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Capítulo I

La primera abogada que consulté sobre mi caso advirtió que terminaría en la


cárcel, sentí una puñalada en mi pulmón, miraba directamente a mis ojos
como petrificada, creí que al retirarme del pasillo me esperaban policías
regordetes con esposas y armas en sus grasosas manos. En los contiguos
estudios jurídicos la conclusión era la misma.
—Seis denuncias por hurto agravado. Pena privativa de libertad por lo
menos de tres a cinco años. No prevalece tu argumento que no hiciste daño
a nadie por robar en tiendas. El delito es el mismo, y se castiga tan igual
como en otras modalidades.

Dos señoras de aspecto humilde que hacían fila para ser atendidas me
observaban, me escrutaban y sus miradas me clavaban en la piel. Imaginé
sus críticas insignificantes de progresar honradamente. Recordé que a nadie
le importaba, en esos ojos residía la mentira y una fantasía decorada con
promesas, unas fétidas ideas sobre su lugar en el mundo. Trabajar, consumir,
tener hijos, educarlos y en esos pasos encontrarían alguna esperanza. Todos
los correctos y cuerdos querían mi cuerpo dentro de la prisión. Traté de no
hundirme en la mierda que me anticipaban. -Putos mentirosos-. Los peores
delincuentes son los policías y los abogados. Yo quiero seguir la senda del
nihilismo, descreer de todo lo que me rodeaba, incluso del trabajo, la ley y
el progreso humano.

Me encontraba en el juzgado de paz de Villa María, por motivos


desconocidos no llegó a tiempo el oficio del INPE dando orden a los
trabajos comunitarios que debía cumplir como reparación civil. Una malsana
duda se internó en mi. -Quizá no llega porque me van a encarcelar-. En el
pasillo a la oficina del Juzgado de paz penal habían dos señoritas esperando
y un hombre con el gesto agazapado que los delincuentes deben tener ante
las autoridades. Hice mi parte del teatro y esperé.
El abogado de mesa de partes me indicó nuevamente que debía ir al INPE.
—Jefe, ¿y si estuviera requisitoriado? Tengo una vecina que esconde a
propósito las notificaciones de mi casa.
Esta función me era perezosa y aburrida. Toda mi vida deambulé criticando
la máquina torturadora que me obligaba a ser parte de la inmundicia,
abandonando todo cuanto empezaba. Siendo abandonado por muchos ¿y? -
Nada me importaba que no viniera de mis propias fauces- Yo era consciente
que no había lugar para mi, no lo había para nadie. Tan difícil era
trasmitirselo a los demás, luego de dos años de militar en el anarquismo
societista deduje que no había solución para nada. -En este mundo nada se
resuelve- La obediencia era el camino para llenar todas las dudas que el
individuo podía crear. Yo era consciente de que me estaba volviendo loco, y
obedecer me daba una gran flojera. Cuando por fin encuentro algo que me
divertía, el Estado busca aniquilar mi cuerpo y mi mente. Mi padre en la
cárcel no vería la luz, sentí que muchos de mis esfuerzos se iban a la mierda.
Quizá debía estar agradecido y no.
—No me corresponde a mi solucionar este problema. Acércate al INPE.

Parecía que a este abogado se le salía la panza al caminar. No iría al INPE,


mañana es la faena planificada con el grupo de Pedro. Al salir de la oficina
me atajaron los “jaladores" de los estudios jurídicos. Coincidentemente me
decían que conocían a un abogado penalista. Acaso leían los rostros de los
denunciados por delitos. Putos defensores de la ley y sus lacayos, a buena
hora abandoné esa carrera. -Al carajo todos ustedes, al carajo todo este
mundo- Algo tendría que hacer.

