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negro
Christian Jacq
Los insomnes habían visto una bola de fuego que caía sobre
la terraza del palacio real y todos creyeron que la cólera
del cielo había aniquilado al faraón negro. La respuesta de
Amón había sido terrorífica.
Tan deprisa como sus viejas piernas se lo permitieron, Kapa
se dirigió hacia el lugar del drama a cuyo alrededor
comenzaba a concentrarse la población de la capital
despertada por los gritos de los testigos de la catástrofe.
El capitán de los arqueros, Puarma, había ordenado que la
guardia personal del rey impidiera el acceso a sus
aposentos.
—¿No habrá que ayudar a su majestad? –se preocupó Kapa.
—No lo sé –reconoció el oficial, tan trastornado que era
incapaz de tomar una decisión.
—Yo voy –afirmó Cabeza-fría con los ojos hinchados aún de
sueño.
—Te acompaño –decidió el decano del Gran Consejo.
A una señal de Puarma, los arqueros dejaron pasar al enano
y el anciano, que subieron por una escalera decorada con
ornamentos florales y se aventuraron por los dominios
privados de Pianjy.
El oficial vacilaba.
¿Tenía que despertar al rey o esperar a que amaneciera?
Arrancar a Pianjy del sueño podía provocar su cólera, pero
no avisarle de inmediato podía ser peor aún. En esa
incertidumbre, el oficial decidió consultar a Cabeza-fría.
El escriba, que acababa de dormirse tras haber conseguido
que repararan el sistema de evacuación de aguas residuales,
soltó una larga serie de gruñidos antes de incorporarse en
su lecho.
—¿Qué quieres?
—Un incidente grave... Tal vez sea necesario avisar a su
majestad.
—¡No habrán intentado invadir Napata, a fin de cuentas!
—Bueno...
Esta vez, Cabeza-fría despertó por completo.
—¿Controlas la situación?
—Sí, el hombre ha sido detenido.
El enano frunció el entrecejo.
—El hombre... ¿Estás diciéndome que Napata ha sido atacada
por un solo hombre?
—¡Alguien que viaja de noche despierta forzosamente
sospechas! Nuestro dispositivo de seguridad ha resultado
muy eficaz y espero que mis méritos...
—Hablaré con el rey.
Pianjy no dormía.
Había aguantado, durante horas y horas, los halagos de los
cortesanos que rivalizaban en ardor para expresar sus
alabanzas. Cada cual había elogiado la calidad de los
manjares y de los vinos, y Otoku, a guisa de agradecimiento
por su talento de organizador, había recibido su peso en
jarras de cerveza fuerte.
El faraón negro no había disfrutado, ni un solo instante,
de los fastos de la velada. Le obsesionaba una angustia que
le impedía saborear los placeres de un banquete del que la
corte hablaría durante meses. Abilea había percibido la
inquietud de su marido, pero se había guardado mucho de
turbar su meditación.
Desde la terraza de palacio, Pianjy contemplaba el cielo.
Sólo las estrellas poseían la sabiduría postrera, pues
transmitían el verdadero poder, el de los orígenes de la
vida.
En la terraza, unos pasos leves.
—Cabeza-fría... ¡Otra vez tú!
—Perdonad que os moleste, majestad, pero ya que estáis
despierto...
—A estas horas sueles dormir a pierna suelta.
—Un hombre ha intentado introducirse en la ciudad, los
arqueros le han detenido. Al oficial que estaba de guardia
le gustaría que se reconocieran sus méritos y fuera
ascendido.
—Que el mes que viene se encargue de la seguridad nocturna.
Luego, veremos. ¿Ha dicho ese hombre cómo se llama?
—Según el oficial, dice cosas incoherentes. Afirma ser un
servidor de Amón y tener un mensaje confidencial para el
faraón legítimo.
—¿Le has interrogado?
—No, majestad. He pensado que desearíais ver enseguida al
extraño viajero.
—Llévale a la sala de audiencias.
El primer día del primer mes de la estación de la
inundación, en el vigésimo primer año del reinado de
Pianjy, el alba creó una coloreada partitura de excepcional
intensidad. La luz brotó de la montaña de Oriente en forma
de disco solar, imagen viva del Creador del que el faraón
era el representante en la Tierra.
La sala de audiencias del palacio de Napata estaba bañada
por el fulgor de la aurora cuando el viajero se presentó
ante Pianjy con las muñecas sujetas por unas esposas de
madera y flanqueado por dos soldados.
