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Esta extraordinaria colección de relatos acerca de niñas malas,

mujeres perversas y esposas insatisfactorias incluye a casi todas


las grandes escritoras contemporáneas: Djuna Barnes, Jamaica
Kincaid, Katherine Mansfield, Leonora Carrington, Colette, Grace
Paley, Elizabeth Jolley, Jane Bowles y muchas otras. Elizabeth
Jolley describe el raro fenómeno de una mujer que confía en sí
misma; Leonora Carrington cuenta la historia de una mujer que
se transforma en hiena y de una hiena que transformada en
mujer sale al mundo dispuesta a matar. Algunos de los relatos
celebran la tenacidad, otros la astucia, todos tienen algo en
común: restaurar a la aventurera y a la revolucionaria como
modelos auténticos para todas las mujeres, en todas partes.

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Angela Carter

Niñas malas, mujeres


perversas
Una antología de relatos. Selección de Angela Carter

ePub r1.0
Titivillus 10.10.17

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Título original: Wayward Girls & Wicked Women: An Anthology of Stories
Angela Carter, 1986
Traducción: AA. VV.

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Introducción

ANGELA CARTER

«Niñas malas, mujeres perversas»: por supuesto, el título de esta


recopilación es irónico. Muy pocas de las mujeres de estas historias
son culpables de actos delictivos, aunque todas tienen una cierta
Inclinación por ellos y, en mi opinión, una o dos son realmente
diabólicas, o poseen el potencial para serlo. Es el caso de la
abominable adolescente de «La adolescente», de Katherine Mansfield,
por ejemplo; egoísta, orgullosa, grosera con su madre, descortés con
los extraños, despiadada con su hermano pequeño. (Si bien la propia
Katherine Mansfield, que era una aventurera comedida y se jactaba de
su reputación de niña mala, aparece aquí en el papel de narradora,
como una mujer de una buena voluntad tan clara que los críos confían
sin reparos en ella cuando los invita a comer costosos helados.)
Sin embargo, la mayoría de las niñas y mujeres diversamente
caracterizadas que pueblan estas historias habrían parecido mucho,
muchísimo peores si hubieran surgido de mentes masculinas. Habrían
sido brujas depredadoras y borrachas; estafadoras; niñas de una
precocidad monstruosa, embusteras y tramposas; rompecorazones
promiscuas. Por el contrario, aquí se nos presentan como si fueran
perfectamente normales.
En general, las escritoras se portan bien con los personajes
femeninos. Tal vez demasiado bien. Es cierto que las mujeres
cometemos muchos menos delitos que los hombres: no tenemos las
mismas oportunidades de hacerlo. Pero, si analizamos la ficción que

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escribimos, vemos que nos cuesta mucho censurar nuestros actos aun
cuando hayamos delinquido. Tenemos tendencia a considerar las
circunstancias atenuantes, que dificultan la tarea de imputar culpas y
vuelven imposible la de juzgar o incluso la de llegar a reconocer
efectivamente la responsabilidad para asumir luego la terrible carga
del remordimiento que tan bien resume la frase de Samuel Beckett:
«mi crimen es mi castigo».
No se me ocurre ningún personaje femenino de la ficción literaria
escrita por mujeres que se enfrente con esta revelación final de horror
moral. Nosotras perdonamos; no juzgamos.
De las mujeres que protagonizan estas historias, sólo una se
ajustaría cabalmente a las características dostoyevskianas: la heroína
de la historia de George Egerton, «Contrato matrimonial». «Contrato
matrimonial» está escrita con un realismo documental del más duro
estilo; es casi demasiado desgarrador para el género de ficción, hasta
el punto de que se sospecha que su origen podría ser un recorte de
periódico. Y resulta que existen circunstancias atenuantes para lo que
en un principio parecía un crimen sin explicación, para el que no cabía
perdón alguno; circunstancias atenuantes de lo más enternecedoras, de
modo que el lector se ve sobrecogido por la compasión.
En el desenlace, George Egerton absuelve a su heroína, pero de la
manera más peculiar: hace que se vuelva loca. Al parecer, la mujer no
sabía lo que hacía ni lo sabrá nunca. Al final de la historia, loca, se
siente feliz por primera vez desde el comienzo del relato. De una
manera bastante horrenda, su delito no es su castigo sino el
instrumento de su recompensa.
Lo que le ocurre al peregrino sagrado en el pueblo marroquí, en
«La larga espera», de Andrée Chedid, es un acontecimiento de otro
orden; no es tanto un asesinato como un triunfo sobre la historia.
Pero, en términos generales, para la mujer, la moralidad no tiene
nada que ver con la ética; significa moralidad sexual, y nada más que
moralidad sexual. Ser una niña mala se suele asociar con tener
relaciones prematrimoniales; ser una mujer perversa tiene que ver con
el adulterio. Esto significa que para una mujer es mucho más fácil
llevar una vida intachable que para un hombre: lo único que tiene que
hacer es evitar las relaciones sexuales como si se tratase de la peste.

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¡Qué hipocresía!
Por ello, he tenido el cuidado de escoger niñas malas que no fueran
libertinas sexuales. La heroína de mi propia historia, «Los amoríos de
lady Purple», es una libertina sexual con una conducta por completo
reprochable, pero, al mismo tiempo, no es real. Es una muñeca creada
por un hombre, quien ideó toda su biografía como «mujer fatal» y le
dio vida porque deseó intensamente que existiera. Si ella lo destruye
en el preciso momento en que despierta a la vida es, ante todo, por
culpa de él, por ser lo bastante estúpido para idear cosas tan
espantosas.
A Life, la heroína de la maravillosa historia de Bessie Head, se la
considera mala, hasta perversa, no porque distribuya sus favores
sexuales sino porque cobra por ellos, y, haciéndolo, rompe la fácil
armonía del pueblo y convierte sus relaciones íntimas en transacciones
monetarias. Introduce el siglo XX en un pueblo africano que se halla
fuera del tiempo, y pagará por ello en manos del hombre que se cree
en el derecho de actuar así porque la ama.
Si no te ajustas a las normas, sino que intentas empezar un nuevo
juego, no necesariamente prosperarás; ni siquiera es seguro que el
nuevo juego sea mejor que el anterior. Pero ello no significa que no
valga la pena intentarlo.
La mayoría de las mujeres de estos relatos, si bien no cosechan
grandes éxitos, por lo menos procuran esquivar el papel de víctimas
mediante el uso juicioso de su ingenio, y todas tienen en común una
cierta obstinación, una especie de malicia, aunque las historias sean
muy variadas y procedan de todo el mundo.
La madre de «La última cosecha», de Elizabeth Jolley, es una de
las pocas estafadoras femeninas del mundo de la ficción. Las voraces y
maníacas protagonistas de «Idilio en Guatemala», de Jane Bowles,
pertenecen a esa clase de mujeres con las que uno no desearía que su
hijo o su hermano se relacionasen. Al parecer, la joven de «La luna de
lluvia», de Colette, intenta deshacerse de su marido por medios
ocultos, y no la induce a ello motivo más noble que el del despecho.
La Violeta de Frances Towers no está exenta de cierta brujería
doméstica con tendencia a lo genuinamente perverso, si bien el relato
está contado con algo de ligereza. La historia de Vernon Lee trata de

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una esposa aburrida que prefiere un fantasma a su marido; desde
luego, es consciente de que nada bueno puede salir de eso, pero ¿acaso
esto la frena? Por supuesto que no. La debutante de Leonora
Carrington cede su lugar a una hiena en su propio baile de
presentación en sociedad, con las previsibles consecuencias
desastrosas. La heroína menor de edad de Grace Paley en «Mujeres y
niñas» constituye una amenaza cierta para los jóvenes. Pero… ¿qué es
lo que debemos hacer para ser buenas? La madre de Jamaica Kincaid
aporta algunas sugerencias, y las fábulas agridulces de Suniti
Namjoshi vienen a decirnos que, haga lo que haga una mujer, en
última instancia nunca estará realmente bien.
Pero la protagonista de «Las ciruelas», de Ama Ata Aidoo, una
estudiante de Ghana en Europa, está por completo en lo cierto; con
una clarividencia fuera de lo común, con la suficiente clarividencia y
con la dosis también suficiente de la necesaria dignidad virulenta, se
ve etiquetada de «mala» si no está alerta todo el tiempo. «Las
ciruelas» forma parte del libro Nuestra hermana aguafiestas:
Reflexiones desde la profundidad de unos ojos negros.
Todas las historias que he elegido son reflexiones a partir de una
mirada de soslayo, oblicua, penetrante. (Algunas son además muy
divertidas.)
Y todas estas mujeres distintas entre sí, poseen algo más en
común: cierto sentido de autoestima, por trastornado que esté. Se
saben dignas de algo más que lo que el destino les ha deparado. Están
preparadas para conspirar e intrigar; para arrebatar; para luchar; para
salir de su madriguera y hacerse con esa porción extra ya sea de amor,
de dinero, de venganza, de placer o de respeto. Aun en la derrota, no
se dan por vencidas; como la tía Liu de la última historia del libro, son
mujeres «que saben de la vida».

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La última cosecha

ELIZABETH JOLLEY

En clase de labores domésticas tuve que deshilvanar las sisas


porque Piernas Inquietas dijo que estaban mal, y luego chamusqué el
cuello de mi vestido porque la plancha estaba demasiado caliente.
—¡Y para colmo, por el derecho! —refunfuñaba Piernas Inquietas
mientras se afanaba en la pila intentando sacar la mancha chamuscada.
Después se rompió la aguja de la máquina de coser y no había otra
de recambio, lo que realmente la enfureció, y, para acabar de empeorar
todo, Peril Page destrozó sin querer su patrón al recortarlo
equivocadamente.
—¡No pienso volver nunca más ahí! —anuncié, mientras cogía un
poco de pan y lo untaba de una espesa capa de mantequilla, una
costumbre que a mi madre nunca le había importado demasiado, ni
siquiera cuando estábamos escasos de provisiones. Mi madre estaba
sentada a la mesa de la cocina cuando llegué a casa, pensando en qué
haría de comer a mi hermano, y no hizo ningún comentario, por lo que
yo repetí:
—No quiero volver a ver ese sitio. No volveré más.
De modo que tanto mi hermano como yo dejábamos la escuela
antes de lo debido, y él ahora abandonaba los trabajos, uno tras otro, a
veces sin esperar siquiera a que le pagasen.
—Bueno, supongo que te hubieran dicho que te marchases antes
del examen —se limitó a señalar, exactamente lo mismo que mi
hermano le había dicho cierta vez, cuando ella casi lo mató por

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sostener que la escuela buscaba sacarse de encima a los que
previsiblemente iban al fracaso—. ¿Qué le puedo comprar? —añadió.
—¿Qué te parece unos menudillos de cordero con tocino? —le
sugerí, y me preparé otra rebanada con mantequilla; dejar la escuela de
aquella manera tan repentina me había dado hambre.
Entonces se le iluminó la cara y, mientras se disponía a subir a la
terraza para ir a la compra, me dijo:
—Mañana puedes venir conmigo y ayudarme a acabar antes.
Así que al día siguiente fui a South Heights con ella a limpiar
aquellos apartamentos tan elegantes. Son tan lujosos que uno de ellos
hasta tiene el lavabo tapizado de piel, aunque a mi madre no le gusta
porque le atasca el aspirador.
—Veamos cuánto pesamos —dije después de que mi madre echara
un vistazo a la ropa sucia.
—Mira qué desorden —dijo—. Hoy me tengo que dedicar sin falta
a la cocina y a la nevera, que últimamente he dejado a un lado.
Ella prefería que salieran a comer, lo que hacían casi siempre.
—Es cuando traen a las chicas que lo ponen hecho un cisco —se
quejó—. Pelos por todas partes, medias aquí y allá y grasa en la
cocina. ¡No me explico por qué querrán cocinar!
—Veamos cuánto pesamos —repetí, subiéndome a la pequeña
báscula rosa.
—Tengo que hacer de vientre —dijo mi madre.
—Bueno, pues pésate antes y después.
—¡Para qué!
—Por pura curiosidad —contesté y, al bajar de la báscula, me di en
la cabeza con el borde del armario recubierto de espejos del cuarto de
baño.
—La verdad es que en estos sitios tan caros —dijo mi madre
mientras me frotaba la cabeza— todo son inconvenientes, ¡y ni
siquiera tienen puerta trasera! Imagínate, si tuvieran puerta trasera
pondrías un pie fuera y aparecerías muerta veinte pisos más abajo. Y
otra cosa: las lavadoras desaguan en los baños. Con todo el dinero que
cuestan estos apartamentos y uno huele a basura nada más entrar en el
edificio, y todo el día se oye caer el agua de los retretes.
Curiosamente, su peso no había variado una vez que hubo ido al

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lavabo. Trabajamos como locas, pues mi madre esperaba a unas
personas que ocuparían el número once durante unas horas.
—Quiero que lo encuentren bien agradable —me indicó,
entregándome la llave para que yo me adelantara—. En cuanto acabe
aquí, bajaré.
Mientras me marchaba me gritó:
—Pon sábanas en el congelador, las negras, revisa que el baño esté
bien y coloca las revistas de fotos y el ambientador en la mesita de
noche. —Estaba convencida de que la gente disfrutaba más con las
sábanas frescas. —No hay nada peor que achicharrarse en la cama —
concluyó.
La idea se le había ocurrido a mi madre cuando estuvo en la cárcel
por segunda vez, después de que tomara prestado el coche de la señora
Lady para llevar a mi hermano de vacaciones por razones de salud.
Fue en la prisión donde pensó en ello, me contó después. Le había
impresionado mucho el hecho de que la gente llevara una vida
terriblemente aburrida sin expectativas agradables y sin probar los
placeres que, a su juicio, existían sobre la faz de la Tierra para ser
disfrutados.
—No gozan de ningún placer —aseguraba—. Tal vez el cine, de
vez en cuando, pero eso es sólo mirar las vidas de otra gente.
Así que se propuso firmemente conseguir trabajo en algunas casas
de South Heights y muy pronto empezó a limpiar varios de los
apartamentos de lujo de aquel lugar.
Tenía sus propias llaves e iba y venía según lo requiriese el trabajo
y cuando le venía en gana.
—Aquello es «súper» —dijo, utilizando una de mis expresiones
para describir el sitio.
Entonces, poco a poco, fue invitando a la gente de nuestra calle —
y a otros más tarde, a medida que corría la noticia— para que probaran
los placeres que forman parte de la vida normal de la gente rica. Me
refiero a que, cuando los apartamentos estaban vacíos, o sea, cuando
sus dueños estaban en la oficina o en la peluquería o en el club de golf
o montando a caballo o en viajes de negocios y esas cosas que hacen
los ricos, dejaba entrar a otras personas.
El primero en hacerlo fue el anciano que vivía en la galería trasera

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del colmado de la esquina, y luego el propio tendero.
—Han pasado muchas privaciones —decía mi madre.
Los dejaba estar en el planta baja del señor Baker una hora a la
semana mientras ella cepillaba y doblaba los atractivos atuendos de
ese señor y le lavaba los platos. Lo admiraba, aunque nunca lo había
visto, y apreciaba todas sus pertenencias. Una vez afirmó que no
habría podido trabajar para personas a las que no quisiera.
—¿Cómo puedes amar a alguien a quien no has visto nunca? —le
pregunté.
—Oh, conozco todo lo suyo, todo lo que necesito saber; incluso las
tallas de sus camisas y los colores de sus calcetines me dicen
muchísimo —respondió.
Y luego añadió que amar significaba un montón de cosas, como
observar en qué gastaba la gente su dinero y qué les interesaba en la
vida: comprar pan y verduras o libros y discos. Todas estas cosas la
conmovían, decía.
—Hasta sus píldoras son interesantes —decía—. Puedes aprender
muchas cosas sobre la gente sólo con mirar en el armario de su cuarto
de baño.
La primera vez que fui con ella, rompí un cenicero; me sentí
terriblemente mal y no le enseñé los pedazos hasta la hora de
marcharnos. Ella garabateó toda una cuartilla de South Heights —le
encantaba utilizar su bolígrafo verde— para dejarle una nota al señor
Baker:
«Siento mucho lo del cenicero. Intentaré encontrar un sustituto
adecuado», escribió, e hizo un honrado montoncito con los pedazos
junto a la nota.
—No te preocupes —me dijo—. La vieja Bola de Billar del ático
tiene un armario lleno de cosas que nunca usa. Hasta tiene una vajilla
de veinticuatro piezas, de esas que ya no se ven en estos tiempos. Allá
encontraremos algo. Es fácil. Le debe cera al señor Baker y una hora
de su secadora eléctrica, así que quedarán en paz.
Siempre estaba tomando prestadas cosas de unos para dárselas a
otros y devolviendo luego los favores, sin que los interesados tuvieran
la más ligera idea.
Como iba diciendo, los viejos venían una vez a la semana, se

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sentaban en el dormitorio, decorado con un empapelado lleno de
brazos, piernas y cuerpos desnudos, y ella les servía café en una
bandeja, con un chorrito de coñac francés. Se instalaban en esos
sillones porque era desde donde mejor dominaban la piscina para ver a
las chicas. Siempre había montones de chicas bonitas en South
Heights sin otra cosa que hacer que estar tumbadas al sol.
Uno de los problemas de mi madre era su gusto por las cosas caras,
que no sabía de dónde le venía. A menudo se sentaba a la mesa de
nuestra cocina con una servilleta blanca sobre la falda.
—Recuérdalo siempre: son servilletas. Sólo la gente vulgar las
llama «serviettes» —afirmaba, y luego me enseñaba a coger el
cuchillo con la palma de la mano sobre el mango—. Es muy
importante —decía.
Como fuera, se sentaba a comer un aguacate, con su servilleta y
todo, tras lo cual me ordenaba a veces que bajara a la calle a buscar
patatas fritas.
—Tan sólo espero que lo hayan pasado bien —me dijo mi madre
aquella tarde mientras limpiábamos el número once—. Es terrible ser
jóvenes y recién casados y estar obligados a vivir con la enorme
familia de ella. Apostaría a que no tienen una cama para ellos en
aquella casa, para no hablar de un dormitorio. ¡Toda esa familia a su
alrededor todo el tiempo! Los matrimonios jóvenes tienen que estar
solos. Aquí habrán tenido un poco de paz y tranquilidad —agregó,
mirando con aprobación el confortable apartamento, alfombrado y
recogido, que había dejado disfrutar a aquella joven pareja por una
mañana—. Ahora los matrimonios jóvenes no tienen por qué tener
hijos a menos que verdaderamente lo deseen, así que espero que hayan
empleado su sentido común y los adelantos de la ciencia —continuó
diciendo mi madre.
Siempre hablaba mucho mientras trabajaba, y, según contaba,
cuando yo no estaba con ella hacía muecas frente a los espejos y
hablaba con su imagen la mayor parte del tiempo.
—Bebés —dijo—. Ventosidades, pañales mojados, lloros para
comer y luego vómitos por todos lados. Y apenas el bebé deja de serlo,
todo son caprichos. Quiero esto y quiero lo otro, cortes de pelo y ropa
y discos y zapatos y dinero y más dinero. Y después de un bebé,

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siempre viene otro con más pipis y más vómitos. ¡Nunca me digas que
no te he avisado!
Lavó las sábanas negras y las metió en la secadora.
—Abre un poco las ventanas —me dijo—. Aquí huele a tostadas
quemadas y a ingles perfumadas. A los jóvenes siempre se les queman
las tostadas: se olvidan de ellas con tanto besuqueo. Vamos a ventilar
bien toda la casa antes de que los Blacksons vuelvan, para que no se
den cuenta de lo que ha pasado aquí.
De camino a casa, mi madre estuvo pensando qué podría hacer de
cenar a mi hermano, y en el supermercado se quedó de pie pensando y
pensando y todo lo que se le ocurrió comprar fue unas barritas de
pescado y un paquete de caramelos blandos.
Por algún motivo, mi hermano parecía altísimo en la cocina.
—¡Sabes que siempre he vomitado el pescado! —Estaba de un
humor de perros—. Y hace años que no pruebo los caramelos.
Encendió un pitillo y se marchó sin cenar.
—Si comiera un poco… —suspiró mi madre.
Se preocupaba demasiado por mi hermano, y el portazo que éste
dio al marcharse la entristeció, de modo que dijo que no tenía hambre.
—Si comiera, y encontrase un trabajo y viviese —dijo—. Es todo
lo que pido.
A veces, los fines de semana íbamos juntas a ver el valle del
abuelo. Había un buen trecho en autobús. Teníamos que apearnos en la
milla veintinueve, cruzar el riachuelo Medulla y subir una carretera
comarcal con matorrales y arbustos a ambos lados hasta que
llegábamos a unos acres de pasto que eran el comienzo del terreno del
abuelo. Mi madre atravesaba con esfuerzo la cerca de alambre, llena
de odio por el fango y el aire puro del campo. Maldecía en alta voz al
viejo por aferrarse a la tierra y maldecía el dinero sepultado en los
campos de malas hierbas, inmovilizado en los promontorios de granito
en lo alto de las laderas, donde los árboles muertos alzaban sus
escuálidos brazos, lastimeros, como suplicando algo al cielo. Maldecía
el lugar porque ya nada podía crecer entre aquellas retorcidas raíces
desnudas, después de que el agua se hubiera llevado la capa superior
de tierra. Maldecía las pocilgas, sólidamente construidas con hierro
acanalado años atrás, y las traviesas del antiguo ferrocarril, hechas de

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madera de eucalipto, ahora inservibles, pero tan indestructibles que era
imposible sacarlas.
No podía vender la tierra porque el abuelo todavía vivía en un asilo
de ancianos y se empeñaba en conservar la granja aunque no pudiese
hacer nada con ella. Hasta los corderos se morían en ese lugar: o se
morían de hambre o perecían ahogados, según la época del año.
Siempre era así: o sequía o inundaciones, nunca una situación más
afortunada entre los dos extremos.
Había allí una casa de maderas desgastadas por la intemperie,
rodeada de un amplio pórtico elevado, que podría haber sido bonita y
agradable.
—¿Por qué no vivimos allí? —le pregunté una vez.
—¿Cómo íbamos a ir al trabajo? —dijo mi madre—. Está muy
alejado de todo.
Y mi hermano comentó:
—La única que tiene que ir a trabajar eres tú.
Creí que mi madre lo mataría. Le dijo que era un patán holgazán
que no servía para nada.
—¡No eres más que un hijo de puta! —le chilló.
Él hizo girar los ojos hasta que sólo se le vio el blanco.
—Bueno, querida dama —dijo poniendo una voz gangosa y espesa
como si hubiera estado bebiendo—. Querida dama —repitió— si yo
soy un hijo de puta, entonces usted debe de ser una puta. —Y tenía
una pinta tan idiota, ahí de pie, que tuvimos que ver el lado cómico de
la situación y nos desternillamos de risa.
La casa se caía a pedazos. Los colonos eran tan incompetentes que
mi madre sospechaba que el hombre tenía otro trabajo. La joven
esposa estaba cubierta de ronchas a fuerza de colocarse demasiado
cerca de la estufa y los críos siempre llevaban los pañales mojados.
Toda la familia tenía eccema. Cuando nacía una ternera, nunca llegaba
a ponerse de pie; era esa clase de lugar.
Cada vez que íbamos, mi madre casi lloraba por el ultraje que
representaba aquella tierra, que no era suya, y caminaba fatigosamente
junto a las cercas, llena de rencor por la maleza y las piedras que
ganaban terreno.
Cuando visitábamos al abuelo, éste quería saber cosas de la granja

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—así la llamaba—, y mi madre trataba de inventar algo que pudiera
complacerlo. No le contaba que las estacas de la cerca se estaban
desmoronando y que las matas de ricino habían invadido el patio de tal
forma que no se podía llegar al granero.
Había un viejo albaricoquero en medio del prado, tan grande como
una casa, y era una pesada carga para nosotros pues teníamos que
recoger la fruta en el momento adecuado.
—¡No cojas esa rama! —gritaba mi madre—. La quiero para los
Atkinsons.
El abuelo debía algo de dinero a esta gente y mi madre se sentía
mejor si les regalaba unos albaricoques. También le gustaba llevar
fruta al hospital para halagar un poco el orgullo y la dignidad del
abuelo.
Me ataba un delantal a la cintura, con unos bolsillos bien hondos
para meter la fruta, y, a pleno sol del mediodía, tenía que subir a coger
los albaricoques. Cuando suponía que mi madre no me miraba,
arrancaba la fruta verde, incluso ramas enteras si podía, para no tener
que cogerlas más adelante.
—¡Aquéllas no! —gritaba mi madre desde el suelo—. Ésas no
están a punto todavía. Tendremos que volver mañana por ellas.
Esa vez perdí los estribos, así que me arranqué el delantal y lo
lancé al suelo, pero quedó enganchado en una maldita rama, cargado
de frutas y fuera de nuestro alcance, tanto desde el árbol donde yo me
hallaba como desde el suelo.
—¡Espera! ¡Espera a que te agarre y verás! —exclamaba mi madre
furiosa trotando alrededor del árbol.
No bajé hasta que se calmó, y para entonces habíamos perdido el
autobús y tuvimos que esperar a que parase algún coche, lo que ya no
es tan fácil como era antes. Con la pequeña localidad a un costado, la
carretera parecía muy larga y desolada y daba la impresión de no
llevar a ningún lado. Cuando oscureció, todos los perros comenzaron a
ladrar como si se hubieran vuelto locos, y me invadió una terrible
sensación de soledad.
—Ojalá estuviéramos en casa —dije, mientras pasaban los coches
sin detenerse.
—Espera un minuto —dijo mi madre, y en la oscuridad robó una

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ramita de romero del seto de alguien—. Esto tiene un perfume
fantástico —comentó, estrujándolo entre sus toscos dedos y
dándomelo a oler—. Ya verás cómo enseguida nos recogerá alguien
—me consoló.
Otro día, un domingo por la mañana en que hacía mucho frío, mi
madre decidió que teníamos que ir de todas formas. Yo estaba muy
resfriada, pero ella dijo:
—El aire del campo te irá bien —y luego añadió—: si antes no te
mata.
El cucú cantaba y cantaba.
—¡Escucha! —me dijo—. Ese pájaro canta realmente toda la
escala. —E intentaba silbar como el cucú, pero no dejaba de reírse y,
claro, uno no puede silbar mientras se ríe.
Luego pasamos al lado de unos corderos, acurrucados en un redil
natural de aulagas y hierbas largas y marchitas, cubiertas de brillante
escarcha, donde el tronco renegrido de un árbol quemado y caído hacía
las veces de entrada para los animales.
—Rápido —dijo mi madre—. Agarremos un cordero y cojamos un
poquito de lana para el abuelo.
—Pero no son nuestros.
—¡Qué más da!
Y antes de que pudiera detenerla ya había saltado el tronco y se
hallaba en medio de las ovejas. Se produjo una algarabía terrible. En
medio de aquel jaleo, consiguió hacerse con un poquito de lana.
—Está horriblemente sucia y gastada —se lamentó, estirando los
jirones con sus fríos dedos—. Creo que en mi vida había visto una lana
tan miserable —agregó.
Aquella noche estuvo ocupada con la lana. Primero la colocó en la
mesa de la cocina.
—¿Qué peinado querrá la señora esta semana? —dijo dirigiéndose
a la lana.
Se puso a lavarla y peinarla para intentar mejorar su aspecto.
Luego la volvió a poner sobre la mesa y estuvo paseándose alrededor
de ella, hablándole y mirándola desde todos los ángulos. ¡Menuda risa!
Yo me desternillaba; me reí hasta tener dolor de estómago.
—La enrollaré en tus tenacillas de pelo —dijo por fin.

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Pero aun después de haber estado toda la noche en una tenacilla,
aquello no tenía aspecto de nada.
—Me siento avergonzada de esta lana —dijo mi madre.
—Pero no es nuestra.
—Ya lo sé, pero me avergüenzo igualmente —respondió.
Así que, cuando fue a casa del señor Baker, cortó un pedazo
diminuto de la suave y sedosa alfombra blanca del cuarto de baño, de
una parte en que no se notaría, la envolvió con mucho cuidado en un
trozo de papel de estaño y a última hora de la tarde fuimos a visitar al
abuelo. Lo encontramos sentado, con una manta a cuadros sobre sus
pobres piernas paralizadas y el tablero de damas a su lado. Solía jugar
a las damas —siempre con las negras—, pero los otros ancianos de la
habitación se habían quedado dormidos y no tenía con quién disputar
una partida.
—Aquí tiene un poquito de lana de la esquila, papá —dijo mi
madre, inclinándose y dándole un beso.
Al abuelo se le iluminó la cara.
—Qué detalle traérmelo, todo un detalle —dijo, mientras sacaba el
recorte de alfombra de nailon de su envoltorio—. Es muy bueno,
espeso y suave —continuó, palpando la sedosa tersura, y sonrió a mi
madre mientras ella trataba de adivinar en su rostro un posible rasgo
de desaprobación o desencanto.
—Hoy en día hacen cosas maravillosas con las ovejas, papá —dijo
ella.
—Desde luego —respondió él sin dejar de acariciar el trocito de
alfombra.
—¿Le gusta, papá? —le preguntó con ansiedad—. Le gusta,
¿verdad?
—Oh, sí, me gusta —la tranquilizó él.
Me pareció ver un destello de desilusión en sus ojos, pero la
verdad es que los ojos de los ancianos parecen estar siempre llenos de
lágrimas.
Mi madre estaba muy cansada, tanto que se adormilaba junto a la
cama, pero jugó tres partidas de damas y se dejó ganar en todas,
mientras yo miraba la tele en el pequeño comedor con la enfermera de
noche. Y luego nos tuvimos que marchar porque mi madre tenía por

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delante todo un día de trabajo en South Heights. El trabajo que le
esperaba no era mucho, pero tenía que organizar un montón de cosas
y, durante el regreso a casa, comentó que necesitaría todo su ingenio.
Por las escaleras tropecé y me caí encima de ella.
—¡Ay! ¡Me he clavado tus huesos! —Estaba realmente tan flaca
que te hacías daño si te golpeabas con ella.
—Bueno, ¿qué esperabas que fuese?, ¿una maravilla sin huesos?
¡Cómo iba a caminar si no tuviera huesos que me sostuviesen!
La situación era en verdad terrible. Mi madre llevaba una vida muy
dura. En primer lugar, era una gran trabajadora y no sabía decir que no
a la gente, de modo que siempre tenía mucho trabajo pendiente,
además de las otras cosas que hacía. Y nuestra vivienda era muy fea,
estrecha y sucia. A ella le hubiera encantado tener una casa bonita y
elegante y hubiera deseado, más que nada en el mundo, que mi
hermano se sacara de encima lo que ella denominaba su profunda
infelicidad. Mi madre no sabía de dónde le venía ésta, pero
consideraba que era el motivo de todos sus gruñidos y su aversión por
la buena comida. También deseaba que él tuviera alguna ambición,
algún objetivo en su vida: siempre me estaba hablando de eso.
¿Por qué no querría el viejo vender sus tierras? No le servía para
nada conservarlas. La terquedad del abuelo forzó a mi madre a desear
que muriese. Nunca me lo dijo, pero yo podía imaginar lo que ella
debía de estar sintiendo, porque me di cuenta de que yo misma
deseaba su muerte, ¡todas las noches lo deseaba! ¡Imagínate, desear
realmente la muerte de alguien!
La razón de ello es que nos habría solucionado un poco la vida.
Al día siguiente tuvimos que madrugar mucho porque, aunque sólo
tenía que limpiar un apartamento, había organizado en el ático una
recepción de boda encargando la comida. La dueña del ático, Bola de
Billar —como la llamaba mi madre—, se había ido tres meses de viaje
y durante aquel tiempo ella había aprovechado al máximo la vivienda.
—Es un conjunto de habitaciones espléndido —decía mi madre
cada vez que íbamos allá.
Cierta vez se probó una de las pelucas de Bola de Billar, una de
ésas de color gris azulado y muy encrespadas, que le quedaba feísima,
y estuvo haciendo muecas en el espejo.