Me desplacé a la avenida para coger el bus, compré una cajetilla de cigarros


baratos en una tienducha al lado de mecánicos de autos. No quería ir a
ningún lado, fumaba, una, dos, tres.. recordé a Abigail fumando en el
cumpleaños de Limber, junto a Alonso, las demás chicas y chicos del barrio.
Qué dirían de mi en esta situación. Abigail parecía una chimenea humana,
Verónica vomitando, sus dos amigas de Limber que se las follaba, una le
maquillaba la cara en medio del baile; su otra amiga, aprovechando que
cuidábamos de Verónica mientras vomitaba el vodka dormida, ingresó al
baño con Limber. Las noches de Otoño fresco y liquidada por la ciudad era
divertida, no teníamos reglas, como tantos crepúsculos deliciosos. Esta selva
de cemento me está chupando la sangre. ¿De verdad me iba ir a la cárcel?
Solo por expropiarle a los que no les falta para comer. No quiero irme a la
cárcel, pensé en mis adentros, muy rendido, presenciando la variopinta
ciudad, impenetrable, como si fuese la última vez. Nimbado mi cielo por
demonios. ¡Carajo! Y aún no experimentaba otras modalidades mucho más
sofisticadas de expropiación. “¡Carajo! Al menos irme a la cárcel por delitos
más serios. Que vergüenza”, que vergüenza, pensé otra vez, prefería irme
adentro por atentar alguna infraestructura del Estado.

Caminaba sin dirección alguna, simplemente caminaba. Me sudaba el cuerpo


a pesar del creciente friecito. Me senté en frente de una cancha de deportes,
los estudiantes de aquel colegio color azul. Recuerdo que mamá vendía
sellos y gelatinógrafos a los profesores de ese colegio. Ingresé con ella
prendido de su mano. Mi mamá tenía el arte del habla. Una gran vendedora.
Vestía humildemente pero correcta, perfecta para su edad.

Veía a los estudiantes, me vi a mi mismo, saliendo del colegio “Virgen de


Lourdes” de Lurín. Me vi tomando el examen de admisión. Como siempre,
llegaba casi tarde y me faltaba borrador o tajador. Le pedí a mi compañero
que estaba delante de mí. No dudó, casi el mismo rostro de ahora, de
alguien que carecía de expresiones, no se sabía nunca si estaba triste, alegre,
hiperactivo o sediento. Limber, el primer amigo que hice en el colegio.

Nos trasladaron a distintas secciones y perdí su rastro. Ahora él viste de


hopper clásico, ni tan llamativo, corpulento, refinado y de apariencia un
caballero. Estudia Derecho cerca a casa, es el “chulito” de mi banda de
amigos. Limber siempre carga preservativos, coge el celular cada quince
minutos, logicamente. Toda esta mierda empezaba con él y me siento
orgulloso. Me siento orgulloso de Limber. En el colegio tuvo problemas de
depresión y ansiedad, consumía psicotrópicos y la pasaba solo. Tuvo un
romance con mi prima, nos hicimos más amigos. Al regresar de España fue
al primero que visité con todas las locuras que aprendí allá.

Y tenía tantos deseos de estar a solas, o conversar con Limber, con Sandro, y
los demás, como estos meses, en mi exilio. Durante meses pensaba en la
futilidad, el hastío, la inutilidad de la vida. Me había aislado y tenía pocos
amigos. Por el consumo de alcohol no recuerdo cuando fue la primera vez
que desvalijábamos mercancías en los supermercados en banda. Era más
astuto que robar al paso con arma, celulares de chiquillos
pequeñoburgueses. No importaba. Nos salíamos con las nuestras y sin
violencia, solo con el arte de engañar. Hacíamos yan quen pó fuera de los
super para decidir quién haría el papel más riesgoso, normalmente yo me
ofrecía, pero no era lo justo. La ciudad acorralándonos con sus colores
grises, parecíamos una banda de los Black Panthers, o de Joy División y me
sentía como Ian escribiendo poesías deprimentes con unas irremediables
ganas de suicidarme. Un canto ensordecedor del cielo arrasaba toda
normalidad. Limber vendía las drogas y tenía el “caño” de la coca. “Esto así
nomas no lo consigues”, decía. Mezclábamos las drogas con los finos licores,
y quizá los sedantes que imitaban a otras drogas que describiera Burroughs.
El delito une más a los amigos. Les recomendaría a todo el mundo cometer
delitos. Reí, agazapado, al recordar las palabras de Sandro una noche: “robar
para vender es razonable, ¿tragos?, y para comprar drogas. Mucha
delincuencia. Esto ya no es normal.”

