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Colección Telúrica de Narrativa corta

HEBERTO JOSÉ BORJAS


Enajenación

AWEN
ediciones
҉
Heberto José Borjas [5]

Todo ámbito de lectura es un sitio sagrado, inamovible


por la estabilidad espacial que debe procurar, y nómada
en cuanto a los lugares y épocas que se visitan con la
imaginación, según los títulos que llegan y se van. Por ello
era el lugar favorito de la abuela en la casa. Se olvidaba
de todo lo demás al instante de encerrarse en el libro sin
otro interés que el de amalgamarse con las palabras. ¿Qué
eran ellas? ¿Unidades plenas de significado en sí mismas
o apenas símbolos que revelaban alguna verdad superior?
Pero atrapaban, influían. Construían y destrozaban por igual.
Su nieto lo supo a partir del momento en que le atrajo el
primer lomo que resaltó entre los demás y decidió abrir
el tomo en cuestión para empezar a devorar página tras
página. El relato inicial hablaba de una autoridad que desde
un amasijo de tinieblas dio existencia a la luz y nada más
y nada menos que al mundo, a los accidentes geográficos,
a las bestias y, por último, a la raza humana, empezando
sospechosamente por el hombre. El niño no lograba dar con
la justificación de aquella decisión, pues le pareció que el
dios pudo haber creado macho y hembra al mismo tiempo.
Algo al respecto había visto en alguna serie de televisión,
o escuchado de su abuela desde sus más tempranos días
guardados en la memoria, cuando pasaba las vacaciones
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escolares comiendo a sus anchas y leyendo las contratapas


de los LP´s del abuelo, esos cancioneros impresos en el
interior del cartón que se abría en dos como cualquier texto
de los que leía en la escuela, pero que se le antojaron más
interesantes, porque encerraban ideas de amor, reflexiones
íntimas y hasta protesta social con rima.
Pero nada de lo leído podía compararse con el magnetismo
que parecía desprender ese tomo grueso que mostraba en
la portada a un hombre de bigote y barba con una mano
alzada en obvio ademán de prédica y con un halo dorado
que le rodeaba la cabeza. ¿Era un signo de tácita distinción,
de renombre, de poder? A primera vista le dio mala espina
que un solo individuo gozara de una naturaleza inmanente
que lo hiciese preferible o superior al resto. Era un concepto
contrario a lo que su abuelo, confeso comunista desde la
mocedad, le decía sobre la igualdad necesaria entre los
hombres. Sin embargo, el viejo reconoció que el afamado
Jesús de Nazaret jamás mostró en los textos antiguos
ninguna actitud egoísta de esas propias de la burguesía
dominante y por ello le dejó continuar la lectura de los
evangelios canónicos convencido de que tarde o temprano los
abandonaría cuando se diese cuenta del contraste entre el
mensaje y los emisarios del catolicismo, entre la descripción
del todopoderoso amoroso y los macabros medios de sus
ministros para imponerlo como única entidad a adorar. Pero
sobre todo, el abuelo le advirtió que si llegaba a la última
página, al amén conclusivo del apóstol Juan, corría el riesgo
de terminar lunático, como Rosalía, la anciana de la acera
de enfrente (¡Tan católica y caritativa ella, tan correcta!,
le decía la abuela), que en una tertulia en el porche de su
casa se jactó frente a varias vecinas de haber terminado de
leer la Biblia, desde el Génesis hasta el Apocalipsis, y al día
siguiente se le vio desnuda correr por la calle con el coche
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vacío de su nieta recién nacida mientras gritaba »¡Hossana,


