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La cultura popular y el Perú del mañana

Gonzalo Portocarrero

El Perú moderno resulta de las migraciones y de la consiguiente concentración urbana. En poco más de cincuenta años la realidad
se ha invertido de manera que el 65% de población rural del censo de 1940 dejó paso, en el censo de 1993, a un 70% de población
urbana (INEI 1994) (1). De otro lado, con las migraciones la población se ha trasladado de la sierra a la costa. En conjunto, de
siete millones de habitantes en 1940, hemos pasado a ser más de 27 millones (INEI 2007). Ahora bien, si los cambios demográficos
se registran con precisión, no ocurre lo mismo con las transformaciones culturales. ¿Qué rupturas y qué continuidades se producen
en el migrante en su tránsito entre la vida campesina y la urbana?¿En qué medida el migrante marca la cultura de sus hijos, nacidos
ya en el nuevo entorno urbano? En la nueva cultura que está surgiendo, ¿predomina la hibridación que sintetiza o la escisión que
fragmenta? Por último, ¿cuál es el impacto de los cambios en la nueva urbe sobre la cultura campesina?

Estas preguntas han recibido respuestas que no dudaríamos en calificar de ideológicas, en cuanto están definidas más por un deseo
de poder, y de afirmación personal y colectiva, que por la investigación concienzuda de la realidad. La respuesta emblemática es
la del escritor Mario Vargas Llosa, que renueva la vieja tradición criolla de negación de lo andino (Vargas Llosa 1996). Para este
autor la modernidad implica la uniformización de los modos de vida en torno al patrón occidental. Entonces, la cultura andina
representa lo arcaico, aquello que tiene que superarse para ser un país próspero de ciudadanos uniformes. Esta perspectiva explica
mucho de lo que sucede en el Perú pero también invisibiliza realidades, como la persistencia de gustos, valores y costumbres que
no encajan en el molde de una modernidad homogénea. La visión simétricamente opuesta sería la representada por el
fundamentalismo andino. Se trata de una propuesta tradicionalista, que enfatiza la continuidad y que, sin rechazar totalmente lo
moderno, sí lo percibe con hostilidad y desconfianza. En esta propuesta palpita un deseo de poder de las elites andinas desplazadas
por la modernización. Apela a los valores de autenticidad y autonomía. Entraña, sin embargo, un rechazo, a veces visceral, del
otro diferente. Hoy en día esta propuesta está encarnada por el humalismo radical. En la propuesta representada por Vargas Llosa
el deseo de identificación y mimetismo con la modernidad eurocéntrica produce un rechazo de parte de sí, una vergüenza, típica
de la colonizada mentalidad criolla. Mientras tanto, en el fundamentalismo andino la resistencia contra occidente y el deseo de una
originalidad absoluta produce también una ceguera mutiladora, un purismo anacrónico. En todo caso, ambos discursos son
autoritarios pues reniegan de la diversidad y pretenden imponerse como verdades incontestables.