19
—Parezco un águila peluda con esto —dijo.
Y cuando se puso un gorro de baño, ¿sabes?, uno de esos que
figuran pétalos de flor…, ¡estaba tan divertida que casi me muero de
risa!
Bola de Billar era tan rica que había hecho instalar un ascensor
especial en el flanco del edificio para que construyeran una piscina,
una vez terminado aquél. Allá, en lo alto, tenía su propia piscina.
—Aquí me entran vértigos —comentó mi madre—. Dime, ¿voy
bien peinada por detrás?
Le dije que sí. Siempre estaba preguntando si iba bien peinada por
detrás; la verdad es que estaba muy mal, pero nunca se lo confesé
porque para qué habría servido: no tenía tiempo para ocuparse de su
cabello.
—Un día escribiré un libro —dijo mi madre.
Estábamos colocando cuidadosamente los vasos y cubiertos de
plata en la mesa que habíamos apoyado contra la ventana. A lo lejos se
veían el río azul y la carretera principal con coches que parecían
pequeños escarabajos de colores, traqueteando sin rumbo, de arriba
abajo.
—Sí, voy a escribir este libro —dijo—. Quiero que se publique
como librillo de bolso.
—Querrás decir como libro de bolsillo.
—Sí, lo que digo: librillo de bolso; con una foto en la tapa de una
chica con el vestido desgarrado, atada a un poste en medio del
desierto. Y en todas las historias habría vinos caros y ciudades
europeas y nombres de cuadros y edificios famosos y gente rica con
ropa cara y joyas preciosas, muy elegantes, ¿sabes?, pero haciendo y
diciendo cosas horribles. El público me lo sacaría de las manos.
Pondría escenas de gente comiendo y haciendo el amor al mismo
tiempo. A lo mejor querrían hacer una película porque es lo que le
gusta a la gente. Se llama oferta y demanda.
—Es un buen título.
Se quedó un momento pensativa.
—No había pensado en el título.
Tuvo que interrumpir su sueño porque llegó el de la casa de
recepciones con sus bandejas de madera llenas de huevos al curry y

20
albóndigas, y los invitados, que habían abandonado aprisa la
ceremonia, estaban empezando a llegar. Mi madre distribuyó por todas
las habitaciones de la casa flores de plástico y, tan pronto como
llegaron los novios y su séquito, comenzamos a servir.
—En estas ocasiones, la gente de veras come bien —murmuró mi
madre. Le encantaba verlos disfrutar—. ¿En qué otro sitio podrían
tener una recepción tan bonita por este precio?
Incluso había sacado las gruesas toallas de Bola de Billar e hizo
correr discretamente la voz de que el invitado que quisiera hacer uso
de las instalaciones, podía darse una ducha. Se los invitaba a disfrutar
del cuarto de baño, con agua caliente sin límites.
—Enséñales cómo funcionan esos grifos tan elegantes —me
susurró—. Con seguridad no habrán visto un cuarto de baño como éste
en su vida.
Y, repartiendo sonrisas a diestro y siniestro —era una anfitriona
estupenda, todo el mundo lo dijo—, continuó sirviendo bebidas y
comida a los felices invitados.
En medio de todo aquello, mi madre me dijo al oído:
—El poder vivir una ocasión como ésta arranca toda la vulgaridad
de sus vidas, y sin hacer daño a nadie. Incluso las cosas sórdidas están
bien si están en el entorno adecuado y no hacen daño a nadie…
En ese preciso instante el timbre de la puerta empezó a sonar sin
cesar.
—¡Oh, Dios mío!
Ése era el único temor de mi madre: el miedo a ser descubierta y
cogida.
—¡Abre el balcón! —me ordenó, empujándome hacia las puertas
dobles—. Por aquí, a ver la preciosa vista —dijo alzando la voz por
encima del murmullo, las risas y la comida—. Salgan afuera con sus
helados y vean el mundo —agregó, levantando los brazos hacia el
cielo. Consiguió que se amontonaran fuera, en el estrecho espacio que
rodeaba la piscina.
—Prohibido bañarse —bromeó—. Por lo menos, vestidos.
Me dejó con los desconcertados invitados y salió disparada hacia
la puerta. Yo intentaba oír algo y aparentar tranquilidad, pero estaba
muy nerviosa. Quizá Bola de Billar había vuelto antes de lo previsto y

21
¿qué explicación íbamos a darle cuando viera a toda aquella gente en
su ático? No podía oír nada y me latía el corazón tan fuerte que pensé
que me iba a caer muerta delante de todo el mundo.
Pero, transcurridos unos instantes, mi madre estaba de regreso.
—¡Un invitado sorpresa trae suerte a la pareja! —anunció,
haciendo entrar de nuevo a la gente para servir el champán.
La invitada sorpresa lo pasó de maravilla. Mi madre se había
olvidado de que había dicho a la anciana señora Myer, que vivía en el
extremo de nuestra calle, que podía ir cuando quisiera a poner en
remojo los pies o a hacer su colada en el ático, y ella había elegido
aquel día para hacer ambas cosas. Un par de invitados también lavaron
algo de ropa para probar las máquinas.
—No hay nada tan bonito como la ropa limpia —dijo mi madre. Y
luego propuso un brindis especial—: ¡Por el amigo ausente!
Estaba pensando con cariño en Bola de Billar, me explicó.
—¡Por el amigo ausente!
Al poco rato se acabó el champán.
—¿Tengo la nariz roja? —me musitó preocupada mientras
pronunciaban los discursos.
Siempre tenía la nariz roja, y aún más cuando bebía cualquier tipo
de alcohol o cuando gritaba a mi hermano. Iba detrás de él y le
preguntaba si tenía la nariz roja, como si a él le importase. Nunca
entendimos por qué le preocupaba tanto.
—No —le dije.
—¡Oh! ¡Menos mal! —suspiró.
Tardamos una eternidad en poner las cosas en orden. Mi madre
estaba terriblemente cansada, pero muy contenta con el éxito del día.
Parecía volar por el apartamento cantando y hablando.
—Arregla eso —me dijo—. Un ser humano no puede obligar a
otro a hacer nada. Pero si eres madre, es tu deber hacerlo. Los bebés
comen, vomitan y se hacen pipí, se sientan y gatean y caminan y
hablan, pero después de todo eso lo único que tienes que procurar es
obligarlos a hacer las cosas que deben hacer en este mundo. Por eso
siempre estoy vociferando de esta manera y, créeme, ¡es realmente
duro!
—Sí —le dije, y luego, no sé por qué, me puse a llorar. La verdad

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es que sollozaba muy alto. Sé que aquellos hipidos sonaban horribles,
pero no podía evitarlo.
—¡Oh, te he hecho trabajar demasiado!
Mi madre era muy buena; me hizo sentar en el sofá, puso la tele y
preparó una taza de chocolate caliente para las dos antes de irnos a
casa.
Aunque el abuelo era un anciano y su muerte era de esperar, en
realidad nos cogió por sorpresa y, claro, todo cambió de repente. La
muerte es así. Mi madre dijo que había sido como si en cinco minutos,
de golpe, tuviera ochenta y siete acres para vender, además de la casa.
Ella tenía un montón de cosas que hacer pero no quería dejar en la
estacada a la gente de South Heights, así que fue a trabajar como de
costumbre y limpiamos los apartamentos a toda velocidad.
Como era invierno, el viejo Fred y el dueño del colmado no tenían
nada que mirar en la piscina, de modo que mi madre les puso el
tocadiscos del señor Baker y les dio los auriculares. Por suerte había
dos, y ya sabes lo que pasa cuando te los pones: te da la sensación de
que estás cantando con la música; es como si tuvieras la cabeza en
maravillosos cojines de voces y sientes la música en pleno cerebro.
—¡Ven y escucha a este par de viejos cascarrabias! —me dijo mi
madre haciéndome señas, y casi nos morimos de risa oyéndolos dar
balidos y lamentos, en la creencia de que estaban metidos en aquellas
canciones. Parecían dos viejas ovejas descarriadas.
—¡Qué bien lo están pasando, escucha!
Creí que mi madre iba a estallar en llanto de tanto que se reía
detrás de la puerta de la sala.
—Me alegro tanto de haber pensado en ello —dijo—. ¡Hagas lo
que hagas, no dejes que te vean riendo de esta manera!
Mi madre decidió que se ocuparía de vender ella misma el terreno,
porque no quería que ningún agente pusiera sus sucias manos en un
porcentaje de la tierra. Había un hombre interesado en comprarla, al
que mi madre había tenido en reserva durante años. Creo que era un
cirujano oculista, Oscar Harvey, aunque según ella habría debido tener
una banda de música con aquel nombre. Bueno, pues el doctor Harvey
quería el valle —lo había dicho hacía siglos— y mi madre había
tenido que rehusarse.

23
Aquel fin de semana fuimos los tres, mi madre, yo y mi hermano, a
poner un poco de orden y asegurarnos de que los colonos no se
marchaban llevándose cosas que habían pertenecido al abuelo y que
ahora eran de mi madre.
Creo que nunca el campo me había parecido tan bonito. Siempre
me quejaba y quería volver a casa nada más llegar allí, pero aquella
vez era diferente. Los pájaros armaban un gran jolgorio.
—Es como si fuera música —dijo mi madre.
Las urracas parecían acariciar la mañana con sus cantos mientras
subíamos lentamente por el húmedo prado.
—Se llama tierra de verano —nos explicó mi madre.
De repente oímos un extraño ruido a nuestras espaldas. Era mi
hermano, que corría y corría ladera arriba, ¡corría como si se hubiera
vuelto loco! Y gritaba, y ése era el ruido que habíamos oído. No
reconocimos su voz; era como la voz de un hombre, una voz que
llenaba el valle con sus gritos. Tampoco lo habíamos visto nunca
correr de aquella manera. Sus delgados brazos y piernas volaban en
todas direcciones y su voz se elevaba en el viento.
—Creo que está riéndose —dijo mi madre, inmóvil en el barro, sin
darse cuenta de que se hundía. De golpe, mientras lo contemplaba, se
le saltaron las lágrimas—. ¡Creo que está feliz! —agregó—. ¡Es feliz!
No podía creerlo, y yo pensé que nunca la había visto tan feliz en
toda su vida.
Continuamos caminando hasta la casa. El colono estaba junto al
cobertizo y acababa de poner en marcha el tractor; lo había desplazado
muy despacio hasta la puerta, como si fuera un animal enfermo, y allá
se había detenido, parecía que para abrir un cortafuegos antes de que
se concretara la venta.
No veíamos a mi hermano por ningún lado, hasta que distinguí sus
delgados dedos blancos tanteando las matas de ricino del patio.
—¡Socorro! —Y sus dedos estrujaban las hojas y el aire y volvían
a desaparecer— ¡Socorro! ¡Socorro!
—¡Está atrapado! —dijo mi madre riendo.
Se abrió paso por el patio invadido de hierbajos, mientras mi
hermano aparecía y desaparecía, fingiendo que estaba realmente
atrapado. Ella quiso cogerlo, perdió el equilibrio y se cayó, y los dos

24
se rieron como idiotas. Es curioso, ¿sabes?: era tan gracioso que por
una vez no sentí frío en ese lugar.
Mi madre y yo empezamos a barrer y limpiar la casa de inmediato.
Habían hecho algunas reparaciones y, en conjunto, no estaba tan mal
como esperábamos. La casa constaba de tres habitaciones un poco
pequeñas y una cocina bastante grande. En realidad, el abuelo nunca
había vivido allí; hasta muy entrado en años no había podido comprar
la tierra y luego había ido los fines de semana. Siempre había añorado
el campo.
—Siempre hablaba de tener una granja —contaba mi madre.
Y me explicaba cuánto había deseado vivir allá y cómo había ido
instalando todo poco a poco hasta que tuvo el ataque. Después de eso,
claro, no pudo ir más porque se necesitaban tres personas para
moverlo y qué iba a hacer allá afuera paralizado como estaba, y
entonces vinieron todos aquellos años tan tristes en el hospital.
—No está mal esto —continuó—. ¡Adondequiera que mires por
estas ventanas es bonito y este pórtico alrededor es una gran cosa! Más
tarde, cuando acabemos, nos sentaremos ahí.
Entró mi hermano, que venía realmente entusiasmado con la idea
de poner estacas nuevas y alambre y pintura, y no dejaba de
preguntarle:
—¿Qué te parece si pinto la casa?
—Oh, ya lo hará el nuevo propietario —dijo mi madre, con la
cabeza en la cocina de leña, intentando descubrir el tiro y la manera de
limpiarlo.
—Bueno, ¿y si pintara los cobertizos?
Parecía interesado de verdad. Como ella estaba ocupada no le hizo
caso, así que él salió afuera otra vez.
En seguida oímos el motor del tractor y cómo arañaba las rocas a
medida que iba ladera arriba en dirección a la parte de maleza que
había que limpiar para ajustarse a la normativa. Mi madre salió al
pórtico a sacudir los colchones.
—Ven y mira —me llamó.
Y allá estaba mi hermano, sentado al volante del tractor y con
expresión orgullosa, como si supiera con exactitud qué era lo que tenía
que hacer.

25
—¡Parece un príncipe, subido a esa máquina!
Mi madre estaba encantada. Como era de esperar, él hizo un poco
el payaso cuando giró, fingiendo que se caía. Después se paró y se
bajó como si tuviera que empujar aquella mole. Dio contra las rocas
con un gran estruendo y el colono se quedó mirándolo.
—Hace años que el tractor no subía allí —le dijo a mi madre.
Lo cierto es que pasamos un día estupendo y, en el autobús de
vuelta a casa, mi hermano se durmió, pues no estaba acostumbrado al
aire puro. Tenía la nariz y las orejas de un vivo color rojo y mi madre
no dejaba de mirarlo en silencio, pensando y pensando.
Al día siguiente mi hermano se fue para allá solo, para intentar
terminar todos los cortafuegos, porque el contrato no podía firmarse
hasta que tanto éstos como las cercas estuvieran hechos. Antes de
marcharse le dijo a mi madre qué tenía que encargar y hacer enviar.
De repente parecía estar al corriente de todo. El cambio producido en
él parecía un milagro; incluso estuvo amable conmigo.
Además de ocuparnos de la venta, había que organizar el funeral
del abuelo. Mi madre quería que tuviera una lápida, así que se presentó
en el marmolista con una inscripción: «En vano es que os levantéis tan
temprano y vayáis tras el pan de las preocupaciones; porque Él da
Descanso a sus Amados».
—No sabía que supieras la Biblia.
—No —dijo mi madre—. Estaba en el periódico de esta mañana
en ese pequeño recuadro «texto para hoy» o algo así, y creo que es
muy bonito y muy adecuado. No me importaría que me lo pusieran a
mí; pero, como yo estoy todavía tras el pan de las preocupaciones y de
momento no soy la «Amada», se lo pondré al abuelo.
El precio del terreno no planteó problema alguno: ese doctor
Harvey realmente deseaba tenerlo. Se había interesado por el valle
hacía años, cierta vez que estábamos allá y él detuvo su coche
demasiado tarde para evitar quedarse enfangado al final del camino.
Mi madre tuvo que decirle que no estaba a la venta, aunque le aseguró
que hubiera dado su brazo derecho con tal de poder venderlo, pero le
prometió que si algún día lo ponía a la venta se lo haría saber de
inmediato. Luego nos tuvimos que marchar para no perder el autobús,
así que no pudimos ayudarlo a sacar el coche del fango. Como el fin

26
de semana siguiente ya no estaba, supimos que de alguna manera
había conseguido sacarlo.
—Podrías venirte conmigo —me dijo mi madre el día que tenían
que firmarse los papeles—. No te vendrá mal saber cómo se llevan
estos asuntos; la mejor manera de entender estas cosas es verlas con
tus propios ojos.
Mi hermano ya había ido al valle con el primer autobús. Ahora que
la finca era nuestra por completo, todo el tiempo que pasaba allí le
parecía poco, por más que estuviera a punto de pasar a otras manos.
Mi madre se había quedado muy pensativa, mirándolo correr por
nuestra pequeña y miserable calle.
También a mí me venía a la memoria continuamente la casa de
maderas desgastadas en lo alto del campo soleado, y me encontré
comparándola todo el rato con el horrible terreno trasero donde
teníamos nuestra habitación y cocina. Conociendo lo que se veía desde
las ventanas de la casita, comprendía ahora que en casa no teníamos
nada que contemplar, aparte de los cubos de basura y de la gente
hablando, gritando, tosiendo y escupiendo y siempre con prisas,
llevando el mismo tipo de vida dura y vertiginosa que mi madre.
Desde luego, el dinero de la venta cambiaría mucho su vida, de modo
que no dije nada, y ella tampoco dijo mucho, aunque parecía discutir
consigo misma.
—Por supuesto que el sitio no significa nada: ninguno de nosotros
procede de allá ni ha vivido en él —oía cómo mascullaba para sí
mientras caminábamos.
Nadie puede hacer nada con una finca —al margen de la cantidad
de acres que tenga— si no tiene dinero. Naturalmente, mi madre
necesitaba el dinero, así que me cuidé bien de decir en voz alta: «¿No
sería bonito vivir allá durante un tiempo?». Yo adivinaba que mi
hermano pensaba lo mismo, aunque nunca decía nada, pero lo vi
leyendo una revista sobre aves de corral que debía de haber cogido de
la barbería. De pequeño nunca jugó mucho; mi madre siempre decía
que había dejado de jugar demasiado pronto. Pero a menudo traía un
gato extraviado y le pedía si podía quedárselo y jugar con él, y lo
acariciaba con una ternura que nunca le habíamos visto manifestar con
otras cosas. Le gustaba caminar varias calles más allá hasta la casa de

27
una mujer que tenía gallinas en el patio trasero, y se quedaba de pie
durante horas contemplándolas a través de una estaca rota de la cerca,
quizá porque había heredado algo de la sangre granjera del abuelo.
Me estaba preguntando si mi madre estaría pensando las mismas
cosas que yo, cuando llegamos al despacho del abogado. También
estaba allí el doctor, muy bien vestido, y no se me pasó por alto la
mirada de aprobación de mi madre a su camisa bien planchada. La
habitación era marrón, cálida y confortable, con madera barnizada y
piel por todas partes, y una ventana en lo alto de la pared por la que
entraban los rayos del sol, como una especie de haz de luz con polvo
en suspensión que se reflejaba en la esquina del gran escritorio.
Creo que nunca podré olvidar aquella habitación, porque lo que
sucedió allí cambió nuestras vidas de una forma que nunca hubiera
soñado.
Bueno, nos sentamos todos e intentamos escuchar lo que leía el
abogado. Todo me sonaba muy extraño: entendía algunas palabras,
como «acres». Y «pies» y «hectáreas», pero era como estar con
Piernas Inquietas de nuevo. Oía hablar de cientos y miles de dólares y
parecía un poco como en la escuela. Empecé a pensar en vestidos que
me gustarían y en el peinado que me haría, mientras el abogado seguía
pasando las páginas. Me rendí y ya no intenté comprender cosas como
«el título de propiedad», «finca con gravámenes o libre de ellos», así
que en su lugar pensé en unas botas altas y un abrigo negro con
solapas blancas, que creo que era de piel con un sombrerito redondo
que hacía juego.
Todos estaban muy ocupados escribiendo sus nombres uno detrás
de otro en diferentes papeles.
—Aquí —decía el abogado, que se llamaba Rusk— y aquí —decía
señalando con su blanco dedo para que mi madre supiera dónde poner
su nombre.
De pronto mi madre se inclinó hacia adelante.
—Estoy un poco mareada —murmuró.
¡Oh, cómo me asusté! Le di un codazo.
—¡No te desmayes aquí delante de ellos! —dije, tremendamente
turbada.
El señor Rusk pidió un vaso de agua a la secretaria.

28
—Gracias, querida —dijo mi madre y sorbió el agua.
Yo estaba algo asustada, porque la verdad es que nunca había visto
a mi madre beber agua fría de un trago de aquella manera.
—¿Está mejor ahora? —dijo el doctor Harvey, propietario de tanto
dinero y ahora dueño del precioso valle, mirando a mi madre con
amabilidad.
Era un verdadero caballero y además atento, por lo que se veía.
—Verá usted —dijo mi madre de pronto, y la nariz se le sonrojó
intensamente como cuando está llena de vino o enfadada con mi
hermano o, como sucedió en este caso, cuando se le ocurre una idea—.
Mire —le dijo al doctor—. Papá deseó ardientemente vivir en aquella
casa y estar en el valle. Durante toda su vida no deseó otra cosa que
tener su propia granja. Lo llevaba en la sangre y lo era todo para él,
pero nunca pudo ver su deseo satisfecho. Y usted, que también ha
esperado tanto tiempo el valle —continuó—, comprenderá, amando la
tierra como usted la ama, cómo me siento ahora. Siento —dijo—,
siento que si pudiera estar en el valle y vivir en la casa y plantar ahí
una cosecha y estar allí sólo hasta que madure, siento que papá, tu
abuelo —se volvió hacia mí—, siento que descansaría mejor en su
último reposo.
Se quedaron mirando a mi madre y ella les devolvió la mirada.
El doctor sonrió con cordialidad.
—Bueno —dijo.
Oh, era un hombre generoso, y acababa de pagar a mi madre toda
la cantidad que ella había pedido.
—No veo nada malo en ello —agregó.
—No consta en el contrato —dijo el señor Rusk bastante
contrariado, pero el doctor hizo un gesto con la mano para apaciguar la
indignación del viejo Rusk.
—Es un acuerdo entre caballeros. —Y se acercó a mi madre y lo
sellaron con un apretón de manos.
—Ésta es la mejor manera —dijo mi madre, sonriendo desde
debajo de su gastado sombrero marrón.
Luego el abogado y el doctor tuvieron una pequeña discusión y por
fin el abogado aceptó añadir por escrito que podíamos vivir en la casa
y quedarnos en el valle hasta que madurase una última cosecha. De

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modo que firmaron el acuerdo.
—Mis mejores deseos para su cosecha —dijo el doctor, saliendo
de detrás del escritorio y estrechando de nuevo la mano de mi madre.
—Gracias —dijo ella.

—Ya está todo arreglado y firmado —dijo mi madre a mi hermano


por la noche.
Los pocos días de trabajo en el campo parecían haberlo cambiado.
Tenía un aspecto fuerte y estaba bronceado y, por una vez en su vida,
tenía una ligera expresión en los ojos. Normalmente nunca revelaba
nada de sí mismo mediante una mirada o una palabra, excepto para ser
desagradable. Mi madre lo disculpaba siempre diciendo que este
mundo no estaba hecho para él, y que su mal carácter provenía de no
poder explicarse esto a sí mismo ni a nadie, y que, como no podía
explicárselo, tampoco sabía qué hacer. A mí me pareció ver algo de
tristeza en sus ojos, aun cuando habíamos hecho un gasto extra para la
cena y teníamos jamón y helado de vainilla.
Ella le contó que podríamos quedarnos allá por una última
cosecha.
—Entonces, pintaré la casa.
—¡Buena idea! —dijo mi madre—. Compraremos la pintura, pero
no hay necesidad de precipitarse: podemos tomarnos nuestro tiempo
para ir haciendo las cosas. Necesitaremos alguna clase de vehículo.
—No tienes permiso de conducir —le dije a mi hermano.
En cualquier otro momento me hubiera enviado bien lejos de un
golpe por haberle dicho aquello.
—Me examinaré —dijo tranquilamente.
—No hay prisa —dijo mi madre.
—Pero una cosecha no dura mucho.
—Dura lo suficiente —dijo mi madre.
Por la noche estuvo estudiando catálogos que había recogido en el
camino de vuelta a casa, y escribió una carta que salió a echar ella
misma.
Mi madre sentía dejar a la gente de South Heights de aquella
manera, pero después del acuerdo entre caballeros todo parecía haber
cambiado y tenía un poco de prisa. Su cerebro ya estaba tramando.

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—Cuando cambie el tiempo invitaremos a todos los de nuestra
calle a una barbacoa —dijo—. Podrían venir en el autobús de las once
y caminar hasta las dehesas del fondo. Será como probar un poco de
placer, algo diferente. No hay nada como un cambio para la gente
aunque sea sólo un día; es tan bueno como unas vacaciones.
La primera noche en la casita fue muy tranquila.
—Espero que nos acostumbremos a esto —dijo mi madre.
Yo tenía la intención de despertarme y disfrutar de la salida del sol
por entre la maleza, pero me dormí y me lo perdí.
Poquito a poco mi madre fue adquiriendo cosas. Oh, era fantástico
salir a gastar; escoger cosas nuevas como una tetera y unas sillas de
madera que mi madre quiso comprar porque eran muy sencillas.
Y luego llegaron sus plantas. El carretero bajó las cajas, unas
especies de cestitas de madera con agarraderas, y las fue colocando en
el borde del pórtico. Estaban envueltas en arpillera, cada una
etiquetada con nuestro nombre, y dentro de ellas había un montón de
plantitas diminutas, cientos de ellas. Cuando se marchó el carretero mi
hermano tomó uno de los pequeños recipientes de plástico; nunca lo
había visto hacer nada con tanta delicadeza.
—¿Qué son?
—Nuestra cosecha. La última cosecha.
—Sí, ya lo sé, pero ¿qué son?
—¿Éstos? Son un bosque de eucaliptos —dijo mi madre.
La miramos.
—Pero esto tardará años y años en crecer.
—Lo sé —dijo.
Parecía indiferente, pero por la forma en que se le estaba poniendo
roja la nariz supe que estaba tan encantada como nosotros con los
diminutos arbolitos. Naturalmente, ella había tenido la idea, pero a
nosotros nos sacudió —me refiero a la sorpresa—, y tuvimos que
reponernos.
—Pero, ¿y el doctor Harvey?
Podía imaginarlo, pálido y paciente en su coche en medio de la
solitaria carretera que atraviesa este valle, mirando con nostalgia su
casa y sus campos y sus dehesas y sus laderas de maleza y arbustos.
—Bueno, no hay nada en el acuerdo de caballeros que le impida

31
venir a su finca cuando lo desee y hacernos una visita —dijo mi madre
—. Empezaremos a plantar mañana —añadió—. Elegiremos los
mejores lugares y los limpiaremos de maleza y de hierbas muertas a
medida que avancemos. Tengo instrucciones completas de cómo se
hace. —Echó un vistazo a su reloj nuevo. —Se está haciendo tarde,
voy a comprar patatas fritas —dijo—. Supongo que desde aquí voy a
tener que recorrer kilómetros para encontrarlas. —Nos siguió hasta el
interior de la casa para coger el bolso. —Podréis hacer vuestros
estudios por correspondencia —prosiguió—. ¡Hasta yo podría hacer
algún curso! —Estaba oscureciendo aprisa—. Encended un buen
fuego —dijo.
La oímos bajar en coche por el camino y, al tomar la carretera, nos
llegó un chirriar de marchas. Mi hermano hizo una mueca, pues no
podía soportar que se maltratase a las máquinas, pero estuvo de
acuerdo conmigo en que probablemente ella no había podido evitarlo,
ya que hacía tiempo que no se sentaba frente a un volante.

32
La debutante

LEONORA CARRINGTON

En la época en que yo iba a ser presentada en sociedad, iba a


menudo al zoo. Solía ir con tanta frecuencia que conocía mejor a los
animales que a las chicas de mi propio grupo. De hecho, iba al zoo
todos los días para evadirme de la sociedad. El animal que llegué a
conocer mejor fue una joven hiena. Ella también me conocía; yo le
enseñaba francés[1] y ella a cambio me enseñaba su lenguaje. Así
pasamos muy buenos ratos.
Mi madre había organizado un baile en mi honor para el primero
de mayo. Me quitaba el sueño sólo pensarlo; siempre he detestado los
bailes, sobre todo los que se celebran en mi honor.
El primer día de mayo fui a visitar a la hiena por la mañana muy
temprano.
—¡Qué aburrimiento! —le dije—. Esta noche tengo que asistir a
un baile en mi honor.
—Qué suerte tienes —me dijo ella—. A mí me encantaría ir. No sé
bailar, pero, por lo menos, podría conversar un poco.
—Va a haber cantidad de comida —dije yo—. He visto camiones
llenos de cosas en dirección a mi casa.
—¡Y tú aquí lamentándote! —dijo la hiena con expresión de
desagrado—. A mí sólo me dan una comida al día y es una porquería.
Tuve una idea tan brillante que casi me dio un ataque de risa.
—Podrías ir en mi lugar.
—No nos parecemos lo suficiente; de lo contrario, iría —dijo la

33
hiena muy apesadumbrada.
—Escucha —le dije—, nadie ve muy bien a la hora del crepúsculo;
nadie te distinguirá en medio de todos los invitados si te disfrazas un
poco. De cualquier forma, tienes más o menos mi talla. Eres mi única
amiga. Te lo suplico.
Se quedó pensando en mi proposición, aunque yo sabía que estaba
deseando decir que sí.
—Hecho —anunció de pronto.
Como era muy temprano, no había muchos vigilantes cerca. Abrí
rápidamente la jaula y corrimos hacia la calle. Cogí un taxi y pronto
estuvimos en casa, donde todo el mundo dormía. Una vez en mi
habitación, saqué el vestido que tenía que ponerme aquella noche. Era
un poco largo y a la hiena le costaba caminar con mis zapatos de tacón
alto. Tenía unas manos demasiado peludas como para parecerse a las
mías, así que le busqué unos guantes. Cuando el sol entró en mi
habitación, dio varias vueltas por ella, tratando de mantenerse erguida.
Estábamos tan absortas que, cuando mi madre entró a darme los
buenos días, casi abrió la puerta antes de que la hiena pudiera
ocultarse debajo de mi cama.
—Tu habitación huele mal —dijo mi madre mientras abría la
ventana—. Antes de la noche date un baño perfumado con mis sales.
—Sí, claro —le dije.
No se quedó mucho rato, supongo que porque el olor era
demasiado fuerte para ella.
—No bajes tarde a desayunar —dijo mi madre antes de marcharse
de la habitación.
Lo más difícil fue disfrazarle la cara. Lo estuvimos pensando
durante horas y horas, pero ella rechazaba todas mis propuestas. Por
fin dijo:
—Creo que tengo la solución. ¿Tenéis criada?
—Sí —dije perpleja.
—Bien, escucha. Llámala y, cuando entre, me abalanzaré sobre
ella y le arrancaré el rostro; esta noche me pondré su rostro encima del
mío.
—No es práctico —dije yo—. Seguramente se morirá si se queda
sin rostro; encontrarán el cuerpo y nos meterán en la cárcel.

34
—Tengo suficiente hambre para comérmela —replicó la hiena.
—¿Y los huesos qué?
—También los huesos. ¿Está decidido?
—Sólo si me prometes matarla antes de arrancarle la cara; de lo
contrario, le dolería mucho.
—A mí me da igual.
Bastante nerviosa, llamé a Marie, la criada. Nunca lo habría hecho
si no hubiera detestado tanto los bailes. Cuando Marie entró, me volví
de cara a la pared para no ver. Reconozco que fue rápido. Un breve
grito y se había acabado. Mientras la hiena comía, yo miré por la
ventana.
Transcurridos unos minutos, dijo:
—Ya no puedo más; quedan todavía los dos pies, pero si tienes
una bolsita me los comeré más tarde.
—En la cómoda encontrarás un bolso con flores de lis bordadas.
Saca los pañuelos y cógelo.
Hizo lo que le indiqué. Luego dijo:
—Date vuelta y mira qué guapa estoy.
La hiena se estaba contemplando en el espejo y admirando el
rostro de Marie. Se había comido toda la parte de alrededor con mucho
cuidado, de forma que sólo había dejado lo que necesitaba.
—Lo has hecho muy bien —le dije.
Al atardecer, cuando la hiena acabó de vestirse, anunció:
—Me siento en muy buena forma. Creo que esta noche voy a dar
el golpe.
Aguardamos a que sonara la música en el piso de abajo, y entonces
le dije:
—Ahora baja y recuerda: no te acerques a mi madre porque seguro
que reconocerá que no soy yo. No conozco a nadie aparte de ella.
¡Buena suerte! —le dije dándole un beso, aunque olía muy mal.
Había caído la noche. Agotada por las emociones del día, cogí un
libro y me senté junto a la ventana abierta. Recuerdo que estaba
leyendo Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Habría transcurrido
una hora cuando se presentó el primer signo de mala suerte: entró un
murciélago por la ventana, dando grititos. Los murciélagos me dan un
miedo espantoso, así que me escondí detrás de una silla con los dientes

35
castañeteando. Mientras permanecía de rodillas, oculta tras la silla, oí
un estruendo en la puerta que apagó el ruido del aleteo. Mi madre
entró blanca de furia, y dijo:
—Acabábamos de sentarnos a la mesa, cuando la cosa que estaba
en tu sitio se ha levantado de un brinco y ha dicho a voces: «Huelo un
poco mal, ¿eh? Bien, en lo que a mí respecta, ¡yo no como pasteles!».
Luego se ha arrancado el rostro y se lo ha comido. Y de un gran salto
ha desaparecido por la ventana.

36
Historias de Gloria

ROCKY GÁMEZ

Todas las niñas sueñan con ser algo cuando sean mayores. A
veces, estas aspiraciones son totalmente ridículas, pero por proceder
de la mente de una niña se perdonan y, con el tiempo, se olvidan. Son
los pequeños sueños normales de los que la vida bebe su sustancia.
Todo el mundo ha aspirado a ser algo en uno u otro momento, y
muchas de nosotras hemos deseado ser muchas cosas. Recuerdo que
deseaba con tal intensidad ser monaguillo que cada vez que me
encontraba delante de una imagen hacía una reverencia, ya estuviera
en una iglesia o en una casa particular. Cuando esta aspiración quedó
olvidada, quise ser un piloto kamikaze para estrellarme contra la
iglesia que no permitía que las niñas ayudasen en el altar. Tras lo cual
viví una gran transición: quise ser enfermera, luego doctor, más tarde
bailarina de variedades, y por último elegí ser maestra de escuela.
Todo lo anterior obtuvo su perdón y quedó en el olvido.
Por el contrario, mi amiga Gloria nunca fue más allá de desear una
cosa y sólo una: quería ser un hombre. Mucho después de que yo me
marchara a estudiar a la universidad para aprender los enredos de ser
educadora, mi hermana pequeña me escribió unas cartas largas y
alarmantes en las que me contaba que había visto a Gloria a toda
velocidad por la calle en un antiguo Plymouth, tocando la bocina a
todas las chicas que paseaban por la acera. En una carta me decía que
la había distinguido en la oscuridad de un teatro manoseando a otra
chica. En otra, me decía que había visto a Gloria saliendo de una

37
taberna con una prostituta de cada brazo. Pero lo más molesto fue
cuando me contó que había visto a Gloria en una de esas tiendas que
abren de siete a once, con un corte de pelo masculino y lo que, según
parecía, eran unos polvos oscuros a ambos lados de la cara que
imitaban una barba.
Rápidamente me senté a escribirle una carta en la que le
manifestaba mi preocupación y cuestionaba su cordura. Una semana
más tarde recibí de ella una abultada carta. Decía así:

Querida Rocky:
Aquí me tienes, lápiz en mano para saludarte y esperando
que goces de una inmejorable salud, tanto física como mental.
En cuanto a mí, estoy bien, gracias a Dios Todopoderoso.
El tiempo en el valle es una mierda. Como seguramente
habrás leído o escuchado por la radio, hemos tenido un
huracán llamado Camille, un verdadero asesino que ha dejado
a muchas familias sin techo. Nuestra casa sigue en pie, pero el
valle parece Venecia sin góndolas. Como las calles están
inundadas, no puedo ir a ningún lado. Mi pobre coche está
sumergido, pero está bien. Creo que el buen Dios nos envió
una tormenta asesina para que me quedara en casa sentada y
pensara seriamente en mi vida, que es lo que he estado
haciendo estos tres últimos días.
Tienes razón, mi más querida amiga, ya no soy una niña.
Ya es hora de que empiece a pensar qué hago con mi vida.
Desde que te marchaste para trabajar en la escuela, he estado
saliendo con una chica llamada Rosita, y ahora le he pedido
que se case conmigo. No está bien andar por ahí jodiendo sin
las bendiciones de Dios. En cuanto pueda utilizar el coche
veré qué puedo hacer.
Tu hermana está en lo cierto; he estado saliendo con
prostitutas, pero ahora que he conocido a Rosita, todo va a
cambiar. Quiero ser un marido digno de su respeto, y cuando
tengamos hijos, no quiero que piensen que su padre fue un
borracho inútil.
Puede que pienses que estoy loca al hablar de ser padre,

38
pero, de veras, Rocky, creo que puedo. Nunca te he hablado de
algo tan personal como lo que voy a decirte, pero, créeme, es
verdad. Cada vez que hago tú ya sabes qué, soy como un
hombre. Ya sé que estás riéndote en este momento, pero,
Rocky, es la pura y santa verdad. Si no me crees, te lo
enseñaré algún día. De todas formas, no falta mucho para que
vengas para las Navidades. Te lo mostraré y te prometo que no
te reirás ni me llamarás idiota como siempre.
Mientras tanto, como ahora estás cerca de la biblioteca de
la universidad, puedes ir y comprobarlo por ti misma. Una
mujer puede ser padre si la naturaleza le ha dado suficiente
semen como para penetrar a una mujer. Apuesto a que no lo
sabías. Lo que demuestra que no hace falta ir a la universidad
para saberlo todo.
La sombra que tu hermana vio en mi cara no es carbón ni
nada que yo me restregara en la cara para que pareciera una
barba. Es de verdad. A las mujeres también les puede crecer la
barba, si se afeitan todos los días para estimularla. Me
importa un bledo que tú o tu hermana penséis que es ridículo.
A mí me gusta, y a Rosita también. Dice que estoy empezando
a parecerme a Sal Mineo. ¿Sabes quién es?
Bueno, Rocky, creo que por esta vez termino aquí. No te
sorprendas si Rosita está embarazada cuando vengas en
Navidad. Tendré una caja entera de Lone Star para mí y una
de Pearl para ti. Hasta entonces, se despide tu mejor amiga.
Un abrazo, Gloria.

