina la ambigüedad del ser. Las categorías
que no son la esencia son significaciones múltiples no de la esencia sino de la
significación ambigua que mantienen con la esencia. Aubenque, entonces, afirma que en
Aristóteles el discurso sobre el ser está esencialmente fragmentado. La ciencia del ser en
cuanto ser es el esfuerzo continuamente fracasado para eliminar la homonimia del ser.

Aristóteles utiliza el término analogía en un sentido completamente distinto al


propuesto por la escolástica. Platón se refería a la analogía cualitativa (República VI,
507d-508c). Aristóteles, en cambio, se refiere a la analogía de proporcionalidad: A es a
B como C es a D. Tomás de Aquino, en cambio, utiliza la analogía de proporción.

En el fondo, el equívoco con respecto a lo que es eso que tienen en común todas las
maneras de decirse el ser se produce por primera vez con los comentaristas griegos. Hay
una teoría que es más bien de la analogía, de la homonimia… que tiene un contexto
neoplatónico que no tiene nada que ver con lo que Aristóteles estaba diciendo. En el
caso de Aristóteles, cuando hablamos de analogía siempre tenemos dos relaciones de
términos: el entendimiento es al alma lo que el ojo al cuerpo. Pero, ¿por qué hay
categorías en lugar de sólo ser? El bien se dice de muchas maneras y si hay cierta
unidad en esa multiplicidad es por analogía de las diferentes significaciones del ser a las
diferentes significaciones del bien. Aubenque, p. 170.

Si la homonimia del ser es irreductible, si no hay ningún modo de reducir esta


equivocidad, entonces la consecuencia es que la ciencia del ser en cuanto ser tiene que
ser dialéctica. Esto es algo que a Aristóteles no le es agradable, pues la dialéctica no es
propiamente una ciencia teórica. La ciencia del ser en cuanto ser es definida como una
ciencia eminente, pero la dialéctica siempre en Aristóteles está dotada de una
insuficiencia científica, es insuficiente como ciencia. Parece que cuadra mal la idea de
una ciencia que sería la más alta de todas las ciencias con una forma de proceder infra-
científico como es la dialéctica. El sofista saca provecho de esta proximidad entre la
dialéctica y la filosofía. La dialéctica es un modo tentativo de aproximación a la verdad,
pero cuando se trata de conocimiento de la verdad atribuir a la ciencia del ser en cuanto
ser el carácter de dialéctico es problemático. Pero, con todo, cuadra muy bien con el
hecho de que no puede ser una ciencia particular. La ciencia del ser no parece que pueda
dar el salto de ser otra cosa más que propedéutica. La ciencia del ser, en lugar de tener
proposiciones numerables, tiene más bien problemas. Nos encontramos con una
dificultad importante, que consiste en que la dialéctica y la ontología se distinguen de
iure, pero sin embargo parece que de facto se confunden y que Aristóteles, de mala
gana, tiene que reconocer este parentesco. Aristóteles, por decirlo más claro, no quiere
una ontología dialéctica, sino científica, analítica… Lo que pasa es que termina
desembocando en una ciencia del ser en cuanto ser que se confunde con una dialéctica:
la realidad de la ontología es dialéctica porque la realización de su proyecto sólo puede
ser una realización imperfecta. Entonces, en este punto no se puede aminorar la tensión
en el texto de Aristóteles.

Esto no sólo es interesante dentro del propio Aristóteles sino que también evoca una
confrontación característica del pensamiento antiguo: la confrontación de Aristóteles
con Platón. Aristóteles dice constantemente que los diálogos socráticos son muy
imperfectos porque siempre falta el término medio del silogismo, porque las
conclusiones no son seguras… Queriendo perseguir una esencia, a una definición,
nunca lo consiguen. Lo curioso de esta distancia entre Platón y Aristóteles es que eso
mismo que Aristóteles afirma que le pasa a Platón es que es lo mismo que le ocurre a
Aristóteles intentando definir la ciencia del ser en cuanto ser. El ser no tiene esencia,
por lo que no puede haber una ciencia del ser. Lo que pasa en Aristóteles, entonces, es
lo mismo que lo que ocurre en Platón.

24-10-2014

Cuando el filósofo se enfrenta al sofista parece que se enfrenta una doctrina contra
otra, pero eso que parece la doctrina sofística del lenguaje no es, en realidad, más que
una técnica. Está al servicio de alguien a cuya disposición pone esas técnicas. Por
imperativos profesionales debe hacer abstracción de la verdad, para lograr su objetivo
debe además hace abstracción de aquello mismo que dice con las palabras que utiliza.
No se trata de entenderse con alguien, sino de persuadirle, por lo que una apariencia de
entendimiento será más útil que el entendimiento. Se sirve de la lengua para fines que
no tienen nada de lógicos ni de lingüísticos. En esas circunstancias es comprensible que
adquieran la reputación de contar con un saber que les permite refutar cualquier cosa.
Aristóteles considera de gran valor la idea de refutación entendiendo por tal la idea de
oponer coacción lógica, pero al mismo tiempo considera inválida la manera en que los
sofistas practican la refutación (haciendo abstracción de la pretensión significativa de
las palabras). El sofista pretende la ganancia, no sólo de dinero, sino de ganar la partida,
salir victorioso del juego lingüístico, mientras que el sofista tiene la intención de verdad,
pretende la verdad. La distinción es más sutil: Aristóteles introduce una distinción
doble. Cuando Aristóteles habla del filósofo frente al dialéctico y al sofista se refiere al
científico, al experto, al que sabe de algo… El dialéctico trata de aquello acerca de los
cuales no puede haber expertos porque no son cosas acerca de las cuales se pueda hacer
ciencia, argumenta cuando no puede haber ciencia, y el sofista aparenta argumentar
como el filósofo con argumentos persuasivos y seductores pero débiles. En
Refutaciones sofísticas hace una distinción más sutil. El sofista hace argumentos
aparentes para ganar una discusión no por el hecho de ganarla sino porque va a
aumentar su reputación y con ella sus posibilidades de lucrarse. El X discute por ganar
la discusión, su finalidad es estar siempre en disputa, le interesa más la disputa que su
resolución pero sin olvidar que busca la victoria: es la distinción entre el que hace la
guerra para lucrarse y el que la hace por el placer de la victoria. Estas dos técnicas las
pone en relación con el arte heirástico en que introduce también al dialéctico. Sólo el
dialéctico discute con arte, el único que sabe discutir. No trata de discutir por discutir ni
de discutir para lucrarse, sino para alcanzar la verdad.

Sofista y filósofo, entonces, revisten la misma figura pero se diferencian por la


intención. Para que alguien pueda tener intención de verdad, antes debe decir algo. Esto
no quiere decir que Aristóteles no admita que una palabra no pueda tener dos
significados, sino que cada palabra sólo puede tener un significado cada vez. Si esto no
es así, si el sofista juega con la ambigüedad de los términos, entonces ocurrirá que los
que hablan no podrán entenderse y que el locutor no estará diciendo nada porque si
dijera algo estaría entendiendo la palabra en un sentido determinado. Aquí interesa
subrayar que lo que Aristóteles defiende que el que actúa como actúa el sofista no está
argumentando: tiene la apariencia de un razonamiento pero no está razonando. El papel
del sofista es un atentado, un terrorismo discursivo contra la posibilidad de entenderse.
El sofista pone de antemano en cuestión la posibilidad de argumentar. Se trata de
mostrar al que atenta contra el argumentar que, a pesar de sus intenciones, no ha
conseguido argumentar nada. Se trata de refutar no a aquellos que mantienen opiniones
enfrentadas a las nuestras sino a los que atentan contra la posibilidad de argumentar. La
tesis de que cada palabra sólo puede tener un significado cada vez no es un imperativo
lógico, remite al plano previo de las posibilidades previas de la argumentación: un plano
que no es ya el de la argumentación sino el momento previo. Cuando se consigue
invalidar a aquel que niega la posibilidad del entendimiento, la refutación del sofista se
consigue con la fundación de la filosofía, de la ciencia del ser en cuanto ser. El defecto
de la posición del sofista no consiste en hacer malo argumentos, sino en negarse a
argumentar y en impedir que los demás puedan argumentar. Los principios pre-
discursivos del discurso están situados en ese terreno en el cual no hay ciencia
demostrativa, no hay silogismos demostrativos. Esos presupuestos pre-discursivos son
lo que nunca sale a la luz en el razonamiento científico o analítico, ni en el diálogo
normal. Ciencia, saber significan, en este caso, un conocimiento acerca de un género
determinado de cosas, sobre cosas que tienen un modo irreductible de ser. El sofista no
puede hacerse pasar por sabio en este sentido, puede hacerse pasar por médico pero no
puede curar enfermos. Puede soltar una verborrea que haga pensar que es médico pero
no podrá curar enfermos. Sin embargo, sí puede hacerse pasar por alguien que puede
enseñar sobre la orientación hacia el saber (¿?). Con lo que el sofista juega no es con los
principios de la ciencia sino con los principios anteriores a toda ciencia y por tanto no
susceptibles de razonamiento analítico o silogístico. Esos presupuestos pre-discursivos
sólo pueden ser estudiados por la ciencia del ser en cuanto ser. El filósofo, entonces, no
puede identificarse con el científico.
El sofista es un adversario, entonces, imprescindible para el filósofo porque esos
principios pre-discursivos son completamente inaccesibles en condiciones normales y
sólo pueden sacarse a la luz cuando alguien los pone en cuestión. Para que se pueda
refutar al sofista es preciso que primero el sofista pretenda invalidar esos principios. El
sofista es el comienzo necesario de la ontología, de la ciencia del ser en cuanto ser, el
principio de toda filosofía. Se puede preguntar legítimamente por qué no explica esto
desde el primer libro de la Metafísica. Sin embargo no podemos estar seguros de la
ordenación, es una pregunta un poco intempestiva. ¿Por qué este saber de los primeros
principios se ve abocado al fracaso cuando se ve como ciencia del ser en cuanto ser?
Porque no son primeros en el sentido en que una ciencia pueda ser primera respecto a
otra en la jerarquía de saberes. No son primeros o anteriores porque sean de una ciencia
anterior sino porque son anteriores a toda ciencia en la medida en que toda ciencia
presupone estos principios en la medida en que argumenta. Cuando el filósofo se apea
de su primera aspiración científica se ve obligado a competir con los sofistas porque
sólo estos son capaces de entregar al filósofo esos principios por la refutación. No los
principios de una ciencia particular, ni siquiera de una ciencia más eminente y primera.
Podríamos decir que nos gustaría pensar que, cuando leemos la ordenación de los libros
de la Metafísica, estamos asistiendo al camino que siguió su pensamiento, pasando de
una ciencia de primeros principios hasta su realización de ciencia del ser en cuanto
ser… Aunque la refutación del sofista sea el comienzo necesario de la filosofía, eso
todavía no nos dice nada acerca de cuál es el método filosófico, que consiste en la
distinción de las significaciones múltiples. El método primero con el que cuenta
Aristóteles es el de devolvernos la posibilidad de argumentar, no continuando una
conversación interrumpida, sino retornando a un diálogo reforzado consciente de sus
principios e implicaciones. Al operar de este modo Aristóteles está dando una definición
de aquello que nosotros podríamos llamar el trabajo intelectual, el trabajo filosófico. No
es una ciencia y precisamente por ello debe empezar a modo de refutación. Necesita
siempre de un sofista que le permita al filósofo alcanzar los límites de la argumentación
de forma oblicua.

El filósofo, al principio, no puede revestir otra figura que la del sofista. Nosotros
sabemos que la intención del filósofo no es sofística, que no es una intención herística
(discutir por discutir), que no es una intención exclusivamente dialéctica… pero eso es
difícil de ver en una conversación. Un buen indicio para diferenciarlos debería ser el
método: el aburridísimo trabajo de las distintas definiciones de un término. Cuando se
produce el retorno a la argumentación, tiene un tono decepcionante para la audiencia.
La noticia de que las cosas deben significar algo, en la medida en que pone un límite al
discurso, crea una incomodidad inevitable que se agrava cuando la audiencia es un
público en sentido moderno. ¿Quién va a poner fronteras a nuestra creatividad
lingüística? El filósofo es un poco aguafiestas que viene a declarar que se ha acabado el
juego verbal y vacío. El filósofo saca el discurso del terreno de la mera controversia y lo
pone en el terreno del árido desierto de la argumentación (Parménides). Y no está
probado que a la gente le guste mucho argumentar. Si además de introducir este
compromiso introducimos el de la verdad, que es una limitación más estricta: las
palabras deben referirse a las cosas; la sensación de incomodidad aumenta.

Es necesario renunciar, también, a la univocidad como regla y a la noción de la


palabra como mero instrumento de comunicación: el aparato de comunicación humano
comporta un sistema de significación que obliga a disputar el principio de equivocidad
sofística. Esta nueva ciencia del ser en cuanto ser ya no significa el término ciencia
como cuando se ocupa de cualquier otro campo de conocimiento (como la física, la
matemática…), la ciencia del ser en cuanto ser no es una ciencia sobre el ser sino que
pone el ser como fundamento de toda comprensión. El despliegue de las significaciones
múltiples en Aristóteles cambia de tenor en el sentido de que ya no hablamos de las
significaciones múltiples de cualquier palabra sino en las significaciones múltiples del
ser como fundamento del discurso. La distinción entre esencia y accidente, entre acto y
potencia no es más que repetir “ser se dice de muchas maneras”, ser no se dice sólo
esencia o acto, sino también accidente y potencia. Es preciso desplegar el ámbito de las
muchas significaciones del ser que es el ámbito de las categorías, que nunca puede ser
una lista que agote las maneras de decirse el ser justamente porque la equivocidad del
ser es irreductible (incluso a las categorías). Aristóteles se presenta por una parte como
el fundador de una ciencia del ser y al mismo tiempo, y en eso ha consistido la
perplejidad de sus comentadores, demuestra que la ciencia del ser es imposible en el
sentido de ciencia que se da a la física o a las matemáticas. Las condiciones que
Aristóteles ha puesto para el discurso científico tienen que ver con una cierta
estabilidad, determinación, determinabilidad del objeto. La apuesta de Aristóteles en el
terreno del discurso científico es la apuesta por desprender de la sensación aquello que
no es particular sino universal y tiene la función de estabilizar el alma. No estamos
hablando meramente de generalizar, sino pasar de lo infinito, incognoscible e inestable a
lo finito, cognoscible y estable. Sólo hay ciencia, conocimiento estable, de lo que es
universal: lo cual no quiere decir que sea común (podemos pasar del individuo a la
especie, y de la especie al género, pero si rebasamos el género no aumenta la claridad
sino que caemos en un discurso vacío).

La posición de Aristóteles al buscar la unidad del ser es paradójica en el sentido de


que parecería que si a esta unidad tenemos que proceder por esta generalización, lo que
tenemos ya no es determinación sino indeterminación. La posición de Aristóteles es que
toda ciencia depende de una ciencia anterior y que la primera ciencia, al no depender de
otra, no es puramente ciencia sino meramente intuición. La ciencia del ser en cuanto ser
es imposible porque no hay un género al que podrían atenerse sus principios. Es una
ciencia que parece destinada al fracaso en la medida en que se enfrenta a una
contradicción: toda ciencia lo es de un género pero el ser no es un género, por lo que
pareciera que no habría una ciencia del ser en cuanto ser. La sensación de que el ser se
pudiera pensar como el género general es en realidad anti-aristotélico. El ser no puede
ser un género porque cada género excluye a los demás géneros, y el ser los incluye. La
ascendencia hacia lo universal conduce a varios géneros diferentes, no a uno único. El
ser es un predicado universal del que no puede decirse nada. No hay definición del ser,
pues definir es introducir lo definido en un género del cuál lo definido sería la
especificación. El género necesita una diferencia de otro género, y si el ser fuera un
género universal necesitaría una diferencia universal, lo cual es absurdo. Según sus
intérpretes el ser no es un género porque es más que un género, incluye todas las
diferencias: dado que todo es ser no podemos decir nada del ser pero de todo podemos
decir que es. Aristóteles no estaría de acuerdo con esto.

Cuando Aristóteles dice que es razonable que Sócrates buscase la esencia de las
cosas pues pretendía hacer silogismos y el principio del silogismo es la esencia tiene en
mente el modelo de la ciencia teórica. La ciencia trata de cosas con una determinada
manera de ser, y eso es característico de la noción griega, que las cosas tuvieran una
manera de ser. No es que el discurso racional deba tomar como punto de partida una
definición, sino que la naturaleza de las cosas, la esencia de las cosas, se pone de
manifiesto cuando aparecen determinadas en el logos. El científico busca la esencia (el
silogismo es la esencia), la esencia es lo que pone término al diálogo y esto de
delimitarse las cosas en el logos es el modo como aparece o se revela la esencia de las
cosas. Las cosas se ocultan al logos cuando el logos cae en lo indefinido. “Sólo hay
ciencia de lo universal” no implica un desprecio de lo individual. La esencia, la
determinación, es lo que pone fin al diálogo y a partir de que aparece esa determinación
es posible hacer ciencia. La esencia es el principio, también, del razonamiento. Si puede
la determinación “hombres” alcanzar lo indeterminado “atenienses” es porque media un
término medio, extrayendo de lo indeterminado algo determinado, que es el género, es
la forma en que la determinación determina lo indeterminado. Todo griego es hombre.
Todo ateniense es griego. Luego todo ateniense es hombre. Ateniense es la especie,
griego es el género (la mediación gracias a lo cual el qué de la pregunta qué es se vuelve
definido). Sólo por mediación del género puede la esencia determinar lo indeterminado.

La preeminencia del género tiene todavía otro significado. Griego es más extenso
que ateniense pero su capacidad de determinación no depende de su extensión. Llega un
momento en el que el exceso de generalidad nos aleja de lo universal. Sólo hay
conocimiento estable de lo que tiene un género, de aquello que comporta un límite.
Podemos errar quedándonos en lo particular o yendo hacia algo que quede por encima
de los géneros y que será vacío por demasiado general (aunque esa última palabra no es
del todo adecuada, pues ser más general del género implica intentar determinar la
determinación sin término medio).

30-10-2014

Cuando afirma que el ser se dice de muchas maneras puede suscitar en nosotros la
duda de si se refiere a las cosas o a las palabras, algo que Aristóteles no puede contestar
porque de lo que se trata en su contexto es de que el ser es manifestado de diferentes
maneras. No podemos deshacernos del psiquismo moderno. Ser no puede decirse de una
sola manera, de una vez por todas y para siempre. La pluralidad del ser es irreductible, y
las cosas no pueden ser de una sola manera sino necesariamente de varias. La ontología
tiene que ser, entre otras cosas, el despliegue o la distinción entre esas múltiples
maneras de ser. Para Aristóteles hay una forma privilegiada de decirse el ser: ousía. Por
muy alta que sea esta forma de ser, no puede ser la única. Cuando decimos que la silla
es lo que sirve para sentarse decimos la esencia de la silla, lo que es. Pero también
decimos sobre el ser de la silla cuando decimos cuánto mide y de qué color es. Así
neutralizamos un prejuicio del que no es fácil librarse cuando se usa la palabra ser: de lo
que se trata cuando decimos que el ser se dice de muchas maneras es que se puede decir
de muchas formas lo que la cosa es (en cuanto a color, cantidad…). Esto da lugar al
problema de la homonimia del ser. Las distintas maneras de decirse el ser no están en
absoluto contenidas en la ousía, ésta no es un género que contenga a las especies. La
homonimia del ser es, entonces, irreductible. La ontología es el conjunto de los intentos
humanos por reducir esa homonimia. Pero detrás de esos intentos resurge la dificultad
que nos encontraremos de nuevo cuando queramos decir lo que es algo. Es una tarea
rigurosamente interminable. Los intentos de reducir la equivocidad del ser es lo que se
llama ciencia. La diferencia entre los sentidos del ser es irreductible, pero en el interior
de esas formas de decirse el ser hay univocidad: si convenimos en llamar a cada una de
las maneras de decirse el ser, géneros, dentro de un mismo género (animal), diferencias
como cuadrúpedo, alado, mamífero… son perfectamente inteligibles y son capaces de
definir la esencia, la diferencia específica de una serie de objetos de las que hablamos.
El género es la condición de terminabilidad, el principio en virtud del cual la diferencia
se vuelve específica, y lo indeterminado se vuelve determinable, finito. La diferencia
sólo se vuelve inteligible, sólo se convierte en diferencia específica esencial en el marco
del género (el re dentro de la escala pentatónica, mientras que fuera de ella se vuelve un
ruido más ininteligible). La diferencia entre el besugo y el hombre sólo puede
determinarse a partir de su identidad mutua: difieren sólo estando dentro de un mismo
género (animal). Distinguimos a unos hombres de otros y a unos besugos de otros, pero
ninguna de esas diferencias es esencial (que un besugo sea más largo que otro, o esté
cocinado de otra manera, o tenga una coloración distinta o una aleta rota). El significado
del verbo ser (de la cópula “es”) no puede reducirse a la esencia, y por ello no vale que
haya sólo matemático, sino que se hace necesaria la ontología, en la medida en que
estamos en un mundo en que no basta decir la esencia para decir el ser de una cosa.

Las diferencias entre géneros, a su vez, parecen fáciles de reducir a lo conceptual


porque esos géneros pertenecen a otro género superior: los animales se diferencian de
las plantas perteneciendo ambos a los seres vivos. Si nos elevamos a esas maneras
últimas de decirse el ser nos damos de bruces con la homonimia del ser en toda su
significación: nos encontramos con una serie de significaciones del ser (géneros) cuya
diferencia no pueden referirse a un género común. A pesar de ello, se sugiere en el
propio empleo del término “ser”, que debe existir algo común entre esas maneras
múltiples de decirse el ser para que podamos decir de todas ellas que son. Es innegable
que cuando Aristóteles traza este proyecto se enfrenta a una tradición anterior a él que
hoy podemos llamar “tradición de una ontología de la univocidad”. Tradición en la que
el ser se dice en un solo sentido de todo lo que se dice. Si el ser se dice en un solo
sentido, todo discurso accidental tendría que ser declarado falso, y todo lo relativo a
nuestro conocimiento sensible del mundo (relacionado con el espacio, el tiempo y el
movimiento) sería tan ilusorio como se vuelve ilusorio que Aquiles gane la carrera a la
tortuga. Habría que decir entonces que la ontología es imposible, no puede haber
discurso del ser, y el discurso sería una forma de interacción entre los hombres que no
se caracteriza por una intención significativa. Para que ser signifique lo mismo cuando
se dice de Dios que cuando se dice de las hormigas, el ser debe convertirse en algo muy
modesto e indefinido. Lo más indefinido que se puede pensar, llegando Hegel a
identificarlo con la nada. La teología sería, entonces, una parte de la ontología general.
La idea de que se puede ascender hasta el ser por la generalización. La distinción de los
géneros del ser pasaría a ser una cuestión predicativa: ponemos al ser como sujeto
indeterminado y generalísimo y lo vamos especificando a base de ponerle predicados,
garantizando eso que aunque ser sea eso generalísimo la jerarquía de Dios respecto al
mundo. Por este camino, la ontología de la univocidad de la que quería escapar
Aristóteles se continuó después de él malinterpretándole.

