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Georges Chevrot

Simón Pedro

De pescador a pontífice de la Iglesia


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Contenido
Simón Pedro ........................................................................................................................... 2
Prefacio ............................................................................................................................... 4
I. Llamada de Jesús............................................................................................................. 6
II. La necesidad de volver a empezar ............................................................................... 12
III. La tarea del Apóstol .................................................................................................... 18
IV. La fe del Apóstol no debe vacilar ............................................................................... 23
V. La fe del Apóstol frente a la deserción de las masas ................................................... 28
VI. La fe en la divinidad de Jesucristo ............................................................................. 33
VII. Divinización del cristiano por la Iglesia ................................................................... 39
VIII. La divina perennidad de la Iglesia ........................................................................... 45
IX. El jefe humano de la Iglesia divina ............................................................................ 50
X. El Apóstol no debe juzgar según miras humanas ........................................................ 55
XI. En las tinieblas como en la luz ................................................................................... 60
XII. La caridad no tiene límites ........................................................................................ 64
XIII. Recompensa del Apóstol ......................................................................................... 69
XIV. Ejemplo de servicio fraterno ................................................................................... 74
XV. Lecciones de una caída: de la generosidad a la presunción ...................................... 79
XVI. Oración de Jesús por el pecador .............................................................................. 85
XVII. Oración y vigilancia ............................................................................................... 90
XVIII. No batirse, sino vencerse ...................................................................................... 95
XIX. No hay que seguir a Jesús de lejos ........................................................................ 100
XX. De la imprudencia a la negación ............................................................................. 105
XXI. Arrepentimiento y perdón ..................................................................................... 111
XXII. Sentir con la Iglesia .............................................................................................. 116
XXIII. Condición esencial del apostolado ...................................................................... 121
XXIV. Ataduras que libran ............................................................................................. 126

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Prefacio

He aquí reunidos los principales pasajes evangélicos que ponen a Nuestro Señor y a
Simón Pedro en presencia uno de otro.

No creemos que nos darán a conocer en detalle la labor lenta con la que Jesús
modeló el alma del Jefe de los Apóstoles. La obra paciente del Maestro sobre sus discípulos
se lee en todas las páginas del sagrado texto; se llevó a cabo, sobre todo en el curso de
coloquios íntimos que tenía con ellos «por la noche, confidencialmente» (Mt 10, 27).

Sin embargo, la reunión de unos cuantos episodios de estos arroja una viva luz sobre
los métodos de educación espiritual familiares al Salvador. Le vemos aprovechar todas las
circunstancias para disciplinar el temperamento fogoso de Simón Pedro. Ya reprime
duramente sus defectos, ya le da ocasión de desarrollar sus cualidades, unas veces le
humilla o le censura, otras le exalta y le anima. Si el arte del Divino Maestro puede servir de
modelo a todos los que tienen cura de almas, con mayor razón deberíamos nosotros
complacernos en aplicarnos las lecciones que contribuyeron a hacer del pescador de
Galilea el auténtico discípulo de Cristo y el modelo de apóstoles.

Aprendiendo en la escuela de Jesucristo al lado de Simón Pedro descubrimos las


enseñanzas del Maestro, no menos difíciles, sino más realizables. De buena gana nos
reconocemos en la psicología del ardoroso discípulo, ya impulsivo, ya atrevido, ya tímido,
siempre amante aún en los desfallecimientos. Pedro es sincero. Su rectitud, franqueza y
generosidad se ganan al momento las simpatías. No puede uno por menos de amarle. Y quizá
no sean sus imperfecciones las que no le hacen menos amable. ¡Le sentimos tan veraz, tan
espontáneo!

Al asemejarnos sus defectos a los nuestros nos sentimos dominados por el deseo de
imitar sus virtudes. Una santidad como la suya no repele: nada tiene de mezquino ni de
convencional. No es una careta. Pedro posee perfectamente nuestra propia naturaleza, pero
la entregó totalmente al Salvador y el amor de Jesucristo lo transformó paulatinamente para
elevarle a la santidad. Junto a él no desesperamos de llegar allí también nosotros.

La vocación de Pedro, es verdad, sobrepasa la nuestra. Con él podemos aprender las


reglas de la vida cristiana y las tareas apostólicas, mas en la Iglesia él es nuestro jefe. Pues
bien: precisamente esas cuantas líneas del Evangelio en las que vislumbramos al futuro
vicario de Cristo completan nuestra formación cristiana, estimulando en nuestros corazones
las virtudes católicas de confianza, docilidad, adhesión a la Santa Iglesia y su Jefe. ¡Cuántos
problemas actuales se resuelven y esclarecen con sólo considerar en el texto evangélico al
Llavero del Reino de Dios!

El Evangelio, que nos permite admirar los rasgos de la fisonomía moral de Simón
Pedro, sólo nos presenta el período más corto de su actividad. Para contemplar en acción al

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Jefe de la Iglesia sería necesario por lo menos seguir los comienzos de su ministerio pastoral
en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Para tener una idea menos sucinta de su santidad.
tendríamos que meditar la doctrina de sus Epístolas. Entonces conoceríamos a San Pedro.
Trataremos de hacerlo algún día, si Dios quiere.

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I. Llamada de Jesús

Jesús, fijando en él la vista, dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú serás llamado
Cefas, que quiere decir Pedro” (Ioh 1, 42).
El cuarto Evangelio narra en pocas líneas la vocación de Simón Pedro. Su hermano
Andrés y el mismo autor de este Evangelio, ambos discípulos hasta entonces de San Juan
Bautista, supieron del Precursor quién era Jesús: “He aquí el Cordero de Dios”, les dijo
señalándole. Y al punto le siguieron, y Jesús, volviéndose, les preguntó: “¿Qué buscáis?”.
Dijéronle ellos: “Rabbí, ¿dónde moras?”. “Venid y ved”, repuso el Salvador. San Juan
recordará siempre este momento decisivo de su vida. Serían como las cuatro de la tarde,
escribe. Con Él pasaron todo el resto del día.
Estamos condenados a ignorar cuanto se dijo en aquella conversación que inauguró el
ministerio de Jesús. Al menos sabemos que ambos interlocutores le dejaron convencidos y
alegres. Invenimus Messiam! ¡Hemos hallado al Mesías!
¡Qué entusiasmo en esta exclamación! A ellos les fue otorgado vivir en el tiempo en
que el Libertador que Israel esperaba desde siglos venía a este mundo. Desde que su madre
les enseñó a rezar suplicaban al Eterno que enviase a su Cristo, y he aquí que su oración había
sido atendida. ¡El Mesías había aparecido! Ellos le habían visto y escuchado. A ellos,
humildes artesanos, les habló por vez primera del reino de su Padre. Habían encontrado a
Aquél que debía librar a la Humanidad de la esclavitud del pecado y hacer que reinase la
justicia de Dios en la tierra. Buscaban la Verdad y la encontraron. Buscaban a Dios y le
encontraron.
¿Cómo podían guardar para sí semejante descubrimiento?
Son demasiado dichosos para no hacer que otros participen de su felicidad. Ambos
tienen un hermano, pescador del lago como ellos, fiel oyente de Juan Bautista. Y corren a
avisarle.
Andrés –observa el Evangelista– fue el primero en hallar a su propio hermano Simón
y le anuncia la inaudita aventura: “¡Hemos hallado al Mesías!”. “¿El Mesías?”. Simón no le
deja decirlo dos veces. En seguida está junto al Salvador.
“Jesús, fijando en él la vista...”. ¡Qué impresión debieron causar en los discípulos
esas miradas de Jesús, puesto que el texto sagrado lo indica como un acontecimiento
inolvidable!
Jesús clava su mirada en el recién llegado y penetra hasta lo más profundo de su
corazón. Más allá del pescador de Galilea veía Jesús a toda su Iglesia hasta el fin de los
tiempos. No le pide que disimule su personalidad; le conocía desde siempre, le esperaba:
“¡Tú eres Simón, hijo de Juan!”. Así como conoce su pasado, también sabe cuál es su
porvenir. Simón no se ha repuesto aún de la sorpresa que siente al verse identificado al punto,
cuando el Maestro añade: “Tú serás llamado Cefas”.

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Esta presentación quizá parezca extraña a nosotros, modernos occidentales. Pero no
dejaría de impresionar vivamente a los testigos de la escena, más familiarizados que nosotros
con los grandes recuerdos de la historia del pueblo elegido. Antaño, Dios mismo había
cambiado el nombre del primer jefe de la nación santa: “Te llamarás Abraham, es decir,
padre de una muchedumbre”. También cambió el nombre de Jacob por el de Israel, es decir,
“fuerte ante Dios”. ¿De qué misión sería investido él, simple barquero, para ser tratado de la
misma solemne manera? “En adelante, tú te llamarás Cefas”, es decir, roca, piedra...
Actualmente “tú eres Simón, hijo de Juan”, eres un piadoso israelita, fiel a las
lecciones de tu padre, vives del producto de la pesca, como tus antepasados lo hicieron. Tus
horizontes terminan en la otra ribera del lago de Genesareth. Esperas formar una familia con
personas honradas y creyentes como tú; cuando los hayas educado en el temor de Dios
tomarán tu barca y cerrarán tus ojos. Sin embargo, Dios tiene otros designios sobre ti. No
morirás en el minúsculo villorrio de Betsaida, después de haber bendecido a tus hijos: tendrás
otra multitud de hijos. Atravesarás mares más turbulentos que el de Tiberíades, con miras a
más rudos trabajos que tú no recelas. Dios cambiará tanto tu vida que hasta tu nombre
cambiará: “Tú te llamarás Pedro”, pues tú serás la roca sobre la que se apoyarán durante
milenios millares de hombres. Vocaberis Cephas.
El Evangelio no nos da a conocer las reflexiones del futuro apóstol; de todos modos,
no son tanto éstas las que nos instruyen cuanto las palabras del Salvador. Un alma se presenta
a Él y le atraviesa de parte a parte, la adivina, la nombra, la consagra y, en cierto modo, toma
posesión de ella. También Nuestro Señor tiene sus miras sobre cada uno de nosotros, pues
todos somos objeto de una vocación especial por parte de Dios.
***

“Tú te llamarás Cefas”. Dios otorga a todos los hombres un nombre conforme a los
designios que tiene sobre cada uno de ellos y los coloca en un lugar especial en la creación.
Dios nos “nombra”. Nos “designa”. Nos “llama”. Nos llama a una tarea; nos señala una
función y eso constituye “nuestra vocación”.
“¿Qué es una vocación?”. Es la tarea concreta que Dios asigna a los hombres. Las
demás criaturas reciben una función que ejecutan necesariamente. El hombre, dotado del
libre albedrío, tiene también su función que cumplir en la obra divina, pero tiene que
realizarla libremente.
Por otra parte, Dios le ha dotado de cualidades apropiadas con miras a esta especial
tarea que atribuye a todo hombre en particular. Mas Dios no otorga esas cualidades exigidas
por nuestra vocación personal en su pleno desarrollo. Ha depositado los gérmenes en nuestra
naturaleza; de nosotros depende el cultivarlas y hacer que crezcan al sol de su gracia.
Simón puede llamarse muy bien Pedro, pero no cambia automáticamente de carácter
al mismo tiempo que de nombre. No manifestará de la noche a la mañana la firmeza que
indica su nombre. Si su fe presenta al punto la resistencia de roca, su voluntad seguirá siendo
algún tiempo una roca vacilante; hasta un día Jesús dirá a aquél de quien quiere hacer piedra
básica de su Iglesia que no es más que una piedra de escándalo.
Al llamarnos a una tarea, Dios no anula nuestra actividad, sino que la estimula. Nos
llama, pero debemos responderle.

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Por el hecho de nuestro bautismo todos somos vocati sancti, como San Pablo
designaba a sus hermanos: Somos “llamados” santos. No, por cierto, “hechos” santos, ipso
facto, sino llamados a la santidad y capaces de llegar a ella.
Lo mismo sucede con las funciones particulares que Dios asigna a unos y a otros. A
aquellos que “llama” esposos y padres no pueden después negarse a cumplir las obligaciones
de su cargo so pretexto de que carecían de disposición para la vida conyugal o que no tenían
madera de educadores. Al llamarnos Dios a un estado nos ha dotado de las aptitudes que
exige este estado, pero a nosotros toca el desarrollarlas. Simón no se convirtió en Pedro sino
a costa de renovados y progresivos esfuerzos. Tampoco nosotros conseguiremos las virtudes
de nuestra vocación sino a fuerza de energía y paciencia.
Dios nunca hará en lugar nuestro lo que podamos hacer solos. Sin duda, podría
transformarnos sin cooperación alguna de nuestra parte, toda vez que es nuestro Creador,
pero en ese caso sólo habría creación. La “vocación” añade a la acción creadora la libre
respuesta de la criatura humana.
El Señor nos pregunta: “¿Quieres entrar en la vida? ¿Entrar en el plan concebido por
el Autor de la vida? ¿Quieres realizar tu oficio en la obra divina de la vida? ¿Quieres
comprender y dirigir tu vida, llevar una vida plena y recibir en cambio la plenitud de la vida?
¿Quieres seguirme? ¿Quieres ser perfecto? Si vis ad vitam ingredi. Si quis vult venire post
me... Si vis perfectus esse...”.
Aquí Dios no impone, propone. Cuando crea el universo irresponsable, le basta decir:
¡Hágase la luz!, para que millares de soles iluminen el espacio. Pero habiendo hecho del
hombre un ser moral, tiene que respetar la personalidad humana. Pregunta, invita: “¿Quieres
ser luz del mundo? ¿Quieres iluminar a tus hermanos y glorificar a tu Creador?”.
Así como el Señor no nos transforma a pesar nuestro, así tampoco podemos
transformarnos sin Él. La vocación implica una colaboración de Dios y del hombre. Dios nos
ayuda a transformarnos: nos ayuda poderosa e incesantemente. Los auxilios misteriosos,
pero reales, de su gracia vienen en socorro de nuestros recursos naturales no sólo para realzar
las nativas disposiciones que nos inclinan al cumplimiento de nuestra tarea, sino también
para corregir las tendencias que nos apartarían de nuestra vocación.
La ayuda divina no se produce solamente en el interior de nuestra alma. Dios, dueño
de los acontecimientos, hace que sirvan a aquello que espera de nosotros, incluso cuando
aquellos son el resultado de nuestra débil y rebelde libertad. ¿No fue así como obró el
Salvador con Simón Pedro? Aprovechará los juicios erróneos de su apóstol, sus
imprudencias y hasta sus negaciones para disponerle a cumplir mejor su misión. Del mismo
modo, nuestros fracasos, imperfecciones y faltas son otras tantas lecciones que nos ayudarán
a cumplir nuestros deberes inmediatos y nos impulsarán a ser lo que Dios quiere que seamos.
El Padre Faber ha escrito estas tan sugestivas palabras: “Los años transcurridos son un
volumen de profecías”. Para muchos, por desgracia, esas profecías se cumplen con
inexorable exactitud, ya que renuevan con regularidad sus faltas. Mas a quien sabe
aprovecharse de sus errores, las faltas pasadas son un aviso –como predicción bienhechora–
que le hace estar alerta y le impide caer.
Los auxilios que Dios nos otorga para realizar la tarea que nos confía los hallamos, en
definitiva, en la tarea misma; ésta suscita las virtudes que exige y apresura su desarrollo. La
función, cuando viene de Dios y no de nuestra ambición, nos comunica ella misma las
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cualidades necesarias para su mejor cumplimiento. ¿Ha habido padres que no hayan sentido
realizarse en ellos el milagro de la primera cuna? Delante del pequeño ser que tenía necesidad
de vuestro sacrificio, vuestro amor mutuo se dilató de pronto. Hasta entonces, vuestro afecto
no tenía más fin que a sí mismo: el niño le purificó al punto de ese exceso inconsciente de
egoísmo, que hubiera sido fatal para vuestro mismo cariño.
Análogamente, esas audacias que no os amedrentaban al ocupar un puesto subalterno,
se moderaron cuando, ya jefes, medisteis vuestras responsabilidades. Entonces descubristeis
en vosotros la virtud de la prudencia, que tal vez casi no cultivasteis anteriormente.
La vida, tal y como Dios la ha hecho, es una maestra que hay que escuchar porque
templa nuestro carácter. La enfermedad, ¡qué a punto viene esa incomprensible enfermedad a
enseñarnos a ser más compasivos con las penas de los demás! Dios se vale de nuestras
desgracias –incomprensibles también para nosotros, después de haberse tomado uno tantas
molestias en cumplir bien su oficio– para librarnos de esa comprensión tal vez falsa de
nuestros verdaderos intereses.
Dios llega hasta lograr ese prodigio de liberarnos de nuestras propias opiniones.
Mientras avanzamos en edad, rectificamos creencias e ideas que parecían formar cuerpo con
nosotros mismos. Unos “echan agua en el vino”; otros, por el contrario, cargan la bebida. Los
temerarios se vuelven juiciosos, los tímidos son audaces. El filántropo aprende un buen día a
rezar, en tanto que el hombre exclusivamente fiel a sus deberes religiosos se entrega cada vez
más a las obras de caridad. Y todos explican por igual su evolución: “La vida es la que nos ha
cambiado”. En realidad, nuestras opiniones se nos impusieron desde fuera sin darnos cuenta.
La vida nos despoja de esas aportaciones extrañas y suscita de nuestro interior nociones más
exactas de la verdad. Dios ha dispuesto todo para que nuestra vida nos proporcione los
medios de encauzarla bien.
Se objetará que esta transformación está lejos de ser universal. Esto demuestra que no
es fatal. Ella se opera solamente en aquellos que quieren “vivir su vocación”. Mas en cuanto
un hombre se consagra totalmente a su obra, esta obra le transforma y, si es buena, le mejora.
Pero cuando no ya el hombre, sino el cristiano, se entrega sin reserva a su vocación de
cristiano, ésta no tarda en santificarle. Simón se eclipsa ante Pedro, así como Juan Bautista
encontraba su felicidad en menguar para que Jesús creciese, y San Pablo se gozaba de no ser
ya dueño de su vida, toda vez que Cristo vivía en él.
***

Importa, pues, que tengamos una conciencia viva de nuestra vocación. El esfuerzo
indispensable para “realizarla” se ha hecho más fácil por el esfuerzo que hacemos en
“reconocerla”. Simón ya no es el mismo desde que Jesús le dio el nombre de Cefas.
“¿Cuál es nuestra vocación?”. Sería conveniente que repasaseis de cuando en cuando,
en el aniversario de vuestro bautismo o primera Comunión, por ejemplo, las oraciones de la
liturgia bautismal. Su atrevimiento es sencillamente desconcertante: por lo menos nos
ilustran sin oscuridad alguna sobre nuestra vocación cristiana. Se resumen en esta
declaración inaudita que Cristo dirige al neófito, quien desde entonces sólo forma un cuerpo
con Él: “Tú eras hijo de un hombre, desde ahora te llamarás hijo de Dios”.

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Pues ese es nuestro verdadero nombre, el que Dios nos da. No es ni metáfora ni título
religioso. Los seres son, en realidad, lo que Dios les nombra. Nosotros somos hijos de Dios;
hijos adoptivos, pero realmente hijos; hechos hijos de Dios por la hermandad de sangre que el
Bautismo nos hizo contraer con Jesucristo, que es Hijo de Dios por naturaleza.
Eso es un bautizado. Un bautizado no es el gracioso nene vestido de blanco cuyos
rasgos de la cara no podemos adivinar si salen al padre o a la madre. Ese pequeñuelo ha
quedado señalado con otra semejanza: se asemeja a su Hermano mayor, Jesucristo, y su vida
entera debe aplicarse cada día a reproducir voluntariamente esta semejanza.
Estar bautizado no es estar inscrito en los registros eclesiásticos y pertenecer
oficialmente a una religión. Un bautizado es durante toda su vida un hijo de Dios: hijo dócil,
amante, generoso, o hijo negligente, desobediente, desnaturalizado. Mas mientras viva en la
tierra, Dios le nombrará hijo suyo y Jesucristo le llamará hermano.
No; un cristiano no es un hombre como los demás. Por eso tampoco debe vivir como
los demás. Sólo seremos coherederos de Cristo en la bienaventuranza del cielo a condición de
obrar como hijos, es decir, de ser ahora “colaboradores de Dios”, continuando la obra de
nuestro Hermano mayor no sólo en nuestra vida individual, sino por la influencia que
ejercemos en derredor nuestro. He ahí nuestra vocación.
Esta vocación general del cristiano “se especializa” para cada uno de nosotros. Dios,
que no se ha repetido una sola vez al crear las hojas de un árbol, otorga a cada hombre su
forma de vida peculiar. Nosotros ocupamos en la creación un lugar y oficio únicos. No somos
anónimos, intercambiables. Dios nos conoce por nuestro nombre y cada uno recibe una tarea
concreta y determinada, que no es la del vecino. Debo realizar la obra que me confía en el
lugar en que su amorosa voluntad me ha colocado. Dios tiene necesidad de mí para llevar a
cabo su plan: le soy necesario hasta cierto punto. Vocaberis Cephas. Simón no tiene que
ocupar el lugar de Santiago, ni siquiera por humildad ni por el deseo de un súbito martirio.
Simón debe permanecer en el lugar especial que Jesús le asigna: Cefas es necesario a Jesús.
Todos, por tanto, pertenecemos a Dios y somos sus hijos de manera única y Dios nos
pertenece y es nuestro Padre a título único.
Nuestra condición de nacimiento, situación, profesión, crea deberes especiales que
determinan nuestra “peculiar vocación” y que expresan la voluntad especial de Dios sobre
cada uno de nosotros. Allí, en el lugar en que Dios nos ha puesto, debemos colaborar en su
obra con el amor de un hijo.
Más aún, toda oración que dirijamos a Dios tiene que tener como efecto primario
indicarnos “nuestra vocación de cada instante”. Día tras día y hora tras hora, Dios nos da a
conocer nuestra tarea de hijos de Dios y de hermanos de todos los hombres.
Dios no cesa de “llamarnos”. No siempre escuchamos su voz, a causa del ruido de las
múltiples ocupaciones que nos distraen o a causa del tumulto de las pasiones. Pero una vez
que nos recogemos, oímos la voz de Dios que nos da a conocer su voluntad actual. Nos llama
a la oración o a la caridad, a la acción o al sacrificio: discretas inspiraciones o solicitaciones
apremiantes del huésped invisible y amoroso de nuestros corazones, el dulcis hospes animae.
Alguien se preguntará si no sueña uno al oír enunciar tal programa. Y con todo sólo
apuntamos los rudimentos del dogma cristiano. El que no haya comprendido esto, lo ignora
todo del cristianismo.

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¿Cuál es, pues, la dignidad que nos confiere el bautismo? ¡Ah! No seamos de esos
cristianos que ridiculizaba Enrique Heine viendo que el agua del bautismo se había secado
muy pronto. Procuremos, con valentía, merecer el nombre que Jesucristo nos dio y vivir
como hijos y colaboradores de Dios y llevar con orgullo, sin envilecerlo, nuestro admirable
nombre de cristianos.

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II. La necesidad de volver a empezar

“Maestro, toda la noche hemos estado trabajando y no hemos pescado nada, mas
porque Tú lo dices echaré las redes...” (Lc 5,5).
Hay motivos para pensar que, después del llamamiento tan claro que Jesús le dirigió,
Simón Pedro sería del número de los discípulos que le acompañaron en sus primeros viajes
apostólicos. Pero entretanto los discípulos tornaron a sus ocupaciones habituales. Esto nos
explica el porqué los volvemos a encontrar meses más tarde en los bordes del lago de
Genesareth lavando las redes, cariacontencidos, pues no tuvieron suerte; la noche anterior la
pesca se dio mal. Por más que echaron y volvieron a echar las redes, cada vez que las alzaban
era para recoger algas, cieno, un insignificante pececillo, que es lo mismo que decir nada.
Nihil cepimus.
Éste es el momento escogido por Jesús para asociarlos definitivamente a su misterio y
persona.
Ya le siguen las muchedumbres. “Jesús recorría ciudades y aldeas enseñando en sus
sinagogas, predicando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia”. El
pueblo no se cansa de oírle.
Aquel día Jesús condujo a sus oyentes junto al lago, y en tanto se reúnen en la ribera,
sube a la barca de Simón y le ruega reme un poco, con el fin de que todos puedan escucharle
algo lejos de la orilla. Una vez terminado el sermón del Maestro, Pedro quiere conducirle a la
orilla y Jesús se lo impide: “Boga mar adentro y echad vuestras redes para la pesca”.
Los hombres de oficio apenas toleran que los profanos les den consejos sobre las
cosas de su profesión. Simón debió encararse con Jesús... Indudablemente Jesús no era como
los demás y, a pesar de todo, ¡vaya una idea!... En primer lugar, los peces se daban mal, y
luego no era el momento de ir a pescar: ¡en pleno mediodía! Además, pasaron la noche en
blanco y el cansancio se sentía tanto más cuanto que se fatigaron inútilmente.
Simón acostumbra a hablar como piensa: “Maestro, toda la noche hemos estado
trabajando y no hemos pescado nada...” . Sin embargo, ya le pesa este primer movimiento
impulsivo. ¿Se puede resistir a una palabra de Cristo? El remolón se calma al punto: “Mas
porque Tú lo dices, echaré las redes”. Hace señas a sus compañeros, los pescadores tensan de
nuevo los músculos de piernas y brazos y se alejan de la orilla.
Mientras reman, los discípulos van siguiendo interiormente sus pensamientos... ¡Si al
fin trajesen pesca! (la esperanza es más fuerte que la duda en el corazón del hombre)...
Después de todo, Jesús convirtió el agua en vino en Caná... Toda vez que Dios habla por su
boca... Y ¿qué dirán los demás si volvemos con pesca?
También Jesús persigue su idea. Muy pronto tendrá que echar los fundamentos de su
Iglesia. Pues bien: éstos son los hombres que deberán predicar el reino de Dios a un mundo
materializado que sólo cree en el dinero y en la fuerza.

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Esos pobres muchachos son los que tendrán que hacer frente a la Sinagoga y a la
Roma imperial. Ellos son los que enviará a elevar a la Humanidad únicamente con las armas
del amor y del sacrificio. Es una locura lo que va a pedirles. Va a imponerles una tarea
sobrehumana; los lanza a una aventura inverosímil...
Por eso es por lo que el Maestro debe convencerlos de que con Él podrán emprender
hasta lo inverosímil. Simón comprendió en seguida: in verbo tuo. Desde que Jesús da la
orden, marcha. Será preciso que marche también con la misma confianza en la divina palabra
cuando escuche la última consigna: “Id, pues, enseñad a todas las gentes... Yo estaré con
vosotros siempre hasta la consumación del mundo”.
El lago es ahora bastante profundo. Simón echa las redes y las redes caen en uno de
los bancos de peces cuyo paso por el lago de Tiberíades señalan con bastante frecuencia los
geógrafos y que, según dicen, cubren algo más de una fanega de tierra de superficie.
Los corchos desaparecen en el agua y las redes se llenan hasta romperse. Pero un
nuevo problema se plantea: ¿Cómo subir la red? llaman a los camaradas de la otra barca, que
llegan apresuradamente. Alzan con cuidado la pesada carga, que vierten en las dos barcas, y
éstas consiguen a duras penas alcanzar la orilla, pues en todo momento están expuestas a
hundirse bajo el peso de aquella pesca inverosímil...
Antes de oír a Simón Pedro y al Salvador sacar las consecuencias de este milagro,
apliquémonos la primera lección que nos da en primicia el Maestro y su discípulo. Todos los
miembros de la Iglesia son “llamados”; hemos reconocido la hermosura y la urgencia de
nuestra vocación cristiana.
Pero nosotros no sólo hemos sido llamados una vez para siempre; Jesús nos está
“recordando” incesantemente el deber que espera de nosotros. El desarrollo de nuestra vida
espiritual, así como la eficacia de nuestro apostolado, exigen por parte nuestra un constante
volver a empezar.
***

Duc in altum! Boga mar adentro, dice Jesús. No te pares en el contratiempo. Vuelve
al punto de partida.
Vuelve a empezar...
El secreto de todos los avances y de todas las victorias está, efectivamente, en “saber
volver a empezar”, en sacar la lección de un fracaso y después intentar una vez más.
Volver a empezar, no para reproducir como tales las pasadas reincidencias inútiles.
Volver a empezar, evitando los primeros errores, corrigiendo las anteriores imperfecciones,
para obrar mejor, para progresar más profundamente, para elevarse más arriba.
Duc in altum!

El genio es una prolongada paciencia, lo cual no equivale a una espera inútil, sino a
un esfuerzo repetido incesantemente Y mejorado sin cesar. El sabio repite sus cálculos y
renueva sus experiencias, modificándolas hasta dar con el objeto de sus investigaciones. El
escritor retoca veinte veces su obra. El escultor rompe uno después de otro sus intentos hasta
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que expresan su creación interior. Para obtener el esmalte deseado Bernardo Palissy repite
sus cocciones indefinidamente. En su indigencia y no teniendo más leña para alimentar el
horno, a él arroja sus muebles y hasta el entarimado de su casa... Todas las creaciones
humanas son fruto de una perpetua vuelta a empezar.
Hay que contar con esta ley cuando se trata de creaciones espirituales. Si el artista no
domina su instrumento sino después de muchos años de ejercicios repetidos pacientemente,
¿pensamos alcanzar el dominio de nosotros mismos de otra manera que no sea por la
repetición de actos virtuosos, de la dificultad siempre en aumento?
El autor de la Imitación nos indica el verdadero motivo de la mediocridad moral a la
que nos resignamos con la mayor frecuencia: horror difficultatis, seu labor certaminis, el
miedo a la dificultad o el cansancio de la lucha (Imit., lib. I, cap. XXV, 3).
Solamente nos corregimos de un defecto a condición de luchar sin tregua, y el
combate nos cansa. No avanzamos en la virtud si no es superando siempre nuevas
dificultades, y nuestra naturaleza ama lo fácil. Y, sin embargo, quisiera uno perfeccionarse...
¡Quisiera uno...! ¡Oh, el funesto condicional de los veleidosos! Los que triunfan son
aquellos que conjugan el verbo querer en presente. Yo quiero. Quiero los medios porque
quiero el fin. Quiero siempre, incluso cuando los resultados tardan en aparecer. Quiero
todavía, aunque los resultados sean insignificantes, nulos, contrarios tal vez. “Hace falta
menos tiempo que valor para hacer un santo”, anotaba el Padre Olivaint en su diario de
Ejercicios (Journal de ses retraites annuelles, tomo I, pág. 10).
Pues bien: el valor consiste en repetir de nuevo los esfuerzos, repetir aun después de
retroceder. Nuestros más seguros progresos suelen venir frecuentemente después de fracasos,
cuando en vez de resignarnos cobardemente con nuestras faltas sabemos sacar partido de
ellas para volver a empezar con más humildad y habilidad. Tenemos que meditarlo
constantemente; la perseverancia no consiste en no caer nunca, sino en levantarse siempre.
Apliquemos a nuestras luchas espirituales la máxima del mariscal Foch. Cuando
lanzaba las últimas ofensivas, respondía a los jefes de unidades que le pedían un poco de
descanso para sus tropas agotadas: “Las victorias han sido siempre ganadas por soldados
cansados...”.
Fatiguémonos en volver a empezar.
Duc in altum... Simón vuelve al punto de partida. Volver a empezar en la vida
espiritual es reanudar el trabajo interrumpido Y no emprender otro. No es cambiar de
dirección, salvo excepciones, ni de director, ni de estado de vida, sino empezar de nuevo la
vida con el alma rejuvenecida y más animosa.
Puede ocurrir que haya que rectificar los métodos de espiritualidad o de acción, pero
no perdamos de vista que nuestros fracasos pasados dependen especialmente de nosotros
mismos, que no supimos o no quisimos utilizar los medios que nos ofrecía la Providencia.
Después de lo cual, mal nos veríamos en declararlos defectuosos.
Empezar de nuevo es volver a repetir lo mismo, aplicándonos a hacerlo mejor. Por
consiguiente: aplicarnos mejor a nuestras prácticas piadosas antes que aumentar el número o
prolongar su duración, ajustarnos más estrechamente a la condición de una lucha eficaz

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contra nuestro defecto dominante en lugar de atacar otro, actualizar con mayor frecuencia
nuestra intención de servir a Dios, reavivar el fervor de nuestros buenos deseos.
Duc in altum! Simón, adéntrate más lejos de lo que fuiste durante esa noche de
inútiles esfuerzos.
Es decir, cristianos, penetremos más hondamente en la vida cristiana, procuremos
elevarnos más arriba. Para progresar en la virtud no tenemos que temer ver y querer lo
grande. Si sólo apuntamos hacia una honrada medianía no superaremos la mediocridad.
Tomemos un gran impulso. El Padre Surin escribía: “Si se me apremia a que diga por qué
habiendo tantas personas que por estado sirven a Dios y que hay tan pocos santos, responderé
que la verdadera causa es la siguiente: que no apunta uno bastante alto” (Traité de l'amour de
Dieu. lib. I, cap. X). Apuntemos siempre más alto. Para estar seguros de no cometer jamás
pecado mortal, no consintamos en el pecado venial deliberado, porque el que admite el
segundo caerá fatalmente en el primero. Has resuelto no murmurar del prójimo,
acostúmbrate a hablar bien de él. Propongámonos algo más que el deber estricto. Una vez
que alcancemos ese altísimo grado descubriremos otros más elevados aún. Dios no nos los
señalaría si no fuésemos capaces de lograrlos. Un cristiano, discípulo y miembro de Cristo,
está hecho para superarse.
Pero no supongáis, como nos advierte la Imitación, “que siempre podréis manteneros
en igual grado de virtud, cuando esta perseverancia faltó al ángel del cielo y al primer hombre
en el Paraíso”. Después de haber sabido realizar un espléndido sacrificio, a veces una
insignificante tentación da al traste con nosotros. ¿Entonces?..., entonces no hay más remedio
que volver a empezar. “Creo que en el último día descubriremos –decía el Padre Faber– que
muchas vidas heroicas y santas fueron sencillamente una trabazón de generosos y repetidos
comienzos” (Oeuvres posthumes, t. II, pág. 235).
Del mismo modo que nuestra santificación personal, la acción apostólica debe
encontrarnos dispuestos a repetir pacientemente nuestras iniciativas. El buen educador es el
que repite cien veces lo mismo, pero ni una sola vez a destiempo (no hay nada más
descorazonador para el niño como un educador desanimado e irritado). Monseñor Gay (Via
et vertus chrétiennes, cap. XVI, 2.ª parte) nota que “la paciencia es indispensable, sobre todo
cuando se reza por otro”. Oraciones, ejemplos, persuasiones no consiguen la conversión de
un alma si no las renovamos indefinidamente sin dejarnos desconcertar por su aparente
ineficacia.
Copiemos el ejemplo de la actividad de la Iglesia: Siempre está empezando de nuevo.
Se le confiscan sus bienes, le clausuran los edificios y reedifica otros. Siempre está ocupada
en construir: templos, escuelas, centros de caridad. Sus instituciones y obras que participan
en la evolución de la sociedad, ¿se han vuelto anticuadas, inoperantes? No se obstina, crea
otras nuevas, más adaptadas a las dificultades del día. La Iglesia, que tiene las promesas de
eternidad y cuyo dogma no cambia nunca, no cree que ha creado algo definitivo en sus obras
de apostolado; constantemente perfecciona sus instrumentos de conquista con la habilidad
que la caracteriza en equilibrar exactamente la parte de tradición que tiene que conservar y la
de los progresos que la mejoran. Como su primer jefe, echa una y otra vez las redes siempre,
porque, como él se fía de la palabra de Jesús, in verbo tuo.
***

15
Cualquiera que sea nuestro cansancio, Simón Pedro nos acaba de enseñar la manera
de resistir al desánimo. Jesús nos dice: “¡Ánimo!”. San Pedro nos repite: “¡Confianza!”.
Indudablemente, el sentido común y la experiencia bastarían para persuadirnos de
que es necesario volver a empezar; la virtud de la esperanza nos impulsa a ello
irresistiblemente. Pero ahí están los terribles chascos de los hechos, la “mala suerte” que se
ceba sobre nosotros, las mismas faltas que se repiten, los fracasos que destruyen
periódicamente todas nuestras empresas. Por eso hay días en que nos dan ganas de echarlo
todo a rodar. ¿Para qué comenzar nuevamente si siempre fracasamos? Repitamos entonces
esas tres palabras del Apóstol: In verbo tuo.
Sí, humanamente todo ha terminado: no puedo más y no quiero más. Pero eres tú,
Señor, el que me mandas marchar de nuevo. Por tanto, marcharé de nuevo, no porque me
parezca razonable, sino porque tú me lo ordenas. Entonces es cuando nuestra actividad
alcanza ese plano sobrenatural en que no tienen valor las consideraciones humanas. Se
vuelve a empezar “no para triunfar, sino para obedecer”. In verbo tuo. No quiero obrar más,
pero, Dios mío, haz de mí, en mí y por mí lo que te parezca mejor.
No es mía la obra que realizo, sino tuya.
Este cambio de perspectiva nos pone en disposición de humildad, de desinterés y
buen ánimo, que favorecen la acción de Dios en nosotros y permiten el milagro.
¡Corregirme, perfeccionarme! ¡Pero si me estoy agotando inútilmente desde hace
años! Con todo, volveré a empezar porque es necesario, porque Dios quiere que elimine el
pecado de mi vida, porque Jesús desea que los cristianos se parezcan a Él. (Mucho más que
nosotros desea el Señor nuestra santificación.)
La condición indispensable, pero cierta, del progreso es que Dios tiene que ser su
principio, término y medio. Muchas personas no avanzan porque tomaron mal camino, el que
lleva a nuestro yo. Quisiera uno ser mejor porque le duele estar por debajo de su ideal. Eso no
es más que una forma tortuosa de egolatría.
Si, por el contrario, queremos únicamente servir a Dios –imitar a Nuestro Señor no
para alcanzar más belleza moral, sino porque Él nos ama–, luchar contra nuestras naturales
imperfecciones no porque destruyan el equilibrio de nuestro carácter, sino porque contristan
al Espíritu Santo que está en nosotros, entonces es cuando estamos en el verdadero camino de
la santidad.
Dios nos eleva más allá de nuestras esperanzas. San Pablo lo dice: “Es poderoso para
hacer que copiosamente abundemos más de lo que pedimos o pensamos, en virtud del poder
que actúa en nosotros” (Eph 3, 20).
Del mismo modo hará maravillas por nuestro apostolado, “si no nos preocupamos
únicamente de triunfar, sino sólo de obedecer”.
El educador que tiene la desgracia de ambicionar el éxito personal o sólo la gratitud,
el apóstol que quiere quedar triunfante del incrédulo con quien discute, el que da buen
ejemplo confiando que le seguirán, todos esos ya recibieron su recompensa. Cuando uno se
busca a sí mismo, se encuentra, es decir, que al terminar sus esfuerzos no halla nada. Nihil
cepimus.

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Mas cuando el apóstol no ambiciona el éxito personal, cuando le obsesiona el dolor
de pensar en las almas que se pierden, almas rescatadas como la suya por la sangre de
Jesucristo, ya no es el hombre el que obra, sino el mismo Jesucristo, y lo inverosímil no es lo
imposible.
La Iglesia nos da otra prueba: ¿Se desesperó cuando la legislación sectaria la diezmó
y empobreció? Hoy, a pesar de la falta de natalidad de nuestro país, muchas diócesis son
testigos del aumento de vocaciones sacerdotales. Se quiso arrancarle los niños negando a las
Congregaciones el derecho a enseñar, y ahora es la enseñanza oficial la que proporciona a la
Iglesia, de año en año, una élite más numerosa cada vez de apóstoles jóvenes. Todavía más
hábil, la táctica antirreligiosa consiguió separar de la Iglesia a las masas obreras, y hoy
contemplamos cómo surgen entre las filas de los jóvenes obreros más que apóstoles,
auténticos santos.
He aquí con qué milagros responde Nuestro Señor a la confianza de sus discípulos.
Tengamos, pues, siempre confianza, incluso frente a lo que nos parece imposible. Confianza
cuando se trate de perfeccionarnos, confianza cuando se trate de dar a conocer y amar el
Evangelio. No nos detengamos en calcular nuestras probabilidades de éxito; no temamos la
dificultad de las ingentes tareas que se imponen a nuestra insuficiencia. Gocémonos, como
San Pablo, de nuestra impotencia: “Cuando nos sentimos débiles es cuando la fuerza de
Cristo habita en nosotros” (2 Cor 11 y 12).
Apliquémonos generosamente, como San Pedro, a las tareas que Jesús nos manda
fiados en su palabra, in verbo tuo.

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III. La tarea del Apóstol

“En adelante vas a ser pescador de hombres” (Lc 5, l0).


La pesca milagrosa produjo un efecto de estupor. Simón Pedro se postró a los pies de
Jesús, diciendo: “¡Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador!”.
Estas dos frases del Evangelio nos lo pintan de cuerpo entero. El pensamiento de
prevalerse de los favores divinos casi no le hizo mella; al contrario, no puede comprender que
se haya podido fijar en él, pobre pecador. Nunca se dio cuenta con tanta claridad de su
indignidad sino en este momento en que Dios le manifiesta una especial benevolencia. Ya
Bourdaloue lo notó a propósito de San Juan: “Nada hizo más humildes a los santos como los
favores y las gracias con que Dios los agració... La visión de sus pecados los inquietaba, pero
la visión de las gracias que recibían constantemente y de las que tenían miedo de abusar no
los asombraba menos” (Sermon pour la fête de Saint Jean l'Evangeliste, 2.ª parte). Con todo,
Simón Pedro experimenta otro sentimiento no menos vivo, pues en vez de retirarse, como sus
palabras dejan suponer que debió hacerlo, se arroja a los pies del Salvador. (San Lucas no
dice que se arrodilló ante Jesús, sino que se abrazó a las rodillas del Maestro.) Dice a Jesús
que se aparte de él y en el mismo momento se inmoviliza a sus pies. “¡Apártate de mí,
Señor!”, y se acerca más a Él.
Esta mezcla de humildad y de adhesión caracteriza a las almas fervorosas. La Iglesia
procura inspirárnosla en el momento de prepararnos a recibir la Sagrada Eucaristía: “Señor,
yo no soy digno”, repetís golpeándoos el pecho, y con todo os adelantáis hacia la Santa Mesa.
Somos pecadores como Pedro y más todavía. Nuestro Señor tendría sobrados motivos para
alejarse de nosotros, salvo éste: Vino a llamar a los pecadores para salvarlos. ¿Dónde iríamos
nosotros, pobres pecadores, sino a Aquél que nos libra de nuestros pecados?
El Maestro corresponde al amor tan humilde de su discípulo tranquilizándole: “No
temas...”. Hace un momento no tuviste miedo de echar de nuevo las redes a pesar del
cansancio, a pesar de la prueba que impuse a tu fe al mandarte una labor que razonablemente
podía parecerte inútil. ¿Por qué vas a temer si yo he premiado tu confianza? Tú creíste en mí,
yo creo en ti.
¿Alejarme de ti? ¡Pero si lo que yo quiero es precisamente unirte a mí más que nunca!
Tú eres un hombre pecador; lo sé, pero eso es lo que me hace falta para arrancar a los
hombres de la esclavitud del pecado. Necesito colaboradores que sepan compadecerse de las
miserias de sus hermanos, porque ellos mismos las experimentaron (Heb 5, 2).
No temas, el milagro de hoy sólo es el comienzo, el símbolo, la prenda de otras pescas
más maravillosas a que te destino. “En adelante vas a ser pescador de hombres”. Simón
Pedro no pide explicaciones más concretas a estas enigmáticas palabras: “Capturar a los
hombres” (pues éste es el sentido exacto empleado por el evangelista). Simón presiente algo
lo que el Señor quiere decir. ¿Acaso en aquel momento no está él enteramente cogido vivo

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por Jesús? Cogido hasta el punto de que no quiere ya nunca desprenderse. Cogido en su
juventud y para toda su vida.
“Venid en pos de Mí y yo os haré pescadores de hombres”. Jesús no tiene necesidad
de decir más. Simón y sus compañeros de pesca, Andrés, Santiago y Juan, condujeron sus
barcas a la orilla, dejan allí las redes y “dejándolo todo le siguieron”.
Lo dejan todo: su patria, familia, el oficio de que viven. Las firmes decisiones
ordinariamente no son fruto de largos cálculos: son tan instantáneas como la gracia que las
provoca.
Lo dejan todo por seguirle... Los que cortan las alas y se pasan de listos se dan la
pobre satisfacción de observar que los discípulos, en el fondo, no fue tanto lo que
abandonaron. Todos eran pobres gentes que no renunciaron a riquezas abandonando sus
barcas, redes y choza...
Y aun cuando ellos hubiesen poseído menos todavía, no es la “cantidad” lo que da la
medida plena del sacrificio, sino la “totalidad”. No juzguemos con la mentalidad de un cajero
de una obra filantrópica, para quien los generosos donativos son importantes sumas en
contraposición a las mínimas contribuciones de los pequeños abonados. Ser generoso no
consiste en dar mucho, sino en dar todo lo que se tiene. El que al dar poco deja cuanto posee,
es más generoso que el que da mucho reservándose algo. El Maestro lo proclamará más
tarde, cuando admire a la pobre viuda que echará en el tesoro del templo los dos céntimos que
le quedaban.
Los cuatro discípulos no pensaron en aquel momento que hacían un sacrificio
considerable. Respondieron enteramente y con lealtad a la gracia. Jesús los tomó vivos y
ellos se entregaron del todo. Muy pronto también ellos serán capaces de capturar hombres.
Simón no puede aún sospechar que el día en que comience a predicar el Evangelio su
primera redada no será menos maravillosa que la del lago de Tiberíades.
Cuando la tarde de Pentecostés los Once echen cuentas de los hombres que
bautizaron en nombre de Jesucristo, el número de los discípulos habrá aumentado alrededor
de tres mil personas. El ritmo de las conversiones durante los meses que siguieron a esta
pesca milagrosa continuará de manera menos extraordinaria, pero ininterrumpida. Ya no hará
falta que el Espíritu Santo se manifieste mediante prodigios exteriores, obrará en el interior
de los corazones. La piedad, el desinterés, la mutua bondad de que los primeros discípulos
darán ejemplo, les acarreará el favor popular. El historiador de los Hechos de los Apóstoles
nos da la prueba: “Cada día el Señor iba incorporando a los que habían de ser salvos” (1 Act
2, 47).
Pedro supo entonces lo que era pescar hombres. Examinemos con él en qué consiste
la tarea del apóstol.
***

No es por nuestro propio provecho únicamente por lo que Jesús nos ha pedido nuestra
vida y nosotros nos hemos entregado a Él sin reserva. “Un cristiano –decía el Padre
Perreyve– es un hombre a quien Jesucristo ha confiado todos los hombres”. Todo cristiano
que comprende los privilegios y obligaciones de su bautismo tiene que continuar la obra de

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Jesucristo y conquistar a los hombres para el reino de Dios. Así como él fue apresado por
Jesucristo, así también debe apresar a los hombres que viven ignorantes de su destino divino,
víctimas del error o del pecado. Dios quiere salvarlos, pero no los salvará si nosotros, los
bautizados, no prestamos ayuda a los que Él colocó junto a nosotros.
No podemos dudar de que aquí se trata de una grave obligación. Consentir que entre
las personas mezcladas en nuestra vida, a nuestro alcance, en nuestra familia tal vez, haya
almas que sean extrañas al Evangelio, es propiamente imposible para un cristiano que es
consciente de su unión con Cristo. Decirse que conseguirá tranquilamente la salvación,
mientras que junto a él hay almas que se extravían y se pierden, es un dolor insoportable para
un cristiano que ame a Jesucristo.
El mandato de la parábola nos acusa sin descanso: “Sal aprisa a las plazas y calles de
la ciudad, y a los pobres, tullidos, ciegos y cojos tráelos aquí..., oblígalos a entrar, para que se
llene mi casa”.
Nuestra obligación es clara, pero muchos vacilan en cumplirla porque se consideran
ineptos, poco capaces o sin suficiente autoridad... Homo peccator sum! No soy superior ni en
valor intelectual ni en valor moral a los que debiera convencer...
Esta vacilación desaparecería al punto si se comprendiera exactamente lo que Jesús
entiende por “pescar hombres”. Los pescadores del lago, por otra parte, sólo contribuyeron al
milagro con un aumento de cansancio; por lo demás, no regatearon sus esfuerzos. Y con todo,
aunque echaron las redes en buen sitio, no fueron ellos los que llevaron allí el banco de peces.
Análogamente, cuando San Pedro predica y bautiza todo el día de Pentecostés, otro
distinto de él determinó la conversión de sus oyentes. “Tú te habías convertido aun antes de
verme por el solo hecho de haberme buscado”, escribía el Padre Lacordaire a uno de sus
nuevos hijos espirituales (Lettres à des Jeunes Gens, pág. 118). Cuando un sacerdote escucha
la confesión de una larga vida de pecado, o la confidencia de un incrédulo deseoso de
instruirse, es Dios el que llevó hasta él esos dos hombres.
Y, sin embargo, Dios tiene necesidad de él; Dios se sirve de él, de su palabra, de su
ministerio, para establecer entre el visitante y el sacerdote el lazo de unión que facilitará la
conversión. Nada valemos, y, sin embargo, somos indispensables.
Esta regla es constante en el ejercicio del apostolado: “Dios lo hace todo y sin
nosotros nada se hace”. De donde se infiere que un cristiano no debe negarse por humildad ni
alegar su insuficiencia para abstenerse de la acción apostólica. Dios nos pide que no
regateemos nuestros esfuerzos; que rememos, que lancemos las redes como los Apóstoles en
el lago de Tiberíades. Lo demás corre de su cuenta. El apóstol tendrá incluso tanta más
posibilidad de secundar la obra divina cuanto, a ejemplo de San Pedro, sea consciente de lo
que le falta.
Pescar hombres no quiere decir acapararlos para sí o imponerse a ellos, sino
apartarlos del error o del pecado para llevarlos a Dios. No confundamos el apostolado con un
proselitismo personal. La necesidad de proselitismo es innata en cada uno de nosotros: no
nos basta con admirar, queremos que compartan nuestra admiración. ¡Qué alegría supone
para un hombre ganar adeptos a sus doctrinas, incorporar a un nuevo partidario a su causa! Si
supiese que todo el mundo se había convertido de una vez a sus ideas, no sería tan feliz: ¡la
acción ejercida sobre un solo individuo es tan apasionante! De todas las victorias que el

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hombre puede ganar, de esa es de la que está más orgulloso: conseguir que otro adopte una
opinión que él estima verdadera.
Pues bien: eso no es el apostolado cristiano. La ambición del apóstol es muy diferente
y mucho más sublime; no persigue un triunfo personal, sino el triunfo de Cristo. No es
nuestro punto de vista lo que deseamos comunicar a nuestros hermanos, sino una fe que
“sabemos” verdadera porque es palabra de Dios.
“Serás pescador de hombres”, es decir, en plena vida, en el pleno ejercicio de su
libertad, con el fin de que puedan llevar una vida más sublime y fecunda. No se trata de
plegarlos a nuestra manera de ver, sino de presentarles la verdad hasta que se adhieran a ella
espontáneamente, con convicción y alegría. Obligar a las almas, alistarlas por la fuerza a un
partido sería querer ofrecer a Dios cadáveres, no hombres vivos; por lo menos, sería
pretender paralizar los espíritus, y tal pretensión es ilusoria. La conciencia forzada se libera
más pronto o más tarde y se vuelve contra el que la encadenó. “Toda planta que no ha
plantado mi Padre celestial será arrancada”, dice Jesús (Mt 15, 13).
No expongamos a los que pusieron en nosotros su confianza a la inmensa decepción
de no encontrar al fin de sus investigaciones sino una sabiduría humana limitada, una virtud
humana con sus debilidades, cuando esperaban hallar la verdad y la santidad. “Pescaremos”
hombres únicamente para dárselos a Jesús. He aquí el apostolado.
Y ya que el apostolado, para ser eficaz, implica la desaparición del apóstol, nuestra
insuficiencia deja de ser una excusa. No dejaremos que nuestras naturales deficiencias nos
atemoricen, sobre todo si las corregimos, como Simón Pedro, por una adhesión sin límites a
Nuestro Señor.
Para hablar bien de Jesús no hay más que amarle. Cuando se ama de verdad a Nuestro
Señor tal vez no encontremos siempre la respuesta a todas las preguntas del que duda, pero se
le suministra un argumento que no esperaba y que le hace reflexionar: ¿Sería amado Jesús,
como lo es, si sólo hubiera sido un hombre como nosotros?
No penséis que para apartar a un pecador de su desordenada conducta sería necesario
que vosotros jamás hubieseis ofendido a Dios: el remordimiento se insinuará en su corazón
con más seguridad al ver los esfuerzos que hacéis para no perder más la gracia que os otorgó
el perdón de Jesús. Levantaréis el ánimo de los hombres, sin saberlo, sencillamente porque
sacáis de vuestra intimidad con Nuestro Señor la energía de sonreír en las dificultades, la
calma en las contradicciones y la serenidad en las desgracias.
Evidentemente, no esperéis que las conversiones se sucedan ininterrumpidamente en
derredor vuestro. Antes de dejarse coger, los hombres forcejearán, pero a la larga los
desarmará vuestra paciencia. Es posible que os den que sufrir, que se muestren duros, altivos
y perversos quizá, pero la redención sólo se realiza por el sacrificio.
“Pescaréis” hombres no en los lazos de la dialéctica que suscita la réplica, ni con los
de una elocuencia cuya impresión se olvidaría al otro día; ni por el encanto de una simpatía
natural, que puede desaparecer tan aprisa como surge. Los “pescaréis” por lo que Cristo ha
puesto en vosotros y ha hecho de vosotros. Los atraeréis por el ascendiente de una virtud
siempre afanosa de ocultarse. Los ganaréis por una caridad que se esforzará por ser discreta.
Los convenceréis por lo que ignoráis de vosotros mismos, quiero decir por la irradiación

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inconsciente de vuestra vida profunda, de vuestra vida sobrenatural. El apóstol más
persuasivo será siempre el que no se da cuenta de ello.
Pensemos en todos los hombres que en derredor nuestro necesitan de Jesucristo. El
Sumo Pontífice nos lo repite periódicamente: la inestabilidad de la paz, las luchas sociales,
los desórdenes económicos, la desmoralización de los espíritus, todos esos sufrimientos de
nuestro tiempo sólo pueden ser aliviados provisionalmente y en parte con remedios
legislativos, tratados o protocolos, pero no son más que paliativos. Los males de nuestra
sociedad serán curados únicamente con la reforma de los corazones y por el reinado de
Cristo.
Hacer que Jesucristo reine: he ahí la tarea encomendada a los cristianos de nuestro
tiempo, tarea tan magnífica como tremenda, frente a la que nos sentimos más insignificantes
que Simón Pedro tuvo que sentirse cuando empezó a evangelizar al mundo.
Sin embargo, volverán a renovarse los milagros de antaño, los hombres vendrán o
volverán al Cristianismo, si nosotros, los católicos, con tanta piedad como humildad
permitimos a Jesucristo que viva plenamente en nosotros y si practicamos a fondo la ley del
Evangelio.

