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CLAUDIO OLIVER DOS SANTOS

Una iglesia no planeada


UNA IGLESIA NO PLANEADA
Claudio Oliver

Cómo una congregación brasileña encontró la renovación por


medio de la interrupción

Cuando la gente dice que necesitamos ser como la «iglesia


primitiva», generalmente pregunto: ¿cuál de todas?; ¿carnal como
la de Corinto, insensata como la de Galacia, perezosa como la de
Tesalónica, legalista como la de Jerusalén, o tibia como la de
Laodicea?

La nostalgia es una senda peligrosa cuando comenzamos a


pensar sobre la reforma que necesitamos ahora. Idealizar la iglesia
de los «tiempos de antaño» nos hace olvidar que el tiempo borra
los malos recuerdos y crea fantasías.

La iglesia primitiva sobrevivió al mantener sus ojos en la


promesa y al vivir con esperanza, y nosotros podemos hacer lo
mismo hoy. Recibimos la promesa de vivir con el Señor, verlo cara
a cara, y vivir en gozo y libertad.

Nosotros no planeamos una reforma. Por el contrario, el reino


interrumpe nuestros planes.

Durante la época apostólica, Pedro, Juan y Pablo; y Martín


Lutero, Jakob Hutter y Menno Simons en los tiempos de la
Reforma; todos optaron por vivir en tensión, manteniendo sus ojos
con expectativa en Jesús y alineándose con la vida que se había
prometido. Cada una de sus decisiones y acciones fue hecha
tomando en cuenta no los principios y valores de los imperios en
los que vivían, ni de aquellos viejos tiempos, sino la plenitud del
reino por venir. Ellos trataban, no de emular el pasado, sino de
anticipar el futuro. Eventualmente esto les acarreó malos
entendidos, persecución y sufrimiento.
Nosotros no planeamos una reforma. Por el contrario, el reino
interrumpe nuestros planes, y, si estamos abiertos a su mensaje,
nos señala la verdadera renovación. En nuestra comunidad en
Brasil hemos sido interrumpidos una y otra vez, y hemos tratado
de dar los pasos que nos mantendrán abiertos a las interrupciones
de Dios.

Nuestro primer paso fue examinarnos a nosotros mismos, en


lugar de criticar a otros. Si la iglesia necesitaba ser reformada eso
debería comenzar con nosotros. Así que empezamos por hacer
algunas preguntas claves:

La primera pregunta fue: «Si nos quedamos sin energía y no


tenemos gasolina, ¿seguiría adelante lo que llamamos "iglesia"?».
La respuesta sencilla fue: no. La asistencia disminuiría sin energía
para las luces, el equipo de sonido y los proyectores. Sin gasolina
para cruzar la ciudad y reunirnos una vez por semana no
tendríamos ninguna reunión. Pero algo no nos cuadraba bien. Al
mirar dos generaciones previas, cuando era posible reunirse solo al
llegar caminando, nos vino a la mente una palabra: comunidad.
Así que desconectamos nuestros servicios del lugar de reunión y
trasladamos nuestras reuniones a los hogares, eventualmente
clausuramos el edificio de la iglesia para poder reunirnos donde
pudiéramos ser vistos por vecinos y amigos en nuestra vida diaria.

En segundo lugar, decidimos examinar a fondo cada uno de


nuestros programas. Si Jesús no estaba en el centro mismo de
cada uno de ellos, los eliminaríamos. Así que terminamos cerrando
el 90% de lo que llamábamos «programas». Nos enfocamos en
construir relaciones basadas en algo que estaba en el centro
mismo de nuestro origen como una iglesia local: encontrar a Jesús
en las vidas de los que estábamos sirviendo. Años atrás habíamos
estado en las calles, para encontrar a Jesús entre los
desamparados de nuestra ciudad. Más que ayudar a los pobres,
nuestra meta era tener un encuentro más cercano con los que
Jesús más ama. En esos hombres y mujeres encontramos a un
Jesús frágil, a veces difícil y desafiante. Es imposible encontrar a
Jesús y seguir siendo el mismo. Algunos de ellos cambiaron, pero
nosotros cambiamos mucho más.

