You are on page 1of 20

La oración del Señor: “Padrenuestro”

“Recurramos siempre a la oración,


la llave de todas las gracias.”
San Arnoldo Janssen

ORACIÓN INICIAL

Dios Espíritu Santo,


ven a nuestras almas y a nuestros corazones.
Ilumina y fortalécenos con tu gracia divina,
para que reconozcamos y sigamos fielmente
tus santas inspiraciones.
Amén.
(San Arnoldo Janssen)

Oraciones espontáneas…..
Padre Nuestro…….

I. Revisión de Compromiso anterior: comentar

II. Lectura Bíblica: Mateo 6, 9-13


“Un día estaba Jesús orando en cierto lugar. Al terminar su oración, uno de sus discípulos
le dijo: Maestro, enséñanos a orar. Jesús les contestó:
Ustedes, pues, oren de esta forma:

Padre Nuestro, que estás en el cielo,


santificado sea tu Nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad
en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas,
como también nosotros perdonamos
a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación,
y líbranos del mal.”

Palabra de Dios.
III. Desarrollo del tema

El Padrenuestro no es una oración más entre otras, es la oración de los discípulos


de Jesús, es la oración que el Maestro enseña y deja como distintivo a sus seguidores.

Jesús nos enseñó esta insustituible oración cristiana, el Padrenuestro, un día en el


que un discípulo, al verle orar, le rogó: «Maestro, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

En respuesta a la petición hecha, el Señor confía a sus discípulos y a su Iglesia esta


oración cristiana fundamental. San Lucas da de ella un texto breve (con cinco peticiones: Lucas
11,2-4), San Mateo una versión más desarrollada (con siete peticiones: Mateo 6, 9-13). La
tradición litúrgica de la Iglesia ha conservado el texto de San Mateo.

El Padrenuestro es «el resumen de todo el Evangelio» (Tertuliano); «es la más


perfecta de todas las oraciones» (Santo Tomás de Aquino). Situado en el centro del
Sermón de la Montaña (Mt 5-7), recoge en forma de oración el contenido esencial del
Evangelio.

El Padrenuestro es la oración por excelencia de la Iglesia. Forma parte integrante


de las principales Horas del Oficio divino y de los sacramentos de la iniciación cristiana:
Bautismo, Confirmación y Eucaristía.

Al rezar el Padrenuestro pedimos todo lo que podemos desear con rectitud y lo


pedimos según el orden en que conviene desearlo. Jesús conocía en su corazón de
hombre las necesidades de nosotros los hombres, y nos las revela en esta oración.

Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico. Jesús no sólo
nos enseña las palabras de la oración filial, sino que nos da también el Espíritu por el que
éstas se hacen en nosotros espíritu y vida (Juan 6,63).

Las palabras del Padrenuestro son orientaciones fundamentales para nuestra


existencia, pretenden conformarnos a imagen de Jesús. El significado del Padrenuestro va
más allá de la comunicación de palabras para rezar. Quiere formar nuestro ser, quiere
ejercitarnos en los mismos sentimientos de Jesús (cf Flp 2, 5). Por eso, no debemos
repetirla mecánicamente, sino con el corazón, meditando pausadamente lo que decimos y
reconociendo el compromiso que implica para nosotros el repetir cada frase de esta
oración cristiana fundamental.
La estructura del Padrenuestro tal como nos lo ha transmitido Mateo consta de
una invocación inicial y siete peticiones. Las tres primeras peticiones del Padrenuestro se
articulan en torno al “Tú” y se refieren a la causa misma de Dios en la tierra, tienen por
objeto la Gloria del Padre: la santificación de su Nombre, la venida de su Reino y el
cumplimiento de su voluntad. Las cuatro peticiones siguientes se articulan en torno al
“nosotros” y tratan de nuestras esperanzas, necesidades y dificultades, pidiendo incluso
por la victoria en el combate del bien sobre el mal.

De este modo, en el Padrenuestro, al igual que en los mandamientos, se afirma en


primer lugar la primacía de Dios. El Padrenuestro comienza con Dios y, a partir de Él, nos
lleva por el camino de ser hombres.

A continuación, nos referiremos a cada frase de la oración que Jesús nos enseñó:

1. "Padre nuestro que estás en el cielo”

Padre
Las primeras palabras de la Oración del Señor son una bendición de adoración,
antes de ser una imploración. Porque la gloria de Dios es que nosotros le reconozcamos
como "Padre", Dios verdadero.

El Padrenuestro comienza con un gran consuelo; podemos decirle a Dios, Padre.


La expresión Dios Padre no había sido revelada jamás a nadie. Cuando Moisés preguntó a
Dios quién era Él, oyó el nombre de Yahvé, que traducido significa “Yo soy el que soy”.
Cuando Él quiere manifestar algo de su misterio lo proceden el fuego fulgurante, la
tempestad y los truenos, figuras que escondían a manera de una nube el misterio de Dios.
Nosotros, en cambio, podemos invocar a Dios como "Padre" porque nos lo ha revelado
el Hijo de Dios hecho hombre, en quien, por el Bautismo, somos incorporados y
adoptados como hijos de Dios.