Las respuestas reseñadas son demasiado simples y poco matizadas. En realidad, lo vasto y urgente del tema, el análisis de la cultura
popular urbana, nos debe obligar tanto al esfuerzo como a la cautela. En efecto, si bien es necesario reducir la complejidad, tampoco
se trata, sin embargo, de caer en la simplicidad. Entonces no queda otro camino que manejar una tensión entre las imágenes
unificadoras y la información que por su propia abundancia, disgrega. Digamos que entre la necesidad de síntesis y la imposibilidad
de absorber la enorme cantidad de datos existentes, solo nos quedan soluciones de compromiso; algo así como planos intermedios
que nos permitan intuir la realidad del bosque sin perder de vista la singularidad de los árboles. En concreto, lo que me propongo
es presentar varios pequeños estudios que signifiquen calas monográficas, suerte de hitos que puedan ayudar a definir una
cartografía de la cultura popular en el Perú de hoy.
Los migrantes y sus hijos son el sector más dinámico de la sociedad peruana. En la economía, en la política, en la cultura: en todas
las esferas de la vida social este mundo emergente ha hecho sentir su influencia. En la economía ha aportado su laboriosidad y
sentido de iniciativa para establecer una nueva economía. En este nuevo mundo social ha surgido un empresariado que algunos
autores llaman “burguesía chola”. Un sector pujante pero aún demasiado concentrado en los logros económicos como para producir
una imagen de sí y del nuevo mundo que encabeza. En la política, los migrantes y sus hijos han revelado una actitud pragmática.
En efecto, faltos de una representación política más orgánica, han apoyado a los candidatos que sienten como próximos e
incluyentes. Han sido poco dados a lealtades doctrinarias, valorando sobre todo la efectividad, por encima incluso de principios
morales y procedimientos transparentes. En el campo de la cultura este sector ha tendido al acriollamiento y a la apertura a la
globalización. Esta proclividad al cambio oculta, sin embargo, apuestas decisivas por la continuidad. Se trata de la preservación
de identificaciones, quizá avergonzadas y no del todo asumidas, pero vigorosas en sus expresiones prácticas. En este aspecto el
logro más contundente es la recreación de la música vernacular en versiones en las que se fusionan ritmos y se integran los más
diversos instrumentos. No debe sorprender que los logros más notables, en el campo de las continuidades culturales, se den en las
artes que involucran más al cuerpo, como son la música y la danza. En verdad, se trata de expresiones más abiertas y accesibles,
pues no requieren la reflexividad y la autoconciencia que solo una dilatada educación puede otorgar; como es el caso de la literatura
y las ciencias sociales. No obstante, ya han comenzado a surgir los primeros intelectuales que son hijos o nietos de campesinos.
Es decir, gente de libros que tiene muy cerca la cultura andina y que ha comenzado a elaborar la experiencia popular como solo
puede hacerlo una persona que la ha vivido desde adentro.

Pero mostrar la continuidad del mundo urbano popular con la cultura andina campesina, y poner en evidencia sus logros, no
significa cegarse a sus desgarramientos y alienaciones. De allí la conveniencia de las “calas monográficas”, de los estudios de
caso. Entonces, me remitiré a investigaciones concretas y retomaré la discusión más general al final de este ensayo.

Referentes identitarios de los jóvenes escolares del colegio José María Arguedas

A continuación expongo los resultados de una investigación que trata de responder a las siguientes preguntas: ¿cómo perciben la
realidad social del Perú los jóvenes del colegio José María Arguedas? ¿Cómo se definen a sí mismos?

La sociedad peruana es percibida por estos jóvenes como fundamentalmente injusta. Lo decisivo es el dinero y el poder; entonces
los débiles, aún cuando tengan la razón y el derecho, permanecen excluidos.

En sus enunciaciones orales los jóvenes no se identifican ni como abusivos ni como víctimas. Su posición suele ser la de
espectadores que critican lo mal que van las cosas. Pero en el caso de la enunciación escrita aparece un panorama distinto. Emerge
un punto de vista más personal, de manera que en sus escritos (testimonios, relatos, crónicas) los jóvenes se refieren a experiencias
en las que ellos mismos han sido objeto de abusos o autores de injusticias. Entonces el problema no estaría solo en una realidad
externa de la que se es testigo impotente, sino también en el propio individuo que hace lo que no debe. En la comunicación más
privada se admite ser parte del problema. Este desfase entre lo público y lo privado debe ser comentado. Es claro que la enunciación
pública está sometida a un control social. No es “correcto” decir que uno ha abusado y, quizá menos aún, confesar haber sido
objeto de una injusticia. El control social prescribe invisibilizar la propia experiencia en función de los ideales sociales a los que
supuestamente tenemos que responder. En la enunciación confidencial, privada, es más fácil revelarse como incriminado en la
injusticia.
Es un hecho que los jóvenes se avergüenzan de manifestar en público sus experiencias. Hay una censura que niega y reprime la
visibilización de lo vivido. Es el pudor. No mostrarse en falta respecto a los códigos morales que prescriben no exhibir ni lo malo
ni lo débil, porque ni lo malo ni lo débil deben existir, y menos en nosotros.