Las cosas acerca de las cuales hay ciencia son las naturales, las que pertenecen a un
mismo género. Al mantener esta posición Aristóteles pone de manifiesto la relación que
la cultura antigua tiene con la naturaleza. No es que los griegos sean gente muy
respetuosa con el medio ambiente. Lo que significa que es que las cosas que tienen una
naturaleza, un modo espontáneo e irreductible de ser son las únicas cosas acerca de las
cuales se puede hacer ciencia. Ser de una manera peculiar fue lo que Aristóteles, Platón
o Sócrates llamaron esencia. La teoría es, para Aristóteles, el límite de la praxis, como
la praxis es el límite de la poiesis. La relación de los griegos con la naturaleza está
mediada por lo que ellos entienden por naturaleza. Heidegger, que mantuvo mucha
atención sobre los textos griegos, afirmaba que si hubiéramos traducido physis habría
que decir “fuente imperante y pavorosa a la que es consustancial manifestarse y
ocultarse” (cita incompleta). Manifiesta y oculta porque necesita de aquello que se
levanta contra ella para ser lo que ella es y es el único lugar donde ella puede
manifestarse y ocultarse. El ser humano es el lugar donde la naturaleza se oculta
(cuando el hombre cree que puede dominarla) y es donde la naturaleza se revela contra
el que intenta dominarla (imperante y pavorosa), el hombre es también el lugar donde la
naturaleza se reúne consigo misma volviendo a encajar las cosas gracias a la existencia
humana y a veces a costa de ella. Esa manera de ser las cosas de una manera propia
contra la que no se puede hacer nada (naturaleza) es lo que en la tragedia ática se llama
destino, contra el que luchan los héroes y ante el que perecen. Destino significa, entre
muchas otras cosas, el lote que los dioses (que no hacen acto de presencia en el
escenario) han reservado al hombre y que, finalmente, siempre es la muerte. Todo esto
sirve para comprender que cuando hoy escuchamos aquella frase estoica de “vivir
conforme a la naturaleza” expresan aquellas actitudes que son una cierta desconfianza
con respecto a las posibilidades de la acción para lograr una felicidad. La virtud, la
excelencia moral requiere un esfuerzo excepcional para lograr lo mejor en la elección
dentro de esa destinación contra la que no se puede hacer nada.

La naturaleza de las cosas se revela y se oculta en la acción humana justamente como


aquello que es irreductible a la propia acción. Como aquello que no es acción, sino que
es un hecho. La regla conforme a la cual elegimos es el carácter (ethos). Lo que
buscamos con esa regla es hacer la mejor elección, elegir lo mejor, la virtud, del mismo
modo que aquel que toca la flauta busca tocar la flauta de la mejor manera. Nuestra
naturaleza mortal hace que sólo podamos actuar “una vez cada vez”, nunca de una vez
para siempre, y por eso necesitamos una regla a la que atenernos. La excelencia de la
acción no tiene que ver con el éxito, no tiene que ver con satisfacer los propósitos que
teníamos cuando empezamos a actuar. La acción ética es el lugar donde se revela o se
oculta la naturaleza de las cosas, pero en realidad el ámbito del ethos y el de lo natural
están en tensión. El ethos sólo puede ser lo que es a partir de su límite con lo natural y la
physis sólo puede ser lo que es a partir de su límite con la ciudad.

Cuando Aristóteles habla de logos está hablando de algo así como la facultad de
establecer diferencias lógicamente relevantes. Hay casos en los que la diferencia no es
siempre racional sino accidental, y esos casos son los que justifican la existencia de la
ciencia del ser en cuanto ser. Aristóteles trabaja en un terreno en el que todavía no
puede haber claridad lógica, sino que la habrá cuando haya diferenciación de géneros.
Tiene que dar un paso más allá de ese terreno, tiene que insertarse o tiene que acceder a
ese terreno inseguro en el que ya no hay diferencias esenciales, pues ha llegado al límite
de los géneros y a ese lugar donde ya no puede haber ciencia. Los géneros universales
son los límites estabilizadores en los que las diferencias se vuelven racionales e
inteligibles, y cuando se sobrepasan se produce un traspiés. Sin embargo, esto no es un
borde marginal del discurso, ese terreno resbaladizo es el de la ciencia del ser en cuanto
ser. Esta es la base de las críticas de Aristóteles al platonismo: esa dialéctica de Platón
no puede ser ciencia apodíctica por dos razones: porque ningún método que proceda por
interrogaciones no puede manifestar la naturaleza de algo y por su proceder sin
demostración. La dialéctica no puede alcanzar la condición de la determinabilidad, que
es el término medio. La ciencia del ser no es una ciencia teórica como lo es la
matemática o la física.

31-10-2014

Hablamos hoy sobre Kant y el ornitorrinco, de Umberto Eco [toda la clase es


siguiendo el texto paso a paso]. De lo que habla Eco acerca de lo que se había dado
cuenta Pascal es aquello que decíamos ayer que hacía notar Aubenque: para hablar del
ser nos falta el término medio, quedando así el ser como lo indefinido, pues todo intento
de definir el ser sería incluir lo definido en la definición. Esto no es lo mismo que decir
que del ser no se puede hablar. A Pardo sí que le suena un poco a lo de Gorgias (a que
del ser no se pueda hablar). Todo cae dentro del ser pero no significa nada, y cuando
decimos de algo que es no añadimos nada a esa cosa ni a nuestro entendimiento sobre
ella. Las cosas que hay es ta onta, pero cuando Aristóteles habla del ser no habla de las
cosas que hay (que son). Aristóteles afirma por activa y por pasiva que del ser no puede
decirse sólo esencia, que es el ser de dios. Aristóteles afirmaría que la teología es más
general que la ontología. Pero hay algo más que teología, hay algo más que esencias, y
eso también es. Ese mundo en el que las cosas no son sólo su esencia sino también su
cualidad, su cantidad… Si afirmo lo que dice Eco estoy diciendo que el ser es el punto
de mayor abstracción lingüística y que no significa nada. Spinoza, hablando de las
trampas metafísicas del lenguaje, hablaba de una manera en la cual casi podríamos
confundirle con un empirista: ¿por qué pensar que los términos generales son más
apropiados que los términos concretos, si ocurre al contrario? Cuanto más abstraemos y
generalizamos, más nos alejamos de la realidad. Sin embargo, Spinoza, junto a Leibniz,
es en realidad la culminación de la ontología concebida como ciencia del ser en cuanto
lo más general. El problema de si ser es o no existir es un problema interesante pero no
es un problema de Aristóteles. La distinción esencia/existencia no estaba marcada por
los griegos. El problema del existir no es un problema aristotélico.

El problema de la distinción en Aristóteles es distinto que en nosotros. Lo


fundamental es el movimiento y el tiempo existe sólo en la medida en que hay
movimiento.

06-11-2014

Eco está hablando de cómo el ser no se puede reducir a lo que hay en el mundo (pp.
33-34). El interés de Aristóteles trascendía la inconmensurabilidad de las gramáticas (a
propósito de la afirmación de Eco en la p. 34: “Es conocida la objeción moderna de que
la metafísica occidental…”). Para Eco, la inquietud por la existencia de Dios (p. 36) es
una pregunta posterior a la pregunta por el ser. ¿Es en Aristóteles esto también así? ¿Es
primero la pregunta por el ser y después la pregunta por el ser de Dios? El sentido de
plantear esta pregunta es que Eco ha estudiado profundamente a Tomás de Aquino, y
este planteamiento de que primero es la evidencia del ser y la cuestión de Dios es
secundaria (una vez se ha admitido el ser) concuerda muy bien con lo que hemos
llamado muchas veces “ontología general”. El ser es el gran círculo, el gran contenedor,
el líquido amniótico porque todo está en el ser, teniendo entonces la ontología potestad
para tratar de todo lo que es. Y, después, como dentro del ser hay una especialidad
especialísima que es la de Dios, viene como una ontología regional, como una
metafísica especial dentro de la metafísica general. Esta fue la solución de los
escolásticos. Pero esa no es la solución de Aristóteles. Para Aristóteles el ser nunca es
ese género amniótico, el ser no es un género, el ser se dice de muchas maneras y no hay
forma de reunirlas bajo una sola. El ser no puede ser un gran género general dentro del
cual compartimentar otros géneros inferiores. Aristóteles nunca aceptaría, de ninguna
manera, que el tratado acerca de Dios fuera un apartado de la ciencia del ser en cuanto
ser. La ciencia del ser en cuanto ser es, precisamente, la ciencia de los seres en
movimiento, es decir, todo lo contrario. La teología no sólo es una ciencia separada sino
que si a Aristóteles le preguntáramos qué viene primero, viene primero la teología
porque ser se dice sobre todo en sentido privilegiado y en sentido recto esencia, y de
Dios es de la única cosa que podemos decir que es esencia y nada más. Dios es lo que es
y lo es de forma plena y satisfactoria. El problema de Aristóteles es que tenemos que
dar cuenta de un tipo venido a menos de esencias que no son sólo esencias, sino calidad,
cantidad, lugar, tiempo… Lo de Umberto Eco suena a un planteamiento demasiado
adherido a la escolástica, en la que el ser visto como un gran círculo que todo lo incluye
instaura el problema de cómo explicar la existencia de un ser particular que es el ser
especialísimo y eminente que es Dios. Pero este no es el problema de Aristóteles. Nos
encontramos con el hecho de que hay esencias que no son sólo esencias sino cualidad,
cantidad, relación… y por eso se hace necesaria la ciencia del ser en cuanto ser. La
teología no incluye la ciencia del ser en cuanto ser, Dios es una esencia inmóvil y
separada, y por lo tanto la ciencia de Dios debe ser una ciencia del ser en cuanto ser que
es una ciencia del movimiento. La ciencia del ser en movimiento es la Física, es cierto,
pero él mismo dice al inicio de su tratado que ninguna ciencia puede dar cuenta de sus
propios principios, y dedica unas páginas a preguntarse por los principios de la ciencia
de los seres en movimiento (física). La ciencia del ser en cuanto ser trata de los seres en
movimiento y sólo existe porque los hay, pero en la metafísica surge poco el problema
del movimiento, porque está buscando los principios ontológicos que gobiernan a los
seres naturales en movimiento. Encontramos, entonces, en el libro de Eco un ejemplo
perfecto de cómo proceden los escolásticos que no se encuentra en Aristóteles.

El llegar a problematizar el ser es lo último, en la medida en que antes se nos


presentarán todos los problemas que se contienen en el ser (según Eco, p. 36). Es cierto,
uno se encuentra con entes pero jamás con el ser, y preguntarse por el ser parece
arbitrario. Pero cuando planteamos el problema en estos términos es porque parece que,
al ver las cosas así, estaríamos convirtiendo al ser en una cosa verde y con patas. Lo que
hacemos normalmente es hablar de los entes, y cuando Aristóteles y Platón plantean el
problema del ser no están hablando de algo verde y con patas de lo que se habla cuando
se ha hablado de todo lo demás, no nos preguntamos el ser cuando decimos “la mesa
es”, sino cuando decimos “la mesa es blanca”. No hablamos del ser sino de qué es el ser
mesa en cuanto mesa, del ser valiente en cuanto valiente… Si pensamos que el ser es
esa forma omnienvolvente que todo lo contiene, el género generalísimo, no tenemos
más remedio que pensar que eso es una cosa híper-abstracta. Estábamos esperando que
la ciencia del ser en cuanto ser fuera una ciencia como son ciencias la física, las
matemáticas… y que hubiera que tratarla con la misma actitud con la cual se enfrentan
al mundo los que quieren hacer ciencia. No ya ciencia a la aristotélica, sino los que
querían hacer un discurso científico acerca del mundo antes que Aristóteles y que van
dividiendo el mundo en elementos y contándonos en qué consiste cada cosa. Lo mismo
en Descartes, descomponiendo lo complejo en cosas simples, esperando entonces de un
científico que cuente en qué consisten las cosas. Pero la ciencia del ser en cuanto ser no
es una ciencia de los hechos sino de los fundamentos. Aristóteles quiere dar cuenta de
las condiciones de posibilidad en las que se hace posible el ser del mundo sublunar, los
entes físicos.

Aristóteles no dice que el ser se diga como accidental (contra Eco, p. 37), sino que se
puede decir como sustancia o como accidente, es decir, va en íntima relación con la
cuarta (p. 38). Cuando Aristóteles dice que es posible decir el ser per accidens no está
hablando propiamente de dos maneras de decirse el ser (por esencia o como accidente).
Está afirmando que se dice de múltiples formas, no de dos, que hay una primera que es
la sustancia y que, necesariamente, hay una multiplicidad que es la de los accidentes. Y
no puede decirse, efectivamente, sólo en acto. Dios no puede transformarse en otra cosa
diferente de lo que es: es lo que es. Se dice como verdadero, eso remite a las
afirmaciones de Aristóteles: lo verdadero y lo falso son las maneras más originarias de
decirse el ser y el no ser (“¡Aquí sí que Aristóteles es griego!”, Heidegger). Aunque la
verdad resida en las cosas –y esto es lo que hace que Heidegger aplauda esto-, esta
verdad del ser no es una verdad que nos sea accesible directamente, mediante la
intuición. Como para nosotros no es posible la intuición, para acceder a esa verdad del
ser no tenemos más recurso que esa forma de intuición degradada que es la predicación,
el decir algo de algo. La intuición de la verdad del ser sólo nos es posible mediante la
predicación. En ese sentido hay una anterioridad de la verdad con respecto a sí misma
(frase de Aubenque que hay que tener muy presente). Cuando yo digo “Esta mesa es
blanca” no quiero decir que lo sea porque yo lo digo. Digo que es blanca porque lo es,
porque lo es antes de que yo lo diga. Percibo la verdad en el juicio como siéndolo antes
de él. Las diversas maneras de decirse el ser son las categorías, lo que enumera Eco en
la página 37 y 38 son meras paráfrasis. De esas maneras de decirse el ser ya no se
puede decir que se reduzcan a 4, a 6 o a 10. No hay una lista acabada y definitiva de
categorías porque no podemos evitar que el ser se diga siempre de una nueva manera
que no teníamos pensado que surgiera.

Cuando Aristóteles afirma que es imposible que una cosa sea y no sea a la vez no
habla del logos (contra Eco, p. 39). No es lo mismo que el decir: se puede decir “esta
mesa es blanca y no blanca”. El hecho de que exista una contradicción en lo que
decimos no lo hace indecible, de hecho los sofistas se fundamentan en esto. No destruye
el discurso, le da al discurso un poder infinito. Se pueden decir cosas sin necesidad de
pensarlas y sin necesidad de que se ajusten a lo que es. En Aristóteles no se pueden
identificar pensamiento y lenguaje de forma absoluta. El sentimiento que embarga a un
griego cuando se le reprocha “dices en contra de lo que piensas” es la vergüenza, y
debería bastar para acallar su discurso.

Recuperamos la próxima clase el 4 de diciembre.

13-11-2014

Seguimos con el texto de Eco. Aubenque minimiza con razón el problema de la


penuria nominem en Aristóteles, que será un problema grave en la Edad Media que
preocupará a Duns Scoto, pero este no es el problema siquiera de la teoría del lenguaje
de Aristóteles. En Aristóteles lo verdaderamente individual es lo universal. En ese
sentido, este problema de que no se pueda dividir lo individual en cuanto individual no
es un problema grave para Aristóteles, no le preocupa que la palabra tenga muchos
significados en el sentido de que sea abstracta e incluya muchos individuos. Esto no
quiere decir que no sea un problema importante, y se verá en la Edad Media cómo se
convierte en un problema muy grave. Que no se pueda dar una definición del ser es
porque no es un género, y definir una cosa es situar esa cosa en un género y nombrar la
diferencia que lo hace ser lo que es frente a otras cosas. No se puede definir el ser y ese
no es el problema de Aristóteles, parte de ello y el problema del ser en cuanto ser no es
un problema de definiciones. Para Aristóteles la capacidad de la razón para fijar
diferencias conceptuales es limitada y, por tanto, no sólo hay “por arriba” un umbral a
partir del cual la definición no es posible (el ser, que automáticamente se divide en
géneros), sino un límite inferior: cuando llegamos a una especie ínfima, la capacidad del
logos para establecer diferencias específicas también ahí encuentra un límite. La especie
ínfima es la que no incluye en sí ninguna otra especie, y dentro de ella los seres que la
conforman entre sí se diferencian, pero sus diferencias ya no son conceptuales, no se
distinguen conceptual o racionalmente. La humana es una especie ínfima, por lo que no
hay distinción conceptual o racional entre sus miembros. El hecho de que se puedan
seguir diferenciando cosas en la especie ínfima, en el fondo, no es más que otra más de
las expresiones de la escisión entre la esencia y los accidentes. Los accidentes no dicen
la esencia de la cosa pero no por ello podemos decir que son diferencias falsas.

No podemos olvidar que cuando decimos ciencia del ser en cuanto ser y que la
filosofía es esto fundamentalmente, estamos enterándonos de eso por una determinada
concepción en la que Aristóteles comienza aceptando que ser se dice de muchas
maneras. No puede decirse sólo como esencia. Entre esas varias maneras de decirse, no
hay una unidad como sería la unidad de un género respecto a las especies. Esto no
quiere decir que no esté atravesado por una homonimia, hay una cierta homonimia
irreductible del ser. A pesar de que se dice de varias maneras, dentro de cada manera,
dentro de cada categoría, es unívoca: siempre que lo decimos como cantidad lo decimos
sólo como cantidad… Siempre hay que intentar reducir la homonimia distinguiendo las
significaciones pero no se puede reducir a la manera del listado. Hay otro modelo
ontológico previo al de Aristóteles y que podríamos llamar la ontología de la
univocidad: ser se dice de una sola manera para todo lo que es, que presentaría cierta
cercanía al poema de Parménides. A la luz de lo que ha venido después, tendríamos que
decir que esa única manera de decirse el ser de Parménides sería esencia, ousía. Y todo
aquello que no es la esencia debe ser declarado falso, ilusorio, un engaño que no puede
ser aprehendido por el conocimiento. Que el ser se diga de una sola manera cuadra mal
con nuestra experiencia del mundo, que también participa de lo accidental; y, además,
cuadra muy mal con nuestra experiencia del lenguaje, que nos obliga a estructurar lo
que decimos en sujeto y predicado.

El ser permite cualquier definición posterior, pero es él mismo indefinible. Los


“univocistas” (Duns Scoto, Hegel, Spinoza) afirman que el esquema categorial que el
imponemos al mundo (géneros, especies…) es válido para la práctica pero no es la
manera como las cosas realmente están divididas: el ser es siempre uno y se dice de la
misma manera para todo lo que es. Ser se dice de igual modo para una garrapata que
para Dios (ejemplo que le gusta a Deleuze). Nos presentan un plano categorial útil que
responde a nuestras necesidades pragmáticas pero no dice nada de cómo son las cosas.
En cambio, en la ontología de Aristóteles la división es real: la división de sujeto y
predicado no es sólo una división del lenguaje, sino que la causa de la división es que
vivimos en un mundo atravesado por el cambio y la contingencia y cada forma de ser es
diferente. La esencia está en el mundo sublunar separada de sí misma, las cosas están en
constante cambio y la división lógica entre sujeto y predicado se da porque existe una
división entre materia y forma en el mundo. Es una faena que los discípulos de
Aristóteles hayan separado los escritos lógicos como si trataran de algo distinto de lo
que trata la metafísica. Aristóteles, sin embargo, no concibe la metafísica como la
enumeración de los “ingredientes de la realidad”, sino que de lo que se ocupa
Aristóteles tanto en la Metafísica como en el primer libro de la Física es de los
principios en virtud de los cuales es posible la realidad.

[Es imposible decir cuál de las notas que percibimos de una cosa es la esencial.
Cuando decimos que la esencia es aquello propio de la cosa sin lo cual la cosa no sería
lo que es estamos haciendo abstracción: si le quito a un triángulo el ser isósceles no le
quito el ser triángulo, mientras que si le quitamos los tres lados sí. Así, la esencia
aparece “como un accidente más”]. [No sé a qué venía todo esto].