—Liberadle y dejadnos solos –ordenó el rey.
Durante un largo instante, la visión del coloso con la piel
de un negro brillante dejó sin voz al visitante.
—Majestad...
—¿Quién eres?
—Un sacerdote de Amón.
—¿Cuál es tu grado en la jerarquía?
—Soy ritualista, me encargo de la purificación de los
jarrones para el ritual vespertino.
—¿De qué templo procedes?
—De Karnak, el templo de Amón-Ra, el señor de los dioses.
—¿Cómo has viajado?
—Tomé un mapa y he cambiado varias veces de embarcación
antes de realizar a pie la última etapa.
—Caminar por la noche es peligroso... Podría haberte
mordido una serpiente.
—Era preciso correr ese riesgo para evitar la mordedura de
un reptil más peligroso que todas las cobras de Nubia, un
reptil que se enrolla alrededor de Egipto, no deja ya
respirar a sus habitantes y pronto les arrebatará el soplo
de la vida.
—¡Tus palabras son muy enigmáticas!
—¿Os resulta familiar el nombre de Akanosh? –Es un príncipe
libio del Delta.
—Arriesgando su vida, Akanosh ha hecho llegar un mensaje a
Karnak. He sido elegido para transmitíroslo.
—Dame el papiro del que eres portador.
—El mensaje es oral.
—Habla, entonces.
—Tefnakt, el príncipe de Sais, ha sido nombrado general en
jefe de una coalición que agrupa a los demás jefes de tribu
libios. Se ha apoderado, primero, del oeste del Delta;
luego, de todo el Delta. Gracias a un numeroso ejército, ha
tomado el control de Menfis y se ha lanzado hacia el sur.
Los príncipes locales, los alcaldes, los administradores
parecen perros atados a sus pies, y nadie discute ya sus
órdenes. Hasta Herakleópolis, todas las ciudades le han
abierto sus puertas y se ha convertido en el dueño.
—Pero el príncipe Peftau, mi fiel súbdito, habrá resistido
y le habrá impedido avanzar. Ese fanfarrón de Tefnakt habrá
dado media vuelta y su coalición se habrá dispersado.
—Siento decepcionaros, majestad... Tefnakt ha tomado por
asalto la ciudad de Herakleópolis y Peftau no ha sido capaz
de resistir.
—¿Ha muerto?
—No, se ha rendido.
—¿Y la población?
—A salvo. Pero los soldados de Peftau se han puesto a las
órdenes de Tefnakt.
—¿Ningún movimiento de revuelta por su parte?
—U obedecían o eran aniquilados. Ahora son vuestros
enemigos. Sí, majestad, y debéis admitir que está a la
cabeza de un verdadero ejército que va de victoria en
victoria.
—¿Tienes informaciones sobre la estrategia que Tefnakt
piensa utilizar?
—Está dispuesto a combatir cada día y a avanzar más hacia
el sur.
—¿Hasta Tebas?
—No cabe duda, majestad.
El faraón negro permaneció en silencio unos segundos, como
si estas revelaciones le aterraran.
Luego soltó una carcajada.
14
Nacía el alba.
Al cabo de una noche de ritual, Chepena no sentía fatiga
alguna. Sin embargo, había perdido en pocas horas su
juventud y su tierra natal. En adelante no volvería a salir
del recinto de Karnak, salvo para acudir a la orilla oeste,
al templo de Medineth-Habu, donde se haría enterrar junto a
las demás divinas adoratrices, cerca del túmulo donde
dormían los dioses primordiales.
Mientras Chepena contemplaba el lago sagrado, la reina
Abilea se acercó a ella, aureolada por los primeros
fulgores del día.
—Madre...
—Este es tu primer día de reinado sobre estos dominios
sagrados, Chepena. Al celebrar, día tras día, la invisible
presencia de Amón, mantendrás el vínculo de Egipto con el
más allá. Me siento tan feliz por ti y tan desgraciada al
saber que nunca más regresarás a Napata.
Perdona que te moleste con mis sentimientos... Necesitas
fuerza y te doy mi confianza.
Ambas mujeres cayeron una en brazos de la otra.
—Me mostraré digna de la tarea que mi padre me atribuye,
unque ese destino sea más grande que yo.
—Tu padre, tú y yo no nos pertenecemos ya. Desde la
invasión de Tefnakt, el alma de Egipto nos dicta nuestra
conducta y debemos servirla con fervor, para que las
generaciones futuras conozcan la felicidad que nosotros
hemos conocido.