Jesús trae una novedad radical. Para hablar con Dios, Jesús utiliza el término
arameo “Abba”, que usaban los niños pequeños para llamar a su Padre. Con esta forma de
comunicarse Jesús revela un rostro desconocido de Dios. El Dios lejano, que está en los
cielos, se hace cercano y compañero en la figura del Padre bondadoso que espera,
acompaña, protege y busca el bienestar de sus hijos. (Lc. 15, 11 ss). Jesús nos muestra que
a Dios no lo encontramos al margen de la vida, sino en medio de ella, a nuestro lado,
como un Padre que sufre y se desvela por sus hijos.

En la figura de Jesús sabemos quién es y cómo es Dios: “el que me ve a mí, ve al


Padre,” dice Jesús (Jn.14,8).
En su predicación y con su vida, Jesús nos muestra al Padre, un Padre que es fuente
de todo bien, que nos ama sin medida, infinitamente justo y misericordioso, un Padre que
nos da el don de todos los dones, lo único que necesitamos de verdad. Este don es Él
mismo que se nos da.

Padre es el que por amor comunica su propia vida. Al decir nosotros a Dios
“Padre” significa que tenemos experiencia de que hemos recibido esa vida, esa vida que es
el Espíritu de Dios que nos hace hijos. Uno que no se sienta hijo, que no sea hijo, no
puede decir Padre. Podrá decir Señor, podrá decir Dios, pero, para decir Padre, necesita
la experiencia del amor que Dios le tiene.

Ser hijo y poder llamar a Dios "Padre" es un gran honor y una seria
responsabilidad. Estamos llamados a ser sus hijos, a amarlo con un amor filial y a
demostrarlo con nuestras vidas y obras, como lo hizo Jesús. Este don gratuito de la
adopción exige, por nuestra parte, una conversión continua y una vida nueva. Orar a
nuestro Padre debe desarrollar en nosotros dos disposiciones fundamentales: el deseo y
la voluntad de asemejarnos a Él y un corazón humilde y confiado que nos hace volver a
ser como niños, con un corazón puro, transparente y necesitado de Dios Padre.

Padre Nuestro
El Señor nos enseña a orar en común con y por todos nuestros hermanos. Porque
Él no dice “Padre mío”, sino “Padre nuestro que estás en el cielo”, a fin de que nuestra fe sea
expresada en comunidad; debemos considerarnos miembros de una comunidad que es la
Iglesia.

Decimos, de hecho, Padre «nuestro», porque la Iglesia de Cristo es la comunión de


una multitud de hermanos, que tienen «un solo corazón y una sola alma» (Hch 4, 32). Rezar
el Padrenuestro es orar con todos los hombres y en favor de la entera humanidad, a fin de
que todos conozcan al único y verdadero Dios y se reúnan en la unidad.

Para que el adjetivo nuestro se diga en verdad, (Mateo 5,23-24) debemos tratarnos
como hermanos, hijos de un mismo Padre y superar nuestras divisiones y conflictos.

Que estás en el cielo


El cielo no designa un lugar físico, tampoco indica lejanía. El cielo es una metáfora.
No hay un espacio arriba y otro abajo. Los antiguos ponían lo sublime, lo elevado en la
altura. También nosotros, instintivamente. Hoy, lo importante, lo bueno, decimos que es
“profundo”, cosa que también es metafórica. Instintivamente usamos unas u otras
metáforas. Según las épocas, unas predominan sobre otras. Entonces se usaba alto y bajo.
Por tanto el cielo, que es lo más alto, es símbolo de la excelencia y de, lo que llamamos en
un lenguaje más teológico, la trascendencia divina. Es decir, que a Dios no se le alcanza, no
se le ve, es un ser que está por encima de todas nuestras categorías.

Ese es el cielo del Padrenuestro. El Padre está en el cielo, significa su excelencia


extraordinaria. De manera que no le podemos dar sentido espacial, como hicieron, para
ridiculizarlo, aquellos primeros astronautas, que dijeron: hemos viajado por el espacio y no
hemos encontrado a Dios. Como ya dijimos, la expresión bíblica «cielo» no indica
un lugar, sino un modo de ser: Dios está más allá y por encima de todo; la expresión
designa la majestad, la santidad de Dios, y también su presencia en el corazón de los
justos. Cada vez que vivimos los valores del Reino de Dios, estamos en armonía con el
cielo.

Para reflexionar:
 ¿Mi relación personal con Dios, es la de un hijo con su Padre, en cuanto a
amarlo como Padre, sentir dolor si lo ofendo, escucharlo y conversar con
Él, dejarme guiar por Él, obedecerle, confiar en El, buscar estar con El?
¿Concretamente, cómo puedo mejorar en mi relación filial con Dios?

 ¿Durante el día, en cada una de mis acciones, vivo como hijo de Dios o
separo fe y vida?

 ¿Siento que formo parte de la familia de Dios, o más bien vivo mi fe en


forma individualista? ¿En qué se nota?

2. “Santificado sea tu nombre”


Esta es la primera petición. Que tu nombre sea santificado, es decir, que tu nombre
sea reconocido. La misma frase está en la 1ª carta de Pedro, en el Nuevo Testamento, donde
se dice, en medio de la persecución: “vosotros, en vuestro corazón, santificad al Mesías como
Señor”, es decir, reconoced al Mesías como Señor. Se trata de un reconocimiento. Lo que se pide
es una cosa pública.

