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“Estoy sola en la cama. Siento una sensación extraña que podría describir como una
mezcla de frió y vacío, pero no consigo identificar de que emoción se trata. Es mi
primera noche de separada. Hoy duermo sola después de muchos años de vida común.
Lo cierto es que estaba preparada para sentir mucho dolor y enfado, pero me
sorprende que no sienta nada de eso. Más bien es una sensación de abismo, como si me
hubieran sacado el suelo debajo mis pies y estuviera sostenida en el aire, suspendida en
la nada. Poco a poco voy dejándome sentir y puedo poner nombre a mis sentimientos:
tengo miedo, bastante, de lo que esta por venir, de estar sola, de cómo será el futuro, y
me cuesta reconocer que estoy asustada. Además siento la impregnación de todos estos
años y aunque tengo claro que la separación sea el camino correcto, me invade una
extraña añoranza que no quisiera sentir. Me digo que estoy loca y, al fin, me contacto
con tantas ilusiones truncadas y me asalta todo el tiempo la voz de Serrat cantando “no
hay nada más amado que lo que perdí”. Y lloro... en un inacabable océano de lágrimas.
Y duele”.
Esta es la descripción que hacía una clienta de terapia acerca de sus sentimientos
después de una separación consensuada, en la que ambas partes estaban de acuerdo en
bifurcar sus caminos y abrirse a la oportunidad de nuevos horizontes.
Una elemental mirada filosófica nos enseña que, en el vivir, todo es ruptura y cambio,
que todas las pérdidas empiezan ahora, enmarcadas en lo que tenemos, en aquello que
hemos construido y ganado en nuestra vida. Constantemente estamos despidiendo algo
del pasado y abriendo el paso a algo del fututo. Despedimos el acogedor vientre
materno para salir a la luz de la vida, nos volvemos adolescentes dejando atrás el infante
que fuimos y el entorno protector de los padres, pero también dejamos al joven
impetuoso para tomar compromisos y responsabilidades en la vida, ser padres quizás,
etc. Al final de un largo camino también enfrentaremos el tránsito definitivo de perder
nuestra vida. De manera que vivir nos obliga al ejercicio constante de saber abrir y saber
cerrar, expandir y contraer, ganar y perder, ampliar y reducir, amar y doler. Es el gran
juego que también rima en nuestro cuerpo: a cada inspiración en la que tomamos el
aliento necesario le sigue la expiración en la que nos despedimos del viejo oxígeno que
ya cubrió su función, a cada sístole le sigue su diástole, en un latido ininterrumpido en
el que la vida canta su mantra más sutilmente sonoro: tomar y soltar, tomar y soltar,
tomar y soltar. Al final incluso soltar nuestra propia vida. Es feliz y exitoso aquel que
sabe ponerse en sintonía con ambas fuerzas de la vida: la fuerza de la expansión y la de
la retracción, la del ganar y la del perder. En toda vida ambas visitan. En toda vida nos
encontramos con las perdidas y el desamor pero también con las dichas de las uniones,
los vínculos y el amor que les precedieron.
Cuando pasamos por una ruptura, iniciamos el proceso de duelo en el que es previsible
pasar por diferentes estados o etapas que tienen unas características estudiadas. Al igual
que estamos programados para vincularnos con los demás sintiendo placer y expansión
también están en nuestra naturaleza los mecanismos y recursos para el proceso de
despegarse de una persona. Este proceso del duelo, en lugar de expansión produce
retracción y en lugar de placer, rabia, pena, culpa, estrés, etc. hasta que culmina en la
alegría que regresa al final de un aciago túnel.
En el primer momento de una pérdida o separación las personas pueden entrar en shock
o incredulidad o negar la situación con la esperanza mágica de que no está ocurriendo.
Otras quedan insensibles, como congeladas durante un tiempo, sin poder sentir nada.
Estos estados estarán en función de la sorpresa con la que nos pille la ruptura. Si es algo
que llevamos largo tiempo esperando, no sufriremos mucho esta etapa, aceptaremos la
situación sin mucha dificultad. Pero si nos pilló de sorpresa, podremos estar unos días, o
a veces unos meses, que no nos podemos creer lo que ha ocurrido o nos diremos que
“solo es pasajero, seguro que volvemos”, o “que no cambia nada la situación, que al fin
y al cabo siempre hemos estado solos” o “esto a mi no me afecta y voy a poder con
ello”. Todas ellas son maneras de no aceptar el cambio que supone perder una pareja y
el dolor que conlleva. Esta fase puede durar más o menos tiempo aunque normalmente
es corta y se acaba imponiendo la evidencia de la realidad. En el caso de que no fuera
así, seria necesario buscar ayuda terapéutica.
En otros momentos, como en oleadas, nos entra un dolor profundo, casi desesperado, en
el que podemos pensar que sin el otro no somos nada, que no podemos seguir nuestra
vida sin él. Sentir este dolor también es necesario para poder desvincularnos. Es preciso
elaborar con claridad el desgarro de la ausencia y lo que hemos perdido en la ruptura
para soltarlo e ir recuperando nuestra individualidad. Este dolor será mas grande en la
medida que sintamos que nosotros no queríamos esta ruptura o perdida. El dolor se
acentúa en especial en casos de muerte de la pareja ante el vértigo de saber que no la
volveremos a ver. También es más difícil cuando somos los dejados, al enfrentar la
frustración de que las cosas no son como quisiéramos.
En los momentos de más dolor es muy habitual caer en la tentación de buscar culpables
o de culparnos sobre lo ocurrido. Se puede llegar a olvidar todo el amor que nos unió,
para solo ver todo lo malo que tiene el otro o lo mal que actuamos nosotros. El hacer un
análisis de lo que ha ocurrido es bueno para seguir creciendo y aprendiendo en la vida,
pero juzgar, culpar, y criticar al otro a o nosotros mismos durante mucho tiempo sólo
acentúa el sufrimiento. En general son intentos de hacer más soportable el dolor que con
el tiempo pierden fuerza.
Sin embargo hay que cuidar que el enfado no sea más de lo mismo de lo que ya ocurría
en la relación y un intento de atar al otro culpándolo. Así se mantiene el enganche a
través del mal rollo y entorpecemos la evolución de una separación real. Para poder salir
del enfado y la rabia es necesario saber rendirse, aceptar la situación y la ruptura y
aceptar el dolor de la pérdida. Al final si somos capaces de sostener el dolor nos
mantenemos en el amor, ya que dolor y amor son dos caras de la misma moneda.
Permanecer conscientemente en el dolor es una forma de poderlo y de traspasarlo.
Aunque en nuestra cultura el dolor tiene mala prensa porque creemos que nos puede
llevar a la depresión, más bien es al revés, nos deprimimos porque detenemos el flujo
espontáneo de nuestros sentimientos o pretendemos pasar por alto lo que duele.
Un proceso de ruptura concluye cuando reencontramos la paz y la alegría y mirando
atrás logramos apreciar y agradecer lo que vivimos y aprendimos en nuestra ex relación
y darle internamente las gracias a nuestra ex pareja por lo que fue posible y lo que nos
aportó. Cuando podamos darle el reconocimiento que merece como una relación
importante para nuestra vida. Cuando podamos reconocer el amor que hubo y guardarlo
como un regalo. Cuando somos capaces de dejar libre al otro y desearle lo mejor y
hacernos nosotros libres y también desearnos lo mejor.