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IV. La fe del Apóstol no debe vacilar

“Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” (Mt 14. 31).
Aún no hacía un año que Pedro había dejado todo por seguir a Jesús... Desde
entonces, ¿qué no recibió del Maestro, qué no aprendió de Él? Todas las acciones del
Salvador, todas las palabras que pronunciaba en público, las que dirigía al pequeño grupo, tan
cuidadosamente escogido, de los Apóstoles (pues entretanto ya había designado
solemnemente a los futuros jefes de su Iglesia y Simón fue nombrado el primero de todos),
más la influencia que ejercía sobre esos doce privilegiados admitidos en su intimidad en todo
momento; todo eso que dejó en San Pedro tan profunda huella, nos lo imaginamos, pero el
Evangelio no tenía por qué dárnoslo a conocer.
El primer episodio donde la Historia Sagrada nos muestra a Simón Pedro tiene lugar
otra vez en el mar de Tiberíades.
El Salvador acaba de multiplicar los panes que los Apóstoles han repartido entre
varios miles de personas. La muchedumbre, maravillada, quiere llevarle en triunfo a
Jerusalén y proclamarle rey. El pueblo no concibe todavía el carácter exclusivamente
religioso de su misión –nunca podrá admitirlo–. Por tanto, para sustraerse a las ovaciones,
Jesús manda a los Apóstoles que se embarquen inmediatamente y pasen a la otra orilla del
lago; en seguida Él los alcanzará. Después despidió a las gentes y solo se retira a una colina
para orar.
Mas he aquí que se levantó un viento contrario y comenzó a soplar con violencia
sobre las aguas; las olas hacen retroceder a la barca continuamente. Los Apóstoles pierden la
dirección y a la caída de la noche están siempre en medio del lago. ¿Qué hacer en una
tempestad semejante sino esperar allí mismo a que amaine el viento?
Se aproximaba la fiesta de la Pascua, por consiguiente, en el plenilunio. Desde la
colina, Jesús contempla los desesperados esfuerzos de los navegantes. Pues bien, hacia las
tres de la madrugada, antes de despuntar el día, los Apóstoles creen distinguir como a un
hombre que anda sobre las aguas. Llenos de miedo, comienzan a gritar: “¡Es un fantasma!”.
Jesús al instante les habló para disipar el miedo: “Tened confianza, soy yo; no temáis”.
Entonces el impulsivo Pedro le dirige esta extraña petición: “Señor, si eres tú,
mándame ir a ti sobre las aguas”.
¿Por qué algunos subrayan cuanto de presuntuoso quiera tener esta súplica? Hay que
tener presente más bien el estado de ánimo de aquellos hombres; impresionados ya por el
milagro de la multiplicación de los panes, agitados por la tempestad durante horas que les
parecieron interminables. Lo que ven acaba de turbarlos. La silueta de su Maestro sobre el
lago, después su voz, que reconocieron bien... ¿Qué es ese nuevo prodigio? Evidentemente,
es Él, sólo puede ser Él. Sin duda, va a calmar la tempestad... “Señor, ¿eres Tú?”, exclama
Pedro. “Puesto que eres Tú, permite que me acerque a ti”. No supongamos que solicita un
milagro en provecho propio. No mira tan lejos. Únicamente su amor le hace desear estar en

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seguida, lo antes posible, cerca de su Maestro. Y Jesús sabe bien que Pedro no obedece sino a
su naturaleza, siempre pronta y amante; si hubiese sorprendido en su discípulo alguna
segunda intención de desconfianza o no sé qué deseo de singularizarse, no le habría
respondido como lo hizo: “¡Ven!”.
Pedro no espera a que se lo repita. Salta fuera de la barca y anda sobre las aguas para
ir a Jesús. De pronto el viento sopla con creciente furia. Sobrecogido de pavor, el Apóstol
siente que su corazón desfallece; se hunde, se ahoga. “Señor, ¡sálvame!”.
Jesús ya está cerca de él, le tiende la mano y le vuelve a la superficie. Sin embargo, el
Salvador no le reprende por su petición irreflexiva, más bien tendría que reprocharle el haber
reflexionado demasiado, de haber reflexionado cuando era demasiado tarde, cuando ya era
inútil. El hombre teme ante el misterio. Pedro no pensó en un principio que había solicitado
una infracción a las leyes naturales; después reflexiona de repente que no es normal andar
sobre las aguas, que el viento le va a derribar de seguro, Y al punto le sobrecoge el miedo. Se
da cuenta que ha expresado un deseo insensato. La duda se apodera de él y se hunde... Jesús
no le reprende por su temeridad; sólo le censura una cosa: el que haya podido suponer un
cuarto de segundo que, después de haberle dejado exponerse al peligro, le pudiera abandonar.
“Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?”. ¿Puede uno dudar del amor de Cristo?
***

Modicae fidei. ¿Insuficiente la fe de San Pedro? ¡Qué grande nos parece comparada
con la nuestra! Nunca nuestra fe estará sometida a semejante prueba, y cualquiera que sea
nuestra confianza en Dios, es poco probable que le exigiésemos la gracia de un milagro de
este género. Por tanto, la lección que contiene esta narración evangélica para nuestro
provecho no está ahí. La lección vale para nosotros bajo el solo punto de vista en que el
ejemplo de Pedro nos concierne. La fe del Apóstol es aquella de que habló el Salvador en otra
ocasión, la fe que traslada los montes, fe que desafía los obstáculos... Sólo que no resistió.
Modicae fidei: Hombre cuya fe ha sido “demasiado pequeña”, porque “en seguida has
dudado”.
¿No descubrimos nuestra inconstancia en esas alternativas de Pedro, primero
locamente entusiasta y animoso hasta el punto de despreciar la más elemental prudencia y
luego, a continuación, temeroso de lo que se atrevió a emprender perdiendo pie ante la
dificultad?
Nuestra fe, más que la suya, pasa por altibajos que no son la prueba menor de nuestra
vida religiosa: unas veces un espíritu demasiado movible se imagina que cede su fe; otras,
parece que de repente naufraga la confianza en Dios. Dudas teóricas o dudas prácticas,
inconstancia del espíritu o de la voluntad constituyen otros tantos obstáculos al cumplimiento
de nuestra vocación cristiana. Sin duda podríamos evitarlos o al menos superarlos
instantáneamente. Junto al Salvador nuestra fe no debe vacilar.
***

Vosotros quisierais poseer una fe siempre igual. Ahora bien, en ciertos momentos,
decís, las verdades dogmáticas se presentan a vuestra inteligencia con una luz que conquista

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invenciblemente vuestra convicción y poco después esta hermosa seguridad vacila
súbitamente. Insidiosas preguntas surgen a propósito de vuestras más estimadas creencias.
Nada os parece probado. Queréis creer, pero no os atrevéis a decir: “¡Creo!”.
En tales casos lo que hay que decir y con la misma prontitud es la súplica que salvó a
Simón Pedro: Domine, salvum me fac! Señor, ¡sálvame! Pero no olvidéis inquirir al punto lo
que pasó, pues no hay efecto sin causa. ¿Por qué habéis podido pasar súbitamente de la fe
serena y alegre a los tormentos de la duda?
Por diversos motivos, pero que se reducen a éste: Habéis prestado oídos a otras voces
distintas de la de Jesucristo. Mientras le suplicáis, le miráis y le escucháis, los más
impresionantes argumentos de los incrédulos no hacen mella sobre vosotros. Por el contrario,
las más insignificantes objeciones os detienen desde el momento en que Dios ocupa un lugar
mínimo en vuestra vida. Simón Pedro no vaciló en arrojarse al agua; sólo escuchaba entonces
la palabra de Jesús: “¡Ven!”. Pero en cuanto escucha el ruido del viento, pierde pie.
Me doy cuenta de que el oscurecimiento de las verdades religiosas puede ocurrir sin
culpa de nuestra parte: es el medio de que Dios se vale para purificar nuestra fe, todavía
demasiado adherida a la necesidad de evidencia sensible; para hacerla más robusta, más
sobrenatural y más meritoria. El creyente sujeto a esta oscuridad temporal desecha
enérgicamente todo pensamiento de duda y, aunque no vea ya nada, repite penosamente:
“Señor, ¡creo!”.
Éste no es el caso del que, por el contrario, consiente positivamente en poner en duda
las verdades de la fe. La noche en que éste está sumergido proviene incontestablemente de
negligencias o imprudencias de que sólo él es responsable. “No se puede «perder» la fe si no
es por propia culpa”, escribía Monseñor D’Hulst a propósito de Renan. “La hipótesis de un
alma que se habría «adherido sinceramente» a la religión cristiana y que, sin carecer jamás de
rectitud, de fidelidad, de desinterés, de energía, sin abandonar la llamada de la oración en las
horas de turbación, ni escuchar las sugerencias del orgullo o de la sensualidad, fuese inducida
por motivos puramente científicos a dejar la fe, es una hipótesis incompatible con la verdad
dogmática, con la justicia y la bondad de Dios” (Mélanges, t. II, pág. 332).
Desde el momento en que un creyente comienza a no ver claro en la fe, que se
examine, en consecuencia, con lealtad. No dejará de descubrir que desde algún tiempo su
vida de piedad está un tanto relajada, la oración es más rara o menos atenta y es menos
exigente consigo mismo. ¿No renueva un pecado cuya gravedad se oculta a sí mismo
deliberadamente? De seguro que ya no reprime con la misma energía sus malas pasiones, si
es que no consiente con complacencia en una de ellas. Un resentimiento que se fomenta
contra otro, una cuestión de interés en que nuestra honradez no es total, una amistad
demasiado absorbente o sencillamente el despertar de bajos instintos que no se rechazan con
bastante prontitud, no hace falta más para que se levanten nubes entre Dios y nosotros. Y la fe
se oscurece.
Quare dubitasti? Las tinieblas aumentan si damos tiempo a la duda para que tome
cuerpo... No importa que existan dificultades para creer: las hay incluso cuando no os turban.
En todo momento el estudio y la reflexión deben ilustrar nuestra religión. Mas también la
verdad existe cuando no la veis; no ha cambiado desde el día en que os adheristeis a ella; no
cambia con vuestros temores, deseos o culpas. Vuestros ojos pudieron verla en tanto en
cuanto la costumbre de pecar no os cegó. Romped, pues, cuanto antes los velos que os la

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ocultan: Domine, salvum me fac!... Llamad al Señor en vuestro auxilio y os tenderá en
seguida la mano.
***

La inconstancia de nuestra voluntad nos expone a naufragar todavía más que la


movilidad del espíritu. Lo más tremendo para el progreso de nuestra vida moral, así como
para la eficacia de nuestra acción apostólica, no es fracasar frente a la dificultad, ni siquiera
retroceder ante el miedo al sacrificio aceptado; en ese caso puede uno rehacerse y acometer
de nuevo. El momento crítico no es cuando la voluntad se doblega, sino cuando se retracta.
Quare dubitasti? Ha poco la inteligencia inquiría frente a la duda teórica: ¿Es verdad?
Ahora, ante la duda práctica, la voluntad vacila: “¿Es posible?”.
Siempre se siente alegría al comenzar una nueva acción, esta novedad nos encanta;
pero la voluntad en seguida se cansa continuando y repitiendo la misma tarea monótona.
Lanzarse a la lucha, salvar los primeros obstáculos es algo embriagador; pero ¡conservar el
terreno conquistado, resistir a los ataques, aguantar el choque! No se puede ya avanzar, hay
que limitarse a no retroceder; he ahí lo que quita los ánimos. Al entusiasmo de un principio,
que permitía todas las esperanzas de progreso, sucede la duda deprimente respecto a la
eficacia de nuestros esfuerzos. Y con frecuencia lo más duro ocurre cuando uno se deja llevar
del desánimo. Lo pone uno todo en tela de juicio. Se empiezan a pesar los pros y los contras.
Tal cristiano duda de su salvación, tal otro de su vocación, éste duda de que jamás podrá
cumplir con su deber, aquél ignora si la tarea emprendida es la que Dios le asigna. Se
preguntan entonces si no presumieron demasiado de sí mismos, si no han ido más lejos de lo
debido creyéndose llamados a una virtud demasiado sublime, proponiéndose para una obra,
para un trabajo apostólico que exigían una energía y una perseverancia poco comunes.
Es muy difícil escoger por sí mismo su deber o querer más que los otros... Tal vez
Pedro lo iba pensando en el momento de forcejear entre las olas...
Modicae fidei. Nuestra confianza es demasiado mezquina, me refiero a nuestra
confianza en Dios. Dado que Nuestro Señor nos llama o que solamente nos deja acercarnos,
“¿por qué habríamos de dudar?”. Es inevitable que nuestra voluntad se canse; es humana,
limitada, frágil y, a veces, se contradice. La doblegaremos completamente si miramos al
abismo o si escuchamos el soplo de las tempestades. A Jesús es al que hay que mirar:
“Corramos al combate que se nos ofrece puestos los ojos en el autor y consumador de la fe,
Jesús”, nos dice San Pablo (Heb 12, 1-2).
Nuestros temores del futuro descansan seguramente sobre razones plausibles o,
mejor, sobre hechos de experiencia; experiencia de nuestros fracasos, conciencia de nuestra
debilidad, certeza de las dificultades que superar. Simón Pedro no razona de manera diferente
en el momento de ahogarse: ¿Acaso alguna vez un lago fue carretera de primer orden?... En
cambio, marchaba perfectamente sobre las olas cuando escuchó sencillamente la llamada de
Jesús.
Siempre encontramos argumentos para excusar nuestras detenciones y retrocesos.
Apoyemos entonces nuestros motivos de esperanza en nuestra confianza en la llamada de
Cristo, en la ayuda de la gracia: realidades invisibles pero, al fin, realidades. Nos gustaría
poder contar exactamente los recursos con que abordaremos nuestra tarea de mañana:

26
humanamente, nada más razonable. Nadie se mete en los negocios sino invirtiendo
totalmente un capital.
Pero en el gran negocio de nuestra santificación, en el negocio mayor aún de la
salvación del mundo, hay que comprometerse sin esta seguridad. Los riesgos no están
cubiertos: debemos empezar con una pequeña inversión de fondos. Dios se encarga de
acrecentar cada día nuestro tesoro, “pues Dios –escribía San Pablo– es el que obra en
nosotros el querer y el obrar” (Phil 2, 13).
Con todo, no nos atreveremos a decir que nuestros deseos de progreso o de
apostolado vengan de nosotros. ¿Por nosotros mismos habríamos tenido esa iniciativa de
plegarnos a rigurosos preceptos, disciplinar nuestra independencia, dominar nuestras
pasiones cuando sería tan agradable ceder a ellas? ¿Habríamos decidido por nosotros mismos
consagrar nuestra vida al reino de Dios, entregarnos a la felicidad y a la salvación de los
demás hombres? Estas aspiraciones de nuestras almas llevan el sello de Aquél que nos la
sugiere. Dios, que nos las inspiró, nos ayudará a realizarlas. Jesús sobre el lago no manda a
las olas que amainen, para demostrar a Pedro que no fue la furia del viento la que le puso en
peligro, sino su poca fe (San Juan Crisóstomo).
No nos fijemos en las dificultades, miremos a Aquél que nos llama a ellas, que nos
permite llegar y puede sacarnos de ellas. No razonemos cuando hay que seguir obrando; en
vez de discutir y de temblar, pongámonos prontamente en oración.
Repitamos la breve y ardiente súplica del gran Apóstol: “Señor, ¡sálvame!”.
Invoquemos a Jesús en nuestras desgracias y fatigas. Si no nos libra en seguida no
supongamos que nos olvida; ante todo, quiere que no olvidemos su presencia. Renovemos
nuestra llamada sin dudar un momento de su amor, y su mano misericordiosa nos impedirá
zozobrar.

27
V. La fe del Apóstol frente a la deserción de las masas

“Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna” (Ioh 6, 68).


Horas después de caminar Simón Pedro sobre las aguas hallamos al Señor en la
sinagoga de Cafanaúm. Las enseñanzas que allí predicó son una de las páginas más
impresionantes del cuarto Evangelio. Jesús saca las lecciones del milagro de la víspera:
Aquél que multiplicó los panes es Él mismo, el nuevo maná que Dios les envía. Pan vivo
bajado del Cielo para dar vida al mundo será el alimento de nuestras almas.
Pues bien: cuanto más arrebatada fue la muchedumbre por el prodigio de la
multiplicación de los panes, tanto más rezonga contra las inauditas afirmaciones del
Salvador. Su sermón está cortado por interrupciones, murmullos y protestas. A la mayor
parte escapa el alcance espiritual de sus palabras, y al fin se rebelan contra la idea –la única
que retienen– de que Jesús pretende que coman los trozos de su carne. ¡Duras son estas
palabras! ¿Quién puede oírlas? “Desde entonces –escribe San Juan– se retiraron, y ya no le
seguían...”.
Debió de ser un momento dramático, pues no se trata de algunas deserciones aisladas,
sino de una deserción en masa: Multi discipulorum eius abierunt. Gran parte de sus
discípulos, sin odio ni amenazas, sólo bajo la impresión de una decepción insuperable se
niegan a creer en Él.
Sus palabras son demasiado duras.
Fijaos bien en la condición de los que le abandonan: No son oyentes ocasionales que
se marchan moviendo la cabeza o encogiéndose de hombros, sino discípulos. Esos hombres
habían creído en Jesús, habían sentido el ascendiente de su doctrina y persona. En adelante el
encanto queda roto... Ellos realizaron sacrificios para ir en su seguimiento: sus
renunciamientos para nada han servido. Pierden cuanto habían ganado y todo lo que hubieran
podido ganar aún. Se habían comprometido con Él, alistándose entre sus partidarios; habían
incurrido en las críticas de los demás. Ahora pasan a las filas contrarias y engrosan el número
de sus detractores y enemigos.
Mientras se retiran los grupos de disidentes, las miradas de los Apóstoles se clavan en
Jesús, ¿No va el Maestro a retener a todos esos descontentos? ¿No intentará nada el Salvador
para impedirles que abandonen el camino de salvación? ¿No es ya el Buen Pastor que deja
momentáneamente el rebaño y corre en busca de la única oveja perdida hasta que la
encuentra? Aquel día el rebaño se desune y dispersa frente a un pastor impasible... Jesús les
deja partir. ¡Qué extraño conductor de masas que no busca popularidad!
Reconozcamos aquí la perfecta lealtad de Nuestro Señor. No compromete a nadie por
sorpresa; nadie le sigue sino con entero conocimiento. No disimula las dificultades del
“camino estrecho” por donde nos lleva. Jesús sólo quiere a los que le quieren. Por cierto que
su yugo es suave y su carga ligera, pero no promete un yugo que no obligue ni una carga que
no pese. Estos se harán dulces y ligeros para aquellos que los acepten libremente por su amor.

28
En cuanto aquellos que vengan a Él por fuerza y que le sigan rezongando no encontrarán en
el cristianismo alegría ni facilidad, sino únicamente una carga y un yugo.
Por eso Jesús deja marchar a los discípulos a los que han desagradado sus palabras.
Hay que reconocerle y aceptarle como es. Hay que recibirle con todas sus exigencias.
Tenemos que darle el primer lugar que exige en nuestros afectos o, en caso contrario, hay que
alejarse.
Más aún, no solamente el Salvador no usa de habilidad para conservar el grupo de sus
discípulos, sino que en seguida se vuelve hacia los que no claudicaron. Interpela
especialmente a los Doce: “¿Queréis iros también vosotros?”. Los que han permanecido
junto a Él, ¿lo hacen de buen grado o por temor a disgustarle? Jesús les devuelve la libertad:
“No sigáis siendo mis discípulos mientras sintáis en vuestro interior pesar o duda”.
Jesús no les dirige aquellas palabras de gratitud que escucharon la víspera de su
muerte: “Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas...” (Lc 22. 28).
No cierra las puertas para impedir la desbandada de los desertores, al contrario, las abre de
par en par: “También vosotros podéis marchar si juzgáis demasiado dura mi doctrina”.
Jesús sólo quiere discípulos voluntarios, convencidos, decididos. Inmediatamente
después les dirá: “¿No os he elegido Yo a los Doce?”. Los escogió después de una noche de
oración, habiendo sopesado el valor, disposiciones, aptitudes de cada uno de ellos. Los
eligió, pero Él está dispuesto a verlos alejarse de sí.
El Maestro, que nos escogió antes de conocerle nosotros, quiere que libremente le
escojamos por nuestra parte. Escoged, nos dice, entre la masa y Yo, entre vuestros instintos o
mi Evangelio, entre el amor propio o la caridad, entre el egoísmo o la justicia, entre el camino
ancho de los deseos o el estrecho de los deberes.
“...¿Queréis iros vosotros también?”. Simón Pedro respondió en nombre de los Doce:
“Señor, ¿a quién iríamos? ¡Tú tienes palabras de vida eterna!”. La respuesta del Apóstol
brota, como de costumbre, rápida, ardiente; es tan sincera como fue la pregunta del Salvador.
Si se quedan es porque no pueden ir a otra parte. “¿Dónde iríamos, Señor, si te
abandonásemos?”.
Pedro no piensa elegir a otros maestros; tampoco concibe que pueda uno pasarse sin
maestro. No se ilusiona con veleidades de independencia en la que tantos hombres ponen
falsamente su grandeza. No obedecer a nadie, ser por sí mismo su propio dueño. Esas
reivindicaciones del orgullo no pueden inducir a error a un alma que reflexiona. En realidad,
todos tenemos necesidad de un maestro: todos nos procuramos maestros, todo está en saber
escogerlos.
El que cree ser su propio maestro, de hecho obedece a sus pasiones. El que sacude el
yugo de la autoridad divina apoya su rebeldía en la autoridad de una palabra humana. El que
se rebela contra sus jefes providenciales se entrega a agitadores; tiembla ante el qué dirán y
aúlla con los lobos. El que protesta muy alto contra la tutela de la religión, se sujeta, sin
saberlo, a otros maestros indignos de un alma libre. Su maestro es la opinión, un libro, un
camarada, intereses de clase o, el más tirano de todos, su propio apetito siempre insaciable.
Simón Pedro quiere un maestro que le instruya y le eduque; quiere un jefe que le
defienda y le dirija. Mas ¿quién sino Jesús puede enseñarle y conducirle? ¿Qué otro
merecería mejor su confianza? Verba vitae aeternae habes!

29
Sus palabras son duras, sin duda; Pedro no lo discute. Sin embargo, es digno de notar
que el cisma que se produjo entre los discípulos sólo tuvo como ocasión uno de los sermones
más severos del Maestro. Más tarde Jesús hablará del renunciamiento indispensable, de la
cruz cotidiana, y sus oyentes no fruncen el ceño. Con todo, son palabras mucho más “duras”,
duras de practicar.
Sí, duras de practicar, pero menos duras de comprender. Los cafarnaítas se separaron
del Señor por una cuestión doctrinal no práctica. No fue la debilidad de la carne lo que los
sublevó contra Él, sino la soberbia del espíritu. Marchan porque no pueden admitir que Jesús,
su compatriota, se jacte de darles la vida eterna y por ese inaudito medio: alimentarse de Él.
“¿Quién puede oír tales palabras?”.
Mas los que quedaron, los que creyeron en la doctrina de la Eucaristía, pueden
“comprender” sin que vacile su fe las más enérgicas lecciones del camino estrecho, del grano
de trigo que no fructifica hasta después de muerto. Los que creen en el pan de vida ya no
temen morir a sí mismos.
Pedro no niega que las palabras de Jesús sean duras al oído; al menos no
empequeñecen al que las acepta; le liberan, le hacen crecer. Son duras, pero ennoblecen
nuestras pobres vidas humanas. Verba vitae! Las palabras de Jesús ayudan a vivir.
Los demás maestros adulan a sus discípulos, les presentan una moral más cómoda,
pero sin darles jamás seguridad. La doctrina de Cristo se afirma como cierta; es austera,
cortante como una espada, pero ninguna otra puede igualarla en grandeza y profundidad. Hay
en las palabras del salvador algo eterno: Verba vitae aeternae habes! “Tú pronuncias las
palabras definitivas que nos dan vida para siempre”. El Salvador nos da a conocer y nos
propone la “Vida divina” que transformará nuestras vidas uniéndonos eternamente a Dios.
Dios vivo y eterno es el que habla por su boca. “¿A quién iríamos, Señor?”.
***

Consideremos ahora esta página del Evangelio pensando no sólo en aquellos de los
nuestros que dejaron a Cristo, sino también en nosotros mismos, que deseamos seguir
siéndole fieles.
Hacía falta ese grito espontáneo de Simón Pedro para disipar la terrible tristeza que
pesa sobre este episodio del ministerio de Jesús. ¡Cuán sinceros son los Evangelistas! ¡Qué
poco se parecen a una obra partidista sus resúmenes tan breves! Les bastan algunas palabras
para notar la admiración y el entusiasmo que suscitaba su Maestro. Pero lejos de ocultarnos la
oposición formada contra Él, al contrario, no perdonan ningún detalle, con objetividad
inflexible, al describir los fracasos que cosecha, las hostilidades que encuentra, los injuriosos
tratos que le infligen.
La más cruel de todas las pruebas que tuvo que soportar Jesús fue, sin duda, la
deserción de tantos discípulos. Cabría esperar que la marcha de aquellos cafarnaítas no fuese
irrevocable. San Juan nos dice, es verdad, que “ya no le seguían”. Con todo, ¿no hubo
muchos que volvieron al punto sobre sus pasos? ¿Quién sabe si después de la Resurrección
no se convertirán algunos por la predicación de los Apóstoles?

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¡Discípulos! ¡Hombres que vivieron junto a Él! ¡Que le amaron! Me parece escuchar
a San Pedro, que los exhorta mansamente: “Hermanos, ya sé que por ignorancia habéis hecho
esto... Arrepentíos” (Act 3, 17.19). Me parece imposible que todos le hayan olvidado y
renegado para siempre...
Sin embargo, debo confesar que nada sabemos, y por ello oprime mi corazón la
apostasía de tantos discípulos. Siento vivamente esta angustia todos los años, en tiempo de
Pascua, cuando alegre por las numerosas comuniones de los fieles, alegría que aumenta
regularmente, por el retorno a la Santa Mesa de cristianos que no se habían acercado a los
Sacramentos desde mucho tiempo atrás, me invade una dolorosa preocupación, al pensar
que, al contrario, hay muchos católicos también que cada año, por primera vez, no cumplen
con Pascua. Marcharon y ¿cuándo volverán? ¿Volverán algún día...?
Hay quienes se marchan sin que lo sepamos y hay otros que hemos de dejarlos
marchar, como Jesús, porque sencillamente no pueden ir con Él. Los vemos alejarse
impotentes, como el padre del hijo pródigo, no pudiendo hacer más que esperarlos, atisbar de
lejos su retorno para ofrecer a su miseria el perdón divino...
Y, sin embargo, Jesús nos lo anunció claramente en la parábola de los diferentes
terrenos en que cae la semilla. La perseverancia no es el patrimonio común de todos los
bautizados: algunos marchan en seguida, otros después de algunas experiencias de vida
cristiana. Los más desgraciados son aquellos que el demonio derriba y dejan a Cristo en la
edad en que la mayor parte de los pródigos ya han vuelto. Unos y otros se marchan
murmurando como los cafarnaítas. Tienen, pues, que justificar su conducta. Durus est hic
sermo. El dogma católico –dicen éstos– con sus afirmaciones categóricas que excluyen toda
escapatoria, ya no se adapta a la evolución de nuestro pensamiento. Por lo demás, no es tan
absoluto e intolerable para ellos como la moral cristiana rigurosa, que no permite transigir
con ninguna de las pasiones desordenadas del pecador.
Se alejan y sus desolados padres o la más generosa de las esposas no pueden
retenerlos. Efectivamente, con frecuencia, cuando presentís el drama interior que se
desarrollará por la defección religiosa de aquellos que amáis o cuando espontáneamente se
abren a vosotros en aquel momento, ya es muy tarde para que tengáis alguna probabilidad de
intervenir con éxito. Ya está consumada la ruptura.
Y tal vez Dios permite entonces que vuestras tentaciones sean infructuosas. ¿No
creéis que hubiera sido mejor que Judas hubiera acompañado a los desertores de Cafarnaúm?
Quizá no hubiera terminado en la desesperación.
Por todo ello, es una sinrazón atenerse ciegamente a la magia de las estadísticas. Hay
circunstancias en que el número no es una victoria, sino una derrota. La fuerza y vitalidad de
la Iglesia no se miden únicamente por la extensión de sus conquistas; la integridad de su
doctrina, así como la santidad de sus fieles, se obtiene a veces a costa de exclusiones y
disidencias dolorosas en extremo, pero necesarias. La apostasía de los cafarnaítas sólo fue un
fracaso aparente del ministerio de Jesús; en realidad, aquel día se salvó el Evangelio con la
marcha de aquellos que no podían quedarse.
¡Oh! No es que permanezcamos insensibles al ver alejarse a los cristianos que es
imposible retener con nosotros. Renunciando a Cristo arrancan y se llevan algo de nuestra
alma, pero estad sobre aviso para que su deserción no menoscabe nuestra fe. Hay apostasías
que turbaron la serenidad de algunos fieles. Traigamos a la memoria la triste predicción de
31
Jesús: “No puede menos de haber escándalo”, y las palabras de San Pablo le hacen eco: “No
puede menos de haber herejes...”. El Apóstol precisa claramente incluso a su discípulo
Timoteo: “El Espíritu claramente dice que en los últimos tiempos apostatarán algunos de la
fe” (1 Tim 4, 1).
Cristianos, no os dejéis impresionar vosotros, sobre todo los jóvenes, por el
espectáculo de los que abandonan nuestra fe. “¿Qué han visto esos raros «genios» –exclama
Bossuet en la Oración fúnebre de Ana de Gonzaga–, qué han visto más que los demás? ¡Qué
fácil sería confundirlos si, débiles y presuntuosos, no temiesen se les instruyese! Pues ¿creen
que vieron mejor las dificultades porque sucumben a ellas y que los demás que las vieron las
despreciaron?”. Sin remontarnos tan alto como el gran obispo tenía derecho a hacerlo, estad
convencidos al menos, pero convencidos en absoluto, que un cristiano que es capaz de
abandonar a Jesucristo, nunca le conoció bien ni le comprendió jamás de verdad, aunque
tenga toda la categoría de un Lamennais. Si le hubiese conocido y comprendido, no le habría
abandonado. ¿A quién se puede ir, de quién puede uno fiarse, una vez que se tuvo a Jesús por
Maestro?
El que ha comprendido verdaderamente a Cristo ha sacado de sus palabras una luz y
fortaleza a las que ya no puede renunciar. Desgraciadamente no le ponen a cubierto de
pasajeros desfallecimientos, pero le impedirán que olvide a su Salvador. Para el cristiano que
ha conocido verdaderamente a Cristo la opción se presenta en la forma en que San Pedro nos
la propone: “Señor, ¿a quién iremos?”. Hay que escoger entre Jesús o la nada. Si el Evangelio
es una patraña, nada es verdad. Si las pruebas del Cristianismo son falsas, ningún
acontecimiento histórico puede probarse. Si el Evangelio no nos da el verdadero sentido de la
vida, ¿qué hacemos en el mundo? ¿Quién nos jugó la mala partida de lanzarnos sobre el
planeta? Si la caridad que Jesús nos enseña no tiene un origen divino y no desemboca en el
eterno amor de Dios, no es más que una utopía y un engaño y tienen razón los facinerosos. Si
Jesús no era Dios..., yo no podría continuar; comprenderéis que bajo nuestros pies se abriría
el abismo.
Terminemos más bien con San Pedro: Verba vitae aeternae habes. A cada uno de
nosotros –y en esto reconoceréis, cristianos, si le habéis conocido y comprendido–, a cada
uno de nosotros Jesús ha dicho las palabras que dan vida eterna. El Cielo vino a explicarnos
este mundo. El Hijo de Dios nos ha descifrado la incógnita del hombre. Cristo ha venido a
incorporar misericordiosamente a nuestras vidas humanas imperfectas e insatisfechas aquí
abajo su vida divina. Jesús nos ha comunicado la vida que nos eleva, perfecciona y
transforma, vida que nos une eternamente a Dios.

32
VI. La fe en la divinidad de Jesucristo

“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios” (Mt 16, 16).


Siguiendo a Simón Pedro hemos adquirido conciencia de las exigencias de nuestra
vocación de cristianos, llamados individualmente a la salvación y a salvar al mundo. Tarea
admirable, pero que implica esfuerzos renovados constantemente, así como una ciega
confianza en Nuestro Señor, única capaz de curar nuestra debilidad y de independizarnos de
la opinión de los hombres.
Sin embargo, nuestra fe no es sólo un sentimiento de amorosa confianza en Dios. Este
sentimiento descansa en una certeza de la inteligencia. Creer es, ante todo, adherirse sin
reservas a la verdad enseñada por Jesucristo. El episodio de la confesión de Pedro en Cesarea
pone de manifiesto algunas de las verdades de fe en las que el cristiano encuentra una ayuda
especialmente valiosa, tanto para su santificación personal como para sus tareas apostólicas:
Fe en la divinidad de Jesucristo, fe en la divinización del cristiano, fe en la divinidad de la
Iglesia, fe en la persona del Jefe de la Iglesia. Esos cuatro artículos del dogma católico se nos
proponen ahora a nuestra consideración.
La confesión de Pedro en Cesarea señala una fecha decisiva en la historia de la
Humanidad: me refiero a la fundación divina de la Iglesia y del Papado.
Las solemnes declaraciones hechas por Nuestro Señor en estas circunstancias están
en la memoria de todos. Por su suficiente claridad para persuadir por sí mismas al lector
desprevenido, se imponen con mayor fuerza todavía cuando no las separamos de las palabras
de Simón Pedro, de las que son una respuesta. Pues bien: la “confesión” de Pedro es una
afirmación categórica de la divinidad de Jesucristo. Por eso escucharemos, ante todo, las
primeras enseñanzas de aquél que habría de ser el primer romano Pontífice. Ojalá no sólo
afiance nuestra fe, sino que la penetre con aquel amor que exaltaba la fe del gran Apóstol.
***

No es indiferente hacer notar el lugar donde este suceso ocurrió. Buscad en el mapa
de Palestina el emplazamiento de Cesarea de Filipo: la hallaréis al Norte, en los confines del
territorio judío, entre una población pagana en su mayoría.
Efectivamente, nos encontramos en la época en que la oposición se declara
abiertamente en contra de Jesús. Sus coetáneos esperaban un Mesías que restaurase el
prestigio de Israel y le sometiese todo el mundo por la fuerza de las armas. En vez de llevarles
a las maravillosas y fáciles victorias que esperaban, Jesús les invita a que se venzan a sí
mismos. Sus sermones son otros tantos llamamientos a practicar la justicia y la caridad, al
arrepentimiento, al renunciamiento... Decididamente sus palabras son duras en extremo. Por
lo demás, el Maestro no puede hablar abiertamente, tiene que recurrir al lenguaje oscuro de
las parábolas.

33
Jesús se aleja de Galilea decepcionado por la infidelidad de las ciudades donde obró
sus más numerosos milagros, para hacer desaparecer esas primeras agitaciones hostiles...
“¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida! ¡Ay de ti, Cafarnaúm!...”. Aprovechará este exilio
voluntario para completar la formación de los discípulos que no le abandonaron,
especialmente los Doce. Y toda vez que no quieren reconocer su carácter mesiánico, está
decidido a enseñar a sus fieles discípulos su verdadera personalidad.
Les pregunta, por tanto: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?”. Los
discípulos cuentan sencillamente lo que han oído: Muchos habían dado crédito al rumor que
Herodes había hecho circular. Éste, presa de los remordimientos causados por la degollación
del Precursor, imaginó que Jesús no era otro que Juan Bautista resucitado, y el rumor se
extendió: “Unos, que Juan el Bautista...”.
Pero otros rumores se propalaron también: Jesús sería Elías, Jeremías o algún otro
profeta vuelto al mundo. Notaréis que nadie le designa como el Mesías.
Cuando acabaron, el Salvador les hace directamente la pregunta: “Y vosotros, ¿quién
decís que soy?”. Como siempre, Pedro es el primero en responder: “Tú eres el Cristo”, es
decir, el Mesías. Su fe no vaciló un momento, sino que va más allá de las creencias judías. El
sermón de Cafarnaúm le abrió muchos horizontes: Jesús es el pan vivo bajado del cielo para
dar la vida al mundo. No basta ver en Él al Mesías, al Enviado de Dios. “Tú eres el Hijo de
Dios vivo”, Jesús se había dado a sí mismo el título de que gustaba en especial porque éste le
acercaba más a nosotros.
¿Quién dicen que es “el Hijo del hombre”? Pedro otorga a Jesús el título que
propiamente le pertenece: “¡Tú eres el Hijo de Dios verdadero!”.
Naturalmente, se ha tratado de disminuir el alcance de la profesión de fe de Simón
Pedro. ¿Acaso no hablaría solamente de una filiación moral en el sentido en que los ángeles y
ciertos personajes del Antiguo Testamento fueron llamados “hijos de Dios”, por ser objeto
por parte del Altísimo de algún favor o misión especial? Esta interpretación no concuerda
con la respuesta del Salvador: “Bienaventurado tú, Simón Bar Jona, porque no es la carne ni
la sangre quien eso te ha revelado –es decir, no son las luces naturales del hombre–, sino mi
Padre, que está en los cielos”.
Si la expresión “Hijo de Dios” no hubiera sido en la inteligencia de Pedro más que
una metáfora, no habría necesitado ninguna inspiración sobrenatural. Lo hubiera podido
hallar solo. Pero Jesús afirma que la declaración de Pedro, fiel como todo judío al dogma de
la unidad de Dios, solamente Dios pudo inspirársela. Por tanto. Pedro afirmó la estrecha
filiación, única, connatural que une a Jesús con Dios vivo.
Muy pronto dirá el Maestro que Él es el único que conoce al Padre y que nadie
tampoco conoce al Hijo, a no ser el Padre (Mt 11, 27). Por ser Él realmente el Hijo de Dios,
posee la potestad exclusivamente divina de perdonar los pecados. Por otra parte, sus
adversarios no le habrían perseguido hasta la muerte si sólo hubieran visto en Él a un falso
Mesías. “Por eso los judíos buscaban con más ahínco matarle..., decía a Dios su Padre,
haciéndose igual a Dios..., siendo hombre” (Ioh 5, 18; 10, 33). Caifás no tendrá necesidad de
testigos para condenarle: de labios del acusado recoge la “blasfemia” que traerá como
consecuencia la sentencia de muerte: “¿Eres Tú el Hijo del Bendito?”. “Yo soy”, respondió
Jesús.

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“¡Tú eres el Hijo de Dios vivo!”. Las palabras de Pedro tienen el mismo estricto
sentido. En el momento en que los hombres se apartan del Hijo del hombre, Pedro, futuro
Jefe de la Iglesia, el que no debe desviarse cuando se trate de decir la verdad; Pedro,
inspirado de lo alto, formuló el primer acto de fe absoluta en el verdadero Dios que “se
anonadó” para revestirse de nuestra humanidad.
***

Dejemos los campos y jardines que se extienden sobre las fértiles riberas de Cesarea y
volvamos a nuestro tiempo.
Después de diecinueve siglos los hombres siguen hablando de Jesucristo; ninguna
época como la nuestra produjo una literatura tan abundante a este propósito. Casi todos los
años aparecen estudios del texto evangélico y biografías de Cristo: a los más audaces temas
suceden apologías cada vez más científicas. La cuestión de Cesarea sigue estando a la orden
del día: ¿Qué piensan las gentes del Hijo del Hombre? Las opiniones de los hombres siempre
chocan unas con otras. La audacia de los ateos ha traspasado los límites de lo imaginable.
Pero por muy lejos que hayan ido con sus fantasías frecuentemente pueriles, éstas no podrán
menoscabar la serenidad de los fieles ni la apasionante admiración de los adoradores de
Cristo.
¿Qué dice la gente en torno a nosotros, los que no son de los nuestros? Unos afirman
que “Jesús es un sabio insuperable, el más notable prototipo de la Humanidad, pero un
hombre”. Otros, “es el mayor revolucionario, pero la Iglesia corrigió su doctrina para
conservar los privilegios de los poderosos...”, lo cual reprochan a la Iglesia, mientras que
otros la felicitan. Otros, por fin, ven en Él a un visionario cuyas quimeras jamás se
aclimatarán en nuestro planeta.
“Mas vosotros, ¿quién decís que soy?”. ¿No es verdad que repetimos el acto de fe de
Simón Pedro, con una seguridad reforzada por los mismos ataques de que es objeto? Sin
entrar en los detalles de las pruebas directas de la divinidad de Jesucristo, que, por lo demás,
debe conocer todo cristiano, me limitaré a dar un resumen aquí de lo que pudiéramos llamar
argument impromptu sacado de la observación pura y simple de la Personalidad de Cristo,
absolutamente inexplicable si no es Dios.
El que se ocupen incluso actualmente de Jesucristo ¿no debiera esto mismo hacer
reflexionar a los que sólo ven en Él a un hombre? Partiendo de sus “prejuicios”, ¿no debemos
concluir que, si alguien no debió dar que hablar de sí, al pasar por este mundo, fue el modesto
artesano de Nazaret, que jamás poseyó espada ni pluma y que no ejerció función alguna en su
patria? ¡Ese desafortunado carpintero se creyó el Mesías! En unos meses las autoridades de
aquel país le metieron en vereda. La mayor parte de sus partidarios le habían abandonado
cuando desapareció de la escena con una de esas condenaciones bastante frecuentes en la
época en que vivía.
Y el héroe de esta aventura local cuyo nombre debió quedar del todo olvidado un
siglo después, ocupó un lugar en la Historia el día que siguió a su muerte. Y muy pronto
ocupa el primer lugar en el centro de la Historia. No hubo nombre que hayan pronunciado
con tanta frecuencia más labios humanos que el suyo. No hubo nombre contra el que se
hayan cebado con más violencia los odios.