¿Cuál es el nombre que pedimos sea santificado, sea reconocido? El nombre se refiere al
que acabamos de pronunciar: Padre. Es la primera petición. Que la humanidad comprenda
que tú eres Padre.

Nosotros ya conocemos que Dios es Padre, hemos experimentado su amor,


vivimos de esa vida que nos ha comunicado. Nacen de esa experiencia. Entonces esa
experiencia se traduce en deseo. El deseo de que la humanidad conozca esto. Y
desemboca en el compromiso. Y tenemos que hacer lo que podamos para que esto se
verifique. De manera que nace de la experiencia, que hace surgir el deseo y desemboca en
el compromiso. Así, cada vez que expresamos “santificado sea tu Nombre” nos
deberíamos comprometer con la acción misionera de darlo a conocer.

Esta es la responsabilidad del que reza el Padrenuestro: santificar al Padre con


su propia vida, con su propio comportamiento, con su propia santidad. Nuestra
persona debe irradiar la presencia de Dios.

Que su Nombre sea santificado depende inseparablemente de nuestra vida


y de nuestra oración. Si nosotros vivimos de acuerdo a sus enseñanzas, el nombre de Dios
es bendecido. Por eso rogamos a Dios que nos ayude a ser santos como Él es santo.

Para reflexionar:
• ¿Que estoy haciendo para que otros conozcan a Dios y le reconozcan como
Padre?

• ¿Cómo puedo santificar el nombre del Señor en mi vida diaria?

3. “Venga a nosotros tu Reino”

Con esta petición reconocemos en primer lugar la primacía de Dios: donde Él no


está, nada puede ser bueno. En este sentido, el Señor nos dice: “Buscad ante todo el reino
de Dios y su justicia; lo demás se os dará por añadidura” (Mt. 6,33). Con estas palabras se
establece un orden de prioridades para el obrar humano, para nuestra actitud en la vida
diaria: buscar y amar primero a Dios.
Pues bien, Jesús es el Reino de Dios en persona; donde Él está, está el Reino de
Dios. Así,
Jesús establece una prioridad determinante: Reino de Dios quiere decir “soberanía
de Dios”. Jesús nos enseña aquí a pedir lo realmente esencial, que Dios reine en el
corazón de cada uno de nosotros, pedimos la comunión con Jesucristo, que cada vez
seamos más “uno” con Él. Es la petición del seguimiento verdadero de Jesús. Rezar por el
Reino de Dios significa decir a Jesús: ¡Déjanos ser tuyos, Señor! Vive en nosotros; reúne
en tu cuerpo a la humanidad dispersa para que en ti todo quede sometido a Dios.

Especialmente por la Eucaristía, el Reino de Dios está ya entre nosotros. Es el


mismo Cristo que el Padre nos envía, y su reinado en nuestras vidas depende del grado de
aceptación y cooperación que tengamos a su mensaje.
Al decir “venga a nosotros tu Reino” estamos pidiendo que el Reino de Dios se haga
realidad entre nosotros, que llegue su justicia, que se imponga en el mundo su señorío.
Pedimos que transforme la realidad entera del mundo y la vida material, espiritual y social
de los hombres para que sea más conforme con los designios de Dios nuestro Padre.

Entrar en el Reino de Dios exige adoptar una actitud de “niños”, con un corazón
dócil para que sea Dios quien reine en nuestro corazón y no nosotros; actitud de niños
que acogen al Padre, pues “de ellos es el Reino de Dios” (Lucas 6,20). Exige también vivir
con el espíritu de las Bienaventuranzas.

El anhelo del Reino de Dios impulsa y compromete a trabajar para que


ese Reino de Dios sea acogido. Para que Jesús sea conocido y amado por todos. El
Reino se hace concreto cuando vivimos el amor de Dios.

Debemos buscar ese Reino y conservarlo como un tesoro en nuestro


interior, desarrollarlo y difundirlo a los demás: “Hagan, pues que brille su luz ante los
hombres; que vean sus buenas obras, y por ello den gloria al Padre de ustedes que está en los
cielos” (Mateo 5,16).

Para reflexionar:
 ¿Qué actitudes o acciones concretas me ayudan a que Jesús reine en mi
corazón y con cuáles lo saco de mi corazón, relegándolo a veces a un segundo
plano?

 ¿Busco y anhelo unirme al Señor presente en la Eucaristía?

4. “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”

En esta petición aparecen 2 cosas claras:


1. Existe una voluntad de Dios para nosotros que debe convertirse en el
criterio de nuestro querer y de nuestro ser.

Si bien algunos creen tener mucha fe porque constantemente esperan de Dios que
solucione sus proyectos, los hijos de Dios elevan su espíritu hacia Él para que la voluntad
de Dios pase a ser su propia voluntad.
No invocamos a Dios para que Él cambie y cumpla, de todas maneras, nuestros
deseos, sino para que nosotros cambiemos y escuchemos los deseos de Dios. En otras
palabras, no le pedimos a Dios que cambie su voluntad para hacer la nuestra, sino le
pedimos que se haga su voluntad, que es en definitiva, nuestro verdadero bien. Entonces,
el decir, “hágase tu voluntad”, conlleva una gran confianza en Dios, quien como Padre sabe
lo que es bueno para nosotros.