Nuestras fiestas tampoco eran tan comunes. Laura llegó ebria con el amigo
de infancia de Anatoli que queríamos dormirlo. Iba con Verónica a comprar
las xanax y la reconocí, a media cuadra estaba la víctima, era
contraproducente que nos viera juntos. Le dije con señas que debía darse la
vuelta a la manzana. Verónica me miraba, indignada, dubitativa. Y yo:
tranquila, amiga, esto es algo que no comprenderás. El plan era que Laura lo
seduzca, le introduzca clonazepam y lo duerma, entonces, el botín era
nuestra en una pintoresca escena de estrategia para calcular la inocencia de
Laura en un teatro perfectamente planificado. Solo estábamos en el plan
Anatoli, Laura y yo; ésta llegó con una amiguita más para repensar la
maldad. Vestían relindo, últimamente Laura consumía drogas y alcohol
barato, su rostro palidecía por las preocupaciones que cargaba, tenía un hijo
y el padre del niño era un hijo de puta de esos que no debieron nacer.

Mucha gente no debió nacer, sinceramente.

Mientras conversaba con Abigail sobre sus historias, sobre mis amigos, en
que puede confiar a pesar de los años de distancia.. Anatoli comportándose
como un soplón me hizo quedar mal esa noche. Me enteré días después. Él,
desesperado por tirar con alguien. El curita era un simple posero queriendo
incursionar delitos para sentirse “diferente”. Me daba gracia en el fondo y él
lo intuía.
Las luces multicolores ejercían presión a beber. Todos bailaban, cantaban a
viva voz Hector Lavoe, y clásicos del rock. Laura desapareció con la víctima,
la familia de Limber bailaban en una zona un poco apartada. Observé que
Abigail tenía buen trato con nuestrxs amigxs Llegó Rodolfo casi al final
ebrio, con sus amigos de su banda de rock. Molestaba a la prima de Limber
y lo cargué a la calle advirtiéndole que se comporte, que no me haga
quedar mal delante del barrio. Algunos lo miraban de reojo, al día siguiente
éste no decía acordarse mucho, riéndose de su acto. Alonso a mi oído:
“cálmalo a Rodolfo porque los muchachos lo van a gomear”. Una espléndida
noche. Los buenos muchachos hicieron un círculo bebiendo sus elixires.
Freddy me pedía que le presente a una de mis amigas. Cantaban Juanito
Alimaña, Gitana, Tú con él..

Tras la ventana divisé la Dirincri de Villa Maria, me entró nauseas. Hombres


orgullosos de defender los intereses de los mayores criminales, anclados
como sanguinarios del patíbulo. Apoyé mi cabeza a la ventana, no tenía
ganas de leer.. recordé cuando la policía irrumpió en casa, enmarrocó a mi
padre, mi padre me miraba con su siempre mirada triste, mirada vacía
extendida al cuerpo completo. Todo él era un trilce viaje, un mar de veneno
y fragilidad, una montaña de mentiras y amor, había algo en sus ojos que
me hacía llorar. El portón viejo de caoba quedó sin picaporte, mi tía Elvira
no sé de donde sacó dinero para reemplazarlo. Yo estaba en cama llorando
con Fely, mi prima chinita, me abrazaba llorando también. Me juraba que mi
papá volvería pronto. Me vistieron con un corduroi marrón y un polo gris, mi
polo favorito que me regaló Barush. -Mierda de mundo-. La gente subía al
bus, la zona de pesquero olía rancio y entrañas y sangre. Me sentí en la
ciudad que siempre me acompañaba, huele a maldad, como en el barrio de
Antonio, como en las calles de Alonso o los amigos de Pedro conversando
en silencio. Dudé por un momento si había valido tanto camino irreparable y
nauseas demoniacas el sabor del abismo. A estas alturas de mi vida ya me
daba igual lo que opinen de mi. Parte de mi familia me dejó de lado, yo no
creía ni en la capacidad de crear y escribir en marmol con cincel o
jeroglificos, una lectura heroinómana, un recuerdo mordaz de Arguedas.
Poco a poco fue parte de mí, y no me esperaba la carcel, lo que significaba
el suicidio.

Bajé del bus y crucé la avenida del mercado, el olor del basural inundaban
mi percepción; un “choro” conocidito del barrio estaba sentado en la
avenida con sus amigotes, trabajando de boletero. Lo reconocí porque fue el
mismo que le robó a mi primo hace muchos años. Su mirada malvada me
hincaba, imaginé cincuenta miradas iguales en mi delante, cien recluidos
queriendo violarme. Como al “Clavel" del sexto o las historias de Josue. -Voy
a perder la vida-
Cuanto deseaba llegar a una isla cercana, dormir en la arena, recolectar
frutas. Pedro me llamaba al teléfono.
—Oe, mano, mañana es la notita. Confirma a la gringa.
—Mas tarde te confirmo. Dame unas horas.