35
¡Confucio, Mahoma no son odiados! No se odia a los muertos, sólo se odia a un vivo.
En cambio, ¡no hubo un hombre que suscitase en el mundo más amor y entusiasmo! y
¡ese nombre será sencillamente el del carpintero de una aldea de Galilea en tiempos de la
dominación romana! ¡Si hay algo inexplicable, es eso!
Si sólo se quiere ver en ello una extraña paradoja de la Historia, abramos entonces el
Evangelio. Aun en la hipótesis de que Jesús sólo fuese un hombre, este libro sería
sencillamente incomprensible y su personaje sería a lo más merecedor de nuestro silencio. En
efecto, ¿qué pensar de las pretensiones de ese obrero judío que se coloca por encima de los
reyes y de los ángeles? Restaura la ley de Moisés, tiene constantemente sobre sus labios el
pronombre “yo”: “Oísteis que se os dijo, mas Yo os digo...”, “El cielo y la tierra pasarán, pero
mis palabras no pasarán”, proclamará.
¿Habéis medido sus exigencias? Quiere que todos los hombres abracen su doctrina y
le consagren totalmente sus vidas. Hay que amarle más que al padre y a la madre y estar
dispuestos a sacrificarlo todo por Él, incluso la propia vida. Tales proposiciones, si las
enuncia un hombre, sólo pueden venir de un tirano o de un insensato. ¿Imaginamos a un
santo que hablase de este modo?
Escojamos: o Jesús no es un superhombre, ya que sus palabras carecen de sensatez, ni
un santo, puesto que le falta por lo menos la humildad, o, señor de sus pensamientos, es
veraz, es bueno (y en esto los racionalistas no ofrecen duda ninguna) y que en ese caso tiene
derecho a las prerrogativas y sacrificios que sólo Dios puede exigirnos.
Jesús convierte el agua en vino con una sola palabra; manda a la tempestad; a su
palabra los sordos oyen, los paralíticos andan, los ciegos ven, los muertos resucitan. Por otra
parte, estos milagros fueron los únicos que atrajeron a las masas y reunieron discípulos en
torno a ese taumaturgo que no frecuentó nunca las escuelas. Cuando manda a las fuerzas de la
Naturaleza, éstas obedecen a su voz. Sus palabras, por consiguiente, son muy eficaces. Ahora
bien: así como dice a un muerto: “¡Levántate!”, afirma tranquilamente que perdona los
pecados; que Él y no otro dará a cada uno el premio o castigo que merezcan sus acciones
terrenas. Más todavía: asegura que resucitará a todos los hombres en el último día y que el
cielo consistirá en estar con Él y la condenación en estar separado de Él.
Una vez más, si el que así habla es un hombre, ¿por qué de una vez para siempre no se
le puso en el patíbulo? ¡Qué mezcla de orgullo y superchería en un cerebro humano! Y, sin
embargo, se admira unánimemente su incomparable santidad y la maravillosa belleza de su
moral. Nadie duda de su sinceridad. Se alaba sin restricciones su generosidad, paciencia,
caridad desinteresada, su naturaleza siempre amante.
Los que creyeron simplificar el problema de Jesús diciendo a priori que tiene que ser
únicamente un hombre, sólo tienen ante sí un personaje incoherente, claramente fuera de las
leyes humanas, el hombre menos humano que existir pueda. Han hecho de Cristo un
indescifrable enigma para librarse de las oscuridades del misterio de la Encarnación.
Sin duda, la unión de las dos naturalezas, divina y humana, se resiste al análisis, pero
es la única explicación que deja a la persona de Cristo su perfecta unidad, toda su grandeza y
belleza humanas.
***

36
Supongamos ahora el problema resuelto y limitémonos a la simple observación de los
hechos; hay que reconocer que el dogma de la Encarnación ilustra en seguida el misterio de
Jesús.
Del hombre tiene todas las flaquezas naturales: siente hambre en el desierto, sed junto
al pozo de Jacob, se fatiga, se conmueve, se turba, se entristece, llora. Experimenta todas
nuestras debilidades, y, sin embargo, es imposible descubrir en Él ninguna de las debilidades
que llevan la impronta del pecado o que a él conducen o que de él se derivan: ni la ignorancia,
ni las dificultades de la virtud, ni la inclinación al mal.
Nosotros “padecemos” nuestras enfermedades; Él, en cambio, tomó nuestras
debilidades (MONSABRÉ, Cuaresma 1879, Les infirmités de Jésus Christ; MONSEÑOR
BESSON, L’Homme-Dieu, 6.ª Conferencia). Conoció la pobreza y el hambre porque quiso.
Mas cuando quiere le bastan cinco panes de cebada para alimentar a una muchedumbre, y en
la boca de un pez halla con qué pagar el tributo.
Llora ante la tumba de Lázaro; he ahí al hombre. Después invoca al Padre, que
siempre le escucha, y, sin dejar de llorar, resucita al muerto de cuatro días: he ahí a Dios.
Como Dios, resplandece de gloria en el Tabor, donde convocó a Moisés y Elías;
como hombre, se postra en Getsemaní y las gotas de sangre bañan su frente.
“El Padre es mayor que yo”, dice, pues es hombre; pero también afirma: “Yo y el
Padre somos una sola cosa”, porque es Dios (Ioh 14, 28; 10, 30).
¿No nos conmueve durante la Pasión y se asemeja a todos los ajusticiados? y con
todo, con una sola palabra derriba en tierra a los que vinieron a prenderle y restituye la oreja
del herido. Estando a punto de morir el Hijo del Hombre lanzó un grito de desesperación de
todos los vencidos, pero al momento el Hijo de Dios expira en la mayor paz: “Padre, en tus
manos encomiendo mi espíritu”. Clavado en la cruz, no puede bajar; mas cuando da el último
suspiro el cielo se oscurece, tiembla la tierra, se hienden las rocas.
Así, de Belén al Calvario, la vida de Jesús está llena de continuos contrastes.
Desconcertantes e ininteligibles, si Jesús es un puro hombre, se armonizan maravillosamente
desde el momento que se reconoce su divinidad. Entonces advertimos que de las flaquezas
que le asemejan a nosotros, por ser realmente hombre, toma aquellas que quiere y cuando
quiere; prescinde de ellas según le place, porque es Dios realmente.
Jesús es tan verdaderamente hombre como es ciertamente Dios. Jesús no es un
hombre que se haya hecho pasar por Dios o se haya creído Dios. (¡Qué pobre hombre
resultaría si le atribuyésemos esos cálculos o ilusiones!) Es Dios el que se revela como
hombre. No es un hombre que se sobrestima, sino Dios el que se hace hombre.
Dejemos a los elaboradores de sistemas en esa perplejidad a que los reducen sus
prejuicios. Las cosas no han cambiado desde que Jesús vivía en la tierra. No hay término
medio: si no se le adora, hay que tener la triste valentía de vilipendiarle. Algunos modernos
han creído que podían escapar al dilema negando su existencia. Después de todo, por grosera
e inconciliable con los datos históricos que sea la estratagema, se opone menos al sentido
común que la artimaña y falsedades a que someten el texto del Evangelio para negar la
divinidad de Cristo. Hay que aceptar a Cristo entero o negarle totalmente.

37
¡Dichosos nosotros, cristianos, que conociéndole tal cual es y comprendiéndole por
completo podemos, como San Pedro, adorar en Él al Hijo de Dios vivo!

38
VII. Divinización del cristiano por la Iglesia

“Y yo te digo a ti que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia” (Mt 16,
18).
Simón confesó la filiación divina de Jesús.
Evidentemente, no sabrá elucidar todos los misterios que implica la unión de la
naturaleza divina y humana en la persona de Cristo, pero por lo menos está seguro de que en
Jesús Dios se unió con nuestra humanidad: “Tú eres el Hijo de Dios vivo”.
La respuesta de Nuestro Señor no es ni menos misteriosa ni menos sublime, si nos
tomamos la molestia de penetrar su profundo sentido: “Y yo (que ya te puse por nombre
Pedro, Roca) te digo a ti que tú eres la roca sobre la cual edificaré yo mi Iglesia”.
El nexo que existe entre las palabras del Maestro y las del Apóstol no aparece tal vez
a primera vista. Pedro nos introdujo en las inaccesibles regiones donde se expande el ser
infinito de Dios vivo. La metáfora de Jesús parece que nos devuelve otra vez a la tierra donde
el divino Constructor se propone levantar un edificio cuyo fundamento será Pedro.
Pues bien: ambas confesiones, la de Pedro y la de Jesús, se continúan en el mismo
plano. La promesa de Jesús responde al acto de fe del discípulo.
Pedro dio gloria al Hijo de Dios que vino a habitar entre los hombres y Jesús promete
a los hombres la gloria de llegar a ser hijos de Dios, pues éste será el privilegio de los que
formen parte de su Iglesia.
Por esto, antes de examinar el primado de Pedro en la obra de Cristo –y además para
comprenderlo mejor– trataremos de determinar la noción exacta de esta institución que Jesús
llamó, no sin una intención determinada: “Mi Iglesia”.
***

Los santos tienen iluminaciones que les hacen al momento estar en posesión de
verdades que los demás alcanzan después de laboriosas investigaciones. Así, la pequeña
Juana de Arco, expuesta a las capciosas preguntas de los teólogos, ávidos de sorprenderla en
flagrante delito de herejía, desenmascaraba sus maniobras con esta ingenua declaración:
“¡Tengo para mí que Dios y la Iglesia son una sola cosa!”. En su fe sencilla sabía más que los
escolásticos que pretendían juzgarla. Ella decía rigurosamente la verdad: “Dios y la Iglesia
son una sola cosa”.
Semejante fórmula llena de asombro a algunos. Si la Iglesia puede reivindicar un
origen y constitución divinos –dicen–, ¿no hay que convenir que su vida, actividad e historia
llevan una impronta humana innegable? Sin embargo, no debemos achacar a Dios los errores
y faltas de los fieles y de los jefes de la Iglesia ni, por ejemplo –ya que hemos hecho alusión

39
a él–, el indigno proceso de Juana de Arco... Es cierto que Dios “asiste” a su Iglesia: sin esa
divina asistencia ya no existiría desde hace mucho.
Pero ¿no es excesivo “identificar” a Dios con la Iglesia?
“¡Tengo para mí que Dios y la Iglesia son una sola cosa!...”.
No obstante, la Iglesia continúa, efectivamente, la Encarnación. Jesús tuvo cuidado
en resaltar esta conexión. “Como mi Padre me envió os envío Yo a vosotros”, dice. El mismo
gesto de Dios, que hizo bajar a su Hijo a un rinconcito de nuestra tierra, se prolonga y se
extiende hasta el fin de los tiempos.
Cuando Jesús hollaba los caminos de Palestina, llevaba a la Iglesia entera dentro de
sí; desde la Ascensión, la Iglesia lleva a Cristo entero consigo. La Iglesia es “Jesús que se
prolonga libre y magníficamente en el tiempo, lugar y número” (MONSEÑOR GAY, Vie et
vertus chrétiennes, cap. XVII). La Iglesia es “la Encarnación permanente del Hijo de Dios”
(MOEHLER, Symbolique, lib. I, cap. V, § 36).
Las gentes extrañas sólo pueden conocer a la Iglesia por fuera. Ven en ella una
escuela donde Pedro enseña a miles de discípulos la única doctrina de Cristo o también una
especie de ejército cuyos soldados sólo tendrían que obedecer a sus jefes, únicos
responsables de las operaciones; o incluso una administración –con demasiada frecuencia se
la considera bajo este aspecto–, llevada por funcionarios que Cristo ha delegado para salvar a
los hombres en condiciones determinadas cuidadosamente.
Por desgracia, también algunos católicos se detienen en esas miras exteriores e
incompletas de la Iglesia. Se les oye decir: “La Iglesia enseña, ordena, prohíbe...”. Cuando
hablan de la Iglesia sólo tienen ante la vista la Iglesia docente o la Iglesia Jerárquica. Pero ¡si
vosotros, católicos, también sois la Iglesia! ¡Vosotros sois “Su Iglesia”! La Iglesia no es
solamente el Papa y los obispos: Ella se compone realmente de todos los bautizados en
quienes continúa y vive Jesucristo y de los que ha hecho hijos de Dios.
***

Etimológicamente, Iglesia (εχχλησια) significa la reunión de los llamados, “la


asamblea de los convocados”. Nuestro Señor nos llama hacia Sí: “Ven y sígueme”. Nos
convoca para comunicarnos la Vida eterna, es decir, Su Vida divina, pues la Vida eterna no
es la que vendrá después, no es nuestra insignificante vida humana prolongada en el otro
mundo. La Vida eterna es la misma Vida de Dios que recibimos por Jesucristo y que ya desde
ahora poseemos.
Nos llama a sí y nos entrega, ante todo, “su doctrina”, para que “su pensamiento” se
haga nuestro. “El que escucha mi palabra..., el que cree tiene la vida eterna” (Ioh 5, 24; 6, 47).
El verbo no está en futuro: el discípulo, el fiel posee la Vida eterna.
Nos llama y nos impone “sus mandamientos”, con el fin de que “nuestra voluntad” se
conforme con la suya. “Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos... Si alguno me
ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada”
(Mt 19, 17; Ioh 14, 23). ¿No es esto acaso ya una especie de encarnación? Moraremos en él...
Su Iglesia congrega a aquellos que Jesús llama en su seguimiento, imitación y amor y con
quien establece una intimidad que sólo la palabra “comunión” (χοιυωυια) define

40
exactamente, una unión tal que “todo es común entre Él y nosotros”. “Pues fiel es Dios, por
quien habéis sido llamados a participar con Jesucristo su Hijo y Señor Nuestro” (1 Cor 1, 9).
Formar parte de la Iglesia no es sino formar una sola cosa con Él.
En el bautismo nacemos a la vida divina, es decir, a la vida que el Padre dio al mundo
por su Hijo y que nos es comunicada a cada uno de nosotros por el Espíritu Santo. Habría que
ponerse de rodillas para pronunciar esta sencilla fórmula: ¡En el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Santo! Ella proclama nuestra divinización. Desde aquel día existe entre Cristo
y el bautizado una unión tan real, tan fecunda como la que une a las ramas con el tronco del
árbol, pues Jesús es la Vid y nosotros los sarmientos.
Los sarmientos sólo tienen una semejanza más o menos lejana con la cepa; son
“producto” de la vid. Los sarmientos no están unidos a la cepa como las guirnaldas que se
suspenden de los árboles el día de la procesión al pasar el Santísimo Sacramento: los
sarmientos “participan de la vida de la vid”.
Así la vida de Jesús, savia divina, se transfunde en el alma de todos aquellos que
componen su Iglesia; ella crea entre Él y todos nosotros “una unidad de vida” por una
“comunidad de acción”. “Yo soy la Vid, vosotros los sarmientos”.
San Pablo presenta, por último, a la Iglesia como un organismo, que denomina “el
Cuerpo de Cristo”. La Iglesia es el Cuerpo nuevo y eterno de Jesucristo.
Christus caput Ecclesiae (Eph 5, 23). Jesús es el jefe, la cabeza de ese cuerpo cuyos
miembros somos todos nosotros y cuya alma es el Espíritu Santo. Así como el cerebro
influye en todo el cuerpo coordinando las diferentes funciones que realizan los órganos, así
también todos los miembros del Cuerpo Místico dependen estrecha y directamente de Jesús,
que es la Cabeza, y por Jesús son solidarios unos de otros. “Nosotros somos el cuerpo de
Cristo, y cada uno en parte uno de sus miembros” (1 Cor 12, 27). La vida divina de Jesús
circula por todos los miembros del cuerpo místico. No hay cuerpo sin cabeza, mas la cabeza
sola no forma el cuerpo, aunque los miembros de la Iglesia son el complemento necesario de
Cristo.
Las exhortaciones morales de San Pablo se refieren ordinariamente a esta doctrina del
cuerpo místico: por eso insiste en ello con tanta frecuencia.
¿Quién no recuerda esas fórmulas tan familiares al Apóstol?
“¡Cristo todo en todos!”. “¡Mi vivir es Cristo!”. Que no se hable más de judío o
griego, de esclavo o de hombre libre: “Vosotros sois un solo hombre en Jesucristo... De
Cristo y de vosotros Dios ha hecho un solo hombre nuevo”.
La Iglesia continúa, pues, la Encarnación. Indudablemente, la unión de Dios con el
Hombre en Jesucristo era personal y ese misterio no se reproduce, evidentemente, en cada
uno de nosotros. Lo que subsiste de la Encarnación es la unión moral y, sin embargo, real del
Hijo de Dios con todos los miembros de su Iglesia, individual, pero solidariamente. Jesús no
se une conmigo aisladamente; yo estoy unirlo con Él porque formo parte de “su Iglesia”,
porque yo soy un miembro del cuerpo cuya cabeza es Él y permanezco adherido a los demás
miembros del cuerpo. El Hijo de Dios ha asumido una nueva humanidad colectiva, que es “su
Iglesia”.
San Pablo no fue el inventor de esta doctrina.

41
Jesús pronunció palabras todavía más fuertes en la Oración con que canceló su misión
visible entre nosotros. Entonces pide por su Iglesia, por todos aquellos que el Padre le confió
y por todos los que creerían en Él por la palabra de los Apóstoles, por nosotros, en resumidas
cuentas.
“Para que todos sean uno, como Tú, Padre, estás en Mí y Yo en Ti...”.
No teme repetir lo mismo: “Que sean uno como nosotros somos uno. Yo en ellos y Tú
en Mí” (Ioh 17, 21.22.23).
He ahí a su Iglesia.
El Hijo de Dios prolonga su obra sobre la tierra por los miembros de su Iglesia; sigue
rogando, extendiendo el reino del Padre, destruyendo el reino del pecado. Continúa
predicando, amando, sufriendo.
Cuando, por ejemplo, Saulo, enemigo declarado de los cristianos, es derribado en el
camino de Damasco, Nuestro Señor le dice: “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. Pablo no
quiere mal a Jesús, a quien nunca conoció; quiere mal a esos judíos que están formando un
pequeño cisma en Israel, entre los elementos más piadosos del pueblo. Y con todo, perseguir
a la Iglesia es perseguir a Jesús. Jesús y la Iglesia sólo forman una cosa. “Yo en ellos”.
La Iglesia es una hermandad divina y humana; Jesús es un hermano para cada uno de
nosotros y por Él somos hermanos unos de otros. Esos vínculos de fraternidad no se oponen a
la jerarquía prescrita por el Salvador. San Pablo explica que los miembros de un cuerpo no
todos gozan de la misma importancia; mas eso no es para disminuir la importancia de los
miembros más débiles: esos son, por el contrario, los más necesarios (1 Cor 12, 22). Así
también en la Iglesia: “los pequeños, los oscuros, los que no tienen cargos”, tanto como los
jefes visibles, a los que ellos obedecen, están unidos directamente a Cristo, con el que forman
todos un solo cuerpo.
***

Saboreemos plenamente toda la dicha que han de experimentar los católicos al


saberse tan íntimamente unidos a Jesucristo.
San Pablo, una vez lanzado, no puede moderarse. Iam non estis hospites et advenae.
Ya no somos peregrinos en este mundo que andemos sin meta; no somos con relación a Dios
extranjeros desorientados en un mundo sobrenatural. Sed estis cives sanctorum. Somos los
conciudadanos de los santos: los elegidos del cielo han llegado ya allí donde nosotros nos
encaminamos. Domestici Dei: formamos parte de la familia de Dios, de la casa de Dios,
somos sus hijos (Eph 2, 19).
No olvidemos que estamos unidos al Salvador por la Iglesia. Nuestra intimidad con
Él tiene como condición y corolario una estrecha comunión de todos los cristianos entre sí.
La Iglesia, que diviniza al individuo, elimina todo individualismo. El deber de todos es servir
conjuntamente a Jesucristo y servir a Jesucristo en cada uno de sus miembros. El mayor en el
reino de Jesús tiene que hacerse servidor de sus hermanos: Por eso, los sucesores de San
Pedro se llamarán “siervos de los siervos de Dios”.

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Jesús vive en cada uno de nosotros, pero no viene a nosotros si no somos miembros
de su cuerpo místico. La Iglesia es la que nos une a Él; la Iglesia, la que nos da a Jesucristo.
La Iglesia, es decir, naturalmente, el sacerdote que nos bautiza y nos distribuye los auxilios
de los sacramentos, la doctrina de los doctores que nos mantienen a cubierto de todo error, la
bienhechora autoridad de los jefes que guían y defienden nuestra libertad, pero también los
méritos de todos los mártires, los ejemplos de todos los santos, la oración de todos los justos,
los sacrificios de todos los atribulados, la comunión con todos nuestros hermanos conocidos
o desconocidos: aquellos por quienes habremos sido buenos, aquellos que por su bondad o
severidad nos hayan proporcionado innumerables ocasiones de avanzar cada día un poco
hacia la santidad.
Dejémonos conducir a Cristo por esa gran corriente de vida divina que circula por la
Iglesia.
Mas nuestra misión no tiene que limitarse a recibir sin dar nunca nada. Sostenidos por
unos, tenemos que arrastrar a los otros. No podemos consentir en ser en el Cuerpo Místico un
miembro paralizado e inerte a quien todo el cuerpo alimenta y ayuda mientras que él no
colabora con la vida y acción comunes. Vigilemos cuidadosamente para no ser tampoco el
miembro enfermo que está expuesto a contagiar a los que le rodean. El esfuerzo que hagamos
para apartarnos del pecado mejorará a todo el cuerpo místico. Nuestra correspondencia
individual al influjo de Jesús contribuirá a santificar a toda la Iglesia.
Los miembros más débiles son los más necesarios. No perdamos de vista la
importancia considerable de los fieles más humildes en la Iglesia de Jesucristo. En un ejército
el valor de los jefes sería inútil sin la buena voluntad, la disciplina y el arrojo de los soldados.
Y en muchos casos la iniciativa del soldado es decisiva para la victoria del jefe.
Pues bien, ese caso se da frecuentemente en la Iglesia. Las “obras” de que se
vanagloria con justicia el Catolicismo fueron, sin duda, aprobadas por los jefes de la Iglesia,
pero ordinariamente se deben a la virtud, generosidad, sacrificios de sus más modestos hijos,
que por lo mismo fueron sus más ilustres santos: Francisco de Asís, Vicente de Paúl, Juana
Jugan, la primera Hermanita de los Pobres, Ozanam, Juan Bosco. Todas las iniciativas de la
Iglesia más o menos nacieron de abajo. Después fueron controladas, modificadas, dirigidas,
animadas, por la autoridad, pero, ante todo, fueron concebidas y realizadas por los
“miembros que parecen más débiles”. Asimismo sólo la Iglesia Romana es la que debe
regular el “culto” cristiano, y, no obstante, dos humildes cristianas, Juliana de
Mont-Cornillon y Margarita María, fueron las que consiguieron las fiestas del Santísimo
Sacramento y la del Sagrado Corazón, respectivamente.
Aunque más raramente, pero también a veces podemos observar un fenómeno
semejante hasta en las cuestiones dogmáticas. En el Medievo, por ejemplo, los doctores de la
Iglesia dudaban en pronunciarse todavía sobre la Inmaculada Concepción de la Virgen
cuando la devoción popular se había adelantado ya a las conclusiones afirmativas de los
teólogos.
No hay, pues, que subestimar el lugar que nosotros, los fieles, ocupamos en esta
Iglesia, cuyo jefe es Pedro y cuyos miembros somos nosotros: Pedro, que no podría hacer
nada sin nosotros, lo mismo que nosotros nada podríamos hacer sin Pedro. Tengamos
empeño en ser miembros activos en la Iglesia, dóciles a la fe, sin duda, pero viviendo
plenamente nuestra fe para aumentar la de los demás; obedientes, por supuesto, a las

43
directrices de la Jerarquía, pero hábiles en comprender su espíritu y audaces en ponerlas en
práctica; fieles en santificarnos, indudablemente, pero no menos afanosos por difundir por el
mundo la santidad de Jesucristo.
Nunca cesaremos de dar gracias al Salvador por haber tomado el pan de la Cena
Pascual y convertirle en alimento de nuestras almas, diciendo: “Éste es mi cuerpo”. Al fundar
su Iglesia no fue menor el prodigio, formando de hombres ineptos y pecadores, como somos,
el Cuerpo Místico mediante el cual Él continúa en medio de nosotros todos los días hasta el
fin del mundo. ¿Qué somos nosotros, católicos? Vos autem corpus Christi. Somos el Cuerpo
de Jesucristo.

44
VIII. La divina perennidad de la Iglesia

“Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia, y las puertas del infierno
no prevalecerán contra ella” (Mt 16, 18).
Esta solemne promesa de Nuestro Señor es grave y tranquilizadora al mismo tiempo.
Ella compromete al que la pronunció, si bien constituye una prueba de la divinidad de
Jesucristo y la certeza de la divinidad de la Iglesia a la vez.
Para nosotros ambas verdades se identifican, toda vez que la Iglesia es el cuerpo de
Cristo, Pero ¿qué hombre se atrevería jamás a asegurar que su obra durará siempre?
Una institución capaz de durar siempre escapa a las leyes humanas. La Iglesia, como
su fundador, es divina al mismo tiempo que humana. Por lo que tiene de humana, participa de
las imperfecciones de todas las obras de los hombres: mas si al mismo tiempo desafía a las
leyes comunes a todas las sociedades humanas, hay que reconocer en ella una obra divina.
Sin embargo, la predicación de Jesús contiene un elemento cuya realización pone más
de relieve todavía la divinidad de la Iglesia. El reino de Dios que el Salvador establece sobre
la tierra “subsistirá” cuando todas las sociedades humanas están destinadas a desaparecer –y
esto es prodigioso–, pero, además, este prodigio se llevará a cabo “a pesar de los asaltos
incesantes de los poderes infernales”. Pascal ya había notado cuidadosamente este carácter
milagroso de la perennidad de la Iglesia: “Lo que es admirable, incomparable y totalmente
divino es que esta religión que ha durado siempre ha sido siempre combatida. Mil veces ha
estado a punto de ser totalmente destruida y cuantas veces estuvo en esa situación Dios la ha
levantado por las manifestaciones extraordinarias de su poder”.
Sucede a veces que los católicos se dejan impresionar por lo que nuestra Iglesia puede
mostrar de demasiado humano en el pasado o en el presente: otros temer por el porvenir que
le reserva un mundo en su mayoría pagano o paganizado de nuevo. ¡Qué útil es entonces
recordar la promesa de Jesús, cuyo fiel cumplimiento atestigua la historia!
¿Nos cogerán de sorpresa la persecución declarada o la lucha sorda? Nosotros
sabemos que la Iglesia no tiene que defenderse únicamente contra la malicia de los hombres
para proseguir su obra conquistadora. Jesús no nos lo ocultó: El Pecado se alzará siempre
contra el Evangelio: los Poderes del Mal se cebarán sin descanso contra el reino de Dios.
¿Por qué vamos a esperar un tranquilo descanso que sin duda sería funesto para la virtud de
los cristianos? Nuestro Señor nos ha predicho el odio del infierno, sus violencias y astucias,
maniobras adormecedoras y sus criminales traiciones. Mas la hostilidad infernal por mucho
que se desarme, la Iglesia de Cristo, llamada tan justamente militante, no será vencida jamás.
“Las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.
***

45
Sin abordar aquí –para ello serían necesarias varias charlas– las condiciones
inexplicables naturalmente de lo que se ha llamado el hecho cristiano, es decir, la misma
existencia de la Iglesia, limitémonos a considerar la respuesta que han dado a la audaz
profecía de Cristo los diecinueve siglos de Catolicismo.
¡Qué fácil era para los poderes del infierno destruir una sociedad cuyos miembros
están sujetos a los límites y las debilidades de la naturaleza humana! Ya conocemos los
medios y él los puso en práctica.
Primero “el Dinero”. Nada puede emprenderse sin este resorte indispensable. Y, no
obstante, fueron unos pobres hombres los que impusieron el cristianismo al Imperio
Romano. Por otra parte, sólo los Apóstoles despegados de las riquezas son los que convierten
a los hombres al Evangelio en cada generación. Mientras por todas partes los ricos se sirven
de su influencia para lograr una clientela, en la Iglesia son los pobres los que seducen a los
ricos y éstos dejan sus bienes para ofrecer a Dios templos, a los enfermos hospitales, a los
pobres trabajo y subsidios. El infierno no entiende nada; ¡es el mundo al revés!
Pero el infierno es hábil. Puesto que los miembros de la Iglesia son hombres,
procurará pervertirlos por el amor al dinero. La Iglesia recibe dotaciones, propiedades,
fortunas. Sus jefes hacen figura de príncipes y disfrutan de los privilegios de la propiedad.
¡Ya los tiene el infierno! Pero no, porque Jesús vela por su Iglesia: en el momento oportuno
sabe burlar divinamente las leyes humanas. Cuando las riquezas de los monjes y prelados no
se emplean para el bien común, excitan la envidia de grandes y pequeños. La Iglesia,
despojada periódicamente, vuelve por la injusticia de sus expoliadores a la sencillez de su
origen y el infierno nada puede ya contra una Iglesia, que sólo sirve para dar.
El enemigo utilizará otras armas. Después de la codicia se servirá del “Orgullo”. Ha
hecho buen uso de él. El orgullo descompone la fe, el orgullo socava la obediencia: con esto
¡la Iglesia quedará destruida!
Pues bien, si exceptuamos a San Pablo, los primeros predicadores del Evangelio no
poseen diplomas ni títulos científicos: ¿Cómo podrán esos hombres ignorantes convencer a
los espíritus cultivados y refinados por la filosofía griega? Precisamente gracias a esa misma
ignorancia, porque no sentirán la tentación de añadir nada a la doctrina revelada. Predicarán
total y únicamente “cuanto han visto y oído”. Su debilidad se convirtió en su fuerza.
¡Qué humana es esta Iglesia que para dirigirse a los hombres tiene que adoptar su
lenguaje! Tan humana que su lengua oficial es, desde hace mucho, una lengua muerta. Su
debilidad constituye su fuerza: también aquí el inconveniente se ha convertido en ventaja,
pues su lengua, siempre fija, ayuda a la inmutabilidad del dogma.
Al igual que con su intransigencia dogmática, la Iglesia manifiesta idéntica
intolerancia con todo lo que perjudique a sus leyes morales. Antes de infringir el precepto de
indisolubilidad conyugal en provecho de Enrique VIII, consiente en que todo el reino de
Inglaterra pase a la herejía. Hay que citar siempre a Pascal: “Los Estados perecerían si las
leyes no se plegasen a la necesidad. Pero la religión no toleró eso ni se sirvió de ello... Son
necesarias esas adaptaciones o milagros. No es extraño que se conserve uno plegándose...,
pero que esta religión se haya mantenido siempre inflexible es divino”.
La Iglesia, insegura humanamente del fututo, no ha intentado nunca asegurarse la
popularidad entre las masas aminorando la doctrina de Jesucristo. Antes preferiría perecer

46
que conformarse con el más leve error. Pues bien: ha sobrevivido sin sacrificar nada de su
Credo. Empleará un siglo en triunfar del arrianismo, pero triunfará. Poco faltó para que el
pelagianismo engañase al papa Zósimo; pero a su vez el pelagianismo fue vencido. La Iglesia
elimina las herejías del Medievo una tras otra; resiste a las influencias, por otra parte
terribles, del Renacimiento pagano Y del protestantismo disolvente. Conserva intacto su
patrimonio doctrinal, a pesar de los ataques o de los progresos del racionalismo del siglo
XIX. ¿Cómo una sociedad puramente humana no habría aceptado componendas con las ideas
de actualidad? Dado que el pensamiento humano está en constante evolución, ¿cómo ha
podido mantener la Iglesia la integridad del dogma, y todo ello sin ser extraña al genio ni a la
filosofía griega ni medieval, al contrario, siendo capaz de hacer inteligible su doctrina a las
inteligencias de todos los tiempos como en nuestra época, sin que modifique nunca sus
enseñanzas?
No nos engañemos, las herejías no nacieron fuera de la Iglesia, sino en su seno.
Fueron sus hijos los que, víctimas más o menos conscientes de orgullo, rechazaron la
doctrina primitiva. Fueron sus hijos más encumbrados quienes, víctimas de la ambición,
determinaron los cismas. La Iglesia los vio marchar con pena. Perdió, sucesivamente,
naciones enteras, pero lo que pierde en número lo gana al punto en calidad. Sus hijos menos
numerosos son más fervorosos y su fervor aumenta el número paulatinamente. Mientras el
tiempo altera su doctrina o debilita la disciplina, disminuyen con los siglos los riesgos de
disidencias. ¿Quién se aventuraría hoy día a intentar un nuevo cisma? Nunca como en
nuestro tiempo fue respetada tan universalmente y más filialmente obedecida la autoridad del
Papa. Es verdad que los poderes del infierno causaron a la Iglesia pérdidas inmensas; mas no
prevalecieron contra ella.
Quedaba al infierno el procurar destruir “la santidad” de la Iglesia, rebajando su
moralidad. ¡No es difícil hacer pecar a hombres! Efectivamente, la Iglesia atravesó períodos
de una lamentable mediocridad moral. Con todo, incluso en esas épocas, afortunadamente
raras, en que sus más altos dignatarios se mostraron indignos de su carácter sagrado, había en
la Iglesia muchos santos y fueron ellos los que la salvaron. Ya se trate del siglo X, XV ó XVI,
la Iglesia siempre se reformó por sí misma y el observador imparcial debe reconocer que
desde hace unos cuatrocientos años se está generalizando la santidad católica y que la Iglesia
no sólo crece en extensión sino en perfección.
***

Los poderes del infierno, desesperando de lograr corromper las almas cristianas,
recurren al último recurso: “la persecución exterior”. Nuestro Señor no lo ocultó a sus
Apóstoles: “Os perseguirán, entregándoos a las sinagogas; os azotarán y os matarán. Y seréis
aborrecidos de todos los pueblos a causa de mi nombre. Pero confiad: ¡Yo he vencido al
mundo!”.
Esta predicción también tuvo su cumplimiento. Inmediatamente después de que nació
la Iglesia en Jerusalén fue perseguida por los judíos. Durante dos siglos y medio el poder
imperial de Roma despliega contra ella todos los medios coercitivos posibles: la
confiscación, el exilio, trabajos forzados, la pena capital precedida de suplicios, de los cuales
Gaston Boissier ha podido decir que “después de maravillarse de que haya habido jueces que
hayan pronunciado contra los cristianos penas tan terribles, no queda uno menos maravillado

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de que las víctimas hayan podido soportarlas” (La fin du paganisme, t. I, pág. 370). Pero lejos
de suprimir los adeptos de la Iglesia la criminal persecución aceleraba el ritmo de aquellos.
“Nos multiplicamos –escribía Tertuliano– a medida que vosotros nos segáis: la sangre de los
cristianos es una semilla” (Apologétique, 50).
Pues bien: la persecución se recrudece permanentemente contra la Iglesia ya en un
país, ya en otro. Las crueldades de los paganos de antaño han sido superadas en la actualidad
por los verdugos comunistas. Y, no obstante, la “violencia” no ha dado cuenta de la Iglesia.
Pero los poderes del infierno saben cambiar de táctica. Uno de sus representantes lo
proclamaba estos últimos tiempos en la tribuna del Parlamento: “¡La francmasonería es
eterna!”. Lo cual quiere decir: Las Fuerzas del Mal no capitularán jamás. Ya antes de él lo
había afirmado Nuestro Señor. Los poderes enemigos forjan contra la Iglesia leyes que unas
frenarán su acción y otras la harán fracasar radicalmente. Con mayor maldad aún tratarán de
apartar de la influencia cristiana a las almas y corazones de las masas populares por una
intromisión sistemática en la escuela y la prensa. Nada los detendrá en su campaña de
descristianización, ni el desarrollo de la inmoralidad ni la incitación a las bajas pasiones de la
envidia y del odio, cualesquiera que sean las consecuencias de sus campañas. La destrucción
de las familias, las agitaciones sociales; hasta la guerra, no los espantan, con tal de conseguir
a ese precio la ruina de la Iglesia. Para colmo de hipocresía, las sectas anticristianas cubrirán
sus maniobras bajo las apariencias filosóficas o seudocientíficas.
En esta lucha a ultranza cuyo teatro son las almas, la Iglesia combate valerosamente
sin contar los sacrificios con el fin de defender a sus hijos contra la mentira y el error.
Humanamente combate con armas desiguales, pues el dinero, los favores y las amenazas no
están de su parte. Humanamente tendría que ser vencida. Hace siglos que los corifeos del
anticristianismo firmaron su sentencia de muerte.
Ya en tiempos de San Agustín los enemigos de la Iglesia afirmaban: “La Iglesia va a
morir, los cristianos ya han terminado”. A lo cual replicaba el Obispo de Hipona: “Sin
embargo, yo los veo morir cada día y la Iglesia permanece siempre en pie, anunciando el
poder de Dios a las sucesivas generaciones”. “De aquí a veinte años –decía Voltaire– ya
habrá fenecido la Iglesia Católica...”. Y veinte años después moría Voltaire y la Iglesia
Católica seguía viviendo. “La Iglesia –escribía Julio Janin– estaba muy enferma antes del
año 1830, pero la Revolución de Julio la diezmó completamente”. Renan creyó que la
sepultaba entre flores. Orpheus había de asestarle el tiro de gracia... Así, desde Celso hasta el
siglo XIX, no hubo una generación en que los enterradores no se hayan aprestado a sepultar a
la Iglesia, y la Iglesia vive siempre. Montalembert lo afirmaba magníficamente en el
Parlamento de París, en 1845: “La Iglesia Católica tiene la victoria y la venganza aseguradas
desde hace dieciocho siglos contra todos aquellos que la calumnian, la encadenan o la
traicionan: su venganza es pedir por ellos y su victoria es sobrevivirles”.
Jesús no nos engañó: las puertas del infierno no prevalecerán contra su Iglesia.
Perpetuamente atacada, contrariada, perjudicada, prosigue, sin embargo, serena y confiada la
misión que le asignó su divino Fundador. Su existencia consiste, según la feliz expresión del
Padre Faber, “en una victoriosa derrota” (Bethléem, t. I, pág. 105). Si nuestra Iglesia es
humana, tan débil y siempre en espera de algún fracaso o saliendo de él, ¿no es acaso divina
esta Iglesia que sale regularmente victoriosa de todas sus derrotas?

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“Es un placer –observaba Pascal– estar en un buque azotado por la tempestad cuando
estamos seguros de que no naufragará. Las persecuciones que perturban a la Iglesia son de
esta índole”.
No dudamos nunca de nuestra Iglesia. Su historia es el milagro permanente, en el que
podemos apoyar nuestra fe. Pero si creemos que el Hijo de Dios vive en su Iglesia, si estamos
persuadidos de que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo, de que la Iglesia es Jesús y nosotros, no
nos durmamos confiando en nuestra propia seguridad. Jesucristo nos pide el apoyo de
nuestro esfuerzo personal, para contribuir al triunfo de su Iglesia sobre los Poderes del Mal.
A nosotros toca disminuir las debilidades que le vienen de nuestros defectos humanos,
suprimir las tareas que encubren el esplendor de su divinidad a los ojos del mundo. Para ello
seamos cada vez los mejores hijos de nuestra Madre Iglesia. Nuestros piadosos antepasados
del Medievo no la llamaban tan secamente como nosotros “la Iglesia”, ellos la llamaban más
bellamente “la Santa Iglesia”. A nuestra Santa Iglesia debemos los deseos y comienzos de
santidad que a pesar de todo podemos reconocer en cada uno de nosotros. Que cada uno de
nosotros se apreste, por tanto, con una docilidad más generosa a hacer a nuestra querida
Iglesia siempre más santa.

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IX. El jefe humano de la Iglesia divina

“Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en
los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mt 16, 19).
Dios quiere elevar hasta Él a la humanidad. Su propio Hijo, al introducirse en la raza
humana, ha unido en una sola persona la divinidad infinita con nuestra naturaleza humana. El
Hijo de Dios se ha hecho hombre para hacer de nosotros, hijos de los hombres, hijos de Dios.
La Encarnación tendrá un mañana eterno: la Iglesia, por la cual entramos en la familia divina.
La Iglesia hace de todos los fieles los miembros de un cuerpo cuya cabeza es
Jesucristo. El Espíritu Santo nos infunde la vida divina y une a cada una de nuestras almas
con Jesucristo de un modo particular. El sacerdote que bautiza no es más que el instrumento
de la acción divina.
San Pablo habla a propósito del matrimonio del amor de Jesucristo por su Iglesia:
“Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola mediante el
lavado del agua con la palabra, a fin de presentársela a Sí gloriosa, sin mancha o arruga o cosa
semejante, sino santa e intachable” (Eph 5, 25-27). Para esta obra de santificación Cristo
instituyó en la Iglesia el Sacerdocio, trasmisor de su propia vida divina.
Pero al sacerdocio le es necesaria una autoridad reguladora; se necesita en la Iglesia
un poder visible que coordine y dirija la actividad de los Apóstoles, que mantenga en toda su
pureza toda la doctrina del Maestro, que asegure la unidad entre todos sus miembros.
Jesús no ha querido que esta autoridad sea múltiple: descansará en un solo hombre, en
Pedro. Jesús sigue siendo el Señor único del reino de Dios que ha establecido en la tierra,
pero Pedro será el único Intendente, el Mayordomo a quien el Señor entrega todas las llaves.
Las medidas que tome en la tierra serán ratificadas en el cielo, ya que su autoridad es la
misma autoridad de Cristo. Jesús confiere a Pedro algo más que un primado de honor sobre
los demás Apóstoles: le inviste de una autoridad efectiva sobre toda la Iglesia.
Y ¡qué autoridad! Nadie fue nunca tan honrado con semejante dignidad. El poder de
Pedro sobrepasa al de todos los soberanos. Un monarca dicta leyes y cobra los impuestos; un
déspota puede arrogarse el derecho de vida o muerte sobre sus súbditos. El poder de Pedro es
mucho mayor, pues se ejerce sobre lo que escapa a las autoridades humanas más absolutas y
tiránicas. Pedro tiene poder sobre las inteligencias, sobre las conciencias y sobre las almas.
Alcanza nuestro interior. Y él sólo fija los límites de ese poder inigualado.
Pedro nos dirá si somos fieles o no a su doctrina y a los deseos de Cristo, y nuestro
juicio tendrá que rendirse al suyo. Pedro es responsable de nuestra fe, de nuestra
santificación, de nuestra eternidad. Sólo él es juez de las decisiones que su responsabilidad le
manda tomar.
No supongamos que esta interpretación de los poderes de Pedro consagra únicamente
un estado de cosas como resultante del ejercicio secular de una autoridad que habría

50
evolucionado en el sentido de una centralización y absolutismo crecientes. Los poderes del
Romano Pontífice en nuestros días no son más extensos que los de Pedro en los primitivos
tiempos de la Iglesia.
Pedro es el que hace elegir un sucesor del apóstol prevaricador; Pedro, el que habla o
responde en nombre de todos. Un cristiano trata de engañarle. Oídle en qué términos le
reprende: “Ananías, ¿por qué se ha apoderado Satanás de tu corazón, moviéndote a engañar
al Espíritu Santo?”. Pedro insiste: “No has mentido a los hombres sino a Dios” (Act 5, 3-4).
Inmediatamente Ananías se desploma y expira.
Mentir a Pedro es mentir a Dios.
Pedro es el que, a pesar de la oposición de los fieles de Jerusalén, decide llevar el
Evangelio a los paganos. Por lo demás, Pedro vacila un momento en Antioquía: temerá que
su actitud acogedora respecto a los paganos convertidos turbe la de los cristianos venidos del
judaísmo.
Pablo le echará en cara esta dificultad, pero sin discutir que Pedro tenga el derecho de
adoptar sucesivamente dos soluciones diferentes.
Más aún, para imponerse a aquellos que dudan de él, antiguo enemigo de la Iglesia,
San Pablo les predica el auténtico Evangelio y les hace saber que primero subió a Jerusalén
para conocer a Cefas y permaneció quince días con él.
Y es Pedro –siempre él– quien preside el primer concilio, tenido en Jerusalén el año
51.
***

Diecinueve siglos nada han cambiado de las prescripciones del Salvador. El destino
de su Iglesia descansa sobre un hombre, un solo hombre.
¿A qué riesgos no se exponía el Hijo de Dios? Así puede discurrir nuestra limitada
prudencia humana; en realidad, la imprudencia de Jesús era consumada sabiduría.
La última consigna del Salvador –ya recordamos– era una impresionante invitación a
la unidad: Ut sint unum! Pero si hubiera colocado al frente de sus discípulos varias
autoridades podrían haberse producido divergencias, aun leves, entre ellas: hubiera sido un
riesgo mucho más peligroso introducir en la Iglesia bandos, partidos y, por último,
divisiones.
Cristo sigue siendo el jefe eterno de la Iglesia, y la autoridad de Cristo no será
dividida, porque Jesús la delegó solamente a Pedro. Escogió a un hombre, a un solo hombre,
a un hombre sujeto a las flaquezas humanas; Pedro lo demostró.
Cuando le escoge sabe Jesús que Pedro sucumbirá durante la Pasión. La víspera del
día en que le negará, el Maestro asegura que ha pedido por él para que no desfallezca su fe, y
luego añade: “Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos en la fe”.
La defección momentánea de Pedro, predicha por el Maestro, demuestra que, al dar
Jesús a su Iglesia un fundamento monárquico, ya había sopesado todos los riesgos. Sabía que
todos los sucesores de Cefas no serían santos; que algunos serían víctimas de la ambición, de
la codicia o de pasiones menos confesables aún. Cualquiera que sea la pena que sintamos por
51
la indignidad de muy pocos Papas, hay un hecho al menos que atestigua los documentos
históricos: ni uno solo de entre ellos fue inducido por los desórdenes de su vida privada a
relajar el menor precepto de la ley moral; ni uno solo de entre ellos trató de que se le
perdonasen sus errores con detrimento del depósito de la verdad dogmática.
Hacia fines del siglo XIV la anarquía desolaba a la Iglesia. Después de una elección
controvertida se levantan antipapas contra Papas. La cristiandad no sabe a quién obedecer;
los mismos santos están indecisos: Santa Catalina de Siena está por Roma, San Vicente
Ferrer, por Aviñón. Papas y antipapas recurren al poder real, que se burla de ellos. Terrible
época que justifica las duras palabras de Lacordaire: “Un reino temporal –escribe a este
propósito un autor protestante– habría sucumbido sin duda, pero la idea del Papado era tan
indestructible que esta decisión no hizo sino demostrar su indivisibilidad” (Citado por F.
MOURRET. La papauté, pág. 112).
No obstante, las faltas de unos pocos, ¿harán olvidar la virtud, la ciencia, el celo de
tantos otros pontífices? El escultor deja caer fragmentos perdidos alrededor de la estatua que
talla, aunque sea de madera preciosa. No se nos ocurrirá rebuscar entre los restos y
reprocharles esos desperdicios inútiles en vez de admirar la obra maestra que ha creado.
Un hombre, sólo un hombre, aun siendo santo, no podrá prescindir nunca de su
personalidad. Sus opiniones estarán influenciadas por su manera de ser y el modo de
gobernar dependerá también de su temperamento. Este rescate de la unidad de mando no
pasó inadvertido a Nuestro Señor. Es cierto que cada Papa, aunque respetuoso con las
tradiciones, gobierna la Iglesia con cierto espíritu, que cada reinado posee su o sus ideas
maestras, y fácilmente se observan diversas orientaciones de un pontificado a otro.
Diferencias, sí; divergencias, no, y menos aún contradicciones. El inconveniente que pudiera
originarse de la acción demasiado personal de un jefe único, está compensado
admirablemente por la sucesión de pontífices que no se asemejan. Uno será más audaz, otro
más tímido; éste parece preocupado, sobre todo, por conquistar el mundo para el
cristianismo; aquél insiste más sobre la formación interior de los fieles. Pero así se completan
maravillosamente, como los movimientos alternativos de la sístole y la diástole son los que
regulan la circulación de la sangre en todo el organismo.
Y en cuanto al hecho de saber si, por diferentes que sean unos de otros, cada uno es el
auténtico representante de la autoridad de Cristo, la historia se encarga de respondernos que
cada Papa viene a su tiempo y que su genio se adapta providencialmente a las necesidades del
momento.
El libro de los “Hechos” nos enseña que la sombra de San Pedro curaba a los
enfermos agrupados a su paso, pero su cuerpo no habría proyectado sombra si sobre él no
hubiera brillado el sol de Dios.
Así, los Papas son solamente, pero ciertamente, la sombra de Cristo. Llámense como
se llamen, León, Pío o Benedicto, detrás del jefe de la Iglesia vemos siempre la luz de Dios.
***

La institución divina del Papado es una verdad demasiado cierta para descuidar
nuestros deberes de católicos para con el que llamamos el Santo Padre.