Cuando decimos ‘hágase tu voluntad’, estamos pidiendo nuestra salvación, pues la


voluntad de Dios, nuestro Padre, es “que todos los hombres se salven y lleguen al
conocimiento pleno de la verdad” (1Timoteo 2,3-4).

2. La característica del “cielo” es que allí se cumple indefectiblemente la


voluntad de Dios o, con otras palabras, que allí donde se cumple la
voluntad de Dios está el cielo.

La esencia del “cielo” es ser una sola cosa con la voluntad de Dios. La tierra se
convierte en “cielo” en la medida en que en ella se cumple la voluntad de Dios, mientras
que es solamente “tierra”, polo opuesto del cielo, en la medida en que se sustrae a la
voluntad de Dios. Por eso pedimos, que las cosas vayan en la tierra como van en el cielo,
que la tierra se convierta en “cielo”.

Pero, ¿qué significa “voluntad de Dios”? ¿Cómo sabemos cuál es la


voluntad de Dios? y ¿Cómo podemos cumplirla?
Las Sagradas Escrituras parten del presupuesto de que el hombre, en lo más
íntimo, conoce la voluntad de Dios, que hay una comunión de saber con Dios
profundamente inscrita en nosotros y que llamamos conciencia. Por ser creados “a
imagen de Dios”, a través de nuestra conciencia podemos conocer la voluntad de Dios, sin
embargo, en el curso de la historia, esta comunión con el saber de Dios se ha ido
oscureciendo por el pecado y por todos los prejuicios que han entrado en nosotros.

Y por eso, Dios nos ha hablado de nuevo en la historia, con palabras que nos llegan
desde el exterior, mediante los 10 mandamientos, para ayudar a nuestro conocimiento
interior que se había nublado demasiado. El Decálogo es la voluntad de Dios que se
revela para ordenar la vida del hombre, su convivencia con Dios y con el prójimo. Es
voluntad de Dios hecha Palabra, para enseñar y guiar al hombre, Palabra que muestra el
camino a la salvación. Es como las vías del tren que le obligan a ir por un camino, pero
ayudan al tren a avanzar y a llegar. Le impiden que se despeñe.

La dificultad que muchos de nosotros experimentamos en cuanto al tema, no es


tanto si cumplimos o no la Voluntad de Dios, sino si sabemos cuál es Su Voluntad para
nosotros.
A pesar de ello, podemos estar seguros que algunas cosas sí son definitivamente
parte del Plan de Dios para nosotros, como por ejemplo:
Los Mandamientos, los Preceptos de la Iglesia, los deberes de nuestro estado de vida, la
obediencia a la autoridad civil, familiar y eclesial y el Mandamiento nuevo dado por Jesús:
el amor a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos,
mandamiento que contiene y resume al Decálogo.

Como ya dijimos, los mandamientos son parte de la voluntad de Dios. Aquí no hay
duda de lo que quiere de nosotros. Además, las pruebas de la vida diaria, el mal, el
sufrimiento, etc., son parte de lo que Dios permite como Su voluntad, obteniendo
siempre de ello un bien mayor.

Tal vez, nuestro mayor problema está en cómo conocer la voluntad de Dios ante
las decisiones que tomamos en nuestra vida cotidiana. Algunas ideas que pueden servirnos
de guía pueden ser: ver si la decisión que tomamos honra y da gloria a Dios, cómo afecta
nuestra relación con Él y si estamos en paz con eso. También podríamos llegar a alguna
idea sobre la Voluntad de Dios con relación al trabajo, por los talentos que Dios nos ha
dado, pensando: ¿qué clase de trabajo es el que mejor hago y el que me hace feliz?

Las Escrituras están llenas de revelaciones que nos dicen como el Padre quiere que
pensemos y actuemos en toda circunstancia. En las Escrituras podemos ver de muchas
maneras sencillas, exactamente lo que el Padre espera de nosotros. Todas estas son
manifestaciones directas de la Voluntad de Dios en nuestra vida cotidiana. Veamos algunos
ejemplos:
- "Ama a tus enemigos, haz el bien a aquellos que te odian, bendice a los que te maldicen,
ora por los que te tratan mal" (Lc 6,27-35).
- "Sé compasivo como vuestro Padre es compasivo. No juzgues y no serás juzgado, no
condenes y no serás condenado" (Lc 6,36-38).
- "Les digo solemnemente, si no se hacen como niños no entrarán al Reino de Dios" (Lc
18,17).
- "Es la Voluntad de mi Padre, que quien ve al Hijo y cree en Él, tendrá vida eterna" (Jn.
6,40).
- "Aprendan de mí que mi yugo es suave, porque soy humilde de corazón" (Mt. 11,29).

Jesús nos enseña que no se entra en el reino de los cielos diciendo «Señor, Señor»,
sino haciendo «la voluntad de su Padre que está en el cielo» (cf. Mt 7, 21).

Muchos se hacen la pregunta: ¿Cómo sé cuál es la Voluntad de Dios para mí? La


respuesta es simple: Si sucede, es voluntad de Dios, ya sea que lo ordene o lo
permita. Nada nos sucede si Él no lo ha visto de antemano, teniendo en cuenta el bien que
se obtendrá de ello. San Arnoldo Janssen nos enseña a confiar en la guía providencial de
Dios, cuando señala: “Es consolador darse cuenta de que en este mundo ningún mal es
posible sin ser permitido por Dios, y que a fin de cuentas, Él está dirigiendo todo”.