Abigail estaba en camino para visitarnos, es una chica simpática, parece


tener un buen corazón, vestimenta anti femenino, no busca ojos para su
estética personal. En una oportunidad le dije que ella era transgresora, por
naturalidad. Guapa, para los stándares culturales, blanca, con muchos
piercing en la cara. Amante de Marylin Manson, black metal depresive, y
otros subgéneros extraños que poco presté atención en mi etapa de punk
rocker. Poco antes terminaba una relación de casi tres años con un
ignorante ocho años mayor que él.
—Militares de mierda. Ya no te fijes en tipos así. Necesitas un delincuente en
tu vida —y le miraba a los ojos.
—Oye, qué. Ja, ja, ja.
—Necesitas un poco de caos en tu vida.
—¡Eh! ¿solo un poco?

Cenamos en casa, vino vestida con su short bermuda, polo negro y zapatillas
de lona. El nuevo piercing que le acompañé a hacérselo en Ciudad de Dios
le hacía ver más sanguinaria, le decía “eres una forajida”. Mientras le
explicaba los detalles del proyecto con Pedro. El pago sería chévere para
ella, considerando el casi ningún peligro que correría ella.
—Vas a pedir unos cuantos productos, la vieja te abrirá la ventana, entonces
le dirás que te duele el brazo, que por favor te lo diera desde la puerta.
—Ella abrirá la puerta y tú entrarás violentamente. —Se anticipó.
—Sí, tranquila. No te pasará nada. —Le miré a los ojos, notaba la duda de
sus pupilas. Luego miré mi plato, como confesando algo.. —No le haremos
daño. No es necesario. Mi amigo es un profesional, estuvo cana, pues. Debió
aprender muchas cosas.
—¡Oh! Ya. Porque quiero comprar las entradas para el concierto de .
—Ja,ja,ja. Terrible eres. ¿Qué es eso? —me apresuré a lavar los cubiertos.
—Es mi grupo favorito.
—Ah, esperemos salga todo bien. Yo quiero comprarme un arma.
—Ja,ja,ja. Estás loco.
—Sí. Es necesario. Seguridad más que nada. —Por un momento vi a Kenny y
Vera sentados al lado de ella.
—El año pasado mi casa era como una “okupa”. Vivíamos cuatro personas.
Nuestra rutina era cocinar, limpiar, expropiar, beber y drogarnos.
—¿Y orgías?
—Sí. Algunas veces. Digamos que, los licores son tan finísimos que no
queríamos compartirlo. Ja,ja.
—Quiero probar uno, amigo, porfavor..
—Teníamos más de cincuenta licores variados de todos los países. Era
hermoso. Ay, por qué no me hacías caso esos días. —Volví a sentir ese
gusano alimentándose de mi. Pensé en Pedro.
—¡Que rico!
—Sí, riquísimo —Abigail reía, no medía la preocupación que yo sí durante
estos días. Allanaría una empresa dentro de una casa. Algo completamente
diferente que expropiar “al paso”, un gran temple haría falta, y una fuerte
convicción, a pesar que estudiando cada detalle y tomar las mínimas
precauciones, creía, en esos días, que algo no previsto, inesperado, no
controlado puede suceder. Una posibilidad, remota o inmediata.
—¿Y tu amigo Limber, como es eso que es un “chulito”?
—¡Ah! Oye, explícame algo. No lo comprendo ahora. Quizá antes sí, hace
años, cuando vivía con un ron en la mochila —escupió una risa— me
encantaba conquistar chicas, me sentía bien. Pero a estas alturas me
interesan otras cosas.
—Otras cosas más peligrosas —dijo en voz más baja.
—Es una aventura. Un no saber donde terminar. Ja,ja,ja. Cierto —recordé—
Limber dice para bajar a su casa, hay una reunión, una inauguración de un
vecino algo así, trago y droga, jaja.
—Vamos. —Ella no lo dudó, quería beber.

Me eché en mi cama a mirar el techo y contemplar mi posible muerte, un


balazo a quemarropa, o un suicidio en prisión. Me estremecía, no quería
morir. Abigail cagaba y el gato le fastidiaba. “Daniel, llama a tu gato”,
escuché, ignorando. El gusano se hacía más gordo dentro de mí, quería
comer más de mis entrañas. “Putamadre”, otra vez como aquel día, como
esos días previos antes de abandonar toda la falsedad de esta sociedad. Es
como si este monstruo disfrutara con el apaleo de mierda que nos hacen.