—¿Acepta la reina de Egipto ayudar a la Divina Adoratriz en
la celebración de los ritos del alba?
Acompasando el paso, la madre y la hija se dirigieron hacia
el santuario del templo de Amón.
Lamerskeny se impacientaba.
—¡Ahora me toca a mí, majestad! ¡Mis infantes necesitarán
muy poco tiempo para desalojar a esos miedosos!
—Desengáñate, capitán. Defenderán encarnizadamente su
vida... ¿Por qué arriesgar la de los nuestros?
—¿Cuáles son vuestras órdenes, entonces?
—Esperar la reacción de Nemrod, nuestro antiguo aliado.
Miedo.
Un miedo horrible que pegaba la túnica de gala a la piel y
producía agrios sudores, un miedo contra el que nada podía
la voluntad de Nemrod... ¡Si al menos se hubiera
desvanecido y se hubiera sumido en la nada! Pero seguía
avanzando como un hombre ebrio que, por desgracia, mantenía
su conciencia al penetrar en el campamento nubio, ante las
coléricas miradas de miles de guerreros.
Si Lamerskeny no hubiera recibido la orden de conducir ante
el faraón, sano y salvo, a Nemrod, de buena gana le hubiera
roto la cabeza con su brazo de acacia. Pero el capitán
debía admitir que Pianjy desease satisfacer personalmente
su cólera... Tal vez el monarca ofrecería a sus tropas un
soberbio suplicio que le recordaría a Nemrod que la palabra
tiene un valor sagrado.
Puarma levantó un faldón de la tienda real para permitir el
paso al príncipe de Hermópolis, petrificado en el umbral.
—¡Entra! –dijo Lamerskeny empujando al prisionero por la
espalda.
Nemrod cerró los ojos con la esperanza de que la pesadilla
se desvaneciera. Cuando volvió a abrirlos, el faraón negro
estaba ante él y le dominaba con su estatura de atleta.
—Siempre tan elegante, Nemrod. Tu fama no es injustificada.
—Majestad..., ¿podéis admitir que el corazón es un
gobernalle que, a veces, hace zozobrar a su poseedor porque
está en manos de Dios. El decide nuestro destino y nos
convierte en lo que somos. Mi corazón me ha perdido, me
arrastró por el mal camino... Gracias a vos, tomo
conciencia de mis faltas y vengo a implorar vuestro perdón.
Pianjy desenfundó su daga y contempló la hoja.
—Tienes razón, Nemrod. El corazón concibe, piensa, da
órdenes a los miembros, manda en la lengua y crea la
capacidad de conocer. «Sigue tu deseo mientras existas,
escribió el sabio Pta-hotep, no hagas nada excesivo pero no
abrevies el tiempo de seguir tu corazón, pues el ka, la
potencia creadora, detesta que se destruya un instante.»
Aquel cuyo corazón es poderoso y estable, aquel que no es
esclavo de las exigencias de su vientre, puede esperar a
coger lo divino y escuchar su voz. ¿Es ése tu caso, Nemrod?
—No, majestad.
—Los Antiguos afirman que nuestros cuatro amigos son la
avidez, la sordera, la negligencia y la tozudez. ¿No te
vencieron, uno tras otro?
—Vos sois, hoy, el único vencedor y deseo ser de nuevo
vuestro servidor.
—La vida es comparable a un tablero compuesto por casillas
blancas y negras. Unas nos son favorables, las otras no. Y
luego llega la muerte... Pero lo importante no es ella sino
el estado de ánimo en el que nos sorprende. ¿Estás
dispuesto a morir, Nemrod?
Con los ojos clavados en la hoja de la daga, el príncipe de
Hermópolis se arrodilló.
—¡No, majestad, no estoy listo! La muerte me aterroriza y
ni siquiera la vejez me privará del deseo de vivir.
—¿Qué puede ofrecerme un traidor?
—Todos los tesoros de Hermópolis me pertenecen, el oro, la
plata, el lapislázuli, la turquesa, el bronce... Los
impuestos os serán pagados con regularidad y todos os
obedecerán ciegamente, ¡yo el primero!
—Ya he elegido a tu sucesor, Nemrod.
Lentamente, el príncipe se levantó, hipnotizado por la
daga. Quería, al menos, morir de pie, y, a pesar de su
espanto, hizo la pregunta que le abrasaba los labios.
—¿Quién... quién es, majestad?
—Tú mismo, Nemrod. ¿Quién sino tú podría gobernar
Hermópolis con prudencia?
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