Hossana!« sin cesar y fue recluida en un hospicio geriátrico
especializado en pacientes con demencia senil y Alzheimer.
—No quiero que le tengas miedo al libro, pero sí que sepas
que es peligroso —sentenció el abuelo—. No te imaginas
la cantidad de sangre de justos y pecadores que se ha
derramado por su causa. Y para colmo ya volvió loca a la
vecina. No es la única. A su manera todos entran en un estado
de enajenación cuando se toman a pecho su contenido.
Entonces el chiquillo no tuvo un instante de paz durante
aquellas vacaciones escolares cuando se percató de que
la abuela se entregaba con disciplina a la lectura del libro
peligroso, de dos a cinco de la tarde, durante las horas de
modorra que seguían al almuerzo, el momento del día en
que el calor embobaba el entendimiento del abuelo y lo
hacía roncar con risibles estruendos. La mortificación no
consistía en la lectura misma (¡porque algo bueno debe de
dejar en el alma o en intelecto el mentado libro!, pensó),
sino en el temible doblez que revelaba la ubicación del
inútil billete de dos bolívares usado para marcar la última
página leída: evidentemente, la abuela hacía rato había
pasado de largo los Hechos de los apóstoles y las cartas
de Pablo para abordar el quinto final del tomo empastado.
El celeste billetito doblado, con un prócer de semblante
impertérrito, acaso ignorante de la devaluación galopante
de la moneda criolla, se ubicaba al inicio de la epístola de
Santiago, llamado también Jacobo. ¿Por qué todo en ese libro
era tan complicado, con un autor con dos nombres, manos
invisibles editando contenido, tergiversaciones y dogmas
sin base en sus líneas? La ponzoña que el abuelo profería
contra la obra era perenne e incisiva, pero no dejaba de
tener asidero en investigaciones de expertos. Sin embargo,
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era imposible convencer a la abuela de que no era verosímil


que una trompeta derribara un muro o que un hombre
fuese tragado por una ballena sin sufrir el consecuente
efecto de la falta de aire o que el nacimiento de un niño
fuese anunciado a un trío de sabios que siguieron a una
estrella itinerante hasta dar con el paradero de aquel. Todo
indicaba que la abuela seguiría hasta el final de la lectura, a
la que le había invertido un tiempo irrecuperable que pudo
haber sido destinado al cotilleo con las demás viejas de la
calle o para ver telenovelas mexicanas. Por el momento, se
había detenido en una página que contenía un fragmento
subrayado en rojo que decía: »Cuando alguno es tentado no
diga que es tentado por parte de Dios, porque Dios no puede
ser tentado por el mal ni él tienta a nadie«. El pasaje le erizó
los vellos de los brazos al chiquillo. ¿Qué mensaje le daba
el Creador en aquel pasaje? ¿Debía mantenerse pasivo y no
obstaculizar la lectura de la abuela? Estoy siendo tentado,
pensó, el maligno quiere robarle un alma a Dios: ¡la de mi
abuela! Le planteó en secreto su malestar al abuelo, quien
de una vez contestó que no existía tal tentación desde el
infierno.
—No es el diablo, carajito. Es tu sentido común el que te
habla. Amas a tu abuela y no la quieres ver demente. ¡Pero,
ajá! Si le escondes ese ejemplar sale a comprarse otro.
Y el chiquillo cayó en cuenta de que la opción de ocultar
el libro o botarlo a la basura era inútil. Como los nombres,
el libro peligroso no era exclusivo de nadie: poseía el récord
de haber sido vendido más veces que ningún otro en veinte
siglos. Así aprendió que el hombre producía cosas en masa
para satisfacer necesidades y egos por doquier, y que a la
hora de vender daba lo mismo que fuese un libro que un
calcetín: toda mercancía necesitaba definir su público
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y con base en éste diseñar la estrategia de mercadeo. Le