Eran aproximadamente las nueve de la noche. Caminamos por las zonas


vacías, aún pistas de arena, polvorín esparcido por algunos buses, los postes
reflejan luz amarilla, le hacían ver más tétrico. Nosotros andábamos
tranquilos.
—No quiero que nadie me vea, últimamente.
—¿Por qué?
—Quizá haga cosas jodidas. Es mejor no existir.

Me sentía como un gato husmeando techos, buscando comida, encubierto,


oculto, vagabundo sin hogar. Los gatos callejeros de niño me llamaban
mucho la atención, pasaba minutos viéndolos dándoles comida.
—Me gusta mucho que tengas animalitos.
—Me encantan. Los recojo cuando puedo. El año pasado comían esos
sachets de Tottus. Ja,ja,ja. Había comida de sobra, las mezclaba con camote.
—En mi casa los gatos mandan. Me acuerdo que mi gato no le dejaba
dormir a mi ex. —Abigail reía, recordándolo.
—Mi perra Rina es celosa, ella se interponía entre yo y mi ex en nuestros
paseos.
—Quiero cigarros.
—Yo también.

Lo vi a Limber en la reunión, habían algunas caras conocidas, no me


agradaba tener que saludar a los conocidos, la inauguración de una de las
tantas barberías, estaban de moda aún. Luego otras se impondrían por
cortos períodos absurdos. Victor y Giampier bebían cervezas afuera de la
tienda de Maco.
—Unas chelas.
—En que estás, Daniel.
—Necesito beber urgente. —Toqué la ventana de la casa.
—Y eso, pues, mano. El tal Ramirez que vive por aquí a la vuelta. Estuvo
interrogando a un vecino en el paradero once. —Conversaban de un asunto
jodido.
Nico salía del baño de Marco, al ingresar el pasillo entre la mesa, una pinta
de tiza blanca decían letras sin entenderse. Nico le dio unas llaves a Victor.
—Oye, en que estás, Daniel, qué has traído para comprar.
—Nada aún, estoy en otro asunto por el momento. —Nico me miró y no
dijo nada.
—Mano, que me salvé, quiero unas chelas. Recién acabo de llegar. —Miró a
la avenida, un transeúnte quería una carrerita. Giampierr subió al auto.
Volvió a los segundos. —Iré acá nomas a San Juan. Regreso como un loco.
—Mano. Que cuentas, mano.
—Quiero viajar a Francia donde unos familiares. Quiero traer mercadería por
cantidad.
—Ayayay, quieres ser mayorista. —Interrumpió Nico. No recuerdo que más
conversamos. En un momento, Victor dijo:
—Mano, yo sé en lo que tú estás, y tú sabes en lo que yo estoy.
—Tranquilo, mano. No le voy a contar a nadie tus cosas. —Le di una mano.
—También odio a esos policías conchesumares. ¿Dice que hay un soplón por
aca?
—Un chibolo. Aquí del barrio. Un vecino con el que se podía tomar chelas,
que aparentaba confianza.

Se acercaba invierno, húmedo hasta los huesos, y desolador. Pensaba en los


perritos callejeros que morirían en la calle de frío. El hambre los debilitaba
inevitablemente. Comer basura de esta gente de mierda debe ser asqueroso.
Giampier soltó lágrimas en la sexta cerveza que íbamos, dos de la mañana,
me sentía cansado; repitiendo por segunda vez lo que le reprochaba su
padre. “Qué hice mal para que seas así“. Giampier guardaba cien gramos de
marihuana muy bien escondido en su carro. Creí que trasladaba la
mercadería de su proveedor. Aún desconocía detalles. Compró dos cervezas
más. Fumé marihuana y recordé el plan con Pedro.
—Putamadre, mi hermano. Cuando rescato al causita, luego que le lancea el
celular al borracho. El borracho despierta y empieza a corretearlo. Apresuro
la palanca para avanzar y no me funciona. ¡Putamadre!