52
Ante todo, “el respeto”. Porque siempre veremos en él a Cristo, al que representa; no
cederemos a la tentación, demasiado fácil, de oponer un Papa a otro, para no otorgar nuestra
confianza sino a aquél cuyos actos respondan mejor a nuestras inclinaciones personales. No
seremos de aquellos que deploran al Papa de ayer o que esperan al de mañana para
dispensarse de obedecer al jefe de hoy. Leed los textos del ceremonial de la coronación de los
pontífices y notaréis que ninguno confiere al elegido por el cónclave los poderes de su
dignidad. El sucesor de Pedro tiene esos poderes directamente de Cristo. Cuando hablemos
del Sumo Pontífice eliminemos de nuestro vocabulario, por consiguiente, las expresiones
tomadas de las asambleas parlamentarias o de la polémica de los periódicos y no permitamos
que hombres extraños a nuestra fe se cuiden de revelarnos el prestigio que tiene sobre el
mundo el jefe de la Cristiandad.
El respeto con que hablemos del Papa, nos dispondrá a “obedecerle” más
perfectamente. Entiéndase bien, no se trata de discutir las verdades dogmáticas sobre las que
se extiende su magisterio infalible ni los mandatos que emanan de su soberana jurisdicción;
sólo pertenecemos a la Iglesia por esta sumisión. Mas escucharemos con atención como
verdaderos hijos los simples consejos del Padre de los fieles y procuraremos ponerlos
sinceramente en práctica.
Puede ocurrir que tal o cual orientación pontificia se oponga a nuestras maneras de
pensar o exija el sacrificio de intereses temporales que nosotros juzgábamos fundados. En
ese caso, en vez de pretender que estamos personalmente en posesión de la verdad, ¿no es
más prudente que tratemos de comprender primero el pensamiento de nuestro jefe? El Papa
ve desde más alto y más lejos que nosotros: por eso su palabra tiene un alcance que supera
nuestras miras particulares, y aquellas consignas que pueden extrañarnos responden en
realidad no sólo a los problemas del presente, sino a las dificultades del futuro.
En todo caso, no nos rebajemos nunca atribuyendo al jefe de la Iglesia intenciones
desfavorables para tal grupo de sus hijos o destinadas a favorecer a los de otra nación o los de
otra clase social: sería hacerle una grave injuria.
Imaginad por un momento los problemas que se plantean a la conciencia del Sumo
Pontífice. Él sabe que la menor palabra que pronuncie dará en unas horas la vuelta al mundo:
¿No pesará cada una de sus palabras, evitará todo lo que se preste a confusión, suavizará
–aunque algunos, que siempre hay, juzgan excesiva la atención– una expresión que, mal
comprendida, causaría más perjuicio que luces proporcionaría? No sólo compromete su
autoridad dando una orden o una prohibición, sabe que su voluntad será cumplida por
centenares de miles de fieles, que un imprudente mandato puede inducir a error...
¿Creéis, acaso, que puede olvidar su responsabilidad? Aunque sólo fuese un hombre
como uno de nosotros, no querría despegar sus labios sino después de haber consultado e
interrogado, después de haber oído todos los pareceres y haber estudiado y considerado por sí
mismo. ¿Quién de nosotros se atrevería a levantar la voz en tales condiciones? ¿No
preferiríamos guardar silencio?
El Papa sólo habla porque es su obligación, una obligación imperiosa inherente a su
cargo: Por eso no anda con largas deliberaciones con su conciencia: conversa mucho más
tiempo con Dios en una oración en que su alma entera se entrega y sólo quiere entregarse al
Espíritu Santo. Lo que su palabra ventila para aquellos que no le obedecen es quizá su eterna
salvación. ¿Quién supondrá que habla ligeramente o bajo el influjo de consideraciones

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humanas? De rodillas meditó la doctrina de sus encíclicas. Nunca saldrían a luz las
declaraciones que se ve obligado a dictar si no estuviese seguro de hablar en nombre de
Cristo.
Estoy persuadido de que no habría disidentes entre católicos en nuestros días si todos
consintiesen en reflexionar sólo en esto: el Papa tiene conciencia, una conciencia de hombre
honrado, de cristiano, de jefe –¡y qué jefe!–, el representante de Cristo para todos los
cristianos.
No busquéis más pruebas de que el Sumo Pontífice tiene conciencia de las
responsabilidades que le incumben sino en la insistencia con que nos pide que cumplamos
nuestra tercera obligación con él, la de “rogar con él y por él”. No se celebra ninguna misa sin
que mencionemos su nombre. Con admirable generosidad nos concede indulgencias para que
pidamos por sus intenciones. No veamos en ello una vana recomendación, sino ayudémosle
filialmente con nuestras oraciones.
Recordad la conmovedora escena de San Pedro encadenado. Desde hacía algunos
días Herodes Agripa había metido a Pedro en la cárcel, esperando matarle después de la fiesta
de los Ácimos, cuando un ángel hizo que cayesen milagrosamente las cadenas del Apóstol y
le sacó de la prisión. Ya libre, Pedro reflexiona: no se atreve a ir al encuentro de Santiago a
Jerusalén, pues le prenderían de nuevo, y se dirige entonces a casa de una humilde mujer,
madre del que había de ser Marcos el Evangelista. Al llegar, encuentra llena la casa de
cristianos que desde el primer día de su encarcelamiento rogaban sin cesar a Dios por él.
El amor al Papa se remonta, por consiguiente, a los primitivos tiempos de la Iglesia.
Conservémoslo cuidadosamente; es propio de almas santas. Pedro necesita dos ayudas para
gobernar la Iglesia: la asistencia indefectible de Cristo y la plegaria humilde de todos los
cristianos.

54
X. El Apóstol no debe juzgar según miras humanas

“Pero Él, volviéndose, dijo a Pedro: Retírate de mí, Satanás; tú me sirves de


escándalo, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres” (Mt 16, 23).
Siendo más firmes en nuestras convicciones católicas, sabremos emplear mejor los
tesoros del dogma cristiano y de nuestra dignidad sobrenatural de hijos de Dios. El
llamamiento de Jesús resuena en adelante con mayor fuerza dentro de nosotros: llamamiento
a la santidad, al apostolado. Pero el cristiano, el apóstol tiene que estar marcado con el signo
de la cruz como el Maestro. Éste es el sentido general de las enseñanzas que Jesús va a hacer
oír ahora a Simón Pedro y que tanto necesitamos oír nosotros también.
El Evangelio nos ha contado hace poco las promesas de Jesús a su Apóstol. Sobre él
descansará su Iglesia; el Salvador le ha dado un cheque en blanco, todas las decisiones de
Pedro serán ratificadas en el cielo. Y cuatro versículos más abajo, no más, aquella roca que
los poderes del infierno no conseguirán conmover sólo es piedra de escándalo. Jesús aparta
de su camino a aquél a quien todos deberán obedecer como si hubiese pactado con el
enemigo de Dios. “¡Retírate de mí, Satanás, tú me sirves de escándalo!”.
¿Qué había sucedido entre tanto?
Los discípulos saben ahora que Jesús es el Hijo de Dios, pero urgía que Nuestro Señor
les pusiese al corriente del verdadero carácter de su misión, En efecto, informados sobre su
divina naturaleza, ¿no esperarían más firmemente que nunca los triunfos terrenos
inseparables en su mente de la función mesiánica? El Maestro tenía prisa por rectificar sus
ideas sobre el tema.
La liberación que esperan no se llevará a cabo como imaginan: el Mesías sólo elevará
a la Humanidad expiando los pecados de los hombres con sus sufrimientos. Hasta aquel
momento Jesús no había hablado sino con palabras veladas de su muerte redentora. “Desde
entonces –escribe San Mateo (es decir, inmediatamente después de la confesión de Cesarea)–
comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén –les descubre su plan
divino– para sufrir mucho de parte de los ancianos, de los príncipes, de los sacerdotes y de los
escribas y ser muerto y al tercer día resucitar”.
Los Apóstoles no dan crédito a sus oídos. Tal perspectiva ni se aviene con la
concepción que tenían del Mesías ni de un modo especial con la revelación que acababa de
hacerles sobre la personalidad del Hijo de Dios. Pero tal vez estén más impresionados todavía
por la idea del doloroso destino reservado a su Maestro. Pedro, que le ama con cariño, está
trastornado.
“Entonces Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle...”. Este detalle del
Evangelio es delicioso. El pensamiento de la posible y cercana muerte de Jesús hace olvidar a
Pedro las distancias. El texto griego no es menos impresionante: “Entonces, acudiendo en su
ayuda, Pedro se puso a reconvenirle...”. Se imagina que Jesús, al sentir tan fuertemente la

55
hostilidad de que es objeto, se ha dejado llevar del desánimo: “No quiera Dios, Señor, que
esto suceda”.
Al punto el Maestro se aparta bruscamente de Pedro. Su lenguaje es tan duro como
afectuoso había sido el del discípulo; le trata como lo hizo con el tentador en el desierto.
Efectivamente, es idéntica la situación. Sin darse cuenta, Pedro trata de apartarle de
su deber. Jesús, hombre como nosotros, siente una natural repugnancia a morir, naturalmente
sólo puede rebelarse contra la idea de una injusta sentencia de muerte: no lo disimulará en el
Huerto de los Olivos. Pero ya que tiene que pasar por ello y es la voluntad del Padre, no
puede sufrir que nadie, aunque animado únicamente por sentimientos de la más fiel amistad,
debilite su valor tratando de alejar de Él la perspectiva de su sacrificio.
¡Pedro le amaba tanto! Los amigos no siempre son clarividentes en sus
demostraciones de simpatía. Pedro lo demostrará otra vez cuando su cariño por Jesús le lleve
hasta el patio del Pretorio donde le negará. La simpatía no es necesariamente buena
consejera, y éste es nuestro caso. Pedro, engañado por su buen corazón, cometió una torpeza;
su gestión es un lazo en el que Jesús no quiere caer. “¡Atrás, Satanás, te interpones en el
camino que el Padre me ha trazado. Apártate de mi camino, tú me sirves de escándalo!”.
¡Pobre Pedro! No sabía, creyó que obraba bien y, por otra parte, sigue esperando allá
en el fondo de sí mismo que nada de eso le sucederá a su Maestro. Por eso éste prosigue su
reprimenda. No ha mucho, cuando Simón declaró: “Tú eres el Hijo de Dios vivo”, no hablaba
como un hombre; estaba inspirado por el Padre. Esta vez, al querer suprimir del plan
providencial otro misterio no menos oscuro, tal vez más que el de la Encarnación, el misterio
de la Pasión y muerte del Hijo de Dios, no escucha a Dios, sólo obedece a pensamientos
humanos.
***

Ninguno de nosotros quisiera condenar a Simón Pedro, y, no obstante, Jesús, que le


habló con tanta severidad, conocía mejor que nosotros toda la bondad de su discípulo. El
error del Apóstol fue, como siempre, el haber seguido el primer impulso, el haber discurrido
instintivamente como hombre en vez de procurar, ante todo, comprender las enseñanzas
divinas. Su error no puede ser inútil para nosotros, ni la reprensión de que fue objeto.
En otras circunstancias, Jesús habló del escándalo en términos terribles, porque
miraba entonces a los que intencionadamente pervierten el alma de los pequeñuelos que
creen en Él. Aquí nos enseña que el escándalo no consiste solamente para sus discípulos en
incitar a los otros al mal, sino también en apartarlos del bien o de lo mejor, dejándose llevar
de preocupaciones puramente humanas, y así, sin querer, sin saberlo, no dando consejos ni
ejemplos directamente perniciosos, podemos ser para nuestros hermanos una ocasión de
escándalo. Este riesgo tiene que movernos a ser muy circunspectos.
La ley de Moisés prohibía colocar un “escándalo” en el camino del ciego, es decir,
una piedra, cualquier lazo que le hiciese tropezar y caer (Lev 19, 14). Esa palabra sólo se
emplea ahora en sentido figurado; pero ha conservado su primitiva significación: es una
ocasión de caída. Ahora bien: hay escándalo no sólo cuando se inclina uno a obrar mal, ya
directamente ya indirectamente, sino también en todo modo de hablar o de obrar que aminore
en los demás el amor, la práctica y hasta la misma noción del bien. Ésta fue exactamente la

56
falta de Simón Pedro. Pues este último aspecto del escándalo aumenta particularmente
nuestras responsabilidades. Las aumenta en la misma proporción de la doctrina del sermón
de la Montaña.
La teología católica, con su habitual sentido de la medida y sin restringir nuestras
responsabilidades, al menos nos garantiza contra los excesos del escrúpulo. Si los demás se
escandalizan sin razón de nuestra conducta, no tendríamos culpa. Hay que despreciar en
absoluto el escándalo farisaico: por ejemplo, no preocuparnos de si alguno toma como
pretexto nuestras prácticas piadosas o de celo para blasfemar de la religión. Otras veces, el
prójimo se escandaliza por su ignorancia o juicio erróneo. En ese caso, si fácilmente se
puede, vale más abstenerse de dar escándalo a los débiles. “Todo es lícito –observa San
Pablo–, pero no todo conviene; todo es lícito, pero no todo edifica” (1 Cor 10, 23). Mas el que
tiene un motivo razonable para no rectificar su conducta, incluso si ésta choca, deberá
esforzarse en lo posible por explicar lo bien fundado de esta conducta suya a aquellos que
extrañó en un principio.
Sin estas garantías, concedidas a nuestra legítima libertad, debemos cuidar no turbar
nunca la conciencia ajena, velando cuidadosamente para que no se aparte del bien.
Querámoslo o no, nuestros actos tienen consecuencias que nos comprometen. Cuanto
decimos es una profesión de fe; cuanto hacemos es una apología, un estímulo, una incitación
al bien, o a lo menos bueno, o a lo malo. Formamos escuela, en primer lugar, en los que nos
rodean inmediatamente, y, mediante éstos, en muchos de nuestros semejantes.
La piedra arrojada en el estanque no sólo agita la superficie del agua en el sitio en que
cayó, sino que vemos formarse en torno al punto de caída círculos concéntricos que se van
agrandado hasta la orilla. Del mismo modo, todos nuestros actos tienen repercusiones
lejanas, que ni siquiera podemos nosotros adivinar. Tal vez tengamos una gran recompensa
en el cielo por haber dado un buen ejemplo, sin percatarnos de ello. Pero tampoco podemos
calibrar la lamentable influencia de una palabra que se nos haya escapado o de un gesto
inconsiderado que no fue el que debió ser, arrepentidos al punto de ambos y cuyo recuerdo ya
hemos olvidado.
Por lo demás, nuestras responsabilidades aumentan en proporción de las
prerrogativas que recibimos de Dios y de los hombres. Si la reflexión que valió a Pedro
aquella dolorosa reprimenda de Jesús no hubiera sido expresada por el futuro jefe de la
Iglesia, sino por cualquiera de las santas mujeres, el Maestro no la hubiera revelado. En boca
de Pedro la consideró inadmisible. Por ello, la gravedad de nuestras responsabilidades
respecto del prójimo depende de nuestra situación, del prestigio que nos reconocen, del
respeto que nos tienen, de los derechos que nos confieren la autoridad o la amistad. Por todo
esto no debemos perder nunca de vista el ascendiente de que gozamos sobre los demás, y que
puede fácilmente ser para ellos causa de escándalo en vez de contribuir a su santificación.
Una vez más, no consideramos aquí el mal aconsejado positivamente, sino el bien impedido
indirectamente.
***

Simón Pedro, por su bondadoso corazón, quería impedir que Jesús padeciese.
Obrando así le ocultaba su deber.

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Estemos alerta también nosotros para no disminuir en los demás “la noción del bien”,
aun obedeciendo únicamente a aquello que creemos ser su interés.
Por ejemplo, para tranquilizar a algunos se sentirá uno tentado a atenuar la gravedad
de las faltas de que se acusa: “Estaba de buena fe... Dios le disculpa de sus intenciones...”.
Ciertamente; pero si destruimos en el culpable los motivos de arrepentimiento que tuviera,
ipso facto se le quita el más poderoso estímulo para su rehabilitación. O también desea uno
animar a otro, y para ello exagera la calidad de su trabajo, le oculta las reales imperfecciones
que sin dificultad habría podido evitar, se le asegura que cumplió plenamente con su deber
mucho más que tantos otros y que Dios no es tan exigente como creemos. ¿Qué cristiano
hubo que no haya oído censurársele por haber hecho demasiado por la religión y que Dios no
le pide tanto? Pues bien: esos pretendidos buenos ánimos tienen por resultado aminorar los
ímpetus, debilitar el ideal y deslizarnos hacia la mediocridad.
El deber tiene unos límites puestos por Dios. No nos pertenece restringirlos ni
siquiera animados por caritativas intenciones. El afecto que sentimos por nuestros hermanos
pide que los consideremos capaces de cumplir todos sus deberes y que les ayudemos a ello
mostrándoles que realmente lo pueden, enseñándoles a cumplirlos mejor. Nunca podremos
saber lo que Dios espera de un hombre; por consiguiente, no nos toca determinar la
perfección a la que debe tender. Al contrario. al colocar el deber muy alto, damos a nuestros
hermanos la posibilidad de elevarse.
El escándalo de que tratamos no sólo destruye la noción del deber, sino también “la
práctica del bien”.
Todos tenemos nuestros altibajos, nuestros momentos de entusiasmo y depresión.
Pues bien: no es raro que en los momentos en que nos sentimos más fuertes nos sintamos
inclinados a confiar nuestros fracasos y decepciones a los que vienen a buscar quizá junto a
nosotros un apoyo. Los sumergimos en un mar de amargura. Ellos esperaban avivar su fe, y
nos encontraron inseguros, si no escépticos. Contaban con que nosotros les comunicaríamos
un poco de nuestro celo y han escuchado que suspirábamos con un “¿Para qué?”, propio de
los desengañados.
Yo no digo que en semejantes circunstancias valga más callarse...: sería demasiado
poco. Digo que si uno de nuestros hermanos viene a pedirnos ayuda en su debilidad en un
momento en que nosotros mismos estamos desconcertados, Dios nos lo envía para que
primero nos avergoncemos de nuestra debilidad y para que salgamos de ella cuanto antes. No
demos el espectáculo de nuestra desmoralización al que vacila frente a un deber difícil,
incluso cuando estemos abrumados por nuestra propia tarea. Sobrepongámonos en seguida, y
él se recobrará al mismo tiempo que nosotros. No comuniquemos a los demás sino aquello
que puede hacerles algún bien, y eso nos hará más fieles, más animosos, más generosos. No
descubramos nuestras miserias so pretexto de humildad. Una de las maneras de reparar
nuestras faltas es no hablar de ellas a los demás, sino utilizar nuestras desgracias para
impedirles que caigan en ellas.
Es escándalo, finalmente, todo lo que desvirtúe en los otros “el amor al bien”.
“No apaguéis al Espíritu”, recomienda San Pablo (1 Thes 5, 19). No apaguemos las
llamas que arden en el corazón de los hombres. Hay quienes apagan todo entusiasmo, a los
que inclinan a esta triste tarea móviles de envidia o de interés. Ésos no pueden ser cristianos.
Pero otros se creen que hablan en nombre de la prudencia y deshacen generosas iniciativas
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profetizando necesariamente los inconvenientes, los desaciertos, las contrariedades que les
esperan. “Usted es joven –dicen esos espíritus malhumorados–; ¡ya se desengañará...!”.
Otros, por ligereza de carácter, consienten en el fácil placer de ironizar a esos “iluminados”
que pretenden reformar el mundo, a esos “locos” que se meten en ayudar a sus semejantes.
No matemos nunca la esperanza en el corazón de los hombres. No ahoguemos el
idealismo de los convencidos. No extingamos los hermosos fervores de la caridad.
Respetemos la fe de los apóstoles y la sed de santidad de aquellos que arrebata la locura de la
cruz. Nos superan; pero yo no sé qué sentimiento que todos los hijos de Adán llevan en el
corazón nos inclinaría quizá a buscar el punto flaco, los defectos de los que nos superan. Mas
si sabemos alegrarnos de que haya hombres mejores que nosotros, si nos consideramos
sinceramente dichosos de ver a los que son mas fieles a Dios y semejantes a Cristo que
nosotros, los que nos superan nos arrastrarán muy pronto en su seguimiento.
Roguemos a menudo por todos los que hayamos podido escandalizar, tal vez
induciéndoles al mal voluntariamente, pero con mayor frecuencia, sin duda, apartándolos del
bien deliberadamente o por inadvertencia. Pidamos a Nuestro Señor que rectifique nuestras
miras demasiado naturales y nuestros cálculos demasiado humanos, con el fin de que no nos
expongan a interceptar a los demás y a desconocer nosotros mismos el camino por donde Él
quiere llevar a los hombres a la santidad.

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XI. En las tinieblas como en la luz

“Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: Rabbi, bueno es estarnos aquí. Hagamos
tres tiendas, una para ti, una para Moisés y una para Elías. No sabía lo que decía” (Lc 9, 33).
Así como la primera parte del ministerio de Jesús había sido inaugurada por la voz del
cielo que en el día de su bautismo le designó por Mesías: “Tú eres mi Hijo amado”, el
segundo período, que se terminó por su dolorosa redención, se abre también con una
manifestación divina. De nuevo se oye a Dios: “Éste es mi Hijo amado, escuchadle. Creed en
Él; verdaderamente es mi Hijo. Escuchadle cuando anuncie la redención por sus
sufrimientos”. Esta segunda teofanía fue más discreta y más solemne a la vez.
Jesús sólo admitió a tres Apóstoles: Pedro, Santiago y Juan, los mismos que en
Getsemaní serán testigos de su angustiosa postración. Sin embargo, también ha convocado a
los dos grandes héroes de Israel: Moisés y Elías, que representan a la Ley y a los Profetas, y
los tres “hablan de su muerte, que había de cumplirse en Jerusalén”.
Los Apóstoles podían saber de este modo que Jesús no sería víctima de un golpe de
fuerza de sus enemigos: su sacrificio había sido bien previsto, querido por el cielo,
plenamente de acuerdo con aquellos que en el Antiguo Testamento hablaron en nombre de
Dios.
Era necesario que las inminentes humillaciones del Salvador y su fracaso aparente no
hicieran vacilar la fe de los discípulos en su divinidad. Por eso, Jesús quiere que vislumbren
un rayo de su gloria. “Brilló su rostro como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como
la luz”, dice San Mateo: “Tan blancos –escribe San Marcos– como no los puede blanquear la
lavandera sobre la tierra”.
Este prodigio, que siguió unos días después de la confesión de Pedro en Cesarea, no
se borraría ya más de su memoria: treinta y cinco años más tarde evocará, dirigiéndose a los
destinatarios de su segunda Epístola, aquello de que fue testigo cuando “con Él estábamos en
el monte santo” (2 Pet 1, 18).
El Evangelio nos da a conocer la reflexión que el Apóstol manifestó espontáneamente
una vez más. Aún no había renunciado a su ilusión de un Mesías glorioso. ¡He ahí la gloria
tan esperada! “¡Ah! Maestro, ¡bueno es estarnos aquí!”. Vamos a levantar tres tiendas con
ramaje. Y Pedro contempla ya las muchedumbres que escalan el monte hacia esos
tabernáculos improvisados para adorar al Hijo de Dios vivo que se manifiesta a su pueblo...
Pedro no había entendido aún, y desde luego lo confesaba ingenuamente cuando más tarde
evocaba en sus enseñanzas ese milagro, toda vez que San Marcos y San Lucas no inventaron
ese detalle; ellos reproducían la predicación del Apóstol al consignar en sus relatos su error:
“Pedro no sabía lo que decía”.
¿Quién de nosotros en su lugar no habría pensado lo que él decía? Desde hacía meses,
Pedro tuvo que soportar las disputas de los adversarios de Jesús, escuchar sus críticas y sus
exigencias, repetidas indefinidamente; y he aquí que, al fin, tiene la prueba de la divinidad de

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su Maestro. ¡Ah! ¡Qué bueno es tener, por fin, una certeza!... Su Maestro discutido,
desacreditado, vilipendiado, acaba de descorrer ligeramente los velos que ocultan su gloria
en la tierra. No es todavía la revelación definitiva del cara a cara eterno; pero, por lo menos,
es una escapada al cielo. ¿Cómo Pedro no iba a desear que se prolongase esa visión?
¡Maestro, qué hermoso es esto! ¡Déjanos saborear por algún tiempo los gozos exultantes de
esta comunión! ¡Después de las largas caminatas por los caminos, concédenos el descanso de
la contemplación!...
Pero Pedro no sabía lo que se decía. Jesús romperá pronto el encantamiento de su
discípulo. Una nube envuelve a los tres Apóstoles atemorizados, que se postran con la frente
en tierra. La voz del Padre resuena. Y cuando levantan la cabeza ya no ven sino a Jesús solo,
al Jesús de todos los días.
“Pedro no sabía lo que decía”. Desde luego, le hubiera sido “agradable” y
reconfortante seguir en éxtasis, pero no habría sido “bueno” para él. Lo que era bueno para
Pedro era volver al trabajo que esperaba a Jesús en la falda del monte, la instrucción del
pueblo ignorante de la verdad, el alivio de los enfermos, devolver la esperanza a los
desgraciados. La obra del Salvador no había de terminar en la gloria del Tabor, sino en el
tétrico Gólgota; no entre Moisés y Elías, sino entre dos ladrones.
Lo que era bueno para Pedro era asistir a la Pasión cruel de su Maestro, era el
arrepentimiento humilde que seguiría a su negación y las tinieblas del Calvario, y la angustia
de los tres días que Jesús pasó en el sepulcro y la claridad deslumbrante de su Resurrección.
Era, después de la efusión del Espíritu Santo, toda una vida de predicación y persecuciones,
su apostolado y martirio. La transfiguración del Salvador debía ayudarle a realizar todos los
sacrificios, mas no le dispensaría de uno solo.
Jesús no escuchó la desconsiderada demanda de Simón Pedro, pues “el cielo no está
del lado del sepulcro” (PADRE FABER, Œuvres posthumes, t. II, pág. 333). Pedro deseaba
la “visión”; pero aquí abajo nuestra condición es “creer” sin ver. Pedro deseaba “la
bienaventuranza” sin sombra; pero en este mundo las alegrías están mezcladas con penas, y
vamos a la felicidad a través del “sufrimiento”. Pedro anhelaba “el descanso”; pero
tendremos la eternidad para descansar: la ley de esta vida es “el trabajo”. Jesús no acepta el
refugio de ramaje que le ofrece su discípulo.
Pedro tiene primero que edificar “su Iglesia”.
***

El error pasajero del Apóstol debe impedir que caigamos en semejantes yerros. No
seríamos los seres que Dios destina a participar de su gloria si no sintiésemos una necesidad
apremiante de luz, de felicidad y de paz. La ilusión no está en aspirar a ello, sino en suponer
que podríamos tenerlas actualmente en el grado infinito en que las deseamos.
En este mundo somos como viajeros que avanzan en la noche. Vemos lo bastante para
reconocer el camino. A veces, el cielo se encapota, hasta el punto de que no distinguimos ya,
y nuestra marcha se detiene o nuestros pasos se pierden. Entonces, de tiempo en tiempo, un
relámpago hiende las nubes; a su resplandor encontramos de nuevo el camino, de que nos
íbamos apartando o que acabábamos de abandonar. Pero su luz es tan rápida como viva era, y
tenemos que seguir avanzando en la oscuridad.

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Tal es el efecto de los consuelos sobrenaturales de los que Dios no priva a ninguno de
sus hijos, gracias inolvidables que ilustran súbitamente nuestras mentes, calientan nuestros
corazones, transfiguran nuestras almas; gracias intermitentes, sin embargo, y siempre de
corta duración. El cielo no está del lado del sepulcro.
I. Torturados por los enigmas que se plantean a la mente humana, desearíamos una
respuesta decisiva a todos nuestros “porqués”. En realidad, tenemos necesidad de “ver”. Con
admirable tesón, el genio humano descubre, uno tras otro, los misterios de la Naturaleza y los
secretos de la historia de nuestro planeta. Pero por extenso que sea, el campo de su saber se
circunscribe necesariamente entre los límites de los hechos sujetos a su control. Le es
imposible captar las realidades que rebasan esos límites con ayuda de los mismos medios de
investigación; entonces no tiene más guía que su razón, y ésta, que trata de explorar el
infinito, es incapaz de penetrarlo y abarcarlo.
El cielo es ver y comprender a Dios. Dios se descubre lo bastante para que podamos
adorarle y dirigirnos hacia Él cumpliendo la tarea que nos determina en la creación. La obra
que nos confía nos la han dado a conocer sus revelaciones, también de manera suficiente. A
pesar de todo, sufrimos como San Pablo: “Así estamos siempre confiados, persuadidos de
que mientras moramos en este cuerpo estamos ausentes del Señor, porque caminamos en fe y
no en visión” (2 Cor 5, 6-7).
De cuando en cuando, Dios se acerca más directamente a nosotros, y no hay
verdaderos fieles que no hayan hecho la experiencia. Dios se ha dejado tocar, en cierto modo,
en el curso de una meditación más recogida o de una plegaria más confiada o
inesperadamente y por un puro efecto de misericordia: tuvimos la certeza inequívoca de su
presencia en el mundo y en nuestro interior. No fue efecto de una imaginación sobreexcitada,
pues, en general, se nos presenta en momentos especialmente lúcidos, y con frecuencia para
pedirnos lo que nos repugnaba hacer con todas las energías de nuestra naturaleza.
Indudablemente era Él. Sentimos a Dios... Como a Pedro, nos hubiera gustado que esta
impresión durase para siempre. Pero la nube se cerró al punto... Entonces temimos ser
víctimas de una ilusión y nos quejamos de que Dios nos retirase su ayuda. Al contrario, hace
falta agradecerle el que nos haya enviado esta inspiración momentánea, y seguir en adelante
con una docilidad afianzada únicamente en las directrices de la fe... El cielo no está del lado
del sepulcro.
II. Del lado del sepulcro debemos aceptar del mismo modo nuestra parte más o menos
grande de sufrimientos más o menos amargos. No murmuremos contra lo que no debemos
tachar de indiferencia en Aquél que quiso llamarse nuestro Padre. Siempre es su voz la que
resuena en nuestra conciencia: Sé justo. Él modeló también el corazón del hombre para ser
feliz. No puede haber desacuerdo entre ambas voluntades divinas: la promesa de la felicidad
es tan cierta como imperiosa es la obligación de ser bueno. Una y otra están estrechamente
unidas entre sí: el hombre debe encontrar su alegría en hacer el bien. El hombre logra su
equilibrio y la acabada perfección de su naturaleza en esta unión de la felicidad y del bien que
es el orden de Díos.
Pero aquí abajo el hombre es una criatura imperfecta. Durante toda su vida tiene él
mismo que trabajar en perfeccionarse. El desorden del pecado ha falseado las relaciones
normales entre el bien y la felicidad, y el hombre tiene que llevar a cabo esa dolorosa
rectificación. Con todo, seamos equitativos: Dios no nos deja nunca faltos de alegrías, pues

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desprovistos de toda alegría no podríamos vivir; mas las alegrías que amenizan nuestra vida
sólo son luces efímeras, transfiguraciones momentáneas que jalonan el camino que lleva a la
felicidad. Desearíamos que nuestras alegrías durasen siempre. ¡Señor!, ¡qué bien estamos
aquí! No sabemos lo que decimos. La alegría sin fin pertenece a una esfera donde aún no
hemos entrado. Ahora la compramos con nuestra fidelidad a los divinos preceptos. No
estamos aún en el cielo: Tomemos, con Pedro, el camino que el mismo Jesús siguió. No fue
desde el Tabor desde donde subió a la gloria, sino desde el Calvario.
III. Finalmente, a nosotros, como a Pedro, nos es bueno trabajar y luchar para
conquistar una victoria y un descanso cuyo gusto sólo puede anticiparnos la presente vida.
Desde luego, nos agradaría poder triunfar desde ahora de todo lo que impide o
compromete nuestra unión con Dios y lograr una virtud sólidamente arraigada. Pero hemos
de merecer esa victoria en esta vida. Los peligros nos acechan por doquier y nunca estamos
seguros de nosotros mismos: el despertar de una pasión o la sorpresa de una ocasión pueden
dejar sentir súbitamente nuestra debilidad esencial. Y, no obstante, ¡cuántas gracias
recibimos! ¡La Iglesia nos las imparte tan generosamente! Otros podrían poner en duda su
eficacia: los fieles por lo menos saben la fortaleza que les comunicaron. Podríais citar tales
circunstancias de vuestra vida en que Dios, habiendo conmovido vuestro corazón por
completo, os hizo capaces de un deber que os espantaba. Y algún tiempo después os
encontrabais solos frente a una labor abrumadora.
La verdad es que las gracias son transfiguraciones destinadas a darnos las energías de
cooperar con todas nuestras fuerzas con la voluntad de Dios. La Eucaristía es la prenda del
cielo: Todavía no es el cielo poseído, sino el auxilio soberano que nos ayuda a conquistarlo a
viva fuerza. El Sacramento de la Penitencia nos ayuda a no pecar más, pero sin hacernos
impecables; a nosotros nos toca velar, amortiguar nuestras pasiones, renovar los
renunciamientos necesarios. Dios viene en nuestro auxilio en cuanto se lo pedimos, pero su
ayuda no nos da derecho a estar inactivos. Al contrario, nos impulsa a hacer esfuerzos más
obstinados y metódicos.
Aceptemos las condiciones de vida que Dios nos ha fijado; el mismo Jesús se
conformó con ellas. Con Él labramos laboriosamente nuestro destino en la humildad,
paciencia, trabajo, para decirlo de una vez, en el sacrificio. Pedro no sabía lo que decía
cuando pedía “permanecer allí”. Nosotros también nos engañamos al desear poseer
inmediatamente lo que Dios nos ha prometido al final de nuestra prueba. Y ¿qué importa que
sea aquí o allá, en el Tabor o en el Calvario, en la luz o en el dolor? Lo que importa, lo que es
bueno no es estar aquí o allá, es estar siempre con Jesús.

63
XII. La caridad no tiene límites

“Entonces se le acercó Pedro y le preguntó: Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a


mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta siete veces? Dícele Jesús: No digo hasta siete veces
sino hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22).
¡Cuánto hubiéramos dado porque los íntimos del Salvador nos hubiesen transmitido
algunos recuerdos de los íntimos coloquios en el curso de los cuales Jesús se aplicaba a
instruir a sus Apóstoles! Naturalmente, les mandará predicar sobre los tejados lo que les
enseñó privadamente, pero nos hubiera gustado asistir a ese tiroteo de preguntas y respuestas,
a las interrupciones llenas de asombro de los oyentes, a las pacientes explicaciones del
Maestro. Sin embargo, el Evangelio nos da a conocer aquí o allá algunas de las preguntas que
los Apóstoles hacían a Jesús con miras a mejor comprender su doctrina. Tal es la que Simón
Pedro le dirige un día a propósito del perdón mutuo de las ofensas.
Este tema es uno con los que el Maestro estaba más encariñado. Ocupa un importante
lugar en el Sermón de la Montaña, y Nuestro Señor ha inscrito la obligación de perdonar en el
mismo texto de la oración que nos enseñó. Pero el instinto de venganza está tan arraigado en
la parte animal de nuestro ser, que el orgullo humano considera como punto de honra
satisfacer rencores, y tiene por cobardía no responder a la injuria con la injuria. Por eso Jesús
tuvo que insistir más de una vez sobre un artículo de su doctrina en oposición tan flagrante
con nuestras naturales reacciones.
La pregunta de Simón Pedro adquiere todo su relieve si no se la separa del contexto
que le dio el Evangelista. Según San Mateo, después de haber contado la parábola de la oveja
perdida, en la que se revela la alegría de Dios cuando puede perdonar a un solo pecador, Jesús
precisa la actitud de sus discípulos, cuando son ellos los ofendidos. Examina especialmente
el caso del hermano que, obstinándose en su mala voluntad, compromete su derecho al
perdón. Gestiones de reconciliación, recurso a la Iglesia, no lograron la conciliación: que se
le tenga por publicano o pagano: “Lo que los Apóstoles ataron en la tierra será atado en el
cielo”. A esto Pedro nada objeta.
Pero Jesús también había dicho: “Si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele a
solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano”. Precepto admirable y ¡qué
comprometedor!; mas ¿es universalmente obligatorio?, y, en caso afirmativo, ¿no
engendraría abusos? Por otra parte, el Salvador insiste tanto sobre el deber de la caridad que
Pedro juzga necesario ampliar la tradición judía que obliga a perdonar tres veces a un
culpable: “Señor, ¿cuántas veces he de perdonar a mi hermano si peca contra mí? ¿Hasta
siete veces?”.
Jesús no ahueca la voz. Hasta podemos imaginar que su respuesta iba acompañada de
una sonrisa: “No digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”. Pedro ha captado esa
pizca de ironía. De seguro que no se trata de contar hasta cuatrocientos noventa. Habrá, pues,
que perdonar siempre. Pero Jesús recoge la palabra: “Por esto –añade– (porque habrá que
perdonar indefinidamente) el reino de los cielos será semejante a un rey que quiso pedir

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cuentas a sus servidores...”. Y al momento les cuenta la parábola del deudor insolvente, el
cual, habiendo conmovido el corazón de su señor, éste le perdonó la deuda. Pues bien: este
hombre, encontrándose con uno de sus compañeros que le debía una cantidad insignificante,
le cogió por el cuello y no acepta ningún plazo de pago y le mete en la cárcel: Lo cual, al
saberlo el señor, manda venir de nuevo al servidor sin entrañas: “Siervo malo, te condoné
toda la deuda porque me suplicaste, ¿No era, pues, legítimo que tuvieses tú piedad de tu
compañero, como la tuve yo de ti?”. E irritado el rey le entregó a los verdugos hasta que
pagase toda la deuda: “Así hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonare cada uno a su
hermano de todo corazón”.
La moral de la parábola completa la respuesta a la pregunta de Pedro: “¿Cuántas
veces he de perdonar?”. “Con todo tu corazón”, responde el Salvador, que aclara y resuelve
la cuestión desplazándola para inducir a su Apóstol a juzgar bajo el mismo aspecto que Él.
Procuremos penetrar el pensamiento de Nuestro Señor. Él no sólo regula el perdón de las
ofensas que está en juego aquí, sino que determina también la noción misma del bien y la
extensión de nuestra caridad.
***

Conviene notar, ante todo, que Jesús no trata en estas circunstancias de las
condiciones por las que el culpable tiene derecho al perdón. Ni que decir tiene que éste
último sólo puede contar con la simpatía de su hermano si reconoce su error, si se arrepiente
y si está sinceramente dispuesto a repararlo. Podríamos imaginar sin falsear la ley evangélica
el caso de un delincuente que ni siquiera una sola vez mereciese el perdón. Así juzgará Pedro
a Ananías y Safira.
La presente lección no concierne al ofensor, sino únicamente al ofendido. Como
ofendido, yo he sido indulgente muchas veces con mi hermano arrepentido: éste reincide con
todo, ¿cuántas veces tengo que perdonarle? ¿Siete veces? La medida propuesta por Simón
Pedro puede parecer a muchos bastante amplia tratándose de ofensas graves, especialmente
entre extraños. Por el contrario, las relaciones ordinarias de la sociedad, sobre todo la vida
familiar, proporcionan la ocasión de motivos de queja, desde luego más benignos en general,
pero también más frecuentes. Jesús no repara en esos matices. Su mandato es absoluto, vale
para todas las situaciones.
Pedro sugiere una medida, y precisamente Jesús no admite la idea de una medida.
Perdonar hasta cierto punto no es perdonar de todo corazón, y menos aún perdonar como
Dios nos perdona.
En efecto, supongamos que la proposición de Pedro se adopta como regla: perdonar
al prójimo siete veces. ¿Sería temerario adelantar que algunos no tendrán demasiada prisa de
contar hasta siete?
Quiero decir, ¿no exagerarán las faltas ajenas, no agravarán la malicia de ciertos
procedimientos quizá discutibles para ver en ellos una ofensa real? ¿No es inaudito que haya
personas que interpreten el simple silencio de los demás como una actitud voluntariamente
ofensiva? Si nos fiamos de nuestro amor propio, muy pronto alcanzaremos el número siete.
Y aun cuando se abstenga uno de engañar para contar concienzudamente hasta siete,
¿no tendríamos entonces derecho de ceder a nuestro viejo instinto de venganza a la octava

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impertinencia de un niño, a la octava escena familiar o sencillamente cuando uno de aquellos
con quienes nos tratamos haya faltado siete veces al respeto debido? ¿Nos sería lícito
humillar al culpable retirándole no sólo nuestra confianza, sino también nuestro afecto?
Podríamos, sin escrúpulos, apartarle de nuestro camino y olvidarlo para siempre; hasta
podríamos, so pretexto de castigo, devolverle mal por mal, desacreditarle y perjudicarle. ¡Y
todo esto llamándonos cristianos!
Al momento os percatáis de que ambas cosas son inconciliables, que es imposible
tenerse por discípulo de Cristo al mismo tiempo que tener derecho de repente a no amar a uno
solo de sus hermanos. Ese pretendido derecho, esa monstruosa contradicción es lo que Jesús
ha querido anular, negándonos todo límite a la obligación de perdonar. Un cristiano no puede
escoger: al amor propio tiene que sustituir el amor fraterno, pues sólo puede juzgar y obrar
con el espíritu y los sentimientos de Jesucristo.
Por eso Nuestro Señor no cree proponernos un modelo inimitable mandándonos
regular nuestra indulgencia respecto a nuestros hermanos conforme a la misericordia con la
que Dios nos otorga su perdón. Comparadas con la ofensa que el pecado hace a Dios, las
injusticias de que los hombres son culpables unos con otros no son sino la insignificante
deuda de cien denarios de que habla la parábola. Deuda siempre reparable, por lo menos con
el tiempo. Respecto a Dios, por el contrario, siempre somos deudores insolventes. Una
injuria, una negligencia cuyo objeto es Dios, son en sí mismas irreparables, puesto que
irritaron su santidad infinita.
No obstante, Dios nos perdona. Responde a nuestro arrepentimiento rompiendo la
carta de crédito: ya nada le debemos, todo lo olvidó. ¿Cuántas veces tuvimos que retractar en
su presencia nuestras indiferencias, desobediencias, nuestros olvidos consentidos
positivamente? ¿Siete veces o setenta veces siete? En todo caso Dios perdona con la misma
generosidad, sin restricciones, sin reserva, sin tener en cuenta las promesas que le hicimos y
que no cumplimos, sin formular la más leve duda acerca del futuro de nuestras nuevas
resoluciones: “Te perdoné toda la deuda porque me lo suplicaste”. Basta con que se lo
pidamos para que nos perdone.
Su perdón es la señal de su amor, y el amor, sea divino o humano, no es calculador. Al
perdonarnos, Dios quiere, sin embargo, hacernos participantes de su misma Bondad. Purifica
nuestro corazón para transformarlo. Su gracia desea ayudarnos, a fin de destruir en nosotros
el reino del pecado, y, si su amor por nosotros no nos puede hacer impecables, al menos
espera que nuestro amor por Él nos vuelva pacientes y caritativos con las faltas de los
hombres, pecadores como nosotros. Si no podemos devolverle idéntico amor al que nos
tiene, por lo menos nos pide otorguemos a nuestros hermanos una bondad, que, como la suya,
no es calculadora. Amémosles, perdonémosles desde el fondo de nuestro corazón.
Pecadores como somos y con quienes la misericordia divina se ejerce
incesantemente, no existen para nosotros dos maneras de tratar a aquellos de nuestros
hermanos que se arrepienten de habernos herido o afligido: debemos perdonar siempre y de
todo corazón.
Pero hacer o dar algo de todo corazón no sólo implica la eliminación de toda
reticencia: cuando ponemos el corazón en una obra, la llevamos a cabo con entusiasmo y
alegría. El cristiano tiene, pues, que perdonar no sólo siempre y por completo, sino
alegremente, como Dios.

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Debemos considerarnos dichosos de deshacer los errores del prójimo, renunciar a
nuestras cartas de crédito, dichosos de extender por el mundo el reino de la paz, de la caridad,
dichosos con la misma alegría que enajena al cielo cada vez que un pecador se arrepiente en
nuestro pequeño mundo.
***

Podemos observar, a manera de conclusión, que, al prohibirnos limitar la ley del


perdón de las ofensas, Nuestro Señor nos da una doctrina que vale para todos los preceptos
del Evangelio: “Perdonar como nosotros somos perdonados”, es aplicación de ese principio
general: “Amar como somos amados”.
Pedro se equivocó al creer que podía limitar la obligación del perdón. La
característica de la moral de Cristo, su originalidad, su dificultad también y –para decirlo de
una vez– su autoridad divina se reconocen en que se han suprimido los límites en la práctica
del bien. El deber nos aprisiona hasta cierto punto, sólo somos virtuosos en algún grado, de la
misma manera que no puede ser uno honrado sino en cierto modo. Marchar en pos de Cristo
sin intención de no detenerse nunca sería exponerse a dejarlo muy pronto. El bien tal y como
nos lo ha dado a conocer Jesús y tal y como lo practicamos no admite límites: “Ama como tú
eres amado, sin medida”.
A esta afirmación en nada se oponen las normas de la Teología moral, que pueden
prever excepciones a una ley o que distingue si la infracción de un precepto constituye
materia de pecado mortal o venial. He ahí, con todo –se objetará–, medidas y, por
consiguiente límites.
Desde luego, pero haced el favor de fijaros de qué lado se han fijado los límites. No
en el sentido de la obediencia, sino del lado de la desobediencia. No por el camino del bien,
sino por el camino del pecado. Los teólogos dicen: “Usted falta gravemente a su deber en tal
grado: pecado mortal. En tal otro no ha cumplido enteramente con sus obligaciones, pero esta
insuficiencia no pasa de pecado venial. Por último, en tal otro grado usted observó el
precepto”.
La Iglesia debe, en efecto, iluminar las conciencias, impedir que restrinjan las
obligaciones de la ley moral y que las exageren al mismo tiempo. Lejos de merecer el
reproche que Nuestro Señor hizo a los fariseos, que abrumaban los hombros de los hombres
con cargas que ellos mismos ni siquiera tocaban con la punta de los dedos, la Iglesia, cuya
misión es santificar a la Humanidad, sabe que la perfección no es labor de un día. y si bien
ambiciona la santidad para todos sus hijos, sin excepción, no lo exige de ley ordinaria. No
confunde la meta a la que debemos llegar con el punto de partida. Sus prescripciones morales
señalan los puntos de partida, por debajo de los cuales se infringiría de seguro la ley. La
Iglesia fija los límites “hasta aquí” y no los límites “hasta allá”. Los únicos límites que
determina son aquellos que nos impiden caer en el pecado: cuando nos dice: “Habéis
cumplido con el precepto”, nuestra conciencia no tiene que preocuparse, pero nuestro
corazón tiene todavía derecho a estar preocupado.
Ya que, después de eso, la Iglesia nos entrega directamente a la gracia. Si le
preguntamos hasta dónde podemos llegar por el camino del bien nos responde como el
Salvador, que únicamente nuestro amor es el que tiene que decidir. Más allá del estricto

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deber, el amor crea deberes nuevos, siempre superados, porque el amor no es calculador. La
virtud comienza con la exacta observancia de la ley, pero no se desarrolla sino más allá del
precepto, en la libertad de descubrir los deseos e intenciones de Dios, en la alegría de no
negar nada a su santa voluntad.
“¿Hasta dónde perdonaré? ¿Hasta dónde toleraré? ¿Hasta dónde me sacrificaré?”.
Estas preguntas ya no tienen sentido para el cristiano que quiere amar a Dios como Dios le ha
amado. Ya bastan nuestras imperfecciones para poner límites al bien que “hacemos”; el
verdadero discípulo de Cristo no los pone al bien que “quiere hacer”. Lo quiere siempre
totalmente, con todo su corazón.