Nuestra tercer pregunta fue: «¿Estamos obedeciendo al


Señor, si no, entonces dónde debemos comenzar?». Con una
mente sencilla, retornamos a la Biblia, a la primera tarea que fue
dada a la humanidad. Las palabras hebreas avad y shamar
(Génesis 2:15), servir y conservar, resaltaron para nosotros. Ese
fue uno de los primeros mandamientos. ¿Cómo podríamos estar
tan preocupados por las pequeñas motas en los ojos de nuestros
hermanos y hermanas, si no éramos capaces de cumplir los
mandamientos básicos que hemos recibido, que estaban allí como
tablas ante nuestros ojos? El conocimiento de la teología de la
creación y sus implicaciones se volvieron centrales en nuestra
perspectiva. Observamos la forma en la que Dios ha creado la
tierra, fauna y flora, y a nosotros en un todo integrado, no
disociado —como es característico del patrón esquizofrénico de la
moderna mentalidad occidental—, para honrarlo y agradarlo a él,
guiándonos a cuidar de la creación como parte de la restauración
prometida en Isaías. Aunque vivimos en un mundo caído, elegimos
vivir de una forma regenerada, cuidando de la tierra, las plantas,
los animales, y unos a otros. Al rehusar llamar a la creación
«recursos naturales», también aprendemos a acercarnos a
nuestros semejantes, no como «recursos humanos», sino como
imagen y semejanza de Dios, con dignidad y un anhelo de
restauración.

Al obedecer el simple mandato de cultivar el jardín,


aprendemos que debemos tomar con seriedad el cuidado de
nuestros semejantes, y, al tratar de poner nuestros límites,
experimentamos una mayor libertad. Aprender a renunciar a las
ofertas seductoras del mundo diciendo: «gracias, pero no», incluso
dentro de nuestros límites, nos da más tiempo y oportunidades
para construir familias, amistades y libertad.

Por último, nos preguntamos: «¿Tiene sentido esto?». Jesús


es la respuesta a todas nuestras preguntas, pero debemos
escuchar, probar, oler y ver las interrogantes que se plantean en
nuestro entorno. Mis abuelos fueron pioneros del Ejército de
Salvación en Brasil. De ellos aprendí el significado de las «buenas
nuevas»: mi abuelo solía decir que la buena noticia para un
hombre hambriento es un plato de comida caliente; para una
mujer sucia, un lugar donde pueda bañarse y descansar; para un
joven desempleado, la oportunidad de trabajar; para un
inmigrante, una cálida bienvenida. Mi abuelo se había convertido
en un refugiado a la edad de cinco años en el año 1900, cuando su
familia fue expulsada de España por «anarquismo y la práctica
prohibida del protestantismo». Posteriormente perdieron todo en
Bélgica, durante el bombardeo alemán, incluyendo a mi
tatarabuelo, quien murió tratando de escapar. Cuando fueron
recibidos por el Ejército de Salvación en Suiza, mi abuelo encontró
una familia, amor, refugio, comida, un llamado y un ministerio,
eventualmente fundó su propia familia misionera en Brasil. De él
aprendí a escuchar las interrogantes a mi alrededor, y sí, Jesús es
la respuesta, pero se manifiesta de diferentes maneras: sanando,
albergando, plantando, alimentando y aconsejando. Siempre está
presente a través de su cuerpo —la iglesia—, manifestándose en
diversos dones y talentos, primero preguntando, después
respondiendo.

Comenzamos nuestra comunidad como una iglesia típica


«accesible a los buscadores», a principios de la década de 1990.
Ese enfoque atrajo a la gente, y nuestra asistencia creció en un
torbellino de entusiasmo. Pero pronto nos dimos cuenta que eso
era exactamente el problema: todo se centraba en nosotros. Nos
habíamos convertido en una organización religiosa posmoderna.

El proceso de cuestionamiento y reforma en nosotros mismos


no fue una gran marcha hacia la victoria, sino una gran reducción.
Entre más preguntas nos hacíamos, menos nos considerábamos un
lugar apropiado para servicios religiosos. Eventualmente
regresamos a las calles, a los vecinos y la gente a nuestro
alrededor. El poder de una pequeña semilla de mostaza se volvió
real para nosotros. Mientras nuestra asistencia disminuía, nuestra
influencia aumentaba. La gente, en su mayoría personas que no
asistían a ninguna iglesia, de la ciudad, del estado y de todo Brasil,
incluso del extranjero, comenzaron a prestar atención a lo que
estaba sucediendo en nuestro pequeño e insignificante grupo.
Comenzó a llegar gente quebrantada proveniente de muchos
trasfondos distintos. Ya no éramos un lugar adonde ir, sino gente
por conocer. Redescubrimos la iglesia como «un lugar donde los
necios pueden reunirse», como la describió Ivan Illich; y
redescubrimos que «Dios escogió lo insensato del mundo para
avergonzar a los sabios, y escogió lo débil del mundo para
avergonzar a los poderosos. También escogió Dios lo más bajo y
despreciado, y lo que no es nada, para anular lo que es, a fin de
que en su presencia nadie pueda jactarse». (1 Corintios 1:27-29).
El resultado fue una comunidad de seguidores que brindaban
comunión a cualquiera en necesidad de ser restaurado.

Pienso que a veces los cristianos parecen saber demasiado


después de muy poca observación y una cuidadosa consideración
de las luchas y el sufrimiento de nuestro tiempo. Nuestros
«ismos»: nacionalismo, capitalismo, conservadurismo,
progresismo o idealismo; establecen la agenda más que aceptar
los imprevistos. Y ese fue otro punto importante en nuestra
reforma interna.