Los muchachos me vieron conversando con Pedro una noche, bebiendo una
cerveza. Cuando Pedro los reconoció empezaba a tratar de otro tema, sobre
una reunión con las amigas de Limber. Sentí otra puñalada, quería
concentrarme, no sé que haría falta. Solo me dejaba llevar por el viento. La
tierra, las aves, los árboles y los cielos son mis únicas aliadas. La cara de
Rodolfo abrazando a su hijita. Alonso con sus dos niños. Los tíos de Sandro
queriendo matarle, David escondido; todo esto me pesaba, me pesaba
hondamente. Mañana expropiare y necesito sentir un pie más allá, donde no
hay nada, donde todo termina y regresa al inicio eternamente.
—Mano, —me miró Victor— si vas a hacer algo, hazlo bien.
—Yo de chibolo era terrible, Daniel. Yo, putamadre, tenía algunos amigos.
Les decía, tú vigila aquí, tú en otro extremo y yo entraba a poner tiendas. —
Nico me miraba fijamente. Yo les escuchaba, sin decir palabra.

Nico se retiró luego de comprar una cerveza.

—Mi causa Nico antes estaba en la nota. Ahora está tranquilo. Tiene a su
hijo, se ha mudado, tiene su chamba y ya inauguró una tienda de abarrotes
en su barrio. —Los ojos de plato de Victor, cabello corto, un poco pesado
pero se puede percibir una fuerza corporal. —Yo le digo que baje nomas a
hacerla aquí.
—¿Te acuerdas que te conté que puse con arma hace meses? —Escuchaba
silencioso.
—Ahí viene Giampier.

Estar aquí es como nadar, en las playas del mediterráneo por el dos mil
doce, solo depende de ti, si pierdes el ritmo, el equilibrio, la armonía, te
puedes ahogar. Giampier decía que debía agachar cabeza ante los padres.
Su madre estaba llorándole, lamentándose, y aconsejaba que uno si es
pendejo, colocaba sus dos dedos en la sien, uno debe ser pendejo en todos
lados.
—¡Qué vas a decirle a tus padres que te gusta este estilo de vida, que no
crees en la ley! Debes decirles que necesitas dinero, que no eres un forajido,
que lo haces por tu familia.

Me miraba directamente, como diciéndome que él hizo esta cagada, y nadie


debe imitarle. Giampier trabaja de taxista, no le alcanza porque tiene dos
hijos, una pareja muy linda. En las salidas con la gente, Giampier es quien
convence a algún policía o seguridad para rebajar el precio de los
estacionamientos, para hacer compras de tragos. Vestía con los jeanes que
vendía en el mercado del barrio, zapatillas de buso, piel trigueña clara, nariz
aguileña. parece que esa piel habría de aguantar muchas lágrimas y peleas.
—El borracho me alcanzó, la nave no avanzaba, conchesumare. Me falló la
nave. El borracho chapó un ladrillo y me cagó la ventana. Arranqué y
abandoné al causita. No tenía opción.

Victor escuchaba con una cara de pena igual que la mía. Victor sacó a la
callea a David. Nunca lo ví triste, cuando había un tema que se deslizaba por
ese rancio, él lo evitaba. Victor era rudo, era pura alegría como los demás.
Nunca vi esa expresión conspicua al sufrimiento familiar de Giampier. Me
indispuse. El movía la cocaína en el barrio, David me confesó aquel día de
Octubre que me llamó a su casa, en estado de ebriedad, por la mañana,
cuando me pide permiso para salir con Elena. -Noble de su parte, como un
acto aristocrático- Que de Victor aprendió muchas cosas y que era un tipo
muy inteligente.
—Quiero más chelas —Gian tocó el timbre del vecino de las cervezas—
¡Marco! Atiéndeme por favor. Dos cervezas más.
—Al carajo toda esta mierda. Que sean cuatro. —Balbuceé.
—De la que me la libré, hermano. Yo me iba adentro. —Saltaron lágrimas
pequeñas e inofensivas— Ya no quiero hacer esta mierda. Me alejaré.
Ramirez también conversaba con el paichero Cuquín.
Cuquín era un adicto a las drogas más bajas del barrio. Era un prostituto
gay, siempre andaba andrajoso.
—Mano, se me puso enfrente. Tengo una visión, aquí, un minimarket. Una
vuelta rapídisima.
—Puedo conseguir alguien que haga la chamba, normal.
—Claro.