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XIII. Recompensa del Apóstol

“Entonces, tomando Pedro la palabra, le dijo: Pues nosotros lo hemos dejado todo y te
hemos seguido, ¿qué tendremos?” (Mt 19, 27).
Esta nueva pregunta de Simón Pedro a Jesús no debe permitirnos suponer en el
Apóstol miras interesadas y menos aún un vago sentimiento de pesar, una furtiva mirada
atrás. La conexión del relato evangélico le libera, desde luego, de semejantes segundas
intenciones. Pedro no mira atrás, mira hacia adelante: “¿Qué tendremos?”.
El Evangelio acaba de relatamos el coloquio de Jesús con el joven rico que ansiaba
poseer la vida eterna: el cumplimiento de los mandamientos no le basta, quiere ser perfecto.
El Salvador le indica los medios: distribuir sus riquezas a los pobres y seguirle. Al oír esto el
joven se marchó muy triste, porque tenía muchas posesiones.
Jesús no puede menos, entonces, de señalar a sus discípulos el obstáculo que el amor
a las riquezas levantará siempre contra el Evangelio: “¡Qué difícilmente entra un rico en el
reino de los cielos! Es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que entre
un rico en el reino de los cielos”. Los discípulos, estupefactos, dijeron: “¿Quién, pues, podrá
salvarse?”. Mirándolos Jesús les dijo: “Para los hombres, imposible; mas para Dios todo es
posible”.
Aquí es donde interviene Pedro: “¿Qué tendremos?”. ¿Qué será de nosotros que no
éramos demasiado ricos, sino que renunciamos a lo poco que teníamos para seguirte?
Nosotros, que no vacilamos, como ese joven, en dejarlo todo, ¿entraremos en el reino de
Dios? Si por sí mismos los hombres son incapaces de salvarse, ¿seremos de aquellos que
Dios salvará, nosotros que lo dejamos todo cuando nos dijiste: “Venid y seguidme”?
No descubrimos en la pregunta de Pedro ninguna sombra de duda. No duda, en
realidad, ni de las promesas anteriores del Salvador ni, consiguientemente, de la utilidad del
sacrificio que él y sus compañeros realizaron. No duda, pero necesita asegurarse. La
franqueza de su carácter entero le impulsa a decir lo que siente. A pesar de todo, no puede
disimular cierto malestar: “Nosotros lo hemos dejado todo. ¿Qué tendremos?”.
Observemos, en efecto, que en aquel momento Jesús y sus Apóstoles se encuentran a
corta distancia de Jerusalén. Se acerca el momento en que Jesús ha de inaugurar el reino
mesiánico. Pues bien: el Maestro les ha declarado abiertamente por dos veces –y lo repetirá
por tercera vez– que su triunfo tendrá lugar sólo después de su muerte: “Resucitaré al tercer
día”. Antes será apresado, escarnecido, flagelado, sentenciado al suplicio de la cruz. No era
lo que los discípulos esperaban cuando dejaron sus barcas en el lago de Tiberíades y se
despidieron de sus familias. Cuando el Maestro los llamó, si les hubiera dicho que, al
terminar sus predicaciones, después de todos sus milagros, sería condenado a muerte por las
autoridades religiosas de Israel, ¿lo habrían dejado todo por seguirle? Lo dejaron todo sólo
porque esperaban participar en el triunfo del Mesías. En estas condiciones, ¿qué será de
nosotros?

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Pero no se queja; ahora sabe lo que antes ignoraba: que Jesús es el Hijo de Dios. No
obstante, el futuro de ellos le parece terriblemente incierto. Si Jesús, Hijo de Dios, tiene que
ser crucificado –aunque todavía no pueden hacerse a la idea–, ¿cuál será la suerte que les está
reservada a ellos, que le siguieron desde el primer día?...
¿No es verdad que Simón Pedro es cada uno de nosotros? ¿Cómo le agradeceremos
que haya dicho en alta voz lo que a veces pensamos interiormente? Y el Evangelio no nos
habría relatado su intervención si no fuese para tranquilizarnos también a nosotros.
***

Evidentemente, no podemos vanagloriarnos, como los Doce, de haberlo dejado todo


por Jesús. Pero no es menos verdadero que no podemos ser sus discípulos si no hemos dejado
algo por Él. El renunciamiento es la única puerta de acceso al cristianismo vivido, que es el
auténtico cristianismo.
Pues bien: no es en el momento de dirigirse al sacrificio cuando éste resulta más
doloroso; espanta mucho más mientras se demora uno en cumplirlo; una vez que se acepta, la
divina gracia nos hace sensibles especialmente al alivio, a la liberación, que son sus frutos. El
amor de Dios cuya señal es, domina de tal modo a los demás sentimientos de nuestro
corazón, que embota en cierto modo el dolor causado por el sacrificio. Pero la herida se abrirá
más tarde: las más de las veces en forma de accesos agudos y pasajeros que no son sino
tentaciones de las que se sale muy pronto renovando la ofrenda. Con todo, a veces la
impresión de amargura que sigue al sacrificio encubre una verdadera disminución del fervor,
siendo el resultado esas imprudentes miradas atrás; pesar, deseos que son como volver a
tomar lo que se había ofrecido a Dios generosamente. A decir verdad, el pesar del sacrificio
es el que deja sentir todo su dolor.
El cristiano absolutamente fiel a las autoridades de las normas morales puede hacer
constar sin sombra de falsedad que el yugo del Señor es suave y su carga ligera. Basta, por
desgracia, por poco que sea, con debilitar su intransigente vigor para que la ley, hasta
entonces benigna, llegue a ser una pesada cadena. Y una vez que se la lleva a disgusto está
uno a punto de arrojarla.
La castidad individual no es la única obligación de la moral cristiana. Ésta nos
impone numerosas leyes, que exigen más o menos sacrificios; que podemos prometer de una
vez para siempre, pero que no cumplimos de una vez para siempre. Hay que cumplir la
promesa día a día, y para muchos llega el momento de oír dentro de sí la voz del instinto que
tiende a prevalecer: ¿Para qué sirven todos esos sacrificios? ¿Los exige Dios realmente?
¿Habrá que renunciar a tantas alegrías inmediatas por una alegría futura?
“Queréis demasiado puros a los que hacéis dichosos, y cuando llega la alegría han
sufrido demasiado...”.
Desecháis –¿no es verdad?– esas ideas disolventes cuya obsesión llevará
infaliblemente a la pérdida, al menos momentánea, de la fe. Sin embargo, ¿no sucede que
algunos buenos cristianos se dan cuenta de que, al seguir a Jesucristo, fueron más lejos de lo
que pensaron? Cuando se adhirieron a Él no eran conscientes de que un día les exigiría
sacrificios tan rigurosos.

70
El sacrificio es duro para los esposos cuando reconocen por experiencia que en el oro
de su unión hay escorias. Nunca dará la nota justa. ¡Ah! ¡Si se pudiera volver a empezar! Pero
justamente es imposible: hay que guardar la fe prometida.
¿No conocéis, asimismo, algunas jóvenes que decidieron generosamente no casarse
sino con un hombre sinceramente cristiano? Para ello dejaron partidos considerados
ventajosos, y después nadie más se presentó y ¡van pasando los años! Ellas no supieron que
su resolución había de llevarlas tan lejos. ¿No debí ser menos rigurosa?, piensan. ¡Si pudiese
volver a empezar!...
Si hubiera que volver a empezar, cristianos, ¿obedeceríais aún a los nobles escrúpulos
que os han hecho despreciar los medios indirectos de enriqueceros? Competidores,
camaradas, no tuvieron vuestra delicadeza. Hoy gozan de una situación muy estable,
mientras que vosotros, por vuestra probidad, tenéis dificultad para alimentar a vuestra
familia. Ciertamente no os pesa haber sido honrados, pero hay días en que uno no puede por
menos de considerar un poco duro que los hombres honrados tengan todas las apariencias de
haber sido engañados.
Sentir pesar por los sacrificios pasados por razón de los perjuicios y sufrimientos que
nos han acarreado, no se declara sin cierta vergüenza, que condena al que se queja. Hay otras
circunstancias en que nuestras quejas, semejantes a las de Pedro, insisten en este pensamiento
de que nuestros sacrificios, alegremente aceptados y jamás retractados, no lograron el bien
que esperábamos para los demás y para la misma causa de Jesucristo.
Creíamos que bastaba con entregarse de todo corazón y no se previó por parte del
prójimo las reacciones de la inercia, de la incomprensión, olvido, hasta ingratitud. Así hay
hijos que permanecen indiferentes a los repetidos sacrificios del padre y de la madre; éstos no
contaron con el sacrificio para hacerlos cristianos y descubren con tristeza en sus hijos, ya
mayores, el egoísmo que habían inmolado en sí mismos.
¡Cuántas veces oímos consideraciones pesimistas de católicos muy generosos que se
preocupan por las cantidades consumidas por la Iglesia de Francia en favor de las escuelas
cristianas! ¿Es que los resultados –preguntan– corresponden a tantos sacrificios?
Añadid a esto las decepciones de los que renunciaron valientemente a su tranquilidad
personal para ocuparse de acción cívica social, otros de acción católica. ¡Cuántos disgustos
se acarrearon! Pues sus tentativas fracasaron o, incluso cuando triunfaron parcialmente, sus
intenciones estuvieron disfrazadas regularmente y en muchos casos se explotó fríamente su
buena voluntad.
Hay quienes se preguntan si el orden cristiano que, a pesar de todo, tenemos la misión
certísima de restaurar en el mundo se realizará alguna vez, o si es que es realizable. ¿Cuál no
será actualmente la angustia de los católicos que toman en serio la doctrina de la Iglesia?
Tenemos la seguridad de que poseemos las únicas soluciones eficaces en ese trastorno de la
fe y de las costumbres de que no se ha visto libre ningún pueblo. Las enseñanzas del
Evangelio, interpretado y explicado por los Papas y nuestros teólogos, puede –y sólo existe él
que lo pueda– traer la paz a las almas, apaciguar los conflictos sociales, establecer la
concordia, a pesar de los intereses divergentes de las naciones. Ahora bien: el mundo no
quiere escucharnos. La voz de nuestros jefes choca regularmente contra la conspiración del
silencio, sabiamente organizada por aquellos mismos que salvarían nuestra doctrina y que
caminan hacia la perdición. Sólo se hace caso de los programas de violencia y preparativos
71
bélicos. ¿Quedaremos reducidos a orar como hizo Jesús sobre su pequeña patria terrena
irremisiblemente rebelde a sus solicitaciones?
Al menos necesitamos volvernos hacia Jesucristo, como su Apóstol, y decirle: ¡Dinos
que no nos hemos engañado habiendo hecho, por seguirte, los sacrificios que nos pediste!
Sería interesante analizar en detalle la respuesta de Jesús a Pedro con las variantes de
cada uno de los evangelistas. Mas, por falta de tiempo, destaquemos los principales rasgos.
El Salvador hace una especial promesa a los Doce: juzgarán personalmente a las doce
tribus de Israel. Luego el Maestro se dirige, después de ellos, a todos los que hayan hecho el
sacrificio total o parcial de sus bienes y más caros afectos. Jesús promete a todos tres cosas:
I. “La vida eterna en el siglo venidero”. El cristiano no debe perder nunca de vista la
línea del horizonte. No nos extraviamos siguiendo las huellas de Jesús: la indiferencia del
público, la aparente inutilidad de nuestra generosidad, el fracaso de nuestras tentativas y
hasta la ruina de nuestras obras, si tuviera que suceder, nada de eso nos privará de la unión
con Dios, que cada día de nuestra vida, por el contrario, estrecha más y que se dilatará en una
felicidad eterna en su compañía. Detrás de la derrota del Calvario, Jesús contempla los
esplendores del cielo para nosotros como para Él. ¿Cuál será nuestra suerte? La de Jesús:
padeciendo con Él y por Él reinaremos por Él y con Él (Rom 8, 17; 2 Tim 2, 12).
No sentiríamos ya la tentación de volver atrás tristemente si levantásemos
habitualmente nuestros ojos a la eternidad. Lo asombroso no es que no podamos referirlo
todo a la eternidad, sino que descuidemos hacerlo, porque es por el reino de Dios por el que
nos esforzamos y sacrificamos. Sólo que no hay que considerar el cielo como la última
“probabilidad” de una compensación posible a nuestros sufrimientos actuales: “¡Si al menos
estuviese seguro de que se me tendrá en cuenta allá arriba!”.
Tengamos la eternidad bienaventurada por la primera de las “certezas”. Seguros de la
victoria, ya no se escatiman los sacrificios ni se temen las heridas
II. Pero antes de las seguras recompensas del otro mundo, Nuestro Señor promete
otras a los que hayan renunciado por Él a un bien legítimo. Antes de “heredar la vida eterna”
recibirán “desde ahora el céntuplo en esta vida” de todo lo que hayan sacrificado.
Pedro y sus compañeros, en quienes hoy sorprendemos la inquietud, lo reconocerán
espontáneamente cuando Jesús les pregunta antes de entregarse a la muerte: “Cuando os
envié sin bolsa, sin alforjas, sin sandalias, ¿os faltó alguna cosa? –Dijeron ellos: Nada” (Lc
22,35). Habiéndose despojado de todo ya nada poseían. El Salvador los envió sin nada y, sin
embargo, nada les faltó. Lo que sacrificaron no les hizo falta, por tanto.
Pero aquí Jesús es más categórico aún: nos promete cien veces más de lo que
hayamos perdido por causa suya; no, por cierto, en riquezas materiales o en afectos sensibles,
pues en ese caso ya no se podría hablar de sacrificios, sino de inversiones de capital a un
interés elevado. El céntuplo que Jesús nos da no consiste solamente en la cantidad de alegrías
que tienen que pagar nuestros sufrimientos: la calidad sube cien grados.
El misionero, la hermana de la caridad, hicieron muchos sacrificios y jamás dejaron
de estar alegres. En tierra pagana el misionero ha encontrado una patria chica en medio de los
paganos convertidos; la hermana de la caridad ama a sus enfermos como a sus propios hijos.
Y sin llegar a ese renunciamiento total, vosotros mismos podéis probar que conocisteis

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vuestras mejores alegrías en las privaciones que os inspiró el amor de Jesucristo. La limosna
que no empobrece puede seguir siendo un gesto trivial, mas, al desprenderos, en provecho de
otro, de un bien que os era útil, os sentisteis tan unidos a Dios, que no os pesa lo que habéis
perdido.
En el campo más íntimo de la conciencia, ¿podríamos parangonar los placeres
seguidos de tormentos con la paz de una vida que conserva su unidad? Si nos olvidamos con
el espíritu y en el amor de Cristo, es cien veces más dichoso el que ama sin preocuparse de
serlo que esperar las muestras de amistad siempre insuficientes o mendigar un afecto que se
escapa. Es cien veces más dichoso dar que recibir, hacer favores que ser servido.
III. Con todo, el texto de San Marcos nos reserva una, sorpresa. En él Jesús promete
una recompensa particular a los que lo dejen todo por seguirle. A la vida eterna en el siglo
futuro y a la felicidad centuplicada de la vida presente el Maestro añade esta gracia
extraordinaria: “¡las persecuciones!”.
El pensamiento de Jesús permanece constante. La última de las ocho
Bienaventuranzas ya era: “Bienaventurados seréis cuando os persigan”. La dicha de seguir a
Jesucristo, la unión fiel con Dios, proporcionan a esta presente vida tal suavidad, que por una
inesperada contrapartida el cristiano terminaría por apegarse demasiado a la tierra. ¿No hay
gentes, por otra parte, que para negar el mérito de los hombres de bien les echan en cara la
satisfacción que experimentan en ser buenos? Bajo la injusticia de esta crítica hay, sin
embargo, una pizca de verdad: ¡Queda uno tan contento cuando ha sido útil a alguien! El
Salvador nos libera de ese retorno del amor propio: “Recibiréis –dice– el céntuplo de lo que
dejasteis, junto con persecuciones”. Así quedamos libres de los peligros egoístas de la
vanagloria o de la estima de las alabanzas humanas: recibiremos ingratitudes,
incomprensiones y toda la gama de las maldades humanas.
Pero esta prueba es una recompensa. Dicen que el que quiere no tiene enemigos. Sólo
es atacado el que tiene fuerza y valor. Es un honor ser de los que están en oposición con la
cobardía.
Además, viendo de dónde parten esas burlas y perfidias de que es víctima, el cristiano
se da perfecta cuenta de que esos ataques van dirigidos no tanto contra su persona, sino
contra Jesucristo, a quien representa. ¡Qué honor sufrir por Él! Este gozo hacía exultar a los
Apóstoles cuando, después de ser flagelados por orden del Sanedrín, salieron gozosos de
haber sido dignos de sufrir afrentas por el nombre de Jesús (Act 5, 41).
¿Qué será de nosotros, que damos cuanto podemos a Nuestro Señor? La suerte del
cristiano, teniendo todo en cuenta, es la más envidiable. Nada falta al que lo entrega todo por
el Evangelio, toda vez que posee a Jesucristo. Repitamos las hermosas palabras de Santo
Tomás de Aquino, a quien dijo Nuestro Señor: “Has escrito bien de mí, Tomás, ¿qué
recompensa deseas?”. “Señor –respondió el Santo–, ninguna más que a Ti”.

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XIV. Ejemplo de servicio fraterno

“Señor, ¿Tú lavarme a mí los pies?” (Ioh 13, 6).


Pedro y Juan se habían adelantado por orden del Maestro a preparar la cena de Pascua
en una casa amiga. Cuando Jesús se juntó a ellos acompañado de los demás Apóstoles surgió
una discusión sobre “quién de ellos había de ser tenido por mayor” (Lc 22, 24). ¿Se trataba
aún de sus ambiciones respecto a los puestos que ocuparían en el reino terreno que se
obstinaban en esperar, o de una simple cuestión de precedencia a propósito de los sitios que
debían ocupar en la mesa? Poco importa el motivo: en cualquier hipótesis hay que
comprobar, con tristeza, que la misma víspera de la muerte del Salvador sus preocupaciones
mesiánicas los tenían tan alejados de la doctrina que Jesús les venía enseñando desde hacía
más de dos años.
No logran, con todo, consumir la paciencia de Nuestro Señor. Una vez más el
Maestro les recuerda que el mayor entre sus discípulos es el servidor de todos. “¿Quién es el
mayor, el que está sentado a la mesa o el que sirve?”, les pregunta (Lc 22, 27).
Entonces los Apóstoles, recostados sobre los divanes dispuestos en derredor de las
mesas, le ven despojarse de su manto y ceñirse una toalla para hacer por sí mismo las
abluciones de costumbre. Vierte agua en una jofaina y se arrodilla frente a Simón Pedro para
lavarle los pies.
Pedro se yergue al momento: “¡No es posible!”, protesta en términos en los que se
adivina la sincera confusión que siente. “¡Señor!, ¡Tú lavarme a mí los pies!”. Por más que
Jesús le dice que después se le explicará el motivo, el Apóstol no consiente que el Maestro se
rebaje hasta ese punto. “¡Jamás me lavarás Tú los pies!”. No habla por terquedad.
Sinceramente no puede tolerar, ni tampoco sus compañeros, que Jesús olvide quiénes son y
quién es Él. Con mucha mansedumbre, aunque muy claramente, Jesús le replica: “Si no te los
lavare no tendrás parte conmigo”. Sólo bastó esto para hacerle cambiar de arriba abajo. Pedro
no siempre comprende las intenciones del Salvador, mas no ser ya su discípulo, eso ¡de
ningún modo!, y pasando de un extremo a otro: “¡Señor, entonces no sólo los pies, sino
también las manos y la cabeza!”.
Cuando Jesús hubo dado la vuelta a la mesa, dijo a los Apóstoles: “¿Entendéis lo que
he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y decís bien, porque de verdad
lo soy. Si yo, pues, os he lavado los pies siendo vuestro Señor y Maestro, también habéis de
lavaros los pies unos a otros. Porque yo os he dado ejemplo, para que vosotros hagáis
también como yo he hecho”.
Pedro ha entendido esta vez. Si la lección iba dirigida a todos, ¿no miraba a aquél que
había de recibir las llaves del reino? Todos deberán obedecer al jefe de la Iglesia, pero su
autoridad no será el ejercicio de un prestigio pueril o tiránico. La prerrogativa de un jefe no es
recibir los homenajes de sus subordinados o de imponerle arbitrariamente sus caprichos: su

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oficio y grandeza consiste en servir a aquellos que Dios le confía. El mayor debe respetar a
los más humildes; está a su servicio.
Pedro comprenderá mejor aún más tarde por qué quiso Jesús ponerse de rodillas
frente a Judas. No hay ningún hermano nuestro a quien no estemos obligados a servir, aunque
fuese el menor y más indigno.
***

¿Hay necesidad de subrayar el inmenso alcance de estas enseñanzas de Nuestro


Señor? Regula los más altos problemas de la moral social, así como nos guía acerca de las
más insignificantes relaciones cotidianas con nuestros semejantes.
La lección es en cierta manera doble. Por una parte, la autoridad de que está revestido
el cristiano le obliga a “la humildad fraterna”. Todos los que tenemos alguna participación,
sea cual fuere, de la autoridad, ya sea en la Iglesia o en el Estado, en la familia, en la escuela,
en el Ejército, en una industria, allí donde seamos “mayores” que nuestros hermanos,
debemos justificar nuestra situación poniéndonos al servicio de los más pequeños. Por
doquier el jefe debe servir.
Las palabras de Jesús significan también en otro aspecto que el progreso de los
cristianos sólo se realiza por el ejercicio “del servicio fraterno”. “Sois grandes, luego debéis
servir”. Pero también: “Queréis ser grandes –toda vez que se dirigía a hombres que discutían
sus respectivos méritos–, queréis ser grandes, lo podréis, para ello basta con servir”. Jesús no
los separa en sus vanas disputas. No designa al mayor. El que se complace en confundir a los
primeros y a los últimos no ha fijado los límites entre unos y otros, pero inmediatamente
zanja la cuestión: El mayor tiene que ser el servidor de todos.
“¡Señor!, ¡Tú lavarme a mí los pies!”. Pedro puede asombrarse justamente.
Semejante tarea no entra en las atribuciones normales de un maestro. Jesús recoge en seguida
la idea del Apóstol: “No he cumplido esta función «a pesar de» ser vuestro Maestro, sino
«porque» soy vuestro Maestro y Señor os he lavado los pies”. Luego continúa: “Los reyes de
las naciones imperan sobre ellas, y los que ejercen la autoridad sobre las mismas son
llamados bienhechores; pero no así vosotros, sino que el mayor entre vosotros sea como el
menor y el que manda como el que sirve, el mayor será el servidor de los demás, como acabo
de daros testimonio”.
***

Jesús promulga aquí un orden social perfecto. Revoluciona las costumbres milenarias
de la Humanidad, en la que siempre se vio que los poderosos esclavizan a los débiles, que los
grandes se aprovechan egoístamente del trabajo y de los sufrimientos de los inferiores. Jesús
nos da una noción muy diferente de la autoridad. Toda autoridad viene de Dios y debe tender
no al provecho del que la detenta, sino al bien de los hombres sobre los que la posee. En el
plano cristiano el jefe es un intermediario entre Dios y los hombres, como Jesús, perfecto
Jefe (Christus Caput Ecclesiae) y también el Mediador por excelencia.
Desde ahora servir ya no será la condición humillante de los inferiores. El fuerte
deberá respetar y proteger al débil; el grande deberá ponerse al servicio del pequeño. No es

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que los oficios se hayan cambiado, sino que se han comprendido mejor. Todo el mundo debe
servir: el que manda y el que obedece se sirven mutuamente y juntos sirven a Dios. Fue una
revolución, una revolución de justicia y amor.
Mas ha habido hombres que han intentado superar a Cristo. Al orden cristiano han
querido sustituir un orden social donde no haya grandes ni pequeños: Puesto que no hay “ni
Dios ni Señor”, todos los hombres son iguales. Los inventores de estos principios modernos
se han jactado de haber hecho también ellos una revolución, sin percatarse de que llevaban a
cabo un retroceso hacia antiguas servidumbres. No se puede establecer un orden social que
esté en oposición con el orden divino de las cosas.
En el orden cristiano las relaciones están imperadas por “la humildad fraterna”; en el
orden laico se fundan en una “igualdad orgullosa”. Ahora bien: mientras la fraternidad
cristiana tiende a abolir progresivamente las desigualdades artificiales de las sociedades
humanas debidas a la injusticia, el igualitarismo laico, por el contrario, termina matando la
fraternidad entre los hombres. El orden laico pretende sacar la fraternidad de la igualdad:
todos los hombres son iguales, por tanto, son hermanos. En el Cristianismo el punto de
partida no es la igualdad, sino la fraternidad, porque los hombres son –no a título simbólico,
sino realmente– hermanos; este vínculo de sangre, reforzado por el vínculo sobrenatural
derivado de la filiación divina, crea entre ellos una igualdad sustancial y les exige que igualen
las diferencias que los separan. En cambio, el igualitarismo nivelador no puede crear esa
fraternidad y sólo engendrará rivalidades.
¿Qué se puede decir, en efecto, cuando se habla de igualdad entre los hombres? A
primera vista los hombres son tan desiguales... No todos gozan de la misma salud, de la
misma fuerza física ni de las mismas energías para el trabajo; todos no son igualmente
inteligentes, ingeniosos, hábiles; no todos tienen los mismos gustos ni las mismas aptitudes.
Sus disposiciones, ya diferentes, no tienen las mismas probabilidades; el terreno que han de
trabajar no es rico de la misma manera; los bienes de fortuna están fatalmente repartidos entre
todos de un modo desigual.
Sin embargo, la naturaleza del hombre es una, y toda persona humana tiene igual
derecho al respeto. En el organismo humano todos los miembros son útiles y todos deben ser
honrados e igualmente atendidos, pero no tienen la misma importancia, pues son diversas sus
funciones. Así la humanidad es una, pero los miembros de ese cuerpo social no son
uniformes: los valores, así como las funciones, están necesariamente jerarquizados. Por eso
la igualdad niveladora es antinatural. Es una utopía irrealizable: las nivelaciones que se han
producido en el decurso de la Historia han dado origen a nuevas desigualdades, con
frecuencia más crueles que las anteriores. Es un sueño malsano porque en el fondo muchos
de los que la reclaman apenas logran disimular su ambición de superioridad, que de otra
manera no alcanzarían. Inspirada por la envidia, es incapaz de hacer reinar el amor en el
corazón humano.
Muy diferente es el orden humano que el cristianismo funda sobre la fraternidad que
iguala. Desiguales entre sí por los dones que recibieron y las funciones que tienen que
cumplir, los hombres son iguales ante Dios. Tienen un mismo origen y un mismo destino
divinos. Iguales por naturaleza, lo son más todavía porque, redimidos todos por Jesucristo,
todos están llamados a poseer por Él la misma vida divina. “Todos nosotros –escribe San
Pablo– hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo..., no hay ya

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judío ni griego, no hay siervo o libre..., porque todos sois uno en Cristo Jesús” (1 Cor 12, 13;
Gal 3, 28).
En una misma familia los hermanos poseen cualidades desiguales, pero el amor
fraterno procura borrar las diferencias sin suprimirlas. En la gran familia humana, familia
cuyo Padre es Dios, Nuestro Señor quiere que la caridad iguale las diferentes situaciones y
condiciones y que restablezca el equilibrio con espíritu equitativo. El mayor por la fortuna,
por la educación, por el saber, por la autoridad de que goza, tiene que ponerse al servicio de
aquellos a quienes tocó peor suerte, como Jesús, el Maestro y Señor, lavó los pies de sus
discípulos.
Las diferencias que existen entre los hombres ya no deben ser en la sociedad cristiana
un motivo de división, sino convertirse en instrumento de acercamiento. Ya no será el
inferior el que rebaje al superior para ocupar su puesto, como en la revolución igualitaria. En
la revolución fraterna el mayor, deponiendo todo orgullo, emplea su superioridad en elevar al
inferior. Entre el igualitarismo que fomenta la lucha de clases desde abajo y el despotismo
que aviva las luchas de clases desde arriba (y éstas no son menos feroces que aquéllas), la
humildad es la única que puede unir equitativamente a los hombres, hijos de Dios por igual.
***

“Os he dado ejemplo para que vosotros hagáis también como yo he hecho”. Jesús no
se contentó con mostrar a sus discípulos el estricto deber de los jefes, vio mucho más lejos.
No sólo el mayor deberá ser el servidor de sus hermanos, sino que todos, olvidando si son
superiores o inferiores, deben ponerse al servicio de cada uno. Así, sirviéndose mutuamente,
todos llegarán a ser grandes en el reino de Dios. ¡El Salvador lo dijo tantas veces!: “El
hombre, humillándose, se ensalza”.
Por eso el cristiano tendrá cuidado de ver en todos sus hermanos la superioridad que
tienen sobre él. Ofreceremos alegremente el tributo de nuestra obediencia a aquellos cuya
situación providencial coloca por encima de nosotros. Pero, además, sabremos reconocer que
todo hombre, sea quien fuere, nos supera por algún lado. Sin duda, en muchos aspectos tales
y cuales son inferiores a nosotros: el cristiano no se para en estas consideraciones, al
contrario, sólo quiere examinar lo que debe respetar, admirar e imitar en los demás. San
Pablo no vacila en formular esta regla: “Llevados de la humildad, teneos unos a otros por
superiores” (Phil 2, 3). En la perspectiva cristiana las situaciones inferiores no condenan a la
inferioridad a aquellos que las ejercen: son diferentes situaciones en las que cada cual sirve lo
mejor posible a Dios y a sus hermanos. La superioridad real del hombre no estriba en la tarea
que le ha sido confiada, sino en el modo de cumplirla. Además, no hay ni uno solo de
nuestros semejantes que no posea o una virtud o un talento que nos falte a nosotros o que, por
lo menos, no tenemos en el mismo grado. “No te estimes por mejor que otros –leemos en la
Imitación–. Si tuvieres algo bueno, piensa que son mejores los otros. No te daña si te pusieres
debajo de todos; mas es muy dañoso si te antepones a solo uno” (Imit., lib. I, cap, VII, núm.
3).
La humildad es, en realidad, un acto de justicia: busca y ensalza el bien allí donde se
encuentra. Por ella llegamos a un sentimiento más verdadero de la dignidad humana y el
respeto que profesamos a los demás nos introduce de lleno en la caridad.

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Atentos para eclipsarnos ante la superioridad de otro, no negaremos los dones
personales que Dios nos ha hecho, pero en vez de complacernos en nuestros méritos
pediremos a la moderación el sentido de la medida y la conciencia de nuestras limitaciones.
Por consiguiente, aun sin tratar de imponernos a los demás, estaremos siempre dispuestos a
beneficiar a los otros con las ventajas que poseemos y que a ellos les hacen falta.
Los hombres tienen tendencia a conservar celosamente sus privilegios. Lo que
poseen en común con los demás les parece de menos valor que lo que les pertenece como
propio. Tener lo que otros no tienen, saber lo que ignoran, poder lo que les es imposible es a
sus ojos “un bien”, tanto más preciado cuanto que los demás carecen de él: por ello no
quieren desprenderse de él; lo que es bien “suyo”, eso es el verdadero bien.
Jesús nos enseña, por el contrario, que el más hermoso privilegio es poder servir,
desear dar, saber compartir.
¿Acaso somos “el menor” del que tienen necesidad los demás? Ayudándoles
contribuimos a su grandeza, los elevamos. Y si somos “el mayor” no nos rebajamos
inclinándonos hacia alguno de nuestros hermanos; no nos bajamos sino para elevarle hasta
nosotros elevándonos con él.
Imitemos fielmente el ejemplo del Maestro, que no cree fracasar al lavar los pies a sus
Apóstoles. Procuremos levantarnos hasta las alturas del Hijo del Hombre que “no vino a ser
servido sino a servir”.

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XV. Lecciones de una caída: de la generosidad a la presunción

“Yo daré por ti mi vida. Respondió Jesús: ¿Darás por mí tu vida? En verdad, en
verdad te digo que no cantará el gallo antes que tres veces me niegues” (Ioh 13, 37-38).
La dolorosa aventura de Simón Pedro es uno de los temas más familiares a la
meditación cristiana: ejemplo muy aleccionador para nuestra debilidad, pero propio también
para librarnos del desánimo. Por esto fue por lo que, indudablemente, el jefe de los Apóstoles
quiso que este sucedido fuese relatado a través de la primitiva catequesis cristiana, de la que
los Evangelios son la síntesis.
Confesando humildemente a toda la Iglesia su culpa, Pedro tenía la oportunidad de
renovar constantemente a su amado Maestro la expresión de su arrepentimiento. Sin quererlo
nos descubre así las admirables riquezas de su generosa naturaleza.
Pedro tiene, en cambio, derecho a humillarse al recordar su error, pero nosotros no
tenemos, desde luego, que censurarle. Nuestra obligación es aprovechar la lección de su
caída.
Los que se permiten criticarle sin compasión, ¿habrían sido más valientes en su
lugar? En todo caso no habrían amado tanto a Jesús. Por eso pondré como epígrafe de esta
meditación y de las siguientes la apreciación mucho más exacta que San Jerónimo hace sobre
el Apóstol, dispuesto a morir antes que renegar de su Maestro: “No fue temeridad ni engaño
–escribe– la del Apóstol San Pedro, sino un acto de fe y un ardiente amor por el Salvador”
(“Non est temeritas nec mendacium: sed fides est apostoli Petri, et ardens affectus erga
Dominum Salvatorem”).
***

La predicción que Jesús hizo a Pedro de su negación es narrada por los cuatro
Evangelistas con algunas variantes que se complementan entre sí. Hoy estudiaremos el relato
de San Juan. Bajo una forma más breve nos permitirá comprender mejor los verdaderos
sentimientos del Apóstol y el error inicial que motivó su caída.
Después de haber explicado a sus Apóstoles la significación del acto que realizó al
lavarles los pies, Nuestro Señor denunció a aquél de entre ellos que le había de entregar.
Judas abandonó el Cenáculo. Acabada la Cena, Jesús instituye el Sacramento del Amor. Se
acerca el momento de la partida, mas los suyos le volverán a encontrar en el rito eucarístico.
¡Ojalá permanezcan unidos entre sí! El Salvador les ruega que se amen mutuamente como Él
los amó: en eso conocerán que son sus discípulos.
Simón Pedro escuchó religiosamente esta exhortación apremiante a la caridad
fraterna. Pero la angustia le oprime: el Maestro va a desaparecer. “Señor –le pregunta–,
¿dónde vas?”. Descartemos del Apóstol la hipótesis de una lentitud de inteligencia,
completamente inadmisible: Jesús ha dicho con demasiada claridad que les deja el

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Sacramento de su Cuerpo, “que será entregado por ellos”; de su Sangre, “que será derramada
por ellos y por muchos”. A Pedro no le cabe la menor duda: Jesús tiene que morir. Mas ¿qué
es la muerte para el Hijo de Dios y en qué condiciones se llevará a cabo? Pedro no va a
abandonar al Señor en esos trágicos momentos.
Jesús respondió: “A donde yo voy no puedes tú seguirme ahora; me seguirás más
tarde”.
La réplica del Apóstol es inmediata; es lo que lógicamente –al parecer– tenía que ser:
¿por qué más tarde? “Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré por ti mi vida”...
Presentía muy bien, por consiguiente, el drama que iba a desarrollarse. Jesús se apresta a la
muerte violenta. Habrá, pues, que sostener una lucha. Y ¡no va a estar allí Pedro para
defenderle!... Su cuerpo le servirá de escudo...
Del ardiente corazón del Apóstol brota el anhelo de todos los que aman. Antes de ver
morir a Jesús, ¡ah!, ¡que muera él en su lugar! o, si es imposible que su muerte reemplace a la
de su Maestro, ¡que muera con Él! ¡Vivir aún, cuando Jesús estuviese condenado a muerte!
¿Qué haría él en este mundo? En esta exclamación del Apóstol no hay orgullo, sólo hay
amor.
¡Qué emoción, qué dulzura debieron invadir entonces el corazón de Jesús!
Desfiguraríamos totalmente el carácter del Salvador, le colocaríamos por debajo de su
discípulo si imaginamos que Jesús sólo habría opuesto al ofrecimiento espontáneo, sincero y
lleno de afecto de Pedro la lección fría y distante de un moralista desengañado. No, no hay ni
escepticismo ni decepción en la respuesta de Jesús. Al escucharle procuramos adivinar el
acento del interlocutor. Al leerla, contemplamos a ambos interlocutores, observamos sus
miradas, que se cruzan por encima de dos abismos de cariño.
Jesús no rechaza el sacrificio de su Apóstol. Acaba de decirle: “No ahora, sino más
tarde”. Pedro le seguirá, ciertamente. Pero antes tendrá que ponerse a la cabeza de la Iglesia,
Reino de Dios, cuyas llaves le fueron confiadas. La misión de Jesús termina; la de Pedro
apenas comienza. Sería muy hermoso poder marchar con los que se ama. Se les ama más
sobreviviéndoles para continuar su obra. Pedro alcanzará al Salvador, indudablemente. Mas
no al punto, sino cuando esté cargado de méritos y su fe sea más robusta, tan robusta como su
amor actual; cuando este cariño haya alcanzado su más alto grado. “¿Darías por mí tu vida?”,
insiste Jesús. Sé muy bien, Pedro, que tú eres capaz; pero es preciso que, antes de morir por
mí, aprendas a sufrir por mi causa, y esto es mucho más difícil. “Esta misma noche, antes de
que el gallo cante dos veces –pobre Pedro– me negarás tres veces”.
En seguida examinaremos el texto de los Sinópticos y especialmente la frase en que
Pedro parece afirmarse más fuerte que los otros. Atengámonos por el momento a este primer
diálogo entre el Maestro y su discípulo. Por más esfuerzos que hago no logro descubrir en la
actitud del Salvador ni dureza ni la más leve ostentación en la de Pedro. Por ambas partes
sólo veo un afecto sin límites. Mas el amor de Pedro se extravió involuntariamente y el amor
de Jesús le pone en el recto camino.
***

“¡Mi vida daré por Ti!”. Non est temeritas nec mendacium. Pedro no hace promesas
en el aire. Su resolución de morir por Jesús es sincera. No se evadirá junto a la muralla.

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Cuando los emisarios del Sumo Sacerdote vengan a detener a Jesús en el huerto de los
Olivos, Pedro les hace frente con audacia; desenvaina y de un tajo amputa la oreja de uno de
aquellos bellacos que prendieron a su Maestro. Y hubiera seguido golpeando si Jesús no se lo
hubiera prohibido formalmente. Estaba bien dispuesto, por tanto, a recibir golpes y heridas
por Jesús y a dejarse matar por Él. Hay que notar, entre paréntesis, que los Sipnóticos
silencian cuidadosamente el nombre del discípulo que tiró de la espada para defender a Jesús.
Sin duda lo exigió la humildad de Pedro. Cuando San Juan escribió el Evangelio el Jefe de la
Iglesia ya había fallecido desde hacía tiempo; ya no había motivo de guardar el anonimato.
Pedro dijo la verdad, por consiguiente. Pero también Jesús había dicho la verdad.
Antes del canto del gallo Pedro afirmó tres veces no conocerle.
Sería preciso que nunca hubiésemos hecho examen de conciencia para poder
extrañarnos en cierto modo de que el Apóstol, capaz de sacrificar su vida, haya capitulado
ante unas miserables pullas. También nosotros somos sinceros cuando aseguramos a Dios
que le amamos sobre todas las cosas. ¡Sobre todas las cosas! Y al momento le negamos el
sacrificio de un insignificante placer. No mentimos: si fuera necesario estaríamos dispuestos
a morir por confesar nuestra fe; y luego la disimulamos para desviar una burla o la olvidamos
cuando nos molesta una de sus leves prescripciones. ¿Debemos entonces abstenernos de
formular el “acto de caridad” y Pedro no tuvo razón al afirmar: “Mi vida daré por ti”?
San Jerónimo no lo cree así. No, Pedro no es temerario cuando ofrece al Salvador el
sacrificio de su vida. Jesús se lo pidió. Se lo pide a todos sus discípulos: tenemos que amarle
más que a nuestras riquezas, más que a nuestros padres, más que a nosotros mismos. No
salvaremos nuestra alma si no consentimos en perderla por Él. Y ésta es la entrega total que le
hace el Apóstol. Al ofrecérsela con todo el ímpetu de su voluntad amante Pedro no peca por
excesiva audacia.
El error suyo –y nuestro– está en hacer “promesas” que no son al mismo tiempo “una
oración”. Nunca seremos bastante ambiciosos en el servicio de Jesucristo: nuestro deseo de
amarle –como ya vimos últimamente– no ha de tener límites. Ahora bien: si sólo contamos
con nosotros para poner en práctica esos deseos, en seguida encerramos nuestra generosidad
en los estrechos límites de la debilidad humana. Pedro “presumió” de sus fuerzas y en esto se
engañó. Era lo suficientemente fuerte para dejarse matar, pero no lo bastante para resistir a
las bromas de un cuerpo de guardia.
Jesucristo quiere que nuestros deseos de amarle sean inmensos, inmensas nuestras
ambiciones de santidad, inmensos nuestros proyectos apostólicos, Pero los deseos del
cristiano tienen que ser al mismo tiempo una oración. Por doquiera hallamos la
imprescindible norma del Evangelio: “El que se ensalza será humillado y el que se humilla
será ensalzado”, pues sólo Cristo puede hacernos grandes.
San Felipe Neri se había hecho una como letanía de oraciones jaculatorias, breves
consignas de humildad que representan al mismo tiempo las condiciones de la acción eficaz.
No se atrevía a decir: “Dios mío, te amo”, sino que decía: “No te amaría bastante, si no me
ayudases, Jesús mío... No te amé nunca y quisiera tanto amarte... Si no me ayudas, caeré,
Jesús mío”. Y lo siguiente, tan hermoso: “Señor, ten cuidado conmigo porque te traicionaré y
obraré todo el mal imaginable si no me socorres” (El Padre Olivaint, inspirándose, sin duda,
en San Felipe Neri, decía: “Señor, no te fíes de mí, porque si no estás alerta hoy mismo te
traicionaré”).

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Así tenemos que expresar nuestras ambiciones santas, libres de presunción, que las
haría estériles. No podemos progresar ni conservar nuestras conquistas si olvidamos nuestra
“insuficiencia” o, para emplear la expresión de San Pablo, si no estamos convencidos de que
“nuestra suficiencia viene de Dios”. “Mas por la gracia de Dios –dice– soy lo que soy” (2 Cor
3, 5). Y si puede escribir (ya que la humildad no obliga a difamarse o a negar la evidencia):
“He trabajado más que todos ellos”, añade al momento: “pero no yo sino la gracia de Dios
conmigo” (1 Cor 15, 10).
Por eso encontraba no ya en sus trabajos ni en sus visiones, sino únicamente en sus
debilidades, en el sentimiento real experimental de su impotencia, un motivo de gloria no
para sí, evidentemente, sino para Jesucristo, que suplía su indigencia.
Todo lo podemos con Jesús: esto es lo que justifica nuestras ambiciones, pero
tengamos semejante convicción profunda de nuestra insuficiencia, toda vez que “sin mí –dice
el Maestro– no podéis hacer nada”.
***

Nos ofreceremos, por tanto, totalmente. Pero ofrecerse a alguien es esencialmente


ponerse a su disposición. Al ofrecernos a Dios sin reservas, aceptamos, por consiguiente, que
tome cuanto quiera de nosotros, pero únicamente lo que quiera. Por lo demás, solamente Él
sabe de lo que somos capaces.
La generosa promesa de Pedro no sólo estaba inficionada de “presunción”, sino que
le faltaba “discreción”. Antes de que Pedro muriese por Jesús tenía Jesús que morir por
Pedro. Nuestro Pedro, siempre impaciente, adelantaba sin saberlo los designios
providenciales. Jesús le pone bondadosamente en el camino trazado por Dios: Ahora no, “a
donde yo voy... me seguirás más tarde”. En efecto, más tarde el impetuoso Apóstol sufrirá el
mismo suplicio que el Salvador. Antes de permitirle morir por Él, Jesús quiere que Pedro
aprenda “a vivir” por Él, “a trabajar” por Él. Antes de que le aten con cadenas tiene que atarse
él mismo a la tarea de cada día y aprender a sufrir por Él. Antes de soportar los golpes de
martillo del verdugo tendrá que padecer los varazos del Sanedrín, y antes de los azotes deberá
aprender “aquella misma noche” a salir vencedor de los alfilerazos de la ironía y de las
miradas socarronas de una criada.
No se llega a la santidad de un salto; sólo la alcanzamos progresivamente, per
gressus, paso a paso. Y con frecuencia tropezamos entre uno y otro. Fue preciso que Pedro
hiciese la experiencia: “Antes que el gallo cante me negarás tres veces”.
¿Acaso no hemos hecho nosotros muchas veces la experiencia del Apóstol? Se arroja
uno locamente a la acción, se adopta una fuerte disciplina de reforma del carácter, nos
obligamos inconsideradamente a demasiadas obligaciones piadosas para después sucumbir,
por desgracia, ante la primera insignificante tentación que sobreviene. La Providencia se
encarga de llamarnos a la discreción.
No existen santidad ni santificación uniformes. Todos tenemos una vocación
especial. Dios nos llama a una perfección, que Él mismo precisa para cada uno de nosotros y
por la que otorga a cada cuál luces y auxilios proporcionados.