Hay un impulso, en el fondo, que tiene que ver con la distancia entre la obra de
Aristóteles y sus primeros comentaristas, a eliminar la aporía de Aristóteles eliminando
lo más molesto de ella. Esto es que la ciencia del ser en cuanto ser no es una ciencia
teórica como cualquier otra, y por lo tanto sus lejanos sucesores han intentado superar
este problema e intentar legitimar la ciencia del ser en cuanto ser como la matemática o
la física. Aristóteles también intenta situar al ser en el lugar de Dios (no sólo los
neoplatónicos como dice Eco), siendo el ser sólo esencia (diciéndose sólo ciencia del
ser, y punto) y por lo tanto estando más allá del lenguaje, siendo captable sólo por una
intuición intelectual y no sería un discurso con apófasis ni catáfasis, sino sólo fasis. Esto
que se capta de una sola vez como algo perfectamente acabado e individual, no afectado
del movimiento y no pudiendo hablar de él en términos de sujeto y predicado (pues
supondría dividirlo, y sólo podemos hablar en sujeto y predicado). Pero esto es para
Aristóteles un problema, no una solución, pues el único teólogo sería Dios, y de eso
sólo podemos hablar negativamente en el sentido de que lo único que se podría decir de
Dios es negación: es inmóvil, es separado… En el fondo, los neoplatónicos están
explotando industrialmente una solución que es del propio Aristóteles (poner el uno más
allá del lenguaje y circunscribirlo a base de negaciones, cosa que acaba siendo mala
teología –diría Aristóteles- puesto que las negaciones siempre son determinación por
oposición: no se puede negar sin negar determinadamente). La escolástica no puede
aceptar la solución neoplatónica por la ortodoxia católica. En el planteamiento
neoplatónico hay un reconocimiento del problema (y es la lente por la que casi todos
hemos leído a Platón) que dice: si nuestro mundo es terrestre, mutable, ¿cómo vamos a
hablar con nuestro lenguaje sobre Dios? Lo máximo a lo que aspiramos por este
lenguaje es al movimiento de los astros celestes, que son casi inteligibles. Pero lo que
no podemos es hablar del primer motor. Siempre es posible hablar del uno como
despliegue de luz o como repliegue del mundo, y esta relación que supondría la
inmanencia de Dios en el mundo no es aceptable desde la ortodoxia cristiana, que
necesita a Dios separado de sus criaturas por una brecha insalvable. Aunque siempre
estará hasta cierto punto presente la interpretación neoplatónica en la escolástica.
“La otra solución (de la escolástica)…” (Eco). La idea de que la ciencia del ser es la
ciencia generalísima crea un vacío que debe ser llenado por la teología, apareciendo
Dios como una cosa gorda y con patas. La analogía no es el resultado al que se llega
después de una investigación acerca del ser de Dios sino que es el presupuesto a partir
del que se puede hacer teología. Sólo porque hay una determinada analogía entre el ser
de Dios y el de lo terrestre es posible acercarse al ser de Dios con nuestro lenguaje.
Incluso Duns Scoto, que pensaba que no es que Dios quiera las cosas que quiere porque
son buenas sino que las cosas son buenas porque Dios las quiere, dibuja aquí una
posibilidad extraña que es una posibilidad de equivocidad: quizás lo que es bueno para
Dios no sea lo mismo que para nosotros. Guillermo de Ockham dirá incluso que Dios
no tiene ni por qué respetar el principio de no contradicción. Eco afirma que la analogía
es, entonces, un presupuesto para que haya teología, y sin ella no podría haber teología
sino sólo fe. Spinoza, tal y como cita Eco, deja claro que todo el montaje de Aristóteles
en torno a las categorías, los géneros y las especies es un cuento, pues quienes estén
habituados a considerar al hombre animal que ríe dirán que la risa será lo esencial de él
quienes estén habituados a considerarlo como animal racional dirán que la razón es lo
esencial del hombre, así la distinción entre esencia y accidentes se diluye.

14-11-2014

La posición de los univocistas siempre es de desconfianza del lenguaje, las divisiones


que parecen divisiones del ser son divisiones sólo del lenguaje. Aristóteles confía en el
lenguaje, si se quiere decir así. [Todo esto ya está visto]. Umberto Eco presenta la
división ser-ente a lo Parménides, como si Heidegger estuviera diciendo que los
distintos entes nos ocultasen una unidad del ser que está detrás de los entes. Pero esto no
es del todo cierto, pues ni Heidegger ni Aristóteles dudaron, como dice el propio Eco,
sobre la existencia de las sustancias. De modo que nunca afirmaría Heidegger que los
entes son una suerte de apariencias falsas que nos ocultan el ser. “Decir que hay algo
que la metafísica…” (p. 46): postura estrictamente hegeliana cuando éste pretende
criticar a Kant en torno a la cosa en sí misma. Si utiliza “naturaleza semiósica” en lugar
de “lingüística” es por la disputa de Saussure, quien afirmaba que la semiótica era un
campo más amplio que la lingüística, pues implica todo sistema de signos y no
meramente el lenguaje. La cultura como sistema de signos.

Intento de un giro ético del proyecto heideggeriano en la página 49, segundo párrafo:
“Por lo cual…”. Heidegger fue bastante complaciente con la posibilidad de una
interpretación ética de Ser y tiempo en la Alemania de los años 30, a pesar de que luego
negó esta posibilidad de interpretación. La reinterpretación de esta cuestión por parte de
Sartre como la necesidad moral de la decisión desde la nada fue simpática después de la
Segunda Guerra Mundial en la medida en que era atractiva la idea de que el hombre
pudiera decidir partiendo de nada, sin cargar con lo previo.
20-11-2014

Seguimos con Eco, página 54. Lo que parece emerger de esta posición que sí parece
considerar con seriedad (Eco) es que el lenguaje de los poetas puede superar los escollos
de un discurso acerca del ser que el lenguaje de la filosofía ha encallado. Quizás se
pueda hacer responsable al segundo Heidegger de la sospecha de una presencia perversa
en el lenguaje. Pareciera que el lenguaje del poeta es un lenguaje extraordinario, e
independiente de cuál fuera la posición de Heidegger, de este párrafo (p. 54) parece
desprenderse algo de lo que hablábamos el otro día: esa desconfianza en el lenguaje
como un síntoma de ese proyecto ontológico que llamábamos ontología de la
univocidad. Los diferentes nombres de los que desconfía Parménides son los contrarios:
frío/calor, noche/día son hijos de la experiencia pero se consolidan en el lenguaje, y
sería lo que nos impide el acceso al ser que subyace detrás de esas contradicciones, por
lo que tendríamos que desprendernos de los universales para poder acceder al ser que
está detrás de los entes. Esto entra en contradicción directa con Aristóteles, que sostiene
que la experiencia humana cristalizada en el lenguaje refleja o expresa el auténtico
modo como el ser está dividido, no es un frágil andamio que nosotros nos hemos
construido. Nos saltamos 1.8.

Parece que estamos reubicados en la posición aristotélica de la ontología de la


equivocidad al comienzo del parágrafo 1.9. No hay el ser, sino maneras de decirse el ser
y, por tanto, perspectivas. Nos encontramos con la inevitable consideración de que
podemos hablar sobre el ser de diferentes maneras, pero esas maneras son esquemas,
imágenes, representaciones “que quizás serían incompatibles entre sí pero todas podrían
decir una verdad propia” (p. 63). Lo que Eco nos dice es que eso de las diferentes
maneras de decirse el ser puede representar o puede referirse a un hecho inexorable de
nuestro tiempo, que es que hay diferentes maneras de interpretar el mundo, el lenguaje
como determinada manera de interpretar el mundo. Cada juego del lenguaje, cada
lenguaje, con su verdad propia. No como lo que el psiquismo humano construye para
interpretar el mundo sino que ya no estamos seguros de que las diferentes perspectivas
de interpretar el mundo sean compatibles entre sí. Problema de la interpretación.
[Mención al debate Rorty-Eco-Culler]. Se va desplazando en los párrafos finales de este
texto hacia una postura que no acepta que el ser sea sólo interpretación. Lo que está en
el trasfondo de la discusión del segundo párrafo del parágrafo 1.9 es que el hecho de
que ser siempre sea ser interpretado parece una forma de romper con un escenario de
violencia metafísica que permite entrar en el juego libre de las interpretaciones. Pero
detrás de la idea del juego de las interpretaciones está la cuestión de la guerra de las
interpretaciones, y casi puede parecer una invocación de la violencia: si no hay forma de
decidir entre dos interpretaciones, la única forma de decidir es la violencia. Bertrand
Russell afirmaba que si el pragmatismo era la filosofía estadounidense por excelencia
era porque, cuando no hay forma de decidir la interpretación, hay que sacar las
ametralladoras, y ante la frase de William James, “hay que escuchar los gritos de los
heridos”, Russell afirmaba: “Sí, eso es lo que hacen los americanos. Primero disparan, y
luego escuchan los gritos de los heridos”.
“En cualquier caso, sería muy aceptable…” (pp. 63-64). El afirmar la interpretación
inherente a todo estamos formulando un relativismo que se auto-refuta al formularse,
dado que somos conscientes de esta autosuficiencia de cada juego del lenguaje. En la
medida en que somos conscientes del etnocentrismo inherente a cada cultura nos
hacemos sensibles a los efectos que puede tener sobre nuestro discurso.

21-11-2014

Queda claro, entonces, que el hecho de decir que el ser se dice de muchas maneras
no implica una discusión de platón en torno al pluralismo multicultural a la manera de
las filosofías pragmáticas. No nos resignamos a afirmar que todas las interpretaciones
son iguales, algunas interpretaciones “vencen” en el juego a otras. Hablábamos de cómo
Wittgenstein planteaba la facilidad de, a la hora de jugar al bridge, recordar las reglas a
un tramposo. Por tanto, en ese sentido, las reglas del bridge serían un límite de la
interpretación. Sin embargo, esto es muy fácil sólo a la hora de jugar al bridge, porque
contamos con un juego de lenguaje superior al juego del bridge (el lenguaje mismo)
para explicar las trampas. Sin embargo, cuando se trata del juego del lenguaje último,
no hay un lenguaje superior al que recurrir para explicar las trampas, lo cual complica
las cosas. Cuando, en la página 69, Eco habla de que estamos todos de acuerdo en
determinar que todo paradigma puede ser falaz, no es tan sencillo. En el caso de los
paradigmas científicos, eso que demuestra la falsedad del paradigma es la experiencia,
pero en los paradigmas al nivel en el que se los trata aquí, ¿cuál es la instancia
falsadora? Eco se pregunta, en esta misma página, cuál es el criterio que nos permite
decidir la validez, la legalidad de cada interpretación. Ante el enfrentamiento entre
textos culturales diferentes, debe haber alguna forma de, no ya determinar qué
interpretaciones valen por encima de las otras, sino determinar qué clase de cosas son
interpretaciones (dignas entonces de respeto hermenéutico, aunque no sean las nuestras)
y qué otras cosas no son interpretaciones. Una cosa es el enfrentamiento con paradigmas
que podamos considerar superados históricamente y otra cosa es que estemos
discutiendo con supuestos adivinos “que doblan tenedores por televisión”. Tenemos dos
opciones. Podríamos decir que hay personas que siguen empeñadas en demostrar que la
Tierra es el centro del universo. Ante eso, tenemos dos opciones posibles. Una es una
actitud que puede llamarse provisionalmente “pragmática” que diría: “No vamos a
hablar de la verdad. Este paradigma que usted defiende se defendió históricamente
durante X siglos, pero hoy en día este paradigma se ha quedado sin defensores. Por lo
tanto, lo siento, pero usted históricamente ha perdido. Fue el centro de Galileo hasta un
siglo determinado, pero a partir de entonces dejó de serlo. Seguramente por razones
pragmáticas, porque nos va mejor”. Esta sería una actitud quizás más pragmática e
impositiva: “Hemos ganado históricamente, así que usted se calla”. La otra actitud sería
afirmar que nuestra convicción es que la Tierra gira hoy y siempre giró en torno al sol,
pero los sistemas de investigación de la naturaleza que se utilizaban en aquel momento
constituían una fenomenología de la naturaleza que no podemos decir que es falsa, es
una fenomenología de la naturaleza que no va contra los hechos, es válida. Con el
tiempo hemos construido otros paradigmas que sientan la distancia entre mirar algo con
los ojos (paradigma anterior) y mirar algo con lupa (paradigma actual). Si quita usted la
lupa, vuelve al paradigma aristotélico y no pasa nada, pero hoy llamamos ciencia a ese
mirar con lupa.

Sin embargo, no es así como podemos discutir con los que doblan tenedores en la
televisión, dado que no pretenden demostrar la validez teórica de sus propuestas, sino
que son actitudes que tienen que ver más con un consuelo práctico que con una
actividad de crítica teórica. El que lee el horóscopo no lo hace porque esté convencido
de su validez teórica, sino porque es un recurso sencillo y tranquilizador. Nadie
pretende que eso compita con la astronomía científica. Aquí Kant decía: puede haber
alguien que diga que cree en la combustión espontánea (no habla de interpretaciones
sino de creencias), pero ¿hasta qué punto tengo que tomarme en serio esa creencia?
Cojo un papel y le pregunto: ¿cuánto se apuesta a que este papel estalla en llamas ahora
mismo? Y entonces se probaría la validez de las creencias. Si alguien se lo juega todo
tendríamos un problema, probablemente concluiríamos que está loco. Podríamos
discutir sobre interpretaciones culturales alternativas, pero los problemas de los
dobladores de tenedores por televisión es un problema distinto (todo esto a propósito d
la página 70).

El párrafo de mitad de esa página incluye un argumento interesante a propósito del


debate con Rorty. No se puede hacer al destornillador responsable de que con él se
agreda a alguien [ver párrafo]. Aristóteles diría que la esencia del destornillador es
usarse para atornillar o desatornillar. Si decimos que el destornillador se usa para
atornillar estamos diciendo la esencia del destornillador. Sin embargo, si decimos del
destornillador que está sobre la mesa, estamos diciendo algo inesencial pero cierta. La
posición de los sofistas (quizás Rorty sea un poco sofista) es que no se puede decir que
Corisco cuando está en el Liceo es lo mismo que Corisco cuando está en el ágora. Para
no desembocar en esa homonimia total, Aristóteles dice que podemos atribuir a un
mismo sujeto predicados distintos en momentos distintos, que podrán ser esenciales o
inesenciales, pero no por ello menos verdaderos. Cuando decimos Corisco en el Liceo o
Corisco en el ágora estamos diciendo cosas verdaderas aunque inesenciales de Corisco.
Eco afirma que hay un límite en la interpretación (del destornillador), puedo jugar a la
libre interpretación hasta cierto punto, pues si me rasco el interior de la oreja con el
destornillador probablemente me haga daño. El destornillador no se puede entender
aisladamente, tiene un contexto en el conjunto de herramientas. Habría un límite de la
interpretación que impide que sea apropiado rascarse la oreja con el destornillador.

Al principio de 1.10 afirma que no entiende el ser como un “tuétano duro”, no se


puede llegar a un ser sustancial. Habla de algo que “no es la ley de leyes”. No es que
haya un tuétano al que se pueda llegar, pero en el propio discurso hay líneas que
impiden que se pueda decir cualquier cosa de cualquier cosa. Gadamer afirma que,
frente a la posición de los analíticos neopositivistas que entienden que el lenguaje es una
dicción del mundo que puede determinar su verdad por correspondencia al mundo
(postura con consecuencias peligrosas: el propio Russell decía que la filosofía parte de
proposiciones que todo el mundo está de acuerdo en aceptar para llegar a conclusiones
que nadie aceptaría)… ¿?. Poner límites al discurso no es la negación de la actividad
hermenéutica, sino su condición de posibilidad. El ser aparece en este parágrafo como
límite (que, según Aubenque, es el modo en que en Aristóteles aparece el género, son un
límite en el que se estabiliza la experiencia).

1.11: Podríamos decir que, si “levantáramos” todos los lenguajes, lo que quedaría
sería ese “continuum del sentido”. Esto es una invención moderna que no se da en
Aristóteles. Sin embargo, se adecúa bien a la noción contemporánea del lenguaje.
Saussure desarrollaba la distinción entre significado y significante, donde no se percibe
esa noción seccionadora del lenguaje. Lacan dibujaba dos puertas iguales, que eran
efectivamente el significado de “puerta”, pero el potencial seccionador se evidenciaba
cuando sobre una puerta se escribe “señores” y, sobre la otra, “señoras”. ¿Puede ese
continuum ser la materia aristotélica? Aunque conceptualmente estemos obligados a
distinguir entre materia y forma para explicar el movimiento o el cambio, eso no
significa que sean partes reales del móvil. El móvil se divide, efectivamente, en partes,
pero no son materia y forma. Nunca hay materia sin forma y nunca podremos
experimentar alguno de los dos en independencia, purificados. De modo que, más que
poder crear un paralelismo entre el continuum de Hjelmslev y el ser, lo haríamos entre
el continuum y la materia.

Es como si pensáramos que todos los elementos de una cultura estuvieran metidos en
una bolsa a la manera de canicas, de modo que podemos conectar cualesquiera dos
bolitas extraídas al azar: se puede conectar Mickey Mouse con la bomba atómica. Pero
eso es, diría Eco, un modo de creatividad lingüística. En realidad, cuando nos movemos
en una cultura en particular, no es verdad que podamos sacar una sola bolita, sino que
siempre que pretendamos sacar una sacamos tres, porque son bolitas imantadas que
atraen a otras y repelen a otras. Hay sentidos permitidos y sentidos prohibidos (p. 75).

24-11-2014 (Clase de recuperación)

[5 minutos tarde].

Hay algo, incluso en el Dios de las religiones reveladas, que nos informa de que
incluso Dios experimenta esos límites que llamamos resistencias (p. 76). Si Dios existe,
entonces también para él la existencia es un dictum. Esto es la cuestión de si Dios puede
hacer que lo que ya haya sido no sea (p. 77). Desde un punto de vista cosmológico no
puede ocurrir esto porque las cosas creadas ya constituyen un cierto límite para lo que
se puede hacer con ellas. Dios debe ser coherente con lo que ha hecho. Una vez que
Dios ha hecho ya ciertas cosas en su elección racional de qué es lo mejor, Dios tiene que
ser consecuente con lo que ha hecho y no podría hacer que lo que ya ha sido no sea. Por
eso Dios debe admitir un mal de consecuencia que siempre será un mal menor
(Teodicea leibniziana). Cuando el ser pone resistencias es la misma que nos pondría una
tortuga si pretendiéramos que volara.

[Tuve que salir de clase, 5 minutos].


Acabamos con Eco. Hobbes: “La explicación de estos términos y otros semejantes se
denomina habitualmente en las escuelas “metafísica”, como si fuese una parte de la
filosofía de Aristóteles que tiene ese título…”. La ciencia del ser en cuanto ser se ha
convertido en algo incomprensible. Citas de Heidegger, Kant, Hegel, Nietzsche, Rorty
(“En consecuencia, en una cultura post-Filosófica, hombres y mujeres se sentirían
abandonados a sí mismos…”). De algún modo, la metafísica ha estado sometida a un
cierto asedio por parte del escepticismo (Aristóteles hablaba de la posición de la
sofística como la convicción de que no puede haber ciencia del ser y debemos
abandonar toda pretensión metafísica, aceptando que el lenguaje es un medio de
comunicación entre los hombres) no sólo con el argumento de los sofistas sino con
todos los que se han arremolinado en torno a la metafísica a lo largo de su historia. El
giro lingüístico podría aparecer como la liberación definitiva de las ilusiones
metafísicas. La vieja metafísica habría recibido el golpe de gracia cuando nos damos
cuenta de que todo son interpretaciones ancladas en juegos de lenguaje culturales. En
este sentido, podríamos pensar (y a eso alude la debilidad del pensamiento débil)
nuestra época sería más ligera, más liviana, porque nos habríamos librado del fantasma
del ser. Esa liberación aprovecha todo el pathos emancipador de la Ilustración, sería
como cortar la cabeza del rey en Filosofía. El escándalo de algunos no sería más que el
intento de mantener las situaciones de privilegio.

Cuando dicen que la metafísica tiene un origen natural vienen a decir que el
entendimiento común, en la medida en que está anclado en la experiencia del lenguaje,
está presupuesto que hay algo de lo que hablamos respecto a lo cual hay maneras
mejores y peores de hablar. Esta metafísica implícita a todo comportamiento humano no
requiere para sostenerse ninguna presuposición de un vínculo con el más allá (como
dice Rorty) sino que la propia experiencia de todo ser dotado de palabra parece que
alimenta esta presuposición. Que el ser sea un efecto del lenguaje guarda bastante
relación con lo que decía Aristóteles. Esto que por el mero hecho de hablar
presuponemos, ¿es algo que está fuera del lenguaje, de la experiencia? En cierto modo
sí, estas presuposiciones son operativas porque permanecen al margen de la discusión
ordinaria en la que participamos. Sin embargo, tampoco podemos decir que sean
completamente exteriores con respecto al lenguaje: el propio discurrir de la
conversación genera esas presuposiciones, y nuestro hablar depende de ellas. Siendo
cierto, por otra parte, que ellas dependen también de nuestro lenguaje. No nos
conformamos con esa metafísica implícita y queremos explicitar esas presuposiciones,
usando como herramientas los conceptos. ¿Es posible explicitar conceptualmente las
presuposiciones que gobiernan el comportamiento humano anclado en el lenguaje?
Cuando empezamos a indagar esto se produce la situación en virtud de la cual parece qe
todas las presuposiciones se vienen abajo. Cuando queremos explicitarlas
conceptualmente, nos abandona la esperanza de hacerlo racionalmente. Pensar
meramente el comienzo en filosofía es una tarea casi imposible, pues tendría que ver
con ser capaces de eliminar todas las presuposiciones, no aceptar presupuestos previos.
Si la filosofía comporta este aniquilamiento es porque el jefe de todo esto (Platón) puso
en voca de Sócrates que de lo que se trata es de aniquilar todas las presuposiciones. Si lo
tomamos en serio, en un sentido cartesiano, eso que parece que hacen los matemáticos
(dejar al margen todo supuesto previo elaboran un teorema matemático) y acaban en
una conclusión completamente necesaria que nos sitúa en el ámbito de la absoluta
certeza. Aniquilar las presuposiciones sería entonces situarnos en una certeza
inamovible. Hegel, en cambio, considera que no podemos desembarazarnos de todo a la
cartesiana, sino que la propia conciencia se va haciendo cargo de las presuposiciones y
los va convirtiendo en los distintos momentos de la autoconciencia, que superaría las
presuposiciones y entraría en un terreno de saber absoluto. Platón, sin embargo, no
estaba pensando en nada de esto. Aniquilar las presuposiciones significa para el
Sócrates platónico una cierta desnudez, un cierto desamparo en el que se encuentra el
lenguaje cada vez que intenta decir aquello en virtud de lo cual se puede hablar. De
algún modo, el punto de comienzo de la filosofía es este, e implica poder ser capaz de
ver y de reflexionar sin desactivar las presuposiciones, sin pretensión de salir de ellas a
otro sitio.

Este descubrimiento no tiene nada que envidiar a la idea de que el ser sea un efecto
del lenguaje. La metafísica apunta hacia una vida del pensamiento que sólo puede salir a
la luz bajo la forma de una pérdida o un aparente fracaso. En ese “fracaso” lo que queda
derogado no es la pretensión de un discurso del ser en cuanto ser, sino la interpretación
del ser: o bien el género generalísimo o un ente que fuera garantía de verdad eterna. La
pregunta de Aristóteles, cuando pregunta qué significa el ser, nos conduce a las aporías
de las que nace el punto de partida de la Filosofía [1028 b 2]. Cuando Nietzsche dice
esas cosas aparentemente terribles, parece que hace el papel del sofista (no hay
ontología, no hay pretensión significativa…), pero al plantear la aporía, plantea la
motivación original de la filosofía, aquello a lo que la filosofía tiene constantemente que
responder.