indignó la cosificación de la gente en términos de hacerla
consumidora de una fe que vendía que todo estaba escrito,
estructurado y que jamás debía cambiar. Si bien no sabía
el significado de “cosificación”, su intuición le reveló que la
abuela era utilizada por alguien con un claro propósito (¿Por
una persona? ¿Por una corporación? ¿A quién convenía que
hubiese tantas personas domeñadas, como la abuela, por el
mensaje de aquellos treinta mil versículos en cuestión?). Tras
las disertaciones del abuelo sobre el libro no le cupo duda
de que sus autores y posteriores editores del libro tenían
un claro propósito: la dominación a través del miedo a Dios.
Por ello se convirtió en una prioridad para el chiquillo salvar
a la abuela de semejante subyugación. Sin embargo, nada se
le ocurrió que pudiese fungir de motivo poderoso para que
la abuela desviara la atención en el libro y la volcara sobre
cualquier otra actividad provechosa. ¿Qué podía competir
en interés con la palabra del Señor? Para la anciana devota no
había nada más vivificante que emprender la azarosa tarea de
desentrañar los mensajes ocultos, los códigos inadvertidos
del libro, como si ella fuese de las primeras participes del
contenido, como si los exégetas de antaño hubiesen estado
equivocados en todas sus interpretaciones. Desestimó
toda invectiva de su marido, quien no se cansó de alegar
que desde el hecho mismo de las traducciones de los
manuscritos originales al griego y al latín y a otras lenguas se
había perdido la intención del autor original, que un análisis
puro requería dominar desde el hebreo hasta el copto de
los egipcios antiguos, y no eran muchos los mortales que
podían jactarse de ello, y que el creyente debía atenerse a
lo que declarara tal o cual experto tarifado por los grupos
de poder en el Vaticano sobre los hallazgos en los papiros
centenarios.
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—Es como leer a Shakespeare en un idioma que no sea el


inglés, vieja —dijo el abuelo en una de aquellas discusiones
inútiles—. ¿O crees que con traducir correctamente »To be or
not to be« crees que ya entiendes el espíritu del texto original
de Hamlet?
No existía, según el locuaz anciano, escrito alguno sobre
el cual no hubiese recaído la revisión previa de la élite
católica antes de la divulgación de su contenido, amén de
lo que estuviese oculto. El niño no comprendió del todo la
verborragia del abuelo en voz alta pero creyó tener claro que
el mundo sólo sabía lo que un grupo de personas influyentes
permitía publicar, y que desafiarlo era poner en riesgo la
vida. Los administradores de la fe podían llegar a matar por
el bien común, que consistía en sostener posición mediante
el acceso del vulgo solamente a un caudal de información
tamizado. Con cada prédica del abuelo, el niño descubría que
el hombre poderoso, más que resolver problemas usando su
poder, era movido por el simple instinto de mantenerlo, aun
a punta de diseminar mentiras u ocultar verdades a su favor.
A pesar de los millones de ejemplares disponibles en el
mundo, y tras dos días de dudas, el chiquillo despertó una
madrugada, llegó a la sala en medio de la penumbra y tomó
el libro peligroso. Con papel de lija y cuchillo limó los bordes
de las baldosas bajo su cama hasta desprender dos. Cavó un
tanto con una espátula del cuarto de trastos viejos y logró
la oquedad donde depositó el libro. Contaba con el sueño
profundo en que caían sus abuelos a causa de las pastillas
que bebían para relajarse toda la noche. Supuso que la abuela
no sospecharía de un robo por parte del nieto. Luego, en
componenda con el abuelo, la convencería de que ella misma
lo había dejado olvidado en algún lugar que simplemente
no podía recordar: quizás en la calle. Creyó que con un par
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de días sin el libro, el hábito de leerlo amainaría y en algún


instante llegaría a la conclusión de lo fútil que lucía la terca
tarea de terminarlo. ¿Por qué no lo puedo botar a la basura así
nomás?, se reprochó en silencio. Un magnetismo ineludible
desprendía. No por nada había causado asesinatos y hasta
invasiones de territorios durante siglos. Estaba dispuesto,
si era necesario, a mover cosas de lugar o esconderlas a
propósito para reforzar la especie de que la abuela padecía
de lagunas en las que hacía cosas sin poder recordarlas,
como haber extraviado sus sagradas escrituras.
Cuando la abuela, a la mañana siguiente, no vio el tomo
en su lugar habitual, un atril de madera que se asemejaba
al de los músicos para colocar sus partituras, pegó un grito
furibundo que se escuchó en toda la manzana y, peor aún,
produjo un movimiento en falso del abuelo justo cuando iba
a fijar un clavo en una pared y se machucó el pulgar izquierdo.
—O aparece o armaré un alboroto en todo el barrio —
bramó la anciana.
—¡Qué alboroto ni qué ocho cuartos, carajo! Casi me
destrozo un dedo por tu culpa.
—¿Y qué quieres que haga? Si pierdes un dedo debes
respetar la voluntad de Dios Padre, pues así lo quiso. Por
peores cosas pasó su pueblo elegido.
La indiferente contesta de su esposa descorazonó al
abuelo. No quiso continuar la discusión y solamente fue a
colocarse un trozo de hielo sobre el dedo golpeado. Años
atrás, su reacción ante algún malestar físico del marido
hubiese sido preparar cualquier remedio casero mientras
lo encomendaba a todos los integrantes del santoral
católico, acompañarlo a cada segundo, o meterse en la cocina
a prepararle algún postre para mimarlo un tanto, pero esta
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esposa de hoy no mostró la solidaridad de otras veces. A