No hay manual ni reglas a seguir para conocer la Voluntad de Dios en nuestras


decisiones. El intelecto dado por el Padre y el discernimiento dado por el Espíritu que está
en nuestros corazones, nos darán las herramientas necesarias para que nuestras
decisiones sean mejores; aunque a veces Su Voluntad permita que fracasemos, para
ejercitar nuestra fe, incrementar nuestra esperanza y descubrirlo como nuestro amigo en
tiempos de necesidad.

No es posible decir de corazón: ‘hágase tu voluntad’ sin adoptar una


postura de obediencia al Padre en la vida diaria. Esta obediencia no siempre es fácil.
También Jesús experimentó en su propia carne lo duro que es, a veces, mantenerse fiel a
la voluntad del Padre. El autor de la carta a los Hebreos lo insinúa cuando escribe: “Aún
siendo Hijo, sufriendo aprendió a obedecer” (Hebreos 5,8).

Debemos imitar a Jesús que vivió la obediencia hasta la muerte. ¡Hágase tu voluntad,
Señor! Que difícil es decir eso con plena convicción, cuando no es lo que nosotros
tenemos contemplado, en el sufrimiento, la soledad, el abandono. Debemos abrir nuestra
mente y nuestro corazón hacia Él, aprender a confiar que los caminos que Dios ha
preparado para nosotros, son mejores que los que nosotros hemos planeado recorrer.

Pero conocer y cumplir la voluntad del Padre no puede ser fruto sólo de
nuestro esfuerzo. Es Dios quien nos ayuda a realizarla. “Dios es quien obra en
nosotros el querer y el actuar”, nos dice San Pablo escribiendo a los Filipenses (2, 13).
Únicamente con nuestras fuerzas no podemos nada. Por eso le pedimos que sea Él quien
cumpla su voluntad en nosotros. Por la oración, podemos «distinguir cuál es la voluntad de
Dios» (Rm 12, 2), y obtener «constancia para cumplirla» (Hb 10, 36).

Para reflexionar:
• ¿He sentido alguna vez que he intentado manipular la voluntad de Dios?

• ¿Me rebelo contra Dios cuando me pasa algo que no me gusta o que me hace
sufrir?

• ¿Tengo momentos de oración y de silencio para descubrir el llamado de Dios


(vocación) ya sea a la vida religiosa o al matrimonio? ¿Busco en la oración
conocer la voluntad de Dios frente a mis decisiones de la vida diaria?
• ¿Cómo podemos educar nuestra conciencia para conocer mejor la voluntad de
Dios en cada situación?

5. “Danos hoy nuestro pan de cada día”

El hombre moderno cree que toda su prosperidad material depende de su


esfuerzo. La Biblia, en cambio, afirma que todo depende a la vez de Dios y del hombre.

La palabra “danos” refleja la confianza de los hijos que esperan todo de su Padre.
Nosotros somos como niños en las manos de Dios. El Padre que nos da la vida no puede
dejar de darnos el alimento necesario para ella, todos los bienes convenientes, materiales
y espirituales.

Esta confianza no nos impone ninguna pasividad, sino que quiere librarnos de toda
inquietud agobiante y de toda preocupación, ya que a los que buscan el Reino y la justicia
de Dios, Él promete darles todo por añadidura. San Benito decía: “Orad como si todo
dependiese de Dios y trabajad como si todo dependiese de vosotros”. Después de
realizado nuestro trabajo, el alimento continúa siendo don de nuestro Padre; es bueno
pedírselo, dándole gracias por él. Éste es el sentido de la bendición de la mesa en una
familia cristiana.

Los Padres de la Iglesia han interpretado casi unánimemente la cuarta petición del
Padrenuestro como la petición de la Eucaristía. Puesto que «no sólo de pan vive el hombre,
sino de todo lo que sale de la boca de Dios» (Mt 4, 4), la petición sobre el pan cotidiano se
refiere igualmente al hambre de la Palabra de Dios y del Cuerpo de Cristo, recibido en la
Eucaristía, así como al hambre del Espíritu Santo. Lo pedimos, con una confianza absoluta,
para hoy, el hoy de Dios: y esto se nos concede, sobre todo, en la Eucaristía, que anticipa
el banquete del Reino venidero.

Esta petición debe ser condicional, esto es, unida a la anterior a la que pedimos que
se haga la voluntad de Dios en todas las cosas. Así pedimos aquí que nos dé el pan de cada
día, si así es su santa voluntad. Incondicional debe ser esta petición sólo cuando la
referimos al pan de la divina gracia que diariamente necesitamos, o al pan de la Hostia
divina.

Esta petición tiene una dimensión comunitaria, se habla de “nuestro pan”.


También aquí oramos como hermanos, en la comunión de los hijos de Dios y por eso,
nadie puede pensar sólo en sí mismo. Esta petición entraña compartir los bienes, invita a
comunicar y compartir bienes materiales y espirituales, no por la fuerza sino por amor,
para que la abundancia de unos remedie las necesidades de otros.

Para reflexionar:
• ¿Siento necesidad del alimento espiritual? ¿Comulgo frecuentemente y en forma
digna?