Era razonable que en una época en que todo el mundo buscaba la esencia, dice
Aristóteles, Sócrates buscara la esencia de las cosas, pues sólo a propósito de las cosas
que tienen esencia es posible la ciencia y el silogismo. El paso de lo particular a lo
universal no es meramente la generalización sino un progreso de lo infinito a lo finito
(Aubenque). Razonar no es generalizar, sino que, si nos pasamos de universalidad, nos
alejamos de lo universal. (Aubenque, pp. 200-203). A pesar de que Aristóteles se mueve
en el terreno de la homonimia y equivocidad del ser, sin embargo, hay en Aristóteles
intentos de reducir la homonimia que consiste en aquello que Aristóteles llama ciencia.
Dentro de cada forma de decirse el ser es posible la ciencia y el silogismo. Eso que
estamos llamando ciencia no es incompatible con un método de investigación de tipo
interrogativo. Aristóteles se rebela contra la idea de que la metafísica en Platón pueda
ser ciencia, pues le falta el término medio sin el cual es imposible llegar a definiciones.
A falta de ese término medio, la dialéctica platónica nunca puede ser dialéctica
científica. Decía Aubenque que el discurso científico es el propio de su objeto (sólo hay
ciencia de lo que tiene esencia) por oposición al sofístico que no está delimitado a un
género determinado de cosas y no puede concluir nada. (Aubenque, p. 209, n. 398).
Puede ser que en el contexto del diálogo se desemboque en la esencia, y estaríamos en
un estadio pre-científico del discurso, pues una vez llegamos a la esencia podemos
abandonar la dialéctica y entrar en el discurso del científico. El método platónico es
impotente a la hora de llegar a la esencia.

Todo esto, si sencillamente supusiera una crítica de Aristóteles a Platón, haría que no
tuviera sentido que Aristóteles hiciera lo que hace después. Aubenque, pp. 281-284.
Mientras que, hasta ahora parecía que A. se estaba situando en el camino de sujetarse a
uno sólo de los géneros, a una sola manera de decirse el ser dejando de lado todo lo que
excediera esa posibilidad, sin embargo, parece que en un momento Aristóteles, en lugar
de criticar a los que se ponen a dialogar acerca de cosas sobre las cuales no se puede
determinar la esencia, aparece como una virtud. Aparece como la posibilidad de un
cierto progreso. Sólo hay un reproche que se le podría hacer a Aubenque en estas
páginas: todos los diálogos de Sócrates son indefinidos, no demostrativos… ¿realmente
lo ignoraba, entonces? La descripción que da Aubenque sobre la “verdadera dialéctica”
aristotélica se ajusta a la perfección al papel de Sócrates en los diálogos platónicos. La
ontología no puede ser ciencia teórica como la Física o la Teología, no tiene definición,
objeto ni esencia. La sofística gira en torno a lo mismo que la filosofía. Sócrates es
inseparable, por ello, de los sofistas.

Hablemos de Física. Para notar este desnivel entre un discurso acerca de un género y
reduce la equivocidad del ser, y cómo en este discurso físico hay ciertas nociones
ontológicas. En el caso de Aristóteles, el problema de las muchas maneras de decirse el
ser es el problema de las categorías. Pero la mera existencia de categorías comporta ya,
como veíamos en la refutación de los sofistas, una doble escisión. Si hay categorías,
entonces ser se dice de muchas maneras, y el ser en cuanto ser se disgrega en muchas
formas de decirse. Y, a la vez, el ser de cada ente se disgrega en sujeto y predicado. El
“es” de “s es p” no es un “es” de identidad perfecta, pues en ese caso no añadiría nada.
En San Agustín se conserva un cierto eco de este carácter dispersante de las categorías
que, por tanto, harían del discurso categorial algo incompatible con la teología (para
hablar de la cual deberíamos anular esa doble escisión). El ser de Dios se dice de una
sola manera (esencia), y en él no hay distinción entre sujeto y predicado. En Dios no
puede haber categorías, la teología no puede ser una ciencia categorial porque su objeto
rechaza la división, la dispersión en categorías. Pero no podemos decir que lo rechaza
totalmente porque en Dios se mantiene la categoría primordial que es la de la esencia.
Pero allí donde sólo hay esencia, la esencia deja de ser una categoría. Las categorías
sólo se dicen en plural, y la esencia sólo será una categoría cuando sea una categoría
más (por primordial que sea). Centrándonos en Aristóteles diríamos que la esencia
divina no es la primera categoría, sino que el hecho de que la esencia sea la única
manera de expresar el ser de la divinidad, es lo que tiene la culpa de que en Dios no
haga falta pluralidad categorial y es lo que tiene la culpa de que de Dios no se pueda
predicar nada. La divinidad no es del todo compatible con el vocabulario ontológico de
las categorías porque es un lenguaje demasiado anclado al mundo sensible. El problema,
tal y como se les presenta a los neoplatónicos, es el de no poder llegar a Dios con el
lenguaje ordinario de las categorías porque es lenguaje del mundo sensible y el
problema es determinar cómo a partir de un lenguaje del mundo sensible podríamos
llegar a un ser que no pertenece a ese mundo. Para Aristóteles y Platón, Dios es el ser
propiamente dicho, lo que verdaderamente es, lo que es verdaderamente ser. Aristóteles
sólo puede pensar la esencia en este sentido de la esencia divina como una esencia
inmóvil, separada y de la cual no podemos decir que es eminentemente superior. El
sentido divino de la esencia es un sentido propio, realiza lo que es propio de toda
esencia, y esto es no solamente ser ousía sino también parousía. Por lo tanto, es una
presencia no amenazada por el movimiento ni subordinada a ninguna otra presencia. A
propósito de la divinidad, Aubenque afirma: “pura esencia de aquello que se nos ofrece
en la eterna suficiencia de su acabamiento siempre realizado”.

Frente a este dominio de la esencia que, como decimos, no es que en el caso de Dios
tenga un sentido eminente o superior, sino un sentido propio (propiamente teológico),
ahora diríamos esencias de una manera sólo metafórica o figurada para hablar de estas
esencias imperfectas. Estas esencias móviles imperfectas que se llaman esencias sólo en
sentido figurado, metafórico, no son la pura presencia de la que hablábamos antes, sino
que es una presencia siempre oculta por el constante desfile de los atributos. El
planteamiento de la escisión de la que hablábamos nos llevaría a la distinción entre una
esencia divina (que es transparencia en su integridad y que coincide con su
manifestación) frente a las esencias sublunares que tendremos que buscar siempre detrás
de los accidentes que se les añaden y que siempre son, además de esencia, cantidad,
cualidad… En este sentido, son más que Dios, pero más es menos… Si tenemos que
utilizar la predicación y las categorías como instrumentos de conocimiento de las
esencias móviles que constituyen el despliegue del mundo sublunar es justamente
porque carecemos de la intuición, que es la facultad capaz de captar la esencia.
Aristóteles se plantea, entonces, un problema inverso al de los neoplatónicos: en el caso
de estos últimos pretenden una superación de la ontología, su problema sería el de cómo
un lenguaje hecho para lo sensible puede avanzar hacia lo que está más allá de lo
sensible (clave según la cual seguimos leyendo a Platón); mientras que el problema de
Aristóteles es cómo la posibilidad de la teología se ha ido degradando en un discurso
tentativo y titubeante que no está situado más allá del ser, sino más bien más acá, mucho
más acá del ser (de la esencia, de Dios). No es que haya primero una ontología como
ciencia general y a partir de ello hagamos una teología en el sentido de una ultra-
ontología especial pero superior. Una suerte de ontología post-ontológica o híper-
ontológica. Lo primero es la ontología y, lo segundo, es la ontología que es una suerte
de pseudo-teología. Un sustituto de teología en un ámbito en el que la teología es
imposible. El problema es el de por qué se fragmenta el uno, por qué la univocidad (en
la teología el ser se diría de una manera) deja paso a la equivocidad, a la ambigüedad.
Cuál es la causa de esa degradación.

27-11-2014

Teníamos que tomarnos en serio eso de que la metafísica se llame meta ta physika y
que venga después de la física no sólo en sentido de catalogación u ordenación. La
conclusión de que la ontología tiene que tener una naturaleza dialógica y no puede ser
una ciencia analítica estaba ligada al objeto de que trata la ciencia del ser en cuanto ser
(ontología). Cuando Platón presenta a Parménides como padre o fundador de la
dialéctica (cosa que hace expresamente en el Parménides), se suele pretender encontrar
que esta idea es un disparate histórico. Para estos filólogos y helenistas, es evidente (y
no les falta razón) que la dialéctica tiene una genealogía diferente: está vinculada con la
dialéctica y la sofística y, de algún modo, es un tipo de discurso que en Grecia tiene
siempre la condición de ser ese tipo de discurso que se emplea allí donde no puede
haber discurso analítico. Es necesario el razonamiento dialéctico allí donde no es
posible la utilización del silogismo apodíctico. Esto entra en colisión con el poner a
Parménides como padre de la dialéctica, y el uso que hace Platón del término de la
dialéctica es del todo idiosincrásico: no es la ciencia de las ciencias, sino que la
tradición piensa la dialéctica como un saber menor, que vale para aquellos dominios
donde no cabe encontrar ciencia. Estos especialistas piensan, entonces, que si
Parménides es fundador de algo será de una ciencia del ser, todo lo contrario que de la
dialéctica. Entonces, ¿por qué Platón hace fundador a Parménides de la dialéctica, y por
qué la considera ciencia de ciencias cuando siempre se ha considerado saber menor? A
propósito de esto, veíamos cómo Aubenque recuperaba una cita de Ross en la que
afirma que el Parménides de Platón es el mejor ejemplo de cómo puede suceder que los
hombres pueden seguir razonando incluso cuando no hablan de nada. Esto quiere decir
que en este diálogo se despliegan dos posiciones contrarias: que el uno es o que el uno
no es. Pero se despliegan a modo de hipótesis: qué pasaría si el uno es o si el uno no es.
Es decir, no se trata de que haya un acuerdo en que hay uno y se discute si se puede
predicar que es o que no es, sino que se discute precisamente si el uno es o no es: se
discute sin que haya una esencia previa, algo consistente acerca de lo cual se pueda
hablar. Así, el diálogo sería un ejemplo del funcionamiento puro de la dialéctica si por
dialéctica entendemos dialogar desplegando posiciones contrarias sin necesidad de que
haya una esencia de la cuál hablamos a modo de presupuesto compartido. Esto podría
ser incluso una explicación (como recordaba Colli) de por qué el diálogo suele acabar
en una destrucción mutua de los predicados contrarios.

Ese tipo de diálogo es el único que se puede mantener acerca de una ciencia que es la
ciencia del ser en cuanto ser y que, precisamente porque el ser no es un género, el ser no
tiene una esencia sobre la que se pueda hablar. Así, Parménides aparece como fundador
tanto de la dialéctica como de la ciencia del ser en cuanto ser. Entonces, la dialéctica
será un arte menor según el uso que de ella hacen los retóricos, pero no es ésta la
dialéctica de la que habla Platón en relación a Parménides. La afirmación de Platón
tiene, entonces, mucho sentido. Esto estaría en relación con la noción de Aubenque
sobre la dialéctica, que la hacía aparecer como herramienta del ser en cuanto ser en
tanto dialéctica pre-científica. La ciencia del ser en cuanto ser se ocupa de un objeto
cuya esencia es el movimiento, lo que nos obliga a meternos en el terreno de la física.
No sólo en el de la física, sino en el terreno en el que hablamos del mundo propiamente
humano. Tiene que ver con esa experiencia que se puede hacer en los grandes museos
nacionales que consiste en ir paseando por las salas de escultura y, empezando por las
esculturas egipcias y persas (bloques de piedra descomunales representando a
divinidades) y tiene la sensación de estar en un mundo del todo inhumano,
sobrehumano claramente, en el que se siente uno amenazado y pequeño. Pero, de
pronto, se entra en las salas de las esculturas griegas de la época clásica y se tiene la
sensación de estar en casa, a pesar de tener las estatuas como título los nombres de
dioses. A lo mejor esta experiencia es falseada o pre-programada por nuestra educación
colonialista, pero estamos de acuerdo en que hay una inmensa distancia entre el hombre
moderno y la época clásica; y aun así, nos invade esta sensación de que todo pasa a estar
a nuestra escala. Puede uno echar mano de cuestiones de mayor precisión, Panovsky
afirmaba que lo principal de estas estatuas es que se han conseguido liberar de la
cuadrícula egipcia, a quienes les importaban las dimensiones apropiadas de las estatuas,
y lo que querían representar quedaba objetivado por estas medidas (divinidades). La
gracia de la escultura griega frente a estas esculturas egipcias no consiste en que el
canon clásico sea más apropiado que las rígidas cuadrículas del egipcio, el canon griego
no era una receta, sino que es una investigación antropométrica: se pretende encontrar
las dimensiones de un hombre normal, medio. Esto se lleva a representar a la escultura
sin recetas, dejan al artista la libertad para representar esas medidas medias, y por eso
las esculturas griegas tienen movimiento. El artista se ha sentido libre de toda
constricción constructiva a la hora de esculpir y, por tanto, ha hecho algo que en griego
sería algo así como “obedecer a la naturaleza”. Pero, ¿qué significa esto? No que haya
una naturaleza previa a la que obedecer, sino que consiste en el descubrimiento de la
naturaleza (lo que más caracteriza a los griegos). Aun así, se podría decir, da la
sensación de que este canon tenía que ver con una regla de proporciones armónicas
bastante fatigosa. Pero, ¿cómo tenemos que imaginarnos al músico pitagórico? No
tenemos que pensar en que el músico pitagórico concibe el sonido como una
continuidad indiferenciada en la que hay que encontrar las divisiones correctas para
hacer música armónica, sino que de modo experimental va descubriendo armonías sin
tener la garantía de que el hecho de haber encontrado una signifique haberlas
encontrado todas.

Aristóteles no es el tipo que sale a observar la naturaleza armado con un esquema


conceptual de géneros, especies, diferencias… con el que va a ir troquelando una
naturaleza que en principio sería una unidad indiferenciada y que, por ser griego y de
aquella época, calcando las categorías gramaticales de su tiempo, configura la
naturaleza de una determinada manera, mientras que otras civilizaciones la troquelarán
de otra manera. Si pensáramos esto, seguiríamos pensando en si el esquema de
Aristóteles era el bueno, o si deja de haber la posibilidad de preguntarse si uno de estos
esquemas conceptuales culturales es el bueno. Ese es nuestro problema (el de los
aparatos conceptuales que se suceden en la historia y que esquematizan la materia
amorfa de la naturaleza) pero no es el de Aristóteles. Tenemos que entender que para
Aristóteles no hay una materia amorfa que hay que troquelar. Una vez eliminamos esta
suposición, la comprensión viene sola. No sale a la naturaleza provisto de un esquema
conceptual sino que, al contrario, sale a hacer lógica experimental, a investigar cuáles
son los puntos de la experiencia en los cuales la experiencia que normalmente es vaga y
turbia se estabiliza. Y cuando se encuentra uno de esos puntos se dice: aquí hay un
género, un género totalmente insobornable a nuestros intereses u expectativas. Y el
haber encontrado un género no significa que los hayamos encontrado todos (igual que el
músico pitagórico no encuentra todas las armonías por haber encontrado una). La
consideración de que es a eso y no a una continuidad indiferenciada y amorfa
troquelable a nuestro gusto a lo que Aristóteles llama naturaleza. El milagro rítmico de
las esculturas griegas, en los que la sensibilidad encuentra puntos en los que todo se
estabiliza, ese hallazgo feliz está en peligro por lo poco que dura: en seguida llega el
arte bizantino que viene a construir las figuras en un plano bidimensional sin respeto por
la estructura anatómica de los cuerpos. Ese esquematismo terminará por destruir eso que
los griegos llamaban naturaleza.

Eso que se llama ciencia del ser en cuanto ser se llama así porque el ser está
esencialmente en movimiento, igual que las estatuas clásicas encuentran su estabilidad
en el movimiento sin llegar al hieratismo. Hay una escisión real y no superable entre el
ser sensible y el divino, y esa misma escisión es lo que separa al ser sensible de sí
mismo. El nombre de esta división es el movimiento, pero ya lo veremos más adelante.
El punto fundamental es que para Aristóteles el planteamiento de esta cuestión del
movimiento y de la división no es que (como pretendía verlo la edad media) haya
primero la ontología, la gran ciencia del ser, y a partir de ello le hagamos un lgar a la
teología que sería una ultra-ontología, que sería una ontología bien hecha pero aun así
una provincia de la ontología. Lo primero es la teología para Aristóteles, y la ontología
siempre viene después: es una teología de aquello que no podemos tener teología. Aquí
se instauran las preguntas que le interesan a Aristóteles. Como hemos partido de una
teología que viene primero pero que es inalcanzable y hemos tenido que conformarnos
con la ointología, las preguntas son: ¿Cómo es que el ser es lo que no es y no es lo que
es? ¿Cómo es que lo uno se fragmenta? ¿Cómo es que la teología (ciencia de un ser que
es uno, sólo esencia) deja paso al elemento de la ambigüedad, de la homonimia, de la
equivocidad del ser? El movimiento, para Aristóteles, y por tanto el mundo físico, eso
de que no se puede separar significa que no podemos decretar que eso sea una ilusión.
No podemos hacer abstracción del mundo físico. Esta problemática es la problemática
original de Aristóteles y es la que la tradición, sistemáticamente, ha olvidado. Para
Aristóteles, la carga de la prueba siempre recae sobre las espaldas del teórico del ser en
cuanto ser, es el que tiene que dar explicaciones acerca de lo que es lo que no es y que
no es lo que es. En la tradición se pretende que hay una metafísica general (del ser en
cuanto ser) y una metafísica especial, que es la teología. Para Aristóteles el ser en
general es el der divino, y el ser sublunar es particular (está dividido en sí). Sin
embargo, para la tradición aristotélica la teología es la metafísica especial, la teología es
una especificación del ser en general y la metafísica general sería primera o eminente.
En Aristóteles, por tanto, nos olvidamos de que el ser en cuanto ser sea el ser en general.
Ser en cuanto ser es el ser del mundo sublunar, siempre en particular. Es el ser que tiene
la particularidad de estar dividido en sí mismo, una particularidad que no tiene el ser de
Dios. La relación entre lo real y lo posible está invertida en Aristóteles: Dios es
possibile (esencial) y el ser en cuano ser está históricamente realizado en el mundo
sublunar. En la tradición aristotélica, en cambio, el ser en cuanto ser es el possibile y
Dios es rea (realissimum). En ese sentido la teología sería la ciencia del ser esencial y la
ontología sería una metafísica especial de un caso excepcional por su deficiencia, por su
falta de ser. El ser de Dios es lo que es, mientras que en el mundo sublunar el ser es lo
que no es y no es lo que es, y esto es lo que produce perplejidad y asombro. A esta
perplejidad es a la que hay que responder. El ser en cuanto ser es particular porque no es
un género, porque se dice de muchas maneras… El quehacer del que se ocupe de la
ciencia del ser en cuanto ser es explicar la escisión que se da en el ser mundano entre el
ser y lo esencial, por qué en el mundo el ser no está realizado lo esencial. La respuesta
es el movimiento. En la cosmología aristotélica, entre el ser divino y el sublunar, hay
intermediarios. Pero no nos dejemos fascinar por la nutrida cadena de intermediarios, el
verdadero corte se produce entre el primer motor (que es inmóvil) y el ser que se
mueve. Lo inmóvil y el movimiento no difieren como difieren dos especies del mismo
género, no es que entro del ser como género generalísimo haya dos especies: el ser en
movimiento y el ser inmóvil. Esto de ninguna manera es así, no hay diferencia
específica. El movimiento impide que exista la unidad superior, no divide una unidad
superior. El corte radical que separa el ser inmóvil del ser móvil es el corte radical que
separa la teología de ese otro tipo de ciencia que sólo puede ser ciencia del movimiento.
Los movimientos irregulares del mundo deben su irregularidad a la inconstancia de los
hombres. La ciencia del ser en cuanto ser, que es una ciencia que nace de la reflexión
humana acerca de ese ser que a los hombres nos resulta familiar (el ser en movimiento)
puede, como reflexión que es de un ser en movimiento, elevarse hasta los movimientos
más elevados (los movimientos regulares de los astros), pero lo que no puede es
elevarse hasta el primer motor que no se mueve. El movimiento considerado por
Aristóteles como la experiencia fundamental del hombre sería aquello de lo que tiene
que tratar la ciencia del ser en cuanto ser.

