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El cuento pertenece al libro “El Llano en llamas” de

Juan Ruido y retrata la vida trágica del angustiado y


desolado campesinado mexicano, tema que se va centrando
recurrentemente en la violencia, la soledad, la degradación,
la culpa, el fatalismo, y, desde luego, en la muerte, que
penetra y está presente en cada cuento como su principal
protagonista. Todos ellos temas reveladores de un sombrío
pesimismo.
En todos los cuentos de la colección están presentes las
voces campesinas y una peculiar mezcla de habla popular, la
sombría expresión de un paisaje y de unas gentes desoladas
y, en definitiva, la belleza y la profundidad emotiva propia del
gran escritor mexicano.
Como dice José Miguel Oviedo, “No oyes ladrar los
perros” es una muestra perfecta del arte del escritor
mexicano. Se trata de una conmovedora parábola de amor
paternal en la que vemos a un viejo cargando sobre sus
hombros el cuerpo herido del hijo bandolero y tratando de
salvarle la vida, mientras reniega de él por la vergüenza que
le causa. La destacada concentración dramática que alcanza
el texto no sólo se debe a su brevedad, sino a la forma austera
de su composición; los sucesos son mínimos, pues todo se
reduce a la contemplación de esa terrible imagen física de dos
cuerpos entrelazados en su penosa marcha nocturna, cada
uno con su propia agonía, pero con un doloroso lazo común;
el del padre e hijo. El narrador se coloca, en un arranque in
medias res, ante una situación que prácticamente no cambia
-sólo empeora- y que es intolerable.
Al principio no entendemos bien lo que está pasando y
menos la razón por la cual el padre lleva sobre sí al hijo
adulto. Pero la imagen es poderosa y lo dice todo: los dos
hombres forman un sólo cuerpo, una figura contrahecha en
la que el que va “arriba” no puede caminar y el que va “abajo”
no puede ver. El desolado y hostil paisaje, que parece
dibujado con trazos expresionistas, también divide el mundo
en dos partes: la espectral luz de la luna allá arriba, la tierra
envuelta en sombras allá abajo.
Se diría que la imagen del padre y el hijo físicamente
soldados expresa la más intensa piedad, pero el diálogo -
filoso, lleno de rencores y distancias- nos revela que ese amor
está rodeado de repudio; por eso el padre no vacila en añadir
a la agonía del hijo las duras palabras que tiene que decirle.
En su descargo cabe advertir que no hay otra salida: el hijo
está muriendo y tiene que escuchar al padre ahora. El
monstruoso -y humanísimo- ser que crean acoplados es la
más patética objetivación que pueda pensarse de la relación
paterno-filial y, en este caso, de su ambivalencia. El lugar
común de que los hijos son una “carga” para los padres está
aquí concretado en una alegoría, el final nos niega la certeza
de la muerte del hijo: el narrador no nos dice que las gotas
que caen sobre el viejo son de sangre; sólo que eran “gruesas
gotas como lágrimas.
El cuento puede dividirse en dos secciones. La primera
cuenta el viaje de padre e hijo y acaba en el momento en que
el padre avista el pueblo; la segunda parte es breve, de unas
pocas líneas y en ella el padre oye ladrar los perros que le
anuncian la presencia del pueblo, y reprocha al hijo su falta
de ayuda, mientras que el mismo no responde por estar
desfallecido o muerto.

El cuento se basa temáticamente en la narración del


conflicto entre un padre y su hijo: La narración que nos
ocupa se estructura en base a la relación entre Ignacio, el
hijo, y su padre, cuyo nombre se ignora. Dicha relación se
revela a través del diálogo que mantienen ambos cuando
Ignacio, herido en el llano, es llevado a cuestas por su padre
hacia el pueblo de Tonaya, durante la noche, para ser curado.
El cuento de alguna manera plantea la aventura del héroe y,
en este caso, los héroes son dos: el hijo, un héroe corrupto y
descarriado, y el padre, un héroe salvador. Además de este
aspecto casi mítico del tema del héroe destacado por la
crítica, es posible observar en las relaciones paterno-filiales
y en su deterioro las transformaciones que en el medio social
del campo mexicano estaba trayendo consigo el cambio de
modos productivos, de uno de carácter latifundista que
sostenía relaciones sociales de tipo más bien cuasi-medieval,
a una explotación capitalista y privada de la tierra. Como
resultado de los cambios sociales y económicos operados en
el agro mexicano a partir de la Revolución de 1910 y mís
precisamente en las décadas de los años 30s a 50s del siglo
pasado, la forma de vida tradicional del campesino estaba
cambiando como así también sus relaciones familiares. Por
ejemplo, en este cuento, el padre salva a su hijo, quien antes
había matado a su padrino, hecho gravísimo bajo la óptica de
una relación tradicional de compadrazgo.