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Sólo alcanzamos esta perfección en el puesto providencial, con auxilio de los medios
providenciales y en el tiempo querido por Dios. Todo el que se aparta del plan que Dios ha
concebido para él por querer hacer demasiado –por querer copiar la santidad de otro–, por
querer ir demasiado de prisa, se expone infaliblemente a retroceder en vez de avanzar. Es
víctima no de sus deseos de perfección, sino de indiscretas ilusiones.
¡Cuántas madres de familia se equivocan porque tratan de ajustar su vida a un
régimen espiritual calcado en el de los monasterios! Hay una perfección laica, como hay una
perfección religiosa. La perfección laica no consiste en copiar tal cual es la perfección del
convento, sin lograrlo nunca, o habrá que decir entonces que el Cristianismo está hecho para
una minoría de fieles, para una minoría que no dirige la vida de todo el mundo. El
Cristianismo dejaría de ser la religión de todos –la religión católica–. Podemos santificarnos
en todas las situaciones donde Dios nos coloca y, por tanto, también en la vida familiar, en las
ocupaciones del hogar y de los niños, en nuestro oficio o mesa de trabajo. El cartujo se
santifica en la contemplación y San José se santificó en su taller; la carmelita ayunando y la
madre de familia conservando en el hogar el bienestar y la alegría. Allí donde Dios os ha
puesto, en el hogar, en la oficina, en el medio ambiente social, tenéis que cumplir una tarea
determinada –no es la del vecino, es la vuestra– y en las intenciones de Dios ella os tiene que
santificar si allí donde estáis vivís a fondo vuestro cristianismo. Sois insustituibles allí donde
Dios os ha puesto, estáis encargados de un apostolado que nadie fuera de vosotros puede
cumplir; no busquéis otro campo de actividad; ahí es donde os santificaréis, santificando a
vuestros hermanos.
“Daréis vuestra vida por Jesús”, sin duda, cristianos, pero no os salgáis de lo real,
dadle vuestra vida tal y como Dios la ha hecho. No le ofrezcáis lo que no os pide; por el
contrario, distinguid lo que espera de vuestra condición, de vuestro oficio, de vuestro estado
de salud, del tiempo de que disponéis, de vuestro temperamento natural. Contentaos con el
humildísimo homenaje, con la insignificante tarea, con la oscura mortificación que os
impone. Dadle sin titubeos lo que exige, no de los demás, sino de vosotros, y dejadle que Él
aumente, según su voluntad, la dosis de vuestros renunciamientos, la extensión de vuestra
irradiación y vuestras posibilidades de mortificación. Cristo nos pide que le sigamos, no que
le precedamos. San Vicente de Paúl, observando que Nuestro Señor no realizó ni con mucho
todas las obras que su divino poder le hubiera permitido llevar a cabo, recomienda:
“Honremos particularmente a este divino Maestro en su moderado obrar. No, no quiso hacer
cuanto pudo, para enseñarnos a contentarnos cuando no conviene que hagamos cuanto
podríamos hacer” (Abelly, lib. III, cap. XVI).
Discreción, sobriedad, mesura: estas virtudes capitales nos mantienen en los límites
requeridos por la Providencia y fuera de los cuales el progreso y la perfección son
imposibles.
Desde luego, en la valentía entusiasta de Pedro había un amor inmenso: “¡Yo daré por
ti mi vida!”. Y, no obstante, Jesús recibió de su discípulo mayor amor todavía después de sus
negaciones: el amor sacado de la humildad que siguió a la caída, en el dolor de su
arrepentimiento y en la alegría del perdón recibido.
Que nuestra generosidad con Nuestro Señor no nos haga olvidar que ayer fuimos
pecadores y que podemos aún sucumbir mañana, porque seguimos siendo muy débiles.

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Demos al Señor no lo que soñamos, sino lo que Él nos pide, rogándole que nos ayude a no
negárselo... “Señor, desconfía de mí, pues si no tienes cuidado, hoy te traicionaré”.

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XVI. Oración de Jesús por el pecador

“Pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe y tú, una vez convertido,
confirma a tus hermanos” (Lc 22, 32-34. Pasajes paralelos: Mt 26.31-35. Mc 14, 27-31).
A diferencia de San Juan y San Lucas, los dos primeros Evangelios no colocan el
anuncio de las negaciones de Pedro en el interior del Cenáculo, sino en el camino que
conducía al Monte Olivete. Los tres Sinópticos, con todo, lo introducen de la misma manera:
mientras que en San Juan lo que pierde a Simón es el deseo de seguir a Jesús a la muerte, los
tres primeros evangelistas presentan sus protestas como la respuesta al primer anuncio de
Jesús al predecir la defección general de los Apóstoles.
“Todos vosotros os escandalizaréis de Mí esta noche”, les dice el Maestro, y para
atenuar el terrible efecto de este aviso añade que esta deserción fue predicha por el profeta:
“Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas”. A lo más su infidelidad durará poco, porque se
reunirán de nuevo junto a Él en Galilea, después de su Resurrección.
El texto de San Lucas es el más patético. En él se encara directamente con Pedro. Por
delicadeza no le llama por su sobrenombre. Llamarle “roca” en el momento de hablarle de su
inminente inconstancia hubiera sido una ironía demasiado cruel. Lo llama por su nombre, o
como decimos en nuestra lengua, por su “nombre de pila”, lo cual da a la expresión del
Salvador un tono más afectuoso: “Simón, Simón, Satanás os busca para ahecharos como
trigo”. La defección de los Apóstoles no será definitiva, pero serán zarandeados por la
tentación como los granos agitados en la criba.
Al escuchar estas palabras los once Apóstoles están dominados por la tristeza y la
indignación que les causa la traición de Judas. Jesús reveló al desventurado, a Pedro y Juan;
ahora ya todos saben por qué motivo salió el tesorero tan precipitadamente del Cenáculo.
¿No bastaba ya con un traidor? ¿Quiere decir Jesús que los demás se pasarán al enemigo o
que huirán cobardemente?
Se recriminan unánimemente, pero Pedro, el más fogoso de todos, toma el primero la
palabra: “Señor, preparado estoy para ir contigo no sólo a la prisión, sino a la muerte”. San
Mateo y San Marcos notan que “todos los discípulos dijeron lo mismo”. Luego todos, sin
excepción, se jactaron de poder ir a la cárcel y a la muerte. Únicamente los dos Evangelistas
ponen en boca de Pedro una declaración que casi no nos sorprende por parte de ese impulsivo
incorregible y que le valió escuchar del Salvador que antes del canto del gallo le negaría tres
veces. “Aunque todos se escandalicen de ti, yo jamás me escandalizaré”.
¿Merecerá todavía nuestra severidad esta réplica del Apóstol? Guardémonos de
condenarle demasiado pronto, pues caeríamos también nosotros en la misma falta que
inconsideradamente cometió.
Para juzgarle con justicia es indispensable no perder de vista que Pedro tiene
deshecho el corazón ante lo inminente de la muerte de su Maestro y la felonía de Judas.
Tiene, pues, cierta excusa por perder su sangre fría. Ama a Jesús con locura y le pertenece en

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vida y muerte. Clama con toda la fuerza de su cariño: ¡Será para todos una ocasión de
escándalo, pero no para él en todo caso! No tiene que responder de los demás, pero
responderá de sí: Etsi omnes, ego non!
¡Qué fanfarronada es esta exclamación de Pedro! ¿Acaso no es la característica de los
hombres de carácter el no buscar su regla de conducta, sino en su conciencia y no sólo no
preocuparse por la opinión de la masa, sino encontrar en la capitulación de los demás un
motivo de más para seguir adherido a su ideal y no ceder en sus resoluciones?
Por más que todos renieguen de Jesucristo, ¡yo no! No obstante, este sentimiento fue
el que proporcionó a la Iglesia esa gloriosa corona de mártires. Etsi omnes, ego non! Es, sin
duda, lícito rendirse a un enemigo superior en número y que os cerca por todos lados, toda
vez que nada se puede contra él. Y, sin embargo, “un oficial francés no se rinde”, proclamaba
el teniente Gaetan de Kainlis frente a Verdun presentando su pecho a las bayonetas alemanas.
Etsi omnes, ego non! Es palabra de héroe. Es la palabra de la naturaleza generosa, de los que
arremeten contra las injusticias, de los que quieren liberar a la humanidad doliente. Aunque
los demás se callen ante los abusos, el hombre de arrestos quiere siempre proclamar la
verdad. Etsi omnes, ego non! Las palabras de Pedro son de un valiente.
Con todo, si las examinamos más detenidamente hay que convenir que son bastante
mortificantes para sus compañeros del Colegio apostólico. Indudablemente que no tiene que
responder de los demás; sin embargo, admite la suposición de que los otros puedan
abandonar a Jesús, lo cual equivale, al menos por deducción, a afirmarse superior a ellos.
Efectivamente, parece que Jesús al preguntar a Simón si le ama “más que los otros”
en la aparición en el lago de Tiberíades, hace una discreta alusión al yerro cometido al
afirmar que no desfallecería aun cuando los demás desertasen. Pero Pedro supo no reincidir.
Cometió, pues, una falta al creerse capaz de resistir cuando todos los demás
sucumbirían, pero hay que concederle que sólo consideró la defección de los demás como
simple hipótesis. En el caso en que los otros sucumbiesen, él al menos no consentiría. En
realidad, Pedro piensa menos en el caso de los demás que en el suyo. Ya hemos considerado
su falta anteriormente: confianza presuntuosa en sí mismo. Al parecer sólo desdeñó a los
otros indirectamente, de rechazo, sin querer. Su presunción llegó a tal extremo, por otra parte,
que no sólo ya se coloca, sin percatarse de ello, por encima de todos los demás, sino que no
cree que la palabra del Maestro pueda realizarse. Duda de Jesús antes que dudar de sí mismo.
Pues bien: Pedro no hubiera dudado de Jesús –y aquí es donde la lección adquiere
toda su amplitud– si hubiera sabido dudar de sí mismo, y habría estado menos ciego sobre su
propio valor si hubiese recordado que un discípulo de Cristo tiene espontáneamente que
colocarse por debajo de todos sus hermanos. Su primera falta fue la presunción, que proviene
siempre de la falta de humildad.
“Todos somos frágiles –escribe el autor de la Imitación–, pero estáte persuadido de
que ninguno es más frágil que tú” (Imit., lib. I, cap. II, núm. 4). San Francisco de Asís no
temía colocarse por debajo de todos los pecadores. Y discurría de esta manera: “Si Dios
hubiese dado a ese bandido tanto como a ti, sería más santo que tú”. Sin embargo, en seguida
presume uno de sí mismo, en cuanto se compara uno ventajosamente con aquellos que
parecen más imperfectos que nosotros. El peor castigo del orgulloso –y ese castigo no se hace
esperar mucho– es caer en la misma falta que juzgó severamente en los demás. Ninguno de

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los once Apóstoles quiere admitir que desertará, y todos abandonaron a Jesús. Pedro estaba
seguro de que él en todo caso resistiría, y fue quien añadió a la deserción general la negación.
¡Cómo permanecieron unos y otros en esa prudente duda que manifestaron cuando
Jesús les hizo saber que uno de entre ellos le traicionaría! ¡Qué conmovedora es su humildad
entonces! Ninguno miró del lado de Judas; ninguno sospechó de sus hermanos; ni uno sólo se
indignó ante la idea de poder ser acusado de cometer tal crimen. Mas todos estaban
consternados, como si cada uno de ellos hubiese podido ser el traidor. Uno tras otro habían
dicho a Jesús: “Maestro, ¿acaso soy yo? ¿Soy yo, Señor?”. Por eso el pecado que con más
frecuencia cometemos es aquél del que nos creíamos incapaces, y evitamos el mal con más
seguridad cuando tenemos la convicción de que seríamos capaces de cometerlo. El
sentimiento de nuestra debilidad nos hace prudentes y hace que recurramos a la oración.
“Cuando soy débil entonces me siento fuerte”, escribía San Pablo. La inversa no es menos
verdadera. Nunca somos tan frágiles como cuando estamos ciegos sobre nuestras fuerzas.
***

No tenemos derecho a ser severos con Simón Pedro, no solamente por haber nosotros
renovado su culpa. Nos lo impide un motivo más poderoso. En efecto, observemos que
Nuestro Señor al anunciar a su Apóstol que le negará no añade ningún reproche a esta
declaración. Ya hemos oído a Jesús hablarle con severidad por los menores extravíos. Aquí
se siente uno tentado de preguntarse si la culpa no ha sido ya perdonada antes de que se
cometa. Habrá tan poca malicia en el pecado de Pedro y sacará de él un dolor tan tremendo
que el Salvador parece preocupado de mantener su ánimo después de que caiga.
Oíd cómo habla el futuro culpable, con qué cuidado le confirma de antemano en su
papel de jefe. Ya no es aquella majestuosa entronización del “Tu es Petrus”, sino un
juramento de despedida tan categórico y más penetrante.
El Concilio Vaticano tomará esas palabras que el Salvador dirige al Apóstol
prevaricador para confirmar la definición de la infalibilidad doctrinal de sus sucesores:
“Simón, yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma
a tus hermanos”. Por más que buscamos el reproche sólo encontramos una promesa: “Yo he
rogado por ti...”.
En otras circunstancias, Pedro se hubiera arrojado a los pies de Jesús como hizo en la
pesca milagrosa. Le hubiera dicho: “Sí, Señor, pide por mí porque soy un hombre pecador”.
Pero sólo escucha al Maestro a través de su agitación, un poco así como cuando las almas
santas nos prometen sus oraciones en los momentos en que la tribulación nos abruma: les
damos las gracias por cortesía, pero sin saber de cierto lo que nos han dicho. Pedro tiene
demasiada pena para medir en el momento todo el valor de la oración del Hijo de Dios por él.
La recordará más tarde y esta evocación lo salvará de la desesperación.
“Yo he rogado por ti”. Jesús pidió por Pedro y Pedro cayó... Pocos rasgos hay en el
Evangelio tan consoladores para los pecadores como nosotros: Jesús no rogó para impedir la
caída de Pedro sino, sabiendo que sucumbiría, para que se levantase prontamente. Jesús no
dice: “Yo he rogado para que tu firmeza no desfallezca”. No pidió para su discípulo un valor
que su presunción hacía imposible. La oración, aunque sea la del Hijo de Dios, no anonadará
nuestra libertad. “Yo he rogado –dice el Salvador– para que no desfallezca tu fe”. Pedro se

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avergonzará de Jesús, pero no renegará de Él en el fondo de su corazón. Sin duda su falta será
una gran desgracia, pero otra mayor sería que no se levantase. Dios saca siempre bien del
mal. Él hará que el pecado de su discípulo sirva a los designios de la misericordia: la fe de
Pedro no naufragará en esa prueba; saldrá de ella más firme e invencible a partir de aquel
momento, y lo que es más, conquistadora.
“Yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe”. Ella vacilará; sin embargo, Pedro
no cesará un minuto de amar apasionadamente a su Maestro; su alma sufrirá un eclipse.
¿Cómo él y sus compañeros habrían podido resistir a esos acontecimientos tan
impresionantes? Jesús, condenado por las autoridades religiosas, reducido a la impotencia,
sin defenderse; Jesús, aparentemente abandonado de Dios, a quien llamaba su Padre... El
Salvador sabe que su fe irá a la deriva, y les previene contra ello. Pero la fe de Pedro no
naufragará.
Cuando en la mañana de Pascua las mujeres llevan al Cenáculo el mensaje de los
ángeles, Pedro no se rebela contra el parecer de los demás Apóstoles que tildan lo dicho por
las mujeres de algo absurdo. En cambio, él querrá ir inmediatamente al sepulcro: su fe no ha
desaparecido, aún lucha en él una esperanza, que no discierne, contra la evidencia brutal de
los hechos. Es que Jesús rogó por Pedro. “El valor” del discípulo desfallecido, pero no “su
amor” y su caridad, preserva su “fe”. Pedro conoció las angustias mortales del alma que
quiere creer tanto más firmemente cuanto que es incapaz de formular esa fe. Momentos
terribles en los que el alma se agarra locamente al Dios amado que parece sustraerse a nuestro
influjo. Dramas internos en los que sucumbiríamos si Jesús no hubiera pedido por nosotros.
¡Noches crueles que parecen años! El cristiano a quien el Señor no dispensa de estos
tormentos de la oscuridad no debe pensar que ha perdido la fe. Quizá nunca su fe fue más
firme ni más operante como en esos momentos terribles. Creer no es ver. La piedra de toque
está, por el contrario, en esas dolorosas crisis en la que seguís diciendo sí cuando veis que es
no. Tal vez nunca amemos tanto a Dios por sí mismo como cuando nuestra pobre alma,
privada de luz, desprovista de alegría, presa de un vértigo semejante al que produce la
inanición física, ni siquiera escucha el eco de su miseria. Con todo, lejos de desfallecer,
nuestra fe se hace más fuerte al pasar por el crisol ardiente de la incertidumbre: entonces es
cuando se apodera de nosotros sin saberlo y nos penetra hasta hacerse ya inseparable de
nuestra alma.
¿A qué bienes estamos más apegados en este mundo, en efecto, sino a aquellos cuyos
propietarios somos a fuerza de trabajo, de luchas, de sacrificios? Después de todo, nos
pertenecen y podemos distribuirlos a los demás.
Entre las tentaciones que nos asaltan, ¡qué fortaleza no sacamos de la certeza de que
Jesús ha rogado por nosotros! Sólo este pensamiento puede hacernos triunfar. Cuando la
tentación es tan violenta que creemos sentirnos sacudidos como en una criba, ¡qué energías
sacaremos del pensamiento de que el Señor nos hará salir de esta crisis con un aumento de
virtud y con posibilidades nuevas de confirmar a nuestros hermanos!
Así tenía que ser la fe de Pedro. “Y, una vez convertido, confirma a tus hermanos”.
Hizo falta que Simón Pedro pasase por ahí para que pudiese confirmar a los demás. Después
de esta dolorosa experiencia, será el inquebrantable fundamento de toda la Iglesia. Luego
podrá presentarse a los otros y tranquilizarlos. ¿Podrán dudar del perdón del Señor, ya que el
le perdonó a él, más culpable que ellos?

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Pedro se vanaglorió: “¡Aun cuando todos se escandalicen, yo no!”. Sin duda hubiera
sido un milagro espléndido ver al jefe de los Apóstoles escapar al desastre general. Jesús le
reserva otro privilegio, el de levantar a sus hermanos después de caer más bajo que ellos.
Pedro le negará tres veces en el espacio de una hora, pero tendrá la vida entera para renegar
de su negación. Y mucho después de haber dejado este mundo, mientras dure la Iglesia, el
ejemplo de su conversión confirmará a los cristianos; no solamente el ejemplo de su
conversión, sino la certeza de que esta conversión se debió a la oración de Jesucristo.
El plan de Dios no sufrirá menoscabo por su triple debilidad. Toda la Iglesia descansa
sobre Pedro, pero Pedro no puede vacilar porque Jesús ha pedido por él a fin de que su fe no
desfallezca. Hasta el fin de los tiempos los cristianos se volverán hacia el jefe de la Iglesia,
seguros de encontrar en él la fe indefectible de Pedro.

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XVII. Oración y vigilancia

“Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora?” (Mc 14, 37. Pasajes paralelos:
Mt 26, 36-43; Lc 22, 40-46).
San Marcos es el único que hace recaer sobre Pedro la decepción del Salvador; en los
otros dos Sinópticos el reproche de Jesús se dirige también a sus compañeros: habla a los tres
privilegiados, a los que había introducido en la habitación donde resucitó a la hija de Jairo,
los tres testigos de su gloria en el monte de la Transfiguración.
Así que llegaron al predio de Getsemaní Jesús se apartó de los demás Apóstoles como
a un tiro de piedra, llevando consigo a Simón, Juan y Santiago. A éstos les manifestó la
mortal tristeza de su alma y la angustia con que todo su cuerpo se estremecía en el momento
del sangriento rescate de nuestra Redención. Desde luego había venido a este mundo para
esta hora y no por eso dejaba de ser terrible. “Sentaos aquí –les dijo–, velad conmigo”.
Luego, dando algunos pasos se postró en tierra. Los tres discípulos escucharon su dolorosa
plegaria: las mismas palabras se dejaban oír entre suspiros: “Padre, todo te es posible...
Padre, si es posible pasa de Mí este cáliz...; si esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase
tu voluntad...; pero no se haga mi voluntad sino la tuya”.
Sería inverosímil que los tres Apóstoles no se hubieran estremecido por su Maestro y
que en un principio no uniesen sus oraciones a la suya. Pero pronto la inmovilidad, la
oscuridad de la noche, el cansancio, embotan su atención y sus ojos están cargados. San
Lucas, con sus observaciones profesionales de médico, indica otra causa del sueño: la
tristeza. Sus ojos, abrasados por las lágrimas, no pueden ya permanecer abiertos. Ante el
incomprensible drama a que asisten, su cerebro vacío es incapaz de fijar una idea y su cabeza
se inclina a pesar suyo.
Y cuando Jesús, deshecho por la lucha que se entabla en su corazón, suspende la
oración y se acerca a sus discípulos, los encuentra dormidos.
Fácilmente se imagina uno su humillación al despertarlos la voz del Salvador. ¡Ellos,
escogidos entre los demás, cómo les pesa no haber sido capaces de sostener a su Maestro en
su dolor! Pedro, al narrar más tarde este episodio en su predicación, experimentaba aún tal
pesar que se aplicaba a sí sólo el reproche del Señor. Por eso, sin duda, San Marcos, cuyo
Evangelio transcribe sencillamente el relato de Pedro, pone sólo a éste en juego. “Simón,
¿duermes? ¿No pudiste velar una hora?”.
Según costumbre, el relato de San Lucas es el más resumido. Jesús sólo interviene
una sola vez: “¿Por qué dormís? Levantaos y orad para que no entréis en tentación”. Pero los
dos primeros evangelistas no han querido que ignorásemos que, a pesar de la primera
advertencia y mientras Jesús había reanudado su oración, repitiendo siempre las mismas
palabras de punzante dolor y de total abandono a la divina voluntad, de nuevo los tres
Apóstoles sucumbieron a su postración física y moral que les impedía estar despiertos.

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Tenemos que hacer algo más que escandalizarnos de sus reincidencias. Su depresión
justifica demasiado la oportunidad de la lección que el Salvador les da con tanta bondad en
medio de su agonía y que se dirige también a nosotros.
“El espíritu está pronto mas la carne es flaca”. Nuestro fervor no se mide por nuestros
deseos generosos. Mientras no los hayamos traducido en actos, nuestros deseos sólo son
palabras. En el momento de cumplir nuestras promesas puede ocurrir que nuestra buena
voluntad sea íntegra, empero, ¿sabrá combatir las resistencias u oposiciones de nuestra
naturaleza demasiado débil? Para que la sensibilidad obedezca al espíritu es necesario el
auxilio de la gracia divina: “Velad y orad para no caer en tentación”.
***

La palabra “tentación” se toma aquí, como en muchos pasajes de la Escritura, en su


sentido primario y general de “prueba”. Bienaventurado el varón –escribe Santiago– que
soporta la tentación, porque, probado, recibirá la corona de la vida. Beatus vir qui suffert
tentationem (Iac 1, 12). Antes de abandonar el Cenáculo Nuestro Señor había felicitado y
agradecido a los Apóstoles por haber permanecido con Él en sus “pruebas”: Vos estis qui
permansistis mecum in tentationibus meis (Lc 22, 28).
Empero, como nuestra virtud está expuesta a las ocasiones individuales o exteriores
que nos apartan del bien o nos arrastran al mal, habitualmente la palabra “tentación” ha
designado no ya solamente la persecución o la aflicción, sino más corrientemente la
inclinación al mal, “la prueba moral”.
Ya se trate de la prueba causada por los acontecimientos o de la dificultad en practicar
la virtud, en uno y otro caso hay que dar muestras de fidelidad. La condición del éxito es la
misma: no nos engañemos con deseos entusiastas o grandiosas promesas, recordemos que
somos seres de carne, muy frágiles, condenados al fracaso sin el auxilio divino: “¡Velad y
orad!”.
Esta doble precaución es indispensable, a decir del Maestro, para no “entrar en
tentación”. Esta expresión no significa que la aflicción, no menos que la repugnancia frente
al deber, le sean dispensadas al que vela y ora. En el momento en que Jesús enuncia esta ley,
¿acaso Él mismo no está sujeto a la más cruel de las pruebas, a la más violenta de las
tentaciones? “Aparta de Mí este cáliz sin que yo lo beba...”. Sin embargo, el Salvador no cae
en las redes del tentador. No cae en el error al que nos arrastra con tanta frecuencia la
naturaleza humana, débil e inclinada a huir del sufrimiento. No entra en las miras carnales;
aparta a su alma de su influjo: “¡Padre!, ¡no se haga como Yo quiero, sino como quieres Tú!”;
no la carne sino el Espíritu. Jesús vela y ora y no cae en tentación, es decir, no sucumbe a ella.
Con mayor motivo nosotros, por lo que nos toca, la vigilancia y oración no harán que
no seamos nunca tentados o probados. La tentación es fatal; la prueba, necesaria. Empero,
¿dónde encontraremos la fortaleza de resistir? Jesús nos lo enseña: no fiándonos de nuestra
imaginación tan viva (spiritus quidem promptus est), no creyéndonos fuertes, sino, por el
contrario, no perdiendo el sentimiento de nuestra debilidad (caro autem infirma). Evitaremos
el desánimo, así como el pecado, estando sobre aviso y orando. No se puede al mismo tiempo
orar y pecar. El que tiene su espíritu firmemente adherido a Dios no puede rechazar el cáliz y
decir al Padre a la vez: “No lo que quieres Tú...”.

91
Empero, hay que comprender exactamente el consejo del Salvador: Velad “y” orad, y
no separar ambos medios cuya sola unión nos asegura el éxito. La vigilancia que nos señala
el peligro no nos defiende por sí sola, muy al contrario, la visión clara del peligro nos haría
más tímidos y más vulnerables. También la oración por sí sola es insuficiente: esperaríamos
inútilmente el auxilio del Cielo si no huimos de las malas ocasiones, si no reprimimos las
malas inclinaciones de nuestra sensibilidad, si no desplegamos todas nuestras energías
naturales. Velad “y” orad. Ambas obligaciones se completan y, ¿acaso por ser inseparables
no las confundiría Jesús en un principio bajo esta sencilla fórmula: “Velad conmigo”? Con
Él, junto a Él, la oración nos mantiene alerta y la vigilancia es una oración.
...“¿No pudisteis velar una hora conmigo?...”. No lo dudemos, los tres discípulos
comenzaron orando, mas orar una hora seguida cuando está uno muerto de cansancio y
deshecho por la tristeza es pedir mucho a la carne, demasiado débil. Estaban muy decididos a
mantenerse despiertos para levantarse al primer aviso: la prueba de ello está en que Pedro
tiene una espada en sus manos. Pero es difícil permanecer sólo con sus pensamientos, sin
moverse, en el silencio, en la noche...
¡Ah! ¡Si hubiesen repetido dócilmente la oración suplicante que escucharon de labios
del Maestro! Tal vez no pudieran velar una hora porque pensaban en sí mismos en vez de en
Él. ¡Cómo no trataron de compartir el dolor del Divino Agonizante, el espanto del Autor de la
vida asomado al abismo de la muerte, el tedio de su purísimo Corazón invadido por la
horrible irrupción de todas las vilezas humanas! Su espíritu no habría sido tan inconstante;
habrían vencido al cansancio de la carne si se hubiesen asociado más de cerca al sufrimiento
y a la oración de Jesús. No le habrían abandonado tan pronto si hubiesen sabido velar con
Él...
***

Puesto que los mejores de sus Apóstoles no pudieron menos de adormecerse –no por
indiferencia, sino por simple debilidad–, esforcémonos por comprender mejor de lo que ellos
lo hicieron toda la fuerza de estas dos palabras: “Velad conmigo”. Esas dos palabras nos
prometen la salvación en nuestras dificultades morales y el valor en todas esas pruebas de la
vida.
I. Para que la tentación no nos lleve al pecado, vigilemos atentamente nuestros puntos
flacos, sujetémonos a un programa de vida que nos aparte de los peligros del desorden y de
las sorpresas de la fantasía, no nos perdonemos las negligencias, controlemos severamente
las influencias que sufrimos. Esas medidas de vigilancia son de la mayor importancia. Lo
único es que hay que querer emplearlas y quererlo siempre, sin cansarse. Pues bien: esta
continuidad en el esfuerzo, la única capaz de hacer eficaz la vigilancia, supone una fuerza que
supera, por regla general, el poder medio de la naturaleza humana.
Tendremos cuidado, por consiguiente, en unir la oración con la vigilancia: una
oración de intensa súplica, cuidando de no exagerar la impresión de nuestra miseria, lo cual
paralizaría nuestras energías. Por tanto, y mejor todavía, una oración de absoluta confianza
en Dios. Dios está interesado en nuestra perseverancia más de lo que estamos nosotros
mismos: es el éxito de su obra. Ama y desea el bien más que nosotros, se preocupa por
nuestra virtud. Si le entregamos sin reserva nuestra voluntad, la preservará, ciertamente, de
todo mal.
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Pero surge de nuevo la dificultad. ¿Cómo podremos entregarle nuestra voluntad sin
tomarla de nuevo? Para ello sólo hay un medio: unirnos a la lucha permanente de Jesucristo
contra el mal, velar con Él.
No hay ninguna de nuestras tentaciones que no podamos asociarla a la agonía de
Nuestro Salvador en Getsemaní. En aquel gigantesco conflicto que tuvo que entablar contra
todos los pecados de los hombres, combate abrumador que bañó su frente de sangre, Nuestro
Señor nos alcanzó a cada uno de nosotros una fortaleza capaz de triunfar de todas las
solicitaciones del mal. Jesús cae en tierra aplastado bajo el peso de nuestros pecados para
facilitar a todos los pecadores que se levanten victoriosamente de sus caídas. No tenemos
excusa de vivir como si Jesús no hubiese padecido por librarnos de nuestros pecados, como si
no hubiese luchado como nosotros, por nosotros, con nosotros, a fin de que no
sucumbiésemos a la tentación.
Terminemos ya de debatirnos en la tentación alternando el “yo quisiera” con el “¡no
puedo!”. En los primeros síntomas de tentación unámonos al Divino Agonizante. Él nos
repetirá las palabras que Pascal escuchó en su oración: “En ti pensé en mi agonía, derramé
tales gotas de sangre por ti”. Unamos nuestras vacilaciones, dificultades, angustias; unamos
también nuestros deseos virtuosos con las santas disposiciones del Salvador. Si velamos con
Jesús es imposible que no encontremos la fortaleza de cumplir la voluntad de Dios, sea cual
fuere. Non mea voluntas sed tua.
II. La tentación de que libró Jesús a sus hermanos en Getsernaní no fue solamente la
que se opone a su virtud. Ella viene a ser también, en las horas mortales de la agonía, nuestra
salvaguardia en todas las persecuciones que tendremos que sufrir, en todas las tribulaciones
que la vida nos proporciona; en una palabra, en todas nuestras pruebas.
Frente a ella debemos velar para no dejarnos invadir de un sombrío desánimo.
Empero, ¿cómo luchar contra las impresiones que no podemos dominar? ¿Orando? Mas la
mano que nos hiere, ¿no es un mentís a la utilidad de la oración? ¿Rogar para que cese la
prueba? Pero ¡si ya pedimos para que no se produjese!
En el momento de la prueba hallaremos el consuelo y la salvación si procuramos
velar con Jesús. Si nuestra tristeza sabe unirse a su dolor, las palabras de rebeldía se
extinguirán en nuestros labios, ya que Él, mucho más santo que nosotros, fue atribulado
como uno de nosotros. Con Él volveremos a encontrar la sencillez de la infancia que sigue
pidiendo se aleje el cáliz, pero también el valor del Hijo que acepta valientemente la voluntad
crucificante del Padre. Con Jesús tras las oscuridades de la persecución, más allá del misterio
de los duelos, de la debilidad, enfermedad, de reveses que empobrecen, presentimos las
expiaciones necesarias del pecado y la fecundidad de nuestros sufrimientos por la redención
de nuestras almas, de nuestras familias, de nuestra nación, de nuestra Iglesia. Las palabras del
Salvador a los peregrinos de Emaús: “¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y entrase
en su gloria?”, nos dan la clave de todas nuestras pruebas. No hay redención sin sacrificio,
mas para que nuestros sufrimientos sean redentores hace falta orar con Jesús, velar con Él,
elevarnos con Él.
Puede ocurrir que los acontecimientos nos proporcionen frecuentes ocasiones de
utilizar esta lección del Maestro. Llevamos las cosas al extremo y esto sería aumentar las
tinieblas. Por el contrario, conservamos clara y lúcida nuestra mirada. A pesar de lo que el
mañana nos reserve y de las preocupaciones que sobre todo vosotros, padres de familia,

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concebís al pensar en el porvenir de vuestros hijos, un deber cierto se os impone, al menos a
vosotros y a todos nosotros: es que no nos dejemos llevar del desaliento. Cuando el jinete
bordea el precipicio no suelta la rienda. La salvación no consiste en arriesgarlo todo, como el
desgraciado jugador que precipita su ruina locamente. ¡Que no se diga que los católicos se
duermen y no pueden velar una hora!
Escuchemos, en cambio, la consigna victoriosa de Cristo: “¡Permaneced y velad
conmigo!”. Con Él en toda la actividad de nuestra oración y con todo el sobrenaturalismo de
que seamos capaces en nuestra oración podremos atravesar los pasos peligrosos. Con Él
sabremos defender el pan, la conciencia, el alma de nuestros hijos. Con Él no tendremos
miedo al sufrimiento. Con Él sabremos luchar por el triunfo de la justicia. Y si los tiempos
que atravesamos tienen que elaborar un nuevo orden social en la historia humana, no
olvidemos que, velando y orando con Cristo, los católicos son todavía capaces de establecer
en nuestro país un orden cristiano.

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XVIII. No batirse, sino vencerse

“Simón Pedro, que tenía una espada, la sacó e hirió a un siervo del Pontífice,
cortándole la oreja derecha” (Ioh 18, 10-11. Pasajes paralelos: Mt 26, 51-54; Mc 14, 47; Lc
22, 49-51. Cfr. 35-38).
Los enemigos de Jesús pensaban, evidentemente, que no se apoderarían de su persona
sin dificultad. En lugar de arrestarle con decisión y rapidez, dan la impresión de que vacilan
en prenderle. No obstante, la tropa a quien se encomendó el golpe de mano era numerosa y el
Sumo Sacerdote había conseguido que sus policías fuesen ayudados, en caso necesario, por
una escuadra de soldados romanos.
Jesús acababa de sufrir el último ultraje: Judas, el traidor, le besó. El Maestro se
desprende de los brazos sacrilegos del traidor y se encara con la muchedumbre: “¿A quién
buscáis?”. “A Jesús Nazareno”. “Yo soy”. Pues bien: en vez de apoderarse de Él aquellos
hombres se llenan de pavor, retroceden y tropiezan unos con otros. Habiéndose levantado
rápidamente, siguen clavados en tierra. “¿A quién buscáis?” –repite el Salvador–. “A Jesús
Nazareno”. “Ya os dije que yo soy. Si, pues, me buscáis a Mí, dejad ir a estos”. Y el Maestro
señala a sus discípulos.
Sin embargo, los Apóstoles por su parte habían reaccionado de distinta manera.
Asqueados por el beso de Judas, indignados ante el espectáculo de aquella pandilla de
individuos armados de palos y cuchillos y envalentonados también quizá por la poca
seguridad, claman: “Señor, ¿herimos con la espada?”. Pero Simón Pedro no espera la
respuesta. Salta sobre el oficial del templo, que va en cabeza de sus hombres, y como un
valiente apunta a la cabeza y del primer tajo le corta la oreja derecha.
El ataque debió provocar entre los asaltantes un leve pánico, que el Salvador
aprovecha para calmar los ardores de su Apóstol. No le censura: después de todo, podía
invocar el caso de legítima defensa. Únicamente le indica su voluntad de no recurrir a la
violencia. Jesús no manda a Pedro que se desprenda de su espada, solamente precisa que no
es el momento de usarla: “Mete la espada en la vaina”. Con una palabra renueva la
condenación que siempre lanzó contra la violencia: “Quien toma la espada, a espada morirá”.
Luego añade: “¿O crees que no puedo rogar a mi Padre que me enviaría luego doce legiones
de ángeles? ¿Cómo van a cumplirse las Escrituras de que así conviene que sea?”. Y
aludiendo a la oración de su agonía que Pedro no fue capaz de seguir con Él: “¿El cáliz que
me dio el Padre no he de beberlo?”.
“Basta ya”, terminó dirigiéndose a sus defensores. Luego, adelantándose hacia el
herido –en este detalle omitido por los demás evangelistas se fijó Lucas, el médico–, tocó la
oreja de Malco y la curó.
Los servidores del Sumo Sacerdote no se habían repuesto de su pánico y no habían
recuperado su sangre fría, pues el Maestro tiene tiempo de llamarles la atención, ya que el
venir armados de garrotes y espadas fue una precaución inútil. ¿Acaso no pudieron

95
apoderarse de Él cuando enseñaba cada día en el templo? Que al menos sus discípulos no se
engañen: si no tienen necesidad de espadas para defenderse, tampoco es el poder de sus
adversarios lo que los reduce a su arbitrio. Es que el Padre quiere que nuestro Redentor se
entregue voluntariamente a la muerte.
...Empero los discípulos ya no están a su lado. Todos huyeron.
***

Antes de aprender la lección que Nuestro Señor da a su Apóstol al trágico resplandor


de las antorchas hay una cuestión que debemos dilucidar primeramente.
Supuesto que Jesús decidió no recurrir a la violencia, ¿cómo pudo ser que los
Apóstoles estuviesen armados? Y esto puede parecer tanto más extraño cuanto que, según
San Lucas, sería fundado el pensar –dicen– que los Apóstoles habían tomado esta precaución
con el consentimiento formal del Salvador: “Dijéronle ellos: Aquí hay dos espadas”.
Respondióles: “Es bastante”.
Este pasaje, efectivamente, exige cierta explicación. Después de haber anunciado en
el Cenáculo el abandono de sus Apóstoles y las negaciones de Pedro, San Lucas pone en
labios de Jesús: “Cuando os envié sin bolsa, sin alforjas, sin sandalias, ¿os faltó alguna
cosa?”. Dijeron ellos: “Nada”. Y les añadió: “Pues ahora el que tenga bolsa, tómela, e
igualmente la alforja, y el que no la tenga, venda su manto y compre una espada. Porque os
digo que ha de cumplirse en mí esta escritura: Fue contado entre los malhechores; porque
también lo que a mí me toca llega a su término”.
¿Cuál es el sentido de esta advertencia? Nuestro Señor opone dos situaciones
diferentes. En primer lugar, evoca las alegres caminatas apostólicas de antaño, las misiones
que les confió cuando el entusiasmo suscitado por el Evangelio les aseguraba por doquier una
hospitalidad cordial y generosa. En aquellos momentos el Maestro había podido enviarlos
prudentemente desprovistos de todo: nada les faltó. Aquel tiempo se acabó: en adelante las
puertas se les cerrarán, y no querrán recibirlos. Jesús lo había predicho dos días antes: Serán
perseguidos, entregados por sus parientes y metidos en la cárcel; “por causa de su nombre
serán objeto de odio general” (Lc 21, 12-17). Por eso no deberán ponerse en camino sin
bagaje ni provisiones; y a causa de las emboscadas que les tenderán, “una espada les será más
útil que un manto”. Que el que no tenga espada venda su manto para comprarla.
No hay duda de que Jesús aquí emplea un lenguaje simbólico, como ya lo hizo
anteriormente para anunciar a los suyos las persecuciones que se levantarían contra ellos.
“No vine a poner paz, sino espada” (Mt 10, 34). Por una extraña paradoja, el Evangelio que
debe pacificar la tierra provocará en ella la hostilidad de los hombres.
La atmósfera cargada en que acabó la Cena eucarística llena de tristeza por la salida
del Apóstol traidor, había oscurecido la mente de los discípulos. Esa palabra de espada que
Jesús acaba de pronunciar aumenta sus inquietudes; toman sus palabras al pie de la letra.
Acaso había allí dos espadas olvidadas en algún rincón de la sala, o bien eran los cuchillos
que sirvieron para sacrificar el cordero pascual. “Señor, hay aquí dos espadas...”. Una vez
más Jesús es incomprendido, y, según supone San Cirilo de Alejandría, se contentó con
responder “con una indulgente y melancólica sonrisa”: “Basta ya”. Lo cual puede entenderse:
basta ya de las dos espadas, o también algo irónicamente: Ya es demasiado. También

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podemos pensar que sus oyentes, divagando sobre lo que Jesús quiere decir, éste hubiese
zanjado simplemente la conversación con un: “Ya está bien”.
Sea cualquiera la explicación que se prefiera de este pasaje de San Lucas, no sería
razonable descubrir en las palabras de Jesús una invitación a las armas en contradicción con
su futura actitud. El Salvador sabía muy bien que al dejar el Cenáculo iba a consumar su
sacrificio y no a intentar un golpe de mano para apoderarse del poder. Si hubiese tenido estas
segundas intenciones –explicará a Pilatos– “mis ministros habrían luchado para que no fuese
entregado a los judíos” (Ioh 18, 35).
¡Singular combate para el que habrían bastado dos ruines espadas! No; Jesús no
necesita de las espadas de sus discípulos, así como no pedirá auxilio de los ángeles. ¿No
beberá el cáliz que el Padre le ha dado?
***

Ahora ya podemos medir el alcance de la lección divina cuya ocasión fue la valentía
de Pedro. Las circunstancias aclaran aquí, como en otras partes, el pensamiento del Maestro.
Jesús detiene el brazo de su Apóstol y le manda envainar la espada por dos razones.
La primera es su horror habitual a la violencia. La segunda se refiere particularmente a la
situación actual: La misión que Jesús tiene que cumplir, misión religiosa que sus discípulos y
todos los cristianos tendrán que continuar, excluye en absoluto el empleo de la fuerza.
Conviene notar que en esta ocasión Nuestro Señor no se pronuncia directamente sino
en el caso de persecución religiosa. No considera el principio de legítima defensa ni el
derecho que tiene el ciudadano a la resistencia en circunstancias y condiciones que se han de
determinar, a los abusos graves del poder de una autoridad tiránica o ilegítima en materia
política, civil o fiscal. El ejemplo del Salvador no debe ser invocado para prohibir a un
ciudadano la rebelión contra leyes ciertamente injustas o contra la tiranía de un gobierno
cuyos actos comprometen indiscutiblemente el bien común, si la insurrección se manifiesta
incluso fuera de los medios constitucionales, con tal que no revista los caracteres de una
sedición armada, pues ésta siempre está prohibida.
Esas eventualidades, sobre las que el Evangelio ha inspirado a la moral católica reglas
precisas, pertenecen a otro campo distinto de la situación en que Jesús se encuentra en
Getsemaní. Reconozcamos, sin embargo, que no escapan a la regla general formulada por el
Maestro: “Quien toma la espada, a espada morirá”. Salvo el caso de legítima defensa, es
decir, cuando la vida está en peligro y no puede salvarse ésta sino empleando la fuerza, al
cristiano no le está permitido tomar la espada. La violencia es inmoral en sí misma: el
Evangelio entero lo proclama. La sentencia de Getsemaní insiste más en los efectos: la
violencia es inútil y dañosa.
Un conflicto que puede apaciguarse cuando los bandos opuestos se conforman
lealmente con el derecho justo nunca lo será por la violencia; el que cede momentáneamente
a la fuerza tratará de tomar el desquite. Por otra parte, el más fuerte que logró imponer su
voluntad a un enemigo más débil por las armas, cualquier día encontrará a otro más fuerte
que él que le oprimirá a su vez. La Historia, desgraciadamente, ilustra profusamente esas
misteriosas leyes de una justicia inminente.

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Mas en cuanto penetramos en el terreno estrictamente religioso, la misma idea de
violencia es rechazable aunque actúe en nombre de la legítima defensa: no sólo porque la
violencia acarrearía, como siempre, funestas represalias, sino porque está en contradicción
formal con el espíritu de caridad y de paz, que son característicos de la religión.
¿Quiere decir esto que un cristiano perseguido no puede defenderse? Debe hacerlo.
Debemos defender los derechos de la conciencia cristiana, especialmente cuando se los viola
con detrimento de los humildes, de los niños, de los pobres. Debemos defender los derechos
espirituales de la Iglesia con enérgico tesón, pero sin apartarnos del espíritu del Evangelio. El
Salvador nos ha enviado “como a ovejas en medio de lobos”. Traicionaríamos su causa si
adoptásemos las costumbres de los lobos.
Su Santidad Pío X, a principios de siglo, recomendaba en su Encíclica Gravissimo a
los católicos franceses perseguidos “que luchasen por la Iglesia con perseverancia y energía,
pero sin obrar de un modo sedicioso y violento. No es por la violencia –precisaba el Papa–,
sino por la firmeza por la que conseguirán reducir la obstinación de sus enemigos”. Las
consignas del Sumo Pontífice eran eco fiel de las consignas del Salvador.
Naturalmente, cuando tiene uno ante sí a un adversario que desprecia la más
elemental justicia y no retrocede ante la astucia o la mentira, el ademán espontáneo no es la
paciencia, sino la indignación y la réplica. Experimentaríamos un alivio tirándole de las
orejas, si es que no llegaríamos a cortarle una, como San Pedro. A los hombres que abusan de
la fuerza de que disponen, ¿no sería excusable oponerse por la fuerza? Excusable quizá, pero
no legítimo.
El reino de Dios no se impone por la violencia; la religión no se implanta por la
fuerza. Entre la espada vengadora y el cáliz de sus sufrimientos Jesús escoge el cáliz. Él ha
triunfado no por la espada, sino por su sacrificio, por su muerte. La Iglesia tiene que soportar,
a ejemplo suyo, la violencia, mas no emplearla, y conseguirá sus más brillantes victorias
gracias a los sufrimientos de sus hijos y a la sangre de los mártires. No es ésta una doctrina de
la pasividad, sino al contrario, un llamamiento a la energía y a la sangre fría, que puestas al
servicio de la verdad serán infinitamente más fecundas que el uso de la fuerza.
“Os envío como ovejas entre lobos”. Jesús no teme ya dejarnos inermes frente a los
lobos: no teme para nosotros la ferocidad de los lobos. Lo que teme para nosotros es el lobo
cubierto con piel de oveja, el enemigo que nos considera, que nos adula o el traidor que nos
abraza. Jesús teme para su Iglesia, más que las persecuciones, los favores del poder y los
peligros del bienestar. Por el contrario, sabe que está segura cuando le faltan las seguridades
humanas.
La espada que vino a traer a la tierra, la única con que arma nuestro brazo es aquella
cuya punta embotaremos contra nuestra naturaleza egoísta. El auténtico cristiano no es un
agitador, pero tiene que ser combativo.
Al Maestro no le preocupa luchar contra los salteadores que vienen a arrestarle. ¿Qué
habría ocurrido? Y en caso de triunfar, ¿qué se habría demostrado? Acaba de sufrir otro
combate, mucho más duro, postrado junto a la roca de la Agonía; salió victorioso de ella
aceptando el cáliz de la rigurosa voluntad del Padre.
Así debemos también nosotros luchar con Jesucristo y por Jesucristo, pero no con
espadas contra gentes armadas de palos. Lucharemos duramente primero contra nuestras

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malas tendencias, luego contra el error, contra el pecado, contra la perversidad de las
costumbres, contra la injusticia de los tiranos observando estricta y pacientemente todas las
divinas voluntades, amando, viviendo y muriendo santamente.

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XIX. No hay que seguir a Jesús de lejos

“Los que prendieron a Jesús le llevaron a casa de Caifás, el Pontífice, donde los
escribas y ancianos se habían reunido. Pedro le siguió de lejos hasta el palacio del Pontífice”
(Mt 26, 57-58).
Es necesario que hagamos un esfuerzo para darnos una idea de la desmoralización en
que el prendimiento de Jesús había sumido a los Apóstoles. Cuanto podamos imaginar queda
muy por debajo de la realidad.
Sería juzgar ligeramente atribuir la huida únicamente al pánico. El juicio anterior de
Jesús acerca de su conducta fue menos simple. Al advertirles de la prueba que sufrirían
aquella noche empleó la palabra más exacta de “escándalo”.
Ésta fue, efectivamente, la causa de su derrota. A pesar de que Jesús los previno
repetidas veces sin ocultarles ningún pormenor, no podían aceptar la idea de que su Maestro,
en quien reconocían al Mesías, que se había proclamado en presencia de ellos Hijo de Dios,
tuviese que sufrir una derrota no sólo absoluta, sino en tan humillantes condiciones.
Pongámonos en su lugar: en un abrir y cerrar de ojos ven desvanecerse una esperanza
que acariciaban desde hacía tiempo día tras día. Aparentemente ¡se engañaron!; todo cuanto
sacrificaron por Jesús fue inútil. El perjuicio personal que experimentan nada es en
comparación con la catástrofe en la que naufraga su fe. Procuremos comprender la angustia
en que los sume la declaración que se hacen a sí mismos en su desmoralización: ¡Entonces,
no era verdad!, ¡los fariseos tenían razón al negar a Jesús de Nazaret el título de Mesías! ¡No
era Él el que Israel esperaba! ¡No es Él el que fundará el reino de Dios!
Con seguridad que no piensan que su Maestro, tan humilde, tan bueno, tan santo,
haya podido inducirles deliberadamente a error. Jesús no quiso engañarles, pero se engañó.
Dios le desautoriza a las claras, puesto que le abandona en manos de sus enemigos. La fe de
los discípulos, ¿podía resistir a una evidencia tan dolorosa?...
Sería cruel, por tanto, no admitir excusa ninguna a su precipitada huida. Pero
apreciaremos más la conducta de Simón Pedro, el cual, desconcertado en un principio, como
los demás, se rehizo después y volvió sobre sus pasos.
El cuarto Evangelio le asigna un compañero: “Seguían a Jesús Simón Pedro y otro
discípulo” (Ioh 18, 15). Para muchos comentaristas ese otro discípulo sería el mismo San
Juan; empero, otra antiquísima tradición le identifica con Juan Marcos, que pertenecía a una
familia notable de Jerusalén y que podía con más verosimilitud que el hijo del Zebedeo ser
“conocido en la casa del sumo sacerdote” y facilitar a Pedro la entrada en el patio. También
pudo ocurrir que Pedro encontrase a otro discípulo en las proximidades del palacio, lo cual
armonizaría el relato de San Juan con el de San Mateo y San Marcos; éstos se limitan a
escribir: “Pedro le seguía de lejos hasta el palacio del Pontífice”.