• Comenta el siguiente caso:


La señora María es viuda y madre de 3 niños, trabaja de costurera de lunes a
domingo. Una persona le manda a arreglar una prenda de vestir y la señora
María le dice que se la podría tener lista para el domingo, ante lo cual, esta
persona le contestó “en broma” si estaría lista antes o después de la Misa. La
Señora María respondió: “no tengo tiempo para ir a Misa, necesito trabajar.”
¿Qué opinas de esa respuesta? ¿Qué crees que le respondería Jesús a la Señora
María?

6. “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos


a los que nos ofenden”

Aún revestidos por el bautismo, no dejamos de pecar, de separarnos de Dios.


Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo y nos
reconocemos pecadores. Nuestra petición empieza con una "confesión" en la que
afirmamos al mismo tiempo nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra
esperanza es firme porque, en su Hijo, "tenemos la redención, la remisión de nuestros
pecados" (Colosenses 1,14; Efesios 1,7).

La quinta petición presupone un mundo en el que existen ofensas entre los hombres
y ofensas a Dios. Con esta petición el Señor nos dice: la ofensa sólo se puede superar
mediante el perdón, no a través de la venganza.

Ahora bien, nuestra petición será atendida a condición de que nosotros, antes,
hayamos, por nuestra parte, perdonado (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica,
N° 594). Se trata de la única petición del Padrenuestro que lleva una condición. Se pide
que Dios nos perdone, pero porque cumplimos nosotros esa condición. De manera que
nosotros aseguramos que hemos cumplido la condición, y así le pedimos que nos perdone.

¿Dios no nos perdonaría, si nosotros no perdonáramos a los demás? No. Lo dice


clarísimamente el Señor inmediatamente después del Padrenuestro: "si ustedes perdonan a
los hombres sus ofensas, también el Padre celestial les perdonará a ustedes. Pero si ustedes no
perdonan a los demás, tampoco el Padre les perdonará a ustedes” (Mt. 6, 14-15). ¿Por qué?
Porque si yo me cierro al amor, no puedo recibir amor. El perdón es una de las
manifestaciones del amor.

Es el perdón de Dios el que suscita en nosotros la capacidad de perdonar. Quien


acepta el perdón de Dios, se transforma y vive perdonando. Por el contrario, quien guarda
rencor y sigue pidiendo cuentas a los demás, es que no se ha transformado y no ha
acogido el perdón de Dios.

Cuando perdonamos al que nos ofendió, realmente no le hacemos ningún regalo ni


ganamos grandes cosas. Solamente nos liberamos a nosotros mismos de un rencor que
nos envenena por dentro.

Nuestra petición no puede ser hipócrita. No podemos resistirnos a perdonar


precisamente cuando estamos invocando para nosotros la misericordia de Dios. Al
negarse a perdonar a nuestros hermanos, el corazón se cierra y su dureza lo hace
impermeable al amor misericordioso del Padre. En la confesión del propio pecado, el
corazón se abre a su gracia.

Sólo el Espíritu puede hacer nuestros los sentimientos que hubo en Cristo Jesús.
No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece
al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria, transformando la
ofensa en intercesión.

El perdón cristiano no tiene límites, debe perdonar “hasta setenta veces siete”
(Mateo 18,22), es decir, siempre. Llega hasta el perdón del enemigo y transfigura al
discípulo, configurándolo con su Maestro. Por eso, el perdón es la cumbre de la oración
cristiana y la condición fundamental para la reconciliación de los hijos de Dios.

Para reflexionar:
• ¿Me acerco con frecuencia al Sacramento de la Reconciliación? ¿Por qué?

• ¿Me cuesta perdonar? ¿Espero que me pidan perdón para perdonar?

• ¿Me cuesta pedir perdón? ¿por qué?


7. “No nos dejes caer en tentación”
Esta petición es la única que se realiza en negativo. Después de elevar nuestra voz
al Padre, sentimos el peso de nuestras propias limitaciones. Con los pies bien puestos
sobre la tierra reconocemos que es duro y difícil ser consecuente con lo que hemos
pedido. Seguir a Jesús, pidiendo por el Reino, y buscando su concreción en este mundo,
puede ser muchas veces un trago amargo. Sentimos la tentación de bajar los brazos, de
escatimar esfuerzos, de convencernos con justificaciones, de crearnos “un dios” menos
exigente, o simplemente, de cerrar los ojos y los oídos, y seguir nuestro propio camino.
La tentación existe, Jesús es testigo de su permanente actualidad. En su vida conoció la
tentación de decir no a la voluntad del Padre. De dar vuelta la cara a su proyecto. A fuerza
de oración, entrega y fe, salió adelante y marcó el camino. No pedimos no tener
tentaciones. Son parte de la vida. Pedimos fuerza, coraje y perseverancia para no dejarnos
arrastrar por ellas y olvidar la causa del Padre: el Reino.

Debemos distinguir entre "ser tentado" y "consentir" en la tentación. En esta


petición no pedimos no ser tentados, sino no caer en la tentación.

Es importante aclarar que Dios no nos tienta. De hecho el apóstol Santiago nos
dice: “Cuando alguien se ve tentado, no diga que Dios lo tienta; Dios no conoce la tentación al
mal y él no tienta a nadie” (1,13). La tentación viene del diablo: “Jesús fue llevado al desierto
por el Espíritu para ser tentado por el diablo” (Mt.4, 1).