Los jóvenes se definen a partir de identificar quiénes no son ellos mismos. Se elude, en cambio, el tema de quiénes son. Entonces,
en su visión de la sociedad peruana tenemos a la “gente del campo”, vista como sufrida e ignorante, aislada de la civilización.
Personas que viven lejos y son buenos e inocentes, pero están atrasados, fuera de lo contemporáneo. Y tenemos, de otro lado, a
los “extranjeros”, a los “pitucos”, al mundo de los patrones que son vistos como abusivos y discriminadores. Ahora bien, al marcar
la distancia respecto a estos dos grupos se configura un nosotros implícito. Un nosotros que no es extranjero, tampoco atrasado.
Se concibe, implícitamente, como nacional (en contraste con los discriminadores) y actualizado (en referencia a la gente del
campo). Pero este nosotros está oculto.

Ahora bien, pese a la distancia que enarbolan frente a lo indígena, muchos de estos jóvenes participan en conjuntos de bailes
tradicionales. Y lo hacen con un entusiasmo que sería incomprensible si uno tomara al pie de la letra su (des)valoración del mundo
andino como lejano e inactual. En realidad, la mayoría de los jóvenes son hijos de migrantes, sus padres y sus abuelos son esa
“gente del campo” de la que ellos hablan con tanta distancia. Al figurarlos como remotos, al debilitar el vínculo, los jóvenes están
actuando el mandato de negación de lo andino. La identificación es inconsciente o vergonzante; en todo caso, no da prestigio. Por
otro lado, la visión hostil del mundo acomodado pone en evidencia una continuidad involuntaria con lo andino, entendido como
lo nacional que fue excluido y que ahora excluye.

Este nosotros implícito, nacional y popular, tendencialmente excluyente, clama por una autoestima que aún no alcanza. Desde un
sentimiento de carencia los jóvenes consideran que el problema del peruano es que se avergüenza de lo que es y que esta situación
le imposibilita un despliegue convencido de sus energías. Ahora bien, se repite una y otra vez que la autoestima podría ganarse
mediante la educación, a través de un valorar adecuadamente los logros de los peruanos, desconocidos por los extranjeros. Lo ideal
sería asumir la tradición y esforzarse, pero para ello sería necesaria la educación, pues la gente no vale si no sabe.

Ahora bien, creo que se puede concluir que en la subjetividad de los jóvenes la identificación con lo andino es sobre todo práctica,
y que está como escondida. Para los jóvenes la solución pasa por la educación letrada como espacio donde podría valorizarse lo
andino, legitimarse una identificación que ahora cuesta asumir.

En las narrativas elaboradas por estos jóvenes prima una impronta decididamente trágica: sufrimiento, tristeza, impotencia. No
obstante, la “vida narrada” es mucho más triste que la práctica cotidiana o la “vida vivida”. Es así que la fiesta, el humor, la alegría
raramente aparecen en los relatos. Es como si la gente viviera de preferencia en lo traumático. Las experiencias afirmativas no son
recogidas. Quizá porque estas experiencias de plenitud remiten a esas identificaciones vergonzantes, inconscientes, de las que no
se puede hacer gala.

Las relaciones entre lo peruano, lo nacional y lo andino son complejas en la subjetividad de estos jóvenes. Lo nacional se restringe
a lo popular pues las clases más pudientes, usualmente racistas y marginadoras, quedan excluidas. No obstante, la raíz de lo
popular-nacional, que es lo andino, queda oculta por una vergüenza que impide que la identificación práctica o inconsciente con
esta tradición sea asumida plenamente. Esta dificultad para identificarse con lo que está dentro de uno es causa de depresión y baja
autoestima. En realidad, es difícil integrarse y quererse cuando partes fundamentales de uno mismo son despreciadas. Entonces,
lo peruano, al no poder integrar abiertamente lo andino, termina siendo algo frío, oficial, distante de la nación.