Donde trata sobre todo el movimiento es, desde luego, en la Física, no en la


Metafísica. Lo propio de los seres naturales es estar en movimiento. El libro I de la
Física no se ocupa del movimiento (lo hará después) sino que dice que va a considerar
el problema de los principios del movimiento. Allí plantea, en un lenguaje oscuro, la
discusión de si han de buscarse para el movimiento varios principios o uno solo. Nos
convencemos de que está desarrollando una historia conocida para él y sus lectores:
durante un tiempo que precede a la reflexión aristotélica se ha establecido un campo de
batalla en el que los que defienden que sólo hay un principio son los mismos que
terminan condenándonos a afirmar que el movimiento no existe, que el mundo sensible
es una ilusión que hay que trascender; mientras que, al otro lado del campo, aquellos
que definen que el movimiento es el rasgo común de los seres naturales y que por ello
se ven abocados a no poder explicar el movimiento en función de un solo principio, sino
a una pluralidad de principios. Está describiendo, entonces, una polémica conocida. Es
cierto que el movimiento se dice de muchas maneras: movimiento local, alteración
cualitativa, crecimiento cuantitativo, nacimiento y muerte… La pluralidad de principios
son la materia (aquella cosa que cambia), la forma (aquello en lo que la cosa se
convierte) y la privación (lo que la cosa era y a partir de lo cual cambia). El resto de la
Física (libros II-VII) trata exclusivamente del movimiento. En la Metafísica, sin
embargo, no trata explícitamente del movimiento salvo en el libro K (que podemos
pensar que es apócrifo). El ser en movimiento no es un género particular del ser, el
movimiento no es una propiedad accidental del ser del cual haya que prescindir para
encontrar el ser. Aristóteles entiende que hay una distinción de género entre lo
corruptible y lo incorruptible, por lo que no es una diferencia específica, sino genérica.
Es lo que diferencia el género de lo corruptible del género de lo incorruptible. Todo en
el mundo de lo corruptible está afectado de movimiento, y esto no es accidental. Es una
afección de su esencia, y esto es precisamente lo que le impide coincidir con su esencia,
ser lo que es. La comprensión de la Física condiciona el contenido de la Metafísica en la
medida en que la obliga a ser la dialéctica de la escisión de la que hablábamos hace un
rato. Si en la metafísica no dedica capítulos al movimiento es porque ya se los ha
dedicado en la Física, y el primer capítulo de éste último libro es más bien metafísica,
en tanto ontología del ser en movimiento. Todas las ciencias remiten a otra ciencia más
fundamental que sería capaz de demostrar sus principios, y la física debe tomar sus
principios de una ciencia anterior. Normalmente, remite a esa investigación previa que
sería la ontología. Pero, en este momento, emprende la investigación acerca de los
principios de la Física porque quiere refutar las aporías físicas de aquellas aporías de los
filósofos que socaban los principios de la física. Es la misma operación que hace en la
Metafísica con la sofística. Por detrás de la polémica sobre lo uno y lo múltiple, que a
veces nos parece muy abstracta, está en el fondo la cuestión del movimiento y la
distinción entre quienes lo cuestionan y lo aceptan. Para Aristóteles lo que existe por
naturaleza está en movimiento, lo que no significa que todas las cosas naturales estén en
movimiento siempre (Heráclito). En cierto modo sí podría afirmar eso, pero no en el
mismo sentido de Heráclito de que cada una de las cosas está infinitamente en
movimiento. La posición de Aristóteles es más bien que las cosas físicas no están
siempre inmóviles pero no siempre están en movimiento, y lo esencial de las cosas
físicas no es el cambio sino el hecho de que pueden cambiar, que pueden moverse o que
pueden reposar. Así, es oportuno distinguir el reposo de la inmovilidad: inmovilidad
sólo se dice de Dios, no es simplemente que no se mueva, sino que no puede moverse.
No conoce el reposo no porque siempre esté en movimiento, sino porque no se mueve
nunca. La inmovilidad es, por tanto, lo contrario del movimiento. Allí donde hay
movimiento puede haber reposo, pero no inmovilidad. El movimiento contradice la
inmovilidad y viceversa. El reposo puede darse en aquello que puede moverse aunque
no al mismo tiempo del movimiento ni en el mismo sentido. “Lo inmóvil es aquello que
de ningún modo puede ponerse en movimiento (como el sonido es aquello que de
ningún modo puede verse), aunque también llamamos así a aquello que, siendo por
naturaleza apto para moverse y capaz de hacerlo, no se mueve, sin embargo, cuando,
donde o como debería hacerlo naturalmente. Este es el único caso de quietud que llamo
‘estar en reposo’. En efecto, el reposo…”.

28-11-2014
Repaso de la cuestión de las esculturas. El canon medieval sí es una regla aritmética
para construir figuras humanas, pero no así en el caso de las esculturas griegas clásicas.
El mismo fenómeno que los historiadores del arte definen como la atención al
movimiento coincide con la idea aristotélica de que no hay que prestar atención al orden
de la fijeza e inmovilidad (en el caso de la ciencia del ser en cuanto ser) sino al
movimiento. El reposo no es una restricción del movimiento. La consideración
heraclítea del movimiento, por otra parte, nos obligaría a una actitud paralela a la de
Parménides: sería tan imperceptible como la unidad inmóvil parmenídea. La ontología
de Parménides nos obligaría a declarar que todo el mundo de la experiencia (y, desde
luego, todo el mundo del lenguaje) debe ser declarado ilusorio, lo mismo ocurriría con
el mundo que presenta Heráclito, en un movimiento constante que impide cualquier
experiencia verdadera, no ilusoria. Es decir, el movimiento de Aristóteles no es el
continuo heraclíteo, sino que siempre es discontinuo, es finito, en el sentido de que el
movimiento siempre va de algo a algo, las cosas siempre cambian de algo a algo. El
movimiento se da entre dos puntos de reposo (entendido éste como veíamos al final de
la clase anterior). El ir de algo a algo es, precisamente, lo que lo hace inteligible. El
movimiento es finito pero, en su conjunto, entendido universalmente, es continuo: el
universo no se para nunca. El ser de la naturaleza en su conjunto está en movimiento
pero la física es la explicación tanto del movimiento como del reposo. Ontología del
movimiento. ¿Por qué sucede que el universo esté siempre en movimiento y que el
movimiento circular nunca cese? Aristóteles da una respuesta que a él no le convence
mucho. Se le objetaba que si para él el movimiento superior, fundamental, es el
movimiento natural, un movimiento por el cual cada cosa busca su lugar natural,
entonces ¿por qué se mueven las cosas? Debería hacer mucho tiempo que las cosas
tendría que haber encontrado su lugar natural. Aristóteles responde que es que hay algo
que se sale de esta regla, una quintaesencia que no es ni el agua, ni el aire, ni el fuego, ni
la tierra: el éter. El éter es el único elemento que no tiene lugar natural. No lo tiene
porque es el lugar en el que se encuentra el universo. Como todos los elementos, busca
su lugar natural pero, como esto no ocurre nunca, se sigue moviendo indefiniblemente,
lo que explica que las cosas estén constantemente moviéndose. Esta identificación de
Aristóteles de lo natural con el movimiento, ¿significa que allí donde detectemos
movimiento detectamos naturaleza? Para Aristóteles el movimiento constituye un
género que se distingue del género de lo inmóvil, pero hay tres clases de movimiento,
que en realidad son dos: el movimiento natural y el movimiento no natural. Platón (y
Aristóteles será respetuoso con esta división), en Las leyes, distinguía tres: natural,
artificial y fortuito, entendiendo por esto último un movimiento cuasi-natural pero con
algún elemento de violencia que impedía llamarlo enteramente natural.

El movimiento natural se llama así porque tiene su principio en el propio móvil. Es


decir, cambian por causas internas y no de cualquier manera, sino de esto a aquello
porque tienen inscrito en sí el trayecto de ese cambio. En el caso del movimiento
violento la causa del movimiento está fuera del móvil. Esta distinción sólo puede tener
lugar donde hay contingencia, nacimiento y muerte. Lo ideal sería que la naturaleza
hubiera terminado bien su trabajo y que, en lugar de tener que producir campos en que
surjan las patatas, las patatas aparecieran ya cosechadas, o que las tablas produjeran
barcos y las flautas se produjeran igual que los frutos en los árboles, o que no hubiera
necesidad de llamar al médico cuando el cuerpo enferma. La técnica es necesaria sólo
en un mundo en que hay contingencia. Dado que esto no es así, dado que las tablas no
producen barcos, es necesario un proceso artificial que colma las imperfecciones de la
naturaleza. Este movimiento (el de la techné, el artificial) es un movimiento que tiene
un principio y un fin. Los hombres se enfrentan a un mundo natural que no está
acabado, en el que la naturaleza no acaba la obra, y por tanto tiene que perfeccionar la
naturaleza hacia un fin. La actividad técnica debe cesar, y allí donde termina la
actividad técnica comienza la actividad política y deben definir las leyes que desean
darse. El movimiento violento es el que va en sentido contrario al natural. Lo
característico del movimiento violento es que no puede durar infinitamente, pues el
cuerpo debe volver a su ser natural [el ejemplo que pone es, curiosamente, el de la
viagra]. Si sigue habiendo movimiento natural es porque debe haber un movimiento
violento que lo pone en marcha. El movimiento de las cosas hacia su lugar natural
presupone un movimiento violento que los ha arrancado de su lugar natural, al que
pretenden volver (cuestión del éter). En la Física, todo movimiento tiene por tanto algo
de antinatural, de haber sido arrancado de su sitio. Lo único que podríamos imaginar
como una naturaleza plenamente realizada que ya no se moverá nunca es la divinidad,
nos movemos para poder reposar. Las cosas se mueven para no tener que moverse más,
pero siempre hay que volver a moverse. La naturaleza, concebida de esta manera física
en Aristóteles, siempre está habitada por el movimiento.

Frente a la consideración desde el principio de la Física sobre aquellos que niegan el


movimiento en nombre de la unidad, afirma que el movimiento significa división,
composición. Allí donde hay movimiento hay cosas que se dividen, que no están en una
unidad cerrada. Lo natural implica el movimiento, y el movimiento implica
composición. (Parménides, 138 c-e): “Cuando una cosa está llegando a otra
[movimiento sólo local], ¿no es necesario que aún no esté en ella puesto que aún está
llegando, y que no esté completamente fuera de ella, porque ya está legando?”. Moverse
significa no ser uno, ser divisible en partes. Esto vale para el movimiento local y para el
movimiento no local. Si una cosa puede convertirse en otra cosa implica que esa cosa no
era sólo una, sino que tenía la posibilidad de convertirse en otra cosa (adquiere nuevos
predicados) sin dejar de ser esa cosa. Aristóteles vuelve a esta idea en el Libro VI de la
Física: todo lo que cambia es necesariamente divisible. Dado que todo movimiento va
de un término a otro, es necesario que una parte de lo que cambia esté en uno de los
términos y que otra parte esté en el otro, pues es imposible que esté en los dos a la vez o
en ninguno. No simplemente el movimiento implica partición, división, sino lo que es
indivisible no puede moverse (Dios no puede moverse): el movimiento implica
necesariamente tener partes. La divisibilidad en partes de los seres móviles es el asiento,
el apoyo físico de la divisibilidad lingüística del juicio en sujeto y predicado, y es por
esto que de lo que no tiene partes no puede haber discurso, pues no acepta la división en
sujeto y predicado. “Todo lo que cambia es compuesto; por una parte, está aquello que
cambia o deviene [el sujeto del cambio, eso que cambia]; por otra, aquello en lo que se
convierte lo que cambia, y esto se entiende en dos sentidos: o un sujeto, o un opuesto.
Llamo opuesto al ignorante, y sujeto al hombre” (Física, I). Pareciera que esto son las
partes en que se divide el móvil, lo cambiante, pero en realidad esto que está
descomponiendo es el movimiento mismo. Ignorante se opone a sabio, y el cambio se
puede producir de la sabiduría a la ignorancia o al revés. El sujeto del cambio es el
hombre. No hay cambio de lo sabio a lo ignorante, sino del hombre sabio al hombre
ignorante (o al revés). “Opuestos son la ausencia de figura, de forma, de orden”. No se
refiere a la ausencia de toda figura o de toda forma, sino al hecho de que habiendo algo
que podría tener una figura o una forma, no la tiene porque tiene, precisamente, otra
figura u otra forma. Algo no puede tener una forma sino al precio de estar privado de
otras formas. Se puede considerar privado de palabra a alguien que puede hablar, o
privado de movimiento a aquello que se puede mover, pero no se puede considerar a
algo privado de algo que no es capaz de hacer (a un hombre privado de la capacidad de
volar).

Nos encontramos ante una doble disociación del ser en discurso predicativo y
devenir. Pero, a su vez, estos dos elementos de la disociación se dividen: el discurso
predicativo en sujeto y predicado, y el devenir en lo que pasa y lo que queda. En el caso
del discurso predicativo es obvio que el sujeto representa el substrato, aquello de lo que
hablamos, lo que cambia, la materia que subsiste al cambio de forma, lo que la cosa era
antes de cambiar y el predicado, aquello que decimos de lo que hablamos, el algo que
decimos de ese algo del que hablamos corresponde a la nueva forma que la cosa
adquiere cuando termina el proceso de cambio, es el después del cambio. El discurso
predicativo es una síntesis. El devenir se divide en lo que pasa y lo que queda, lo que
pasa se divide en forma y materia; lo que queda se divide en forma y privación. Sócrates
sigue siendo Sócrates si está sentado o de pie, pero no puede seguir siéndolo si deja de
ser hombre. Sólo puedo hacer síntesis para determinar la esencia de Sócrates, lo que
subsiste al cambio, si previamente he hecho análisis (el análisis propio de preguntarme
si Sócrates sigue siendo lo que es quitándole cosas, y dependiendo de qué cosas).
Materia, forma y privación no son componentes del movimiento, sino que representan
esa doble dualidad del ser en movimiento. No es la división del móvil sino la estructura
del movimiento; no son partes del móvil sino principios del movimiento. Es curioso
que, sabiendo que Aristóteles es tan aficionado a las dualidades, en este caso necesita
tres principios para explicar el movimiento. Aristóteles da una explicación que puede
parecer oscura. “A los contrarios les hace falta un sujeto”. Los contrarios, dentro de un
género, serían los extremos entre los cuales existe mayor diferencia (p y ¬ p). Es decir,
la diferencia más grande posible entre dos miembros del mismo género permaneciendo
estos dentro del mismo género: si la diferencia fuera más grande pasarían a ser no
contrarios sino contradictorios. El cambio entre p y ¬ p no es un cambio sustancial, el
hombre que pasa de ser ignorante a ser sabio no deja de ser hombre, a pesar de haber
adquirido un predicado contrario (mayormente diferente) al que tenía antes. Sin
embargo, en el caso de lo contradictorio hay destrucción y generación. Los contrarios
son los límites extremos entre los que se mueve el sujeto sin destruir la unidad del
género, es decir, sin destruir la unidad de lo que cambia. La unidad genérica se traduce
en el hecho de que el cambio es siempre reversible. El hombre que se ha puesto enfermo
puede sanar sin dejar de ser hombre, se pueden atribuir predicados contrarios a un
mismo sujeto bajo la condición de la sucesión de atributos. Bajo el cambio subsiste una
misma cosa. Porque el sujeto es el mismo, el predicado nunca es del todo irreversible,
mientras que sí lo es en el caso de la contradicción. Si el predicado dijera todo lo que el
sujeto es estaríamos hablando de nacimiento y muerte constantes. Si hablamos de un
hombre que tiene frío pretendiendo que este predicado diga todo de ese hombre,
hablamos de un hombre cuyo ser consiste en la frialdad, y entonces hablamos de lo frío,
lo que supondría que el paso al calor supondría la destrucción del anterior. El
movimiento sería una sucesión constante de muertes y nacimientos.

04-12-2014

Decíamos que se podría establecer un paralelismo entre las especulaciones de


Aristóteles sobre el discurso y las investigaciones sobre el principio en la Física. La
posibilidad de un discurso inteligible frente a la teoría sofística reside en la posibilidad
de distinguir entre sujeto y atributos. Igualmente, sólo hay discurso científico si se
presupone un sustrato bajo los cambios. Esto hace que cuando hablamos en Aristóteles
sobre los principios que gobiernan el movimiento, necesitamos un sujeto de cambio,
algo que no es eliminado en el cambio, eso que cambia del hombre iletrado al letrado,
que cambia sin dejar de ser lo que era. Si no hubiera distinción entre sujeto y predicado,
entre materia de cambio y la nueva forma todo sería una constante sucesión de
nacimientos y muertes. A los contrarios les hace falta un sujeto que es sujeto de cambio,
sin dejar de ser él mismo. Esto es, además, una respuesta a Parménides y su argumento
que afirma que no hay movimiento porque sólo podría proceder o del ser o del no ser.
Del ser no puede proceder porque el ser no puede moverse a ser, dado que ya es y no le
falta nada, e igualmente no se puede pasar de la nada al ser. El movimiento, en lo que
tiene de permanencia, procede del ser. Y en lo que tiene de transformación proviene del
no ser. La materia, por ser lo que cambia de forma, es el sujeto de cambio. Hay una
parte de movimiento que proviene del ser (la materia no cambia) y otra parte que
proviene del no ser (la materia no está nunca plenamente actualizada, no tiene nunca
todas las formas que puede tener). Repara en que el verbo devenir puede interpretarse
como “está hecho de” (la estatua está hecha de bronce) pero también podemos decir que
la palabra guarda el “viene de” (el letrado viene del iletrado). Si es preciso entender la
triple “principalidad” del principio, lo es también en el sentido del tiempo: la privación
es lo que la cosa era antes, la materia es lo que la cosa es ahora y la forma es lo que la
cosa será después. Privación, materia y forma nos entregan la estructura del tiempo
“antes, ahora, después”. Todo su análisis del movimiento descansa en el hecho de que
hay una materia que cambia, así como su análisis del tiempo descansa en el hecho de
que hay un “ahora” que cambia, dado que el antes ya no es y el después no es todavía.
La permanencia del ahora remite a la permanencia del móvil, a eso que es siempre lo
que es a pesar de las alteraciones y los cambios. Física: 219b10 y 219b18. El ahora
recibe cada vez contenidos diferentes, aunque esta formulación es problemática. El
ahora, el instante puede tentarnos a pensar que el ahora griego es el mismo que nuestro
ahora, algo que es completamente falso. Nuestro ahora es ese punto en la línea, pero el
ahora griego no es esto. Lo que quiere decir Aristóteles, hecha esta salvedad, es que el
móvil a lo largo del proceso de transformación podemos entenderlo como un sujeto que
recibe atributos, pero bajo ellos sigue siendo la presencia que subyace a los cambios. La
esencia de Clinias y de Corisco no desaparece en los predicados accidentales que le
sobrevienen en el proceso de cambio. Tiempo presente no es la presencia inmutable de
la esencia divina, sino el presente que se reitera una vez tras otra. El ahora, según
Aristóteles, es la continuidad del tiempo. Pero esto no debe entenderse como el tiempo
moderno. El ahora es lo que une el tiempo, lo que hace continuos el antes y el después,
no es un punto, es una línea. Es lo que va del antes al después. El ahora divide y une el
tiempo, es continuo, es unido gracias al ahora. El ahora divide y une de la misma
manera que el s es p divide el sujeto del predicado, hace que sean cosas distintas, pero
aun así garantiza su unión. La permanencia de la materia no es tanto la de un ser en acto
constante y plenamente actualizado, sino la permanencia de una potencia, de un poder
ser. Lo que se mantiene en movimiento de la cosa misma es su mutabilidad. Privación,
materia y forma son principios del movimiento pero no son partes del móvil. No es que
dentro de móvil haya privación, materia y forma: todo se nos da junto. Son principios
del movimiento vinculados con el tiempo: el antes, el ahora y el después.

Es posible vincular esta investigación ontológica de la Física con la investigación


ontológica de la Metafísica. Vincula el discurso acerca del ser con los principios sin los
cuales no podría haber discurso acerca del ser. La investigación de la Física pone de
manifiesto la división del ser en movimiento, y se puede unir a la pluralidad de los
significados del ser de la Metafísica. El mismo argumento que le sirve para construir la
investigación ontológica de la Física le sirve en la Metafísica, en uno aplicado al
movimiento y en otro aplicado a la pluralidad de maneras de decirse el ser.

La hipótesis que sostenía Gombric para explicar el cambio en la escultura griega es


que es un cambio que viene inducido por la épica griega, en particular Homero. Homero
relata los hechos de la guerra de Troya como lo haría un testigo ocular, y esto es lo que
da fuerza de verosimilitud a su narración, del mismo modo que el movimiento le da
verosimilitud a las esculturas griegas frente al hieratismo anterior. Pareciera que los
escultores hubieran visto a un hombre. Foucault habla de la importancia del testigo
ocular en Grecia, que adquirió importancia como resultado de la descomposición de la
forma de poder propio de los imperios asirios. En los juegos olímpicos se situaba un
testigo ocular que podía verlo todo, pero no servía de autoridad. Cuando hay un
problema interpretativo se pone por testigo a los dioses. Pero esto es un momento
arcaico. El verdadero testigo ocular es el que aparece en Edipo Rey, cuando se hace una
declaración en un juicio por parte de un pastor que ha visto con sus ojos lo que ocurría.
Este personaje está situado en el grado más bajo del escalafón social pero, en la medida
en que han visto, pueden ser autoridad. (La verdad y las formas jurídicas). El
paralelismo de Gombric entre los versos de Homero y las esculturas de la época clásica
radica en la cuestión del testigo ocular. La diferencia con el arte egipcio no radica,
entonces, en que los artistas egipcios no tuvieran ojos, sino que un poema naturalista a
oídos de un egipcio es un poema realista a oídos de alguien que no tiene esa necesidad
de realismo, de verosimilitud, y consideraría que es una degradación del arte que
debiera ocuparse de lo incorruptible. Cuando las estatuas inspiran terror y eternidad no
es necesario que sean verosímiles. La cuadrícula egipcia es una regla de construcción,
que no tiene nada que ver con lo que los egipcios hubieran visto o hubieran dejado de
ver. Cuando se esculpía, se esculpía como cartógrafo de los dioses, no como testigo
ocular. No estaban interesados en la mímesis. ¿Es que los griegos tenían otra regla de
construcción, que pueda tener que ver con el famoso canon? El canon griego no es una
regla de construcción sino que es una antropometría, se intenta determinar las
proporciones medias de un cuerpo humano medio. La libertad del griego consiste en
poder dejarse guiar por la naturaleza (y no esclavizarse con una cuadrícula fuerte), y la
libertad del autor moderno consiste en lograr independizarse de la naturaleza, que
constriñe.

Las esculturas griegas tienen, entonces, movimiento. Esto es paradójico tratándose


del arte plástico, que no es temporal, al contrario de la música o la narrativa. Esto no es
lo que consiguieron los dadaístas o Muybridge al denotar, más bien, la imposibilidad del
movimiento entendido como una sucesión de detenciones, pudiendo aspirar únicamente
a la ilusión del movimiento de la que hablaba Bergson. Arnheim: Arte y percepción
visual, sobre el cuadro de El Greco. La inmovilidad del movimiento en las esculturas de
la Grecia clásica tiene que ver con la posibilidad del movimiento, no con el movimiento
en acto. La clave para pensar la realidad de los cuerpos móviles no está en el
movimiento mismo, el movimiento supone un vértigo para el pensamiento que nos
incita a caer en el devenir absoluto e impensable de Heráclito, sino en la quietud. Sólo
lo que puede moverse puede verse provisionalmente privado de movimiento. Cuando
dice que movimiento y reposo son contrarios quiere decir que son compatibles. El
reposo es la calma propia de lo que por naturaleza pertenece al movimiento. Cuando
Aristóteles dice que el movimiento es contradictorio de la inmovilidad de lo divino está
diciendo que esa inmovilidad define otro género de seres. Los dioses nunca reposan
porque nunca se mueven. Cuando intentamos sorprender el cambio de las esculturas
hieráticas a las helénicas ocurre algo similar a las fotos de Muybridge. Sea cual sea el
instante que escojamos siempre nos parecerá que el movimiento ya había empezado
antes u ocurrirá todavía después. La cultura griega clásica fue la primera en poder
pensar el cambio a la luz de la razón, no es que en la cultura griega clásica ocurriera
meramente un cambio.