El hombre necesita de la prueba para madurar, para unirse profundamente con la


voluntad de Dios. Igual que el zumo de la uva tiene que fermentar para convertirse en
vino de calidad, el hombre necesita pasar por purificaciones que son peligrosas para él y
en las que puede caer, pero que son el camino indispensable para llegar a sí mismo y a
Dios. El amor es siempre un proceso de purificación, de renuncias, de transformaciones
dolorosas en nosotros mismos y, así, un camino hacia la madurez.

Podríamos decir que con esta petición del Padrenuestro decimos a Dios: “Se que
necesito pruebas para que mi ser se purifique. Si dispones estas pruebas sobre mí, si das
una cierta libertad al Maligno, piensa por favor, en lo limitado de mis fuerzas. No me creas
demasiado capaz. Establece unos límites que no sean excesivos, dentro de los cuales yo
puedo ser tentado, y mantente cerca, con tu mano protectora cuando la prueba sea
desmedidamente ardua para mí”.

Así, pronunciamos la sexta petición del Padrenuestro con la confiada certeza que
San Pablo nos ofrece en sus palabras: “Dios es fiel y no permitirá que sean tentados por
encima de sus fuerzas; al contrario, con la tentación les dará fuerzas suficientes para resistir a
ella” (1Co10, 13).
Este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. La exhortación de
Jesús es clara: “velen y oren en todo tiempo, para que sean liberados de todo lo que ha de venir
y puedan presentarse sin temor ante el Hijo del Hombre” (Lucas 21,36).

¿Cuáles son esas tentaciones en las que le pedimos a Dios que no nos
deje caer?
Mateo ya había hablado de tentación cuando Jesús estaba en el desierto. Allí
aparece el tentador que tienta a Jesús.

Son tres las tentaciones de Jesús, que pueden ser también hoy las tentaciones de
nosotros, sus discípulos. En ellas aparece claro el núcleo de toda tentación: apartar a
Dios quien, ante todo lo que parece más urgente en nuestra vida, pasa a ser
algo secundario o incluso superfluo y molesto. Poner orden en nuestro mundo
por nosotros solos, sin Dios, contando únicamente con nuestras propias
capacidades, reconocer como verdaderas sólo las realidades políticas y
materiales y dejar a Dios de lado como algo ilusorio.

¿Qué debe hacer el Salvador del mundo o qué no debe hacer?: esta es la
cuestión de fondo en las tentaciones de Jesús.

Las tentaciones de Jesús pueden ser las tentaciones de todo ser humano, contienen
la materia de todo tipo de pecado y se dan en 3 niveles básicos:

1. Prescindir de Dios o relegarlo a un segundo plano, anteponiendo a Él,


nuestras necesidades materiales básicas.
La primera tentación dice: "Si eres Hijo de Dios, ordena que estas piedras se conviertan
en pan”. Pero Jesús respondió: Dice la Escritura: “No sólo de pan vive el hombre, sino de
toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mt.4, 3-4).

Cuando a Dios se le da una importancia secundaria, cuando se le puede dejar de


lado temporal o permanentemente en nombre de “asuntos más importantes”,
entonces fracasan precisamente estas cosas presuntamente más importantes.
Igualmente, caemos en esta tentación cuando dejamos de lado el plan de Dios y su
voluntad para hacer lo que “a nuestro juicio” conviene (ateísmo práctico).

2. Deseo de prestigio y vanidad


En la segunda tentación el diablo sube a Jesús al alero del templo y le dice: “Si eres
Hijo de Dios, tírate abajo, que ya está escrito: Dios dará órdenes a sus ángeles y te llevarán
en sus manos para que tus pies no tropiecen en piedra alguna. Jesús replicó: Dice también la
Escritura: No tentarás al Señor tu Dios” (Mt.4, 5-7).
Induce a Jesús a la vanidad y a la soberbia, moviéndole a que pida a Dios un milagro
innecesario: que se lance desde el pináculo del Templo para que la espectacular
intervención divina le dé un inmenso prestigio. Es una clara tentación contra la
humildad propia del Mesías.

3. Divinizar el poder y el bienestar


“El diablo llevó a Jesús a un monte muy alto y le mostró todas las naciones del mundo con
todas sus grandezas y maravillas. Y le dijo: ‘te daré todo esto si te arrodillas y me adoras’.
Jesús le dijo: ‘Aléjate, Satanás, porque dice la Escritura: Adorarás al Señor tu Dios, y a Él solo
servirás’” (Mt.4, 8-10).
La tercera tentación consiste en creer que el bien del hombre está en el poder y en el
bienestar y no en Dios. Esta tentación se refiere a la ambición de poder y de bienestar.

Para reflexionar:
• ¿Tengo claramente identificadas cuáles son mis debilidades, limitaciones o pecados
que son reiterativos en mí? ¿Qué puedo hacer para superarme en este aspecto?

• ¿Puedo mencionar aquellas tentaciones a las que me enfrento con más frecuencia?

• ¿Pido la ayuda de Dios en los momentos de tentación?

• ¿Evito los momentos de tentación que en el pasado me han hecho caer en pecado?