Otra puñalada, y sorbé más cerveza. Me sentí aliviado, un poco, si iba


positivo, me endulzaba con esa nueva sensación aún no saboreada, un paso
más al abismo. Me encantaba este mundo de la pendejada, la delincuencia
organizada, de ángeles caídos, hiperinteligentes, sus lanzas y su infierno.
Como caminar en las callecitas de Cora Cora, con mi abuela, junto a mi
padre y mamá, escuchar los huaynos, correr contra el sol naranja en el
parque de la estación de los buses interprovinciales; los comerciantes de los
dulces riquísimos: alfajores, milojas, rosquitas. Las doñas alrededor cargando
sus paquetes o sus hijos en la espalda. Me sentía morir y me encantaba esa
sensación.

Yo le respetaba a David, él prácticamente me sacó a la calle, a su barrio, me


presentó a sus buenos amigos. Aquí nadie cree en la ley y todos odian a la
policía, exactamente como yo. Limber me lo presentó una tarde deprimente
de otoño, el aspecto colorido se hacía decrépito, aparecía con sus dreads a
lo Bob Marley, le apodan el pequeño king, también el caracol, pero el apodo
preferido era “bebe”, ¿por qué bebé?; Anatoli reía, sus dientes de niño:
“Bebé porque cuando tenía trece años ya tumbaba a los mayores en
pandillas.”

Cuquín se acercaba, perdido entre la oscuridad su piel morena. Le faltaba un


diente, su pello descompuesto. Algunas veces se ponía al costado de la
gentita y le compartíamos unos vasos y se iba. Dejaba algunos chismes,
quizá. No lo sé bien, me encontraba ebrio.
—Ahí viene Cuquín, lo voy a destrabar.
Ese era David, un buen muchacho, otro personaje; platicamos de política y
delincuencia. Le cité al poeta expropiador Renzo Novatore, italiano como la
mafia italiano-americana; alguna pericia de anarquistas en México. David me
mira, me estudia, cada palabra, cada gesto, a los ojos directamente. Mirar a
los ojos significa invadir territorio ajeno. El admira hazañas hechas por
delincuentes. Obras maestras que requerían un cerebro creativo y
pendenciero. El también era listo. Administraba el negocio familiar de
mecánica de autos. Astuto, silencioso. Ataca como un león acecha una
manada de búfalos, una manada de hienas en la oscuridad. Unas ramas de
los árboles milenarios, ángeles colgados en ellos, cuervos negros, pistolas.
Mi primer amigo delincuente. Delgado, de la misma estatura que yo, me
hizo unos dreads y me quedé con tal estilo. Ya era parte de la manada de
hienas en la oscuridad, esperando la carne muerta, antes que los tombos
lleguen con sus flechas y monarcas.

—Cuquín, ven, causa. Toma esto. —Giampier le extiende un vaso — que fue,
causa, te han visto hablando con Ramirez en la calle, en su patrulla.
—¿Qué?
—Claro, Cuquín. Que, ahora vas a decir que no. —Giampier se le acercó
ligeramente para allanar su percepción.
—¿Y? Crees que tengo algo que ver con él.
—Hay que tener cuidado contigo, Cuquín. —Cuquín se alejaba, como perro
resentido. Lo miró a Victor unos segundos.
—Más bien hay que tener cuidado con tu amiguito. —El mensaje era para V.
—Maricón de mierda. Si uno no está en falta, de una se cierra y se molesta,
no huye.

Yo entonces solo hurtaba en tiendas. Nos llevamos muy bien, sentí que
había un halo invisible, todo era tan loco, conversaban de prácticas ilegales
con tanta naturalidad. Guardaban misterios, secretos, quién sabe cuántos. En
una de esas noches de incienso y aromatizantes como panacea a mi
depresión, llegué con valijas, saludé, Victor presentándome a algunos, el
Nico en extremo drogado, balbuceando, apenas diciendo palabras, Pochi
callado, Giampier con los ojos de asiático empedernido, Victor
preguntándome detalles, invandiendo mi territorio. David callado, como
siempre. “Son buenos muchachos”, sonreía Victor mirándome cuando dije
ello, “¿Goodfellas?”, claro. Y mi mercancía se agotaba y compraba cervezas.

Giampier me dejó en casa, no me cobró nada, semanas antes luego de


hacer unas entregas de ropa, le regalé uno demás. Era un tipo agradecido.
Manejaba ebrio:
—Mano, la cárcel es terrible. ¿No te da miedo?
—Al carajo.
Giampier reía. Aún no hacía la hazaña con Pedro y ya tenía un cómplice más

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