Estas consideraciones dicen poco la verdad si no se repara en cómo se ha llegado a


esto. Siempre nos imaginamos al filósofo que sale de su casa provisto de un rígido
esquema conceptual y que va troquelando mediante ese mapa de géneros, especies y
diferencias una naturaleza que estaría delante como un continuum amorfo. Este es
nuestro problema. Cada vez que somos conscientes de nuestro etnocentrismo pasamos a
preguntarnos si hay algo fuera de nuestros esquemas que justifique la validez de un
esquema conceptual y la invalidez de otros. Volvemos siempre a la idea de que eso que
llamamos realidad no tiene perfiles diferenciados y que sólo los adquiere cuando llega
una percepción intelectual que segmenta la realidad. Es nuestro problema porque hemos
hecho desaparecer a la naturaleza tras nuestros esquemas conceptuales, lo que hace que
dudemos constantemente de la autenticidad de lo que vemos. Este supuesto es el que
tenemos que eliminar para entender lo que los griegos dicen cuando dicen physis. En
cuanto prescindimos de este supuesto emerge la naturaleza en toda su riqueza. El canon,
como decíamos, no es una cuadrícula rígida sino un intento de antropometría. El canon
era también el instrumento de una sola cuerda de Pitágoras. Pensar el canon como una
fórmula matemática hace que nos lo representemos como una receta. Así, pensar el
canon como una regla rígida hace que equivoquemos el modo como los griegos
entendían la matemática y la naturaleza. ¿Cómo hacer compatible la idea de que hay
que imponer a la natruraleza una matemática con la idea de que hay que dejarse guiar
por la naturaleza? Si dejamos de lado la idea de la naturaleza como un continuum
divisible tenemos la sensación de que sólo van a quedar nuestros esquemas
conceptuales. Entonces, la única forma de decidir entre los esquemas conceptuales sería
un dios, por modesto que fuera. Sin embargo, nosotros no podemos pasar de la
ontología general (el ser como género), que es lo mismo que entender la naturaleza
como un continuum. [Importante: el ser de la ontología general=naturaleza como
continuum]. Antes de Descartes se podía acceder a ese elemento de decisión por medio
de Dios, de la teología era lo que decidía. Sin embargo, para los griegos la teología es lo
obvio, eso que es sólo esencia y nada más que esencia era perfectamente obvio para los
griegos, era fácil de pensar. Lo difícil de pensar era el movimiento. Sólo el
descubrimiento de los núcleos de estabilidad en el cambio es lo que permite que no todo
sea estabilidad y no todo sean estatuas hieráticas babilónicas y egipcias.

Lo que aparece si dejamos de lado la idea de la naturaleza como continuum es una


naturaleza de discontinuidades diferenciadas y cualificadas, de realidades “cortadas” sin
que las hayamos seccionado nosotros. Tenemos que encontrar el modo de entender esto
con el mismo esfuerzo que tendría que hacer un egipcio que piensa desde la cuadrícula
para entender el movimiento de las estatuas clásicas. Igual de peliagudo es imaginarse
para un hombre moderno cómo funciona la matemática griega, y es que ahí el número
no es cuantitativo. Las fórmulas del canon no son fórmulas que seccionan el continuum
cuantitativamente, sino que cumplen una función cualitativa. El matemático griego
descubre en la naturaleza armonías de las cuales se hace el esquema, lo contrario al
matemático moderno que busca disciplinar a la naturaleza. A diferencia de lo que le
sucede al músico contemporáneo, que considera el sonido como un continuum que se
puede cortar por donde se quiera, el pitagórico especulativo no entiende el sonido como
una continuidad sino que va en busca de armonías que aparecen como encuentros
afortunados, núcleos de estabilidad que no continúan necesariamente después (ni antes)
del encuentro. El músico imita o repite ese encuentro en la interpretación. La naturaleza
griega es matemática por razones estrictamente contrarias a por lo que lo es para un
moderno. Lo que hace el músico es tomar la medida de la naturaleza mediante el
número cualitativo, y cualquier intento de traducción cuantitativa de ese número puede
ser equivocado. La tentativa de la matemática griega es una métrica cualitativa. El
patrón de medida es algo cualitativamente unido a la cualidad misma de lo medido, no
como un patrón firme con el que doblegar a lo natural que emplea el moderno.
Aristóteles afirma que el tiempo no es un movimiento, pero no es sin el movimiento.
Percibimos juntos, a la vez el movimiento y el tiempo, de modo inseparable.

05-12-2014

[Llegué diez minutos tarde]. Sin el tiempo, sin el número, sin la medida el
movimiento sería incomprensible. El tiempo es el modo como el movimiento se vuelve
perceptible para nosotros. El movimiento sin tiempo sería incomprensible. Si no hubiera
antes ni después tendríamos que decir que las cosas no son lo que son. La definición del
tiempo como el número de movimientos según el tiempo es circular. El desde y el hacia
son inherentes al movimiento, igual que el antes y el después en el tiempo. En los casos
en que medimos el tiempo por lo material (manecillas del reloj, arena en el reloj de
arena) estamos presuponiendo que hay un tiempo preexistente que el movimiento de la
manecilla y la arena en el reloj mide.

No hay tiempo sin movimiento ni movimiento sin tiempo. Esto que Aristóteles
intenta establecer (el primado del movimiento sobre el tiempo, sin duda) significa que el
movimiento no dura un tiempo numerable que preceda al movimiento. El tiempo no es
algo que haya antes del movimiento y que fuera una forma vacía que pudiéramos llenar.
El tiempo no preexiste al movimiento sino que el movimiento es aquello por lo cual hay
tiempo y es aquello en virtud de lo cual el tiempo nos aparece como divisible. El antes y
el después son cualitativos, no meramente cuantitativos. Se trata de un tiempo interno al
movimiento. Junto con esa definición tenemos esa otra letanía que los escolásticos
acuñaron y que nos persigue desde siempre: la idea de que el movimiento, el cambio, es
el paso de la potencia al acto. Esto nunca lo dijo Aristóteles, aunque no es una fórmula
que lo traicione del todo. (201b). Aquí Aristóteles da un argumento por el que no es
correcto pensar lo que decían los escolásticos, sino que el movimiento debe entenderse
como un tránsito que no puede situarse absolutamente ni en el acto ni en la potencia. En
todo acto hay algo de potencia, esto es precisamente lo que caracteriza a los seres en
movimiento: en todo acto, en todo ahora, hay siempre algo de antes y algo de después.
Nunca hay presencia pura, esto es lo que caracteriza a los entes sublunares,
precisamente. Cuando dice Aristóteles en el libro III de la Física que el movimiento es
el acto de la potencia en cuanto tal (en cuanto potencia), por lo que no hay nada de paso.
El acto de lo transportable es el transporte, y aunque no sea el paso de la potencia al
acto, sí podríamos decir que el movimiento es la actualización de una potencia si
entendemos por ello lo que la potencia tiene de acto. Cuando Aristóteles define el
movimiento en términos de acto y potencia, ambos se pueden entender sólo por
referencia al movimiento. Todas las definiciones de Aristóteles del movimiento en las
que están involucradas el acto y la potencia tienen siempre para nosotros la resonancia
del argumento circular. El acto no es exactamente la actualización de una potencia sino
el acto de una potencia, la potencia misma en cuanto acto. El acabamiento de una
potencia que no se acaba nunca, pues si la potencia se acabara implicaría el fin del
movimiento.
Platón emplea, para referirse al tiempo o a la esencia del tiempo, el término aion, que
muchas veces se traduce muy equívocamente por eternidad. Es un término con una
historia complicada. Está claro que para Platón y los griegos significa esencia del
tiempo. En Homero se traduce muchas veces como “fuerza vital”, como una especie de
soplo vital. Esto se explica porque aion se refiere a la duración de la vida. De hecho,
aiein en Homero se suele traducir como “siempre” en el sentido de la duración de la
vida, el lapso de tiempo por el cual todo lo demás se mide. En Píndaro se utiliza como
algo parecido a destino, en Esquilo como un segmento de tiempo de duración
indefinida. Platón, desde luego, contrapone cronos y aion. Cronos no es lo mismo que
aion porque cronos está en movimiento y aion no. Cronos es el movimiento cíclico del
cielo, que imita el aion. Es la imagen móvil del aion, que sería, para empezar, lo
inmóvil. Cronos es el movimiento de los astros, mientras que aion es el tipo de duración
que caracteriza lo inmóvil. Aion es la esencia del tiempo, tiene que ver con la división
de los intervalos que encuentra las armonías, la proporción entre los intervalos. El
modelo de Platón es musical: la proporción entre los intervalos equivale a la proporción
de las notas de la escala y equivale también a la proporción de los planetas. Las
distancias entre las notas, para los griegos, no son diferencias aritméticas cuantitativas.
Pero el intervalo es un hecho originario y cualitativo, no la sección de una línea infinita
que pueda cortarse por donde se quiera. Cronos puede medir esa distancia cualitativa
que es el aion. Aion es la distancia originaria sin presuponer un continuo acústico (para
nosotros el tiempo se divide en instantes por donde queramos, mientras que para los
griegos el ahora es el intervalo mismo, lo que vincula el antes con el después). El ahora
es la verdadera realidad del tiempo, pero es una realidad siempre a caballo entre el
pasado y el futuro. El tiempo no se compone de ahoras, no es una parte del tiempo,
porque el todo no es un todo compuesto de partes que serían los ahoras. El ahora es el
todo del tiempo. El tiempo es la medida del movimiento según el antes y el después. El
ahora es la medida del movimiento que va del antes al después.

Las definiciones del movimiento en la Física nos parecen siempre circulares. Igual
que todo intento de definir el principio de no contradicción incurre en petición de
principio, y lo mismo ocurre con el movimiento. Esto tiene que ver con el carácter
general del ser físico, que por tener materia tiene potencia y tiene siempre una tendencia
a un acabamiento que no puede realizarse nunca. Nada hay que esté propiamente
acabado. Lo imposible, lo indecible del movimiento loco de los heraclíteos es
imperceptible. El único movimiento que podemos percibir es el medible. El movimiento
sólo se vuelve perceptible a través del tiempo. Aristóteles introduce en la mímesis
dramática una doble limitación: si la narración es demasiado larga se vuelve episódica,
se pierde el sentido. Por otra parte, si el sentido es demasiado complejo el hilo se enreda
y no tenemos tiempo suficiente para desenredarlo. El hilo es el ahora, y ese hilo no es
ilimitadamente elástico. Esto tiene que ver con que hay una cierta inflexibilidad del
presente, una cierta rigidez: el antes y el después serían ilimitadamente elásticos si no
fuera por el ahora. El ahora es lo que impide que tiremos indefinidamente de los
extremos porque se rompe: nunca tenemos tiempo suficiente para captar la totalidad del
sentido pero tampoco tenemos sentido suficiente para llenar siempre la totalidad del
tiempo. El sentido, el paso, el hilo es lo que hace comprensible el movimiento. Pero el
paso siempre lleva a otro paso hacia un nuevo ahora. El sentido nunca se da de una vez
por todas. A cada paso tenemos un todo virtual que componemos con lo anterior que
retenemos y con el después que imaginamos.

Hablemos de los astros. “Se trata de investigar si existe o no, además de los seres
sensibles, un ser inmóvil y eterno”. La contraposición inmovilidad/movimiento no
incluye el movimiento circular de los astros. Si el ser se dice de varias maneras, si el
sentido del ser se dispersa en categorías, entonces no hay unidad de los saberes, o la
única manera de pensar eso sería pensar que hay una ciencia (que no es la del ser en
cuanto ser) que podría prevalecer sobre las demás formas, y que sólo podría ser la
Física. Antes de Aristóteles había dos concepciones que rivalizaban: o bien pensar en
una ciencia universal que tendría que ser la ontología (ciencia del ser en cuanto ser) y
que presenta el problema de la unidad (es decir, puesto que el ser se dispersa en
sentidos, no podemos decir que esa ciencia sea una). La otra concepción sería la de una
ciencia absolutamente primera, que sería la teología y que plantearía, no ya el problema
de la unidad, sino el problema de la separación. La ciencia de lo incorruptible debe ser
una ciencia incorruptible. Si hay, por una parte, seres sensibles y, por otra parte, seres
separados (la esencia de lo corruptible y la de lo incorruptible son diferentes) entonces
el problema es que no podemos pensar en una sola ciencia que abarque esos dos
territorios. Lo corruptible y lo incorruptible difieren por el género y no pueden ser
objetos de una sola ciencia. El ser no es un género común a lo corruptible y a lo
incorruptible, de ninguna manera. Hay la imposibilidad por parte del discurso humano
de unir en una sola ciencia lo corruptible y lo incorruptible. La misma idea de que hay
un principio excluye la corruptibilidad: si es principio, no es corruptible. Como el
principio debe ser homogéneo a aquello de lo que es principio, si el principio de lo
corruptible es lo incorruptible se presenta aquí un problema. Cuando Aristóteles plantea
el problema de la diferencia entre ciencia y opinión lo plantea como la diferencia entre
la estabilidad de la ciencia (de la razón) frente a la opinión, que sería el mundo de lo
contingente. Frente a la estabilidad de la ciencia aparecería la agitación, la
volubilidad… que no es sólo del sujeto que hace ciencia sino de la cosa de la que se
hace ciencia. Aquí se distinguen no porque una sea verdadera y otra falsa, sino porque
el objeto de las proposiciones científicas obedece a la necesidad (y las proposiciones
heredan esta necesidad) y la opinión es el reino de lo contingente. La ciencia y la
opinión pueden tener el mismo objeto pero será el mismo objeto bajo dos
consideraciones diferentes. Lo contingente no es algo que primero aparezca como
contingente y después la ciencia vaya descubriendo que es necesario. No hay ciencia de
lo contingente por la misma razón que no hay ciencia de lo corruptible.

Pero, ¿no es verdad que (aunque la ciencia de lo incorruptible tiene que ser
incorruptible) el mero hecho de que lo corruptible persiste cíclicamente, lo corruptible
meramente porque se repite así, pudiera ser objeto de ciencia? Se puede demostrar
mediante el silogismo que al género humano se le puede atribuir el predicado mortal,
aunque lo propio de lo contingente y lo corruptible es el poder no ser. El médico puede
explicar por qué el enfermo enferma, hay una ciencia. La corrupción y el movimiento
tienen su necesidad. Esta es la justificación que da Aristóteles de que pueda existir la
ciencia de la física, de los seres corruptibles. La medicina es una ciencia que explica la
enfermedad pero no el individuo enfermo, pues lo que le ocurre al enfermo podría no
haberle ocurrido. En el caso de los seres inmóviles se necesitaría una ciencia que fuera
primera. Si sólo hubiera seres inmóviles sólo podría haber teología, y como máximo
astronomía y matemáticas. Ya lo hemos dicho muchas veces, la teología real sólo podría
ser la del pensamiento de Dios que se piensa a sí mismo. El saber de Dios sólo es para
Dios, y el saber humano solamente es humano. Entre el saber de Dios y el del hombre
habría la misma relación entre una rata y un hombre que se llamara Rodrigo Rato.
Puede haber una ciencia humana de los astros, de lo divino. No es imposible pensar la
contemplación humana de lo divino. Sin embargo, para dios la distancia es más radical,
pues no puede pensar otra cosa que a sí mismo, nada que sea más bajo que él.
Suponiendo que se pueda tener un conocimiento de lo divino, ¿de qué nos serviría a
nosotros? La teología es una ciencia sobrehumana que no nos sirve para nada, los
hombres no se le aparecen a Dios como algo de lo que él tenga necesidad. A los
hombres no les viene mal Dios, pero tienen otras prioridades. El problema del principio
de lo corruptible Aristóteles lo soluciona porque la divinidad de Aristóteles no es una
divinidad amante, una divinidad que ni conoce ni se preocupa por el mundo, pero sí es
una divinidad amable. Dios no sabe nada de lo que les inspira a los hombres pero
constituye un ideal para los hombres. Sin embargo no todo se acaba en esta radical
diferencia. Las causas de los seres inmóviles visibles se pueden conocer, pero la primera
causa no se puede conocer: sólo Dios es teólogo.

11-12-2014

[… 5 minutos más o menos…]. Cuando Aristóteles habla de inmovilidad (akinesia)


se opone a la inestabilidad del mundo sublunar, una inestabilidad que incluye el reposo
que pertenece al ser en movimiento tanto como el movimiento. El término kinesis
significa en griego movimiento, sin duda, pero ante todo significa habitualmente algo
así como agitación, agitación social y turbulencia. Sócrates comienza en el Timeo
diciendo que esta ciudad que es la mejor ciudad que han elaborado los días anteriores la
han descrito sólo en reposo, como si fuera una pintura. La ciudad en movimiento es la
ciudad en guerra, la agitación propia de la guerra. Esa guerra tiene una acepción
relativamente benévola: para los atenienses la guerra es más o menos el estado normal
de las ciudades, y Tucídides hace la contraposición de movimiento y reposo en términos
de guerra y paz. Las guerras tienen una acepción benigna en la medida en que aporta
gloria a los que luchan, a pesar de las calamidades que necesariamente trae. Hay en
Tucídides una contraposición entre Atenas, que es el movimiento (la fuerza que posee
dominio en el terreno marítimo) y Esparta sería el reposo porque tendría preponderancia
en lo terrestre. La agitación del mundo sublunar incluye el reposo, pero esto no vale
para el cielo. Al ser un movimiento siempre igual tiene un cierto parecido con la
akinesia divina.
Si ser se dice en varios sentidos y estos sentidos son dispersos no habrá unidad de los
saberes, o en todo caso sólo habrá preponderancia de un saber sobre otros. La ciencia de
lo separado sería una ciencia trascendente en sí misma. En el libro beta se dan cita los
problemas de la ciencia del ser en cuanto ser (unidad) y la teología en cuanto ciencia de
lo separado. Si hay seres sensibles y seres separados, trascendentes, entonces el
problema es el de la unidad de la ciencia. No puede haber la misma ciencia para unos y
otros. Entre lo corruptible y lo incorruptible no puede haber un género común, no hay
un solo género para ambos porque difieren como difieren dos géneros diferentes. Si el
principio de lo corruptible es corruptible (algo que viene casi exigido) tendríamos un
regreso al infinito, o bien la única manera de acabarlo sería encontrando un principio
incorruptible. En el libro lamda encontramos que, si hay un principio que excluye por el
mero hecho de ser principio la corruptibilidad, como el principio debería ser homogéneo
con aquello de lo que es principio, al ser principio de lo corruptible tendría que ser él
mismo corruptible, y esto es contradictorio. De algún modo, la ciencia de Dios es una
ciencia absolutamente necesaria en todos los sentidos del término pero absolutamente
inútil al menos para nosotros. La contraposición entre lo corruptible y lo incorruptible
es también la de lo necesario y lo contingente. La ciencia requiere la estabilidad
mientras que la opinión tiene que ver con la kinesis, la agitación, la volubilidad. Lo
estable y lo inestable, lo necesario y lo contingente se distinguen como se distinguen la
verdad de la opinión. El conocimiento de lo necesario es necesario y el conocimiento de
lo contingente es contingente. Aunque podemos tomar un mismo objeto bajo dos
consideraciones, la ciencia no puede ocuparse de lo contingente sino sólo de lo
necesario. No hay ciencia de lo contingente por la misma razón que no hay ciencia de lo
corruptible. El movimiento desafía a la ciencia y plantea el problema de si puede haber
un discurso científico también a propósito de lo contingente y lo no necesario
apoyándose en la idea de que la propia corruptibilidad no es corruptible: no pueden ser
objeto de ciencia los individuos, pero sí los géneros y las especies. El conocimiento
concierne sólo a lo universal, explica la enfermedad pero no al enfermo particular, y lo
que es estrictamente contingente requiere una justificación. Por eso se siente obligado a
decir una justificación de la física como ciencia de los seres en movimiento.

El punto de partida del pensamiento griego siempre es la obviedad de lo divino, la


obviedad de la esencia, del modo de ser de lo divino. Es lo que se puede expresar pero,
a la vez, lo que no necesita explicación. ¿Por qué la actualidad no puede ser el único
significado del ser, por qué hay también potencia? Para explicar esto hay que reprimir la
presencia abrumadora de lo divino. En ese sentido, los seres inmóviles reclaman una
ciencia primera que sería la única si no hubiera más que ese tipo de realidad, que tendría
que ser la única ciencia la teología y, como mucho, podría haber astronomía y
matemática como discurso científico que sería contemplación de lo divino. La teología
es ciencia de Dios en el sentido de que sólo Dios es teólogo. Ese conocimiento teológico
es el conocimiento de Dios por parte de Dios, y sería indigno de dios pensar en otra cosa
que en dios. Los dioses griegos producen seguridad, inclinación a amar a los mortales
por ser justamente lo que son, pero se despiden de ellos, no los acompañan. Decíamos el
otro día para terminar que el problema de la separación o la trascendencia es menos
radical para los hombres porque si podemos considerar a los astros como divinidades,
puede haber una ciencia humana de lo divino (astronomía o matemática) pero esa
separación es mucho más radical para Dios, que no puede tener ninguna relación con el
mundo. Pero, ¿para qué nos serviría a nosotros el conocimiento de Dios si está separado
del mundo, por mucho que sea ciencia primera? La ontología es un proceso, desde
luego, humano, y está lleno de aporías y fracasos, mientras que la teología se aparece
como la más excelsa y la más innecesaria, pues no nos sirve para nada. Dios no necesita
el mundo, para él sólo él es necesario y los hombres no necesitan a Dios, o por lo menos
no es lo único que necesitan. La divinidad es digna de ser amada, constituye algo así
como un ideal. La presencia visible de Dios en los cielos inspira a los hombres que la
contemplan. La separación no agota las relaciones entre Dios y los hombres, entre
ontología y teología.