En este sentido es sintomático que los símbolos patrios oficiales no despierten mucho fervor. Los alumnos cantan sin entusiasmo
el himno nacional, cuando lo hacen. Esta situación supone dos desafíos que son como la cara y el sello de la misma moneda. La
cara es revalorar e identificarse con lo andino. El sello es liquidar el racismo y crear una comunidad incluyente.

No obstante, responder a estos desafíos es muy problemático puesto que, paradójicamente, los migrantes exitosos tienden a
mudarse al mundo de los marginadores. Es decir, los débiles que se tornan fuertes excluyen y explotan. La unidad del mundo
emergente es entonces muy problemática. El que ayer fue pobre y despreciado, y que hoy ha “triunfado”, asume los privilegios y
la exclusión como la base de su identidad. Tiende a repetir con los otros lo que hicieron con él. Esta situación nos lleva a subrayar
la importancia de la lucha contra el racismo en el propio mundo migrante y popular.

La relación entre lo criollo y lo andino en el discurso de un artista callejero

"Hay que ser vivos, zampaos, hay que usar el coco. El que no lo usa está jodido. Aquí el que no es vivo no muerde, el que no llora
no mama. Carajo, ¿cuándo has visto que un echao triunfe? El mundo es de los aventados. Ahí lo tienen (apuntando al monumento
de Pizarro), ese cojudo que está montado en su caballo era un pastor de cerdos; sí, un pastor de chanchos, para decirlo de una
forma más clara para que entiendan. Por aventao vino al Perú, por eso olemos a chancho. Mató a un montón de indios, nuestros
hermanos, y se comió a las hembritas vírgenes, fundó esta caca que se llama Lima y, ¿ya ven? le han hecho un monumento, me
dan ganas de cacharlo. Un día voy a pasar con un fierro caliente y le voy a hacer un hueco en el culo y después le voy a cachar, le
voy a hacer gritar. Pizarro nunca estuvo en la universidad y conquistó el Perú con otros trece huevones, ¿por qué? Por aventao
pues. Carajo, si no eres vivo, así salgas de la Sorbona, de la Sorbona y de cualquier puterío, no haces nada."(3)

Artista callejero en performance pública

Desde su desenfado y marginalidad este discurso resulta sin embargo decisivo para entender el desgarramiento de la subjetividad
de muchos migrantes. Atrapados entre un deseo de progreso que se asocia al acriollamiento y al achoramiento y un sentimiento de
pertenencia al mundo andino.

Desde un identificarse con la figura de Pizarro el artista callejero asume un discurso que podría tildarse de criollo-achorado. La
cadena de equivalencias que sostiene a este discurso es la siguiente: viveza-inteligencia-transgresión-triunfo-satisfacción. Esta
cadena tiene sentido en tanto se opone a otra: zonzo-quedado-echado-perdedor. Ser ingenioso, inteligente, significa transgredir.
Las leyes se han hecho para los que no son capaces de “aventarse”, para los que se quedan. Esta sabiduría criollo-achorada remite
a la idea de lo social como una jungla: los “aventaos” se comen a los “echaos”. Pero si se examina con más detalle esta metáfora
de la jungla, se concluye que es tramposa, pues recomienda que todos sean “aventaos”, cuando, en realidad, solo puede haber
aventados en la medida en que hay “echaos”. El discurso que identifica ingenio con transgresión supone, para ser viable, la
existencia de gente que se deja “hacer el cholito”. Personas excluidas de un ejercicio efectivo de la ciudadanía. Este discurso es el
fundamento de la “república sin ciudadanos” de Alberto Flores Galindo (1988:257). Es el discurso gamonal y racista. Es el discurso
que desconoce al indígena.
Pero desde la identificación con la figura del indio, hecho implícito en la frase “indios, nuestros hermanos”, el artista articula un
discurso totalmente opuesto al “criollo-achorado”. Se podría llamar “andino-revanchista”, puesto que el sujeto que lo enuncia se
define como indio-víctima, miembro de una comunidad sobre la que pesa el mandato de la venganza. A Pizarro “le han hecho un
monumento, me dan ganas de cacharlo. Un día voy a venir con un fierro caliente y le voy a hacer un hueco en el culo y después le
voy a cachar, le voy a hacer gritar”. Humillar al prepotente y al abusivo significa sodomizarlo. Convertirlo en mujer. Ahora bien,
hacer pagar a su estatua por los robos, las violaciones y los asesinatos que perpetró Pizarro en vida equivale a desacralizar ese
emblema de la transgresión e impunidad que es su monumento. Entonces “castigar” la imagen del arquetipo de los “aventaos”
implicaría la (re)fundación de un orden donde el ingenio transgresivo, la pendejada, ya no fuera el “camino consagrado” para
lograr el éxito. Mancillar la estatua equivale a desidealizar el abuso. Y aunque postrera y simbólica, la justicia-venganza se impone
restaurando la posibilidad de un orden donde no haya ni “aventaos” ni “echaos”. Un orden donde el que la hace la paga.