Aquellas Navidades no fui a casa. Sufrí un grave accidente de


automóvil con un amigo mío poco antes de las vacaciones y tuve que
quedarme en el hospital. Mientras estaba en traumatología, con casi
todos los huesos de mi cuerpo hechos añicos, una de las enfermeras
me trajo una carta de Gloria. Ni siquiera podía abrir el sobre para
leerla y, como creía estar al borde de la muerte, no me importó que la
enfermera me la leyese. Si aquella carta contenía algún dato que
pudiera impresionar a la enfermera, tampoco me importaba. La muerte
es hermosa en la medida en que concede absolución, y, una vez que se

39
ha dado el último suspiro, todos los pecadillos son perdonados.
—Sí —le dije a la respetable enfermera—, puede leerme la carta.
Aquella mujer de mirada severa encontró un rincón cómodo a los
pies de mi cama y, ajustándose las gafas en su enorme nariz, empezó a
leer.

Querida Rocky:
Aquí me tienes, lápiz en mano, para saludarte y esperando
que goces de una inmejorable salud tanto física como mental.
En cuanto a mí, estoy bien, gracias a Dios Todopoderoso.

La enfermera hizo una pausa para mirarme y sonrió


maternalmente.
—¡Oh, parece una persona muy dulce!
Asentí.

El tiempo en el valle es una mierda. Ha estado lloviendo


desde el día de Acción de Gracias y ya casi estamos a finales
de diciembre y sigue lloviendo. En lugar de crecerme un pene,
creo que me va a salir una cola, como un renacuajo. ¡Je, je, je!

La respetable enfermera se sonrojó un poco y carraspeó.


—Qué gráfico, ¿no?
Yo volví a asentir.

Bueno, Rocky, no hay muchas novedades en esta gilipollez


de ciudad, aparte de que Rosita y yo nos hemos casado. Sí, lo
has oído bien, me he casado. Nos casamos en la iglesia de
Santa Margarita, pero no fue el tipo de boda que seguramente
te estarás imaginando. Rosita no iba vestida de blanco y yo no
llevaba un esmoquin, como me hubiera gustado.

La enfermera arrugó tanto la frente que le aparecieron dos


profundos surcos. Cogió el sobre y lo dio vuelta para ver el remitente,
y luego reanudó la carta con la expresión más estupefacta que he visto

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en mi vida.

Deja que te lo explique. Desde la última vez que te escribí,


fui a hablar con el cura de mi parroquia y le confesé lo que
era. Al principio se mostró muy comprensivo y dijo que fuera
lo que fuese, seguía siendo una hija de Dios. Me animó a ir a
misa todos los domingos y hasta me dio una caja de sobres
para entregar mi limosna semanal. Pero luego, cuando le pedí
si podía casarme con Rosita en su iglesia, casi me echó a la
calle.

La enfermera sacudió despacio la cabeza y su rostro se contrajo


intensamente. Quería decirle que no leyese más, pero mis mandíbulas
estaban como inmovilizadas por un cerco de hierro y no podía emitir
ningún sonido inteligible. Ella interpretó mis esfuerzos como un
gemido y continuó leyendo mientras se sonrojaba más y más.

Me dijo que no sólo era una aberración a los ojos de Dios,


sino también una locura a los ojos del Hombre. ¿Te das
cuenta? Primero me dice que soy una hija de Dios; luego,
cuando quiero hacer lo que la Iglesia ordena en su séptimo
sacramento, soy una aberración. Te digo una cosa, Rocky:
cuanto más vieja me hago, más confusa estoy.
Pero déjame continuar de todos modos. Esto no me
desanimó en lo más mínimo. Me dije a mí misma: Gloria, no
dejes que nadie te diga que no eres hija de Dios, aunque seas
un poco rara. ¡Eres hija de Dios! Y tienes todo el derecho a
contraer matrimonio por la Iglesia y que tu Padre del Cielo
santifique la clase de amor que desees elegir.

La enfermera sacó un pañuelito blanco y se secó la frente y la parte


superior del labio.

Así que, mientras iba camino a casa después de que me


hubieran hecho sentir como una miserable, o lo que

41
aberración signifique, se me ocurrió una brillante idea. Y
ahora viene lo que sucedió. Un chico que trabaja en el mismo
matadero que yo me invitó a su boda. Rosita y yo asistimos a
la ceremonia religiosa, que se celebró en tu ciudad natal, y nos
sentamos tan cerca como pudimos de la balaustrada del altar,
lo bastante cerca para oír lo que decía el sacerdote.
Simulamos que ella era la novia y yo el novio arrodillados
ante el altar. Cuando llegó el momento de pronunciar las
promesas del matrimonio, lo hicimos las dos, mentalmente,
claro, para que nadie pudiera oímos y escandalizarse. Hicimos
paso a paso lo mismo que mi amigo y su novia, salvo besamos,
pero hasta deslicé un anillo en el dedo de Rosita, diciendo con
el pensamiento: «Yo te entrego este anillo en prueba de mi
amor y mi fidelidad».
Todo fue como de verdad, Rocky, excepto que no íbamos
vestidas para la ocasión. Pero las dos estábamos elegantes.
Rosita llevaba un precioso vestido moteado de color lila, de
tela suiza, que me costó 5,98 dólares en J. C. Penny. No quise
gastarme tanto dinero en mí, porque Dios sabe el tiempo que
pasará hasta que vuelva a ponerme un vestido, así que fui a
casa de una de tus hermanas, la gorda, y le pedí si me podía
prestar una falda. Estaba tan contenta de saber que iba a ir a
la iglesia que me abrió su armario y me dejó elegir lo que
quisiera. Escogí algo sencillo: una falda negra con un perrito
de aguas monísimo en un costado. Y luego hasta me rizó el
pelo y me peinó. La próxima vez que me veas estarás de
acuerdo en que me parezco a Sal Mineo.

La enfermera dobló la carta con parsimonia, la volvió a meter en el


sobre, y, sin decir palabra, desapareció de la habitación, sin dejar tras
ella más que el eco de sus pasos apresurados.
Cuando salí del hospital, volví al valle a recuperarme de las
heridas del accidente. Gloria estaba muy contenta de que no regresara
a la universidad para el segundo semestre. Aunque no me sentía
precisamente en condiciones de seguir su ritmo de actividad, por lo
menos podía servirle de oyente en aquel breve período de felicidad

42
que vivía con Rosita.
Digo breve porque, pocos meses después de casarse, Rosita
anunció a Gloria que estaba embarazada. Gloria la llevó al médico de
inmediato y, cuando se confirmó el embarazo, vinieron a toda
velocidad en su coche recién comprado para que fuera la primera en
saber la noticia.
Gloria tocó la bocina desde afuera y yo salí de la casa cojeando.
No había visto a Rosita hasta aquel día. Era menuda y de aspecto
dulce; tenía el cabello castaño claro y sonreía permanentemente. Un
poco torpe en su manera de expresarse, pero para Gloria, que no era
precisamente un dechado de brillantez, estaba bien.
Aquel día, Gloria era toda sonrisas. Su rostro de tez oscura estaba
radiante de felicidad. Incluso fumaba un puro colocado en una
comisura de la boca y agarrado con los dientes.
—¿No te dije en una de mis cartas que podía hacerse? ¡Vamos a
tener un hijo! —dijo, sonriendo.
—¡Venga, Gloria, no te enrolles! —me reí yo.
—¿Crees que estoy bromeando?
—¡Sé que estás bromeando!
Se inclinó hacia Rosita, que estaba sentada al lado del asiento del
conductor, me agarró la mano y la apoyó sobre el estómago de ella.
—¡Aquí está la prueba!
—Oh, mierda, Gloria. ¡No te creo!
Rosita se volvió y me miró, pero sin sonreír.
—¿Por qué no le crees? —quiso saber.
—Porque es biológicamente imposible. Es… absurdo.
—¿Estás tratando de decir que es una locura que yo tenga un hijo?
Sacudí la cabeza.
—No, no es eso lo que quiero decir.
Rosita adoptó una actitud defensiva. Yo me aparté del coche y me
apoyé en mis muletas, sin saber cómo reaccionar frente a aquella
mujer a quien ni siquiera conocía. Ella empezó a hablar intentando
hacerme tragar toda esa sarta de estupideces acerca de las secreciones
vaginales que pueden ser tan potentes como la eyaculación del hombre
y tener la capacidad de engendrar un hijo. Yo me callé de inmediato y
la dejé hablar a sus anchas. Cuando terminó su perorata, persuadida de

43
que me había convencido por completo, Gloria sonrió con expresión
triunfante y me preguntó:
—¿Qué tienes que decir ahora, Rocky?
Moví la cabeza lentamente a uno y otro lado.
—No sé, la verdad es que no lo sé. Una de dos: o tu mujer está
chalada o es una maldita embustera. En cualquier caso, me da un
miedo tremendo.
—Vigila tu lenguaje, Rocky —espetó Gloria—. Estás hablando
con mi mujer.
Me disculpé y di una excusa para volver a casa. Pero, de alguna
manera, Gloria se dio cuenta de que algo me rondaba por la cabeza
cuando me alejé cojeando. Dejó a Rosita en casa y, en menos de una
hora, ya había vuelto y tocaba la bocina desde afuera. Llevaba un
paquete de seis cervezas.
—De acuerdo, Rocky; ahora que estamos solas, dime lo que te
ronda por la cabeza.
Me encogí de hombros.
—¿Qué quieres que te diga? Ya estás convencida de que está
embarazada.
—¡Lo está! —me aclaró Gloria—. El doctor Long me lo ha
confirmado.
—Sí, pero no es eso lo que estoy intentando decirte.
—¿Qué estás intentando decirme?
—Espera que vaya a casa y traiga mi libro de biología. Hay un
capítulo sobre la reproducción humana que quisiera explicarte.
—Bueno, de acuerdo. Pero más te vale que me convenzas, porque,
de lo contrario, te voy a hacer saltar las muletas de una paliza. No me
gustó que llamases embustera a Rosita.
Después de explicarle a Gloria por qué era biológicamente
imposible que hubiera dejado embarazada a Rosita, estuvo pensando
en silencio durante un buen rato mientras se bebía casi todas las
cervezas que había traído. Al ver que una gruesa lágrima le surcaba la
mejilla, me entraron ganas de utilizar una de mis muletas para
golpearme. Pero, al mismo tiempo, me dije a mí misma: «¿Para qué
sirven los amigos sino para avisarnos cuando nos comportamos como
idiotas?».

44
Gloria puso en marcha el coche.
—Muy bien, Rocky. ¡Largo de mi coche! Se me podría haber
ocurrido algo mejor que venir perdiendo el culo para decirte que me
había sucedido algo bueno en la vida. Desde que te conozco no has
hecho otra cosa que estropearme la vida. ¡Largo! Tal como me siento
ahora, podría partirte una de esas muletas en tu escuálido culo, pero
prefiero ir a casa y matar a esa jodida Rosita.
—¡Oh, Gloria, no lo hagas! Irás a la cárcel. Hacer niños no es la
cosa más importante del mundo. Lo importante es intentarlo. Y piensa
en lo divertido que es si lo comparas con ir a la silla eléctrica.
—¡Sal de este coche, ahora!
La obedecí.

45
Life

BESSIE HEAD

En 1963, cuando se establecieron por primera vez las fronteras


entre Botswana y Sudáfrica, que serían refrendadas en forma definitiva
con la independencia de Botswana en 1966, todos los ciudadanos
originarios de Botswana tuvieron que volver a su país. En las viejas
épocas coloniales todo era más confuso, y el tráfico de gente en ambas
direcciones había constituido un flujo constante durante años y años.
En la mayoría de los casos, en especial si se trataba de jornaleros
emigrantes que trabajaban en las minas, su período de asentamiento
era breve, pero mucha gente se había instalado con un empleo fijo. A
estos últimos les destrozaron la vida enviándolos de nuevo a la
placidez provinciana de un país eminentemente rural. A su regreso,
trajeron consigo rasgos de una cultura extranjera y costumbres urbanas
que habían asimilado. La gente de los poblados reaccionó como les es
propio: asimilaron lo que les gustó, lo que los beneficiaba (por
ejemplo, las iglesias para practicar el culto y curarse por la fe, que se
extendieron como el fuego); lo que les perjudicaba, lo rechazaron. El
asesinato de Life formó parte de este rechazo.
Life había salido del poblado con sus padres, para ir a
Johannesburgo, siendo una niña de diez años. A su regreso, diecisiete
años más tarde, cuando ellos ya habían muerto, se halló con que, de
acuerdo con la tradición del poblado, seguía teniendo un hogar allí. Al
decir que su nombre era Life Morapedi, los habitantes del poblado la
llevaron de inmediato y con toda cortesía al patio de los Morapedi,

46
situado en la parte central del poblado. El patio familiar había
permanecido intacto, tal como lo habían dejado, pero ofrecía un
aspecto patético y desolado. La techumbre de paja de las chozas de
barro tenía placas de porquería en los sitios donde las hormigas habían
hecho sus nidos, y las estacas de madera que apuntalaban las vigas del
techo de las chozas se habían inclinado hacia un lado pues las
hormigas las habían carcomido por la base. El arbusto de caucho había
crecido de modo desproporcionado y encerraba el patio en una
melancolía de sombras que dejaban fuera la luz del sol. En el suelo del
patio se enmarañaban infinidad de hierbas y hierbajos, fruto de
muchas estaciones lluviosas.
Las futuras vecinas de Life, un grupo de mujeres, no se apartaron
de su lado.
—Podemos ayudarte a poner en orden tu patio —dijeron con
amabilidad—. Estamos contentas de que uno de nuestros hijos haya
vuelto a casa.
Estaban impresionadas por la elegancia de aquella chica de ciudad.
Por lo común, ellas llevaban vestidos viejos y guardaban sus mejores
ropas para ocasiones especiales como las bodas, y aun esas cosas
mejores podían ser vulgares estampados de algodón. La muchacha
llevaba un costoso vestido de lino de color crema, entallado de forma
que realzaba su figura alta y llena. Tenía un aire brillante, vivaz y
amistoso y se reía de un modo franco y escandaloso. Hablaba con
rapidez y con cierto nerviosismo, pero ello concordaba con toda su
personalidad.
—Va a traernos un poquito de luz —se decían unas a otras las
mujeres, al salir en busca de sus herramientas de trabajo. Siempre
declaraban ir en busca de «la luz», y con ello querían decir que
siempre estaban alertas para recibir ideas nuevas que refrescaran la
vulgaridad y la rutina de la vida del poblado.
Una mujer que vivía junto al patio de los Morapedi ofreció a Life
su casa hasta que hubiera arreglado la suya. Agarró las flamantes
maletas nuevas y precedió a Life a su nueva casa, en la que ésta se vio
pronto rodeada de todo tipo de cautivadoras atenciones. Colocaron una
silla baja en un lugar a la sombra para que se sentase, y una niñita se le
acercó tímidamente con un recipiente de agua para que se lavara las

47
manos; a continuación, le pusieron delante una bandeja con carne y
avena para que pudiera recuperarse del largo viaje a casa. Las otras
mujeres se dirigieron al patio llenas de energía, con azadones para
arrancar las hierbas malas y hierbajos, cubos de tierra para revestir de
nuevo las paredes de barro e incluso dos hombres —a los que habían
encontrado desocupados— para que arreglasen la peligrosa inclinación
de las estacas de madera de la choza de barro. La gente de allá solía
tener este tipo de gestos, pero les complacía además advertir que la
recién llegada parecía poseer una interminable corriente de dinero que
prodigaba con generosidad. Si el grupo de trabajo de su patio le
sugería que la carne de cabra, cocida lentamente en una enorme
cazuela de hierro, contribuiría a dar un impulso al trabajo, Life sacaba
al instante dinero para comprar, no sólo la cabra, sino también té,
leche, azúcar, botes de avena o cualquier cosa por la que los
trabajadores manifestaran su preferencia, de modo que las dos
semanas que tardaron en embellecer el patio de Life les parecieron una
prolongada fiesta de bodas, única ocasión en que la gente solía comer
tanto.
—¿Cómo es que tienes tanto dinero, querida hija? —le preguntó
por fin una de las mujeres, llena de curiosidad.
—En Johannesburgo, el dinero fluye como el agua —replicó Life,
con su risa alegre y nerviosa—. Sólo tienes que saber cómo
conseguirlo.
Las mujeres recibieron con reparos esa información. Pensaron para
sus adentros que su niña no debía de haber llevado una vida muy
ejemplar en Johannesburgo. La economía y la honradez eran los dos
temas dominantes de la vida del poblado y todo el mundo sabía que no
se puede ser honrado y rico al mismo tiempo. Contaban cada céntimo
y sabían cómo se lo habían ganado: con mucho esfuerzo. No
concebían que el dinero pudiera ser un inagotable pozo sin fondo;
siempre tenía un final y era difícil de conseguir en aquella tierra seca y
semidesértica. Se dijeron que pronto se forjaría un futuro; tarde o
temprano las chicas inteligentes siempre encuentran trabajo en
correos.
Life había tenido el tipo de carrera profesional que una ciudad
como Johannesburgo ofrece a infinidad de mujeres negras. Había sido

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cantante, reina de belleza, modelo de publicidad y prostituta. Ninguna
de estas ocupaciones existía en el poblado: para las mujeres sin
estudios estaba el trabajo en el campo y las tareas domésticas; para las
instruidas, la enseñanza, la enfermería o el trabajo de oficina. La
primera ola de mujeres que Life atrajo hacia sí fueron las campesinas y
amas de casa, que constituían el núcleo más conservador del poblado.
No tardaron en darle la espalda cuando empezaron a desfilar los
hombres en un ir y venir interminable. Lo que causaba escándalo era
que Life era la primera y la única mujer del poblado que se vendía a sí
misma como un negocio: los hombres le pagaban por sus servicios. La
actitud de la gente hacia el sexo era amplia y generosa. Se reconocía
como una parte necesaria de la vida humana, que debía estar siempre
disponible, como la comida y el agua; de lo contrario, la vida se
extinguía o uno se ponía espantosamente enfermo. Para evitar estas
catástrofes, hombres y mujeres tenían relaciones sexuales intensas,
pero de un modo respetable y humano que dejaba en segundo término
las consideraciones económicas. Cuando corrió la noticia de que eso
se había convertido en un negocio en el patio de Life, llegó una
segunda ola de mujeres: las cerveceras del poblado.
Las cerveceras se habían emancipado hacía un tiempo y formaban
una pandilla alegre y adorable. Se emborrachaban todos los días y se
las podía ver tambaleándose por el poblado, por lo general con una
criatura de ojos muy abiertos sujeta a la cadera. Hablaban y se reían de
un modo escandaloso, se daban palmadas en la espalda y habían
creado su propio lenguaje:
—Amigos, sí. Maridos, uh, uh, no. ¡Haz esto! ¡Haz lo otro!
Queremos gobernamos nosotras solas.
Pero también ellas estaban sujetas al respetable orden de la vida
del poblado. Muchos hombres pasaban por sus vidas, pero todos eran
compañeros pasajeros. El acuerdo habitual era:
—Madre, tú me ayudas y yo te ayudo.
Esto era una gran patraña. Los hombres se quedaban, vivían de los
recursos de las mujeres y en todo ese tiempo apenas se desprendían de
uno o dos rands de su dinero. Transcurridos unos tres meses ellas les
pedían cuentas:
—Compañero —decía la mujer—: el amor es el amor, y el dinero

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es el dinero. Me debes dinero.
Y él no volvía a poner los pies por allá, pero otro bribón ocupaba
su puesto. Y la historia se repetía una y otra vez. En Life reconocieron
a su reina y, como ocurre con todas las reinas, se situaron al margen de
sus actividades; nunca intentaron sacar dinero del constante río de
hombres, porque no sabían cómo, pero les gustaba su patio. Muy
pronto las juergas y el alboroto de la ciudad de Johannesburgo
tuvieron su duplicado, a menor escala, en la parte central del poblado.
Los hombres y las mujeres se tambaleaban por allí borrachos y
riéndose, y la comida y la bebida manaban como leche y miel. La
gente del poblado circundante observaba este fenómeno con la boca
contraída y comentaba sombríamente:
—Todos serán destruidos un día, como Sodoma y Gomorra. Life,
al igual que las cerveceras, tenía su propio lenguaje. Cuando sus
amigos le hicieron patente su sorpresa ante las ingentes cantidades de
carne, huevos, hígado, riñones y arroz que comían en su patio —
comidas que, además, constituían un lujo que sólo podían permitirse
de vez en cuando, pero que nunca habrían imaginado comprar—, ella
respondió de forma desenfadada y espontánea:
—Estoy acostumbrada a manejar mucho dinero.
Ellos no le creyeron; eran demasiado formales como para confiar
en este tipo de suerte con cimientos tan frágiles, y, como un intento de
compensar cualquier fatalidad que pudiera ocultarse a la vuelta de la
esquina, llevaban a menudo sus propios pollos, escuálidos, criados en
sus patios, como presentes para la ronda de comidas del día.
Una de las filosofías de la vida de Life, que recordarían temblando
meses después, era: «Mi lema es: vive rápido, muere joven y que tu
cadáver tenga buen aspecto». Decía todo esto con la alegría pura y
libre de una mujer que había quebrantado todos los tabúes sociales.
Pero nadie la siguió hasta aquellas vertiginosas alturas.
Pocos meses después de la llegada de Life al poblado, abrieron el
primer hotel con bar. Inicialmente, todas las mujeres lo evitaron e
incluso las cerveceras consideraron que no habían caído tan bajo
(asociaban el bar con la idea de vender sus cuerpos). El bar se
convirtió en el ámbito favorito de la actividad de Life, pues
simplificaba el trabajo de concertar las citas para el día siguiente.

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Ningún hombre se cuestionó su comportamiento ni se preguntó cómo
habían permitido que se llegase a aquella situación tan poco natural.
En el poblado podían tener de forma gratuita todo el sexo que
deseasen, pero parecía fascinarles la idea de pagar por ello, por
primera vez. Pronto llegaron a un nivel en que se comunicaban con
Life en un lenguaje taquigráfico:
—¿Cuándo?
Y ella contestaba:
—A las diez.
—¿Cuándo?
—A las dos.
—¿Cuándo?
—A las cuatro.
Y así una y otra vez.
Se movía en el bullicio de las conversaciones triviales y muchas
palmaditas en el trasero. Estaba en su ambiente, y sus ojos negros
febriles, chispeantes y brillantes recorrían la barra buscando todo y
nada al mismo tiempo.
Una noche, la muerte entró silenciosamente en el bar. Era Lesego,
el ganadero, que acababa de llegar del puesto donde tenía el ganado,
en el que había estado ocupado durante un período de tres meses. Los
hombres del poblado se creaban su propia reputación, y la de Lesego
era una de las más respetadas y admiradas. La gente decía de él:
—Cuando Lesego tiene dinero y tú lo necesitas, te dará lo que
tiene y no te pondrá problemas en cuanto a la fecha de su
devolución…
También lo admiraban por otra razón: por su lucidez y la tranquila
ecuanimidad de su pensamiento. A veces, a la gente le costaba
resolver una cuestión o descubrir la verdad de un tema que se debatía.
Él tenía una forma especial de mantener la cabeza serena, escuchar los
argumentos y pronunciar siempre la sentencia final:
—Bueno, la verdad de esta cuestión es…
Era también uno de los ganaderos más prósperos, con un saldo de
siete mil rands en el banco, y siempre que volvía se dedicaba a pasear
y comadrear o asistía a la reunión kgotla del poblado, por lo que la
gente tenía un dicho: «Bueno, me tengo que marchar a trabajar. No

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soy como Lesego, que tiene dinero en el banco».
Como de costumbre, los ojos brillantes y al acecho de Life
recorrieron febrilmente el bar. Aquella noche efectuaron la ronda dos
veces de la misma manera, y cada una de ellas se detuvieron por un
breve instante en la tenue expresión oscura y concentrada del rostro de
Lesego. No había ningún otro hombre en el bar con aquella expresión;
todos tenían caras pusilánimes, expresiones vacías. Él era lo más
parecido que había visto desde hacía tiempo a los gangsters de
Johannesburgo con los que se había relacionado: los mismos gestos
mesurados y precisos, la misma fuerza, el mismo control. A su
alrededor, los hombres se apaciguaban y empezaban a conversar con
él en voz baja y seria; le hablaban de las noticias del día, que nunca
llegaban a los puestos remotos donde se hallaba el ganado. A
diferencia de los otros hombres, que tenían que acercarse a ella, la
tercera vez que los ojos de Life recorrieron la sala, él se mantuvo
firme, giró con lentitud la cabeza y la echó apenas hacia atrás como
ordenándole en silencio:
—Ven.
Ella se acercó de inmediato al extremo del bar donde él se hallaba.
—Hola —dijo él con una voz sorprendentemente tierna, y una
sonrisa pasó por un momento por su rostro oscuro y reservado.
Así era Lesego en realidad: un hombre amable y tierno, al que le
gustaban las mujeres y que había tenido tanto éxito en aquel terreno
que daba por supuestos su dominio y su triunfo. Pero se miraron desde
sus diferentes mundos y llegaron a conclusiones fatales: ella vio en él
el poder y la maldad de los gangsters; él, la frescura y la sorpresa de
un tipo de mujer absolutamente nuevo. Él solía abandonar a todas las
mujeres después de un tiempo porque le aburrían, y, como le sucede a
quien lleva una vida rutinaria y corriente, le atraía ese aire nervioso
que ella poseía.
Enseguida se levantaron y salieron juntos. Un silencio de
desconcierto cayó sobre el bar. Los hombres intercambiaron miradas
y, sin necesidad de hablar, supieron que, mientras Lesego estuviera
allí, todas las citas se habían anulado. Y, como formulando en voz alta
sus pensamientos, Sianana, un amigo de Lesego, comentó:
—Lesego sólo quiere probar, como hemos hecho todos nosotros,

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porque es algo nuevo. La dejará a un lado cuando descubra que está
podrida hasta la médula.
Pero Sianana iba a descubrir que no acababa de entender a su
amigo. Durante una semana, Lesego no se dejó ver por sus lugares de
paseo habituales, y cuando volvió a aparecer fue para anunciar que iba
a casarse. La noticia fue recibida con fría hostilidad. No se hablaba de
otra cosa; era tan imposible como que se estuviese cometiendo un
crimen delante de sus narices. Una vez más, Sianana se erigió en
portavoz. Abordó a Lesego, que iba de camino al poblado kgotla:
—Me sorprenden mucho los rumores que corren acerca de ti,
Lesego —le dijo sin rodeos—. No te puedes casar con esa mujer. Es
una auténtica zorra.
Lesego le aguantó la mirada con firmeza y luego le dijo con su
estilo sosegado e indiferente:
—¿Quién no lo es aquí?
Sianana se encogió de hombros. Era incapaz de sutilezas; pero allí
no era cuestión de un trato comercial sino humano, aunque era difícil
decir si eso representaba una ventaja. A Lesego le gustaba cortar una
discusión como aquélla con una frase directa. Mientras caminaban
juntos, Sianana sacudió la cabeza varias veces como indicando que
algo importante se le escapaba, hasta que, por fin, Lesego le dijo
sonriendo:
—Me ha hablado de su mala vida. Ya se ha acabado.
Sianana se limitó a apretar los labios y a guardar silencio.
También Life dio la noticia, después de casada, a todas sus amigas
cerveceras.
—Se acabó mi mala vida —les dijo—. Ahora ya soy una mujer
casada.
Seguía pareciendo feliz y nerviosa. Todo le llegaba con demasiada
facilidad: hombres, dinero y, ahora, el matrimonio. Las cerveceras no
tardaron en advertirle, con la misma sorpresa que habían demostrado
ante la carne y los huevos, que había muchas mujeres en el poblado
que se habían consumido por Lesego. Ella se sintió muy halagada.
Sus vidas, al menos la de Lesego, no cambiaron mucho con el
matrimonio. A él le seguía gustando darse una vuelta por el poblado;
había llegado la estación de las lluvias y la vida de los ganaderos era

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fácil en aquella época, pues había suficiente agua y pastos para los
animales. No era el tipo de hombre que se mete en las cosas de la casa,
y durante esa época hizo sólo tres precisiones con respecto a la vida
doméstica. Se hizo cargo de todo el dinero; ella tenía que pedírselo y
explicarle en qué iba a gastarlo. Luego, no le gustó que el aparato de
radio sonara escandalosamente todo el día.
—Las mujeres que lo tienen encendido todo el día no tienen nada
en la cabeza —dijo.
Por fin, la miró desde una gran altura y comentó con tono
tranquilo:
—Si vuelves a ir con esos hombres otra vez, te mataré.
Lo dijo con tales indiferencia y serenidad como si no esperase que
su poder y dominio fueran a tropezarse con ningún reto.
Ella no tenía la preparación mental suficiente para analizar qué era
lo que le había afectado, pero le pareció que algo le propinaba un
golpe tremendo detrás de la cabeza. Al instante sucumbió al impacto y
empezó a desintegrarse a gran velocidad. El curso de la vida cotidiana
del poblado era mortalmente aburrido en su insulsa monotonía jamás
interrumpida; los días transcurrían uno tras otro, yendo a buscar agua,
triturando maíz, cocinando. Pero, en el interior de todo aquello, había
un fuerte tira y afloja entre la gente. La tradición exigía que la gente se
ocupara del prójimo, y a lo largo de toda la jornada había un tráfico
constante de gente entrando y saliendo de las vidas de los demás. Si
había que enterrar a alguien, este acontecimiento exigía la
comprensión y solidaridad de todos; había préstamos de dinero, recién
nacidos, penas, problemas, regalos. Durante mucho tiempo, Lesego
había sido el rey de este mundo; cada día, una larga hilera de gente se
presentaba ante él en busca de algo o deseando darle algo en muestra
de gratitud a cambio de un favor pasado. Aquí residía la fuerza
elemental de la vida del poblado. Todo esto despertaba en la gente
respuestas solidarias y emocionales, y las recompensaba llenando un
vacío que era un enorme y asfixiante bostezo. Cuando la despojaron de
su nerviosismo y de la juerga barata, Life cayó en el bostezo; no
poseía nada en su interior que la ayudara a enfrentarse con aquel estilo
de vida que también para ella había llegado. Las cerveceras seguían
estando allí; les seguía agradando su patio porque Lesego tenía buen

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carácter y porque todo lo que ocurría en él —como los ancianos
agazapados en los rincones con regalos: «Lesego, hoy he tenido suerte
cazando. He atrapado dos conejos y quiero compartir uno contigo…»
—no era más que el tipo de vida tswana que también ellas vivían. En
armonía con el nuevo estado de su reina, dijeron:
—Somos mujeres y tenemos que hacer algo.
Recogieron tierra y estiércol y remozaron y decoraron el patio de
Life. Le iban a buscar el agua, le trituraban el maíz y, al parecer, las
cosas tenían un aspecto bastante normal, pues a Lesego también le
gustaba una jarra de cerveza. Nadie advirtió la expresión de angustia
que se había apoderado del rostro de Life. El aburrimiento de la
jornada diaria la asfixiaba hasta casi matarla, y, mirara donde mirase,
desde las cerveceras a su marido, o a cualquiera que los visitara, no
encontraba a nadie a quien poder comunicar lo que se había convertido
en un auténtico dolor físico. Después de un mes de soportarlo, se
hallaba al borde de una crisis. Una mañana habló de su agonía a las
cerveceras.
—Creo que he cometido un error. La vida de casada no está hecha
para mí.
Y ellas respondieron en actitud comprensiva:
—Sólo te estás acostumbrando a ella. Después de todo, es distinta
de la vida de Johannesburgo.
Los vecinos fueron aun más lejos. Estaban impresionados por un
matrimonio que pensaron que nunca prosperaría. Empezaron a decir
que no se debía juzgar nunca a un ser humano, porque siempre tenía
una parte buena y una mala, y que Lesego había convertido a una mala
mujer en una buena, cosa que nunca se había visto. En el preciso
instante en que habían comenzado a hacer tales comentarios y a asentir
en señal de aprobación, Sodoma y Gomorra estallaron de nuevo por
todos lados. A Lesego le habían avisado, entrada la noche, que las
terneras recién nacidas de su puesto se estaban muriendo, y a la
mañana siguiente se marchó temprano en su camión.
Con un inmenso suspiro de alivio, la antigua mujer salvaje y
temeraria despertó de un estado próximo a la muerte. El aparato de
radio volvió a vociferar, la comida a manar, y hombres y mujeres a
salir tambaleándose completamente borrachos. Bastó su alboroto para

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ahuyentar a todos los huéspedes indeseados, que movieron la cabeza
con expresión severa: cuando Lesego regresase, le dirían que aquella
mujer no era la esposa que se merecía.
Tres días después, Lesego se presentó de improviso en el poblado.
Todas las terneras estaban anémicas y tenía que llevarlas al veterinario
para que les diera una inyección. Atravesó el poblado en su camión
hasta el campamento del veterinario. Una de las cerveceras lo vio y se
precipitó alarmada a prevenir a su amiga.
—El marido ha vuelto —le susurró temerosa, apartando a Life.
—¡Aj! —replicó ella irritada.
Puso fin al alboroto, despidió a los hombres y a la bebida, si bien
una rabia salvaje la estaba llevando a escapar de aquel tipo de vida que
para ella era como una muerte. Le dijo a uno de los hombres que se
verían a las seis. Sobre las cinco, Lesego entró en el patio con las
terneras. No había nadie afuera para saludarlo. Saltó del camión,
caminó hasta una de las chozas y abrió la puerta de par en par. Life
estaba sentada en la cama. Alzó la mirada en silencio y malhumorada.
A él le sorprendió un poco, pero tenía la mente ocupada con las
terneras. Tenía que instalarlas en el patio para que pasaran la noche.
—Haz un poco de té —le dijo—. Tengo mucha sed.
—No hay azúcar —dijo—. Tendré que ir a buscar.
Se sintió algo irritado, pero volvió deprisa con las terneras, y su
mujer salió del patio. Lesego acababa de instalar las terneras cuando se
acercó un vecino, muy enojado.
—Lesego —le dijo sin más rodeos—, te dijimos que no te casaras
con esa mujer. Si vas al patio de Radithobolo la encontrarás en la cama
con él. ¡Ve y comprueba con tus propios ojos que tienes que dejar a
esta mala mujer!
Lesego lo miró fijamente un instante; luego, con su paso habitual,
como si en su vida no existiesen las prisas o el caos, fue a la choza que
utilizaban como cocina. Había una lata llena de azúcar. Se volvió para
agarrar un cuchillo que guardaba en un rincón, uno de los grandes que
utilizaba para matar al ganado, y lo deslizó en su camisa. A
continuación, sin modificar su paso, fue caminando al patio de
Radithobolo. Parecía desierto, pero la puerta de una de las cabañas
estaba medio abierta, y otra, cerrada. De un puntapié abrió la puerta

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que estaba cerrada y el hombre que había en su interior gritó asustado.
Al ver a Lesego dio un brinco y se refugió en un rincón. Lesego le
hizo señas con la cabeza de que saliese de la habitación. Pero
Radithobolo no fue lejos; quería divertirse, así que se acurrucó contra
las sombras del arbusto de caucho. Esperaba presenciar la típica
escena de marido y mujer: el marido airado maldiciendo hasta
desgañitarse, y la mujer histérica con embustes y excusas. Pero Lesego
salió de la habitación con un enorme cuchillo en la mano, manchado
de sangre. Al ver el cuchillo, Radithobolo se desplomó desmayado en
el suelo. Había algunas personas más en el patio, y se refugiaron junto
al arbusto de caucho al ver aquel cuchillo.
Muy pronto se oyó el clamor de los lamentos. La gente empezó a
correr en todas direcciones con las manos en la cabeza gritando «¡oh!
¡oh! ¡oh!», con total desconcierto. Pasó bastante rato hasta que a
alguien se le ocurrió llamar a la policía. Estaban así de aturdidos
porque un asesinato, de frente y violento, era el suceso menos habitual
y más extraño de la vida del poblado. Parece que Lesego fue el único
que conservó la sangre fría aquella noche. Estaba sentado
tranquilamente en su patio, cuando la policía llegó de pronto. Lo
miraron horrorizados y empezaron a cubrirlo de reproches por
aparentar aquella impavidez.
—Has acabado con una vida humana y estás tan ancho —le decían
enfadados—. Te van a colgar por esto. Truncar una vida humana es un
delito muy serio.
No lo colgaron. Mantuvo aquella mirada indiferente y fría, de estar
por encima de las circunstancias, hasta el mismo día del juicio.
Entonces alzó la vista, miró al juez y dijo con toda calma:
—Bueno, lo cierto de este asunto es que yo acababa de llegar del
puesto de ganado. Aquel día había tenido problemas con mis terneras.
Llegué a casa tarde y, como tenía sed, le pedí a mi mujer que hiciese
té. Dijo que no teníamos azúcar y salió a comprar. Después de esto,
llegó mi vecino, Mathata, y me dijo que mi mujer no estaba en la
tienda sino en la choza de Radithobolo. Me dijo que fuera al patio de
Radithobolo y viera lo que estaba haciendo. Pensé que, antes,
comprobaría si había azúcar en la cocina, y encontré una lata llena.
Aquello me disgustó y sorprendió. Entonces me pareció que el

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corazón se me llenaba de fuego. Pensé que si estaba haciendo algo
malo con Radithobolo, como me había dicho Mathata, era mejor que
la matase, porque no entiendo que una mujer pueda ser tan corrupta…
Lesego había hecho aquello durante años: juzgar los aspectos de la
vida de un modo directo y simple. El juez, que era blanco, y por lo
tanto no versado en las tradiciones tswana y sus polémicas, se quedó
tan impresionado por el comportamiento de Lesego como los propios
hombres del poblado.
—Es un crimen pasional —dijo compadecido—. De modo que hay
circunstancias atenuantes. Pero segar una vida humana no deja de ser
un delito grave, por lo que lo condeno a cinco años de cárcel…
Sianana, el amigo de Lesego que iba a hacerse cargo de sus
asuntos mientras estuviera en prisión, fue a visitar a Lesego, todavía
sacudiendo la cabeza. Algo se le escapaba de todo aquel asunto, como
si hubiera sido planeado desde el principio.
—Lesego —le dijo con profundo pesar—, ¿por qué mataste a
aquella zorra? Tenías un par de piernas para dar media vuelta y
marcharte. Te podrías haber largado. ¿Estás intentando demostramos
que aquí nunca se cruzan los ríos? Hay mujeres y hombres buenos,
pero raramente unen sus vidas. Siempre estos líos y estos disparates…
En aquella época era muy famosa una canción de Jim Reeves: Esto
es lo que ocurre cuando dos mundos entran en colisión. Cuando las
cerveceras estaban borrachas solían cantarla y se ponían a llorar. Tal
vez ellas tuvieran la última palabra de todo aquel asunto.