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Henos, pues, aquí ante cosas misteriosas. Simón Pedro empezó huyendo como los
demás Apóstoles: de repente se detiene. Su cariño por el Salvador se impone sobre todos los
demás sentimientos. No se pregunta si no cometerá otra imprudencia: los demás, en
resumidas cuentas, no hacen sino conformarse a los deseos de Jesús, que pidió a los
guardianes dejasen marchar a sus discípulos. Él sólo escucha a su corazón: no puede dejar así
a su Maestro; es preciso conocer la suerte que le deparan; vuelve atrás, distingue el
resplandor rojizo de las antorchas a través de los olivos y se dirige hacia la escolta que
conduce a Jesús.
No podemos dudar de ello: en estas circunstancias Pedro se muestra como el más
amante y más animoso de todos los Apóstoles. Pues bien: eso es lo que le perderá. Si hubiese
permanecido con los otros no hubiese tenido ocasión de negar a su Maestro. Pero porque le
amaba más que los demás, porque no puede separarse de Él, se encamina a casa del sumo
sacerdote, donde tres veces seguidas se avergonzará de Jesús, ¡por quien estaba dispuesto a
morir! No habría pecado si hubiese amado menos...
¡Qué oscuros son los designios de la Providencia! En cambio, ¿no podemos suponer
–emplearé la palabra que nos viene instintivamente a los labios, la palabra que alegan como
excusa los pecadores– que la “fatalidad” que hizo caer a Pedro encerraba en los designios
providenciales una provechosa lección para nosotros, que ofendemos a Dios sin dejar por eso
de amarle? Teóricamente, ambos términos son contradictorios; nuestro corazón no puede
amarle y desecharle al mismo tiempo. Pero, de hecho –y al afirmarlo somos sinceros–, le
desobedecemos, si bien no dejamos de amarle sinceramente.
Es imposible, y con todo así es: que resuelva quien pueda esta contradicción. Al
menos, el ejemplo de Pedro nos tranquiliza algo acerca de nuestra perversidad, menos
profunda tal vez de lo que parece, ya que Pedro, que amaba a Jesús mucho más que nosotros,
sucumbió como nosotros.
Muchísimas veces al querer obrar bien, hacer más de lo que es nuestro deber, obrar
mejor que los demás, cometimos una imprudencia, una torpeza que acabaron en el pecado.
Los prudentes, los que permanecieron alejados de peligro condenan nuestra temeridad en
nombre de un principio que “lo mejor es enemigo de lo bueno”. Dios, que lee en los
corazones, es tal vez más indulgente con nuestra naturaleza demasiado impulsiva, pues en
tanto que Pedro acosado a preguntas pierde la cabeza y jura que no le conoce, Jesús sabe que
incluso entonces Pedro le ama más que los demás.
***

La breve frase de San Mateo que estamos considerando mantiene dos palabras que
acarrearon al Apóstol Pedro severas críticas: “Pedro le siguió de lejos...”. Los que se
complacen en la fácil tarea de rehacer la Historia, no le perdonan después este alejamiento,
pero, pobres de nosotros, ¿qué habríamos hecho en su lugar?
Los guardianes no habían olvidado su brusco ataque en el momento del prendimiento.
¿Con qué ojos le verían acercarse al Salvador? Al reconocerle habrían sospechado que
trataba de libertar a la víctima y con el temor de un nuevo ataque le habrían atado para
condenar al discípulo al mismo tiempo que a su Maestro. ¡Oh! Pedro no deseaba otra cosa:
¡morir con Jesús! Fue Nuestro Señor –ya vimos por qué– el que dijo: “Adonde yo voy no

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puedes seguirme ahora”. Pedro no debía morir al presente. Ahora bien: se hubiera entregado
a la muerte, si después del golpe asestado con la espada se hubiese colocado junto a Jesús.
A pesar de todo, la sucesión de los acontecimientos no quita del todo la razón a los
que atribuyen las negaciones de Pedro al hecho de su huida. Al no entrar con la tropa en el
patio del sumo sacerdote tuvo que conferenciar para que le abriesen la puerta, y por haber
seguido a Jesús desde muy lejos fue arrastrado a proferir la primera mentira, de la que no
sabrá retractarse al momento.
Un exegeta benedictino del siglo IX, Remigio de Auxerre, escribe muy
acertadamente: “Pedro no hubiera negado al Salvador si hubiese permanecido junto a Él”.
Este autor antiguo no dice “si hubiese «vuelto», sino si hubiese «permanecido» junto a Él”.
Esta vez comprendemos. Efectivamente, Pedro hubiera podido quedarse junto a Jesús si no
hubiese discutido sus órdenes, sobre todo si hubiese sabido orar y velar con el Salvador.
Entonces hubiera podido acompañarle hasta el fin, limitándose a sufrir en silencio.
Pedro habría podido quedarse, pero ya no podía volver junto a Jesús, y esto fue su
trágica aventura. Habiéndole abandonado en un principio, sólo podría seguir a Jesús “de
lejos”. De lejos, ya apretando el paso para no perder la pista, ya moderando la marcha para no
llamar la atención, espiando el momento propicio para alcanzarle. Pero por corto que fuera el
trecho que le separaba de su Maestro, la distancia era aún demasiado grande: entre Jesús y
Pedro que le seguía de lejos hubo todavía lugar, por desgracia, para tres pobres e
insignificantes tentaciones. Y Jesús murió sin que Pedro le alcanzase...
***

Sólo nos falta cambiar un pronombre en la breve frase evangélica para descubrir el
origen de nuestras propias defecciones: faltas leves o caídas graves, relajamiento pasajero o
largos períodos de tibieza. Sequebatur eum a longe: nosotros le seguíamos de lejos.
A veces somos impacientes al comprobar la lentitud de los progresos del reino de
Dios en la tierra y algunos, con enorme injusticia, echan la culpa a la Providencia. Contemos
más bien al insignificante número de cristianos que siguen a Jesús de cerca frente a la
inmensa mayoría de los bautizados. Entre estos últimos, ¿cuántos hay que han apostado o
poco menos? Por encima de ellos están los que creen sernos agradables declarando que no
son hostiles a la religión. Tampoco Pilatos tuvo ninguna animadversión contra Jesús. Añadid
a estos todas las categorías de buenas gentes que no son, por cierto, gentes muy buenas, de los
que temen comprometerse, los que disimulan sus convicciones en los medios ambientes
donde Cristo resulta sospechoso, discutido, molesto: católicos para quienes la religión es una
etiqueta mundana, la faja de garantía colocada sobre sus privilegios sociales; discípulos
intermitentes que apelan a Cristo el domingo por la mañana y que todo el resto de la semana
“no conocen a ese hombre”.
Si observamos bien que esos adherentes de nombre al Cristianismo constituyen la
inmensa mayoría de los bautizados, en vez de dudar de la fecundidad del Evangelio, ¿no nos
maravillaremos más del poder sobrenatural de la Iglesia, capaz de continuar su misión
santificadora en el mundo, a pesar del enorme peso muerto que se ve obligada a arrastrar? La
Humanidad sigue a Cristo con desesperante parsimonia, porque hay demasiados cristianos
que sólo siguen a Jesús de lejos, desde muy lejos.

102
Ojalá que no tengamos que dirigirnos este reproche a nosotros mismos. ¡Dichosos
aquellos que pueden confesarse a sí mismos no haber vuelto la espalda a Jesucristo! Pero
¿quién le ha seguido de cerca singularmente?
Se le sigue, por cierto, y para seguirle hay que sufrir renunciamientos y dar pruebas
de valor. Pero Jesús siempre avanza y camina de prisa: la naturaleza necesita reposo,
expansión. Nos detenemos para tomar aliento y cuando reanudamos la marcha estamos un
poco más lejos de Jesús. No le perdimos de vista, le seguimos siempre, pero perdimos
contacto, su gracia se aleja y se enfría nuestro ardor.
Somos ciertamente cristianos y en los virajes difíciles corremos un momento para
acercarnos a Él. Pero Nuestro Señor quiere que seamos cristianos en todos los momentos del
día, en todos los pormenores de nuestra existencia, en los negocios y en la calle, en el trabajo
y en las diversiones, para los demás como para uno mismo. No acabamos nunca de ser
cristianos. Unas veces es preciso hablar y otras saber callarse; hay que figurar cuando
preferiríamos permanecer tranquilos y luego eclipsarse cuando quisiéramos aparecer; hay,
pues, que observar y olvidarse alternativamente, apresurar el paso y moderarlo, conservarse y
entregarse, privarse y darse, sufrir y sonreír... ¿Cómo no va a sentirse al punto el cansancio?
Nos parecemos a los niños, que, al volver del paseo, arrastran los pies y van perdiendo
terreno poco a poco.
Concedámonos algún descanso; respiremos unos momentos, vivamos sencillamente
con todo el mundo, sin obsesiones superfluas; en seguida alcanzaremos a Jesús...
En seguida será la tentación la que encontremos; tal vez le neguemos al momento.
***

Aprovechemos la desgraciada experiencia de Simón Pedro; cuando nos apartamos de


Nuestro Señor, ordinariamente el único camino para encontrarle es el del arrepentimiento, es
decir, después de haber pecado. Y tenemos razón al volver lo antes posible y con absoluta
confianza en su misericordia; pero ¡cuánto mejor sería “permanecer” siempre “junto a Él”!,
y, en definitiva, ¡es tanto más fácil!
Sólo hacen falta dos cosas para cometer un pecado: una “negligencia” y una
“ocasión”. La ocasión puede siempre sorprendernos, no depende de nosotros; pero de
nosotros depende no sucumbir a la negligencia o evitarla. Ahora bien: seguir a Jesús de lejos
es olvidarle.
Negligentia es lo contrario de diligentia; aquí la preocupación, la exactitud, el celo;
allí la despreocupación, el olvido, la frialdad. Diligere quiere decir amar al ser escogido entre
mil. Negligere, no prestar atención, no tener preferencia, desprenderse. La negligencia es una
falta de atención (en singular) y una falta de atenciones (en plural) y ambas nos alejan de
Jesús.
Falta de atención que puede ir desde la simple ilusión hasta la ceguera. Si Pedro se
hubiese vigilado más habría distinguido el momento en que su primer movimiento tan
hermosamente generoso se desvió hacia la imprudencia y la temeridad. Estemos, pues,
atentos a la primera alarma de nuestra conciencia, severos en corregir las primeras
desviaciones de nuestra imaginación y sensibilidad. En cuanto nos sintamos inclinados por

103
una tendencia natural, confrontémosla con la ley de Nuestro Señor: si se aparta de ella,
opongamos a las tendencias inferiores deseos más audaces hacia el bien. Antes de obrar
levantemos nuestras “miradas” a Jesús. Pero también rodeémosle de atenciones (en francés
hay un juego de palabras basado en la grafía; regards, miradas, y égards, atenciones, N. del
T.).
El gran error de Pedro estuvo en no velar con Jesús, en no mantener su pensamiento y
voluntad constantemente unidos a los de su Maestro. Nuestra voluntad, en efecto, no se
separará de la de Jesús si frecuentemente tendemos hacia Él con nuestros amorosos
pensamientos. Acostumbrémonos a buscar y saborear su presencia primero en la práctica
regular de la oración, aquí es donde nos espera y se deja oír; después, en el ejercicio de la
caridad; le gusta que le sirvan en la persona de nuestros hermanos, así como Él se sirve de
ellos para hacerse amar.
No despreciemos las oraciones pequeñas, ni los pequeños deberes, ni las pequeñas
virtudes, ni los sacrificios pequeños. El que es fiel en lo poco, ése es el buen servidor que
sigue a Jesús de cerca. No hagamos nada a medias por Aquél que no nos amó a medias. “No
te amé para reír...”, decía a Santa Ángela. Tiene derecho al don total de nosotros mismos.
Su misma intransigencia es una muestra de su amor por nosotros. Si quiere que
estemos cerca de Él es para animarnos a caminar a su paso. Junto a Él estamos seguros. El
que sigue a Jesús de lejos no encuentra en la Religión ni paz ni felicidad. El gozo es para los
animosos que salen al encuentro del dolor, para los que no temen seguir a Jesús de cerca
cuando los hombres le abandonan.
Una vez más, ahora más que nunca, terminemos nuestra meditación no tanto con una
resolución cuanto con una oración. ¡Corremos tantos riesgos de alejarnos de Él, que para
evitar que consintamos en ello hace falta que el Señor nos tenga firmemente de la mano!
Repitámosle frecuentemente la súplica que precede a la Comunión eucarística: A te
nunquam separari permittas! “¡No permitas, Señor, que me separe de Ti!”.

104
XX. De la imprudencia a la negación

“No conozco a ese hombre que vosotros decís” (Mc 14, 71).
Examinando Boussuet en el sermón sobre la Pasión que pronunció en el Louvre los
dolores padecidos por Jesús y señalando el que le causó la caída de Simón Pedro, se
expresaba así refiriéndose al Apóstol: “¡Cuán firme, cuán intrépido! Va a morir por su
Maestro; no es capaz de abandonarle. Le sigue al principio, mas, ¡oh fidelidad inicial que
sólo sirve para lacerar el Corazón de Jesús por una negación más cruel, por una perfidia más
criminal!” (Carême du Louvre, Viernes Santo, 7 de abril de 1662). Que Boussuet me perdone
si la “perfidia” de San Pedro me parece menos evidente que las traiciones de la elocuencia,
capaces de extraviar a los mayores oradores.
¡Pérfido Pedro! ¡Desleal Pedro! ¡Cruel Pedro! ¿En qué pretenderá fundamentar
semejantes apreciaciones? Leo y releo el Evangelio y sólo logro descubrir a un pobre Pedro
terriblemente desgraciado. Por lo demás, si los libros sagrados nos han relatado todos los
pormenores de su culpa ha sido únicamente para instruirnos: procuremos comprenderlo bien
en lugar de abrumar a quien nos enseña.
***

“Pedro le siguió... hasta el palacio del pontífice, y entrando dentro se sentó con los
servidores «para ver en qué paraba aquello»”. Podemos interpretar esta expresión en sentido
optimista y ver al Apóstol que, a pesar de todo, abriga la esperanza de que las cosas pudieran
todavía arreglarse. También podría significar, por el contrario, que Pedro, una vez perdida la
confianza, pensaba que todo desgraciadamente había terminado, y este descorazonamiento
excusaría parcialmente su defección. Mas sea cual fuere el pensamiento íntimo del Apóstol,
que creyese en la salvación o perdición de su Maestro, no podemos negarle dos sentimientos
igualmente admirables: un amor indefectible por Jesús (ya sea condenado, ya absuelto, Pedro
estará junto a Él; quiere ligar su suerte a la del Salvador) y después un valor extraordinario
que le hace despreciar el peligro: introduciéndose, solo entre todos los discípulos, en la
guarida de sus enemigos, no ignora que se expone a ser detenido también. No; no ha
cambiado, está siempre preparado para morir con Jesús.
No; no ha cambiado cuando penetra en el atrio del palacio. No obstante, en una hora
de tiempo habrá cambiado completamente, hasta el punto de no poder reconocerle. Temblará
frente a los sarcasmos, renegará del amor más querido de su vida...
Ésta es la terrible lección que debemos meditar: este cambio tan brusco como
inverosímil –la terrible sorpresa de la tentación que derriba de improviso a los más fuertes, la
triste debilidad de nuestra naturaleza siempre vulnerable–; en una palabra, nuestra
inseguridad sustancial frente al mal que nos hunde antes que podamos defendernos. He aquí
la verdadera “perfidia”, la del pecado, que en pocos minutos puede hacer de un cristiano un

105
burlón escéptico, un disidente rebelde, un indigno negociante, un hermano envidioso, un
esposo infiel.
De la noche a la mañana un hombre puede destruir lo que adoraba, dejar de orar y de
creer, dilapidar un capital de honor y de virtud conseguido con trabajos por haber caído
inopinadamente en el pecado, pecado inesperado, pecado del que se creía incapaz. Ese
pecado habrá trastornado su vida entera, habrá cambiado sus convicciones, sus afectos y
hecho de él otro hombre.
La sorpresa del pecado aparece en la misma facilidad con que se cometió. Sólo es eso,
el pecado: el tiempo de decir “sí” cuando se piensa “no” o al contrario.
La conciencia casi no opuso resistencia; el pecador sintió que se hundía en el abismo.
Ni siquiera puede invocar como excusa, la mayor parte del tiempo, la violencia de la
tentación. ¡Cuántas veces anteriormente había desbaratado victoriosamente algunas
solicitaciones mucho más apremiantes! Cuando los malos deseos son más ardientes se diría
que estos provocan en nosotros una reacción más enérgica, y con frecuencia una leve
tentación es ocasión de grave caída, una tentación a la que parece haber dado su
consentimiento implícito la voluntad pecadora. Así, sin haber tenido tiempo de oponerse, el
pecado que parecía imposible se convierte en un hecho, en el que ya no nos reconocemos:
¡Pero ¿soy yo el que ha podido hacer esto?... Al pensar en las circunstancias de nuestras
pasadas culpas no podemos evocar ningún pecado que no pudiéramos evitar!
Simón Pedro fue víctima de lo “repentino del pecado”. Fue vencido por la fuerza
imprevista de las pequeñas tentaciones. Tampoco él pudo soportar en la noche de su culpa las
tentaciones particularmente temibles. Por lo menos, los tentadores casi no lo eran: la portera,
los sirvientes, los criados. Pedro había soportado asaltos más duros que aquellos que le
llevaron a la negación. Desde hacía un año veía que la élite de sus compatriotas se separaba
del Maestro: los fariseos, los más virtuosos de todos –los escribas, los más sabios–, los
sacerdotes, los más religiosos. Había visto en Cafarnaúm a antiguos discípulos de Jesús
abandonarle en masa, y aquella partida en vez de quebrantar su fe le había unido más al
Señor.
¿Hasta qué punto podían contar la curiosidad y las burlas de los servidores del sumo
sacerdote al lado de los sacrificios que había aceptado?
Había renunciado a su oficio, casa y familia. ¿Él, un poltrón? ¿Acaso vaciló en
comprometerse ha poco en el huerto? Luchó como los buenos y no falló el golpe. ¿Él, un
mentiroso? El hombre que no sabe fingir, el carácter entero.
Y súbitamente Pedro perderá toda su seguridad, se extraviará y mentirá, mas no en
presencia de enemigos, desde entonces omnipotentes respecto al Salvador (éstos están dentro
del palacio), sino frente a mercenarios, a ignorantes, a indiferentes. ¿Cómo explicar un
cambio tan repentino?
***

Pues bien: lo repentino no es en realidad más que una ilusión. La naturaleza no obra
de manera espectacular. Una muerte súbita es el resultado previsible de un lento desgaste
orgánico; una repentina bancarrota es la fatal conclusión de una serie de operaciones

106
irregulares; el muro que se derrumba de repente estaba minado desde hacía tiempo. Del
mismo modo la caída repentina de un alma en el pecado sólo es repentina en apariencia; en
realidad, es fruto de un oscuro trabajo interno.
El momento en que un cristiano sucumbe a la tentación raramente es aquél en que fue
más culpable, por grave que sea la falta en sí misma o en sus consecuencias. Fue mucho más
culpable respecto a su pecado cuando jugaba con el fuego, cuando al rechazar lánguidamente
el mal pensamiento se familiarizaba con él, pues durante ese tiempo los deseos del orgullo se
precipitaban. o los apetitos de la sensibilidad se volvían más imperiosos, o las llamadas del
interés se convertían en obsesión. Sólo bastó una ocasión imprevisible para que renegase de
repente de su dignidad, de sus promesas y de su fe.
“Lo repentino del pecado no es más que apariencia”.
El pecado comienza mucho antes de haberlo cometido por completo. Cuando Nuestro
Señor anuncia a Pedro sus negaciones solamente anuncia las “circunstancias” repentinas en
que su discípulo sucumbirá, pero Pedro lleva en sí desde hace tiempo la verdadera causa de
su caída.
Para fiarse de la resistencia de una cuerda, de una cadena, de un dique, de una
ciudadela, hay que asegurarse en cualquier caso de que no existe punto débil sobre el que la
tracción o presión que se practique sobre ella fatalmente cause la ruptura. Lo mismo ocurre
con la resistencia de un alma: nuestras virtudes más ciertas, nuestras más sólidas cualidades
son garantías insuficientes de fortaleza si entre ellas no distinguimos “nuestro punto flaco”
que debemos defender, vigilar, proteger continuamente.
Pedro poseía grandes cualidades. De otra manera, ¿se habría aficionado a él el
Maestro con tan señalada predilección y le habría escogido por jefe de su Iglesia? Sin
embargo, Pedro tenía un punto débil, uno sólo, pero que encontramos regularmente en
cuantas ocasiones interviene en el Evangelio: su impetuosidad. Por perjuicios que le causara
y por más que Jesús le reprendiese repetidas veces sobre el particular, Pedro no quiere darse
cuenta, incluso cuando el Salvador reprueba abiertamente sus ímpetus presuntuosos que le
arrastran. Jesús le apremia para que vele y ore con Él, con el fin de precaverse contra los
peligros que tendrá que afrontar. Pedro es el hombre del presente. A su naturaleza impulsiva
debe, sin duda, su siempre apasionada generosidad, su franqueza, desinterés, valor; no hubo
en él el menor cálculo, es el hombre del primer impulso. Pero su impetuosidad constituye
también su debilidad, pues tampoco calcula cuando haría falta. Impresionable, obra antes de
reflexionar y al extraviarse se va de imprudencia en imprudencia, se descubre, no es dueño de
sí y sucumbe.
A todos nos pasa lo mismo. La tentación nos ataca por nuestro punto flaco y si no
defendemos ese punto flaco la tentación nos abate infaliblemente, a pesar de todo lo buenos y
santos que seamos. Si el punto débil cede, el pecado se sucede con rigurosa lógica, contra la
que somos ya impotentes por habernos hecho impotentes.
***

Esto fue lo que ocurrió a nuestro querido e infortunado Simón Pedro. Si no perdemos
de vista que la impetuosidad es el punto flaco de su naturaleza, podemos repasar en la mente

107
las circunstancias de su caída sin prorrumpir en exclamaciones de escándalo, ya que vemos
con qué terrible facilidad cae en pecado grave un alma por otra parte virtuosa.
La portera, desconfiando con razón de los desconocidos, sobre todo en una noche tan
agitada, le inspecciona con mirada recelosa, ¿Qué motivo impulsa a ese extranjero, a esa
hora, para que le haya pedido le deje pasar? Sin duda es un discípulo del hombre que acaba de
ser detenido. Es muy natural que se lo pregunte y también es muy natural que Pedro, al no
tener más finalidad que entrar allí, se desembarazase de su interlocutora: “¡Yo no!”.
Esto lo dijo sin reflexionar. Sus buenas intenciones, ¿no le excusan de una leve
mentira “que a nadie perjudica”, según la expresión consagrada? (La mentira perjudica
siempre al mentiroso.) El primer movimiento, el acto reflejo del Apóstol hubiera podido ser
muy distinto: Pedro hubiera podido mirar tranquilamente a la portera en los ojos y haberle
respondido: sí. Ésta se hubiera limitado a recomendarle no armar alboroto. Pero dijo que no,
sin pensar, para no tener que dar explicaciones, ya que era más sencillo. Empero tenía que
soportar esa ley psicológica que nos encadena a nuestros actos: “Dueños de nuestro primer
acto, somos esclavos del segundo”. Ahí está dominado por su primera insignificante mentira.
Ya en el patio no puede permanecer quieto: se dirige hacia el fuego en torno al cual se
calentaban los criados. En la oscuridad hubiera pasado inadvertido, pero la llama ilumina su
rostro y todas las miradas se fijan con curiosidad en aquel hombre que no es de la casa y que,
por otra parte, parece estar violento. No hay malicia en la pregunta que le hacen: “¡Tú
también estabas con Jesús Nazareno!”.
Pedro acaba de decir que no, y ¿podría volver atrás? Una vez más a nadie importa lo
que él hace allí: “¡Mujer, no sé lo que dices!”. No ha dicho ni sí ni no. Procura pasar “de
incógnito”. Mas otra ley entra en juego contra él. Jesús lo repitió muchas veces: es imposible
permanecer neutral frente a su persona. “¡El que no está conmigo está contra mí!”. Estar por
encima de la lucha es una manera de desertar. Pedro, al querer únicamente ser espectador,
abandona las filas de los defensores y amigos de Jesús. Es imposible ser espectador frente al
Cristianismo; hay que optar por Cristo o contra Él. No hay término medio. El desgraciado
Apóstol lo comprobará.
En seguida se dio cuenta de que estaba fuera de lugar en compañía de aquéllos, y, por
otra parte, no quiere marcharse, ¿y cómo podría retroceder? Para aparentar cierta seguridad
extiende las manos sobre el fuego como alguien a quien solamente preocupa el calentarse.
¡Qué frío debía de sentir el pobre Pedro! Los criados cuentan los sucesos de la noche; de
cuando en cuando un guardián o una sirvienta vienen a enterarles de lo que se dice dentro: el
asunto de Jesús va mal. Para Pedro es un suplicio. Echa una furtiva mirada hacia la sala
donde interrogan a su Maestro. Pronto hará una hora que está allí, es preciso tomar parte en la
conversación, de otra manera despertaría sospechas. Dice unas palabras lo más breves
posible. Quisiera saber, tal vez, la respuesta del acusado a las imputaciones formuladas
contra él. Pedro manifiesta demasiado interés por lo que ocurre. Pedro ha hablado
demasiado, su acento le descubre: “Tú eres galileo”, exclaman aquellas gentes; “no puedes
negarlo. ¡Tú eres uno de ellos!”. “¡Claro que es!”, insiste otro; “¿no te vi en el huerto con
Él?”.
Pedro entonces se siente acorralado por todas partes; alocado, ya no sabe lo que dice,
se ahoga, tartamudea y exclama: “¡Lo juro!”, y por si fuera poco comienza a hacer

108
imprecaciones: “¡Que Dios me castigue si no digo la verdad! ¡No conozco a ese hombre de
quien habláis!”.
No obstante, no designó a Jesús por su nombre: “¡No conozco a ese «hombre» de
quien habláis!”. En aquel mismo momento se oyó el cantar del gallo. Pedro recuerda
inmediatamente la predicción de Jesús. Se levanta y se retira ante las befas de los guardianes
y sirvientas. Termina por donde debía haber empezado, Sus mentiras no convencieron a
nadie. Son para su vergüenza y remordimiento. Puesto el dedo en el engranaje, poco faltó
para que se llevase todo el brazo.
No se aprovecha en el pecado. Una vez en la pendiente es imposible subirla, se siente
uno incapaz, ya no se puede desear, no sabe uno lo que hace. No hay medio de detenerse y la
caída es fatal. Y ¡qué rápidamente cae uno tan bajo, sin malicia, sin resistencia, totalmente,
por debilidad, por dos o tres imprudencias!
¡Pedro ha renegado de su Maestro! Pero ¿no se negó todavía más a sí mismo? En un
momento de locura ha negado su vida honrada, su vocación, sus promesas, las esperanzas
que Dios había puesto en él. Su pasado, su porvenir, su vida entera se vino abajo...
***

No somos más fuertes que el pobre Simón, de quien la gracia divina quiso hacer y
supo hacer, con todo, una “roca”.
¡Que por lo menos su caída nos sirva de lección! Nuestra conversación emplea una
expresión que es significativa al hablar del pecador. Se dice que “se entrega al mal”. Sí, nos
entregamos al pecado, nos rendimos sin resistencia, abdicamos. Mientras se lucha con la
ayuda de Dios vencemos los malos deseos. Se peca porque no se lucha, porque se pone uno
fuera de combate.
Por eso no es en el momento en que se desencadena la tentación cuando hay que
empuñar las armas: en ese momento ordinariamente ya es demasiado tarde. La pasión que ya
no puede ser domeñada se convierte a su vez en dominadora. En todo tiempo y lejos del
peligro debemos refrenar nuestras pasiones, precavernos contra las perniciosas influencias de
fuera, evitar “las menores imprudencias”.
Ya observamos en el capítulo anterior hasta qué punto son funestas las simples
negligencias. ¿Cómo no vamos a juzgar las imprudencias? Algunos piensan excusarse –o
tranquilizarse– diciendo: No es pecado, sólo es imprudencia. ¿Sólo? Es quizá más grave.
Entendámonos. Rigurosamente hablando, la imprudencia todavía no es pecado, al menos
pecado grave. Pero en esto está el peligro. Sumergido de buenas a primeras en un pecado
cierto, el cristiano que está alerta sentirá horror de él y no lo cometerá, reaccionará con
presteza. El peligro de las imprudencias estriba en que nos inducen a error: entorpecen
paulatinamente nuestra vigilancia, embotan la conciencia delicada, atenúan la repugnancia
que en un principio nos inspiraba el pecado, suavizan el rigor de la ley en nuestra conciencia
y las exigencias divinas, y ensanchan, en cambio, el campo de las libertades que declaramos
permitidas. Paralelamente, como roza uno el pecado sin caer todavía en él, presume de sus
fuerzas, Un buen día el pecado no le infunde ya miedo: entonces se encuentra desarmado y
cae. Es el resultado inevitable de las imprudencias.

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“Se acordó Pedro de la palabra de Jesús”. Se acuerda de sus vanas protestas de valor:
“¡Aunque todos se escandalizaren, no yo!”... “¡Yo, no!”. Son las mismas palabras que dijo a
las sirvientas de la casa de Caifás: “Cierto que tú eres de los suyos”. “¡Yo, no!”.
Seamos prudentes y sobre todo seamos humildes todos, hasta los mejores, incluso
aquellos que tienen tras sí cincuenta años de virtud. Mientras temamos, mientras creamos que
podemos cometer el pecado nuestra fidelidad está a salvo.
Cambiemos más bien las palabras de San Pedro: “¡Aunque todos estuviesen seguros
de no pecar, yo no!”.

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XXI. Arrepentimiento y perdón

“Vuelto el Señor, miró a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra del Señor..., y


saliendo fuera lloró amargamente” (Lc 22, 61.62).
Si la distancia que separa el estado de gracia del pecado no es muy grande de salvar,
hace falta menos tiempo aún a un pecador para ser un santo. Pedro invirtió una hora para
caer, pero en un minuto se levanta y subirá más alto de lo que estaba antes de su caída.
Como hicimos respecto a las circunstancias de su caída, consideraremos su
arrepentimiento, sin perder de vista que Dios ha querido que la momentánea debilidad del
Apóstol redunde no ya sólo en provecho suyo, sino también nuestro.
“Al instante, por segunda vez, cantó el gallo...”. San Marcos es el único de los
Evangelistas que menciona los dos cantos del gallo. Su condición de discípulo de San Pedro
confiere una autoridad especial a este pasaje de su relato. Es, pues, fundado creer que sonó el
primer aviso antes del segundo, que hizo recapacitar al culpable y que, sin duda, en su
desmoralización no hizo caso; después, al recordar las fases de su caída se dio cuenta de que
despreció el último aviso de la gracia.
Efectivamente, Dios no se aparta nunca del pecador, Dios, que le reprende cuando
sucumbe, le advierte también desde el comienzo de la tentación. Mas esta previa intervención
de la gracia pasa inadvertida con frecuencia. El pecador sólo escucha confusamente el primer
canto del gallo. Alega como excusa de su falta el encontrarse solo, presa de las seducciones y
deseos pecaminosos. Es cierto que en aquel momento ningún otro pensamiento ocupaba su
atención. Sus resoluciones anteriores quedaban anuladas y el pensamiento del deber
olvidado. No se hacía cargo de la urgencia de la divina ley, ni de las sanciones eternas ni de la
amenaza de las consecuencias inmediatas de su culpa: la propia amargura y el dolor de los
suyos. Sólo contaba entonces su apetito, su propio interés, el placer. ¡Estaba solo! “¡Dios
mío!, ¿por qué estabas tan lejos de mí cuando era tentado?”.
No creamos que Dios es un testigo impasible y silencioso de nuestras luchas morales.
No cabría “tentación” si no hubiera conflicto de conciencia, y la conciencia no calla por sí
sola; empero, si tardamos en obedecerla, los gritos de la pasión se dan buena maña para
ocultar su voz hasta que la ahogan completamente. Cuando el pensamiento de Dios o del bien
o del deber desaparecen es que ya hemos “caído en la tentación”, hemos consentido en
principio, el pecado comienza.
Cometido ya del todo, la ventaja obtenida produce vergüenza, por haberla conseguido
a costa de una capitulación. Al placer que se experimenta suceden la decepción y la tristeza;
satisfecha la pasión se adormece; la conciencia se arranca la mordaza. El pecador, sordo a los
sofocados gritos de alarma que lanzó, ahora percibe distintamente su voz, pero es la del Juez
que le condena. “Al instante por segunda vez cantó el gallo... Pedro se acordó entonces...”.
***

111
Se negó a creer en el peligro cuando el Maestro se lo anunciaba: “¡Me negarás tres
veces!”. Se rebelaba ofendido por semejante sospecha. Y él es el que acaba de decir: “¡No
conozco a ese hombre de quien habláis!”. Se avergüenza del Maestro, que le había
demostrado mayor amistad que a los otros; Jesús obró en su favor una de las primeras
milagrosas curaciones; hizo que anduviera sobre las aguas; le reveló su gloria en el Tabor.
Como respuesta a la inmensa bondad del Salvador, acaba de renegarle, él, Cefas, el
jefe de los Apóstoles que debía ser su modelo. Era justo indignarse contra Judas y, sin
embargo, él se rebajó al nivel del traidor. ¿No hubiera sido mejor, para él también, no haber
nacido? ¡Por qué no se habría dejado matar en el huerto no ha mucho! Si ahora mismo
pudiese morir... ¡La vergüenza de su pecado aplasta a Pedro!
Mas la vergüenza sólo puede abrumar al pecador, no levantarle. Si a la vergüenza se
une a veces el dolor de haber hecho sufrir a nuestros hermanos o incluso la aflicción
sobrenatural por haber ofendido a Dios, lo más corriente es que sea un dolor personal. Se
desprecia uno por haber sido malo, cobarde o vil; siente uno odio de sí mismo por haber caído
por debajo de uno mismo y de los demás. Y este despecho, esta humillación, son las
reacciones de una dignidad demasiado humana. Nada supera aquí la naturaleza: nuestra
naturaleza es débil y pecamos; nuestra naturaleza es recta y nos avergonzamos del pecado.
En cuanto a los remordimientos, lejos de atenuar nuestra responsabilidad la hacen más
intolerable. Nuestras aversiones, desaprobaciones y pesares son impotentes para devolvernos
la paz.
¿A qué resoluciones desesperadas no se hubiera entregado Pedro si el Salvador no le
hubiese liberado de su vergüenza inspirándole un santo arrepentimiento? No confundamos
ambas cosas: la vergüenza paraliza, el arrepentimiento infunde ánimos; la vergüenza es una
confusión del amor propio, el arrepentimiento es un acto de humildad que favorece las
generosas reparaciones.
Mientras el desgraciado Pedro multiplica sus negaciones, Caifás, una vez terminado
el interrogatorio del Salvador, pero obligado a esperar que amaneciera para convocar al
Sanedrín, mandó que llevaran al detenido al calabozo. Los guardianes, que la habían tomado
con Pedro, le dejaron entre befas para cumplir las órdenes del sumo sacerdote y Jesús salió de
la sala de audiencia en el mismo instante en que cantaba el gallo. “Entonces –escribe San
Lucas– vuelto el Señor miró a Pedro...”. Estas cuatro palabras del Evangelio son de esas que
no podemos considerar sin que sintamos la necesidad de caer de rodillas. Pedro, anonadado
por su indigno comportamiento, distingue la escolta que conduce a su Maestro, y Jesús,
indiferente a las injurias de sus acusadores y a la brutalidad de los criados que le empujaban,
se vuelve hacia el Apóstol culpable. Conversus Dominus, respexit Petrum.
Sus miradas se cruzaron. Pedro hubiera querido bajar la cabeza, pero no pudo apartar
su mirada de Aquél que acababa de negar. Conoce muy bien las miradas del Salvador. No
pudo resistir a la autoridad y al encanto de esa mirada que suscitó su vocación; esa mirada tan
cariñosa del Maestro aquel día en que, mirando a sus discípulos, afirmó: “¡He ahí a mis
hermanos, hermanas y madre!”. Y esa mirada que le hizo temblar cuando él, Simón, quiso
apartar la Cruz del camino de Jesús. ¡Y la compasiva mirada con que acogió al joven
demasiado rico para seguirle! ¡Y la mirada anegada de lágrimas ante el sepulcro de Lázaro...!
Conoce las miradas del Salvador. ¡Y, sin embargo, nunca jamás contempló en el rostro del

112
Señor la expresión que descubre en Él, en aquel momento!; aquellos ojos impregnados de
tristeza, pero sin severidad; mirada de reconvención, sin duda, pero que al mismo tiempo
quiere ser suplicante y parece decirle: “Simón, yo he rogado por ti”.
Su mirada sólo se detuvo un instante sobre él; Jesús fue empujado violentamente por
los soldados, pero Pedro la ve siempre. Ve la mirada indulgente del Salvador no pesar, sino
posarse sobre la llaga penetrante de su culpa. Esa mirada aumenta sus remordimientos y aleja
de su corazón al mismo tiempo la terrible tentación de desesperación. Pedro escucha la voz
del Salvador dentro de sí mismo: “Pedro, ya te lo dije... Yo te conozco de siempre, yo no te
negaré. ¡Pedro, no te desanimes! Recuerda la parábola del buen pastor tan gozoso de traer
sobre sus hombros la oveja perdida, recuerda la parábola que tanto os escandalizó: el padre
que se arroja al cuello de aquel hijo que, después de haberle deshonrado, volvía confiado y
tembloroso a pedirle perdón; acuérdate de la Samaritana, de Magdalena y de Zaqueo...
¿Habré repetido bastantes veces que no he venido a llamar a los justos, sino a los
pecadores?...”. Pedro ya no vacila. “¡Si dudas del perdón, tus negaciones serían mucho más
atroces, y esta vez quizá para siempre!”.
Y Pedro recordó todas las palabras de Jesús...
¿Qué pecador, si acude con fe al Salvador, podrá obstinarse en el pecado? ¿Y qué
pecador arrepentido puede poner en duda la divina misericordia? Uno de los más hermosos
himnos del Breviario, compuesto por San Ambrosio, nos invita a esa dulce mirada de Cristo
que nos ha merecido el perdón.
Iesu, labantes respice
Et nos videndo corrige.

“Oh Jesús, míranos cuando sucumbimos, pues tu mirada nos levanta”.


Si respicis, labes cadunt
Fletuque culpa solvitur.

“Cuando nos miras, se borran nuestras culpas, caen como escamas, y las lágrimas que
tus miradas hacen brotar de nuestros ojos nos purifican de nuestras culpas”.
***

“Y saliendo fuera lloró amargamente”. El Apóstol ya no puede estar por más tiempo
en casa del sumo sacerdote, indudablemente; sus sollozos le pondrían en evidencia a la
malignidad de los criados y éstos se burlarían después de su perjurio. A él le daría lo mismo,
pues era justo castigo. Pero, ¡qué deshonra recaería sobre el Maestro por la cobardía de su
discípulo! Aquel patio le produce la impresión de un sepulcro, de un infierno, allí se ahoga.
“Había entrado allí para ver en qué paraba todo aquello”. Por lo que a él respecta,
terminó desgraciadamente. ¿Qué apoyo podrá prestar a Jesús su amistad? No tenía que haber
ido allí, puesto que el Maestro le había anunciado que terminaría negándole...

113
Pero no, todo no terminó para él con imprecaciones. El final fue la mirada del
Salvador. Esa mirada le hace sufrir y le tranquiliza. Quiere mantenerse en esa perspectiva de
perdón y de esperanza. Huye, y ya fuera, llora amargamente.
Pero no llora sobre su miseria: llorar sobre sí mismo sólo conduce a exasperar nuestro
orgullo o aumentar el descorazonamiento; el Apóstol hubiera quedado inconsolable si sólo
hubiese considerado su pecado. Pero el pesar que agita su pecho proviene del dolor que ha
causado a Jesús y del mal que su ejemplo pueda hacer a los demás discípulos al saber que su
jefe sucumbió.
Nuestro arrepentimiento tampoco consistirá para nosotros en maldecirnos. Debemos
dolernos de haber correspondido tan mal al amor que Jesucristo nos tiene. Debemos deplorar
el mal ejemplo que damos a nuestros hermanos y el perjuicio que causamos a la Iglesia. Pero
aún no basta con sentir verdadera contrición; hay que superar esa fase fácil de las emociones.
Iesu, labantes respice. La mirada de Cristo es una divina mirada, mirada “creadora”
que puede infundirnos un alma nueva. Pero hay que prestarse a ello, y para esto no solamente
llorar, sino, a ejemplo de Pedro, “salir” de esas situaciones falsas e ilógicas que tendrían
como resultado inevitable las recaídas. Hay que terminar con las imprudencias, con los
hábitos peligrosos, romper tal vez con una amistad perniciosa, dejar el sitio donde seríamos
fatalmente vencidos. Pues bien, esos sacrificios son costosos como indispensables; por eso,
para poder cumplirlos, miremos al Señor que nos mira. Pecamos porque olvidamos su
presencia.
Uno de los privilegios del cristiano –hablo del que es consciente de su bautismo– es
que no puede vivir tranquilo en pecado. La disconformidad entre su conducta y la fe provoca
un doloroso desequilibrio, del que en vano se jactaría en escapar optando por el pecado.
Jesucristo nos ama demasiado para consentir en que nos perdamos; nunca estaremos
tranquilos en pecado; siempre nos reclamará, porque le pertenecemos.
No sólo no podemos buscar en el pecado un olvido falaz, sino que el cristiano –hablo
del que ha amado realmente a Nuestro Señor– ni siquiera sabe pecar como los demás.
Muchas veces al escuchar las confidencias de los pecados de nuestros pobres hermanos que
aman a Nuestro Señor, quedamos impresionados de la falta de habilidad con que pecan. Et tu
galilaeus es. Su acento les traiciona, su carácter de cristianos se manifiesta en sus actitudes,
palabras o silencios. Un cristiano no está hecho para pecar; caerá, como Pedro, por sorpresa,
debilidad, pero también es por lo que se levanta.
Lo que sucede es que oscilamos de un extremo a otro. Después de una excesiva
confianza en nosotros mismos, que nos lleva a descuidar las precauciones elementales de
prudencia, cuando la experiencia nos ha demostrado nuestra debilidad, pasamos bruscamente
a una exagerada desconfianza que nos hace dudar de nuestras posibilidades de rehabilitación.
Nos creímos demasiado fuertes. ¡Nada hay que temer! Después del fracaso, la voluntad es la
que está desconcertada: ¡No podré nunca! Se creía uno capaz de retroceder, y después
declaramos que somos impotentes para reconquistar el terreno perdido y avanzar. Estos
estados sucesivos de presunción y descorazonamiento no son contradictorios, contra lo que
parece; ambos provienen del mismo amor propio: seguros de nosotros mismos o
desconfiando de sí, en ambos casos sólo contamos con nosotros.
Pedro cayó en el primer error, pero supo evitar el segundo porque, en el intervalo, el
Señor le miró. Al punto comprendió que la desconfianza no era el verdadero correctivo de la
114
presunción; que hace falta, por el contrario, permanecer siempre confiado, pero poniendo
esta confianza en Dios y no en sí mismo.
“Entonces Pedro, saliendo fuera, lloró amargamente...”. ¿Hacia qué parte se dirigió?
¿No se le ocurrió reunirse con los demás Apóstoles? ¿Podría volver a ver a María
inmediatamente después de haber renegado de su Hijo? Tenía necesidad de estar solo y
marchaba hacia delante sobrecogido de dolor cada vez que el silencio del día que comenzaba
a despuntar era roto por el canto del gallo. De buena gana me imagino que debió haber vuelto
a Getsemaní, ahora desierto, y que se postraría sollozando allí donde no supo velar una hora
sobre la roca todavía teñida en la sangre de la Agonía.
Ahora el sol brilla, el sol del Viernes Santo, el sol del perdón de Dios a los hombres.
En medio de los olivos, Pedro llora siempre. Pero a lo lejos, cerca de una higuera de la
que estaba suspendida una correa, otros sollozos salen del pecho del otro apóstol: Judas llora
también su crimen, y su desolación no es ficticia. Más audaz que Simón Pedro, no temió
enfrentarse contra los enemigos de Jesús; confesó públicamente su felonía y la inocencia de
su Maestro. Y al mofarse de él los ancianos y los sacerdotes, arrojó sobre el pavimento del
templo las monedas de plata que le quemaban las manos. También él salió y lloró
igualmente: “¡Pequé entregando la Sangre del Justo!”.
¿Por qué no llegó hasta Judas el perdón de Dios, en la medida en que nos es dado
saberlo? ¿Qué faltó a su arrepentimiento? Le faltó precisamente el ser verdadero
arrepentimiento: no era más que vergüenza. Al pobre Judas le faltó un rasgo de esperanza,
una onza de amor: le faltó el venir a implorar la mirada de Jesús,
¿Quién sabe, cristianos, si mañana también nosotros claudicaremos? ¡Dios nos libre
de hacer irremisible nuestro pecado dudando de su amor! Pero no, no caeremos si
alimentamos en nuestro corazón el sincero pesar de nuestras culpas, muy cerca de Pedro,
mirando a Jesús, Iesu, labantes respice.

115
XXII. Sentir con la Iglesia

“El Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón” (Lc 14, 34).