la actividad que más ahínco dedicaba era a la lectura de
las preciadas páginas, pero para los acontecimientos de la
interacción cotidiana comenzaba a mostrar un desinterés
que al principio el niño y el abuelo atribuyeron a la rápida
fatiga que se producía por la edad, pero cuyo motivo, ahora
que terminaba el libro, se perfilaba de otro tipo. El desatino
derivado de la interrupción de la lectura fue norma a partir
de entonces. La abuela no les habló por un par de días,
pero se dedicó a recitar en silencio sus pasajes bíblicos
predilectos: salmos, sentencias del rey Salomón, profecías
sobre el advenimiento del hijo del Altísimo, doctrinas de
Pedro y de Pablo de Tarso. Y, al parecer, había mermado
la concentración en sus tareas cotidianas. Echó sal en vez
de azúcar a un café mañanero que el abuelo escupió al
primer sorbo, mezcló ropa blanca y roja en la lavadora y
terminó toda la ropa interior del niño con tonalidad rosada,
metió medio kilo de queso en el closet y sus enaguas en el
refrigerador, y no se excusó por nada. Hasta llegó a pedirle
al nieto que fuese al abasto de la esquina a comprarle
cigarrillos. Ella jamás había fumado, pero la ansiedad por
la pérdida del tomo empastado le estragaba el sosiego día
a día. Ya había intentado en vano pedirle dinero al marido
para ir a comprar comida y artículos de limpieza, porque
éste sabía que se iría a cualquier librería para adquirir el
ansiado ejemplar de reposición, de manera que el viejo y
el niño se encargaron de hacer la compra aquel sábado.
—Y nos tardaremos un poco más —avisó el abuelo—. Al
carajito hay que comprarle calzoncillos nuevos. ¡Se echaron
a perder con el color que les dejaste!
Ambos volvieron del supermercado a mediodía, acalorados
y con hambre. El muchacho se notaba incómodo cargando
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las bolsas, no tanto por el peso de ellas sino por un albur


irreconocible que le molestaba en el paladar, como los
sabores fuertes que tardaban en borrarse cuando degustaba
una de las tantas verduras que aborrecía. ¿Era una señal de
alerta? Se lo comentó al abuelo durante el camino de ida
mientras revisaba la lista de lo que hacía falta en casa, y
aquel solo pudo encogerse de hombros. Ninguno supo a
qué achacar la corazonada. Cada uno era vivo ejemplo de
cuánto se suelen desoír esos susurros premonitorios que
quién sabe de dónde vienen; jamás se les presta atención
como al estímulo externo. Apenas entraron y liberaron sus
manos de las bolsas, advirtieron el desastre del recinto.
O un huracán ha entrado por las ventanas o un grupo
de malparidos policías ha ejecutado una orden de cateo
buscando quién sabe qué, pensó el abuelo. Todo estaba
descolocado, todo había sido manipulado con saña: jarrones
y adornos quebrados, trozos de cristales desperdigados,
sillas con patas faltantes, boquetes en las paredes del
diámetro de una cabeza de adulto. La abuela solía hacerse
presente de inmediato a revisar si ahora contaba con todo
lo que había anotado en la lista pero aquella vez su ausencia,
sumado a los destrozos, no vislumbraba nada agradable. Se
le buscó en cada rincón y se comprobó que no jugaba a
las escondidas ni estaba en casa (no era mujer de juegos
pesados, pero el estado de alienación en el que se hallaba
hacía probable cualquier conjetura) ni había dejado pista
alguna sobre dónde estaba o qué hacía.
—Aquí pasó una vaina seria —terció el abuelo, alarmado—.
Ni siquiera siento el olor del almuerzo en preparación. Y tu
abuela siempre es puntual para cocinar.
Algo le dijo al muchacho que debía revisar si el escondite
bajo su cama permanecía intacto. Ése era el presagio que
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había sentido mientras estaba de compras. ¡Maldita sea!, se