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Idilio en Guatemala

JANE BOWLES

Cuando el viajante llegó a la pensión, el viento soplaba fuerte.


Antes de entrar a tomar la sopa caliente en la que había estado
pensando, dejó el equipaje nada más pasar la puerta y caminó unas
cuantas manzanas para hacerse una idea de la ciudad. Llegó a un arco
muy ancho a través del cual vio una llanura en la distancia. Creyó
distinguir unas figuras sentadas en torno a una hoguera lejana; pero no
estaba seguro, porque el viento le hacía saltar las lágrimas.
«Qué deprimente —pensó, dejando caer la mandíbula—. Pero no
importa. Anímate. Probablemente será un grupo de chicos y chicas
sentados alrededor de una fogata y pasándoselo bien. El mundo es el
mundo; al fin y al cabo no hay nada nuevo, y un trozo de césped es
igual de verde en un sitio que en otro.»
Dio la vuelta y anduvo de prisa, bordeando los muros de piedra de
las casas bajas. Le preocupaba un poco el que no pudiera reconocer la
puerta de la pensión.
—Se supone que en los Estados Unidos no existe variación alguna
—dijo para sí—. Pero esta arquitectura española lo supera todo; es tan
monótona…
Llamó a una puerta y enseguida apareció una niña con la cabeza
pelada. Con fuerte acento norteamericano, le preguntó:
—¿Es ésta la Pensión Espinoza?
—¡Sí!
La niña le hizo pasar, conduciéndolo hacia una fuente en el centro

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de un patio cuadrado. Miró al estanque y la niña también.
—Hay cuatro peces dentro —le dijo ella en español—. ¿Quiere
que trate de cogerle uno?
El viajante no le entendió. Permaneció allí, incómodo, deseando ir
a su habitación. La niña seguía intentando atrapar un pez cuando su
madre, la dueña de la pensión, salió y fue hacia ellos. Era una mujer
bastante gruesa, pero tenía un rostro pequeño y afilado y llevaba gafas
sujetas al vestido por una cadena de oro. Le estrechó la mano y, en un
inglés bastante bueno, le preguntó si había tenido un viaje agradable.
—Quiere ver los peces —explicó la niña.
—No faltaba más —dijo la señora Espinoza, removiendo con
destreza las manos en el agua—. Casi, casi —dijo riendo cuando uno
de los peces se le escurrió entre los dedos.
El viajante asintió con la cabeza.
—Me gustaría ir a mi habitación —dijo.

El norteamericano quedó un poco decepcionado de su cuarto.


Había cuatro camas de bronce puestas en fila, todas ellas muy viejas y
un poco torcidas.
—¡Dios mío! —exclamó para sí—. Tendrán que quitar algunas
camas. Me dan escalofríos.
Del techo colgaba un cordón. En el extremo, a la altura de su nariz,
había una bombilla diminuta. La encendió y se miró las manos a la
luz. Las tenía sucias y agrietadas. Entró una criada descalza con una
palangana y una jarra.
Calendarios decoraban las paredes del comedor, y en cada mesa
había una jarra de cristal esmeradamente tallado. Varias personas
habían empezado a comer en silencio. Una niña hablaba en voz alta.
—Esta noche no iré al concierto de la banda, mamá —decía.
—¿Por qué no? —preguntó su madre con la boca llena. Miró
seriamente a su hija.
—Porque no me gusta oír música. ¡Lo detesto!
—¿Por qué? —inquirió su madre con aire ausente, tomando otro
bocado grande. Hablaba con voz grave, como de hombre. Su cabeza,
que sobresalía poco entre los hombros, estaba cubierta de rizos negros.
Tenía una barbilla fuerte y la piel oscura y áspera; sin embargo, poseía

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unos ojos azules muy bellos. Se sentaba con las piernas separadas y un
brazo descansando sobre la mesa. La niña no mostraba parecido con la
madre. Era delicada, de cabellos tiesos, de ese extraño color claro que
a menudo se da en los mulatos. Tenía los ojos tan pálidos que casi
parecían blancos.
Cuando entró el viajante, la niña se volvió a mirarlo.
—Ya hay nueve personas que comen en esta pensión —dijo de
inmediato.
—Nueve —repitió su madre—. Muchas bocas.
Dejó el plato a un lado con aire de cansancio y alzó la vista hacia
el calendario de la pared que tenía al lado. Por fin se dio la vuelta y vio
al extranjero. Como ya había terminado de comer, siguió con interés la
comida del recién llegado. Por un momento, se encontró con su
mirada.
—Que aproveche —le dijo, cabeceando suavemente, y luego miró
la sopa hasta que el viajero la terminó—. Mis pastillas —le dijo a
Lilina, extendiendo la mano sin volver la cabeza. Para divertirse,
Lilina vació el frasco entero en la mano de su madre.
—Ahí tienes las pastillas —dijo.
Cuando la señora Ramírez se dio cuenta de lo que había pasado, le
dio a Lilina una tremenda bofetada en la cara con la mano que sostenía
las pastillas, dejándolas pegadas por la piel húmeda y la cabeza de la
niña. El viajante se volvió. Se sintió tan molesto y al mismo tiempo
tan disgustado por lo que acababa de ver, que decidió buscar otra
pensión aquella misma noche.
—El músico vendrá enseguida —dijo la camarera, poniéndole
delante la carne—. Por cincuenta centavos le tocará todas las
canciones que quiera oír. En una noche no habrá tiempo suficiente. —
Miró hacia Lilina, que chillaba como un cerdo apuñalado. —Para
entonces ella no estará en el comedor.
—Esas pastillas me cuestan tres quetzales el frasco —se quejó la
señora Ramírez.
Un joven se acercó desde una mesa vecina y examinó el frasco
vacío. Meneó la cabeza y comentó:
—¡Qué barbaridad!
—¡Qué niña tan mala eres, Lilina! —dijo una señora inglesa que

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estaba sentada a bastante distancia de los demás.
Todos los comensales levantaron la cabeza. La inglesa tenía el
rostro y el cuello completamente rojos de irritación. Hablaba en inglés.
—¿Es que no pueden comportarse como personas civilizadas? —
preguntó.
—¡Usted cállese! —replicó el joven, que había dejado de observar
el frasco de pastillas vacío. Sus compañeros se rieron a carcajadas—.
Muy bien, niña —siguió en inglés—. ¿Quieres un chicle?
Ante su última salida, sus compañeros no podían tenerse de risa, y
los tres se levantaron y salieron del comedor. Se oyeron sus carcajadas
desde el patio, donde se reunieron en torno a la fuente, con el cuerpo
doblado.
—Es una vergüenza para los adultos —manifestó la señora inglesa.
Lilina había empezado a sangrar por la nariz, y salió
precipitadamente.
—¡Y dile a Consuelo que se dé prisa en venir a cenar! —gritó su
madre cuando ella salía.
En aquel momento llegó el músico. Era un hombre de corta
estatura vestido con un traje negro y una camisa sucia.
—Bueno —dijo la madre de Lilina—. Al fin ha venido.
—Estaba cenando con mi tío. ¡El tiempo pasa, señora Ramírez!
¡Gracias a Dios!
—¡Nada de gracias a Dios! ¿Cuándo se ha visto que se cene sin
música?
El violinista se dejó caer en una silla y, agachándose mucho,
empezó a tocar con todas sus fuerzas.
—¡Valses! —gritó la señora Ramírez por encima de la música.
Parecía petulante y, al mismo tiempo, como si estuviera a punto de
llorar. En realidad, el extranjero estaba seguro de haber visto rodar una
lágrima por sus mejillas—. ¿Va usted esta noche al concierto de la
banda? —le preguntó ella; hablaba muy bien inglés.
—No sé. ¿Y usted?
—Sí, con mi hija Consuelo. Si es que la infortunada muchacha se
presenta alguna vez a cenar. No le gusta comer. Sólo bailar. Baila
como una verdadera mariposa. Tiene mi sangre francesa. Es mucho
mejor persona que la pequeña, Lilina, que siempre está haciendo daño;

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a mí, a su hermana, a sus amigas. Espero que Dios tenga piedad de
ella. —Al decir eso derramó un par de lágrimas que enjugó con la
servilleta.
—Bueno, es joven todavía —comentó el extranjero.
—Sí, es joven —convino la señora Ramírez de todo corazón. Le
sonrió con dulzura y pareció muy contenta.
Entretanto, Lilina estaba en su habitación, inclinada sobre la
palangana blanca en la que se lavaban las manos, dejando que la
sangre goteara en ella. Respiraba fuerte, como alguien que tratara de
fingir cólera.
—¡Deja de respirar así! Pareces un viejo —le dijo su hermana
Consuelo, que estaba echada en la cama con un ladrillo caliente sobre
el estómago.
Consuelo era morena y menuda, de cara ancha y lisa y cráneo
sumamente estrecho. Tenía un carácter desabrido, lo que es un caso
frecuente entre las adolescentes que apenas hacen sino soñar con un
enamorado. Lilina, que era pendenciera y no sentía curiosidad hacia el
mundo de los adultos, odiaba a su hermana más que a nadie que
conociera.
—Dice mamá que si no bajas pronto a cenar, te pegará.
—¿Por eso es por lo que te sangra la nariz?
—No —dijo Lilina.
Se apartó de la palangana y su mirada cayó sobre el corsé de su
madre, que estaba encima de la cama. Lo cogió con un movimiento
rápido, y lo llevó al patio, donde lo arrojó al estanque. Consuelo,
asustada por la apropiación del corsé, se levantó apresuradamente y se
arregló el pelo.
—Demasiadas molestias para una chica de mi edad —dijo para sí,
dándose palmaditas en el vientre. Al cruzar el patio vio pasar a la
señorita Córdoba, que llevaba la cabeza muy alta mientras se colocaba
unas horquillas en el moño de la nuca. Al caminar detrás de ella,
Consuelo se sintió como un sapo o un escarabajo. Entraron juntas en el
comedor.
—¿Por qué no esperas hasta medianoche para causar impresión?
dijo la señora Ramírez a Consuelo.
La señorita Córdoba, al creer que aquel sarcasmo iba dirigido a su

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persona, se detuvo y se puso rígida. Entornó los ojos y permaneció
inmóvil. La señora Ramírez, que era muy cobarde, le dedicó una
extraña y estúpida sonrisa.
—¿Cómo va de salud, señorita Córdoba? —le preguntó con voz
queda, y luego, sintiéndose confusa, señaló al extranjero y le preguntó
si conocía a la señorita Córdoba.
—No, no; no me conoce —afirmó ésta, tendiendo
ceremoniosamente la mano; el extranjero la estrechó. No se
mencionaron nombres.
Consuelo se sentó junto a su madre y comió vorazmente, con ojos
tristes. La señorita Córdoba sólo pidió fruta. Se sentó mirando a la
oscuridad del patio, dejando a los demás comensales una vista de su
nuca. Al cabo de un rato, abrió una carta y empezó a leer. Los demás
la observaron con atención. Los tres jóvenes que antes habían reído de
tan buena gana, ahora sonreían como idiotas, esperando que volviera a
presentarse una ocasión semejante.
El músico tocaba un vals a petición de la señora Ramírez, que
hacía lo posible por atraer de nuevo la atención del extranjero. «Tra la
la la», cantaba, y con el fin de expresar mejor la belleza del vals, juntó
los brazos frente al pecho y empezó a mecerse de un lado para otro.
—¡Ay, Consuelo! A ella es a quien le toca bailar el vals —le dijo
al extranjero—. Esta noche habrá mucha gente en la plaza, y hace
tanto viento. Creo que deberías traerme el chal, Consuelo. Está
refrescando mucho.
Mientras esperaba la vuelta de Consuelo, se puso a tiritar y a
escarbarse los dientes.
El viajante pensó que estaba loca y que era un poco molesta. Había
venido como comprador de una importante empresa textil. Una vez
terminado su trabajo, por alguna razón decidió quedarse otra semana,
tal vez porque siempre había oído que unas vacaciones en un país
extranjero era algo deseable. Ya había lamentado su decisión, pero no
tenía barco hasta el lunes siguiente. Al final de la cena sentía tal
desesperación, que su rostro mostraba una expresión extrañamente
joven y sensible. Para animarse un poco, empezó a pensar lo que
comería dentro de tres semanas, sentado a la mesa de su madre el día
de Acción de Gracias. Se alegrarían mucho de oír que no se había

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divertido en el viaje, porque siempre habían considerado como una
especie de traición el que alguien de la familia expresara deseos de
viajar. Pensaban que llevaban buena vida, y él se sentía inclinado a
estar de acuerdo con ellos.
Consuelo había vuelto con el chal de su madre. Volvió a perderse
en sus ensoñaciones cuando su madre le dio un pellizco en el brazo.
—Bueno, Consuelo, ¿vas a ir al concierto de la banda, o te vas a
quedar aquí sentada como un maniquí? Supongo que el señor no
vendrá con nosotras, pero a nosotras nos gusta la música, de manera
que levántate, vamos a despedirnos de este caballero y a ponernos en
camino.
El viajante no había entendido el discurso. Por tanto, quedó muy
sorprendido cuando la señora Ramírez le dio unas palmaditas en el
hombro y le dijo severamente, en inglés:
—Buenas noches, señor. Consuelo y yo vamos al concierto. Lo
veremos mañana, en el desayuno.
—Pero si yo también voy al concierto —dijo, presa del pánico por
si lo dejaban solo con toda una velada por delante.
La señora Ramírez enrojeció de placer. Caminaron los tres juntos
por la calle mal iluminada, acompañados por un grupo de famélicos
perros callejeros.
—Esas ventanas de rejas antiguas son verdaderamente muy bonitas
—dijo el viajante a la señora Ramírez—. Son tan viejas como las
mismas montañas, ¿verdad?
—Si quiere ver edificios bonitos, debe ir a la capital —le aconsejó
la señora Ramírez—. Son muy nuevos y limpios.
—Creía que esos edificios viejos constituían lo más interesante de
este país, aparte de los indios y de las costumbres locales.
Durante un rato siguieron andando en silencio. Un niño se acercó a
ellos con intención de venderles caramelos.
—Cinco centavos —dijo.
—De ninguna manera —contestó el viajante. Le habían advertido
de que los nativos tratarían de estafarle, y se encolerizaba cada vez que
se le acercaban con sus mercancías.
—Cuatro centavos…, tres centavos…
—¡No, no, no! ¡Márchate!

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El niño echó a correr delante de ellos.
—Me apetece un caramelo —le dijo Consuelo.
—¿Y por qué no lo has dicho, entonces? —inquirió él.
—No —dijo Consuelo.
—No lo dice en serio —explicó su madre—. No logra aprender
inglés. Tiene pájaros en la cabeza.
—Ya veo —dijo el viajante.
Consuelo parecía ofendida. Cuando llegaron al final de la calle, la
señora Ramírez se detuvo e inclinó la cabeza como un toro.
—Atiende —le dijo a Consuelo—. Escucha, desde aquí se oye la
música.
—Sí, mamá. Es verdad.
Permanecieron inmóviles, escuchando el débil eco de la marimba
que llegaba hasta ellos. El viajante suspiró.
—Por favor; si vamos a ir, acerquémonos —dijo—. Si no, no tiene
sentido.
Cuando llegaron, la plaza ya estaba llena de gente. Los viejos se
sentaban en bancos bajo los árboles, y los jóvenes daban vueltas de un
lado para otro: las chicas en una dirección y los chicos en otra. Los
músicos tocaban en el interior de un quiosco que se alzaba en medio
de la plaza. La señora Ramírez llevó a Consuelo y al extranjero a la
línea de las muchachas, y no habían andado más de un minuto cuando
adoptó un paso cómodo con expresión muy parecida a la de alguien
que descansara en un sofá.
—Tenemos tres horas —le dijo a Consuelo.
El extranjero miró alrededor. Muchas chicas iban descalzas y eran
indias puras. Seguían la fila fuertemente agarradas entre sí, y a
menudo se retorcían de risa.
Los músicos tocaban una melodía informe pero de aire agresivo
que alcanzaba muchos puntos culminantes sin fin. El percusionista era
el hombre que acababa de tocar el violín en la pensión de la señora
Espinoza.
—¡Mire! —dijo animadamente el viajante—. ¿No es ése el hombre
que acaba de tocar para nosotros en la cena? Apuesto a que debe de
estar un poco cansado.
—Sí, el mismo —dijo la señora Ramírez—. La rata asquerosa. Me

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gustaría sacarlo a rastras del quiosco. ¿Te acuerdas del que había en el
Gran Hotel, Consuelo? Se paraba en todas las mesas, señor, y jamás en
la vida he visto unos dientes tan bonitos. No dejó de sonreír desde el
momento en que entró en el salón hasta que salió. Ése tiene la vista
fija en los zapatos mientras toca, y parece que le gustaría matarnos a
todos.
Unos muchachos corpulentos arrojaron confetis al rostro del
viajante.
«Me pregunto… —dijo para sí—. Me pregunto qué clase de
diversión sacan con dar vueltas y vueltas a este pequeño parque y
tirarse confetis unos a otros.»
En la fila de los chicos se producía un tumulto constante sobre
alguna cosa. Cuanto más anchas se hacían sus sonrisas, más
sospechaba el extranjero que tramaban algo, probablemente contra él,
porque al parecer era el único turista que había allí aquella noche.
Finalmente se sintió tan inquieto que echó a andar mirando a las
estrellas e incluso cerrando los ojos durante tramos cortos, porque le
parecía que en cierto modo eso lo hacía menos visible. De pronto vio a
la señorita Córdoba. Estaba al otro lado de la calle, comprando
caramelos a un niño.
—¡Señorita!
Agitó la mano desde su sitio y luego salió alegremente de la fila y
cruzó la calle. Se quedó a su lado, jadeando, y ella se ruborizó bastante
sin saber qué decirle.
La señora Ramírez y Consuelo se detuvieron y permanecieron
inmóviles como dos estatuas, siguiéndolo con la mirada, mientras las
filas pasaban a cada lado de ellas.

Lilina miraba por la ventana a unos niños que jugaban en la


esquina de la calle, a la luz de un farol. Uno de ellos sacaba una
culebra del bolsillo y luego volvía a guardarla. Lilina ansiaba tener la
culebra. Eligió los juguetes que, según su criterio, la revestirían de
mayor poder o responsabilidad a ojos de los niños. Pensaba que si
podía conseguir la culebra, tal vez daría una pequeña representación
llamada «Lilina y la víbora», cobrando la entrada. Se imaginó llevando
ropa de fantasía y dejando que la culebra se retorciera bajo el cuello de

67
su vestido. Salió de su cuarto y se dirigió a la calle. El viento era más
fuerte que antes e, incluso desde donde se encontraba, la música
llegaba a sus oídos. Sintió frío y se apresuró hacia los niños.
—¿Por cuánto venderías la culebra? —preguntó al niño de más
edad, Ramón.
—¿Te refieres a Victoria? —dijo Ramón. Su voz empezaba a
cambiar y tenía una sombra encima del labio superior.
—Victoria es demasiado reina para que la tengas tú —dijo uno de
los niños más pequeños—. Es una belleza, y tú no lo eres.
Todos rieron estrepitosamente, incluso Ramón, que enseguida dio
la impresión de ser muy estúpido. Lanzaba risitas tontas, como una
niña. A Lilina se le encogió el corazón. Estaba decidida a conseguir la
culebra.
—¿Vais a dejar de reíros alguna vez para empezar a tratar
conmigo? Si no lo hacéis, volveré a casa, porque mi madre y mi
hermana vendrán pronto y no me dejarían quedarme aquí, hablando
con vosotros. Soy de buena familia.
Eso calmó a Ramón, que ordenó a los chicos que se callaran. Sacó
a Victoria del bolsillo y jugó con ella en silencio. Lilina miró
fijamente a la culebra.
—Ven a mi casa —dijo Ramón—. Mi madre querrá saber por
cuánto la vendo.
—De acuerdo. Pero rápido, y no quiero que éstos vengan con
nosotros —repuso Lilina, señalando a los demás chicos.
Ramón les ordenó volver a su casa y reunirse con él más tarde en
el jardín que había cerca de la catedral.
—¿Dónde vives? —le preguntó Lilina.
—En la calle de las Delicias, número seis.
—¿Es tuya la casa?
—La casa es de mi tía Gudelia.
—¿Es más rica que tu madre?
—Pues sí.
No volvieron a dirigirse la palabra.
En casa de Ramón había ocho habitaciones que daban al patio,
pero sólo una estaba amueblada. En ese cuarto guisaba y dormía la
familia. Su madre y su tía estaban sentadas una enfrente de otra, en

68
sillas pintadas de colores vivos. Ambas eran gruesas e iban vestidas de
negro. La única luz la desprendía un brasero de carbón de leña que
ardía en el suelo.
Habían comprado las sillas aquella misma mañana, y en
consecuencia se sentían animadas y alegres. Cuando llegaron los
niños, estaban cantando a coro una cancioncilla.
—¿Por qué no compramos algo para beber? —sugirió Gudelia
cuando dejaron de cantar.
—Ya veo que te estás volviendo loca —dijo la madre de Ramón
—. Te pones muy desagradable cuando bebes.
—No, no me pongo desagradable —protestó Gudelia.
—Madre —terció Ramón—. Esta niña viene a comprar a Victoria.
—No te he visto nunca —le dijo la madre de Ramón a Lilina.
—Ni yo —dijo Gudelia—. Yo soy Gudelia, la tía de Ramón. Ésta
es mi casa.
—Yo me llamo Lilina Ramírez. Quiero comprar a Victoria, que es
de Ramón.
—A Victoria —repitieron en tono grave.
—Ramón le tiene mucho cariño a Victoria, lo mismo que Gudelia
y yo —dijo la madre—. Es una pena que vendiéramos a Alfredo, el
loro. Lo vendimos por muy poco. Cantaba y bailaba. Cuidamos a
Victoria desde hace mucho, y nos ha salido muy cara. Come mucha
carne.
Era evidente que se trataba de una mentira. Todos miraban a
Lilina.
—¿Dónde vives, cariño? —preguntó Gudelia a Lilina.
—En la capital, pero ahora estoy en la pensión de la señora
Espinoza.
—Todos los días me la encuentro en el mercado —comentó
Gudelia—. María de la Luz Espinoza. Hace mucha compra. ¿Cuánta
gente tiene en su casa? ¿Cinco, seis?
—Nueve.
—¡Nueve! ¡Santo Dios! ¿Tiene muchos animales?
—Desde luego —confirmó Lilina.
—Vamos —dijo Ramón a Lilina—. Salgamos fuera a tratar este
asunto.

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—Quiero mucho a esa culebra —recordó la madre de Ramón,
mirando fijamente a Lilina.
—Victoria…, Victoria —suspiró la tía.
Lilina y Ramón treparon por un agujero que había en la pared y se
sentaron juntos en medio de unos arbustos.
—Escucha —comenzó Ramón—. Si me das un beso, te regalaré a
Victoria. Tienes los ojos azules. Me he fijado cuando estábamos en la
calle.
—¡Oigo lo que estás diciendo! —gritó su madre desde la cocina.
—¡Qué lástima, qué lástima! —dijo Gudelia—. Dar a Victoria a
cambio de nada. Tu madre se quedará sin comida. Yo puedo comprar
la mía, pero ¿qué hará tu madre?
Lilina, impaciente, se puso en pie de un salto. Vio que no iban a
parte alguna, y a diferencia de la mayoría de sus compatriotas, siempre
estaba deseosa de terminar las cosas cuanto antes.
Volvió a toda prisa a la cocina, abrió mucho los ojos para asustar a
las dos señoras y gritó tan fuerte como fue capaz:
—¡Véndanme esa culebra ahora mismo o nunca volveré a poner
los pies en esta casa!
Las dos mujeres no estaban acostumbradas a tales manifestaciones
de ira por el solo hecho de acordar un precio. Se levantaron de las
sillas y empezaron a deambular por la habitación, recogiendo cosas y
volviéndolas a dejar en el suelo. No estaban muy seguras de lo que
debían hacer. Gudelia estaba tremendamente inquieta. Iba de acá para
allá con la mano debajo del pecho, atisbando con cautela a todas
partes. Finalmente, se escabulló al patio y desapareció.
Ramón sacó a Victoria del bolsillo. Acordaron un precio y Lilina
se marchó, llevándola en una cajita.

Mientras, la señora Ramírez y su hija volvían del concierto a casa.


Las dos estaban de mal humor. Consuelo no estaba dispuesta a decir
una palabra. Parecía enfadada con las casas ante las que pasaban y
suspiraba a cada cosa que decía su madre.
—No tienes alegría en el corazón —decía la señora Ramírez—.
Sólo venganza. —Como Consuelo se negó a responder, continuó: —A
veces me parece que voy con una asesina.

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Se paró en medio de la calle y miró al cielo.
—¡Jesús María! —exclamó—. No permitáis que diga esas cosas de
mi propia hija.
Tomó del brazo a Consuelo.
—Venga, vamos. Apresurémonos. Me duelen los pies. ¡Qué
ciudad tan fea!
Consuelo empezó a lloriquear. La palabra asesina, la había herido
profundamente. Aunque en su imaginación no tenía una idea muy
clara de lo que era una asesina, sabía que constituía un insulto grave,
contrario a todos los usos si se aplicaba a una joven educada. Le
asustaba de tal manera el hecho de que su madre hubiera utilizado
semejante palabra refiriéndose a ella, que llegó a sentir náuseas en el
estómago.
—¡No, mamá, no! —gritó—. ¡No digas que soy una asesina! ¡No
lo digas!
Le empezaron a temblar las manos y sus ojos ya estaban llenos de
lágrimas. Su madre la abrazó y por un momento permanecieron
estrechamente unidas.
Cuando Consuelo y su madre llegaron a la pensión, María, la
criada, estaba de pie junto a la fuente, mirando al agua. El viajero y la
señorita Córdoba estaban charlando, sentados uno al lado del otro.
—¿Es que no le interesa el amor? —preguntaba el extranjero.
—No…, no —respondió la señorita Córdoba—. La vida de la
ciudad, los negocios, el teatro…
Parecía un tanto displicente respecto al teatro.
—Pues es curioso —dijo el viajante—. En mi país, a la mayoría de
las muchachas les atrae el amor. Claro que hay algunas interesadas en
tener una carrera, o en los negocios o en el teatro. Pero he oído decir
que, en lo más recóndito de su corazón, esas mujeres ansían un hogar
y todo lo que ello lleva aparejado.
—¿Y qué? —dijo la señorita Córdoba.
—Pues sí —dijo el viajero—. ¿No espera usted siempre, en lo más
hondo de su alma, que algún día aparezca el hombre adecuado?
—No…, no…, no… ¿Y usted? —dijo con indiferencia.
—¿Quién, yo? No.
—¿No?