Aristóteles busca una ciencia primera de lo inmóvil separado, una ciencia teórica
distinta de la matemática y la astronomía. Reconociendo que todas las causas, por serlo,
son eternas y necesarias, algunas son más eternas que otras. Lo son las causas de
aquellos seres inmóviles visibles, las divinidades astrales. ¿Se pueden conocer esas
causas? Si sólo dios es teólogo, la teología sería la ciencia primera pero la ciencia
imposible salvo como ciencia del cielo. El cielo inteligible, para Aristóteles, no es lo
que está detrás del cielo sensible sino que es lo inteligible de la divinidad, pues lo otro
de lo inteligible de la divinidad no es inteligible. A pesar de todas estas dificultades la
teología, en Aristóteles, y su absoluta imposibilidad, sin embargo, aparece pensada y
puesta en discurso de dos maneras: por una parte como contemplación del cielo, como
astronomía matemática, pero en tanto que contemplación del cielo tiene un límite. No
permite el paso a la causa primera. Por otra parte aparece la teología a partir de la física
como la teoría aristotélica del primer motor. El primer motor es una exigencia a la que
Aristóteles llega en la física a partir del razonamiento regresivo (de efectos a causas) y
en ese viaje recala en lo que tiene que ser la condición del movimiento o, mejor dicho,
la condición de la eternidad del movimiento. No hay que pensar un principio de
movimiento en el tiempo, el movimiento es tan antiguo como el tiempo. De lo que se
trata es de explicar la eternidad del movimiento. Esto es lo que necesita explicación. Eso
no elimina el hecho de que los seres sublunares están en movimiento y en reposo y que
ese movimiento y ese reposo exigen una explicación, la eternidad del tiempo exige un
movimiento continuo circular y, de algún modo, el movimiento necesita explicación. La
inmovilidad no, pero el movimiento sí. Si todo lo que se mueve es movido por algo,
debe haber un primer motor. Hay que detenerse en la búsqueda regresiva de las causas.
Este principio es el principio que durante siglos presidirá no ya las reflexiones
teológicas de la escolástica, sino las reflexiones físicas. Una de las razones por las le
que costó tanto abrirse paso al principio de inercia es este principio aristotélico. Ockham
ya se preguntó por qué tenía que haber un primer motor. Pero hasta que él no levantó
esto, el principio se mantuvo firme.

El razonamiento, entonces, es que debe haber un primer motor que debe ser causa
inmediata del movimiento de los cielos y la causa mediata de la agitación, de la kinesis
del mundo sublunar (movimiento y reposo). La gracia de todo esto está en que el
razonamiento debe ir acompañado del hecho de que este primer término de la serie no
puede pertenecer a la serie. ¿O sí? Al decir que para Aristóteles la teología, la esencia
inmóvil es lo primero e innegable y que lo que haya que explicar sea lo otro, estamos
diciendo que, hablando pitagóricamente, una cosa es pensar el uno como el primer
término de una serie y otra cosa es pensar el uno como absolutamente separado de la
serie, que no es par ni impar, que está antes de la división de lo par y lo impar, que está
ahí donde no hay en absoluto división. Este uno separado de la serie sería el tipo de
unidad que le corresponde a la divinidad, aunque si esto lo pensamos desde el mundo
sublunar (como no tenemos otro remedio) ese uno no podremos experimentarlo como el
uno separado de la serie sino como el primero de la serie. La aparición o la idea de una
filosofía primera es, entonces, ella misma una prueba de que estamos en el mundo
sublunar del movimiento, pues si no habría una ciencia única, y no ciencias primera,
segunda, tercera… Aristóteles no puede nunca del todo abandonar ese previo, esa
evidencia siempre anterior que es la del significado divino de la esencia. Cuando
formula la distinción entre acto y potencia, Aristóteles establece el primado del acto
sobre la potencia. Es decir, el concepto de potencia sólo lo entendemos porque
entendemos previamente lo que significa el acto y la actualidad. Desde el punto de vista
lógico esto querría decir que el concepto de potencia presupone el del acto. Cuando
decimos que algo está en potencia queremos decir, entonces, que algo puede ser
actualizado. Eso, así contado, podría dar pábulo a la idea del primado del acto sobre la
potencia. Pero se puede dar vuelta al argumento: cuando pienso el acto lo pienso como
una potencia que se ha explicitado, algo que estaba en potencia se ha actualizado. Por
ese camino no se ve claramente cómo se podría establecer el primado irrenunciable para
Aristóteles del acto sobre la potencia. Tendríamos que desplazarnos de la lógica (que
sólo nos permite pensar una mutua reciprocidad entre ambos conceptos) a la física, que
tiene una concepción teleológica de la naturaleza y quizás ahí podríamos decir que la
naturaleza está llena de potencias que tienden a actualizarse. La dificultad, en este caso,
sería que el hecho de que haya potencia actualizada se debe a que lo en acto es
imperfecto y, por tanto, separado de su finalidad. Hay potencias que podríamos llamar
perfectas, como la de los ojos que es la potencia de ver siempre actualizada. En ese
sentido, mirado el mundo de la naturaleza como el mundo de la generación y la
corrupción, no sólo no se puede hablar de primado del acto sobre la potencia sino que la
naturaleza está llena de potencias sin actualizar, una cantidad de potencias que nunca se
actualizarán innumerables. En el mundo de la physis hay, más bien, primado de la
potencia sobre el acto: mucha más potencia que acto.

¿Cómo se justifica, entonces, el primado del acto sobre la potencia? No se puede


encontrar en la lógica, ni en la física. Parece que sólo puede tener un fundamento
teológico, tenemos que pensar un acto que no sea actualización de ninguna potencia. Si
hay un acto que no ha necesitado un movimiento para ser lo que es, entonces sí hay
primado del acto sobre la potencia. Solamente pensando en ese uno que no es ni par ni
impar estamos pensando propiamente la esencia de lo divino y, por otra parte, esa
esencia de lo divino, por separada e inaccesible que sea, opera como modelo. Así, el
primado del acto sobre la potencia sería el reflejo del mundo divino en el mundo de la
physis. Esto podría parecer sugerir una teología inmanentista en Aristóteles. El contacto
sólo puede pensarse de dos maneras: por propulsión o por atracción, que es una forma
de arrastre. Si esto fuera así, si estuviéramos pensando en una primera causa que mueve
por contacto con lo movido, tendríamos un universo continuo sin separación. Entonces
sería cierto que la teología astral mostraría sólo lo visible de algo a lo que podríamos
llegar de otra manera. Pero en Aristóteles esto no es así. La cosmología llega a los astros
pero no puede alcanzar la causa que es trascendente. El primer motor carece de partes y
de magnitud: es inextenso, indivisible e incorpóreo. Si esto es así, si el primer motor
carece de partes (algo que viene seguido del hecho de ser inmóvil), no puede producir el
movimiento por contacto, sea de empuje o de arrastre. Lo divino se presenta como
primer motor inmóvil pero como radicalmente separado de la experiencia del mundo
sublunar. No es posible, entonces, hablar adecuadamente de Dios, como hemos dicho en
varias ocasiones. Lo único que podemos hacer es hablar de dios negativamente. Por ahí
nos sale una teología negativa que aún no es “profesional” como lo será en el
neoplatonismo, es decir, no es un modo de alcanzar a dios por vía negativa sino que es
una manera de señalar el hecho de que no podemos alcanzarlo.

La concepción física del primer motor no es la última palabra de Aristóteles sobre el


tema, sino que, queremos creer, es la del libro Lamda (escrito después de la Física).
Aquí encontramos la idea de que Dios mueve como objeto de deseo: la única forma que
algo puede mover sin moverse uno. La única causalidad que se le podría aplicar a Dios
es la de causa final. La causalidad final, o colocar a Dios como causa final, impide que
tengamos la tentación de hablar de un dios trascendente en términos inmanentes. Es una
causa no del todo oculta, pues ofrece un espectáculo de sí mismo a los hombres, en
virtud del cual el ser amado se conmueve. Es decir, mueve sin tocar y sin ser tocado.
Mueve sin moverse y sin ser movido. Actúa sobre el mundo sin saber nada del mundo
ni estar en contacto con el mundo. No es el dios del amor, no hay ningún tipo de gracia,
condescendencia hacia lo terrestre, hacia lo sublunar… Es un dios cuya gracia o cuya
condescendencia se agota en el hecho de ser. Los dioses griegos consuelan con su ser,
no porque prometan ni den nada a los mortales. Se trata por tanto de un ser ausente, de
un motor inmóvil que, de algún modo, es la razón o el motivo de los esfuerzos
sublunares por entenderlo, que son inútiles. El movimiento nunca puede cesar y los
esfuerzos están destinados al fracaso, y este constante fracaso tiene como fruto el
movimiento regular de las esferas celestes, que no es la akinesia celeste pero es lo más
parecido de la inmovilidad que se puede percibir en el mundo sublunar.

Lo que a nosotros nos resulta difícil de pensar que es la obviedad de lo divino para
los griegos lo tratamos de solucionar diciendo que los griegos eran idealistas. Pensando
en Platón, decimos que tienen la ideología de la unidad y con ella nos tapan la realidad
de la pluralidad y la división en que se encuentran. Los griegos habían reprimido el
mundo del movimiento. Pero es exactamente lo contrario. Para ellos lo primero era la
obviedad de lo inmóvil, y lo difícil es lo otro. La teología como la concibe Aristóteles
sería esa ciencia que trata de los seres inmóviles concebidos como un género peculiar de
seres que estaría perfectamente separado del género de los seres móviles. Hay tres
clases de seres: los sensibles corruptibles físicos, los sensibles eternos (astros) y los
seres inmóviles que requieren otra ciencia que es la ciencia del primer motor inmóvil y
que es la teología. Debe haber, entonces, dos ciencias, una para cada género: física y
teología. Ha parecido durante milenios que Aristóteles se contradecía porque nos
equivocábamos al pensar que la ciencia primera y la ciencia del ser en cuanto ser eran la
misma ciencia. En realidad son dos. ¿Cuál es el lugar de la teología, ahora, frente a la
ciencia del ser en cuanto ser? Si habíamos pensado que la teología iba a estar
subordinada a la ontología, podemos desprendernos de esa idea rápidamente. La
teología no es un subgénero de la ontología. La ontología nace como un proyecto
científico distinto de la teología, y probablemente cuando Aristóteles ni siquiera ha
pensado la teología. Si uno mira el texto de la Metafísica, la primera versión no debía
incluir ninguna relación a la teología, y la prueba es que nos encontramos con muchas
interpolaciones posteriores. Sólo cuando el argumento sobre los seres móviles ha
terminado aparece la reflexión sobre los seres eternos inmóviles. El problema de la
unidad del ser en cuanto ser es un problema diferente de la problemática entre la unidad
del ser divino y el ser sublunar. La problemática de la posible unidad de la ontología
como ciencia es una problemática estrictamente interna al mundo sublunar. La
ontología, en Aristóteles, excluye la teología. Buena parte de la ontología medieval va a
entender el ser en cuanto ser del que habla la Metafísica de Aristóteles como el ser
común a lo sensible y a dios. Esta idea no es la de Aristóteles. La de Aristóteles es
hablar del ser en cuanto ser, no en cuanto línea o en cuanto fuego. La ciencia del ser en
cuanto ser se diferencia de la matemática, la geometría y la física. No estaba en sus
cálculos supeditar la teología a la ontología. De lo que tiene la naturaleza de lo inmóvil,
es decir, de lo indivisible, incorpóreo y simple no puede haber discurso porque el
discurso divide aquello de lo que habla en sujeto y predicado. Hablar de lo simple sería
destruir su indivisibilidad. Hablar escinde aquello de lo que se habla. ‘S’ es ‘p’, pero ‘p’
no es ‘s’, algo que le molestaba mucho a Hegel. La doctrina aristotélica de la verdad no
sirve para las cosas simples. Las cosas simples se captan o no se captan, no hay
proposición, no hay catafasis, sólo fasis. La expresión de lo simple está fuera de las
posibilidades del lenguaje humano, que es siempre un discurso oblicuo. Siempre rodea
la cosa, siempre va diciendo algo de ella. La ontología de Aristóteles es, por esto, una
doctrina de las categorías, una doctrina del decir de, del decir algo de algo. Si la
ontología es una reflexión que nace, como ya hemos dicho varias veces, a propósito del
discurso humano, entonces la ontología excluye al ser divino, excluye la posibilidad de
hablar del ser divino. Allí donde hay contemplación, la palabra es inútil. Por el
contrario, cuando no es posible la intuición, la palabra debe sustituirla. La divinidad es
lo que rechaza las categorías y la multiplicidad de las maneras de decirse el ser.

Lo suprasensible tiene para Aristóteles el carácter de principio. Pero de ahí no


podemos derivar que lo corruptible sea consecuencia de este principio. El mundo
sensible no se sigue de la esencia suprasensible e indivisible. Se podría declarar que el
mundo del lenguaje es una ilusión, pero si uno quiere dar alguna consistencia al mundo
de la experiencia y del lenguaje debe buscar algún tipo de unidad de lo dividido. De lo
suprasensible a lo sensible hay un non-sequitur. Que lo uno engendre lo múltiple no
entraba en la cabeza de Aristóteles, ni en la de Platón. Para Aristóteles, decir que de lo
uno surge lo múltiple es tan impensable como decir que del ser puede surgir el no-ser o
a la inversa. El primer motor es causa del orden y es lo que mueve el primer cielo
(sucesión regular de días y noches) y, a partir de ahí, las esferas se van moviendo unas a
otras. En todo ese movimiento astral se manifiesta la regularidad, la uniformidad. La
uniformidad del tiempo, que las estaciones se sucedan, depende del primer motor. Pero
depende de él a través de un rodeo. El primer motor, sí, es un principio de movimiento y
en ese sentido principio del movimiento, pero no en el sentido en que podríamos decir
que es el principio del mundo, no es el principio de ser del mundo ni el principio del
conocer del mundo. Dios es principio de movimiento no como causa eficiente ni por
contacto, sino como objeto de amor. El ser de lo amado no explica el deseo que inspira.
Es una aproximación infinita, y si fuera finita, si se acabara, el mundo sería Dios.
Aunque la naturaleza no hace nada en vano, tampoco hace todo lo que quiere, o no lo
puede todo. Por eso Aristóteles habla de fracasos de la naturaleza que tiene que suplir la
techné humana. El accidente (de la techné) en la naturaleza no es meramente accidental
sino necesario. El hecho de que el accidente sea necesario en la naturaleza revela hasta
qué punto el mundo está separado de Dios.

12-12-2014

Aunque en la naturaleza funciona el principio según el cual nada en ella es en vano,


sigue teniendo esa imperfección que la techné completa y, así, la contingencia en la
physis no es contingente. El accidente tiene carácter de necesidad en el orden de la
naturaleza, o de lo contrario la naturaleza se identificaría con la divinidad. La finalidad,
la tendencia a buscar la finalidad del primer motor es, evidentemente, una tendencia a
suprimir la separación. Esa tendencia no puede nunca cumplirse porque es la condición
de su ejercicio. Si esa separación no se elimina es porque nunca se consuma totalmente
la tendencia. Y esa no consumación de la tendencia revela la impotencia, el carácter
separado del mundo con respecto a su principio. Por esa separación del principio es por
lo que la naturaleza, según Aristóteles, produce a veces monstruos e incluso hembras
(que son machos imperfectos). Un mundo sin fracasos, sin contingencia, sin accidentes
sería, evidentemente, un acto puro, inmóvil, único incompatible con las imperfecciones
que encontramos en la naturaleza. El principio es ser, y es lo que tiende al ser lo que
comporta, en cierta manera, un no ser. El principio nunca se realiza del todo en lo
principiado, y es el relato inacabado siempre de una ascensión. Una de las razones que
orientan a los investigadores en el sentido de pensar que la teología es posterior como
proyecto respecto de la ontología son las interpolaciones que aparecen, sobre todo, en el
libro Gamma, innecesarias para el argumento que se está construyendo.
En el libro Gamma se trata de la definición de la ciencia del ser en cuanto ser y su
distinción respecto de las ciencias particulares. Su unidad de estilo se rompe por lo
menos tres veces porque hay una especie de irrupción de lo teológico que interrumpe,
como decimos, tres veces la investigación. A propósito de lo sensible la realidad del
cambio es insuperable. Aristóteles propone solucionar esto con la distinción entre
potencia y acto. Una vez resuelta la dificultad de la coexistencia de los contrarios
respecto del fenómeno del cambio, hace un añadido superfluo y totalmente innecesario
en 1009a36 (“Pediremos además a estos filósofos que admitan también entre los seres
alguna otra esencia…”) dado que la dificultad ya había sido superada. No se entiende
por qué es necesario invocar una naturaleza inmóvil. En las últimas líneas, una vez ha
refutado a los negadores del principio de contradicción por activa y por pasiva, afirma
que “hay una cosa que mueve eternamente las cosas movidas, y ese motor es inmóvil”.
Podría dar la impresión de que quiere añadir un argumento teológico a los argumentos
dialécticos que ya ha acumulado a lo largo del texto. Esto no es lo que pretende. El
principio de no contradicción está suficientemente fundamentado por los argumentos
dialécticos. Podría decirse que las alusiones teológicas tienen el papel de buscar una
cierta apertura a un horizonte teológico que está, de momento, sólo indicado de manera
muy vaga.

En el libro Lamda, segunda parte, aparece la teología de Aristóteles. Se pregunta si


los principios de materia, forma y privación valen para todos los géneros. La reflexión
ontológica es interrumpida por la teología. A parte de estos principios hay, como lo
primero de todos los seres, lo que los mueve a todos (1070b34). Aparece ese tipo de
unidad que el discurso humano está buscando todo el rato a través de la investigación
ontológica. De pronto aparece dada esa unidad en el ser divino pero de tal manera que
su separación respecto al discurso humano en la medida en que el discurso es impotente
para decir esta unidad de lo divino. Es impotente no porque el primer motor inmóvil
tenga el defecto de no ser susceptible de ser accesible para el lenguaje. Es la simplicidad
de su unidad la que hace que sea inaccesible para el lenguaje humano. Podemos decir
que, en cierto sentido, Dios es el motor de la investigación humana sobre la unidad del
ser. Pero es un motor que sólo deja ver las aspiraciones a la unidad, a la vez que señala
la imposibilidad de completarla. Al final del libro Lamda deja caer la idea de que el
mundo podría ser una serie, siendo la esencia lo primero de la serie. Así se ha
malentendido la ontología como ousiología. Pero para Aristóteles la relación entre la
primera categoría y el resto de las categorías, que es sin duda de primacía, no es de
causa y consecuencia. El resto de categorías no son consecuencia del ser. No es que las
causas de la esencia sean las causas de todo y, al estudiar la esencia, estaríamos
estudiando la ciencia del ser en cuanto ser. El discurso humano debe proceder como si
las causas de las esencias fueran la causa de todo, como si todo pudiera referirse a su
principio. Pero esto es sólo un como si, no puede eliminarse el hecho de que los
accidentes son algo necesario. El ideal de la investigación es el de un mundo de unidad
pero ese ideal es imposible: es un principio regulador de la investigación que nunca
puede convertirse en su fin material. “Obra de suerte que el imposible ideal sobreviva
siempre, en el corazón del hombre, a sus inevitables fracasos. ¿Quién no ve que nuestra
palabra finalidad es impotente…?” (Aubenque).

Todas las alusiones teológicas del libro Gamma, y la segunda parte del libro Lamda,
son la perspectiva del principio regulador de la investigación. El discurso no podría
buscar la unidad si no estuviera movido, animado por la existencia de una unidad
subsistente que no se puede alcanzar y que el cielo nos deja ver. Seríamos infrahumanos
si no buscáramos ese ideal de unidad, pero seríamos dioses si lo pudiéramos alcanzar.
No haríamos bien en conformarnos con el esquema de Aristóteles en algunos
fragmentos, según Aubenque, según el cual la teología sería la más eminente pero una
más de las ciencias particulares. Para Aristóteles la teología no puede ser particular, no
podemos conformarnos con que sea una más. La teología está en un plano en el que no
se plantea el problema del ser en cuanto ser, porque es un plano que no se plantea el
problema del discurso. Dios es, y sólo es, no hay problema de pluralidad de discursos.
Si no fuera porque la ciencia de dios es la ciencia del ser no se entendería la
reduplicación de la expresión de Aristóteles de la ciencia del ser en cuanto ser. Todo
esto, desde luego, abona o explica por qué se produjo la confusión tradicional: hay
momentos en los que el ser en cuanto ser y el ser divino podrían en algún sentido
identificarse. Pero, a pesar de todo, para Aristóteles el discurso humano sobre lo divino
no dice nunca nada del mundo sublunar y, por tanto, no puede ser ontología. Lo divino
es sólo una guía, pero no un principio constitutivo: sólo regulativo. La ontología tiende
a constituir en el mundo sublunar un sustituto de la unidad originaria de lo divino. La
ontología es al mundo humano lo que la teología es a dios. Lo sensible es receptivo a la
unidad divina pero la unidad divina no es sensible a lo sensible. En su sentido filosófico,
frente a lo que es habitual en el lenguaje humano, la significación originaria de ousía es
su significación divina, pues ousía define el acto de lo que es en la pureza del ser del
cielo. Así, decimos que los seres humanos son esencias en la medida en que imitan al
ser divino. El error de los filósofos eléatas es querer aplicar literalmente al mundo
sublunar la categoría que es de origen divino y, precisamente por ello, el mundo
sublunar quedaría como ilusión. El ser divino es esencia que no admite discurso
predicativo y que sólo puede alcanzarse de manera negativa. Se puede hablar del ser
divino pero no se puede completar la unidad de su presencia. La unidad del ser siempre
es buscada pero nunca hallada. La abundancia del discurso humano contrasta con la
imposibilidad del discurso divino por la multiplicidad de sentidos del ser sublunar,
frente al único sentido del ser divino que es ousía. La esencia divina es el ser divino
mientras que la esencia del ser sensible es sólo un modo de decirse el ser de lo sensible.
El ser sensible es más que su esencia, y ese ser más es un ser menos, nunca se termina
de hablar del mundo sublunar precisamente porque es más que esencia. El mundo
sublunar imita el mundo divino y las categorías que no son la esencia imitan la esencia.
La unidad no lo es del todo sino de cada cosa, y sólo se da del todo en Dios. Hablamos
de una unidad que es subsistente en Dios y que el mundo sensible imita en distintos
sentidos y grados, fracasando a veces. No hay ningún caso de procesión desde el mundo
sublunar hacia lo divino en Aristóteles, como sí lo hay a veces en Platón. Aristóteles no
se dedica a descubrir el ideal lejano de lo divino tanto como se dedica a señalar la
distancia que nos separa de él y cómo sustituir y paliar esta distancia. Para el hombre no
hay teología, lo equivalente es la ontología. Teología y ontología, podríamos decir, son
el aspecto divino y humano de una ciencia, pero sólo si añadimos que al menos para
nosotros esa ciencia no puede ser una. Esos dos aspectos deben dispersarse en dos
ciencias. De tal manera que la relación entre teología y ontología no es la relación entre
lo claro y lo confuso, la escisión entre ontología y teología que es la máxima expresión
de la escisión entre esencia y accidente que atraviesa la obra de Aristóteles, no puede ser
superada por el saber. La escisión proviene del movimiento y la ontología es ciencia de
un mundo en movimiento.