permitió refunfuñar. Apenas entró a la alcoba donde había
pasado la noche durante las vacaciones comprendió que
no valía la pena averiguar qué había pasado en la casa ni
mucho menos esperar a que la abuela volviese para preparar
la comida porque esa vocecita a la que no le había hecho
caso dos horas atrás lo conminó a acercarse a la baldosa
y cerciorarse de que el libro peligroso ya no se encontraba
dentro. Pasó por alto el colchón despanzurrado con cuchillo
y las puertas desencajadas del armario, ensimismado en una
sola conclusión: era evidente que la abuela había llevado
a cabo una búsqueda frenética de sus sagradas escrituras.
Entonces el muchacho no tuvo mejor opción que decirle al
abuelo que la adorada viejita había tenido la astucia de hurgar
en un sitio poco probable hasta dar con su tesoro oculto y
tener el tiempo suficiente para llegar al último versículo del
Apocalipsis de Juan. Para constatarlo bastaba con asomarse
juntos a la calle desde el portón entreabierto del porche y
atestiguar la inminente escena que habían temido por días.
Allí estaban ambos, contemplando entre sollozos, cual si
fuesen los primeros testigos del Armagedón, el arranque de
la carrera de la anciana al inicio de la cuadra, de zancadas
raudas, sin un centímetro de tela que la cubriese, con sus
carnes fofas en bochornoso movimiento, al tiempo que
vociferaba »¡Hosssana, Hossana!«, pletórica de satisfacción,
sonriendo de lo lindo, y hubieron de asimilar de inmediato
que jamás podrían recuperarla para que cocinara de nuevo el
almuerzo ni fuese la misma de antes de empezar el Génesis.
Era, al fin y al cabo, una víctima más del poder de las palabras
encerradas en el libro enajenante.
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CRÉDITOS
Enajenación
©2019, Heberto José Borjas
© De esta edición:
Ediciones Awen
(Un sello de Ediciones Palíndromus)
Cualquier parte de este libro puede ser
reproducida, almacenada o transmitida con
permiso del autor o editor mientras se esté
citando la fuente.

edición
Jorge Morales Corona | Verónica Vidal
diseño de colección y portada
Jorge Morales Corona
diagramación
Ediciones Palíndromus
ilustración de portada
S.T. Woody
correctora
Gabriela Alfonso

contacto
revistaawen@gmail.com
www.revista-awen.webnode.com.ve
[Facebook] Revista Awen
[Instagram] @revistaawen
Enajenación se terminó de editar en el mes de
de junio de 2019 en las instalaciones
Heberto José Borjas de Ediciones Palíndromus ubicadas
en Maracaibo, Venezuela, bajo la
licencia del sello Awen y el autor.
Para la colección se utilizaron las
tipografías Lato de Lukasz Dziedzic
para el cuerpo y Quattrocento Sans
de Pablo Impallari y Igino Marini
para los títulos.
todos los derechos reservados
Heberto José Borjas (Venezuela, 1981)

[sobre el autor]
es abogado, docente, traductor y
actor. Reside en Bogotá desde 2010.
Ha ganado el Concurso “Día del
Estudiante” de la Universidad del
Zulia en mención Cuento (2001); VII
Concurso para Autores Inéditos de
Monte Ávila Editores (Venezuela) por
»Duendes en mi Casa« (publicado en
2010), entre otros. En 2014 publicó
la novela »Los hermanos mayores«
(Negro sobre Blanco Grupo Editorial).
Desde 2016 mantiene su blog www.
laesquinadepoche.blogspot.com.
Colabora con reseñas para la revista
literaria Letralia. En 2017 publicó el
libro de relatos »Desde la nada« (FB
Libros). En 2018 recibió la mención
de honor del Premio de Cuento de
la Policlínica Metropolitana para
Jóvenes Autores (Venezuela). Su
próxima novela se encuentra en
proceso de publicación.

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