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Era la mujer más abstraída con que había hablado jamás.
—Miren, señoras —dijo María a Consuelo y a su madre—. ¡Miren
lo que flota en el estanque! ¿Qué es eso?
Consuelo se inclinó sobre el estanque y agitó un poco el agua con
la mano. Al fin sacó el corsé rosa de su madre.
—¡Pero mamá! —exclamó sorprendida—. Es tu corsé.
La señora Ramírez examinó el corsé empapado. Estaba cubierto de
fango del fondo del estanque. Se acercó a una silla y se sentó,
ocultando la cara entre las manos. Empezó a mecerse hacia atrás y
hacia delante, sollozando blandamente. La señora Espinoza salió de su
habitación.
—Mi hermana Lilina lo tiró al estanque —anunció Consuelo a
todos los presentes.
La señora Espinoza miró el corsé.
—Tiene arreglo. Puede arreglarse —afirmó, acercándose a la
señora Ramírez y rodeándola con los brazos—. Mire, amiga mía. Mi
querida amiga, ¿por qué no se va a la cama a dormir un poco? Ya
pensará mañana en que lo limpien.
—¿Cómo podemos soportarlo? ¡Oh!, ¿cómo podemos soportarlo?
—preguntó implorante la señora Ramírez, con los bellos ojos
rebosantes de pena; y con voz temblorosa, añadió—: A veces apenas
tengo más fuerza que un gorrión. Me gustaría enviar a mis hijas a los
cuatro vientos, y dormir, dormir, dormir.
Al oír tales palabras, Consuelo dijo con voz suave:
—¿Y por qué no lo haces, mamá?
—¿Lo ven? —continuó su madre—. Son como dos puñales
clavados en mi corazón.
—No, no lo son —afirmó la señora Espinoza—. Son flores que
dan color a su vida.
Se quitó las gafas y las limpió en la blusa.
—Puñales en mi corazón —repitió la señora Ramírez.
—Tome un poco de sopa caliente —recomendó la señora Espinoza
—. María se la hará, yo la invito, y luego podrá irse a la cama y
olvidar todo esto.
—No, creo que me quedaré aquí sentada, gracias.
—Mamá va a tener uno de sus ataques —previno Consuelo a la

72
criada—. Le dan de cuando en cuando. En vez de enfadarse se pone
como un niño, y no se preocupa de comer ni de dormir, sino que se
queda sentada en una silla o le da por pasear, y su cara tiene una
expresión muy diferente a la habitual.
La criada asintió con la cabeza y Consuelo se fue a dormir.
—Tengo sangre francesa —decía la señora Ramírez a la señora
Espinoza—. Por esa razón soy muy delicada; demasiado delicada para
mi marido.
La señora Espinoza pareció preocupada por la confesión de su
amiga. No le interesaba el cotilleo ni lo que la gente contara de su
vida. Para la señora Ramírez, la dueña era como un hombre, y a veces
tenía sueños en los que aparecía convertida en hombre.
El viajante se divertía mucho.
—¡Que me aspen! —exclamó—. Todo esto por un corsé viejo.
Hay personas que no tienen nada que pensar en este mundo. Pero es
divertido; tan divertido como un barril lleno de monos.
A la señorita Córdoba no le resultaba tan divertido.
—Es una pena —afirmó—. Es una verdadera lástima que se haya
estropeado el corsé. ¿Qué hace usted en este país?
—Compro tejidos. Bueno, los compraba; ahora paso aquí unas
vacaciones cortas hasta que salga el próximo barco para los Estados
Unidos. Echo de menos a la familia y estoy deseando volver. No
entiendo lo que la gente pretende sacar de los viajes.
—Ah, sí, sí. Seguro que sí —dijo cortésmente la señorita Córdoba
—. Y ahora, si me disculpa, me voy dentro a dibujar un poco. No vaya
a olvidárseme en esta tierra de campesinos.
—¿Acaso es usted artista? —preguntó el extranjero.
—Dibujo vestidos —contestó mientras salía.
—¡Vaya por Dios! —pensó el viajante cuando ella se hubo
marchado—. Me han dejado aquí solo, y todavía no tengo sueño. Este
patio vacío es tan aburrido y tan poco interesante…; y por lo que se
refiere a la señorita Córdoba, es un iceberg. Pero me gusta su cuello.
Tiene un cuello de cisne, tan largo, blanco y delgado…, la clase de
cuello que tienen las chicas soñadas. Aunque más parece una virgen
que un cisne.
Se volvió y observó que la señora Ramírez seguía sentada en la

73
silla. Cogió la suya y se acercó a ella.
—¿Me permite? —preguntó—. Veo que ha decidido tomar un
poco el aire de la noche. No es mala idea. A mí tampoco me apetece
mucho acostarme.
—No —convino ella—. No quiero irme a la cama. Me quedaré
aquí sentada. Me gusta sentarme fuera de noche, si estoy bien
abrigada, y mirar a las estrellas.
—Sí, es una gran fuente de paz —asintió el viajero—. Hoy día la
gente no lo hace a menudo.
—¿No le gustaría mucho ir a Italia? —le preguntó la señora
Ramírez—. Los árboles frutales y las flores deben de ser maravillosos
por la noche.
—Bueno, yo diría que aquí tiene bastantes flores y frutales. ¿Para
qué quiere ir a Italia? Apuesto a que allí no hay tanta variedad de fruta
como aquí.
—¿No? ¿Hay muchas flores en su país?
El viajante fue incapaz de decidirse.
—En realidad —continuó la señora Ramírez—, me gustaría estar
en cualquier otro sitio; en su país o en Italia. Me apetecería vivir en
alguna parte donde la vida fuera hermosa. Me importa muchísimo el
que la vida sea hermosa o fea. A la gente que vive aquí le importa
poco. Porque no piensan. —Se llevó un dedo a la frente. —Me encanta
todo lo bonito: casas bonitas, jardines bonitos, canciones bonitas. De
muchacha estaba verdaderamente loca de felicidad: haciendo cosas,
pensando, saliendo y entrando. Era tan feliz que mi madre tenía miedo
de que me cayera y me rompiera una pierna o tuviera un accidente de
alguna clase. Era una mujer muy religiosa, pero no recuerdo que de
niña me diera cuenta de esas cosas. Siempre me levantaba antes que
nadie, aparte de los indios, y todas las mañanas me iba con ellos al
mercado a hacer la compra para todas las casas. Eso lo hice durante
muchos años. Incluso cuando era muy pequeña. Me resultaba muy
fácil hacer cualquier cosa. Me encantaba aprender inglés. Tenía un
profesor, y solía arrodillarme ante mi padre para que el profesor se
quedara más tiempo conmigo todos los días. Me paseaba por los
parques cuando mis hermanas estaban durmiendo. Tenía unos ojos
muy grandes —hizo un círculo con dos dedos— y relucientes como

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dos diamantes. Estaba siempre tan arrebatada… —Agitó el aire con el
puño apretado y explicó: —Así. Como una tormenta. Mis hermanas
me llamaban Sofía la impetuosa. Al tiempo que me llamaban Sofía la
impetuosa, yo estaba enamorada de mi tío, Aldo Torres. Antes no
venía mucho a casa, pero oí decir a mi madre que se había quedado sin
dinero y que teníamos que darle de comer. Éramos muy ricos, y cada
año nos hacíamos más. Yo le tenía mucha lástima y pensaba en él todo
el tiempo. Nos enamoramos el uno del otro, y cuando no había nadie
que pudiera vernos, nos besábamos y abrazábamos. Habría vivido con
él en una cabaña de hojas. Se casó con una mujer que tenía algo de
dinero y que también lo quería mucho. Cuando se casó, engordó y
empezó a gastarle muchas bromas a mi padre. Yo estaba contenta de
que fuera más rico, pero lo sentía mucho por mí. Entonces, mi
hermana Juanita, la mayor, se casó con un hombre muy acaudalado.
Todos nos alegramos mucho por ella y celebramos una boda por todo
lo alto.
—Debió quedarse con el corazón destrozado cuando su tío, Aldo
Torres, se marchó con otra, después de haberlo querido tanto cuando
era pobre.
—Sí, me gustaba mucho —dijo ella.
Su memoria pareció abandonarla de pronto, y ya no parecía
interesada en hablar más del pasado. El viajante se sintió incómodo.
—Me gustaría viajar —continuó la señora Ramírez—, mucho,
mucho; y creo que sería estupendo llevar la vida de una actriz, sin
hijos. ¿Sabe una cosa?, me siento inclinada por naturaleza a querer y
besar a los hombres.
—Bueno —dijo el viajante—, nadie besa tanto como quisiera. La
mayoría de las personas están frustradas. Se sorprendería usted de la
cantidad de gente que hay en mi país, frustrada y al mismo tiempo
bien parecida.
La señora Ramírez volvió el rostro hacia él. La única bombillita
iluminada apenas arrojaba la luz suficiente para permitirle mirar en sus
bellos ojos. Aún había lágrimas recientes en sus pestañas, que
agrandaban sus ojos hasta tal extremo que parecían tener el doble de
su tamaño normal. Al mirarlo, ella contuvo el aliento.
—¡Oh, mi hombre querido! —le dijo de pronto—. No quiero

75
separarme de usted. Vamos a donde lo pueda tener en mis brazos.
El viajante se sentía excitado. Ella le había cogido la mano y se la
apretaba muy fuerte.
—¿Adónde quiere ir? —preguntó estúpidamente.
—A su cama.
Cerró los ojos y esperó a que respondiera.
—Muy bien. ¿Está segura?
Asintió vigorosamente con la cabeza.
«No hay duda —se dijo el viajante— de que ésta es una de esas
cosas que uno no quiere recordar a la mañana siguiente. Querré
quitármela de encima como un perro que se sacude el agua del lomo.
Pero ¿qué puedo hacer? Ya hemos ido demasiado lejos. Pronto volveré
a casa y todo el asunto no será más que una pompa de jabón entre
otras muchas pompas de jabón.»
Empezaba a sentirse inspirado y no lo entendía, porque no había
bebido.
«Una pompa de jabón entre otras muchas pompas de jabón», se
repitió a sí mismo. Su vida interior no era muy definida, pero por lo
general estaba bien controlada. Fueron juntos a su habitación.
—¡Ah! —dijo la señora Ramírez después de que hubieron cerrado
la puerta—, esto me hace feliz.
Se dejó caer cruzada sobre la cama, como si estuviera agotada. Sus
pies quedaron en el aire y su respiración jadeante llenó la habitación.
El viajante pensó que jamás había visto a una persona comportarse de
aquella manera a menos que estuviera saturada de alcohol, y no sabía
qué hacer. Según todas sus normas y las de sus amigos, la mujer no era
muy atractiva para acostarse con ella.
Ella se estaba desabrochando el cuello del vestido. Debajo de la
almohada guardó el broche con el que se sujetaba el escote.
—Estoy muy gorda —dijo—. Muy gorda.
Le sonreía con mucha ternura. Por alguna razón, eso lo excitó; se
quitó la ropa a su vez y se acostó a su lado. Era muy huesudo y estaba
tan frío como una almeja, pero ella era una mujer verdaderamente
apasionada, no se dio cuenta de nada.
—¿De veras quiere que sigamos con esto? —dijo él, pues era
incapaz de encontrar palabras nuevas para una situación que desde

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luego era diferente a cualquier otra que hubiera experimentado jamás.
La mujer se abalanzó sobre él y le tocó la cara y el cuello con
excitación febril.
—¡Santo Dios! —exclamó. Estaban en pleno acto sexual—. ¡Santo
Dios! He esperado este momento durante veinte años, y creo que ni el
cielo mismo puede ser más maravilloso.
El viajante apenas escuchó esa observación. Tenía el rostro oculto
entre la almohada y sentía punzadas de culpabilidad en medio del
placer. Cuando todo terminó, ella le dijo:
—Esto es lo único que quiero hacer siempre. —Le dio unas
palmaditas en las manos y le sonrió. —¿También tú eres feliz? —le
preguntó.
—Sí, claro —dijo él. Se levantó de la cama y salió al patio.
«Desde luego, esta mujer estaba en malas condiciones —pensó—.
Ha sido casi como la muerte misma.»
No quería pensar más. Se quedó junto al estanque tanto tiempo
como le fue posible. Cuando volvió, ella estaba de pie frente a la
cómoda, arreglándose el pelo.
—Me avergüenzo del aspecto que tengo —dijo—. No refleja mi
estado de ánimo.
Se echó a reír y él le dijo que tenía un aspecto perfecto. Ella lo
arrastró de nuevo a la cama.
—No me mandes a mi habitación —le dijo—. Me encanta estar
aquí contigo, cielo mío.
Rompía el alba cuando el viajante despertó. La señora Ramírez
seguía a su lado, durmiendo a pierna suelta. Tenía el brazo doblado
bajo la nuca, encima de la almohada.
«¡Dios mío! —dijo para sí el viajante—. Mejor será que salga de
aquí.»
La zarandeó tan fuerte como pudo.
—Señora Ramírez. Señora Ramírez, despierte. ¡Despierte!
Cuando finalmente despertó, pareció llevarse un susto de muerte.
Se volvió y lo miró con los ojos en blanco durante un rato. Antes de
que él observara cambio alguno en su expresión, sintió que la mano de
ella se movía por su cuerpo.
—Señora Ramírez —dijo—. Me preocupa que se levanten sus

77
hijas y organicen un alboroto. Ya sabe, que empiecen a lamentarse por
su falta o algo parecido. Me parece que su sitio está allí.
—¿Qué? —preguntó ella. Él se había retirado al otro extremo de la
cama.
—Digo que, en mi opinión, debería irse a su habitación, pues ya ha
amanecido.
—Sí, cariño, me iré a mi habitación. Tienes razón.
Con un movimiento furtivo, se acercó a él y lo rodeó con sus
brazos.
—Luego te veré en el comedor, y no dejaré de mirarte porque te
quiero mucho.
—No sea loca —replicó él—. No querrá que se le note nada en la
cara. No querrá que la gente adivine lo que pasa. Debemos mostrarnos
indiferentes el uno con el otro.
Ella se llevó la mano al corazón.
—¡Ay! —exclamó—. Eso es imposible.
—Venga, señora Ramírez. Sea sensata, por favor. Mire, váyase a
su habitación y ya hablaremos de esto por la mañana…, o mejor dicho,
dentro de un rato.
—Yo no puedo mostrarme indiferente.
Para ilustrar sus palabras, lo miró fijamente a los ojos.
—Lo sé, lo sé —convino él—. Es usted una mujer muy
apasionada. Pero, ¡por Dios!, estamos en un absurdo país hispánico.
Saltó de la cama y ella lo siguió. Cuando la señora Ramírez se
puso los zapatos, la acompañó a la puerta.
—Adiós —dijo.
Ella apoyó la mejilla en las manos juntas y levantó la vista hacia
él. El viajante cerró la puerta.
La señora Ramírez se sentía demasiado feliz para irse a la cama de
inmediato, de manera que se acercó a la cómoda y sacó de ella una
virgencita de azúcar rancio que rompió en tres pedazos. Se acercó a
Consuelo y la zarandeó con fuerza. Consuelo abrió los ojos y al cabo
de algún tiempo, con irritación, le preguntó a su madre qué quería. La
señora Ramírez metió la golosina en la boca de su hija.
—Come, cariño —dijo—. Es la virgencita de la cómoda.
—¡Ay, mamá! —suspiró Consuelo—. ¿Quién sabe lo que harás a

78
continuación? Ya es de día y todavía estás vestida. Estoy segura de
que en estos momentos no hay en todo el mundo ninguna otra madre
vestida. Por favor, no me hagas comer ahora más virgen. Mañana
comeré otro poco. Pero ya es mañana, ¿verdad? Vaya lío. No me
gusta.
Cerró los ojos y trató de dormir. En su rostro había una expresión
de hondo disgusto. Esta vez el ataque de su madre era un poco
alarmante.
La señora Ramírez se acercó entonces a la cama de Lilina y la
despertó. La niña abrió los ojos de par en par y enseguida se puso en
tensión, porque creyó que iba a reñirla por lo del corsé y también por
haber salido sola después de oscurecer.
—Hola, pequeñina —dijo su madre—. Come un poco de virgen.
Lilina estaba encantada. Comió la golosina rancia y se dio
palmaditas en el estómago para mostrar lo contenta que estaba. La
culebra dormía en una caja, junto a su cama.
—Y ahora dime, ¿qué has hecho hoy? —preguntó su madre.
Había olvidado completamente lo del corsé. Lilina estaba
rebosante de alegría. Pasó los dedos por los labios de su madre,
metiéndoselos luego en la boca. La señora Ramírez trató de hacer
presa en los dedos, como un perro. Entonces se rió a carcajadas.
—Mamá, cállate, por favor —rogó Consuelo—. Quiero dormir.
—Me he comprado una culebra, mamá —anunció Lilina.
—¡Bien hecho! —exclamó la señora Ramírez.
Y tras meditar un poco con la mano de su hija entre las suyas, se
fue a la cama.

La señora Ramírez se estaba vistiendo en su habitación mientras


hablaba con sus hijas.
—Quiero que os pongáis los vestidos de fiesta —dijo—, porque
voy a invitar al viajante a comer con nosotras.
Consuelo ya estaba enamorada del viajante y sentía muchos celos
de la señorita Córdoba, que, según la conclusión a la que había
llegado, era su novia.
—Me figuro que ya habrá invitado a almorzar a la señorita
Córdoba —manifestó—. Han estado hablando cerca del estanque casi

79
desde el amanecer.
—¡Santa Catarina! —gritó airadamente su madre—. Tienes los
ojos del loco que ve flores donde sólo hay boñigas de vaca.
Se cubrió la cara con una profusión de polvos que tenían un tinte
violeta claro y se echó sobre los hombros un pañuelo de gasa verde,
prendiéndolo con un broche en forma de palo de golf. Luego, ella y las
niñas, que llevaban vestidos de satén rosa, salieron al patio y se
sentaron juntas, un poco retiradas del sol. El loro estaba cantando y
columpiándose en su percha hacia delante y hacia atrás. La señora
Ramírez empezó a cantar con él; su voz era un poco más baja que la
del loro.

Pastores, Pastores, vamos a Belén


a ver a María y al Niño también.

Dirigía al loro con la mano. Una señora anciana, la madre de la


señora Espinoza, daba vueltas alrededor del patio. Se detuvo un
momento a jugar con la pulsera de conchas marinas que llevaba la
señora Ramírez.
—¿Quieres un dulce? —le preguntó.
—No puedo. Tengo muy mal el estómago.
—¿Quieres un dulce? —repitió.
La señora Ramírez sonrió y levantó la vista al cielo. La anciana le
dio unas palmaditas en la mejilla.
—Guapa —dijo—. Eres guapa.
—¡Mamá! —gritó la señora Espinoza, que salía a la carrera de su
habitación—. ¡Ven a la cama!
La anciana se aferró a los travesaños de la silla de la señora
Ramírez como un pájaro testarudo, y su hija se vio obligada a abrirle
las manos para poder llevársela.
—Lo siento, señora Ramírez —se disculpó—. Pero ya sabe lo que
pasa cuando una se hace vieja.
—Mala cosa —comentó la señora Ramírez. Miraba al viajante y a
la señorita Córdoba. Ambos le daban la espalda—. Lilina —dijo—, ve
a invitarle a comer con nosotras…, vamos. No, por escrito. Tráeme
papel y pluma.

80
«Cariño —escribió cuando volvió Lilina—. ¿Querrás comer luego
en mi mesa? Las niñas también estarán conmigo. Las tres te enviamos
nuestro afecto sincero. Le he dicho a Consuelo que ordene a la criada
colocar todos los platos a la misma mesa. Sinceramente tuya, Sofía
Piega de Ramírez.»
El viajante leyó la nota, aceptó, y poco después estaban todos
sentados a la mesa del comedor.
«Pero todo esto es más raro que una novela —dijo para sí—. Aquí
estoy, sentado a la mesa de esta gente con la sensación de haber
pasado aquí toda la vida, y la verdad del asunto es que sólo he estado
en esta pensión unas catorce o quince horas en total. Ni siquiera un día
entero. Ayer me sentía tan deprimido que creía estar en una isla de
zulúes. El ser humano es el animal más extraño de todos.»
La señora Ramírez había dispuesto la mesa para sentarse junto al
extranjero, y apretó el muslo contra él durante el tiempo que tardó en
tomar la sopa. El viajante no tenía buen apetito. Se sentía animado y
con ganas de hablar.
Después de comer, la señora Ramírez decidió salir a dar un paseo
en vez de echarse la siesta. Se puso los guantes y cogió una sombrilla
para protegerse del sol. Tras caminar un rato, llegó a un camino largo,
completamente desolado salvo unas pocas ruinas y algunos árboles
altos y hermosos que lo bordeaban. Miró alrededor y meneó la cabeza
al imaginarse el terrible terremoto que había destruido la ciudad,
famosa por haber sido en otro tiempo la más bella de todo el
hemisferio occidental. Frente a ella, hacia el final del camino, podía
ver el volcán llamado Fuego. Se santiguó y se mordió los labios. Había
salido a pasear con la idea de pensar en su amante, pero la vista del
volcán, que había hecho erupción muchos siglos atrás, alejó de su
mente toda ensoñación amorosa. Con la imaginación vio derrumbarse
los muros de las casas, y los techos cayendo sobre las cabezas de los
niños pequeños…, y a las madres, con las faldas cubiertas de barro,
corriendo desesperadas por las calles.
«Los inocentes —dijo para sí—. Estoy segura de que Dios tenía
una razón perfecta para ello, pero ¿cuál podría ser? ¡Santa María, pero
cuál podría ser! Si semejante desorden ocurriese otra vez en esta tierra,
me convertiría en una absoluta gelatina, en una idiota impotente.»

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Volvió a mirar el volcán que tenía frente a ella, y aunque nada
había cambiado, le pareció que había pasado una nube por delante del
sol.
«Estás loca —prosiguió— si piensas que un terremoto volverá a
derribar esta ciudad. Tú no pasarás por la desgracia que sufrieron esas
madres, porque ahora todo es diferente. Dios ya no manda esas
grandes pruebas, como las plagas y el diluvio por todo el mundo.»
Agradeció a su estrella el que viviera en aquella época, y no antes.
Se sentía desfallecer ante la idea de las mujeres que se habían visto
obligadas a vivir antes de que ella naciera. Había oído decir que el
futuro también iba a ser muy turbulento a causa de las guerras.
«¡Ay! —exclamó para sí—. ¡Estoy rodeada de precipicios!»
Salir a pasear no había sido buena idea, después de todo. Volvió a
pensar en el viajante y cerró los ojos durante un momento.
—¡Mi amante! ¡Amante querido! —musitó; y recordó los libritos
con letras doradas en la portada, libros de amor, que había leído de
muchacha, cuando no soportaba la carga de una familia. Tales libritos
le habían hecho pensar que el saber leer constituía la habilidad más
meritoria y placentera. Por supuesto, nunca rozaban los aspectos más
vulgares del amor, pero años después no encontraba raro que fuera por
aquellos objetivos físicos por los que suspiraban los héroes y heroínas.
Jamás encontró dificultades para asociar dichos y cancioncillas con las
manifestaciones más groseras del amor.
Se desvió por otro camino para no mirar de frente el volcán, que se
le aparecía de manera constante. Pensó en el viajante sin acordarse
realmente de él. Le brillaban los ojos con el placer de estar enamorada,
y decidió que había sido muy estúpida al pensar en un terremoto justo
en el día en que Dios le había preparado un lecho de rosas.
—Gracias, gracias —susurró hacia Él—, desde lo más profundo de
mi corazón. ¡Ah!
Se alisó el vestido por el pecho. Todo la complacía de repente.
Observó que más adelante había un convento muy grande, en estado
bastante ruinoso, frente al cual jugaban unos niños. Y no muy lejos,
también se veía un pabellón pequeño. Resultaba difícil entender por
qué estaba situado en aquella parte, donde no había ningún jardín
propiamente dicho, ni árboles, ni césped; sólo basura y algunos

82
arbustos. Ofrecía el extraño y estático aspecto de un barco encallado.
La señora Ramírez lo miró con disgusto; de todos modos, era un
quiosco pequeño y le hacía mucha falta una mano de pintura. Pese a
estar cansada, pronto se vio subiendo los endebles escalones, con la
cara encendida de miedo por si cedían y caía al suelo. Dentro del
quiosco extendió un periódico sobre el banco y se sentó. Enseguida
desaparecieron de su mente todos los sueños acerca de su amante y se
sintió incómoda por el calor. Impaciente, movió los pies por el suelo
ante la idea de tener que volver andando. Se levantó polvo y tuvo que
taparse la boca con el pañuelo.
«¡Ojalá viniera a sacarme en brazos de este quiosco!», dijo para sí.
Se quedó inmóvil, viendo jugar a los niños en el polvo frente al
convento. Uno de ellos era bastante más alto que los demás. Mientras
contemplaba sus juegos, inclinó la cabeza hacia delante y se durmió.
No llegaban turistas, de modo que los niños más pequeños
decidieron acercarse a la plaza principal al encuentro de los autobuses
para vender sus caramelos y postales. El de más edad anunció que se
quedaría.
—Estás chalado —le dijeron los otros—. Completamente loco.
Los miró con altivez y no contestó. Los demás echaron a correr
por el camino, gritando que iban a ganar mil quetzales.
El muchacho se quedó porque hacía un rato había observado que
había alguien en el quiosco. Incluso desde donde estaba, sabía que era
una mujer, porque veía que su vestido era de colores brillantes como
un jardín de flores. Llevaba largo rato allí sentada, y se preguntó si no
estaría muerta.
«Si está muerta —pensó—, llevaré su cuerpo a cuestas hasta la
ciudad.»
La idea le entusiasmó y se acercó al pabellón conteniendo el
aliento. Entró y se inclinó sobre la señora Ramírez, pero al ver que era
gorda y bastante mayor, y sin duda madre de una buena y rica familia,
se asustó y su fantasía se desvaneció. Pensó en marcharse, pero luego
cambió de idea y le movió un pie. No hubo respuesta alguna. Continuó
durmiendo con la boca abierta. El muchacho le cogió un buen trozo de
carne del antebrazo entre el pulgar y el índice, y lo retorció con fuerza.
Ella se despertó con un estremecimiento y miró perpleja al muchacho.

83
El chico tenía ojos tiernos.
—La he despertado —dijo— porque tengo que marcharme a casa,
y aquí no está usted segura. Antes, había aquí un hombre, en el estrado
de los músicos, tratando de mirar bajo sus faldas. Ya sabe que cuando
uno está dormido, la gente hace cosas raras. También había unos
borrachos cantando una canción obscena ahí abajo, justo a sus pies. Si
la hubiera oído, se le habrían puesto coloradas las orejas. Se lo puedo
asegurar.
Se encogió de hombros y escupió en el suelo. Parecía realmente
disgustado.
—¿Qué te pasa? —le preguntó la señora Ramírez.
—¡Bah! Esta ciudad me da asco. Quiero ser carpintero en la
capital, pero no puedo. Mi madre está sola. Todos mis hermanos y
hermanas han muerto.
—¡Ay! —exclamó la señora Ramírez—. ¡Qué triste debe de ser
para ti! Yo tengo una casa muy bonita en la capital. Si no tuvieras que
quedarte con tu madre, mi marido a lo mejor te colocaba de carpintero.
Los ojos del muchacho centellearon.
—Me voy con usted —dijo—. Mi tío está con mi madre.
—Sí —dijo la señora Ramírez—. Quizá podamos hacerlo.
—Mi novia está allí, en la ciudad —continuó el muchacho—.
Antes vivía aquí.
La señora Ramírez cogió la larga mano del muchacho entre las
suyas. La palabra novia le había evocado muchas cosas.
—Siéntate, siéntate —le dijo—. Siéntate aquí, a mi lado. Yo
también tengo novio. Ahora está en su habitación.
—¿Dónde trabaja?
—En los Estados Unidos.
—¡Qué suerte tiene usted! Pero mi novia no lo querría a él más
que a mí. Me quiere hasta la muerte. Me lo dice siempre que se lo
pregunto. Y si usted se lo preguntara, le diría lo mismo. Es la verdad.
La señora Ramírez tiró de él hasta que se sentó junto a ella en el
banco. El muchacho estaba confuso y miraba hacia la carretera por
encima del hombro. Ella le hacía cosquillas en el dorso de la mano y le
sonreía con coquetería. El muchacho la miró y su rostro pareció
ablandarse.

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—Tiene los ojos azules —dijo.
La señora Ramírez no podía esperar un momento más. Le tomó la
cabeza con las dos manos y lo besó varias veces en los labios.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
Al muchacho le encantaban su elegante vestido, sus ojos azules y
sus modales femeninos. Tomó en sus brazos a la señora Ramírez con
verdadera ternura.
—Te quiero —dijo. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y como se
sentía rebosante de amabilidad y gratitud, añadió—: Quiero a mi novia
y te quiero a ti también.
La ayudó a bajar los escalones del quiosco y, con el brazo
alrededor de su cintura, la condujo a un lugar recóndito en los terrenos
del convento.

El viajante estaba tumbado en la cama, consumido por un


sentimiento de culpa. Había vuelto a pasar la noche con la señora
Ramírez, y se preguntaba si su madre leería aquel asunto en sus ojos
cuando volviera. Nunca había hecho antes nada parecido. Hasta ahora,
jamás había tenido un comportamiento sin precedentes y se sentía
como un monstruo de dos cabezas; como si en cierto modo hubiese
pasado del universo real a otro distinto, al mundo que de pequeño
siempre había imaginado lleno de asesinos, de huérfanos y de niños
cuyas madres salían a trabajar. Metió la cabeza entre las manos y se
preguntó si alguna vez podría olvidar a la señora Ramírez. Recordó
haber leído que las carreras de muchos hombres habían quedado
truncadas por mujeres que tenían cierto dominio físico sobre ellos, del
cual les resultaba imposible escapar. Sabía que tales mujeres siempre
eran malas y que jamás eran norteamericanas. Aunque también estaba
seguro de que no se parecían a la señora Ramírez. Era horrible haber
hecho algo que sus amigos no habían hecho antes que él, y que
tampoco harían después. Estaba convencido de que aquella
experiencia debía permanecer en secreto, y nada le sentaba peor que
tener un secreto. Le gustaba imaginar que él y el grupo a quienes
consideraba amigos suyos hablaban libremente de todo lo que había en
su alma y en su corazón. Él también empezaba a hablar a las mujeres
de esa manera liberada; les hablaba mucho, e instaba a sus amigos a

85
que hicieran lo mismo. Se dio cuenta de que él y la señora Ramírez
jamás hablaban, y aquello le horrorizó.
«Somos como dos gorilas», dijo para sí, encogiéndose de hombros.
Cierto era que había estado con una o dos prostitutas, pero no se
las había llevado a su cama, ni tampoco había permanecido con ellas
más de una hora. Además, habían sido chicas norteamericanas, de
cabellos rubios y rizados, que le habían recomendado sus amigos.
«Bueno —pensó—, es inútil que me destroce los nervios. Lo
hecho, hecho está, y de todos modos creo que podría disculpárseme
por las razones siguientes; primera, que estoy en un país extraño que
casi me ha sacado de quicio; segunda, que he comido guisos raros, a
los que no estoy acostumbrado, y que vivo a una altitud
considerablemente grande para mí, y tercera, que hace tres semanas
enteras que no hablo con ningún compatriota.»
Se sintió mucho más contento después de haber enumerado las
circunstancias atenuantes, y añadió:
«Cuando suba al barco me despediré del muelle con un gesto y al
fin me libraré de estos disparates; y si alguna vez trata el jefe de
enviarme fuera del país, le diré: “¡Ni por un millón de dólares!”»
Deseó cambiar de pensión si fuera posible, pero ya había pagado
por lo que quedaba de semana. Era muy ahorrativo, exactamente como
le correspondía. Se tumbó de nuevo en la cama, muy satisfecho de sí
mismo, pero pronto volvió a sentirse culpable, y como un viejo caballo
de tiro pasó otra vez por el laborioso proceso de tranquilizarse a sí
mismo.

Lilina había metido a Victoria en una caja y paseaba con ella por la
ciudad. No lejos de la plaza principal había una mercería cuya dueña
era judía. Lilina había ido varias veces con su madre a comprar lana.
Conocía al hijo de la propietaria, con quien se paraba a hablar a
menudo. Era muy callado, pero a Lilina le gustaba. Decidió ir a la
tienda con Victoria.
Cuando entró, la madre del niño estaba detrás del mostrador,
estampando unos viejos rollos de tela con tinta púrpura. Vio a Lilina y
sonrió alegremente.
—Enrique está en el patio. Eres muy amable de venir a verlo. ¿Por

86
qué no nos visitas más a menudo?
Estaba muy deseosa de complacer a Lilina, porque conocía el
alcance de la fortuna de la señora Ramírez y se sentía orgullosa de
tenerla de cliente.
Lilina se dirigió a la puertecita que conducía al patio, detrás de la
tienda, y la abrió. Enrique estaba agachado sobre el polvo, junto a la
pila de lavar. Lilina se sorprendió al ver que el niño tenía la cabeza
vendada. Desde lejos las vendas sucias daban la impresión de ser un
turbante blanco.
Se acercó un poco más y vio que estaba colocando unas canicas en
fila.
—Buenos días, Enrique —le saludó.
Enrique reconoció su voz y, sin volver la cabeza, empezó a recoger
despacio las canicas y a guardárselas una a una en el bolsillo.
Su madre había seguido a Lilina al patio. Cuando vio que Enrique,
en vez de ponerse en pie y saludar a la niña, continuaba absorto en las
canicas, se acercó a él y le dio un fuerte empujón en el brazo.
—Deja en paz las dichosas canicas y habla con Lilina —ordenó.
Enrique se levantó y se acercó a Lilina, mientras su madre,
inclinándose con dificultad, terminaba de recoger las canicas que había
dejado en el suelo.
Lilina miró la gran mancha de color rojo oscuro que había en el
vendaje de Enrique. Los dos volvieron a la tienda. A Enrique no le
gustaba estar con Lilina. Siempre que ella aparecía en la tienda, apenas
podía esperar a que se marchara.
Se acercó a un rollo de tela estampada y empezó a desenvolverlo.
Cuando hubo extendido varios metros, empezó a seguir con el dedo
índice las evoluciones del dibujo. Lilina, sin comprender que aquel
gesto era un insulto cuidadosamente disimulado, lo observó con cierto
interés.
—Tengo algo dentro de esta caja —dijo al cabo de un rato.
Enrique, al oír que se acercaban los pasos de su madre, se volvió y
sonrió con tristeza a la niña.
—Enséñamelo, por favor —dijo.
Lilina alzó la tapa y tendió a Enrique la caja de la culebra.
—Ésta es Victoria —dijo.

87
Enrique pensó que era preciosa. La sacó de la caja sosteniéndola
con mucha firmeza por debajo de la cabeza. Luego alzó el brazo hasta
que los ojos de la culebra quedaron a la altura de los suyos.
—Buenos días, Victoria —le dijo—. ¿Te gusta estar en la tienda?
Esas palabras molestaron a su madre. Se había escabullido por el
otro lado del mostrador porque la culebra la aterrorizaba.
—Hablas como si estuvieras borracho —dijo a Enrique—. Esa
culebra no entiende una palabra de lo que dices.
—Es muy bonita —manifestó Enrique.
—Volvamos a meterla en la caja y llevémosla a la plaza —dijo
Lilina. Pero Enrique no la oyó, tan encantado estaba con la sensación
de tener a Victoria en la mano.
Su madre volvió a hablar.
—¿Has oído lo que te ha dicho Lilina? —gritó—. ¿O es que la
venda te tapa los oídos lo mismo que la cabeza?
Había pensado que aquella observación era punzante e ingeniosa,
pero comprendió que carecía de sentido.
—Bueno, vete con la niña —añadió.
Lilina y Enrique salieron juntos en dirección a la plaza. La niña
había vuelto a guardar a Victoria en su caja.
—¿Por qué vamos a la plaza? —preguntó Enrique.
—Porque vamos con Victoria.
Se habían juntado seis o siete autobuses en una de las calles que
rodeaban la plaza. Procedían de la capital y de otras ciudades más
pequeñas de la región. Los pasajeros que no iban más lejos ya se
habían apeado y estaban en grupo, charlando y comprando comida a
los vendedores. Una señora llevaba un abanico de cartón con un
anuncio de cerveza. Se estaba abanicando, pero no sólo a ella, sino
también a todo el que pasara a su lado.
Los chóferes calentaban los motores, y algunos trataban de llevar
los autobuses a una posición más ventajosa para la salida. A Lilina le
entusiasmaban el ruido y la gente. En cambio, Enrique había buscado
un sitio tranquilo, y ahora estaba a la sombra de un árbol. Al cabo de
un rato la niña corrió hacia él anunciándole que iba a soltar a Victoria
de la caja.
—Y luego veremos lo que pasa —le dijo.

88
—¡No, no! —insistió Enrique—. Reptará por debajo de los
autobuses y morirá aplastada. Las culebras viven en los bosques o en
las peñas.
Lilina le prestaba poca atención. Pronto estuvo en cuclillas al
borde de la acera, desatando afanosamente la cuerda que envolvía la
caja de Victoria.
A Enrique le empezaba a doler la cabeza y se encontraba un poco
mal. Se preguntó si podría salir de la plaza, pero decidió que no tenía
valor. Aunque se había levantado viento, el sol calentaba mucho y el
árbol le daba poca sombra. Miró a Lilina durante un rato, pero pronto
apartó la vista de ella y, en cambio, empezó a pensar en su propia
muerte. Estaba seguro de que hoy le dolía la cabeza más que de
costumbre. Aquello lo sumió en la más negra de las melancolías, como
le ocurría siempre que recordaba el día en que se había caído y
atravesado el cráneo con un clavo oxidado. Hasta donde podía
recordar, la vida siempre le había sido preciosa y parecía serlo aún
más ahora, cuando comprendía que podía interrumpirse de manera
violenta. No le gustaba Lilina; tal vez porque intuitivamente
sospechaba que era una persona que podría caerse una y otra vez sobre
el mismo montón de cristales rotos y gritar siempre con la misma
intensidad.
Para entonces, Victoria se había arrastrado bajo los autobuses y ya
estaba completamente aplastada. Cuando los autobuses se marcharon.
Enrique vio lo que había pasado. Sólo la cabeza de la culebra,
cercenada del cuerpo, permanecía intacta.
Se acercó a donde estaba Lilina.
—¿Ya te vas a casa? —le preguntó, mordiéndose el labio.
—Mira qué cabeza tan chica tiene. Debía de ser una culebra muy
pequeña —dijo Lilina.
—¿Te vas a casa? —volvió a preguntarle.
—No. Voy a la catedral, a jugar en los columpios. ¿Quieres venir?
Voy a ir corriendo.
—Yo no puedo correr —dijo Enrique, tocándose las vendas con
los dedos—. Y no estoy seguro de que quiera ir al parque.
—Bueno —dijo Lilina—. Me adelantaré y allí estaré si decides
venir.