Este discurso andino-revanchista tiene una dimensión colectiva pues abarca a los “indios, nuestros hermanos”. No obstante, no se
trata de un alzamiento colectivo de los indios, sino de una acción individual, violenta, gozosa, heroica. Ahora bien, “hacer gritar”
a la estatua de Pizarro puede tener dos significaciones, no necesariamente excluyentes. Se grita de dolor, cuando no se tiene la
hombría para aguantar la humillación de ser violado, o se grita de placer, cuando el goce es muy intenso y desbocado. En ambos
casos la sodomización evidencia la “naturaleza femenina” de Pizarro. Esta idea se entiende mejor si se toma en cuenta que, en el
imaginario popular, el abusivo, el que arremete desde una posición de ventaja, no es valorado como un “caballero”, sino como un
cobarde y un ventajista, como lo más bajo, lo peor, es decir: un maricón.

¿Cómo se relacionan ambas identificaciones? ¿Se trata de una subjetividad desgarrada por sentimientos irreconciliables? ¿O hay
algún nivel de integración entre ambos discursos? El artista callejero asume conscientemente el discurso criollo-achorado pero
cuando lo está desplegando aparece –sorpresivamente- otro discurso, el andino-revanchista. La performance termina con un
ratificarse en la validez de lo criollo-achorado. Entonces, sintetizando, si el cálculo y la razón lo vinculan a lo criollo-achorado, en
tanto discurso más rendidor en términos de expectativas de progreso social; sus sentimientos, en cambio, lo ligan al andino-
revanchista en tanto que en su actuación se anticipa un goce mayor.

¿Estaríamos ante una subjetividad desgarrada por dos identificaciones contradictorias entre sí, imposibles de dialectizar en una
síntesis coherente? ¿Podría decirse entonces que en nuestro artista hay un Pizarro y un indio luchando ambos por dominar su
sensibilidad y su acción? Esta lectura me parece correcta siempre y cuando se entienda que el significante Pizarro viene a
condensar, en una imagen emblemática, todos los rasgos de la prepotencia, del hábito del abuso. Pero esta prepotencia es el peor
de los rostros de occidente. Dista, felizmente, de ser el único. No obstante la confusión es siempre posible, porque occidente llegó
al mundo andino a sangre y fuego, con Pizarro a la cabeza. En cualquier forma la ecuación “occidente igual abuso” es falsa, pues
desde muy temprano los hombres andinos se apropiaron de técnicas e ideas occidentales. Entonces, bien se comprende que la
perspectiva de una depuración de todo lo occidental no haya tenido mayor acogida en el mundo andino posthispánico.

Pero volvamos a nuestro artista. Estamos frente a un sujeto escindido, definidamente trágico. Una persona que anhela lo que ella
misma condena. Nunca podrá satisfacerse de la manera como va, pues cualquier curso de acción representa, necesariamente, una
deslealtad respecto de alguna de las identificaciones que lo constituyen. Si es como Pizarro, abusa y progresa. Pero entonces sería
un “maricón”, un traidor a sus hermanos. Y si no es como Pizarro se convertiría en parte del grupo de los “echaos”, sin perspectivas
de desarrollo personal. La idea de que el abuso es progreso es una profecía autocumplida, una ficción que se vuelve realidad en la
medida en que la gente cree en ella. La crítica a esta ficción pasa por darse cuenta de que rechazar el abuso no significa renunciar
a un desarrollo personal. Todo lo contrario: solo desde la renuncia al abuso se puede construir una sociedad en la que nadie se
quede sin oportunidades de desarrollo personal.