Hasta la resurrección, Simón era como uno de nosotros. A lo largo de la lenta
formación que el Maestro le dio podíamos reconocer análogas disposiciones a las nuestras en
su generosidad, incomprensiones y vueltas del amor propio: disposiciones que nos atraen
hacia la persona del Salvador y belleza de su doctrina, que nos hacen vacilar frente al rigor de
las leyes. Incluso antes de que Jesús le prometiese el puesto capital que ocuparía en su
Iglesia, descubrimos en él nuestras debilidades. Se parece siempre a nosotros; se nos asemeja
tanto, que le hemos visto pecar como nosotros.
Empero, desde el día de Pascua, Pedro ocupa un plano superior. Es cierto que hará
falta esperar el milagro de Pentecostés para presenciar la total transformación que el Espíritu
Santo debía operar en él. Con todo, él es ya “el jefe” y usa de sus prerrogativas y asume las
responsabilidades.
Las lágrimas que derramó después de su caída han purificado su caridad de todo
aquello en que pudo mezclarse el egoísmo. Su fe no se traducirá en manifestaciones de
entusiasmo, que muchas veces le perdió. Si Jesús rogó por la fe de su Apóstol no sólo fue
para que no capitulase en la prueba, sino para que fuese más reflexiva, más profunda,
incapaz, en adelante, de extraviarse. En adelante, la fe de Pedro es la fe de la Iglesia.
Cuando una tarde del día de Pascua los dos discípulos regresaban precipitadamente
de Emaús, llaman a la puerta de la casa donde los Apóstoles estaban reunidos, para enterarles
de que Jesús se había unido a ellos por el camino y cómo le reconocieron en la fracción del
pan; los demás, antes de despegar los labios, les dicen que ya conocen la prodigiosa noticia:
“¡El Señor ha resucitado verdaderamente y se ha aparecido a Simón!”.
Por la mañana, los relatos de las santas mujeres, en vez de persuadir a los Apóstoles
les dejaron más perplejos. ¡Pero aquella tarde lo sabían! “¡El Señor se ha aparecido a
Simón!”. Es digno de notarse que aunque no oponen dificultad alguna en dar crédito a las
palabras de Pedro, cuando están frente a la evidencia su confianza parece vacilar. Instantes
después, en efecto, el Salvador resucitado se muestra a todos los que están en la sala.
Entonces les sobrecoge el temor de equivocarse y piensan que son juguete de la fantasía.
Jesús les permite tocar sus manos y pies, pero están tan emocionados que no pueden creer sea
verdad. Para convencerlos del todo, el Maestro tiene que comer en su presencia... No daban
crédito a sus ojos, les hubiera sido más fácil fiarse del testimonio de Pedro. Apparuit Simoni,
he aquí el fundamento de su fe.
El Salvador les reserva aún numerosas pruebas de su resurrección. Los reunirá en
conversaciones más tranquilas en la amada Galilea, hará que vayan a Jerusalén; en cada
nuevo encuentro durante los cuarenta días les hablará del reino de Dios. Sus renovados
favores robustecerán su fe, pero el punto de partida de ésta es la aparición a Simón.

116
San Pablo nos ha conservado un fragmento del símbolo de fe que los Apóstoles
enseñaban a los primeros conversos y que él mismo había aprendido: “Cristo murió por
nuestros pecados conforme a las Escrituras; fue sepultado, resucitó al tercer día...”. El
formulario indicaba a continuación las principales apariciones, especialmente la que tuvo
lugar ante quinientos hermanos, de los cuales la mayor parte todavía vivían veinte años
después; mas la que el “credo” coloca en cabeza de las demás, era la de Simón: “Resucitó al
tercer día según las Escrituras y se apareció a Cefas, luego a los Doce” (Cor 15, 5).
Visus est Cephae. Si tuviéramos que hacer obra apologética, insistiríamos en la fuerza
que confiere esta simple afirmación a la verdad histórica del hecho de la Resurrección, pues
echa por tierra toda base científica respecto a las fantasías inventadas por los racionalistas
para tratar de explicar cómo los Apóstoles, a quienes la muerte de Jesús había sumido en el
abatimiento sin esperanza, habían imaginado poco a poco que su Maestro tenía que vivir
siempre. Esa elaboración inconsciente de mitomanía colectiva hubiera exigido varios días, si
no semanas. Pues bien, cuarenta y ocho horas después de que el Salvador fuera puesto en el
sepulcro, los Apóstoles pasan de la desmoralización más completa a la certeza de su
resurrección. Un acontecimiento había cambiado el curso de sus pensamientos: “¡Se apareció
a Cefas!”. El testimonio de Pedro determinó la fe de la Iglesia naciente.
***

No es menos interesante seguir la evolución que se produce en el espíritu del mismo


Apóstol. En la semana del día tercero, los Once y algunos discípulos más se hallan reunidos,
verosímilmente para fijar juntos la línea de conducta después del aparente fracaso del
Evangelio, cuando llegan las mujeres que fueron muy de mañana al sepulcro, con el
propósito de terminar de embalsamar el Cuerpo del Señor. El sepulcro estaba vacío y unos
ángeles semejantes a hombres, como vestidos de deslumbrante luz, les encomendaron un
mensaje: “Id a decir a sus discípulos y a Pedro...”. En efecto, Simón fue objeto de una
mención especial.
Mientras ellas refieren las palabras de los celestes mensajeros, los amigos de Jesús, en
vez de exultar de alegría, se compadecen de la ingenuidad de las mujeres y se niegan a dar
crédito a estos dichos, que califican de “desatinos”.
Dos Apóstoles, sin embargo, no comparten esta incredulidad general: Pedro se
levanta al momento y corre hacia el sepulcro. Le acompaña Juan, quien, como más joven y
ágil, se adelanta a su compañero, pero no entra. Simón Pedro penetra en la cámara mortuoria.
Los recuerdos de San Juan son preciosos; gracias a ellos podemos reconstruir la escena.
Ambos discípulos llegan a la conclusión de que no se han llevado el Cuerpo del Maestro a
otro sitio, pues en ese caso le hubieran sacado tal y como lo colocaron envuelto en lienzos.
Ahora bien, Pedro comprueba que las vendas han sido desenrolladas y arrojadas en un
rincón; en cambio, el sudario que cubría la cabeza está doblado en otro sitio. Juan entra a
inspeccionar también y declara que quedó convencido: “Vio y creyó”. No nos da a conocer la
impresión de San Pedro, no fue tan contundente. Según el tercer Evangelio, Pedro se retiró
“asombrado de lo que había sucedido”.
Es la primera vez que vemos esperar a Simón Pedro, antes de dar su opinión. Ahora es
el jefe que no debe pronunciarse a la ligera. Suspende el juicio o por lo menos no lo
manifiesta. Quizá por causa de su silencio, Juan prefirió callarse también. Al regresar donde
117
estaban los discípulos, guardan, por tanto, una prudente reserva; por eso Cleofás y su amigo
juzgaron inútil prolongar su estancia en Jerusalén y se pusieron en camino hacia Emaús y
contarán al peregrino extranjero que les alcanzara en ruta: “...Algunos de los nuestros fueron
al momento y hallaron las cosas como las mujeres decían, pero a Él no lo vieron”.
Únicamente, al volver por la noche, los demás discípulos sabían tanto como ellos: entretanto,
el Señor se había aparecido a Simón.
Apparuit Simoni. Es preciso contentarse con esas dos palabras. Las otras apariciones
que narra el Evangelio, van acompañadas de detalles; sobre esta aparición nada sabemos.
Pedro ya no es aquel que se jactaba de ser más fuerte que los demás: ¡Qué humilde se hizo
después de su culpa! Guardaba para él el secreto de este primer encuentro. Fácilmente
adivinamos lo que pudo decir a su Maestro, por sus ojos anegados en lágrimas. Lo que Jesús
le hizo saber no estaba destinado, sin duda, a otro que no fuera él. Pedro ya no es uno de los
nuestros, es el jefe, con la misión de confirmar a sus hermanos en la fe. Pedro “sabe” que
Jesús ha resucitado, lo “dice” y sus hermanos lo “creen”.
Pero no todos. La tarde de aquel mismo día “no estaba con ellos Tomás cuando vino
Jesús...”.
***

Nada permite considerar esta ausencia de Tomás como una falta; para él, al menos,
fue una gran desgracia. Por más que repiten los otros que han visto al Señor, que han palpado
las cicatrices de sus llagas, Tomás se obstina en su negativa de creer. El testimonio de Cefas
le deja incrédulo.
Sin duda, para que supiésemos levantarnos muy pronto de nuestras caídas, permitió
Dios en aquellos días decisivos para el Cristianismo el error pasajero de ambos Apóstoles: el
primero, infiel a Jesucristo, y el segundo, infiel a la Iglesia: uno y otro, convertidos por la
misericordiosa condescendencia del Salvador, reparando ambos su debilidad pasajera con un
sublime acto de caridad: “Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo”, dice Simón, y Tomás:
“¡Señor mío y Dios mío!”.
Pedro y Tomás tienen, por otra parte, más de un rasgo común: ambos son generosos,
ardorosos e impulsivos.
Cuando por temor a los judíos que habían decidido lapidarle, los discípulos
disuadieron al Maestro de ir a Betania, donde Lázaro se hallaba bastante enfermo, Tomás,
como luego Pedro en el Cenáculo, estaba dispuesto a desafiar el peligro: “¡Vamos y muramos
con Él!” (Ioh 11, 6-16).
Cuando el Señor les anuncia su inminente partida, su vivo carácter se manifiesta de
nuevo. Así como Pedro quería seguir a Jesús, Tomás deseaba saber por qué camino
alcanzarle. Su pregunta nos valió la admirable respuesta del Salvador: “Yo soy el Camino, la
Verdad y la Vida” (Ioh 14, 5).
Como Pedro, Tomás no teme singularizarse: “¡Aun cuando todos se escandalizaren,
yo no!”, había dicho el primero, y el segundo: “Si no meto mi dedo en el lugar de los clavos y
mi mano en su costado, no creeré” (Ioh 22, 25).

118
La obstinación de Tomás no dejaría de causar pena a Pedro, que revivía el doloroso
recuerdo de la terquedad de que dio muestras y que tan cara había pagado. Oscilando entre la
misión de confirmar a sus hermanos en la fe y la humildad que sentía en encontrar sus
propios defectos en los de sus compañeros, ¡cuánto debió pedir por el incrédulo! ¿No sería
para responder a la oración de Pedro por lo que el Señor consintió, después de esperar una
semana, en mostrar las llagas al Apóstol incrédulo?
No obstante, Jesús no se presenta a él aisladamente. Tomás fue víctima de la duda
porque “no estaba con ellos”, pero ocho días después “Tomás estaba con ellos”, con Pedro,
con la Iglesia. Entonces Jesús reaparece y el Apóstol que había exigido meter su mano en la
llaga del costado se avergüenza de su orgullosa pretensión. No alarga la maño para tocar al
Salvador resucitado, ¡las junta para adorar a su Señor y a su Dios!
¡Tomás perdió ocho días, ocho días de paz, ocho días de alegría! ¡Qué dichoso es
ahora! Mas Jesús le hace notar que habría sido todavía más dichoso si hubiera creído sin
haber visto: si hubiese creído como los demás en la palabra de Pedro. Apparuit Simoni!
***

Anteriormente tuvimos ocasión de observar que desde los orígenes de la Iglesia


Pedro ejerce una autoridad indiscutible. Lo que pasó en los albores de la fiesta de Pascua, aun
antes de la completa efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, nos muestra al jefe de la
Iglesia gozando de esa especial asistencia que preserva a la fe de todo error.
Con el desarrollo de la Iglesia, el privilegio de la infalibilidad doctrinal del Vicario de
Jesucristo alcanzará su definición precisa. Consignemos simplemente que en los primeros
días en que Pedro ocupa, en medio de los hermanos, el lugar del Maestro –invisible, si bien
presente–, no se equivoca.
Hubiéramos podido esperar de su parte reacciones bruscas al descubrir el sepulcro
vacío. El impulsivo Pedro nunca fue tan dueño de sí mismo. Abiit secum mirans... Se
asombra, se admira, reflexiona, espera. Si afirmamos que esta insólita moderación del
Apóstol fue efecto de la tristeza que le minaba, reconoceremos en ello la acción de Dios, que,
como dice San Pablo, “hace concurrir todas las cosas para bien de los que le aman” (Rom 8,
28), todo, hasta sus pecados.
Puestos sobre aviso por los relatos de las mujeres, Pedro no les da absoluto crédito,
pero no se opone a dárselo a los demás, salvo Juan. Le apremia saber y corre al sepulcro. Allí
observa todo minuciosamente, pero no se pronuncia precipitadamente. Abiit secum mirans.
Reunió todas las probabilidades buenas de conocer la verdad; otro tiene ahora que dar el
último toque a sus averiguaciones; al Señor toca iluminar según su promesa. Y el Señor se le
aparece.
Dios tiene mil medios de mantener la verdad con toda seguridad en el jefe de su
Iglesia, y las manifestaciones milagrosas no serán siempre el medio providencial escogido.
Sin embargo, el sucesor de Pedro, sea quien fuere, andará siempre por los caminos de la
verdad.
La historia se repite indefinidamente, ya que los acontecimientos entre los que se
juega el destino humano están sujetos a las leyes del Creador. San Juan tuvo la certeza, antes

119
de San Pedro, de que Jesús había resucitado: “Entonces entró también el otro discípulo... y
vio y creyó...”. Pero Juan respeta las consideraciones de Pedro. Tomás, en cambio, no acepta
el testimonio de Simón ni el de sus hermanos; porfía, discute, se obstina. Exige poder juzgar
por sí mismo para convencerse personalmente. Sus dudas son una inestimable lección para
nosotros, pero para él sólo fue perder el tiempo; más tarde o más temprano tuvo que
someterse al juicio de Pedro si quiso seguir siendo discípulo y apóstol de Cristo.
Lo mismo ocurrirá en la Iglesia. Unos se adelantan, otros se retrasan; Pedro camina al
ritmo del Espíritu Santo. El Sucesor de Pedro, el hombre de Blanco, dice en el momento
oportuno las palabras necesarias. Hay que saber esperar sin impaciencia esta hora; pero una
vez que Pedro ha hablado, desgraciado del que no quiera escucharle. Subterfugios y evasivas,
interpretaciones tendenciosas, apelaciones al Papa mejor informado, desgraciadamente
conocemos todos esos procedimientos dilatorios: conducen fuera de la Iglesia. Sólo
“sentimos con la Iglesia” escuchando filialmente al Jefe que Dios le dio. No nos contentemos
con aceptar indiscutiblemente las decisiones de su Magisterio infalible; incluso cuando el
sucesor de Pedro se limita a dar consejos y directrices, acojámoslos confiadamente y sin
reservas. Desviándonos erraríamos el camino. Siguiéndolos siempre iremos por el camino de
la verdad.

120
XXIII. Condición esencial del apostolado

“Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” (Ioh 21, 15).
¡Cuántas veces en los escasos minutos de la acción de gracias, después de recibir el
Sacramento de la Penitencia, unos y otros hallamos un consuelo en meditar las palabras que
Jesús y Pedro cambiaron después de la aparición en las orillas del lago Tiberíades! ¿Acaso no
somos nosotros el pecador perdonado que ya no se atreve a pronunciar la promesa de
fidelidad después de haber sido infiel tantas veces? Y, sin embargo, podemos poner por
testigo de la sinceridad de nuestra adhesión al Maestro que conoce nuestras íntimas
disposiciones. “¡Señor, Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo!”.
No obstante, estemos alerta, pues el diálogo que nos relata San Juan, aunque nos sea
permitido aplicarlo a nuestra vida personal, se refiere a una situación que conviene
directamente a Simón Pedro.
Las tres preguntas de Jesús: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”, no van encaminadas a
asegurarle que su culpa ya está perdonada. Jesús le dio esta certeza el día de Pascua en una
aparición especial. Tampoco se puede decir que al dar ocasión a Pedro de declarar
públicamente el cariño que le tiene haya querido únicamente rehabilitar al Apóstol culpable a
los ojos de sus compañeros de apostolado. Sin duda, la triple pregunta del Salvador no pudo
por menos de evocar su triple negación, y si bien esa palabra no fue pronunciada y no hizo
directamente alusión a su caída, Pedro une espontáneamente las tres promesas que Jesús le
pide con las tres negaciones que profirió en casa de Caifás. Por eso no puede disimular su
tristeza cuando el Salvador le interpela por tercera vez: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”.
Contristatus est Petrus!
Sin embargo, si Nuestro Señor permitió a Pedro reparar su pecado, al menos no es
ésta la única y principal intención que persigue al hacerle la misma pregunta tres veces
seguidas. Esta insistencia tiene por objeto recalcar la gravedad de las promesas con que el
Señor responde a las del Apóstol convertido. Si Jesús le pregunta por tres veces: “¿Me
amas?”, es para repetirle otras tres veces: “¡Apacienta mi rebaño!”, y hacer así más solemne
la investidura de Pedro en el tremendo cargo que le confía de gobernar a la Iglesia en su
nombre. Pues entonces Pedro es “consagrado” jefe de la Iglesia. El Hijo de Dios va a
transmitir sus poderes divinos a un hombre. Esta hora inolvidable en la historia de la
salvación humana, ¿acaso no debía estar rodeada de un ceremonial que hiciese resaltar su
grandeza?
Mas también hacía falta que esta “consagración” del jefe de la Iglesia fuese
presentada a Pedro y a los demás Apóstoles como el coronamiento del ministerio del
Salvador en medio de ellos. Esto explica por qué escogió Jesús las circunstancias en que
quiso que se llevase a cabo.
Contemplad el escenario. Se trata de las orillas del lago de Genesareth, donde los
cuatro primeros Apóstoles pasaron su juventud; allí ejercieron su profesión hasta el día en

121
que Jesús se insinuó en sus vidas. En aquel lago tuvo lugar la pesca milagrosa, después de la
cual los discípulos dejaron barcas y redes para seguir a Aquél que quería hacer de ellos
pescadores de hombres.
En este mismo lugar fue donde el Salvador resucitado vino a esperarlos. La necesidad
de la vida les había obligado a echar mano de su antiguo oficio: como aquella otra noche, no
cogieron nada y volvían al amanecer y aun esta vez sumergieron las redes a una palabra de
Jesús y las sacaron con ciento cincuenta y tres grandes peces. El intuitivo Juan identifica en
seguida la voz que les dijo: “Echad las redes hacia la derecha”. Y el impulsivo Pedro se había
lanzado rápidamente al mar para llegar el primero cerca de su Maestro. Los discípulos le
rodean ahora, comparten con Él un poco de pan y de pez asado. Se acabó la pesca sobre el
lago. En lo sucesivo sólo serán pescadores de hombres. Como el Padre envió al Hijo, así el
Hijo los envía. Su misión es inmensa: ir por todo el mundo a predicar el Evangelio a toda
criatura. Su tarea no terminará nunca: Jesús está con ellos todos los días hasta el fin del
mundo.
Pero un jefe visible debe ocupar su lugar. En Cesarea el Salvador había designado a
Pedro para este oficio; ha llegado el momento de darle posesión de él de manera efectiva.
Jesús se había complacido en compararse a un pastor de un rebaño que conoce todas sus
ovejas, a un pastor que señala el camino andando delante de su rebaño, que alimenta a sus
ovejas dándoles la vida, una vida sobreabundante y que, de tiempo en tiempo, parece
abandonar al rebaño fiel, dejarle sin alimento y sin agua con el fin de correr en busca de la
oveja perdida... Ahora Jesús ha concluido su misión terrena, entrega el cayado a Pedro, le
confía sus ovejas y corderos, su rebaño entero, su Iglesia.
Pero antes de ponerle definitivamente a la cabeza de los discípulos, el Salvador le
recuerda por tres veces la cualidad indispensable que espera de él para ser su representante en
la tierra, para hablar en su nombre, para atraer a los hombres y llevarlos a Dios: “Simón, hijo
de Juan, ¿me amas más que éstos?”.
Si Jesús escogió a Pedro para que fuese el jefe de su Iglesia, Pedro le amó y es capaz
de amarle más que los otros. Jesús no hizo de nadie semejante elogio. Empero el amor de que
se trata no es de orden puramente sentimental. Jesús lo ha dicho varias veces: “El que ama,
cumple la voluntad del Padre, guarda los divinos mandamientos”. ¿Le obedecerá Pedro de
ahora en adelante más que nadie? ¿Cumplirá más que nadie la voluntad de Dios? La Iglesia
está fundada sobre la obediencia de Pedro. De esta condición depende la misma vida de la
Iglesia. Todos los discípulos estarán obligados a obedecer a Pedro, pero es porque Pedro
obedece a Jesús no sólo tanto sino más que los otros. La ley fundamental de la Iglesia es la
obediencia: los fieles obedecen al Papa, el Papa a Cristo “más que los otros”.
Por eso Nuestro Señor pide a Pedro una promesa de fidelidad absoluta, un voto de
pertenencia total. Tan grave es el compromiso que Pedro va a contraer antes de aceptar el
gobierno de la Iglesia, que Jesús le pide la fórmula por tres veces seguidas. Y tres veces
seguidas Pedro es consagrado jefe de la Iglesia, así como más tarde sus sucesores llevarán la
tiara de triple corona.
¿Cuáles eran durante ese tiempo los sentimientos de Simón Pedro? Tal vez podamos
descubrirlos en los términos tan sencillos de sus respuestas.
A la primera pregunta, el Apóstol ignora todavía el motivo de la pregunta de Jesús:
“¿Me amas más que éstos?”. Por eso la pregunta no deja de ser singular.
122
Esta pregunta sería clara si el Señor hubiera querido decir: “¿Me amas más que amas
tú a éstos?”, pero valía la pena hacer semejante pregunta. No sólo para Pedro sino para todos
los Apóstoles, Jesús era sin comparación la Persona que más amaban en el mundo. La
pregunta es, por consiguiente, una de las que chocan: Jesús pregunta realmente a Pedro si le
ama más que los otros le aman. Nosotros no vacilamos en afirmar que amamos a nuestra
madre en un grado y de modo únicos. Mas nos sentiríamos perplejos si alguien nos apremiase
a declarar si la amamos más o menos que nuestros hermanos. No es posible afirmar tal cosa:
en primer lugar, porque no se sabe nada, y después, aunque fuese verdad, ¿os atreveríais a
afirmarlo en presencia de vuestros hermanos? A semejante prueba somete Jesús a Simón
Pedro. El Maestro pregunta a Pedro públicamente –en presencia de otros seis Apóstoles,
entre los que figuraba San Juan, que se llama a sí mismo en el cuarto Evangelio, “el discípulo
que Jesús amaba”–, si le es adicto, si le tiene más afecto que los demás.
Sin embargo, no imaginemos que Nuestro Señor haya querido hacer a su Apóstol una
pregunta molesta. La pregunta no es ni podía ser: “¿Crees tú que los otros me aman menos
que tú?”. Él pregunta: “¿Estás decidido a no tomar como medida de tu cariño la generosidad
de los más generosos de tus hermanos, sino ‘querer’ amarme más que los que más me aman,
es decir, eliminar toda medida?...”.
“Tú has recibido más que los demás, estás investido de funciones más sublimes que
las suyas: ¿puedo esperar de ti una abnegación superior a la suya?...”. “¿Tal vez comprendes
que te debes sacrificar a mi servicio más que los otros, pues tienes que reparar una culpa que
los demás no cometieron?”.
Pedro no tarda en dar la respuesta: “¿Más que los otros?...”. Esas palabras despertarán
en él un doloroso recuerdo que no le abandonará nunca. No fue más valiente que los otros
durante la Pasión del Señor, fue más imprudente; sí, su temeridad le hizo cometer un pecado
que los demás no cometieron. Pedro ya no desea compararse a sus hermanos, aunque esté
dispuesto a sufrir más que ellos. Admiremos “la humildad” de su respuesta: ruega al Salvador
que juzgue por sí mismo de sus disposiciones: “Sí. Señor, tú sabes que te amo”.
Los demás Apóstoles oyeron la humilde respuesta de Simón, que evitó
cuidadosamente ponerse por encima de ellos; han oído también las palabras con que Jesús
confirma a Pedro los poderes que antaño le había prometido: “Apacienta mis corderos”.
Ahora todos comprenden las intenciones del Salvador. Particularmente Pedro capta el
sentido de la frase “más que éstos” que le había intrigado. El jefe –como Jesús había
enseñado repetidas veces– tiene que servir a los demás más perfecta, completa y
humildemente. Cuanto más numerosas sean las almas que Jesús nos confía más debemos
amarlas.
Por eso no es extraño que el Señor insista en su pregunta, cuyo alcance todos
comprenden ahora. Pero Jesús ahorra a Pedro la humillación no haciendo alusión a los otros,
ya que la segunda vez le pregunta únicamente: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”.
Es posible que el Señor quiera invitarle a renovar sus antiguos propósitos, pero Pedro
nunca los retractó en el fondo del corazón, aun cuando sus labios mintiesen en un momento
de locura. ¿No es acaso el futuro a donde el Señor encauza los pensamientos del Apóstol,
hacia la misión que le confió? Indudablemente Pedro podría hacer grandes protestas de
fidelidad, en adelante indefectible: amará al Salvador tanto más cuanto que tiene que expiar
una culpa. Por lo demás, las circunstancias no son las mismas. Cuando Pedro sucumbió, los

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trágicos sucesos de la Pasión arrojaron un velo inquietante sobre la divinidad del Salvador.
Pero al triunfar de la muerte, Jesús resucitado da la prueba luminosa de su divinidad, y ésta
ilustra definitivamente la economía de la Redención que resultaba oscura hacía tiempo para
los discípulos, tan oscura que no querían creer cuando Jesús les explicaba sus misteriosas
leyes. En adelante su fe ya no podrá vacilar. Pedro, por consiguiente, podrá afirmar que está
dispuesto a emprender la obra nueva que Jesús le asigna, pero nunca más confiará en sí
mismo; Jesús sabe que podrá cumplirla perfectamente y Él le prestará su ayuda: “Señor, ¡Tú
sabes que te amo!”. Y el Maestro bendice “la confianza” de su Apóstol: “¡Apacienta mis
ovejas!”.
¿Por qué prolonga Jesús todavía la prueba? Pedro se lo pregunta tristemente cuando
le interroga por tercera vez. Los demás Apóstoles ya no reconocen el antiguo ardor
efervescente de su compañero, que en otro tiempo montaba en cólera ante la insistencia del
Salvador. ¿Dudará Jesús de Pedro? Esta suposición que hizo saltar al Apóstol hacía
solamente unos días no sólo no provoca ya en él ninguna rebeldía, sino, lo que es más
admirable, no logra desanimarle. ¿Qué habríamos hecho nosotros en una coyuntura
semejante? ¿No nos hubiésemos retirado diciendo al Maestro: “Escoge uno más digno que
yo”? Pedro no devuelve las llaves al Maestro que no parece muy seguro de su afecto, y ésta
fue, sin duda, la mayor victoria contra su amor propio.
Profundamente afligido, no da ninguna muestra de impaciencia. A la humildad y
confianza añade esta vez un acto de “abandono” total: “Señor, Tú lo sabes todo... Tú conoces
mi buena voluntad, pero también los defectos de mi carácter, que muchas veces corregiste;
Tú conoces mi debilidad; Tú sabes que huí y te negué; Tú conoces las dificultades de la
misión que me destinas; Tú sabes mejor que yo si puedo conducir a mis hermanos; Tú que
lees en mi corazón, Tú sabes muy bien que te amo”.
Y el Salvador, ante quien el porvenir se presenta como un libro abierto, proclama por
última vez los designios tan audaces de Dios, que no teme entregar a un hombre los eternos
destinos de toda la Humanidad: “¡Apacienta mis ovejas!”.
***

A reserva de las adaptaciones necesarias, para terminar, podemos aceptar la lección


que en la presente escena, tan solemne como conmovedora, se dirige a todos los cristianos.
No es el menor misterio de nuestra religión el que Dios desee el amor de sus criaturas.
“¿Me amas?”. ¿Cómo puede tener ese deseo, esa necesidad de nuestro afecto? Mas es
también privilegio de nuestra religión, y que la hace muy superior a las otras, hacernos
capaces de amar a Dios, porque Jesucristo, Dios hecho hombre, puede ser objeto de nuestro
amor.
¡Ah! ¡Cuánto ha sublimado y santificado a la Humanidad este amor! Por amor a Jesús
el niño aprende a dominar sus instintos, el enfermo soporta sus dolores, el mártir posee la
fortaleza de renunciar a su vida, y, lo que no es menos asombroso, el pecador puede salir de
su pecado.
“¿Me amas?”. Nuestro Señor no sólo hace esta pregunta a los hombres obedientes a
sus mandamientos. Lanza el mismo llamamiento a los que le desprecian y traicionan. Dios no
cree rebajarse al solicitar el amor del pecador. Por eso, cuando éste se arrepiente, que no se

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tenga por indigno, a causa de sus pecados, de la intimidad que Jesucristo le brinda. Como
escribía el Padre de Tourville: “Nuestro Señor no es el Maestro que sólo se interesa por los
buenos alumnos” (Piété confiante, pág. 301). Él nos ofrece ese medio tan fácil de reparar
nuestras culpas: el amor. Amar al Señor a quien hemos negado. Amar la oración que hemos
abandonado. Amar la verdad adulterada por nuestras mentiras. Amar nuestro deber amando a
Aquél que nos lo manda.
Pero Jesús espera este amor especialmente de las almas apostólicas. ¿Amas me?...
Pasce oves meas. ¿Quién se sorprendería? El proselitismo nace del amor. El ardor de
nuestras convicciones nos impele a difundirlas. ¿Puede uno admirar a alguien sin querer que
todos le admiren con vosotros? Un apóstol que no amase sería una contradicción in terminis.
Un apóstol que se amase más que a Cristo, el hombre que se busca a sí mismo, será pronto
algo vacío. El apóstol sólo persuade y arrastra cuando el amor de Jesús desborda su vida y no
únicamente sus labios.
Con todo, observad que el cristiano pecador no es excluido de las tareas apostólicas.
Si ama de nuevo a Nuestro Señor, también él puede acrecentar el rebaño de Cristo. Si bien
pecó, Pedro se arrojó al agua para llegar más pronto cerca del Maestro y Éste le consagra
Príncipe de los Apóstoles. ¿Podríamos acaso nosotros reparar mejor nuestras culpas que
entregándonos a las almas para librarlas del error o del mal y llevarlas a Jesucristo?
Jesús quiere siempre que ese don de nosotros mismos sea cada vez más completo. No
nos felicitemos del bien que hayamos hecho, no nos formemos un falso juicio de nosotros
mismos comparándonos con los que hacen menos que nosotros: tenemos que amarle siempre
más que los demás... Sería una locura por nuestra parte pensar que pudiéramos ser
impecables; Jesús no lo espera. Nuestras negligencias, olvidos, hasta nuestras recaídas le
extrañan menos que a nosotros. No ya tres veces, sino cientos de veces y más debemos
obligarle a que repita su pregunta: “¿Me amas?”. Y tendremos motivo de entristecernos, pero
no perdamos la esperanza. El atractivo del pecado disminuye en proporción al amor que
tenemos a Nuestro Señor. Repitámosle diariamente las palabras que impidieron a Pedro
sucumbir de nuevo: “¡Señor, Tú lo sabes todo, mis culpas pasadas, mi debilidad actual, mis
tentaciones futuras, pero también sabes cuánto te amo!”.

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XXIV. Ataduras que libran

“Cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde no


quieras” (Ioh 21, 18).
Pedro es ahora el Supremo Pastor de la Iglesia. Su fiel y cariñoso amor a Jesús le hará
capaz de cumplir todas las obligaciones de su cargo. El Apóstol se ha entregado totalmente a
la voluntad del Señor. Pero Éste tiene interés en señalarle la amplitud del abandono que
espera de su Representante en la tierra: “En verdad, en verdad, te digo: cuando eras joven, tú
te ceñías e ibas a donde querías”.
Jesús contrapone las dos edades de la vida. Por un lado, el joven que no hace más que
su voluntad: va donde quiere, libre en sus decisiones y movimientos. No tiene necesidad de
que nadie le ayude a levantarse la túnica y sujetarla fuertemente por la cintura. El anciano,
por el contrario, ya no tiene la misma independencia y flexibilidad: dependiente del medio
ambiente, ya no va donde se le antoja, ya no puede recogerse por sí mismo los pliegues de su
túnica para ponerse en camino o ir al trabajo. Hace falta que otro le sujete la cintura, y levante
los brazos mientras el otro le ciñe los lomos: “Cuando envejezcas extenderás tus manos y
otro te ceñirá y te llevará a donde no quieras”. Y el Salvador añade: “¡Sígueme!”.
A buen seguro que pertenece al jefe tomar la iniciativa y la responsabilidad de sus
decisiones, pero sus mandatos no deben ser arbitrarios. No debe mandar lo que le place; tiene
que decidir conforme a la verdad y a la justicia, teniendo en cuenta la misión que le ha sido
confiada y el bien de aquéllos sobre quienes tenga su autoridad. Más que nadie, el Jefe de la
Iglesia tendrá que prescindir de toda mira o impresión subjetiva; no guiará a los discípulos a
su capricho, su principal obligación está en conducirlos en pos de Jesucristo. Menos que a
nadie, al Jefe de la Iglesia no le será permitido hacer cuanto quiera: Está estrechamente unido
con Jesucristo. “¡Sígueme!”.
Los años no desatarán los vínculos que unen a Pedro con el Señor; al contrario,
cuando envejezca le dará el testimonio definitivo de su obediencia, muriendo de la misma
muerte que su Maestro. Esta precisión del oráculo un poco oscuro del Salvador, es
considerada entre paréntesis por el evangelista que escribió el texto en los últimos años del
siglo primero: “Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios”. La segunda
generación cristiana sabía cómo había terminado su apostolado el primer Jefe de la Iglesia:
crucificado como lo fue Jesús, extendió sus brazos mientras le clavaban en la cruz.
En el momento en que el Salvador resucitado se expresaba así, los pormenores de la
predicción no eran, naturalmente, tan claros; sin embargo, todos tenían el presentimiento de
que Pedro había sido designado a ofrecer el sacrificio cruento de su vida. Pedro fue el
primero que lo comprendió, pues dirigió sus miradas hacia San Juan e inquirió del Maestro si
su amigo compartiría su suerte. Jesús se niega a responder a esta vana pregunta: “¿A ti, qué?
¡Tú, sígueme!”.

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Con estas dos palabras finaliza la historia de Simón Pedro en el Evangelio. Su
noviciado ha terminado. Pronto comenzará la segunda parte de su vida; bajo su dirección la
Iglesia, continuadora de Cristo, iniciará la conquista del mundo. Todo el programa del Jefe de
la Iglesia, así como todo el secreto de su vida interior se resume en dos palabras: “¡Tú,
sígueme!”.
Las palabras de despedida con que Jesús le deja son exactamente las de su vocación,
que escuchó en las mismas riberas del lago de Genesareth, pero más personales y
apremiantes. No sólo: “¡Sígueme!”, sino: “¡Tú, sígueme!”.
¿Qué te importan los demás? Se trata de ti, que te he escogido, salvado, tomado y que
te guardo. Tú, Pedro, sígueme. A Mí, al que tú amas, a Aquél cuya verdadera naturaleza
conoces, Hijo de Dios, convertido en Hijo del hombre, Redentor de todos los hombres, de
quienes quiero hacer hijos de Dios.
¡Tú, conmigo! Puesto que no estás solo, ya no sucumbirás más. Cuando hables dirás
lo que pienso y lo que quiero. Cuando sufras te conservaré en paz. “¡Tú y Yo!”. Dios ya no es
invisible y lejano para el hombre, me he acercado a vosotros, he habitado entre vosotros y
gracias a ti todos los hombres podrán vivir de Mí.
Yo soy tu ley, tu fortaleza, tu recompensa, y tú eres la esperanza de Dios sobre los
hombres. Entre tú y Yo estará la Iglesia y todos los hombres podrán ser salvados.
No te dejes influenciar por deseos, temores o intereses humanos. Por lo demás, te
atribuirán miras humanas; unos te echarán en cara tu intolerancia; otros, tu oportunismo.
Deja que digan. “¡Tú, sígueme!”. No sigas más que a Mí. Porque tú me seguirás, tus
hermanos no se extraviarán, tu conducta les servirá de modelo... Cuando me lo suplicaste te
prometí que me seguirías más tarde adonde yo iba. En efecto, más tarde, cuando tú
envejezcas, extenderás tus brazos para morir como Yo, para seguirme y encontrarme en la
Iglesia del cielo.
Lo que nos enseña el Evangelio de la historia de Simón Pedro termina en el umbral de
su carrera de Jefe. Hemos recorrido únicamente las principales etapas de su formación,
procurando cada vez aprovecharnos de las lecciones que recibió del Maestro. Habría que
acompañar a Pedro después en su apostolado para admirar hasta qué punto su animosa
docilidad a las enseñanzas del Salvador logró elevarle a la santidad efectiva. Al menos, al
dejarle prematuramente, comprobaremos quizá que sus ejemplos nos han hecho más
cristianos y católicos, quiero decir, más unidos a Jesucristo y más confiados en la Iglesia.
Que así sea en todo caso nuestra resolución final, toda vez que esa fue la que le dictó Jesús a
manera de adiós, adiós que no fue una separación, sino la promesa de una intimidad
permanente: “¡Tú, sígueme!”.
Seguir a Jesús, seguir a la Iglesia, si reflexionáis sobre ello, es una decisión a la que
nos conduce constantemente la Providencia. Si echamos una ojeada a nuestros años pasados
reconocemos que la predicción anunciada a Simón cuando Jesús se despide de él se cumple
en todos los cristianos. Cada uno de nosotros ha hecho la experiencia de esas intervenciones
inesperadas de “alguien más fuerte que nosotros” que ha cambiado bruscamente el curso de
nuestros pensamientos o de nuestros deseos y ha marcado nuestra vida con una nueva
orientación imprevista.

127
A medida que avanzamos en edad, cada vez vamos menos a donde queremos: uno nos
toma, otro nos conduce, otro nos vincula a deberes que no habríamos escogido y nos lleva
como a pesar nuestro hacía una vida más cristiana.
Cum esses iunior. ¿No hay entre vosotros quienes soñaron con la independencia y
emancipación en su juventud? Pero la experiencia que hicieron sólo proporcionó en
definitiva amargura y tristeza: Cum autem senueris... Víctimas de su propia indisciplina,
ahora extendieron sus manos para dejarse guiar por un Maestro mejor que ellos.
Toda nuestra vida de católicos no es más que una serie ininterrumpida de llamadas
divinas, la constante repetición del “¡Tú, sígueme!”. Vosotros habéis escuchado este
llamamiento de Cristo cuando dudabais en reconocer y, sobre todo, en seguir el camino del
deber. Jesús volvía a repetir a vuestra conciencia, angustiada por el partido que tomar, o lo
que es más grave, en conflicto con los cálculos del interés o del placer: “¡Tú sígueme!”. Os
colocaba ante las leyes de la Iglesia, cuyas fórmulas de cortantes aristas han conservado la
divina voluntad en toda su pureza.
Cum esses iunior. Mas vosotros erais jóvenes, mirabais a aquellos que abandonando a
Cristo se jactaban de haber sacudido trabas y escrúpulos; su aparente libertad os daba
envidia. Os encontrasteis, como Pedro, en una encrucijada y Cristo os dijo: ¿Tú también me
vas a dejar? Vosotros no os habéis arrojado como el Apóstol a los pies de Aquél cuyas
palabras dan la vida eterna, habéis seguido a los discípulos que se alejaban... Mas Nuestro
Señor no os abandonó. Os hacía sufrir mientras creíais gozar de vuestra libertad: el
descorazonamiento alternaba en vuestro corazón con los remordimientos; después de
avergonzaros de vosotros mismos os desesperabais de vosotros y para aturdiros recaíais en el
pecado. Cristo no aceptó esa desgracia en que parecíais consentir: nunca consentirá que los
sarmientos separados de la cepa se sequen y mueran.
“¡Tú sígueme!”. Os ha acosado hasta que habéis venido a pedirle perdón. Una nueva
atadura os ha injertado en la verdadera Vid, habéis extendido las manos. ¿Para cargarlas de
cadenas? No, sino para atrapar la cuerda que conduce al náufrago a la superficie. Al
someteros a la ley divina habéis alcanzado la verdadera libertad, pues la auténtica libertad
consiste en ser dueño de sí mismo. Mas para ser dueño de sí mismo –lo habéis comprendido
al fin– hay que dejarse ceñir y apretar por Otro e ir donde no queréis.
Cum esses iunior. Otros conocieron un drama diferente. Menos molestados por la ley
moral que por el dogma cristiano en los años de la adolescencia en los que uno se siente
orgulloso de pensar por su propia cuenta, se dejaron influenciar por el atractivo de los
sistemas filosóficos que se disputan la inteligencia humana. El dogma católico les parecía
algo ya pasado en contradicción con las enseñanzas de la Historia y que trascendían los datos
de la ciencia. Renunciaron al dogma cristiano para encaminarse por sí mismos en busca de la
verdad. En esta larga peregrinación a todas las fuentes del pensamiento humano no
encontraron nada que apagase su sed, pasando de una doctrina a otra como “niños fluctuantes
y llevados por doquier de todo viento de doctrina” (la imagen es de San Pablo, Eph 4, 14),
desembocaron en la duda y en un desesperante agnosticismo.
Cum autem senueris. Un día volvieron al Evangelio, han vuelto a aprender el dogma
que, sin duda, antaño estudiaron o cataron insuficientemente; de nuevo han escuchado las
enseñanzas de la Iglesia. “¡Tú, sígueme!”. La Iglesia, Maestra de la Verdad, les ha presentado
la divina palabra, ilustrada por diecinueve siglos de fe y de oración. La Iglesia es el tope que

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detiene a nuestras mentes, siempre bajo presión; es el dique que nos impide rodar al
precipicio. La Iglesia les ha devuelto la seguridad de la paz intelectual: han repetido las
palabras de Jouffroy quien, al volver a la fe, en la que le sorprendió la muerte, declaraba
después de haber recorrido todos los sistemas filosóficos: “Todos esos sistemas a nada
conducen. Vale mil veces más un acto perfecto de fe cristiana”. Han hallado la quietud del
alma y la única certeza, dejándose ligar por Otro al dogma cristiano.
Cum esses iunior. Algunos, todavía dóciles al dogma y a la ley de Jesucristo, se
quejan de la disciplina eclesiástica. Cuando se es joven piensa uno que todo marcha mal en el
mundo, siente uno prisa por reformarlo y consideráis, tal vez, que frente a la dureza de las
sociedades humanas rebeldes al divino fermento de la justicia, la Iglesia es muy lenta en
obrar y que se diría toma partido por el mal, que, sin embargo, condena teóricamente.
Vosotros habéis buscado otros métodos, os habéis entregado a otros jefes que os prometían
más rápidos éxitos. La lucha a la que os llevaron aún no ha terminado, no habéis obtenido la
victoria, el triunfo de la fuerza nunca será una victoria.
Cum autem senueris. Más tarde comprendisteis que para conquistar el mundo y poner
orden en él, es preciso, primeramente, conquistarse a sí mismo y poner orden en nosotros. No
es una Iglesia más audaz la que salvará a la ciudad terrena –muchos hombres, actualmente,
comienzan a darse cuenta de esta audacia–, es una Iglesia más santa la que podrá alejar el
pecado, principio de todos los desórdenes sociales; una Iglesia más santa, es decir,
compuesta de fieles más intransigentes en su fe, pero también más irreductibles y más
desinteresados en su obediencia a todas las leyes de la Iglesia. Hay que acabar siempre
extendiendo los brazos y echándose sobre la cruz.
La mayoría de vosotros no os habéis rebelado nunca contra la autoridad amorosa de
Cristo que se ejerce por medio de la Iglesia. Cristianos concienzudos, cumplidores de sus
deberes de Estado, animosos para el trabajo, valerosos en las pruebas, ya habéis llegado a la
mediana edad de la vida y miráis hacia el porvenir con la esperanza de que, al decrecer
vuestra tarea, conoceréis una época de menos esfuerzo, si no el tiempo del retiro, del
descanso, del recogimiento. También a vosotros se aplica la palabra del Señor: Cum autem
senueris.
Cuanto más avanza uno en la vida, tanto menos libre es uno para dirigirla a su gusto.
Los deberes no desaparecen, solamente cambian, y, generalmente, se hacen cada vez más
onerosos. Otro conduce nuestra vida y nos lleva donde quiere.
Las madres jóvenes que tienen entre sus brazos al niño de rizados cabellos, pueden
formar el hermoso, pero insensato sueño, de suponer que el pequeño no crecerá. “¿Por qué,
niño querido, tan lindo y tan sencillo, es necesario que te hagas hombre y que seas duro,
egoísta, violento como los demás?”. Durante este tiempo el niño sólo piensa en crecer, quiere
ser un hombre y se da ya tono cuando apenas si es un adolescente. Quiere ser libre y esa sola
palabra de libertad hace estremecer a su madre... Entonces es cuando llega Otro y le toma las
manos y se lo lleva donde no quería ir.
Le impone primero la ley del trabajo, que le ocupa todo lo largo del día y le obliga a
crear, a proporcionar la felicidad a todos sus hermanos. Le obliga a largas preparaciones de
las carreras que exigen una vida más regular. Otro le ha ligado al trabajo y le ha salvado, le ha
santificado por el trabajo. Cristo ha puesto en su camino –en vuestro camino– aquél o aquélla
que quería asociar a vuestra vida. Os ha unido a ambos a un mismo yugo: ¡No hay más

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libertad!, pero al mismo tiempo os liberaba de los caprichos del individualismo. Habéis
saboreado el encanto de un hogar que muy pronto albergaría a una familia: los hijos vinieron
a quitaros algo más de vuestro individualismo y de vuestra libertad; con ellos, ¡cuántas
cadenas atan vuestras manos!: preocupaciones, trabajos, penas, inquietudes. Os dijisteis
cuando eran jóvenes: más tarde podremos ser más uno de otro. Crecieron y os dieron las
mismas lecciones que en el pasado. En plena vida el padre y la madre se sienten asaltados por
una inmensa necesidad de expansión: quisieran tal vez evadirse de la monotonía del deber...
Fuisteis forzados a adheriros a la ley, a permanecer en vuestra vida, buscar apoyo en vuestra
religión: vuestros hijos os obligaron a ello. Otro os tenía ligados a unos deberes de los que sin
Él hubierais quedado libres.
¿Pero no llegará la hora del descanso? Si llega, trae consigo otros nuevos deberes.
Después de los niños, los nietos; después de los asuntos privados, la preocupación por la cosa
pública y las obras. Para cumplir esos nuevos deberes estáis en posesión, sin duda, de los
recursos de una experiencia más hábil, pero ya no tenéis el vigor físico de antaño. Algunos
hasta se ven privados de esa distracción que causa una nueva tarea; tienen que volver a repetir
las antiguas tareas: la abuela tiene que empezar de nuevo la educación de los huerfanitos; el
padre, después de haber trabajado durante toda su vida, tiene que tomar la dirección de los
negocios de un yerno o de un hijo en situación de peligro. Hay que volver a empezar hasta
que no se pueda más. El Otro nos lleva donde no queremos ir.
Si nuestra actividad se paraliza bruscamente es que ha llegado el momento de sufrir
para reparar personalmente, para fecundar con nuestros sacrificios los campos que la
siguiente generación está sembrando. Por otra parte, aún antes que el sufrimiento nos
inmovilice nos llegarán otras pruebas. Fijaos, la que nos alcanza no será nunca la que
escogeríamos nosotros. Reveses, empobrecimiento, duelos, decepciones, traiciones son otras
tantas pruebas inesperadas y que nos parecen inmerecidas. Son los últimos escalones hacia la
santidad que Dios nos hace subir generalmente en el último tercio de la vida. Cum autem
senueris. Empero, al responder con el duro Fiat a la incomprensible prueba, nuestros
sufrimientos adquieren un valor de redención; nos elevamos hacia Cristo por encima de este
mundo; empezamos a pertenecer al cielo.
Cum autem senueris. Vuestras almas están tensas actualmente hacia el porvenir.
¿Qué nos reservará el mañana? Mañana habremos envejecido un día, mañana Cristo nos
encadenará a otra tarea que no será la que suponemos, pero que nos salvará y engrandecerá.
Un cristiano no debe dejarse llevar por la angustia y la inquietud. Resistamos, pues,
por favor, a esa corriente de pánico que se perfila y se propaga hoy entre nosotros. No ha
llegado el fin de la Iglesia. A nosotros es a quien Dios ha llamado en esta hora providencial y
a quienes confía esta apasionante misión: devolver al mundo el Cristianismo que lo hizo tan
grande en el pasado. El mundo necesita de la virtud de todos los cristianos; lo regeneraremos
transfundiéndole nuestra sangre cristiana, y transfundirla tal vez sea difundirla... Pero,
¿después? “¡Qué importa! ¡Tú, sígueme!”. Extendamos los brazos y no los dejemos caer en
un ademán de abatimiento. Tendamos nuestras manos a Cristo para aceptar la tarea que nos
da día a día; recibámosla con confianza, desempeñémosla con valentía. Siguiéndole
arrastraremos a los demás y nos salvaremos después de colaborar en la salvación del mundo.

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