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Enrique estaba muy cansado y un poco mareado, pero decidió
seguirla al parque para preguntarle por qué había dejado que Victoria
se metiera debajo de los autobuses.
Cuando llegó, Lilina ya se estaba columpiando. Se sentó en un
banco cerca de los columpios y levantó la vista hacia ella. Cada vez
que los pies de Lilina rozaban el suelo, intentaba preguntarle por
Victoria, pero la pregunta se le quedaba en la garganta. Al fin se puso
en pie, metió las manos en los bolsillos y le preguntó a gritos:
—¿Vas a conseguir otra culebra?
No era eso lo que quería decirle. Lilina no le contestó, pero lo miró
fijamente desde el columpio. A Enrique le resultaba imposible saber si
había oído o no su pregunta.
Al fin clavó el talón en el suelo y paró el columpio.
—Tengo que irme a casa —dijo—, o mi madre se enfadará
conmigo.
—No —cortó Enrique, sujetándola del vestido—. Ven conmigo y
deja que te invite a un helado.
—Iré —dijo Lilina—. Me encantan.
Se sentaron juntos en un tiendecita y Enrique compró dos helados.
—Me gustaría tener un columpio colgado del techo de mi casa —
dijo Lilina—. Haría que me sirvieran el desayuno y la comida mientras
me columpiara.
Esa idea la divirtió, y empezó a reírse tan fuerte, que el helado se
le escurrió de la boca cayéndole por la barbilla.
—Desayuno, comida, cena y baño en el columpio —continuó—. Y
hacer pipí desde el columpio sobre la cabeza de Consuelo.
Enrique se iba poniendo cada vez más nervioso, porque se estaba
haciendo tarde y seguían sin hablar de Victoria.
—¿Podría columpiarme contigo en tu casa? —le preguntó a Lilina.
—Sí. Tendríamos dos columpios y tú también podrías hacer pipí
sobre la cabeza de Consuelo.
—Me encantaría —dijo Enrique.
Su pregunta parecía cada vez más difícil de formular. Para
entonces tenía la impresión de que más semejaba una declaración de
amor que una simple pregunta. Finalmente, lo intentó de nuevo.
—¿Vas a comprar otra culebra?

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Pero siguió sin poder preguntarle por qué había tenido tan poco
cuidado.
—No —contestó Lilina—. Voy a comprar un conejo.
—¿Un conejo? Pero los conejos no son tan inteligentes ni tan
bonitos como las culebras. Será mejor que compres otra culebra como
Victoria.
—Los conejos tienen muchos hijos —observó Lilina—. ¿Por qué
no compramos a medias un conejo?
Enrique lo pensó durante un rato. Empezó a sentirse casi alegre, y
hasta un poco malvado.
—De acuerdo —dijo—. Compraremos dos conejos, un macho y
una hembra.
Acabaron los helados y, cada vez más entusiasmados, hablaron de
los conejos.
De camino a casa, Lilina apretó la mano de Enrique y le llenó de
besos las mejillas. El niño se puso colorado de placer.
Se despidieron en la plaza, tras prometer que se verían de nuevo
por la tarde.

Era un día nublado, bastante más fresco de lo habitual, y la señora


Ramírez decidió vestirse con la ropa de luto, que siempre llevaba
consigo. Se colgó del cuello un collar de varias vueltas de cuentas
negras y se dio muchos polvos en la cara. Ella y Consuelo empezaron
a pasear despacio por el patio. Consuelo se sonó la nariz.
—¡Ay, mamá! —dijo—. ¿No es cierto que en el mundo abunda
más la tristeza que la felicidad?
—No sé por qué piensas en eso —contestó su madre.
—Porque he hecho un recuento de mis días felices y de mis días
tristes. Hay muchos más días tristes, y ahora estoy en la mejor edad de
una chica. No hay más que lucha, incluso en los bailes. Si un hombre
me dijera que preferiría bailar a luchar, no le creería.
—Es cierto —convino su madre—. Pero no todos los hombres son
así. Hay algunos tan tiernos como corderitos. Aunque no muchos.
—Me siento como una anciana. Creo que tal vez me sentiré mejor
cuando me case.
Pasaron despacio por delante de la puerta del viajante.

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—Me voy dentro —dijo Consuelo de repente.
—¿No vas a sentarte en el patio? —le preguntó su madre.
—Con todos esos niños chillando, las gallinas, el perro blanco y el
loro parloteando, no. Y hace un día horrible. ¿Por qué?
La señora Ramírez no encontró ninguna razón para que su hija
debiera quedarse en el patio. En cualquier caso, prefería estar sola si el
extranjero decidía hablar con ella.
—¿Qué perro blanco? —preguntó.
—La señora Espinoza les ha comprado a los niños un perro blanco.
Soplaba el viento y los niños se perseguían unos a otros por el
patio. La señora Ramírez se sentó en una sillita con las manos
entrelazadas sobre el regazo. Se le ocurrió la idea de que posiblemente
la mayoría de los días iban a ser fríos y ventosos en vez de lo
contrario, y de que vendrían muchos exactamente iguales a aquél.
Inconscientemente, siempre había pensado que aquellos días eran los
preferidos de Dios, aunque nunca habían sido muy de su agrado.
El viajante estaba haciendo la maleta con la vivacidad de quien
está acostumbrado a realizar pequeñas excursiones lejos del redil
encantado, para volver casi de inmediato.
«¡Vaya! —dijo alegremente para sí—. Seguro que he sido un poco
casquivano en este lugar, pero la pesadilla ya ha terminado.»
Casi era la hora del autobús. Sacó las maletas al patio y se aturdió
al ver a la señora Ramírez allí sentada. Decidió ser amable.
—Señora —dijo, acercándose a ella—. Debo despedirme hasta que
volvamos a vernos.
—¿Cómo dice? —preguntó ella.
—Tomo el autobús de las doce. Regreso a casa.
—¡Ah! Debe de estar muy contento de volver. —No pensó en
desviar la mirada de su rostro— ¿Va usted en barco? —preguntó,
poniendo más fuerza en la mirada.
—Sí. Cinco días en barco.
—Qué maravilloso debe de ser. ¿O tal vez se marea?
Se llevó la mano al estómago.
—Nunca en la vida me he mareado en un barco.
Ella no dijo nada.
El viajante retrocedió y tropezó con el loro, que se columpiaba en

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su percha; dio un rápido paso al frente cuando el loro se inclinó para
darle un picotazo.
—¿Quiere usted que vaya a ver a alguien en los Estados Unidos?
—No. Supongo que no tardará mucho en volver.
—No, no creo que vuelva otra vez por aquí. Bueno…
Tendió la mano y ella se puso en pie. Estaba muy impresionante
con la ropa de luto. Él miró el collar que le cubría el pecho.
—Pues adiós, señora. Me alegro mucho de haberla conocido.
—Adiós, señor, y que Dios lo proteja en el viaje. Quizá vuelva otra
vez. Nunca se sabe.
El viajante meneó la cabeza y se dirigió hacia el muchacho indio
que aguardaba junto a su equipaje. Salieron a la calle y la pesada
puerta se cerró de golpe. La señora Ramírez echó una mirada por el
patio. Vio que la señorita Córdoba se retiraba de la puerta entreabierta
de su dormitorio, desde donde había estado mirando.

93
La adolescente

KATHERINE MANSFIELD

Con el vestidito azul, los pómulos ligeramente sonrosados, sus


ojos azules azules, y los rizos dorados recogidos como si se los
hubiesen sujetado por primera vez —recogidos como para que no la
molestasen cuando alzase el vuelo—, la hija de la señora Raddick
parecía que acabase de descender del radiante firmamento. La mirada
tímida, ligeramente sorprendida y profundamente admirada de la
señora Raddick parecía confirmarlo; pero su hija no estaba demasiado
entusiasmada —¿por qué iba a estarlo?— de haber ido a parar a la
escalinata del casino. Era lógico, se aburría: estaba aburrida como si el
cielo se hallase repleto de casinos con santos viejos y catarrosos como
croupiers y coronas con las que jugar.
—¿Seguro que no le importa llevarse a Hennie? —dijo la señora
Raddick—. ¿De veras? Ahí está el coche, pueden ir a tomar el té y nos
volveremos a encontrar aquí mismo, en este mismísimo escalón,
dentro de una hora, ¿de acuerdo? ¿Ve?, a mí me gustaría que pudiese
entrar. No ha estado nunca y vale la pena verlo. Me parece de simple
justicia.
—Oh, calla de una vez, mamá —dijo la muchacha, hastiada—.
Anda, vamos. No hables tanto y vámonos. Además llevas el bolso
abierto; vas a volver a perder todo el dinero.
—Lo siento, hijita —dijo la señora Raddick.
—¡Oh, entremos, venga! Quiero ganar dinero —dijo aquella voz
impaciente—. A ti todo te va bien… ¡pero yo no tengo ni cinco!

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—Toma…, coge cincuenta francos, hija, ¡coge cien!
Y vi cómo la señora Raddick apretujaba unos billetes en su mano
mientras pasaban por las puertas giratorias.
Hennie y yo permanecimos unos instantes en las escaleras,
contemplando a la gente. Tenía una sonrisa anchurosa, encantadora.
—Mira —dijo—, allí va un bulldog inglés. ¿Permiten entrar con
perros aquí?
—No, está prohibido.
—Es un perrazo de pelotas, ¿eh? Ojalá tuviese yo uno. Son la mar
de divertidos. Asustan a todo el mundo, pero nunca son muy fieros con
los…, con sus amos. —De pronto me dio un pellizco en el brazo. —
Fíjate, mira a esa vieja. ¿Quién será? ¿Por qué mira de ese modo? ¿Va
a apostar?
Aquella criatura anciana, vetusta, que lucía un vestido de satén
verde, capa de terciopelo negro y un sombrero blanco con plumas
moradas, avanzó penosamente, subiendo lentamente las escaleras
como si la moviesen tirando de distintas cuerdas. Tenía la mirada
perdida al frente y reía, asentía y rezongaba sola, aprisionando con sus
garras lo que parecía ser una mugrienta bolsa de cuero.
Pero precisamente en aquel instante apareció de nuevo la señora
Raddick con… ella y otra señora que rondaba un poco más atrás. La
señora Raddick vino corriendo hacia mí. Tenía el rostro encendido,
alegre, era una persona distinta. Era como una mujer que se despide de
sus amigos en el andén de la estación sin un minuto que perder antes
de que el tren arranque.
—¡Ah, todavía está aquí, qué suerte que no se haya ido!
¡Espléndido! He pasado unos momentos horribles con… ella —dijo
indicando en dirección a su hija, que permanecía absolutamente
imperturbable, desdeñosa, mirando al suelo, jugando con la punta del
pie sobre el escalón, a kilómetros de distancia—. ¡No la dejan entrar!
He jurado y perjurado que tenía veintiún años. Pero no quieren
creerme. Y le he mostrado al portero el billetero; no me he atrevido a
hacer más. No ha servido de nada. Se ha echado a reír… Y ahora
acabo de encontrarme con la señora MacEwen, de Nueva York, acaba
de ganar trece mil en la Salle Privée, y quiere que vuelva con ella
mientras le dura la racha. Naturalmente, no puedo dejar a… a ella.

95
Pero si usted fuese tan amable…
En ese instante «ella» levantó la mirada; simplemente despreciaba
a su madre.
—¿Y se puede saber por qué no puedes dejarme sola? —dijo
enfurecida—. ¡Mentira podrida! ¿Cómo te atreves a dar una escena
así? Es la última vez que salgo contigo. Realmente no hay palabras
para describirlo. —Y miró a su madre de arriba abajo— Tranquilízate
un poco —añadió con superioridad.
La señora Raddick estaba desesperada, lo que se dice realmente
desesperada. Se estaba «muriendo» por volver a entrar con la señora
MacEwen, pero al mismo tiempo…
Me armé de valor.
—¿Te importaría… te importaría venir a tomar el té con nosotros?
—Sí, sí, perfecto. Estará encantada. Eso es exactamente lo que yo
quería, ¿verdad que sí, guapita? Señora MacEwen… Estaré aquí
mismo dentro de una hora…, o menos, yo ya…
La señora R. corrió escaleras arriba. Pude ver que volvía a llevar el
bolso abierto.
De modo que quedamos los tres solos. Pero en realidad no fue
culpa mía.
Hennie también parecía derrengado. Cuando llegó el coche ella se
arrebujó en su abrigo oscuro…, para escapar a toda contaminación.
Incluso sus piececitos parecían sentir desprecio por tener que llevarla
escaleras abajo, hasta donde estábamos nosotros.
—Lo siento muchísimo —murmuré cuando el coche se puso en
marcha.
—Oh, no se preocupe —dijo ella—. No tengo el menor deseo de
aparentar veintiún años. Quién iba a quererlo, teniendo diecisiete. Lo
que me repugna —dijo estremeciéndose ligeramente— es la estupidez,
y que un viejo gordo me mire de arriba abajo. ¡Animales!
Hennie le dirigió una ojeada y luego se puso a mirar por la
ventanilla.
El coche se detuvo frente a un enorme palacio de mármoles
blancos y rosados con naranjos que flanqueaban las puertas metidos en
tiestos dorados y negros.
—¿Quieres entrar con nosotros? —sugerí.

96
Dudó, echó una ojeada, se mordió el labio, y por fin se resignó.
—Bueno, no parece haber nada mejor —dijo—. Anda, Hennie,
bájate.
Yo entré primero —para buscar mesa, naturalmente— y ella me
siguió. Pero lo peor fue tener a su hermanito, que sólo contaba doce
años, con nosotros. Aquello era lo último, la gota que colmaba el vaso:
tener a aquel niño pisándole los talones.
Encontré una mesa. Tenía claveles y platitos rosas con servilletitas
azules para el té dobladas en forma de vela.
—¿Nos sentamos aquí?
Ella apoyó resignadamente la mano sobre el respaldo de una silla
blanca, de enea.
—Lo mismo da. ¿Por qué no? —dijo.
Hennie se encogió para pasar tras ella y se acomodó como pudo en
un taburete que había al otro extremo. Se sentía totalmente desplazado.
Ella ni siquiera se quitó los guantes. Se limitó a bajar la mirada y
tamborilear con los dedos sobre la mesa. Cuando se dejaron oír las
débiles notas de un violín, parpadeó un segundo y volvió a morderse
los labios. Silencio.
Llegó la camarera. Yo casi no me atrevía a preguntarle:
—¿Té o café? ¿Té chino… o té helado con limón?
La verdad es que lo mismo le daba. Todo era igual. En realidad no
quería nada. Hennie musitó:
—Chocolate.
Pero en cuanto la camarera se hubo dado media vuelta, le gritó
despreocupadamente:
—¡Oiga, tráigame un chocolate a mí también!
Mientras esperábamos sacó una pequeña polvera dorada con un
espejito en la tapa, sacudió la pobrecita borla como si la detestase y se
espolvoreó su maravillosa naricita.
—Hennie —dijo—, llévate esas flores —y señaló con la borla de
la polvera los claveles, mientras yo le oía murmurar—: No aguanto
que haya flores en una mesa. —Evidentemente le debían haber estado
produciendo un gran dolor, puesto que llegó a cerrar los ojos mientras
yo retiraba las flores.
La camarera regresó con los chocolates y el té. Puso las grandes y

97
espumosas tazas ante ellos y me sirvió una copa de color claro. Hennie
metió la nariz en su taza, volvió a reaparecer durante un instante
temible con una temblorosa burbuja de nata en la punta, y enseguida
se la limpió con la servilleta, convertido en todo un caballero. Me
pregunté si sería capaz de atreverme a llamarle la atención hacia su
chocolate. Ni lo había visto —no se había dado cuenta de que estaba
allí— hasta que inesperadamente, casi por casualidad, dio un sorbo. La
contemplé ansiosamente y vi que un ligero temblor recorría su cuerpo.
—¡Está insoportablemente dulce! —dijo.
Un muchachito con una cabeza como una pasa y cuerpo de
chocolate se acercó con una bandeja de pasteles —hileras y más
hileras de pequeñas rarezas, de delicadas inspiraciones, de diminutos y
sabrosos sueños. Y empezó ofreciéndoselos a ella.
—Oh, no, no tengo nada de apetito. Retírelos.
Luego se los ofreció a Hennie, que me dirigió una rápida mirada, y
éste debió encontrar una respuesta satisfactoria, pues tomó un rollo de
chocolate con nata, un éclair de café, un merengue relleno de crema de
castañas y un pequeño cornete relleno de fresas naturales.
Ella casi no pudo soportar aquel espectáculo. Pero cuando el
muchachito se dio media vuelta, lo llamó levantando el plato.
—Bueno, deme uno —dijo.
Las tenacillas de plata depositaron uno, dos, tres pastelillos, y una
tarta de cerezas.
—No sé por qué me pone tantos —dijo ella, casi sonriendo—. No
me los voy a comer, ¡sería incapaz de acabármelos!
Empecé a sentirme mucho más tranquilo. Di un sorbo al té, me
recosté en la silla, e incluso le pregunté si podía fumar. Ella se detuvo
al escuchar mi pregunta, sosteniendo en vilo el tenedor, puso unos ojos
enormes y sonrió de verdad.
—No faltaría más —dijo—. Siempre espero que la gente fume.
Pero en aquel instante, Hennie protagonizó una verdadera tragedia.
Ensartó el cornete de pastel con demasiada fuerza y el dulce saltó
partido por la mitad. Una mitad cayó sobre la mesa. ¡Qué vergüenza!
Se puso tan rojo que incluso tenía las orejas encarnadas, y una mano
temblorosa reptó por la mesa para retirar los restos del cuerpo
delictivo.

98
—¡No eres más que un animal! —dijo ella.
¡Cielo santo! Tuve que apresurarme a rescatarlo y pregunté
rápidamente:
—¿Vas a estar mucho tiempo en el extranjero?
Pero ella ya se había olvidado de Hennie. Y también de mí. Estaba
intentando recordar algo… Parecía que se hallase en otro planeta.
—No…, no lo sé… —dijo lentamente, respondiendo desde aquel
mundo lejano.
—Supongo que debes preferirlo a Londres —dije—, es más…
más…
Al ver que no continuaba volvió a la realidad y me contempló,
confusa.
—¿Más qué?
—En fin…, más alegre —exclamé haciendo un gesto con el
cigarrillo.
Pero mi afirmación fue ponderada a lo largo de todo un pastelillo.
Y, aun así, lo único que pudo responder con seguridad fue:
—¡Bueno, eso depende!
Hennie había terminado. Todavía estaba sonrojado.
Tomé la carta de encima de la mesa.
—Hennie, ¿qué te parecer un helado? ¿Mandarina y jengibre? No,
tal vez algo más refrescante. ¿Qué me dices de una crema de piña al
natural?
Hennie aprobó con entusiasmo mi sugerencia. La camarera acudió
con presteza y tomó nota del encargo. Y entonces ella levantó la vista.
—¿Ha dicho mandarina y jengibre? Me encanta el jengibre. Que
me traigan uno. —Y se apresuró a añadir: —Es una lástima que la
orquesta continúe tocando esas cosas del año de la catapún. Las
navidades pasadas nos tocó bailar todo el rato con música como ésta.
¡Me revuelve las tripas!
Pero en realidad era una melodía muy agradable. Ahora que le
presté atención, me pareció una musiquilla reconfortante.
—Este lugar me gusta bastante, ¿a ti no, Hennie? —pregunté.
Hennie espetó:
—¡Es despampanante! —Había pretendido decirlo en voz baja,
pero le salió como en una especie de feroz chillido.

99
¿Bonito? ¿Aquel lugar? ¿Despampanante? Por primera vez ella
miró a su alrededor, intentando ver a qué nos referíamos… Parpadeó;
sus hermosos ojos demostraban sorpresa. Un caballero muy apuesto,
de avanzada edad, le devolvió la mirada observándola a través de su
monóculo prendido de una cinta negra. Pero ella ni siquiera lo había
visto. Como si en el sitio en el que se hallaba existiese un agujero en el
espacio. Ella miraba hacia adelante pero no lo veía.
Por fin las cucharillas planas descansaron sobre los platitos de
cristal. Hennie parecía realmente agotado, pero ella se puso los
guantecitos blancos como si tal cosa. Tuvo alguna dificultad con el
reloj de pulsera de diamantes; no le dejaba subirse el guante. Tiró de él
—intentando romper aquel objeto ridículo—, pero el reloj no quería
romperse. Finalmente tuvo que resignarse a pasar el guante por
encima. Después de aquello comprendí que no podía soportar aquel
lugar ni un segundo más y, efectivamente, mientras yo procedía al
vulgar acto de pagar el té, se levantó rápidamente y empezó a salir.
Ya volvíamos a estar afuera. Había empezado a anochecer. El cielo
estaba salpicado de diminutos luceros; los reverberos estaban
encendidos. Mientras esperábamos a que el coche viniese a buscarnos,
permaneció sobre un escalón, como había hecho anteriormente,
jugueteando con un pie, y mirando hacia el suelo.
Hennie saltó hacia adelante para abrir la puerta y ella subió y se
dejó caer en el asiento con un suspiro; ¡qué suspiro!
—Dígale —murmuró— que vaya todo lo aprisa que pueda.
Hennie dirigió una mueca de contento a su amigo el conductor, y
dijo:
—Allie veet! —luego recuperó su compostura y tomó asiento en la
banqueta situada delante de nosotros.
La polvera dorada volvió a hacer su aparición. De nuevo la pobre
borla fue zarandeada; y una vez más hubo aquel veloz y mortalmente
secreto intercambio de miradas entre el espejito y ella.
Hendimos la ciudad negra y dorada como una tijera rasgando un
brocado. Hennie tenía grandes dificultades aparentando que no se
agarraba a nada.
Y, naturalmente, cuando llegamos al casino la señora Raddick no
estaba. Ni sombra de ella en las escalinatas, ni el menor rastro.

100
—¿Quieres quedarte en el coche mientras voy a ver?
¡De ningún modo! ¡Quedarse, ella! Por nada del mundo. Que se
quedase Hennie. No soportaba esperar sentada en el coche. Esperaría
en las escaleras.
—Es que no me gusta nada la idea de dejarte —murmuré—.
Preferiría no dejarte en las escaleras.
Ante esas palabras se echó el abrigo hacia atrás; se dio la vuelta y
me miró; sus labios se abrieron:
—Vaya por Dios, ¿y por qué? A mí…, a mí no me importa lo más
mínimo. Me…, me gusta esperar. —Y de repente sus mejillas se
ruborizaron y sus ojos se hicieron más oscuros. Por un instante pensé
que iba a echarse a llorar. —Dé… déjeme, por favor —balbuceó, con
voz cálida e impaciente—. Me gusta. ¡Me encanta esperar! De
verdad…, ¡me gusta! Siempre estoy esperando…, en toda clase de
sitios…
Su oscuro abrigo se abrió, y su blanco cuello —y todo su cuerpo
suave y juvenil revestido por el trajecito azul— apareció como una
flor que empezara a brotar de un oscuro capullo.

101
Tres fábulas feministas

SUNITI NAMJOSHI

Historia de un caso

Después del incidente, la pequeña R. se quedó traumatizada. El


lobo no está muerto. El guardabosques es el lobo. Si no, ¿cómo es que
estuvo allí justo a tiempo? Se lo explica a su madre. Madre no está
contenta. Piensa que el guardabosques es sumamente simpático. Se
muere la abuela. El lobo no está muerto. El lobo se casa con madre. R.
no está contenta. R. es una chiquilla. Madre piensa que el lobo es
sumamente simpático. Le rogamos que vea al psiquiatra. El psiquiatra
explicará que en general los lobos son sumamente simpáticos. R. se lo
toma al pie de la letra. Está bien ser lobo. Mamá es un lobo. Ella es un
lobo. El psiquiatra es un lobo. Mamá y el psiquiatra, y también el
guardabosques, están sumamente tensos.

Una habitación privada

La quinta vez, las cosas fueron distintas. Le dio sus instrucciones,


le entregó las llaves (incluida la pequeña) y se marchó solo

102
cabalgando. Volvió a aparecer exactamente cuatro semanas más tarde.
La casa estaba limpia, los suelos encerados y la puerta de la habitación
pequeña no había sido abierta. Barbazul estaba asombrado.
—Pero, ¿no sentías curiosidad? —le preguntó a su esposa.
—No —respondió ella.
—Pero, ¿no deseabas descubrir mis secretos más íntimos?
—¿Por qué? —le replicó la mujer.
—Bueno —dijo Barbazul—, es lo normal. ¿No deseabas saber
quién era yo en realidad?
—Sois Barbazul y mi esposo.
—Pero el contenido de la habitación. ¿No deseabas ver lo que hay
en el interior de esa habitación?
—No —dijo la criatura—, creo que tenéis derecho a poseer una
habitación privada.
Aquello lo irritó de tal manera que la mató en aquel mismo
instante. En el juicio alegó provocación.

Leyenda

Había una vez un monstruo hembra. Vivía en el fondo del mar, a


seis mil metros de profundidad, y fue sólo una leyenda hasta que un
día los científicos se reunieron para pescarla. La arrastraron hasta la
costa, la cargaron en un camión y finalmente la colocaron en un vasto
anfiteatro donde se aprestaron a efectuar su disección. Pronto se vio
que estaba embarazada. Alertaron a las fuerzas de seguridad y
precintaron todas las puertas, porque eran hombres responsables y no
querían correr riesgos con los cachorros del monstruo, pues quién sabe
el daño que habrían podido causar si se los hubiera dejado sueltos por
el mundo. Pero el monstruo hembra murió con su camada de
monstruos enterrada en su seno. Abrieron las puertas. La carne del
monstruo empezaba a despedir mal olor. Varios científicos
sucumbieron a los gases. No se rindieron. Trabajaban en turnos y con
mascarillas. Al final, rascaron los huesos de la criatura hasta que

103
quedaron bien limpios y contemplaron su brillante esqueleto. El
esqueleto puede verse en el Museo Nacional. Debajo se puede leer:
«El temido monstruo hembra. Los gases de esta criatura son nocivos
para los hombres».
Y a continuación figuran los nombres de los científicos que dieron
su vida para descubrirlo.

104
La luna de lluvia

COLETTE

—Yo podría —me dijo la madura señorita—, sí, podría


perfectamente llevarle en persona la copia mecanografiada, ya que no
le agrada la idea de enviarla por correo.
—¿De veras? Sería muy amable por su parte. No sería necesario
que se tomara la molestia de venir a buscar mi manuscrito; salgo a
caminar todas las mañanas, así que podría traérselo a medida que lo
fuera escribiendo.
—Es un hábito muy sano —dijo la señorita Barberet.
Esbozó una ligera sonrisa, mientras se llevaba la mano al hombro
derecho, un poco más abajo de la oreja, para arreglar uno de los dos
pequeños tirabuzones de rubios cabellos con algunas hebras blancas,
que llevaba sujetos a la nuca por un lazo de tafetán negro. Este detalle
de su peinado no impedía que la señorita Barberet tuviera un aspecto
correcto y agradable, desde los ojos de color azul pálido hasta sus
delgados pies, desde la fina boca prematuramente envejecida hasta la
mano delicada cuya piel transparente dejaba entrever el movimiento
de sus huesecillos. Su impecable cuello blanco planchado y su vestido
de un negro uniforme sugerían la compañía de un par de manguitos de
lustrina, atributo de los antiguos escribientes. Pero las mecanógrafas,
que no escriben, ya no usan esos manguitos hasta el codo…
—¿Se ha quedado usted de momento sin secretaria, señora?
—No… La muchacha que copiaba mis manuscritos acaba de
casarse. Pero no tengo secretaria. La verdad es que no sé qué hacer

105
con una secretaria. Todo lo escribo yo. Y, además, mi apartamento es
tan pequeño que oiría demasiado la máquina de escribir…
—¡Oh! Comprendo, comprendo —dijo la señorita Barberet—. Por
mi parte, trabajo para un señor que sólo escribe en la mitad derecha de
las hojas. Otra vez escribí a máquina por un tiempo para el señor Henri
Duvernois, quien no aceptaba más que papel amarillo claro.
Con una sonrisa de suficiencia, perdonó sin distinciones todas las
manías de quienes emborronan papeles y ordenó dentro de una carpeta
—no dejé de observar que el color del cartón combinaba con el azul de
mi papel— las aproximadamente sesenta hojas que yo había llevado.
—Yo vivía en este barrio, en otras épocas. Pero ya no lo
reconozco… Han modificado, han construido; hasta la calle ha
desaparecido, o al menos ha cambiado de nombre. ¿Estoy en lo cierto,
señorita?
La señorita Barberet se quitó las gafas con un gesto amable, de
modo que sus ojos azules dejaron de verme y su mirada sin propósito
se perdió en el vacío.
—Sí, creo que sí —dijo con poca convicción—. Debe de estar en
lo cierto.
—¿Hace mucho que vive aquí?
—Sí, sí —dijo con voz animada. Pestañeó como si estuviera
mintiendo.
—Creo que antes había una hilera de casas, enfrente, que ocultaba
la pendiente…
Me puse de pie para aproximarme a la ventana y salí del círculo de
claridad que la pantalla de metal verde proyectaba sobre la mesa. Pero
no logré ver gran cosa del paisaje exterior. Las luces de la ciudad no
hacían mella en el azul del atardecer, que llegaba temprano en febrero.
Levanté con la frente la cortina de estameña y apoyé la mano sobre la
falleba. Al instante experimenté el ligero vértigo, más bien agradable,
que suele acompañar a los sueños de caídas y de vuelos… Pues yo
apretaba en la mano la extraña falleba, la sirenita de metal fundido
cuya forma mi palma no había olvidado después de tantos años. No
pude evitar volverme bruscamente con aire inquisitivo.
La señorita Barberet no se había vuelto a colocar las gafas, de
modo que no advirtió nada… Mi interrogación se desplazó de su

106
rostro servicial y miope hasta las paredes de la habitación, cubiertas
casi por completo con oscuros grabados en acero enmarcados de
negro, litografías en color que reproducían a Chaplin —la mujer rubia
con un collar de terciopelo negro— y a Henner, e incluso marcos de
paja —una labor en desuso—, cuyos dorados tubos ninguna muchacha
de hoy en día sabe ya cómo unir. Quedaban algunas pulgadas de
empapelado desnudo entre una ampliación fotográfica y un manojo de
espigas de centeno: pude distinguir en él unas rosas que apenas
conservaban su color, unas campanillas violeta que se habían vuelto
grises y unas fibrillas azuladas de follaje; en una palabra, la sombra de
un ramo, repetido cien veces de un extremo a otro del muro y que yo
no podía dejar de reconocer. Las dos puertas, a la derecha y a la
izquierda de la chimenea tapiada y convertida en estufa, también me
resultaron inteligibles y, más allá de sus dos hojas idénticas y cerradas,
reviví todo lo abandonado hacía largo tiempo.
Tuve el presentimiento de que, detrás de mí, la señorita Barberet
debía de estar impaciente, y reanudé la conversación.
—Es bonita esta vista…
—Sobre todo, hay mucha claridad por tratarse de un primer piso.
Permítame que ordene sus páginas, señora; veo que hay un error de
numeración. La tres está después de la siete, y no encuentro la
dieciocho…
—Eso no me extraña, señorita Barberet. Ordene, ordene…
«Sobre todo, hay mucha claridad…» ¿Claridad, en ese entresuelo
en el que, casi en todas las estaciones del año y a cualquier hora del
día, yo encendía una pequeña araña bajo el rosetón del cielo raso? En
ese mismo cielo raso se extendió una súbita aurora amarilla. La
señorita Barberet acababa de encender una copa de cristal veteado que
semejaba ónix, y éste reflejaba su luz sobre el rosetón central, el
mismo rosetón ornamental bajo el cual, antaño, una rama de metal
dorado florecía en cinco corolas de opalina azul.
—¿Muchos errores, señorita Barberet? En especial, muchas
tachaduras.
—¡Oh! Suelo trabajar con manuscritos con muchas más
correcciones. ¿Cómo desea que le haga la segunda copia? ¿En violeta
o en negro?