A medida que transcurre la historia la relación entre


padre e hijo cambia de tono emocional, cambio que se
percibe a través del uso de “usted” y de “tu” que hace variar
las distancias afectivas entre ambos. El padre trata de “usted”
a Ignacio cuando le reprocha su actitud: “Y estoy seguro de
que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos
pasos”. Él “tu” acerca emocionalmente al padre con el hijo: “-
Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien” . La relación entre
los cuerpos de estos dos personajes refleja su relación
familiar. La misma mantiene le pesa al padre, físicamente así
como emocionalmente, y se puede decir que mantiene a lo
largo del relato una dirección vertical, uniendo un “allá
arriba”, los hombros del padre donde se encuentra el hijo,
con un “aquí abajo” en donde está anclada la voz y el punto
de vista del progenitor: “-Tú que vas allá arriba, Ignacio,
dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en
alguna parte”. Este peso, esta carga, también tiene su parte
positiva, en tanto los hombres, a pesar de sus conflictos, se
unen para ayudarse. Es así como en el segundo párrafo del
cuento aparece por primera vez la voz del autor que sintetiza
la relación física entre ellos aunándolos como una sola figura:
“La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose
de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y
creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una
sola sombra, tambaleante”. La relación paterno-filial se ve
signada, asimismo, por una ausencia dolorosa, la de la
madre, a pesar de no estar presente, la mujer en este relato
es el motor de las acciones, ya que según sabemos por las
palabras del padre, si no fuera por ella, el hijo estaría “tirado
allí” donde lo encontró el padre; es ella la que le da ánimos al
viejo para que lo lleve a curarse: “Es ella la que me da ánimos,
no usted” afirma el padre. Dice más adelante: “Todo esto que
hago no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre”.

A pesar del deseo del padre de que el hijo se cure física


y moralmente, comprende que aunque Ignacio se cure,
“volverá a sus malos pasos ”no habrá cambiado su actitud
para nada. Y quizás mejor entonces que la madre no esté
presente; como afirma el padre: “Y tú la hubieras matado
otra vez si ella estuviera viva a estas alturas”
En “No oyes ladrar los perros” desde el punto de vista
narrativo la perspectiva de “quién ve” es la del padre y en
donde aún las descripciones de autor refieren
constantemente a este punto de vista. Tal perspectiva desde
la mirada del padre se ve reforzada por el uso de los adverbios
“acá”, cuando se refieren a él, y “allá” cuando se refieren al
hijo: “El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con
su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él
acá abajo”. La relevancia del punto de vista del padre hace
que sus impresiones sean las que guían al lector y, en este
sentido, las percepciones del padre son casi exclusivamente
el registro que nos permiten saber qué sucede.

Si este es el caso, el ámbito espacial donde se desarrolla


el relato también se ve a partir de la perspectiva del padre. El
espacio puede dividirse en dos campos: el corporal, el de la
relación física entre padre e hijo, y el más amplio del llano
que se contrapone al del pueblo. El primer espacio, ya
mencionado, se define por la relación entre el “acá” del padre
y el “allá” del hijo, y está estrechamente relacionado con los
cuerpos. El segundo espacio se estructura en base al ámbito
indiferenciado del llano contrapuesto al espacio comunitario
del pueblo que, en este caso tiene un nombre, es Tonaya, un
pueblo real de la región de los altos de Jalisco.

El espacio que caminan los hombres es un ámbito


indefinido, muy parecido al de la peregrinación de “Talpa” o
a la marcha al pueblo de “Nos han dado la tierra.” Es el
espacio del llano, el de los caminos que puede servir tanto
para hacer el bien como para hacer el mal. Así, el padre hace
el bien y lleva a curar a su hijo al espacio comunitario de
Tonaya, mientras que el hijo utiliza el llano para hacer el mal:
“trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando
gente…Y gente buena”. Es característico, en éste como en
otros relatos de Rulfo, que se hable del paisaje como si el
interlocutor/lector ya lo conociera. Se nombran detalles de
manera casual, como sin querer llamar la atención sobre
ellos. No hay una voz omnisciente que de una descripción
total del paisaje. Sólo al seguir las sombras de los caminantes
se van develando detalles del terreno: “La sombra larga de
los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose
a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por
la orilla del arroyo” . Más adelante se menciona un monte:
Tonaya “estaba detrasito del monte” aunque este monte no
se describa nunca, ni se diga cuándo ha sido atravesado en la
caminata.