Como lo explica Illich, la parábola del buen samaritano arroja


luz sobre un aspecto olvidado de la vida cristiana: corruptio optimi
pessima est, la corrupción de lo mejor es lo peor. El amor es la
mejor expresión y la esencia misma de Dios. Cuando corrompemos
el amor en obligación, en lugar del flujo natural que resulta de la
misericordia, transformamos la esencia misma del evangelio en
algo institucional y frío. En Lucas 10:30-37, Jesús nos enseña una
profunda lección, una clave para entender el principio mismo del
ministerio de Jesús: responder a lo inesperado.

La planificación estratégica, que nunca se enseña como


principio en la Biblia, está en el mismo centro de gran parte del
trabajo en las iglesias actuales. Se establecen metas, misiones,
planes y presupuestos, y se descartan todos los imprevistos.
Esencialmente, no hay nada malo con esto, pero ¿qué es lo que
aprendemos de la parábola? El samaritano no estaba obligado a
hacer el bien, pero permitió ser afectado por el sufrimiento de un
prójimo y respondió usando lo que tenía a su alcance. No hizo
preguntas, sino que amó y actuó.

Jesús ilustró el mismo principio en Lucas 8:40-56. Se


encontraba en medio de una celebración cuando lo llamaron a
atender a una niña muy enferma. Inmediatamente dejó a la
multitud y fue hacia ella, pero aun cuando respondió a esta
emergencia permitió ser interrumpido nuevamente, esta vez por
una mujer que había tenido hemorragias durante doce años. Se
detuvo para sanar a la mujer, y se dirigió de nuevo hacia la niña.
En el camino alguien dijo que ya no era necesario, pues la niña
había muerto. Aun bajo esa circunstancia, Jesús fue y la resucitó,
generando alegría y alabanza en esa familia.

Incluso después de esa demostración, un hombre religioso le


preguntó: ¿«Quién es mi prójimo?». La parábola fue su respuesta.
¿Cuántas veces nuestro enfoque en los objetivos estratégicos nos
ciega ante nuestro prójimo?

La reforma, en su sentido protestante (luterano) original,


tenía que ver con ser católico (universal). Después de una
generación se trataba de lo que significaba no ser católico. Para
muchos en la actualidad «reforma» tiende a significar «si no estás
de acuerdo con nuestra forma de ser iglesia entonces nos
separamos y hacemos lo nuestro». Lo cual, irónicamente —como
dijo uno de mis queridos amigos—, implica que ser «protestante»
significa mayormente ser «arrogante». En lugar de definirnos a
nosotros mismos en contra de algún otro grupo, el evangelio
siempre nos invita a mirarnos al espejo y preguntarnos por
nuestra propia transformación como seguidores de «el camino».
Así que, sí, necesitamos una nueva reforma, pero hemos
aprendido que el primer paso es dejar de esperar que comience en
otros. En lugar de criticar a otros debemos plantearnos preguntas
a nosotros mismos. Debemos estar dispuestos y listos a ofrecer
respuestas, pero solamente una vez que hayamos escuchado las
preguntas. Y mucho más importante, debemos permitir que Dios
interfiera en nuestra agenda, interrumpa nuestros planes, y nos
guíe de regreso a su jardín. Que tenga gracia y misericordia y
traiga la reforma que necesitamos, empezando por donde
estamos.
Sobre el autor

Desde que se convirtió en


pastor, Claudio Oliver ha guiado a su
iglesia en una serie de pasos
radicales hacia una vida cristiana
más fiel. Su comunidad, Casa da
Videira (Casa de la Vid), es un
colectivo de familias en Curitiba,
Brasil, dedicado a «seguir los pasos
de Jesús». Su trabajo en hortalizas
orgánicas, reciclaje de desechos y
comercio justo se inspira en Jesús,
los primeros cristianos, y en guías
tan diversos como Tomás de Aquino,
William Booth, Leo Tolstoi, Eberhard
Arnold y Vandana Shiva. Casa da
Videira se enfocó al principio en
servir a los pobres —personas desamparadas y jóvenes
desorientados—, pero con el tiempo cambio su orientación y
también su ubicación, con el fin de vivir entre los pobres que
afirmaba amar y convertirse en la casa que profesaba ser.
Dependen de la oración, se sostienen con el apoyo de donaciones,
pero también trabajaban para sostenerse económicamente a sí
mismos vendiendo pan tradicional y comestibles para el consumo
diario, así como jabón hecho de aceite vegetal reciclado. Aunque el
grupo acepta gente de diversos compromisos y creencias, las
decisiones principales las toman los que están comprometidos con
Cristo y las Escrituras.

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