107
—En negro. Dígame, señorita…
—Me llamo Rosita, señora. De cualquier modo, es más bonito que
Barberet.
—Señorita Rosita, voy a abusar de su amabilidad… Advierto que
he traído mi texto completo, y no tengo borrador. Si me
mecanografiara la página sesenta y dos podría llevármela para retomar
el hilo…
—Pero claro, señora, enseguida. En cuestión de unos minutos; sin
vanagloriarme, mecanografío deprisa. Siéntese, por favor.
Lo único que yo quería era, justamente, quedarme unos minutos,
buscar en esta habitación las trazas, si las había, de mi estancia;
asegurarme de que no me equivocaba, asombrarme ante un
empapelado preservado por las sombras que, con el correr de los años,
no se había convertido en desfigurados jirones. «Sobre todo, hay
mucha claridad…» Una operación de saneamiento, o simplemente la
especulación, había, pues, demolido, en el lado opuesto de la calle,
todas las casas adosadas que antaño me ocultaban la desconocida
ladera de una colina parisiense…
A la derecha de la chimenea —una pequeña estufa de leños,
flanqueada por su provisión de tablas, losas alquitranadas y viejos
listones de madera, que emitía un suave ronquido— veía una puerta y,
a la izquierda, otra igual. Por la de la derecha solía entrar en el
dormitorio. La de la izquierda daba a un reducido vestíbulo, que se
prolongaba en el cuartucho que yo había convertido en cuarto de baño
instalando una media bañera y un calentador de gas. Otra habitación,
muy oscura, bastante grande, que no utilizaba, servía de trastero. En
cuanto a la cocina… Aquella minúscula cocina me devolvió a mis
recuerdos con una extrema riqueza de colores; su antiguo verdulero,
recubierto de cerámica azul, recibía en invierno la visita de un rayo de
sol que se deslizaba hasta el hornillo también pasado de moda,
encaramado sobre unas altas patas levemente Luis XV. Cuando, como
suele decirse, no resistía más, me dirigía a la cocina, donde siempre
encontraba algo que hacer: pulir el tubo articulado del gas, pasar un
trapo de rejilla húmedo por la cerámica azul, vaciar el agua de algún
ramo marchito y devolverle al vaso su diafanidad con un puñado de sal
gruesa…

108
Dos grandes alacenas, al estilo de las alacenas para confituras, una
bodega que sólo guardaba una estantería para botellas y ninguna
botella…
—Enseguida acabo, señora…
Lo que me hubiera agradado especialmente ver era la habitación de
la derecha, mi dormitorio con su solitaria ventana cuadrada y su
antigua alcoba a la que yo le había quitado sus puertas. ¡El maravilloso
dormitorio, sombreado en una parte y luminoso en la otra! Habría sido
adecuado para una pareja feliz y clandestina, pero en cambio me había
sido destinado cuando estaba sola y distaba mucho de ser feliz…
—Muchas gracias. No necesito un sobre; doblaré la hoja y la
pondré en el bolso…
La puerta de entrada crujió, abierta por alguien sin duda con gesto
enérgico. Un sonido despierta menos recuerdos que un perfume, pero,
no obstante, reconocí éste y me estremecí al mismo tiempo que la
señorita Barberet. Luego se oyó que una segunda puerta, la de mi
cuarto de baño —una puerta de una madera delgada, melodiosa como
una lámina de xilófono—, se cerraba más suavemente.
—Señorita Rosita, si mi trabajo va bien, volveré el lunes por la
mañana sobre las once.
Simulando equivocarme, me dirigí hacia la derecha de la
chimenea. Pero entre la puerta y yo se interpuso la señorita Barberet,
infinitamente atenta:
—Perdón. Es por allí…
Una vez fuera, no pude evitar sonreírme al advertir que había
descendido los peldaños sin recelo ni equivocaciones, y que mis pies
aún conocían, por así decirlo, de memoria la escalera. Desde la acera,
observé mi casa de arriba abajo, irreconocible bajo un afeite de
revoque. Incluso el vestíbulo estaba completamente disfrazado, y
ahora, con su zócalo de cerámica verde y rosado, hacía pensar en la
funesta frescura de las villas de la Riviera construidas en serie. La
antigua lechería, a la derecha de la entrada, vendía ahora acordeones y
banjos. Pero, a la izquierda, El Palacio de la Golosina permanecía
intacto, con excepción de una capa de pintura de color crema. Grageas
rosadas en tazones, tarros repletos de confites de grosella, menta de
color esmeralda y caramelos beige… Y los cuadraditos de café, y las

109
ácidas medialunas de naranja… Y los bombones lenticulares envueltos
en plata como pastillas vermífugas, con perfume de anís… En el fondo
de la tienda reconocí también, bajo su nueva capa de pintura, los
centenares de cajoncitos de salientes ombligos, el mostrador bajo con
molduras, toda la bonita carpintería de las tiendas de la época del
Segundo Imperio, y la antigua balanza, con sus brillantes platillos de
cobre balanceándose bajo el fiel como columpios.
Sentí un súbito deseo de comprar aquellos rectángulos negros de
regaliz, conocidos como «pastelillos de Pontefract», con un sabor tan
vigoroso que, después de ellos, todo parece incomible… Una
sexagenaria malva me atendió. Esto es lo que había sobrevivido de la
hermosa confitera rubia de antaño, que tanto amaba el cielo azul. No
me reconoció y, en medio de mi turbación, le pedí bombones de
menta, que detesto. El lunes siguiente tendría ocasión de regresar a
buscar los pastelillos de Pontefract, que tan mal gusto dan a los huevos
frescos, al vino tinto y a todos los demás comestibles.
He tenido oportunidad de experimentar a mis expensas que la
tentación del pasado es en mí más vehemente que la sed de conocer el
futuro. La ruptura con el presente, la vuelta hacia atrás y la brusca
aparición de un trozo fresco, inédito, del pasado —ocurra esto por azar
o por una búsqueda paciente— van acompañadas por un impacto tal
que nada puede comparársele, y del que sería incapaz de brindar una
definición sensata. Jadeando de asma entre la nube azulada de las
inhalaciones y el vuelo de las páginas desprendidas de él una a una,
Marcel Proust perseguía un tiempo concluido. Los escritores no tienen
en absoluto la función, ni la aptitud, de amar el porvenir. Ya tienen
bastante trabajo con la obligación de inventar constantemente el de sus
héroes, que, por otra parte, extraen de su propio pasado. Si yo me
sumerjo en el mío, ¡qué vértigo! Y cuando le llega el momento de
emerger, imprevisto, de ofrecer a la luz del presente su cabeza de
sirena mojada, sus engañosos ojos de habitante de las profundidades,
lo estimo con mayor fuerza. Me revela no sólo la persona que fui, sino
la que habría deseado ser. ¿Qué sentido tiene emplear medios e
individuos ocultos con el fin de conocerla mejor? Los adivinos y los
astrólogos, los que leen el Tarot y las quirománticas no están
interesados en mi pasado. Entre las figuras, las espadas, las copas, y

110
los posos de café, mi pasado se inscribe en tres frases. La vidente
desentierra rápidamente las «vicisitudes» pasadas, algunos «éxitos»
sin consecuencias definidas, y sobre todo ello planta enseguida la rosa
de yeso de un hoy desprovisto de misterio, de un mañana del que nada
espero.
Entre los adivinos, son raros aquellos a quienes nuestro contacto
concede el efímero don de la premonición. He conocido a algunos que
se remontaban victoriosos en el tiempo; recogían de mi pasado
imágenes precisas, de una veracidad cegadora, y luego me sumergían
en un atrayente desorden de gente muerta, niños de otra época, fechas
y sitios, para, por fin, aterrizar de un salto en mi futuro:
—Dentro de tres años, dentro de seis años, su situación se
consolidará…
¡Tres años! ¡Seis años! Exasperada, los desdeñaba y olvidaba sus
promesas.
Pero subsiste la tentación, y un deseo ardiente y preciso al que no
cedo, de subir unos pisos por la escalera o manipular un ascensor,
detenerme en un rellano y llamar tres veces… Un día podría oír, tras la
puerta, mis pasos que se acercan y mi propia voz, malhumorada, que
me pregunta:
—¿Quién es?
Me abro a mí misma y, por supuesto, llevo mi ropa de antaño: algo
así como una falda plisada de tela escocesa oscura y una camisola de
cuello alto. A mi perra de 1900 se le eriza el pelo al verme duplicada,
y tiembla… Falta la continuación. Aunque, para ser una pesadilla, es
una buena pesadilla.
Al entrar en casa de la señorita Barberet yo acababa, por primera
vez en mi vida, de regresar a casa. La coincidencia me obsesionó
durante los días siguientes. Me atraía, me excitaba. ¿Quién me había
recomendado a la señorita Barberet? Precisamente mi joven
mecanógrafa, que dejaba su empleo para casarse. Se casaba con un
buen muchacho que «llevaba», como suele decirse, un gimnasio en el
barrio de Grenelle, y que ella se había empeñado en presentarme.
Mientras él me explicaba, con la certeza de interesarme vivamente,
que hoy los barrios fabriles son la fortuna de los gimnasios, yo
escuchaba su leve acento provinciano.

111
—Soy de B…, como toda mi familia… —dijo él incidentalmente.
«… Y como el autor de lo que para mí fueron agudos sinsabores»,
concluí para mis adentros. Sinsabores sentimentales, se entiende. Son
los menos dignos de ser relatados, pero a veces se comportan de igual
modo que una herida que esconde un fragmento de cabello: cicatrizan
mal.
Este segundo hombre de B… se había desvanecido, después de
cumplir con sus obligaciones hacia mí, que consistieron en arrojarme,
con propósitos desconocidos, en un lugar conocido. Me había parecido
tierno, algo torpe, como suelen serlo los jóvenes a quienes la gimnasia
mal entendida fatiga y adormece, moreno, con bellos ojos
meridionales, como a menudo son los nativos de B… Se llevaba con él
a la exaltada muchacha, delgada hasta la exageración, que copiaba mis
manuscritos desde hacía tres años y lloraba sobre ellos cuando mi
relato terminaba mal…
El lunes siguiente, alrededor de las once, llevé a la señorita
Barberet el mediocre fruto —doce páginas— de un trabajo sin amor.
No tenía ninguna prisa por contar con la doble copia de un mal
bosquejo, ninguna, pero sí por experimentar el placer, el riesgo de
enfrentarme con el antiguo y pequeño apartamento. «Lo haré una vez
más —me decía—, pero después buscaré otra diversión.» Sin
embargo, mi mano dotada de memoria buscó en el marco de la puerta
el bonito galón de cuentas, mi pretenciosa campanilla de otras épocas,
y encontró un botón eléctrico.
Una persona desconocida me abrió de inmediato, me contestó
apenas con un gesto y me introdujo en la habitación de las dos
ventanas, donde la señorita Barberet vino a reunirse conmigo.
—¿Ha trabajado bien, señora? ¿El mal tiempo no le ha resultado
fastidioso?
Su manita fría se retiró con presteza de la mía y dispuso en su
exacto lugar, sobre el hombro derecho, muy cerca del cuello, los dos
tirabuzones anudados con un lazo negro. Me sonreía con la solicitud
moderada que profesan las enfermeras de buena formación, las nurses
de los dentistas importantes y las personas, de edad y Función mal
definidas, que suele haber en los institutos de belleza.
—Una mala semana para mí, señorita Rosita. Además, tendrá

112
dificultades para leerlo.
—No lo creo, señora. Una escritura redonda raramente es ilegible.
Me miraba con aire amable; detrás de sus gruesos cristales, el azul
de sus ojos parecía diluirse.
—¿Sabe?, cuando llegué, creí haberme equivocado de piso; la
persona que me abrió…
—Sí. Es mi hermana —dijo la señorita Barberet, como si,
satisfaciéndola, hubiera querido limitar mi indiscreción.
Pero, cuando nos invade la curiosidad, no experimentamos la más
mínima vergüenza…
—¡Ah! Es su hermana… ¿Trabajan ustedes juntas?
La transparente piel de la señorita Barberet se estremeció sobre sus
pómulos.
—No, señora. En estos últimos tiempos la salud de mi hermana ha
precisado de ciertos cuidados.
Esta vez no me atreví a insistir más. Aún me demoré unos
instantes en mi salón convertido en despacho para contemplar su
claridad incrementada, agucé en vano el oído tratando de captar lo que
pudiera resonar en el corazón de la casa y en el fondo de mí misma, y
me fui cargada con un romántico botín de conjeturas. ¿Y si la hermana
enferma fuera loca melancólica? ¿O languideciera de un amor
desgraciado? ¿O estuviera aquejada de alguna monstruosidad por la
que se la mantenía oculta? Así soy cuando me dejo llevar por la
imaginación.
En los días que siguieron no tuve ocasión de seguir desarrollando
mi extravagancia personal. Por esas fechas, F. I. Mouthon me había
solicitado una novela por entregas para Le Journal. Este hombre, con
cabello rizado y aire perspicaz, ¿estaría cometiendo su primera
equivocación? Con toda honestidad, yo había objetado que jamás
podría escribir un folletín apropiado para el público de un gran
periódico.
F. I. Mouthon, que parecía estar mejor informado sobre este tema
que yo misma, se había limitado a guiñar sus ojitos de elefante, sacudir
su ensortijada cabeza y encoger sus macizos hombros, de modo que
comencé a escribir una novela por entregas que en vano alguien
buscará entre mis obras. Sólo la señorita Barberet alcanzó a conocer

113
los primeros capítulos antes de que yo los destruyera. Pues, a fin de
cuentas, yo no me equivocaba: no sabía escribir una novela por
entregas.
Al regresar de mi segunda visita a la señorita Barberet, releí las
cuarenta páginas mecanografiadas.
Y me juré a mí misma que trabajaría de un tirón, como suele
decirse, que prescindiría del mercado de las pulgas[2] y del cine, e
incluso de los almuerzos en el Bois… No se trataba, sin embargo, de
Armenonville ni de la Cascade, sino de agradables e improvisadas
comidas sobre el césped, que eran aún mejores cuando Annie de Pène,
una encantadora amiga, me acompañaba. A partir de febrero no
escasean los días cálidos. Cogíamos nuestras bicicletas, un pan fresco
rebosante de mantequilla y de sardinas, dos pastelillos de salchicha,
adquiridos en una charcutería cercana a La Muette, y unas manzanas,
y envolvíamos todo junto a una cantimplora llena de vino blanco… En
cuanto al café, lo bebíamos al lado de la estación de Auteuil, bien
negro, bien insípido, pero ardiendo, y almibarado a fuerza de azúcar…
Pocos recuerdos han conservado para mí un valor sentimental
como el de estas comidas sin cubiertos ni mantel, estos paseos sobre
dos ruedas. El cielo límpido, las gotas de lluvia, los copos de nieve, la
hierba rala y chamuscada, la familiaridad con los pájaros… Estas
imágenes bucólicas se adaptaban a cierto estado de ánimo que distaba
mucho de ser feliz, temeroso pero perseverante en la esperanza.
Gracias a ellas yo acertaba a enfriar una pena de lágrimas escasas y
reacias, un dolor sin excesos de pasión, en pocas palabras, un amor
que se había iniciado con tan poca fortuna que su desenlace había sido
aún más desafortunado. ¿Es posible que el recuerdo de estos períodos,
en que los remedios más anodinos triunfaban sobre un mal que yo
suponía grave, palideciera con facilidad? En alguna ocasión los he
comparado con los «blancos» que separan los capítulos de un libro y
que les infunden aire y orden. El lenguaje de la imprenta, sin asomo de
malicia, da el nombre de belle page[3] a estos claros de blancura donde
el texto, reprimido, comienza en mitad de una página. Tengo grandes
deseos —es cierto que algo tardíamente— de llamar «días hermosos»
a esos días en los que el trabajo, los paseos, la amistad ocupan la
mayor parte del tiempo, en detrimento del amor. Días hermosos,

114
sensibles a la luz, llenos de involuntarios descubrimientos de los
sentidos desganados e inactivos… No hacía mucho que había gozado
de estas vacaciones, cuando conocí a la señorita Barberet.
Durante tres semanas no volví a su casa, y con motivo. Como mi
novela por entregas me llenaba de disgusto cada vez que intentaba
introducir en ella algo de «movimiento» y de aventura rápida y una
pizca de terror, había acometido la redacción de unos cuentos para La
Vie Parisienne. De modo que subí las cuestas de su distrito reanimada
y con paso ligero. Al no saber si a la señorita Barberet le gustarían los
pastelillos de Pontefract, compré para ella unos cuantos ramos de
campanillas blancas reunidos en un solo manojo, que aún no habían
perdido su tenue perfume de azahar.
Detrás de la puerta, oí acercarse su taconeo sobre la tarima sin
alfombrar. Reconozco los pasos antes que la figura, la figura antes que
el rostro. Se estaba bien tanto fuera como dentro de la habitación de
las dos ventanas. Entre las ampliaciones fotográficas, los «estudios»
de sotobosques y los marcos de paja con lazos rojos, el sol de febrero
terminaba de destruir en el empapelado los últimos contornos de mis
rosas y mis campanillas azules…
—¡Esta vez, señorita Rosita, no vengo con las manos vacías! Aquí
hay unas flores para usted y dos cuentos, veintinueve páginas
manuscritas…
—Es demasiado, señora, demasiado…
—Es la cantidad requerida. Se necesitan trece páginas de escritura
apretada para un cuento de La Vie Parisienne.
—Me refería a las flores, señora…
—Eso no tiene importancia. Y, ¿sabe?, creo que el lunes le
traeré…
Detrás de las gafas, la señorita Barberet tenía los ojos clavados en
mí, sin ocultar ya que estaban rojos, heridos, húmedos de amargura y
tan tristes que interrumpí mi frase. Ella hizo un gesto con la mano y
murmuró:
—Perdóneme, tengo problemas…
Pocas mujeres conservan la dignidad cuando lloran. La madura
señorita apesadumbrada lloraba sin ostentación, reprimiendo con
pudor el temblor de sus manos y de su voz. Enjugó sus ojos y sus

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gafas, y esbozó una especie de sonrisa con un lado de la boca.
—Hay días… Es a causa de la pequeña, quiero decir, de mi
hermana.
—Está enferma, ¿es verdad?
—En cierto sentido, sí… No tiene ninguna enfermedad —dijo con
vivacidad—. Todo comenzó cuando se casó. Eso le cambió el carácter.
Está muy irritable. Ya se sabe que no todas las parejas marchan bien…
No me agradan demasiado las desgracias conyugales de los demás,
a las que les reprocho un inevitable parentesco con mis decepciones
personales. De modo que me dispuse a abandonar de inmediato a la
doliente Barberet y a su hermana mal casada. Pero, en el momento de
dejarla, un rayo de sol atravesó una ampolla del ordinario vidrio de
una de las ventanas y proyectó, sobre la pared opuesta, el pequeño
halo de arco iris al que, en otras épocas, yo llamaba la «luna de
lluvia». La aparición de este astro ilusorio me precipitó con tanta
crudeza en el pasado que me quedé donde estaba, inmóvil,
hechizada…
—Mire, señorita Rosita… Qué bonito…
Apoyé el dedo sobre el muro, en el centro del pequeño astro
cercado por siete colores.
—Sí —dijo ella—. Conocemos bien ese reflejo. A mi hermana le
produce miedo, imagínese.
—¿Miedo? ¿Cómo es posible? ¿Miedo? ¿Por qué? ¿Cómo lo
explica ella?
Mi fogosidad provocó una sonrisa en la señorita Barberet.
—¡Oh! Ya sabe…, tonterías, invenciones de una niña nerviosa…
Ella dice que es un presagio. Lo llama su pequeño sol triste, y dice que
sólo brilla para anunciarle algo malo. Dios sabe qué otra cosa… Como
si las refracciones del prisma pudieran en verdad influir…
La señorita Barberet sonrió con aire de superioridad.
—Tiene usted razón —dije con cobardía—. Pero ésas son
hermosas fantasías de poeta. Su hermana es poeta sin saberlo.
Los azules ojos de la señorita Barberet se posaron en el sitio
ocupado por el colorido fantasma, al que una nube pasajera acababa de
oscurecer.
—Es sobre todo una muchacha poco razonable.

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—¿Ella vive en la otra… en otra ala del apartamento?
La mirada de la señorita Barberet resbaló hasta la puerta cerrada, a
la derecha de la chimenea.
—Otra ala, es mucho decir. Ellos eligieron… Su dormitorio y su
lavabo están separados de mi habitación.
Hice «sí, sí» con la cabeza, pues un perfecto conocimiento del
lugar me lo permitía.
—¿Se parece a usted su hermana?
Yo hablaba con esa voz afable y monótona que se emplea con los
durmientes para lograr que respondan desde el fondo de sus sueños.
—¿Parecerse? ¡No, por Dios! En primer lugar, hay bastante
diferencia de edad entre nosotras, y ella es morena. Por otra parte, en
cuanto al carácter, no tenemos nada que ver una con la otra.
—¡Ah! Es morena… Uno de estos días tendrá que presentármela.
Sin prisas. Le dejo mi manuscrito. Si no vengo el lunes…, ¿desea que
le pague las copias que me ha hecho?
La señorita Barberet se sonrojó y rehusó, luego volvió a sonrojarse
y aceptó. Y, aunque me detuve en la antecámara para hacerle una
recomendación superflua, no me llegó ningún ruido desde mi
dormitorio, y nada reveló la presencia de la hermana morena.
«Ella lo llama su pequeño sol triste. Dice que le anuncia algo malo.
¿Qué es lo que le legué entonces a ese reflejo, con apariencia de astro,
coronado de vapores, donde el rojo está para siempre separado del
violeta? ¿No lo habré contemplado demasiado? Antes, con los vientos
intensos y los cielos nublados se oscurecía, resucitaba, desaparecía, y
su capricho me arrancaba por un momento de mi estado de espera…»
Confieso que, mientras descendía la ladera de la colina parisiense,
me abandonaba a la exaltación. El juego de las coincidencias
proyectaba una falsa luz inesperada sobre mi vida. Comenzaba a
prometerme que «la historia Barberet» figuraría en un lugar de honor
en la galería fantástica que poblamos en secreto, y que estamos más
dispuestos a abrir a los desconocidos que a quienes nos rodean, la
galería reservada a las premoniciones, a los fenómenos del falso
reconocimiento, a las visiones y predicciones. En ella alojaba ya la
historia de la mujer con la bujía, la historia de Jeanne D…, la historia
de la mujer que leía el Tarot y del chiquillo que montaba a caballo…

117
En todo caso, la historia Barberet, apenas esbozada, me servía de
«cura de la becada». Así llamaba yo —y llamo todavía— a un
conjunto de sucesos mediocres y bienhechores, que asemejo al vendaje
de arcilla húmeda y ramitas, prodigioso entablillado que la becada
dispone alrededor de su pata cuando una bala la quiebra. Una sesión
de cine sirve como cura de la becada, con la condición de que los
filmes sean bastante mediocres. Pero una velada en compañía de
amigos inteligentes, un poco angustiados, valerosos y desprovistos de
ilusiones, destruye por el contrario la cura. La música sinfónica por lo
general arranca el vendaje, y me deja desollada. Vertidas por una voz
monótona e indiferente, las sentencias y las predicciones actúan sobre
mí como compresa y tisana…
«Voy a contarle la historia Barberet a Annie de Pène…», comencé
a decirme. Pero luego no le conté absolutamente nada. El oído
perspicaz de Annie, sus ojos inquietos de color castaño dorado, ¿no
habrían acaso advertido y censurado en mi relato aquello que revelaba
una sed que no tenía otro fin que volver sobre lo conocido, que
adornar como algo nuevo lo ya pasado? «Aquella ventana, Annie,
donde una muchacha abandonada, como yo misma en otras épocas,
dedica la mayor parte de su tiempo a esperar, a escuchar…»
No le dije nada a Annie. Es conveniente disfrutar en soledad de un
juguete que, por algún color, algún barniz ácido, alguna fortuita
deformación de su sombra, anuncia que entraña peligro. Pero me
dispuse a traducir en lenguaje trivial «la historia Barberet» para mi
costurera por horas, una robusta morena que cosía y planchaba para
otros como descanso de su actuación como cantante de opereta en
Orán. Para escucharme, Marie Mallier dejó por un momento de
aplastar frunces con la uña de un pulgar cruel, sopló sobre su dedo y
atendió, con la aguja en alto…
—¿Y luego?
—Eso es todo.
—¡Ah! —dijo Marie Mallier—. Creía que era más bien un
comienzo.
La palabra me encantó. Leí en ella el más romántico presagio, y
me juré a mí misma que conocería sin demora a la hermana morena,
mal casada, que habitaba en mi sombrío dormitorio y sentía tanto

118
temor ante mi «luna de lluvia».
Estas peticiones, estos insignificantes regalos de la fatalidad, los
ofrecimientos que ésta me hizo y que me habrían permitido huir de mí
misma, transformarme, colmarme de matices, podrían haber alcanzado
éxito si no me hubiera faltado compañía, la influencia de alguien para
quien la diferencia entre lo que realmente sucede y lo que no sucede,
entre el hecho y su posibilidad, entre el suceso y su narración, sea
mínima.
Mucho más tarde, cuando conocí a Francis Carco, comprendí que
él habría interpretado, por ejemplo, mi estancia en Bella-Vista y el
encuentro con Barberet con imaginación desenfrenada. Habría
desprendido de todo ello la verdad catastrófica, lo inacabado, lo
interrumpido, que estimulan el despliegue de la imaginación, del
miedo, en fin, de la poesía. Años después comprendí cómo un poeta
utiliza la ornamentación trágica. Y atribuye a una mera crónica de
sucesos la fascinación de un rostro inanimado y blanco tras un cristal.
A falta de un compañero entusiasta, me aferré a una visión
razonable de las cosas, en especial del espanto y de la alucinación. Era
lo más indicado, puesto que yo vivía sola. Algunas noches, recorría
con cuidado mi pequeño apartamento y abría las persianas para
permitir que el resplandor nocturno jugueteara en el cielo raso,
mientras aguardaba la luz del día… A la mañana siguiente, cuando mi
conserje me traía el café con leche, entraba blandiendo en silencio la
llave que había encontrado en la cerradura, por fuera. La mayor parte
del tiempo, yo no pensaba en los peligros que lo desconocido puede
deparar, y acogía con poco respeto a los fantasmas.
Así procedí, el lunes siguiente, con una ventana del apartamento de
la señorita Barberet, donde entré en el preciso instante en que un
viento de marzo de grandes alas marinas arrasaba todos los papeles. La
señorita Barberet se llevó las manos a la cabeza y lanzó un grito, al
tiempo que cerraba los ojos. Empuñé con mano experta la sirena de
hierro forjado y trabé la ventana en un abrir y cerrar de ojos.
—¡Al primer intento! —se admiró la señorita Barberet—. ¡Qué
extraordinario! Yo raras veces lo consigo. ¡Dios mío, se han volado
todas las copias! ¡La novela del señor Vandérem! ¡El cuento del señor
Pierre Veber! ¡Vaya viento! Por fortuna, había colocado su texto en la

119
carpeta… Aquí está la copia, señora, y el duplicado. Hay muchos
rastros de goma. Si quiere que repita las páginas corregidas, será para
mí un placer hacerlo esta noche, después de cenar…
—Debería usted buscar otros placeres, señorita Rosita. Vaya al
cine. ¿Le agrada el cine?
Ella dejó entrever una avidez de niña, que acentuó sus finas
arrugas alrededor de la boca.
—¡Lo adoro, señora! Tenemos un cine muy bueno en el barrio, a
cinco francos el asiento, que pasa buenas películas. Pero, en este
momento, no puedo de ningún modo…
Se interrumpió y clavó la mirada en la puerta de la derecha de la
chimenea.
—¿Siempre la salud de su hermana? ¿No podría su marido
encargarse de…?
A mi pesar, estaba imitando su manera mojigata de dejar las frases
en suspenso. Se ruborizó, y dijo deprisa:
—Su marido no vive aquí, señora.
—¡Ah! No vive aquí… ¿Y ella qué hace? ¿Espera que él vuelva?
—Yo… Sí, eso creo…
—¿Todo el tiempo?
—Día y noche.
Me levanté bruscamente y empecé a recorrer la habitación a
grandes zancadas, de la ventana hasta la puerta, de la puerta a la pared
del fondo, de la pared del fondo a la chimenea, la misma habitación
donde antaño yo había esperado día y noche.
—¡Es idiota! —grité—. ¡Es lo último que hay que hacer! ¿Me
entiende? ¡Lo último!
La señorita Barberet estiraba maquinalmente el tirabuzón de
cabellos que le acariciaba el hombro, mientras seguía mi ir y venir con
su rostro de ángel marchito.
—Si yo conociera a su hermana le diría en la cara que ha elegido la
táctica más deplorable, la más… la más torpe…
—¡Ah, señora! ¡Cómo me agradaría que se lo dijese! Tendría más
peso si viniera de usted y no de mí. Ella no tiene reparo en decirme
que las solteronas no pueden opinar sobre ciertos temas. En lo que, por
otra parte, puede estar totalmente equivocada…

120
La señorita Barberet bajó los ojos e hizo un leve gesto de
descontento.
—Una idea fija no siempre es una buena idea. Ella está ahí, con su
idea fija. Cuando no puede más, baja a la calle. Dice que tiene ganas
de comprar bombones. Dice: «Voy a telefonear…». ¡A otros! ¡Y cree
que me engaña!
—¿No tiene usted teléfono?
Levanté los ojos hacia el techo. Una diminuta abertura en la
cornisa delataba aún el paso del cable del teléfono. Yo, en este mismo
lugar, había tenido teléfono. Podía implorar sin necesidad de salir de
casa.
—Todavía no, señora. Por supuesto, lo haremos instalar.
Se sonrojó, como cada vez que se tocaba el tema del dinero o de la
falta de dinero, y, al parecer, tomó una resolución extrema:
—Señora, ya que usted opina como yo que mi hermana se
equivoca al obcecarse, si tuviera unos minutos…
—Tengo unos minutos.
—Avisaré a mi hermana.
Atravesó la antecámara en lugar de abrir la puerta de la derecha de
la chimenea. Se movía grácilmente, con sus menudos pies arqueados.
Regresó casi de inmediato, turbada y con el borde de los párpados
irritado.
—¡Oh! No sé cómo disculparme… Ella es terrible. Dice «no y
no», dice «¿por qué te metes?», dice «quiero que todo el mundo me
deje en paz»… Sólo dice cosas desagradables…
La señorita Barberet moqueó su pena, se frotó la nariz, se afeó
como si lo hiciera adrede. Pensé que tenía demasiados miramientos
con esas dos señoritas, y giré el picaporte de la puerta de la derecha,
que me reconoció y me obedeció sin hacer ruido. No atravesé el
umbral de mi dormitorio, cuyas persianas, semicerradas, lo llenaban de
una oscuridad verdosa. En el fondo de la habitación, sobre un sofá-
cama que parecía no haber sido movido del sitio que en otras épocas
yo le había asignado, una mujer joven estaba acostada, acurrucada, y
dirigía hacia mí el impreciso óvalo de su rostro. Por unos momentos,
sentí que rozaba lo que sólo los sueños se atreven a crear: hostil,
dolorida, obstinadamente esperanzada, tenía ante mí a mi joven yo que

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nunca volvería a ser, a la que continuaba repudiando y añorando.
Pero fuera del sueño, el goce de lo fabuloso no perdura. Mi joven
yo se levantó, habló y no fue entonces más que una desconocida cuya
voz disipó todo lo que me resultaba precioso e inexplicable.
—Señora… Pero le había dicho a mi hermana… Rosita, ¿en qué
estás pensando? Mi habitación está desordenada, no me encuentro
bien. Usted comprenderá, señora, por qué no he podido recibirla…
Apenas había dado dos o tres pasos hacia mí. A pesar de la
penumbra, advertí que era algo menuda, pero de porte erguido y
segura de sí misma. Fuera, una nube dejó al descubierto el sol y me
permitió distinguir la configuración de su rostro, la nariz regular y
dura, un arco ciliar pronunciado y un pequeño mentón romano. Hay
una doble seducción cuando, sobre unos rasgos bien modelados, se
tropieza con la juventud y la severidad.
Adopté un aire amable para hablar a esta joven mujer que me
estaba indicando que me marchara.
—Comprendo perfectamente, señora. Pero su hermana sólo es
culpable de haber creído, imagínese, que yo podría serle útil. Se ha
equivocado. Señorita Rosita, ¿como siempre, la copia para el lunes
próximo?
Las dos hermanas no se percataron de la facilidad con que
encontré la puerta empapelada en el fondo de la habitación, atravesé el
pequeño vestíbulo oscuro y cerré tras de mí. Rosita me alcanzó abajo:
—Señora, señora, ¿no estará enfadada?
—En lo más mínimo. ¿Por qué? Es bonita su hermana… Por
cierto, ¿cómo se llama?
—Adèle. Pero prefiere que la llamen Délia. Su apellido de casada
es Essendier, la señora de Essendier… Ha quedado desolada, querría
verla…
—¡Y bien! Me verá el lunes —acordé con aire digno.
En cuanto me quedé sola, la trampa de las coincidencias perdió su
atractivo, el resplandor de la rue des Martyrs a mediodía disipó el
encanto del dormitorio y de la muchacha encogida «día y noche». A lo
largo de la abrupta pendiente, ¡cuántos pollos colgados boca abajo,
cuántas piernas de cordero al alcance de la mano, gruesas salchichas,
barriles de cerveza esmaltados y decorados con escenas campestres,

122
naranjas apiladas como antiguas balas de cañón, manzanas demasiado
maduras, plátanos demasiado verdes, endibias anémicas, racimos de
dátiles, narcisos, rosadas bragas «milanesas», enaguas— pantalón con
incrustaciones que semejaban crema chantillí, bolsitas para la
fabricación casera de medicamentos estomacales, medias de seda
mercerizadas…! ¡Cuántos postizos —conocidos como «chichis»—,
corbatas vendidas de a tres, amas de casa informes, rubias en
chancletas, morenas con bigudíes, eperlanos nacarados, jóvenes
carniceros rollizos como ángeles…! Tal abundancia, que no había
sufrido cambio alguno, me abría el apetito y me devolvía
enérgicamente a la realidad.
¡Lejos de mí esas Barberet! Esa mujer sin modales, llorona,
abúlica, que debía de haber excedido los límites de la paciencia
marital… Acorralado entre una irreprochable solterona temblorosa y
una mujer celosa, ¡vaya vida para un hombre!
Así, mientras deambulaba por las tiendas, yo incriminaba a la
señora Délia Essendier, llamada Adèle… «Adèle… Tes belle…»
Delante de una suntuosa tienda de alimentación, yo canturreaba la
tonta canción ya pasada de moda; admiraba las naranjas entre el arroz
revuelto y el café rezumante, las rojas manzanas y los verdes
guisantes. Así como en Niza uno desea comprar todo el mercado de
las flores, aquí habría comprado un lote de comestibles, desde las
lechugas tempranas hasta los paquetes azules de sémola. «Adèle…
T’es belle…», canturreaba…
—En mi opinión —dijo bajo mis narices una muchacha del lugar,
de mirada insolente—, La viuda alegre es mucho más actual.
No repliqué nada porque esta rubia robusta, con su rizado semanal,
sólidamente plantada y azucarada con una espesa capa de polvo, era,
después de todo, el portavoz de la generación que estaba destinada a
devorar a la mía.
Sin embargo, yo no era vieja y, sobre todo, no aparentaba mi
verdadera edad. Pero una vida íntima ensombrecida e incierta, una
soledad que nada tenía que ver con la paz, restaban vivacidad y
amenidad a mi rostro. Nunca había atraído tan poco a los hombres
como en aquellos años cuya fecha exacta escondo aquí. Sólo bastante
después me tributaron de nuevo miradas verdaderamente ardientes y

123
ofensivas, y esa cordialidad de la concupiscencia que impulsa a un
admirador, llegado el momento de besarnos la mano, a propinarnos un
delicado pellizco en una nalga…
El lunes siguiente, una mañana bochornosa de marzo con un cielo
azul blanquecino, en un París polvoriento y sorprendido que extendía
por las calles un exceso de junquillos y anémonas, subí lentamente la
pendiente de Montmartre. Los vestíbulos de los edificios de
apartamentos abiertos de par en par arrojaban ya su aire fresco a la
calle, con el olor carbónico de los braseros que se han dejado
extinguir. Llamé a la puerta de la señorita Rosita; no me abrió, y acogí
con placer la idea de que estaba ausente, ocupada en comprar unos
pálidos escalopes o una choucroute ya preparada… Para descargar mi
conciencia, llamé una segunda vez. Algo rozó con suavidad la puerta y
el parqué crujió.
—¿Es usted, Eugenio? —preguntó la voz de la señorita Barberet.
Hablaba casi en susurros, y alcancé a oír su respiración junto a la
cerradura.
Como si quisiera disculparme, grité:
—¡Soy yo, señorita Rosita! Traigo unas hojas manuscritas…
La señorita Barberet emitió un débil «¡ah!» pero no abrió la puerta.
Cambió de voz y adquirió un tono afectado:
—¡Oh, señora! No sé dónde tengo la cabeza… Enseguida estoy
con usted…
Un pestillo se deslizó y la puerta se entreabrió.
—Tenga mucho cuidado, señora, podría tropezar… Mi hermana
está tendida en el suelo.
No habría empleado más cortesía y moderación si hubiera dicho:
«Mi hermana ha ido al correo». En efecto, tropecé con un cuerpo cuya
horizontalidad, las puntas de los pies alzadas hacia el cielo, el pálido
borrón de las manos y el rostro me sumergieron en un estado de
pusilanimidad por el que siento aversión. Apartándome del cuerpo,
pregunté, para aparentar que ofrecía ayuda:
—¿Qué tiene? ¿Desea que llame a alguien?
Entonces advertí que la señorita Rosita, tan sensible, no parecía
muy turbada.
—Es un malestar…, una especie de aturdimiento sin gravedad.