Para seguir pensando

La coyuntura del mundo popular urbano es muy compleja. Tres grandes vectores se despliegan sobre él: A) La fuerza de la tradición
andina y campesina que está presente de manera práctica y mayormente inconsciente, a veces avergonzada y oculta, sobre todo en
la música pero también en la religión. Esta presencia no es aún el motivo de orgullo que podría ser. B) El resentimiento contra los
sectores sociales más acomodados que son percibidos como abusivos y extranjeros. Excluyentes y marginadores. C) El ideal de
progreso como credo movilizador del migrante. Se trata de la apuesta por lograr confort material y reconocimiento social. Superar
la asfixia de la pobreza y acceder a la ciudadanía, evitando el ninguneo.

Estas tres fuerzas (la continuidad con lo andino, el sentimiento de estar excluido y el deseo de progreso) son difíciles de sintetizar.
Su presencia simultánea produce subjetividades desgarradas. Los dos ejemplos típicos serían los siguientes: por un lado, la persona
que se identifica con el ideal de progreso se olvida de la tradición y se mimetiza con los marginadores a quienes odia. Esta persona
puede ser socialmente exitosa, pero en su interior sentirá que está fallando pues ha renunciado a una parte de sí misma. Por otro
lado, la persona que se identifica más con la tradición, renuncia entonces al progreso y se atrinchera en un resentimiento contra
los privilegiados. En estas subjetividades la situación económica es, desde luego, muy importante. El primer camino está más
abierto en momentos de prosperidad; el segundo en coyunturas de crisis.

Ninguno de estos caminos es satisfactorio. Lo ideal fuera la continuidad cultural, la integración social y el progreso. Pero para
hacer compatibles estos tres grandes mandatos lo básico es la lucha contra la colonización de nuestro imaginario, el cual lleva al
desprecio de la tradición, o al racismo, y al resentimiento. Solo desde la descolonización sería posible un progreso que no
reproduzca la marginación.

No me cabe duda de que ese es el camino del Perú. Tarde o temprano tendremos que elaborar nuestra propia modernidad. Seremos
entonces un país más integrado, donde progresar no sea traicionar ni volverse de espaldas a nuestra historia. Un paso decisivo en
este camino será la enseñanza obligatoria del quechua, como primera, segunda o tercera lengua, según el caso, en todo el sistema
escolar peruano.

Notas

(1) Y en el censo realizado en el año 2007 se encuentra que actualmente el 76% de la población peruana es urbana (INEI 2007).

(2) Investigación realizada por el autor en este colegio estatal, ubicado en el distrito de Comas. El autor agradece a Carmen María
Pinilla, Cecilia Rivera, Carla Sagástegui y Rafael Tapia por su ayuda y comentarios. Esta investigación se realizó en el contexto
de la campaña “sembrar a Arguedas”, consistente en animar a los estudiantes a leer a Arguedas y a escribir tras su propuesta de
ceñirse a la experiencia.
(3) Texto reproducido por Urpi Montoya (2002).

Bibliografía

FLORES GALINDO, Alberto

1988 Buscando un Inca. Identidad y utopía en los Andes. Lima: Horizonte.

INEI

1994 Perfil sociodemográfico de Perú. Lima: INEI. http://www1.inei.gob.pe/biblioineipub/bancopub/Est/Lib0007/libro.htm.


2007 Censos nacionales 2007: XI de Población y VI de Vivienda. Lima: INEI.
http://iinei.inei.gob.pe/iinei/RedatamCpv2007.asp?ori=C.

VARGAS LLOSA, Mario

1996 La utopía arcaica: José María Arguedas y las ficciones del indigenismo. México: FCE.

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