8. “Y líbranos del mal”

La última petición del Padrenuestro retoma otra vez la penúltima y la pone en


positivo; en este sentido, hay una estrecha relación entre ambas. Si en la penúltima
petición predominaba el “no” (no dar al Maligno más fuerza de lo soportable), en la última
petición nos presentamos al Padre con la esperanza fundamental de nuestra fe. “Sálvanos,
redímenos, líbranos”. Es, al fin y al cabo, la petición de la redención. El mal del que aquí se
habla puede referirse al “mal” impersonal o bien al “Maligno”. En el fondo, ambos
significados son inseparables.

En esta petición, pedimos al Padre que nos libre de las amenazas que vemos venir
sobre nosotros: los poderes del mercado, del tráfico de armas, de drogas y de personas.
También de la ideología del éxito y del bienestar que nos dice: Dios es tan solo una
ficción, solo nos hace perder tiempo y nos quita el placer de vivir. ¡No te ocupes de Él!
¡Intenta disfrutar de la vida todo lo que puedas!

El Padrenuestro en su conjunto, y esta petición en concreto, nos quieren decir:


cuando hayas perdido a Dios, te habrás perdido a ti mismo. Por eso pedimos desde lo más
hondo, que no se nos arranque la fe que nos permite ver a Dios, que nos une a
Cristo. Pedimos que, por los bienes, no perdamos el Bien mismo; y que tampoco en la
pérdida de bienes se pierda para nosotros el Bien, Dios; que no nos perdamos nosotros:
¡líbranos del mal!

Pero también podemos y debemos pedir al Señor que nos libere de


todos los males que hacen la vida casi insoportable, de los males, presentes,
pasados y futuros. En esta última petición, la Iglesia en su Liturgia, presenta al Padre todas
las desdichas del mundo: “Líbranos de todos los males, Señor, y concédenos la paz en
nuestros días, para que, ayudados por tu misericordia, vivamos siempre libres de pecado y
protegidos de toda perturbación, mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro
Salvador Jesucristo” (MR, Embolismo).

“Cuando decimos ‘líbranos del mal’ no queda nada más que pudiéramos pedir”
(Cipriano). Una vez que hemos obtenido la protección pedida contra el mal, estamos
seguros y protegidos de todo lo que el mundo y el demonio puedan hacernos. ¿Qué
temor puede acechar en el mundo a aquel cuyo protector es Dios mismo? Es la misma
confianza que San Pablo expresó tan maravillosamente: “Si Dios está con nosotros, ¿quién
estará contra nosotros?”……¿Quien podrá apartarnos del amor de Cristo? ¿La aflicción, la
angustia, la persecución, el hambre, la desnudez, el peligro, la espada?......Pero en todo esto
venceremos fácilmente por Aquel que nos ha amado (Rm. 8, 31; 35-37).

La victoria sobre el “príncipe de este mundo” (Juan 14,30) se adquirió de una vez por
todas en la hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida.

Quien pide la liberación del mal debe estar dispuesto a luchar contra él con todas
sus fuerzas. Para San Pablo, sólo hay una manera de luchar contra el mal, y es
hacer el bien: “No te dejes vencer por el mal, vence al mal a fuerza de bien” (Romanos
12,21).

“Amén”
Nuestro “amén” al final del Padre Nuestro sirve para reforzar y reafirmar lo que ha
salido de nuestros labios. Hemos pronunciado desde dentro la oración enseñada por
Jesús. Ahora, al terminarla, decimos: “Sí, así es, que así sea, así quiero vivir”. Con
una confianza total en Dios, nuestro Padre, glorificando su nombre, acogiendo su Reino,
haciendo su voluntad, recibiendo de Él el pan, el perdón y la fuerza para vencer el mal.

IV. Compromiso

Como hemos podido ver, en cada frase del Padrenuestro que pronunciamos, hay
implícito un compromiso de nuestra parte:

- Tener el deseo y la voluntad de asemejarnos a nuestro Padre.


- Tener un corazón de niños, humilde y confiado.
- Superar las divisiones y los conflictos entre nosotros.
- Vivir el amor de Dios para que su Reino se haga concreto en nosotros.
- Imitar a Jesús que experimentó la obediencia hasta la muerte, aceptando siempre
la voluntad del Padre.
- Comunicar y compartir tanto los bienes materiales como espirituales, anunciando
el Evangelio a los que no lo conocen.
- Perdonar a los que nos ofenden.
- Ser perseverantes en la oración para no caer en la tentación.
- Luchar contra el mal haciendo el bien.

Preocupémonos siempre de rezar el Padrenuestro detenidamente, meditando lo


que estamos diciendo en cada frase.
Oración final

Gracias Padre, porque en Cristo Jesús


nos revelaste el recóndito misterio
de tu insondable amor.
Porque enviaste a tu Hijo
para que Él nos diera a conocer tu nombre
y mostrara tu rostro;
para que pudiéramos coger tu mano
y la besáramos
y no tuviésemos miedo
y te amáramos
como los niños aman a su padre.

Espíritu Santo,
ven a nuestro corazón,
ilumina nuestros ojos
para mirar hacia el Padre.
Enciende en nuestra alma
el fuego de un amor filial y sencillo;
que con todo nuestro ser
podamos decir:
¡Abbá, Padre!
¡Padre Nuestro!

You might also like