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JUEGO DE TRONOS
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Por fin se ha acabado Juego de tronos. Loados sean los señores de la industria cultural.
Ochenta horas perdidas. Ochenta horas muertas. Ochenta horas bañadas en sangre y
semen. Un picadillo de Hobbes, Maquiavelo y Hitler bien mezclado y condimentado con
sexo (heterosexual, dicho sea de paso) a discreción para que la composición sea más
adictiva. Ochenta horas de vientres abiertos, pieles arrancadas, brazos cortados, cuellos
rebanados, de niños quemados y jóvenes violadas, si es posible con piel blanca y en
primer plano. Pero la serie no es solo políticamente conservadora, sino literariamente
tediosa. Ochenta horas de ridículos monólogos grandilocuentes, llenos de afirmaciones
tan ampulosas como banales. Véase, por ejemplo, la fina sabiduría teológica de Cersei:
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16/6/2019 ¡Basta de ‘Juego de tronos’! | Opinión | EL PAÍS
“Los dioses no tienen compasión, por eso son dioses”. Y su consejo psicológico para
superar la depresión ocasional: “Cuantas más personas amas, más débil eres.” O la
innovadora teoría del estado monárquico de Tywin Lannister: “Cualquier hombre que
tenga que decir 'yo soy el rey' no es un rey de verdad”. El transgresor lema feminista de
Margaery: “Las mujeres en nuestra posición deben aprovechar lo mejor de sus
circunstancias”. Y la definición del buen gobierno según Daenerys: “¡Tomaré lo que es
mío, con fuego y sangre!”.
Y luego vienen las horas que hay que aguantar a los devotos de la secta. Hay quien dice
que la serie es feminista porque las mujeres tienen tanta ambición y matan tanto como
los hombres. Bienvenidos al feminismo versión Margaret Thatcher. Por otra parte, es
difícil afirmar que Juego de tronos haga alarde de la visibilidad de sexualidades
disidentes: a no ser que estemos hablando del incesto entre los hermanos Lannister, de
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un par de escenas lesbianas de Yara Greyjoy y otro par de escenas gais entre Renly
Baratheon y Loras Tyrell. Otros argumentan que Juego de tronos es queer maravillados
por el personaje transgénero de Brienne de Tarth y por la identificación masculina de la
joven Arya. Permítanme el spoiler (y evítenlo los adeptos de la secta Juego de tronos que
no hayan visto la última temporada): Tanto Brienne como Arya acaban acostándose con
dos hombres, reconciliando así sus díscolos cuerpos con una supuesta identidad
heterosexual. Así que más que disidencia, hay reeducación en la norma y confirmación
del canon. Si el trono de hierro es feminista entonces la Biblia es queer y la Torá un
tratado para la revolución transecologista.
Los ochenta largos, húmedos y adictivos capítulos de Juego de tronos son en la era
Trump lo que los sesenta y tres libros de caballería fueron al final de la época feudal: un
canto de cisne de un mundo donde violencia significa poder. Quinientos años después,
Juego de tronos es un Amadís de Gaula sexo-gore del final del capitalismo autoritario
que, entre nostalgia y exaltación, canta las gestas absurdas de un pasado patriarcal y
necropolítico. Ochenta horas de cocaína semiótica para volver a desear lo único que
debería darnos miedo: volver al pasado fascista.
Como en el caso de los libros de caballería las narraciones presentan una estructura
abierta y de carácter episódico: las aventuras pueden prolongarse indefinidamente, y
cada libro (o ahora temporada) termina anunciando nuevas aventuras a cargo de los
descendientes del héroe. En Juego de tronos, como en los libros de caballería dominan
tres principios de composición narrativa: la amplificatio o amplificación, ya sea esta
cualitativa o exageratio (cada héroe tiene que superar las hazañas de sus predecesores)
o cuantitativa (o dilatatio): la narración se extiende mediante el relato de las aventuras
de otros personajes, hermanos o compañeros del héroe principal, utilizando para ello la
técnica del trenzado (entrelacement) por lazos de sangre, heredada de la narrativa
artúrica. En términos de contenido, los valores son los mismos que en los libros de
caballería: desplazamiento del motivo de la cruzada de cristianos contra infieles en una
geografía fantástica, amor cortesano heterosexual; patriarcado con diferencia política
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entre los hijos legítimos y bastardos; glorificación de la violencia; lucha con animales
míticos… en fin, gran innovación creativa.
Juego de tronoses, como en los libros de caballería de los siglos XV y XVI, la estrategia a
través de la que las élites blancas se refugian en una narración mítica sobre su
hegemonía perdida, mientras el mundo se transforma irremediablemente. En los libros
de caballería, las gestas magnificadas permitían a los lectores aún feudales seguir
soñando con 1492, cuando reconquistaron los reinos de Granada frente a los
musulmanes en lugar de mirar de frente lo que estaba ocurriendo: la caída de
Constantinopla, la secularización de los saberes teológicos y el cuestionamiento del
poder feudal, la llegada del saber científico… Hoy los libros de caballería de Juego de
tronos permiten a las élites blancas soñar con un mundo donde lo que hay que
restablecer es la autoridad del rey patriarcal (ahí están Trump, Putin y Bolsonaro para
certificarlo), mientras los casquetes polares se derriten, las especies animales y
vegetales se extinguen y las minorías (mayoritarias) del mundo se levantan pidiendo
democracia real.
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