El ideal de la ontología, entonces, sobrevive gracias a sus fracasos. La ontología está


vinculada al discurso humano, busca las significaciones del ser y no puede decir nada
acerca de lo uno, pues decirlo supondría la fractura de la unidad y, por tanto, su pérdida.
También decíamos ayer que la verdad para Aristóteles es la verdad del discurso
atributivo, pero en la teología no es así. En la teología la verdad se capta o no se capta.
La teología es la ciencia del principio y, por serlo, es ciencia separada que trata de lo
separado. La teología aristotélica recurre a un principio único para no caer en el
mecanicismo de los jonios o en la mala teología de la noche y del caos de la que abusan
sus predecesores. La ontología, finalmente, tiene como finalidad reconstruir por medios
dialécticos, lingüísticos, un sustitvo en el mundo sublunar de la unidad divina.
Aubenque habla de dos “fracasos” de Aristóteles: el fracaso de intentar construir un
discurso unitario sobre el ser, y el fracaso de intentar crear una ciencia fundamentadora
de los primeros principios. Pero son fracasos fructíferos. La imposibilidad de pensar en
dios en términos de movimiento es lo que da lugar a pensar a dios como primer motor,
da lugar a la definción de dios como pensamiento que se piensa a sí mismo. La teología
se demuestra a fuerza de la negación de su posibilidad, y la negación de la teología se
convierte en teología negativa. La teología negativa no es un método para acercarse a
Dios como en la escolástica, Aristóteles no buscaba eso, sino que se propone una
teología positiva, a pesar de que se ve conducido a señalar la impotencia del discurso
humano que toma esa forma de teología negativa sin hacer de ello un método. El fracaso
de la ontología (el anterior era el de la teología) es que no hay, propiamente, un discurso
del ser porque el ser no es un género, no es uno. Así surge una ontología negativa que
pone de manifiesto la imposibilidad del discurso para lograr esa unidad. El ser no es un
objeto inaccesible más allá del discurso (como suele aparecerse en, por ejemplo, el texto
de Eco). Los titubeos del discurso del ser son los titubeos propios del ser en la medida
en que es un ser en movimiento. Así, dirá Aubenque, el fracaso de la ontología da lugar
a una ontología del fracaso. El ser no es nunca todo lo que es, no coincide nunca
consigo mismo. Las alusiones al movimiento que hemos hecho sobre las estatuas
griegas tienen sentido si el movimiento para Aristóteles es un correctivo de la
separación: vale más el movimiento del animal que el letargo de la planta. Se mueve
uno para poder dejar de moverse, se hace la guerra para poder dejar de hacer la guerra,
pero allí donde la akinesia es imposible, la movilidad constante es el sustituto de un
ocio, de un reposo, de una quietud inalcanzable. La permanencia de la especie corrige la
mortalidad de los individuos, el infinito retorno de lo mismo es posible gracias a la
infinitud del tiempo. Lo inmóvil, el reposo cognoscitivo en el movimiento del ser
temporal que es el hombre, el entendimiento, sólo se ejerce mediante el movimiento.
Mediante el movimiento se puede captar lo inmóvil. El pensamiento humano es saber
inexacto de lo exacto, es apto para captar un ser que jamás coincide consigo mismo.
Esto no quiere decir que la ciencia vence al pensamiento pero es capaz de descubrir
horizontes de inmovilidad en el movimiento mismo. El hombre está condenado a pensar
dialécticamente el ser. La dialéctica tiene sentido porque camina hacia su autosupresión,
un ser que coincidiera consigo mismo no necesitaría una dialéctica que le hiciera
coincidir. La techné imita la naturaleza y la perfecciona en la medida en que es
necesario suplir con el esfuerzo los fallos de un dios que no ha podido llegar al mundo.
No es el único agente que hay en todo esto, los animales y las plantas están también en
el ajo. Lo que hay de divino en el mundo sublunar es el esfuerzo para llegar a lo divino
supralunar. A través de la mímesis el mundo participa de lo divino. La búsqueda del
saber, incluso en la dialéctica, no es la única modalidad de imitación, sino que están
también la praxis, la acción política, la poiesis… que contribuyen a la unidad igual que
la amistad imita la relación de Dios consigo mismo.

La estrategia de la lectura de Aubenque es poner al descubierto eso que la tradición


había enterrado, que son los fracasos de Aristóteles. Eso que hace que la ciencia del ser
no puede ser una, eso que hace que la teología no pueda ser ciencia. El enterramiento de
los fracasos de Aristóteles ha producido la más fundamental de todas las confusiones
que es la confusión de la ciencia del ser en cuanto ser con la teología. Igual que los
diálogos de Platón no se acaban nunca, y trató de solucionarse esta “imperfección” con
la postulación de que Platón presenta una teoría cerrada de las ideas. En caso de
Aristóteles, el fracaso de que la ciencia del ser en cuanto ser no puede ser una se ha
tratado de solventar afirmando que hay una ciencia única que es la teología. La tradición
siempre ha pensado que nadie podría hablar de los fracasos de Aristóteles, sino que más
bien se ha intentado suponer que había lagunas en los textos de Aristóteles y que el
comentario debía rellenar, suplir, suplementar eso que él no había podido completar.
Así Aristóteles se hizo compatible con lo que estaba en las antípodas de su proyecto,
que es convertir el ser en un género. La otra justificación para explicar o para no tener
que afrontar los fracasos de Aristóteles sería entender, como entendió el neoplatonismo,
que esos fracasos de Aristóteles (la imposibilidad del discurso de captar lo divino) son
el precio que se paga para conseguir la expresión de lo inefable. A fuerza de fracasar en
la expresión de lo divino se abre paso a un entendimiento poslingüístico, prelingüístico,
extralingüístico de lo inefable. Las dificultades, las aporías de Aristóteles, no tienen
solución. El trabajo perpetuo en la solución de ellas es la tarea imposible e inacabable
que Aristóteles deja a sus lectores. THE END.

18-12-2014

La confusión entre ontología y filosofía primera no se debe sólo a los errores de los
intérpretes posteriores, sino que hay una confusión arraigada en el propio Aristóteles.
Ese proyecto de la ciencia de los primeros principios es un proyecto que como tal en las
propias páginas de Aristóteles fracasa. Sin embargo, permite también darse cuenta de
que la confusión no sólo estuvo en Aristóteles sino arraigada en el vocabulario de
Aristóteles, que a veces permite identificar el ser en cuanto ser con la ousía o la esencia.
Pero si sólo fuera ousía Aristóteles no tendría que haber reiterado el ser en cuanto ser,
sino sólo ciencia del ser. Se añade el problema del carácter tardío de la teología de
Aristóteles, que podemos deducir o inferir de modo más o menos razonable de las
interpolaciones de los libros Gamma y Lamda, donde encontramos razones para
entender que las referencias de Aristóteles a una ciencia del ser en cuanto ser siempre
son referencias a la Física, al ser en movimiento. Tenemso argumentos para comprender
que el horizonte de la ciencia del ser en cuanto ser es el de la física, que sólo ahí tiene
sentido la reiteración “en cuanto ser”. Esta confusión, arraigada en Aristóteles, en el
vocabulario, y agravado por el carácter tardío de la teología le añadimos lo que ya
sabemos: son escritos dispersos temáticamente, contradictorios en muchos puntos, o
como mínimo aporéticos. A estos cuatro primeros motivos se le añade el hecho de que
los comentarios griegos y latinos que se hicieron en la antigüedad están teñidos de
neoplatonismo y que, por tanto, interpretan los problemas o aporías de Aristóteles como
el testimonio de la inefabilidad del ser: el ser está más allá de la esencia, de la ousía.
Esto va a forzar una interpretación neoplatónica, mística y con esa visión va a ser
relativamente fácil la identificación entre ciencia del ser en cuanto ser y teología. Es,
desde luego, una tergiversación, pero no descuida el hecho de que en Aristóteles tanto la
ontología como la teología son, en cierto modo, negativas (Aubenque).

Contra estas confusiones sólo podemos retener los puntos de anclaje por los que
intentar deshacer la confusión. El hecho de que el proyecto del libro A de Aristóteles lo
vemos fracasado, el hecho de la reiteración “en cuanto ser”, que la referencia de esa
ciencia sea la física y el ser en movimiento… nos permite reaccionar contra el
neoplatonismo. (¿?). En el caso de los comentaristas medievales, la confusión entre
ciencia del ser en cuanto ser y filosofía primera, consiste no en hacer, como los
neoplatónicos, que es interpretar las aporías como expresiones del carácter inefable del
objeto a investigar, sino más bien el objetivo sería negar ese fracaso, atribuir la
apariencia de fracaso al modo inacabado y fragmentario con que nos llegaron los textos
e intentar resolver las aporías rellenando las lagunas del texto con lo que tenían a mano
que era la teología cristiana. Con lo cual, en lo que incurría era que esa elaboración de
los doctores escolásticos transformaba el problema de Aristóteles: la homonimia se
convertía en la analogía entre el ser de Dios y del hombre, nace otra filosofía en la que
ontología y teología van de la mano si no se identifican, y a esa vinculación no
aristotélica será a lo que se llamará metafísica durante siglos. Esta será la lectura de
Aristóteles que llegará a Descartes y a la modernidad. La tarea, por lo tanto, tal y como
Aubenque define el proyecto de una lectura de Aristóteles que nos devuelva el
Aristóteles enterrado por el neoplatonismo y la escolástica, cualquier intervención de
este tipo presupone la necesidad de deshacer la presunta continuidad entre ontología y
teología, entre ciencia del ser en cuanto ser y filosofía primera.
Para es, investigamos en qué sentido se puede decir de una filosofía que es primera,
en qué sentido es primero y por qué “meta-física” (después de la física, o segunda). Hay
dos cuestiones que son las fundamentales para esta investigación: i) reparar en que
cuanto se refiere a ciencia del ser en cuanto ser está siempre refiriéndose a ella no en
términos de una filosofía que sea primera, o un saber que sea primero respecto a otros,
sino que lo que subraya es su universalidad. Opone el tipo de universalidad de la ciencia
del ser en cuanto ser a la de las ciencias particulares. Esta manera de hablar nos pone
sobre la pista de hasta qué punto estamos lejos de Aristóteles. Opone la generalidad de
la ciencia del ser en cuanto ser a la particularidad de las ciencias, pero estas ciencias
particulares son ciencias universales porque sólo hay ciencia de lo universal. Hay
ciencia en sentido propio cuando hay un género, cuando hay algo general. Si nos
salimos del ámbito de las ciencias particulares, fuera de eso estamos en un ámbito que
es el de la sofística, en la que la referencia del discurso no es un género determinado de
cosas sino el ámbito difuso de todas las cosas. Por donde Aristóteles intenta salvar la
ciencia del ser en cuanto ser es la dialéctica: el arte de cuestionar todas las cosas, que
nosotros podríamos llamar “crítica”. La capacidad de someter a examen racional todas
las cuestiones. Una capacidad que engarza con aquello que en el Sófista de Platón, que
no en vano es un diálogo que intenta elucidar el lugar del sofista, cómo es posible
definir lo que es un sofista, se refiere a un arte de saber juzgar o distinguir que identifica
con la propia filosofía. En el caso de Platón es una imagen del arte dialéctico. Ahí el
objetivo de Aristóteles, subrayando tanto la generalidad de la ciencia del ser en cuanto
ser frente a la particularidad de las ciencias particulares (referidas siempre a un género),
es resaltar una problemática difícil: el problema de la unidad. Hasta qué punto una
ciencia del ser en cuanto ser puede ser una, teniendo en cuenta que ser se dice de
muchas maneras. Es un problema que queda sepultado por los comentarios posteriores.

Del lado de la teología, sabemos que siempre la cuestión que plantea no es la de la


universalidad, sino la de la jerarquía. Las ciencias analíticas en el sentido de Aristóteles,
siempre están organizadas jerárquicamente. La filosofía primera aparece como la
primera de una serie. Y esta anterioridad en Aristóteles es una anterioridad lógica, es
una anterioridad epistemológica y es una anterioridad epistemológica. Cualquier
referencia a lo anterior o a lo primero queda dentro de lo cronológico: lo primero lo es
en el orden del ser y en el orden del saber. En ese camino, precisamente porque en
Aristóteles estamos constantemente intentando evitar la revisión indefinida, el
conocimiento teológico de la esencia separada, ese que es primero en el orden del saber
porque su objeto es primero en el orden del ser, sería no ya un conocimiento científico
de una ciencia primera, sino un conocimiento anterior a la ciencia, que tendría que ver
con esa intuición anterior a todo discurso proposicional que Aristóteles declara
necesaria (es lo que permite que la serie se detenga y no haya revisión indefinida). Esto
plantea un problema cuya solución es igualmente difícil que el de la unidad de la ciencia
del ser en cuanto ser: el problema de la separación. El problema de la ciencia separada,
de lo separado, que es la teología es tan difícil como el de la unidad de la ciencia del ser
en cuanto ser que se dice de muchas maneras sin que haya entre esas maneras ninguna
pertenencia. Aparecen dos problemas: la unidad de la ontología y la separación de la
teología. A este nivel, reparando en la cuestión de la universalidad de la ontología y la
anterioridad de la teología, podemos distinguir nítidamente entre ambos, entre la ciencia
del ser en cuanto ser y la ciencia del ser sin más. Vemos clara la distinción entre los dos
proyectos.

En cuanto a la cienica del ser en cuanto ser también hemos visto que el origen del
planteamiento de Aristóteles está en una confrontación con la sofística, con eso que
llama Aubenque la teoría del lenguaje sofístico. Hay en Aristóteles, como había en
Platón, el reconocimiento de que, aunque el filósofo se juega su propia distinción como
filósofo en su posibilidad de enfrentarse y distinguirse del sofista, dentro de la sofística
hay algo serio. A eso algo serio lo llaman la refutación, el arte de la refutación. Es el
arte de poder hacer una crítica discursiva de lo discursivo mismo. Esto hay de serio en
la sofística. Aunque, desde luego, y este es el aspecto en que Platón ridiculiza a los
sofistas y Aristóteles pretende disciplinarlos, la admiración que ambos sienten por la
refutación va acompañada de la invalidez del tipo de refutación puramente de palabra
que utilizan los sofistas. ¿Por qué queda invalidada el tipo de refutación de los sofistas?
Porque, por razones profesionales, corta el vínculo del discurso con dos cosas
fundamentales: con la significación de las palabras, es decir, lo que decimos de las
cosas, y por otra parte con la referencia a las cosas mismas, aquello de lo que hablamos.
Cuando en el discurso no hay una significación que pueda determinarse como una cada
vez, y cuando no mantiene una referencia con aquello de lo que habla, el discurso deja
de ser predicativo. Cuando hacemos eso, el discurso se vuelve imposible como discurso.
Ese discurso que se vuelve imposible no quiere decir que el discurso no sea real. Esta
forma de no argumentar es muy real y es muy exitosa en la práctica. El discurso puede
volar sin compromisos y alcanzar un tipo de eficacia que de otra manera no podría
conseguir.

Hay en Aristóteles una vinculación entre lógica y ontología porque la temática


ontológica (el proyecto de una ciencia del ser en cuanto ser) nace de la necesidad de dar
un apoyo a la teoría de su significación que construye como alternativa a la sofística.
Esta teoría de la significación, dicho muy rápidamente, tiene un enunciado fundamental
o primordial que es la pluralidad de las significaciones. […] No sólo las cosas se dicen
de muchas maneras sino el ser se dice de muchas maneras. El problema, entonces, no es
el de la pluralidad de significaciones sino la homonimia o equivocidad del ser. Cada
categoría es una manera distinta de significar y, así, nos encontramos de nuevo con el
problema de la partición de la ciencia del ser. Es una ciencia que proviene,
genealógicamente, del intento de proveer un suelo firme que posibilite el discurso
humano. Lo que se pone de manifiesto, de momento, es la pluralidad de la ontología: el
ser inmediatamente se divide en géneros. El ser se da como diciéndose de muchas
maneras, como dividiéndose en géneros. No hay unidad de las categorías, no hay una
unidad del género en el caso del ser, porque el ser no es el gran género en el que estarían
incluidas todas las categorías. La ousía, siendo como es en Aristóteles el sentido
primordial del ser, no es el único, lo que obliga a introducir en el vocabulario ontológico
como analogía, equivocidad, homonimia… La ciencia del ser en cuanto ser no puede ser
una ciencia teorética como la física o la matemática y, dado este resultado, no queda
más camino para Aristóteles que aceptar que la ontología no puede tener más método
que la dialéctica. Pero en esta aceptación clandestina de la dialéctica da pruebas de que
está pensando en un uso de la dialéctica que no se confunde con la dialéctica sofística
del discutir sólo por ganar la partida, y busca restaurar la dignidad de la dialéctica por
encima de la bajeza a la que la habían condenado los sofistas y picapleitos. La dialéctica
no puede ser vista, en Aristóteles, como una propedéutica de la ciencia (en otro sentido,
cuando dice que la dialéctica puede ser un método aceptable como preparación hacia la
ciencia, sí afirmar que puede ser una buena propedéutica porque una vez se halla la
esencia en el diálogo se para el diálogo y empieza la ciencia) sino como el sustituto de
una ciencia que no puede ser ciencia porque sólo hay ciencia de lo que tiene esencia, de
lo que tiene género. La ciencia del ser en cuanto ser no puede ser ciencia en sentido
teorético, y allí la dialéctica hace las veces de una ciencia que no es posible.

Del lado de la filosofía primera, lo que Aristóteles encuentra en un camino de


reflexión que suponemos que es tardío y que conecta muy claramente con algunos
motivos platónicos, la formulación de la filosofía primera es la formulación de la
necesidad de un principio inmóvil de movimiento. Tal y como lo presenta Aristóteles,
es una reflexión que tiene detrás la física, pero a la hora de explicar el principio de
movimiento necesita la hipótesis de un principio inmóvil de movimiento. Un principio
necesario y no contingente para que pueda haber ciencia de ello. La ciencia del primer
motor sólo puede ser entendida en rigor como el conocimiento que Dios tiene de sí
mismo, como el pensamiento pensándose a sí mismo, y por lo tanto es un conocimiento
inaccesible al discurso humano. Debería ser un conocimiento puramente contemplativo,
pues el lenguaje se funda en la escisión de sujeto y predicado, y por tanto de esencia y
accidente. En ese sentido podríamos utilizar la metáfora de Aubenque: el fracaso de la
teología en el sentido discursivo es una teología negativa, y todo lo que se puede decir
del primer motor es algo negativo (inmovilidad…). Así se construye la teoría del motor
inmóvil en el libro lamda de la metafísica. El corte entre ciencia del ser en cuanto ser y
filosofía primera lo hemos hecho aquí a propósito del discurso. La ciencia del ser en
cuanto ser está vinculada al discurso predicativo (ver todo el debate sobre la sofística y
demás, más arriba) y ese discurso predicativo es justamente el que está impedido por la
esencia del primer motor que no es más que la esencia misma, que prohíbe la
discursividad. Lo que nos permite decir frente a toda la tradición posterior es que la
teología no forma parte de la ciencia del ser en cuanto ser. No es sólo que sean
proyectos filosóficos distintos, sino que pensar como pensaría la tradición posterior que
la teología es un capítulo o región dentro de la región grande del ser sería totalmente
erróneo. Esto no puede suceder en Aristóteles. Es imposible que haya una comunidad de
género entre el primer motor y el ser en cuanto ser. La única relación que puede haber
entre el movimiento y lo inmóvil es una relación indirecta, imitativa y también práctica
(aunque de eso no hemos hablado este curso). Todo lo que en Aristóteles forma parte
del orden de lo suprasensible pertenece al orden de un principio y todo lo que pertenece
al orden de lo físico pertenece al “reino de las consecuencias”.

Al elaborar la teoría de la referencia, y al vincularla con el problema del ser,


Aristóteles está evidentemente dando a este problema una forma en que aparecen como
inseparables lo lógico de lo ontológico. Si Aristóteles dice que sólo puede haber
ciencias teóricas de aquellas cosas que tienen una forma específica de ser (tener género,
esencia...), significa que todas las cosas tienen una esencia, que es el significado
primero del ser pero no el primero, y esto se debe a la persistencia no eliminable del
movimiento, que se traduce en la ambigüedad no eliminable del ser. Podemos reducir la
homonimia del ser cuando hacemos eso que Aristóteles llama ciencia. Pero la
ambigüedad no es finalmente eliminable porque está arraigada, no en alguna impotencia
del lenguaje, sino en aquello de lo que nosotros hablamos, en la propia manera de ser
(que es el movimiento) de aquello de lo que hablamos. Si se puede hablar de la ciencia
del ser en cuanto ser como una ciencia que trata de reducir esta ambigüedad es un
trabajo infinito. De ahí que haya un cierto reconocimiento de la seriedad de eso con lo
que se trataban los sofistas. La esencia no está más allá de las categorías pero su
superioridad consiste en que es la mediación a través de la cual las demás categorías
significan el ser. En ese sentido, la esencia es el fundamento de las categorías (primero
que nada decimos que algo es) pero es no significa que las categorías sean modos de
decir la esencia, sino modos de decirse el ser. El ser es fundamento de toda intención
significativa y de toda implicación referencial del lenguaje a cosas. El ser está más allá
de las categorías (no es un ente) pero no es inefable, es super-fable, se dice de muchas
maneras. Es fundamento de toda predicación. La originalidad del proyecto de la ciencia
del ser en cuanto ser es que no es una ciencia de los elementos del ser, porque el ser no
tiene elementos sino significaciones distintas. No es ni un género tan general que no
pudiera decirse (esto sería verdad de la teología y ni siquiera del todo, pues teología de
verdad sólo la hace dios), no es el ens comune, no es lo que tienen en común todos los
entes, sino lo que hay de consistente, lo que hay de firme, de pleno en el movimiento, y
por lo tanto en el tiempo que mide el movimiento, que no puede ser nunca plenitud total
ni actualidad pura. Así que no sólo es que la ontología no es el cuadro o marco en el que
situar la teología, sino que la ontología excluye el modo de ser de lo divino, porque
remite únicamente al mundo sublunar. No hay una confusión, sino justamente un
equilibrio entre los dos proyectos completamente incompatibles aunque
complementarios: la elaboración de una ontología de lo accidental, un reconocimiento
del tipo de consistencia que tiene aquello cuyo ser está envenenado con el no ser, y que
se equilibra, por otro lado, con el ideal (regulativo) de finalidad de todo lo sublunar con
el que sólo se relaciona mediante la imitación. La escisión entre el movimiento y lo
inmóvil es tan insuperable como la que hay entre esencia y accidentes.

You might also like