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La música – ha señalado el sociólogo británico Simon Frith- nos brinda una

forma de ser en el mundo. “La respuesta musical es, por su esencia, un proceso de
identificación con la música” (Frith, 2014: 468-469). Por otra parte, la identificación
supone un espacio, una diferencia, entre el individuo (self) y la persona (pura
exterioridad y máscara, según Maffesoli1); diferencia que entendemos como
irreductible posibilidad de transformación.
Keith Negus al revisar el vínculo entre la experiencia musical y la identidad, trae a
colación la propuesta de Born y Hesmondhalgh (2000), según la cual la música
ofrecería cuatro formas distintas de identificación: 1.- la música como identificación
puramente imaginaria (“turismo psíquico a través de la música”); 2.- como
prefiguración de un identidad; 3.- como refuerzo y reproductor de identidad; y
finalmente, 4.- como reinterpretación y transformación de una identidad dada.
Estas cuatro formas suponen dos polos: un polo generador de identidades nuevas
y un polo reproductivo de identidades preexistentes. Negus asume que el sentido
de la experiencia musical puede incluir ambos.

1 Maffesoli, 2000:37.

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