Se podría decir que la inspiración para ser docente siempre viene del propio
profesorado. La admiración a un profesor en algún momento de la enseñanza básica o
media es posible que sea determinante ante la elección de elegir la carrera docente. Y no podría ser de otra manera, pues uno pasa gran parte de su vida ante profesores, y uno ve su praxis por años, casi todos los días de la semana, casi durante todo el día. En mi caso, el primer profesor que me hizo pensar en la docencia, fue el profesor de historia. Era (es) un profesor muy apasionado por lo que enseñaba. Se evidenciaba a ojos de todos mis compañeros su dominio de las temáticas que trataba. Nadie de mi curso quedó indiferente ante su estilo, que resignificó y motivó al estudio de la historia. Por eso mi segunda carrera universitaria en serio fue pedagogía en historia en una universidad pública. Durante mi primera carrera que fue teología, siempre pensé en la docencia, aunque universitaria. Estudiando historia si bien no entré por la pedagogía en sí, sino por la disciplina de la historia, quedé bastante a gusto en mi primera práctica inicial. No obstante, algunos académicos, pensadores y los propios problemas de la educación en Chile evidenciados por los estudiantes y el propio profesorado (movilizaciones estudiantiles y de profesores desde 2006 en adelante, especialmente la del 2011), fueron minando mi concepción e inocencia respecto a las políticas educativas. Para colmo, las erráticas políticas públicas en esta materia siempre eran resistidas, algunas rayando en lo absurdo, y otras completamente mal implementadas, independiente del color político, hicieron que perdiera la fe en mejorar la educación. Abandoné la pedagogía en historia, a un año de titularme. Era complejo compatibilizar la nueva visión crítica social experimentada a fondo post 2011 con los discursos de los formadores de profesores. Parecía que no se habían dado cuenta de los cambios de mentalidad que ocurrían en el país. Perspectivas conformistas sin correlato crítico, y su había crítica, era ahogada al enrolarse en el sistema. Por eso decidí no seguir. Por otro lado, mi novia se tituló de profesora. Lamentablemente en vez de ser aliento para reconsiderar mi salida, fue conocer de primera mano la experiencia de ser profesor: horarios extenuantes, poca autonomía, menosprecio por parte de algunos estudiantes y apoderados de la imagen del profesor, bajos sueldos, trabajo extra horario, sometimiento a toda una jerarquía, desde el sostenedor hasta la UTP, donde las decisiones de los profesores no pesaban, y para colmo, agentes del Ministerio de Educación, Agencia de Calidad y Superintendencia, terminaron por ahogar mis ganas de estudiar una pedagogía. Por lo anterior, al elegir una nueva carrera, pensé en seguir una licenciatura. Filosofía fue la elección. Sin embargo, por ventura o no, el 1er año comprendía asignaturas pedagógicas. Fueron buenas asignaturas en el sentido que permitían un diálogo fluido constante con el profesor. Estos intercambios críticos generaban el entusiasmo perdido, en el sentido de no perder al espíritu idealista, o sea, querer cambiar las cosas, aunque mucho más consciente de la posición de uno. La filosofía fue muy determinante en esto. ¿Acaso la reflexión filosófica debía esconderse en una torre de marfil? ¿Debía el estudiante de filosofía volver a un escolasticismo sin ver los problemas reales in situ? ¿No es la filosofía per se una poderosa arma intelectual sumamente relevante para las futuras generaciones? Justamente por aquellos días, los profesores de filosofía habían ganado la batalla con el Ministerio de Educación. Filosofía no sería reducida, sino ampliada. Y dado que la elección de proseguir tanto la licenciatura en filosofía como la pedagogía en filosofía, o una de las dos se hacía en 2do año, algunos profesores nos motivaron a seguir ambas. Entre las muchas razones aducidas, tales como la experiencia, currículo, y llevar la filosofía al aula, comenzaron a generar entusiasmo, pero no convicción. Esta última tal vez sea un proceso durante toda la carrera. Hoy ya por casi concluir la práctica, puedo decir que sigo en dicho proceso. La acogida del colegio y de la profesora mentora fue muy bueno para ir sellando impresiones, y para ir reafirmando mi proceso de convicción. Si bien entré a filosofía sin pensar en ser profesor (salvo terciario), me pude visualizar como profesor. Aunque de todas las experiencias que tuve, solo una fue algo deficiente, todas las demás fueron buenas y estimulantes. En cuanto a desafíos, como ya se adelantó en el apartado 2.1, el poder trabajar en base al trabajo cooperativo con un subgrupo de 3ro medio, fue un desafío bastante complejo. Poca interacción, poca confianza, poco liderazgo fueron elementos que minaron dicha experiencial. Aunque no fueron determinantes, sí evidenciaron incertidumbre en el modo de relacionarse con un grupo bastante complejo en cuanto a configuración, expectativas de trabajo, motivación y muy diverso en su composición. Derivado de lo anterior, surge el desafío de qué rol cumpliré como docente. En otras palabras, desde qué perspectiva educacional asumiré dicho rol, o sea, qué modelo de profesor es el más apto y el que me gustaría ejercer. ¿Constructivista? ¿Construccionista? ¿Tradicional? ¿Otro? ¿Alguna síntesis? ¿El que se adapte mejor a las circunstancias? ¿El que a modo personal considere el mejor?