Como espacio opuesto y externo al del llano, Tonaya


condiciona la marcha de la pareja por el llano e impulsa,
asimismo, la narración. El contraste entre ambos espacios, el
del llano y el del pueblo, acentúa la desorientación de la
pareja: “Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás
del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya
no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca”.
Es posible afirmar que Tonaya es la esperanza, el marco
de referencia que si bien ordena el espacio en un ámbito
comunitario, está en el relato fuertemente relacionado con la
muerte. Cuando padre e hijo llegan al pueblo los sonidos y
las luces se hacen presentes, pero también la muerte.
Pareciera que a veces padre e hijo son una unidad, como
una sola sombra. La pregunta por la cercanía del poblado,
“Ya debemos estar llegando a ese pueblo Ignacio”, refleja el
hecho de que los dos protagonistas se hagan casi uno solo, y
de que las orejas del hijo suplan a las del padre, en ese cuerpo
compuesto por partes de ambos: “Tú que llevas las orejas de
fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros”. Si las
relaciones corporales entre un acá abajo y un allá arriba
como puntos de referencia que se mueven por el espacio del
llano son por un lado vistas como una unidad por el autor,
por otro lado ambos personajes también se describen como
un conjunto fragmentado de partes corporales. De la
descripción del hijo y del padre como una sola sombra
tambaleante, comienzan a desprenderse partes: “los pies se
le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del
hijo que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la
cabeza como si fuera una sonaja”. La cara del padre está
descripta como un conjunto de partes que casi no se
relacionan entre si: “El apretaba los dientes para no
morderse la lengua y cuando acababa aquello le
preguntaba…”. Además de estar presentados en partes, estos
cuerpos se caracterizan como bestias u objetos más que como
seres humanos: pies e ijares como si fuera un animal,
pescuezo como si fuera un animal, cabeza como si fuera una
sonaja. La animalización y la alienación de los cuerpos
enfatiza el valor, o la falta del mismo, de la vida del
campesino mexicano de la época ya que, más que seres
humano, parece que fueran bestias de carga, y esto en sentido
literal en el cuento que nos ocupa. Para peor, estas partes de
los cuerpos, como los ojos y los oídos del hijo, a los que el
padre hace referencia constantemente para que le muestren
la cercanía de Tonaya, en ningún momento son útiles. Esta
inutilidad de los sentidos hace que sea imposible ubicarse
espacialmente en el llano, hasta que la evidencia de haber
llegado al pueblo se ubica frente al padre.
La inutilidad de los sentidos se extiende a la del
lenguaje. El diálogo o su ausencia, el quedarse callado ante
las preguntas del padre, muestran la inutilidad del lenguaje
como medio de comunicación entre las personas, aún entre
padre e hijo. Por ejemplo, a pesar de ser una unidad el hijo
no oye al padre: “-Me oíste Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado”. La presencia heroica del padre,
la ausencia de la madre, la rebeldía del hijo, conforma una
relación edípica que, a nivel simbólico, tiene consecuencias
en el lenguaje que los personajes utilizan para comunicarse.
El mismo no cumple su cometido y, más que unirlos, los aísla
en sus propios mundos internos donde los sentidos hasta
parecen intercambiarse y las palabras no alcanzan a cumplir
su cometido. Así, por ejemplo, el ver y el oír se sustituyen y
ninguno alcanza a guiar a la pareja:

“No se ve nada.
-Ya debemos estar cerca.
-Sí, pero no se oye nada.
-Mira bien.
-No se ve nada.
-Pobre de ti, Ignacio.”
Otras instancias que refuerzan el tema de la inutilidad
del lenguaje se van presentando con más fuerza a medida que
la pareja avanza y el padre acaba hablando solo. Se dice del
hijo: “Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía
dormir. En ratos parecía tener frío”. Los diálogos no se
establecen sobre los mismos temas, sino que las respuestas
no corresponden a las preguntas ni a las demandas de cada
uno de los personajes: ” – Tengo mucha sed y mucho sueño.
-Me acuerdo cuando naciste”.
El ámbito temporal, las horas que han venido andando,
está marcado por el recorrido de la luna en el cielo: “La luna
venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda”
más tarde se aclara que: “Allí estaba la luna. Enfrente de
ellos” Y luego: “La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo
claro”. Finalmente: “Allá estaba ya el pueblo, vio brillar los
tejados bajo la luz de la luna”. La luna abre y cierra la
narración y hace que el texto cobre una estructura circular a
la vez que, si bien el astro marca el paso del tiempo, también
lo hace lento a partir de repeticiones del mismo tema.
Sabemos que allá atrás, horas antes, cuando salía la luna,
comenzó la marcha y que cuando ésta está en el cielo, la
pareja termina de andar.
En suma, en esta narración se reconocen los temas de
Rulfo que aparecen a lo largo de su producción. Entre ellos
se encuentran las relaciones familiares, tanto paterno-filial
como la ausencia de la madre, la visión subjetiva del espacio,
la alienación y la fragmentación del cuerpo, y la inutilidad del
lenguaje como medio de comunicación, así como un
tratamiento peculiar del tiempo y de la cronología. A través
de estos temas se hace patente el enfrentamiento de los
espacios del llano, en donde se mata, y el del pueblo, en
donde se cura, y la falta de integración de ambos la cual
refleja la incompatibilidad de las formas de vida
tradicionales que estaban cambiando ante el “progreso” del
agro mexicano. Este enfrentamiento parece querer motivar
al lector a buscar una solución a la situación trágica que se
presenta en el relato, solución que busque integrar las formas
sociales y familiares en procesos de cambio y, a partir de esa
motivación, instar al lector comprometido a buscar un
cambio de la situación real.

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