124
Basta con traer el frasco de sales y una servilleta húmeda.
Salió deprisa. Me di cuenta de que ella no había alcanzado a
encender la luz, y encontré sin dificultades la llave a la derecha de la
puerta. Una lámpara de techo en forma de plato y bordes acanalados
iluminó pobremente la antecámara. Me incliné sobre la muchacha
acostada, que yacía con mucha corrección, con la falda extendida hasta
los tobillos. Tenía uno de sus brazos plegado, con la mano a la altura
de la oreja y la palma hacia afuera, de tal modo que parecía en
posición de imponer atención, y su cabeza estaba ligeramente vuelta
hacia el hombro. Una muchacha muy bonita, en verdad, refugiada en
un desvanecimiento enojoso. Oí que la señorita Barberet, en el
dormitorio, abría y cerraba un cajón, golpeaba la puerta de un
armario…
Los segundos me parecieron muy largos, mientras observaba el
paragüero, la mesa de caña; en especial, una cortina con dibujos
argelinos despertó en mí la añoranza de un tapiz con follajes, bastante
bonito, que en otras épocas pendía en ese mismo sitio. Cuando bajé los
ojos hacia la muchacha inmóvil, advertí que, por una delgada rendija
entre sus párpados, me estaba espiando. Me sentí, no sé bien por qué,
desagradablemente sorprendida, como si se tratara de un engaño. Me
incliné sobre la falsa desvanecida y le apliqué el remedio que se
recomienda para los desmayos, es decir, una severa bofetada. La
recibió con un ofendido gruñido y se sentó de un salto.
—¡Vaya! ¿Ya está mejor? —exclamó Rosita, que traía una
servilleta húmeda y una botella de vinagre para ensalada.
—Como ves, la señora me ha golpeado en las manos —dijo Délia
con frialdad—. ¿Cómo no pensaste en ello? Ayúdame a ponerme en
pie, por favor.
Me sentí obligada a ofrecerle mi brazo. De ese modo,
sosteniéndola, penetré en el dormitorio de donde ella prácticamente
me había echado.
En la habitación resonaban los ruidos de la calle, que penetraban
por la ventana abierta. Con fidelidad, reconocí en ellos el contraste
entre los alegres sonidos y una luz triste. Y conduje a la joven
simuladora hasta el sofá cama.
—Rosita, ¿tendrías la gentileza de traerme un vaso de agua?

125
Comenzaba a comprender que las dos hermanas se trataban de un
modo áspero. Mientras las pasitos de Rosita se alejaban hacia la
cocina, me dispuse a dejar la cabecera de su hermana menor. Pero, con
un movimiento imprevisto, Délia me cogió la mano, me atrajo hacia
ella y anudó sus brazos en torno a mis rodillas, contra las que apoyó
con suavidad su cabeza.
Es necesario recordar que en aquella época de mi vida yo no tenía
aún hijos, y que la amistad, a mi alrededor, tomaba una apariencia de
pudor, de camaradería brusca y de insensibilidad. Hay que tener
también en cuenta que, durante muchos meses, ese gran pan
reconstituyente que son los besos, los abrazos fuertes, el fresco
contacto con la infancia y la juventud, se había mantenido apartado de
mí, era un bien lejano y perdido. De tal modo, la súbita efusión de una
muchacha desconocida, el murmullo de sollozos y el repentino abrazo
me aturdieron. El regreso de Rosita me encontró en la misma postura,
y los exigentes brazos se aflojaron.
—He dejado correr el agua del grifo unos minutos —explicó la
hermana mayor—. Señora, no sé cómo pedirle disculpas.
De pronto sentí rencor hacia la señorita Barberet por ese aire de
solicitud mundana, por los dos tirabuzones que bailaban sobre su
hombro derecho y su leve jadeo.
—Mañana por la mañana tengo que comprar unos retales en el
mercado de Saint-Pierre —interrumpí—. Podría venir a buscar las
copias y usted podría darme noticias de… esta joven… No, quédese
aquí. Conozco el camino.
¿Qué se agita en la espesura? No, no es un conejo. Ni una culebra.
Ni un pájaro, que se desplaza con pasos más menudos. Sólo el lagarto
es tan ágil, tan apto para cubrir con rapidez un largo trayecto, y tan
imprudente… Es un lagarto. Esa gran mariposa que vuela a lo lejos —
siempre he tenido mala vista—, ¿dice usted que es una Machaon? No,
es una Flambé. ¿Por qué? Porque esta que estamos viendo planea
admirablemente, como sólo la Flambé puede hacerlo, mientras que la
Machaon tiene un vuelo batiente. «Mi marido, un hombre tan
tranquilo…», me decía una amiga. ¿Tan tranquilo? No veía que él se
pasaba todo el día chupándose la lengua. Creía que masticaba chicle,
sin advertir la diferencia entre el mascado de la goma y la succión

126
nerviosa de la lengua. Por mi parte, yo creía que este hombre tenía
problemas, o que la presencia de su mujer lo exasperaba…
Desde que había conocido a Délia Essendier, había llegado a
«repasar» las lecciones que me brindaban mi instinto, los animales, los
niños, la naturaleza y mis inquietantes semejantes. Me parecía que más
que nunca tenía necesidad de saber por mí misma, y sin discutirlo con
nadie, que a la dama con la que me cruzo le aprieta el zapato
izquierdo; que mi interlocutor aparenta beberse mis palabras y no me
escucha; que tal mujer que se engaña diciendo que no ama a ese
hombre, no puede evitar seguirlo magnetizada en cuanto él aparece,
pero siempre volviéndole la espalda. Un perro que tiene malas
intenciones cojea a veces por nerviosismo…
Los niños y los seres que conservan dentro de sí algún rasgo
ingenuo de la infancia son casi indescifrables, lo reconozco. No
obstante, en el rostro del niño hay un único punto revelador, inestable,
un espacio comprendido entre las fosas nasales, los ojos y el labio
superior, donde afloran las ondas de un delito interior. Es algo fugaz,
fulminante. Sea cual fuere la edad del niño, este mínimo destello de
culpabilidad convierte al niño en un adulto destruido. He visto cómo
una mentira grave, en una niña, deformaba sus fosas nasales y
convertía su labio superior en un labio leporino…
—Dígame, Délia…
…pero en los rasgos de Délia nada era explícito. Se refugiaba en
una sonrisa —ante mí— o en el mal humor dedicado a su hermana
mayor, o bien se sepultaba en una oscura espera, en la que se instalaba
como en el portillo de una torre de vigilancia. Sobre su sofá cama,
cubierto con una tela verde estampada con capuchinas azules —último
coletazo de la moda de los estampados liberty—, se recostaba a
medias, apretaba contra sí un abultado cojín, apoyaba en él el mentón
y casi no se movía. Quizá se daba cuenta de que su postura beneficiaba
su belleza, a menudo un tanto áspera.
—Pero dígame, Délia, cuando se casó, ¿no tuvo el presentimiento
de que…?
Instalada como estaba, con la falda estirada hasta los tobillos,
parecía más bien meditar que esperar. Puesto que la meditación
profunda no se preocupa por ser expresiva, Délia Essendier, incluso

127
cuando hablaba, no volvía los ojos hacia mí. Prefería mirar la ventana
entreabierta, reserva de aire, fuente de sonidos, vivero verdeado por
sus cortinas verdes y azules. O bien clavaba los ojos en las pantuflas
con que calzaba sus pies. Yo también, antaño, compraba esas
pequeñas pantuflas que imitan el brocado de seda, sin tacones, con un
peludo pompón sobre el empeine. En aquella época costaban trece
francos con setenta y cinco, y su tejido de mala calidad se ajaba con
rapidez. La joven reclusa voluntaria que tenía frente a mí no se
preocupaba por los zapatos. Para ser una reclusa, sólo lo era a medias,
ya que salía por las mañanas, compraba sus provisiones de ardilla, pan
fresco, nueces, huevos y manzanas: los escasos alimentos que
bastaban para saciar el apetito de las dos hermanas.
—No me ha contado, Délia…
No. No me había contado nada. Su rápida ojeada me castigaba por
imaginar, por carecer de memoria. ¿Qué hacía yo allí, en un lugar que
debería haber estado prohibido para mí, junto a una mujer lo bastante
joven como para que nada señalara su condición de esposa, y que no
manifestaba poseer virtudes, ni nobleza, ni siquiera la inteligencia de
un animal despierto y afectuoso? Se trataba, insisto, de un período de
mi vida en el cual la maternidad y el amor dichoso no me habían
proporcionado aún sus maravillosos lugares comunes.
En ese entonces me habrían podido reprochar las compañías que
elegía —quienes lo intentaron fueron muy mal acogidos por mí— y
mis amigos se habrían asombrado al encontrarme, por ejemplo,
recorriendo la avenida del Bois junto a un palafrenero arrugado que
llevaba y traía los caballos alquilados por una escuela de equitación.
Era un viejo jockey desgraciado, venido a menos, que tenía el aspecto
de un guante viejo. Pero sabía muchas cosas sobre los temas hípico y
canino, enfermedades, curas, brebajes de fuego capaces de devolver la
vida o de quitarla, y yo amaba su sustanciosa conversación, pese a que
me enseñó demasiado sobre los artificios comerciales que se emplean
para vender los animales.
Yo no habría precisado saber, digamos, que untan con cerumen las
orejas de un french bull cuando tiene los pabellones algo fláccidos…
El resto de su ciencia era cautivadora. Con una riqueza esencialmente
más reducida, Marie Mallier tenía mucho encanto. Si alguna persona

128
de las que me rodeaban se hubiera mostrado quisquillosa con respecto
a los actos y los gestos que Marie Mallier llamaba de un modo
genérico «cantar opereta en una gira», yo no lo habría tolerado.
Sometida a aprobaciones efímeras, Marie Mallier tuvo predilección,
entre todos los pecados, por coser y planchar, un deleite que brindaba
escasos frutos. Pues la sal de una ocupación, considerada inocente por
la mayoría, puede tener más encanto que muchos otros actos
condenables.
«Hacer un remiendo sin que se formen pliegues en las esquinas —
decía Marie Mallier—, y que las pequeñas uniones de los hilos por el
revés queden bien destacadas, me produce el mismo efecto que partir
un limón.» Nuestros pecados no obedecen tanto a una disposición
como a una predilección. Socorrer con entusiasmo a una persona
desconocida, depositar en ella esperanzas que desalentarían la sensatez
y la amistad de nuestros iguales, adoptar violentamente a un niño que
no es nuestro, arruinarnos, con gran obstinación, por un hombre al que
probablemente odiamos, son todas extrañas manifestaciones de una
lucha contra nosotros mismos, que tanto recibe el nombre de
desprendimiento como de espíritu de contradicción. En la proximidad
de Délia Essendier, me volvía vulnerable, inclinada a las ofrendas
vanidosas, como una interna de escuela que vende sus libros para
adquirir un rosario, una cinta, una sortija, y los desliza temblorosa en
el pupitre de su compañera predilecta.
Sin embargo, yo no amaba a Délia Essendier, y la compañera
predilecta que buscaba ¿no era acaso mi propio yo de otras épocas, su
forma triste adherida, como un pétalo entre dos hojas, a los muros de
un aposento levemente maldito?
—Délia, ¿no tiene por aquí una fotografía de su marido?
Desde el día en que sus brazos habían apretado mis rodillas,
ningún otro reclamo silencioso había surgido de Délia, salvo, cuando
yo me ponía en pie, un gesto para retenerme por la mano, el gesto de
una muchacha torpe que no ha aprendido a coger, a ofrecer con
franqueza la palma; sólo tiraba un poco de mis dedos y los soltaba
enseguida, como disgustada, para volverse luego hacia la ventana casi
siempre abierta. La primavera había llegado, rauda, atravesada por
suaves chaparrones. Siguiendo la sugerencia de su mirada, yo me

129
dirigía hacia la ventana y miraba a los transeúntes, o más bien a sus
cabezas cubiertas, pues todos llevaban sombrero en esa época.
Cuando, abajo, el portal engullía a un hombre que caminaba a grandes
trancos, vestido con un abrigo azul, yo contaba a mi pesar los
segundos y calculaba el tiempo que un visitante apresurado habría
necesitado para atravesar el vestíbulo, subir hasta el piso y llamar a la
puerta. Pero nadie llamaba, y mi respiración recuperó su ritmo
normal…
—¿Le escribe su marido, Délia?
Sintiéndose herida, la reservada joven, a quien yo interrogaba sin
miramientos, contestara o no a mis preguntas, me miró de arriba abajo
con aire ofendido. Pero ya no me preocupaban sus actitudes
desdeñosas, de modo que repetí:
—Sí, le pregunto si su marido le escribe alguna vez.
Mi pregunta sobresaltó a Rosita, que en ese momento atravesaba la
habitación. Se detuvo súbitamente, como a la espera de la respuesta de
su hermana.
—No —dijo por fin Délia—. No me escribe, y hace bien. No
tenemos nada que decirnos.
Ante esto, Rosita abrió, azorada, la boca y los ojos. Luego
continuó su camino con paso ligero y, a punto ya de desaparecer,
levantó las dos manos hasta la altura de las orejas. Este gesto de
indignación reavivó mi curiosidad, que a veces se apaciguaba.
También debo confesar que, devuelta a mi pasado desagradable y
atrayente, encontraba chocante que Délia —Délia y no yo— estuviera
echada en el sofá cama, entreteniéndose en quitarse y volverse a poner
sus pequeñas pantuflas, mientras que yo, fatigada de un asiento
incómodo, me levantaba para ir y venir por la habitación, empujar la
mesa más cerca de la ventana con fingida negligencia, medir el
espacio antaño ocupado por un oscuro armario…
—Délia, ¿fue usted quien eligió este empapelado?
—Desde luego que no. Yo hubiera preferido un papel floreado,
como el del living-room.
—¿Qué living-room?
—La habitación grande.
—¡Ah, ésa! No es un living-room, puesto que ustedes no viven en

130
ella. Yo diría más bien el estudio, ya que su hermana trabaja allí.
Como los días ya eran más largos, yo distinguía el color de los ojos
de Délia —alrededor de sus dilatadas pupilas se extendía un anillo de
un gris verdoso oscuro— y la blancura de su tez, similar al color de
piel de los meridionales, que ostentan una palidez sin matices desde la
frente hasta los pies. Me lanzó una mirada de obstinada desconfianza.
—Mi hermana puede perfectamente trabajar en un living-room, si
eso le place.
—Lo esencial es que ella trabaja, ¿no es así? —repliqué con
vivacidad.
De un puntapié, lanzó a lo lejos una de sus pantuflas.
—Yo también trabajo —dijo con voz tensa—. Lo que sucede es
que no se ve. Me fatigo, ¡oh!, me fatigo… aquí… aquí…
Tocaba su frente, se apretaba las sienes. Con cierto desprecio,
observé sus manos de perezosa, sus dedos delicados, con las puntas
afiladas y curvadas hacia arriba, sus palmas carnosas. Me encogí de
hombros.
—¡Vaya trabajo, una idea fija! Debería usted sentir vergüenza,
Délia.
Ella se dejaba arrastrar con facilidad por cóleras de adolescente sin
educación ni voluntad.
—¡Pensar no es lo único que hago! —gritó—. ¡Yo…, yo trabajo a
mi modo! ¡En mi cabeza!
—¿Está preparando una novela?
Yo había hablado en son de burla, pero Délia no se percató de nada
y, halagada, se apaciguó.
—¡Oh! En realidad, no… Algo parecido, pero mejor.
—¿Qué es eso que dice que es mejor que una novela, hija mía?
Pues yo me permitía llamarla así cuando ella parecía precipitarse
en una suerte de infantilismo brutal, de irresponsabilidad. Ella
titubeaba siempre ante este apelativo, y me gratificaba con una ojeada
brillante e inquieta, con un sobresalto involuntario.
—¡Ah! No puedo contarlo —dijo, con tono de suficiencia.
Volvió a dedicarse a pescar cerezas de un cucurucho de periódico.
Cogía los huesos y apuntaba hacia la ventana abierta. Rosita atravesó
la habitación, atareada, y reprendió a su hermana sin detenerse:

131
—Délia, no deberías tirar los huesos a la calle…
¿Qué hacía yo allí, en ese desierto? Un día, llevé unas cerezas más
sabrosas. Otro día en que le había llevado a Rosita un manuscrito lleno
de correcciones, le dije:
—Espere… ¿No podría rehacer esta página en… en la esquina de
una mesa, no importa dónde? Allí, mire, ahí estará bien. Sí, sí, tengo
suficiente luz. Sí, tengo mi pluma…
Apoyada sobre un velador mal asegurado, recibía desde la
izquierda la luz de la única ventana, y desde la derecha la atención de
Délia. Para mi sorpresa, se puso a trabajar. Recamaba con gran
delicadeza bolsos y galones por los que la moda de esa época se
apasionaba.
—¡Qué hermosa habilidad, Délia!
—No es una habilidad, es un oficio —dijo Délia con tono
disgustado.
Pero no le desagradaba, según creo, entregarse ante mis ojos a una
ocupación tan grata como un esparcimiento. Las agujas finas como
cabellos de acero, las perlas de granos multicolores, el cañamazo, los
manipulaba con la destreza de un ciego, siempre recostada a medias en
un extremo del sofá cama. De la habitación vecina llegaba el lenguaje
cortado de la máquina de escribir, el rezongo de su pequeño rodillo, en
cada línea, y su campanilla cristalina. ¿Qué hacía yo en ese desierto?
No era un desierto. Yo abandonaba, en casa, tres habitaciones
estrechas y cerradas, mis libros, el perfume que me gustaba esparcir,
mi lámpara… Pero no se vive de una lámpara, de un perfume, de
páginas leídas y releídas. Tenía además amigos, camaradas: Annie de
Péne, la mejor de las mejores. Así como el más preciado aguardiente
no calma el hambre feroz de una gruesa salchicha, la amistad probada
y delicada no nos despoja del gusto por lo nuevo y dudoso.
En casa de Rosita, en casa de Délia, estaba asegurada contra el
riego de hacer confidencias. Mi pasado escondido subía conmigo las
escaleras conocidas, se sentaba en secreto junto a Délia, colocaba en
su lugar, según el antiguo orden, los muebles emigrados, reanimaba
los colores de la «luna de lluvia» y afilaba una vieja arma que había
servido contra mí.
—¿Es un oficio que usted ha elegido, Délia?

132
—No exactamente. Lo recuperé este año, en enero, porque me
permite trabajar en casa.
Abrió sus finas tijeras.
—Me hace bien tocar cosas puntiagudas.
Una especie de gravedad de joven loca sentaba bien a Délia; no
creí que fuera oportuno animarla con algo más que una mirada
inquisitiva.
—Cosas puntiagudas —repitió—: tijeras, agujas, alfileres… Me
hacen bien.
—¿Quiere que le presente un tragasables, un lanzador de cuchillos
y un puerco espín?
Se dignó reír y, al oír su risa melodiosa, lamenté que no fuera feliz
más a menudo. Una poderosa voz femenina, en la calle, entonó el grito
de las verduleras.
—¡Oh! Es el carro de las cerezas —murmuró Délia.
Sin perder el tiempo en ponerme mi sombrero de fieltro, bajé, con
la cabeza descubierta, y compré un kilo de cerezas claras. Al correr
para evitar un coche, tropecé con un hombre parado delante de mi
puerta.
—Un poco más, señora, y sus cerezas…
Sonreí a ese transeúnte tan típicamente parisiense, con el rostro
vivaz, algunas hebras blancas en sus negros cabellos y hermosos ojos
fatigados de grabador o linotipista. Encendía un cigarrillo sin despegar
la mirada de la ventana del entresuelo. La cerilla encendida le quemó
los dedos; la dejó caer y se volvió.
Un grito de placer —el primero que yo oía surgir de los labios de
Délia— me recibió al entrar, y la joven mujer apoyó el dorso de mi
mano contra su mejilla. Sintiéndome inexplicablemente
recompensada, yo la miraba comer las cerezas, depositar los rabos y
los huesos en la cubierta de una caja de alfileres. Su expresión de
egoísmo y de glotonería satisfecha no la despojaba del encanto que
nos hace sentir atraídos por los niños violentos, refugiados en sus
pasiones y que no se preocupan por agradar.
—¿Sabe, Délia? Abajo, en la acera…
Dejó de comer, con una gruesa cereza hinchándole la mejilla.
—¿Qué pasó abajo, en la acera?

133
—Hay un hombre que mira su ventana. Un hombre muy atento, ya
lo creo.
Se tragó la cereza y escupió precipitadamente el hueso.
—¿Cómo es?
—Moreno, un rostro… agradable, algunas canas en sus cabellos
negros. Tiene la punta de los dedos amarillenta, como de un hombre
que fuma mucho.
Con un movimiento brusco Délia recogió bajo el cuerpo sus pies
descalzos y esparció por el suelo los ligeros instrumentos de su
trabajo.
—¿Qué día es hoy? Viernes, ¿no es así? Sí, viernes.
—¿Es su enamorado del viernes? ¿Tiene uno para cada día de la
semana?
Me lanzó la ultrajante mirada que los adolescentes reservan a
quienes los tratan como a «bebés grandes».
—No puedo esconderle nada.
Se levantó para recoger sus enseres de bordado, agitó contra la luz
un delicado y antiguo bolsito que estaba copiando, y advertí que sus
manos temblaban. Se volvió hacia mí con una gentileza forzada:
—Es agradable mi enamorado del viernes ¿no es verdad? ¿Le
gusta?
—Me gusta, pero no parece tener buena cara. Debería cuidarlo.
—¡Oh! Lo cuido, no se preocupe por él…
Comenzó a reír de un modo alocado, hasta que la sacudió un
acceso de tos. Cuando cesó de toser y reír, se apoyó contra un mueble
como si la hubiera invadido el vértigo, trastabilló y se sentó.
—Es la fatiga —murmuró.
Sus negros cabellos, sueltos, no descendían más allá de sus
hombros. Recogidos, descubrían sus orejas, y este peinado
desordenado de niña acentuaba la regularidad del perfil, su carácter
infantil e inexorable.
«Es la fatiga.» Pero ¿qué fatiga? ¿Una vida poco saludable? No
menos saludable que la mía, tan saludable como la de cualquier mujer
o muchacha que vive en París. Unos días antes, Délia se había tocado
la frente, se había oprimido las sienes: «Es de aquí que me fatigo… y
de aquí…». La idea fija, sí, el ausente, el Essendier infiel. En vano yo

134
había contemplado aquella belleza perfecta —analizándolo bien, no
había un solo defecto en el rostro de Délia— para buscar la expresión
del dolor, es decir, del amor.
Ella permanecía sentada, algo jadeante, con sus afiladas tijeras
apoyadas sobre su vestido negro, en el extremo de una cadena de
acero. Mi atención no la molestaba, pero después de unos instantes
volvió a ponerse de pie, como alguien que reemprende su carrera
mientras se reprocha haberse retrasado. La luz y los ruidos de la calle,
al cambiar, me anunciaron el fin de la tarde, y me dispuse a
marcharme. Detrás de mí, irreprochablemente delgada y con un rubio
apagado, se mantenía de pie la señorita Rosita. Desde hacía un tiempo
yo había perdido el hábito de mirarla; me pareció vieja. Asimismo me
pareció que, a través de la puerta grande abierta, debía de habernos
escuchado bromear sobre el enamorado del viernes. En el mismo
instante caí en la cuenta de que, mientras frecuentaba a las hermanas
Barberet, había dejado a un lado sin motivo a la mayor, salvo las
breves relaciones que manteníamos por su profesión y las expresiones
de cortesía, las consideraciones meteorológicas, los comentarios sobre
la carestía de la vida y el cine. Pues jamás la señorita Rosita se habría
permitido una pregunta tocante a mi vida personal, a mi evidente
libertad de mujer sola. Pero ¿cuántos días hacía que yo no le había
testimoniado algún tipo de interés a la señorita Rosita? Me sentí
incómoda por ello y, como Délia se dirigía al lavabo, decidí ser
«amable» con la señorita Rosita. Una trabajadora ejemplar, llena de
virtudes y de distinción natural, que mecanografiaba el manuscrito de
Vandérem, las novelas por entregas de Arthur Bernède y mis páginas
cubiertas de correcciones, merecía ciertas consideraciones.
Con las manos juntas palma contra palma, sus dos pequeños
tirabuzones sobre el hombro derecho, ella esperaba pacientemente que
yo me fuera. Al acercarme, vi que no me prestaba ninguna atención.
Lo que miraba era la espalda de Délia, que salía. Endurecidos, sus ojos
de un azul pálido no se separaban de la figura pequeña, algo española,
de su hermana y de los negros cabellos que arreglaba con gesto
distraído. Y, al igual que interpretamos como adivinación nuestros
sustos y estremecimientos, pensé, mientras descendía por la colina de
París, coloreada de rosa por sus altas casas: «En el interior de esta

135
Rosita, limitada y poco brillante, debo buscar la explicación de un
pequeño enigma, empollado bajo el colchón de un diván de una
habitación con una única ventana donde una joven mujer pretende,
absorbida por su obstinación y su temperamento celoso, revivir un
momento de mi propia vida. Quizá la testaruda joven sabe poco del
pequeño enigma. Y aunque supiera más, jamás me diría nada. Su
misterio, o su aparente misterio, es un don gratuito que ha recibido de
la naturaleza, así como habría podido recibir un mechón rubio entre
sus cabellos negros, una marca en la mejilla…».
Sin embargo, seguí recorriendo las aceras, donde la presencia de
las porteras en sus sillas, los juegos de los niños y las trayectorias de
los balones obligaban al transeúnte, a partir de junio, a una especie de
contradanza, dos pasos adelante, dos pasos atrás, apártese y regrese. El
olor de los fregaderos obstruidos, en junio, se adueña de los hermosos
crepúsculos rosados. Por contraste, yo amaba mi barrio del oeste y su
sonoridad de corredor vacío. Una sorpresa me esperaba allí, en forma
de telegrama: Sido, mi madre, llegaba al día siguiente a París para
quedarse tres días. Después de éste, sólo hizo un último viaje desde su
pequeña comarca.
Mientras ella estuvo allí, no me ocupé de las señoritas Barberet.
No es su estancia lo que me interesa relatar. Pero su exigente presencia
devolvía mi vida a la dignidad, a la solicitud. Delante de ella debía
fingir una juventud similar a la suya, seguirla en sus impulsos. Quedé
horrorizada al verla tan pequeña, adelgazada, febril en su alegría
cautivante y casi como acosada. Pero todavía distaba mucho de dar
crédito a la idea de que ella pudiera morir. ¿Acaso no emprendía, en
un solo día, la tarea de ir a comprar semillas de pensamiento, de asistir
a una ópera bufa, de ver una colección legada al Louvre? ¿No llegaba
acaso cargada con tres potes de grosella aromatizada con frambuesa,
con los primeros capullos de rosas envueltos en un pañuelo húmedo;
no había cosido para mí, en un cuadrado de cartón, los granos
barométricos de la avena silvestre?
Como siempre, se abstuvo de hacerme preguntas sobre mis más
íntimas preocupaciones. La parte amorosa de mi vida le inspiraba,
según creo, una grande y maternal repugnancia. Pero yo tenía que
vigilar mis palabras, mi rostro; desconfiar de su mirada, capaz de leer

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a través de la carne que ella había creado. Le agradaba escuchar
noticias de mis amigos y amigas, de mis camaradas más recientes.
Omití sin embargo contarle la historia Barberet.
Sentada a la mesa delante de mí, apartaba el plato sin terminarlo y
me interrogaba más sobre lo que yo deseaba escribir que sobre lo que
había escrito. Nunca he soportado otra crítica semejante a la de Sido,
pues, aunque creía en mi vocación de escritora, dudaba de mi carrera.
«No olvides que sólo tienes un don —decía—. Pero ¿qué es un don?
Un don nunca le ha bastado a nadie.»
Se embriagaba con el aire parisiense como una jovencita de
provincias, y se agotaba. La devolví a su tren, con la inquietud de
dejarla sola y la satisfacción de saber que, algunas horas más tarde,
llegaría a su pequeña morada sin comodidades y sin peligros.
Después de su partida, nada me parecía digno de ser intentado. La
sana melancolía, el orgullo, los méritos que ella depositaba en mí…
Había vivido tanto tiempo lejos de ella que se habían vuelto efímeros.
No obstante, una vez que se hubo ido, volví a mi sitio en el hueco
profundo de mi ventana, encendí nuevamente mi lámpara diurna con
su verde pantalla; pero estaba impelida por la necesidad, más que por
el amor a una obra bien hecha. Y trabajé hasta que llegó el momento
de subir, en metro, la cuesta que me agradaba bajar a pie.
La señorita Rosita vino a abrirme. Por fortuna, lanzó un pequeño
«¡ah!» al verme, lo que detuvo en mis labios una similar exclamación
de sorpresa. En menos de quince días, la madura señorita se había
convertido en una solterona. Un pequeño moño de asistenta
reemplazaba el lazo y los dos tirabuzones; llevaba un delantal anudado
en la cintura. Tocó maquinalmente su hombro derecho y balbuceó:
—Me encuentra desarreglada… He tenido unos días muy
agitados…
Apreté su mano enjuta y delicada, que se fundió en la mía. Un
perfume bastante vulgar, mezclado con el olor que se desprendía de
una sartén donde se calentaba aceite de fritura, me devolvió el
recuerdo del pequeño apartamento y de la hermana menor.
—¿Se encuentra bien? ¿Y su hermana?
Hizo un movimiento con los hombros carente de un sentido
preciso. Agregué, con un involuntario orgullo:

137
—¿Sabe? Tuve a mi madre en casa por unos días… ¿Y qué se ha
hecho de Délia? ¿Sigue tan trabajadora? ¿Puedo saludarla?
La señorita Rosita bajó la cabeza como hacen los carneros cuando
reúnen coraje para luchar:
—No, no puede. Es decir, puede, pero no veo para qué querría
saludar a una criminal.
—¿Cómo?
—A una criminal. Yo tengo que quedarme aquí. Pero a usted, ¿qué
puede interesarle una criminal?
Incluso su cortesía había cambiado. La señorita Rosita continuaba
siendo cortés, pero pronunciaba con profunda indiferencia unas
palabras que podían interpretarse como monstruosas. Ni siquiera
reconocí su minúsculo cuello blanco, reemplazado por un ordinario
bordado hecho a máquina de color azul celeste.
—Pero, señorita Rosita, yo no podía imaginar… Le traía…
—Muy bien —dijo con prontitud—. ¿Quiere pasar por aquí?
Penetré en la amplia habitación, mientras la señorita Rosita
obstruía con destreza el acceso al dormitorio de Délia. Desplegué mi
manuscrito bajo la insoportable luz de las ventanas sin cortinas, di
indicaciones como si se tratara de una extraña. Como una extraña,
Rosita escuchaba, decía: «Muy bien… Perfecto… En negro y en
violeta… Estará listo para el viernes». Los frecuentes e inútiles
«Señora… Sí, señora… ¡Oh, señora…!» habían desaparecido de sus
réplicas. También de su conversación había suprimido los bucles…
Como en las épocas del despertar de mi curiosidad, conservé en un
principio la paciencia; luego la perdí bruscamente y bajé apenas la voz
para preguntarle desde muy cerca a la señorita Barberet:
—¿A quién ha matado?
Sorprendida, la pobre mujer esbozó un gesto desesperado y se
apoyó con las dos manos en la mesa:
—¡Ah, señora! Aún no ha sucedido, pero él va a morir.
—¿Quién?
—Pues su marido, Eugenio…
—Su marido… ¿El que ella esperaba día y noche? Creía que él la
había abandonado…
—Abandonado es una forma precipitada de decirlo. No se llevaban

138
bien, pero no vaya a creer que era por culpa de él. Eugenio es un
muchacho muy gentil. Y nunca dejó de enviarle a mi hermana algo de
lo que ganaba, ¿sabe? Pero a ella, a ella se le metió en la cabeza que
tenía que vengarse.
En la creciente perturbación que iba invadiendo a la señorita
Barberet, creí distinguir el desvarío con que un viejo veneno de amor
cumplía su cometido… La rivalidad trivial, peligrosa, entre la hermana
bonita y la hermana desabrida. Un mechón, escapado del descuidado
rodete de Rosita, se convirtió ante mis ojos en el símbolo de la
vehemencia desatinada. La «luna de lluvia» brilló con sus siete colores
sobre la pared de mi antiguo refugio, librada a unas enemigas que
estaban a punto de acusarse, de batirse…
—Señorita Rosita, por favor… ¿No exagera usted un poco? Es una
acusación muy grave, dese cuenta…
Le hablaba sin brusquedad, pues temo a los locos capaces de
causar daño, a los que monologan en la calle sin vernos, a los
borrachos violáceos que amenazan al vacío y caminan en zigzag…
Quise volver a coger mi manuscrito, pero el rollo de papel, capturado
por Rosita, le servía para recalcar sus frases. Hablaba con violencia,
sin elevar la voz:
—He dicho bien, señora, vengarse. Cuando se dio cuenta de que él
ya no la amaba, se dijo: «Ya verás, te tendré». Entonces le lanzó un
maleficio.
Sus palabras fueron tan inesperadas que me regocijaron, lo que no
pasó inadvertido para Rosita.
—No se ría, señora. Verdaderamente parece que usted no sabe de
qué se ríe.
Un objeto metálico cayó al suelo, del otro lado de la puerta, y
Rosita se estremeció.
—¡Vaya! Ahora, las tijeras… —dijo para sí misma.
Debió de leer en mi rostro algo así como el deseo de encontrarme
lejos de allí y quiso tranquilizarme:
—No tenga miedo. Ella sabe que usted está aquí; pero, si usted no
entra en su dormitorio, no vendrá.
—No tengo miedo —dije con acritud—. ¿Qué le dio al marido?
¿Una droga?

139
—Lo convocó. ¿Sabe lo que eso quiere decir, convocarlo?
—No…, es decir, tengo una idea, pero los detalles…, los detalles
los ignoro.
—Convocar es hacer venir a una persona por la fuerza. Ese pobre
Eugenio…
—¡Espere! —exclamé en voz baja—. ¿Cómo es su cuñado? ¿No
es un hombre moreno, con algunas canas en sus cabellos negros?
¿Tiene bastante mala cara, con el color de las personas que tienen una
lesión cardíaca? ¿Sí? Entonces fue a él a quien vi hace, digamos dos
semanas.
—¿Dónde?
—Allí, abajo, miraba la ventana de mi…, la ventana del dormitorio
de Délia; parecía estar esperando. Incluso le advertí a Délia de que
tenía un enamorado bajo su ventana…
Rosita unió las manos:
—¡Oh, señora! ¡Y usted no me dijo nada! ¡Quince días!
Dejó caer los brazos a lo largo del delantal. Sus ojos claros
mostraban un reproche que carecía de sentido para mí. Me miraba sin
verme, con las gafas en la mano, con una mirada intensa y poco
precisa.
—Señorita Rosita, ¿no estará diciendo que acusa a Délia de
realizar maleficios y brujerías?
—¡Claro que sí, señora! Lo que ella ha hecho se llama convocar,
pero es lo mismo.
—Escuche, Rosita, ya no estamos en la Edad Media… Reflexione
un poco…
—¡Pero he reflexionado, señora; no hago otra cosa! Ella no es la
única en hacer lo que hace. Es algo corriente. Fíjese que no estoy
diciendo que tengan éxito todos los días… ¿Nunca había oído hablar
de esto?
Hice un gesto de negación, y mi interlocutora se encogió
ligeramente de hombros, como si juzgara que mi educación había sido
bastante insuficiente. En alguna parte, un reloj anunció las doce del
mediodía, y yo me puse de pie para irme. Ensimismada, Rosita me
siguió, en una actitud maquinal de cortesía. En el vestíbulo sombrío, la
luz de la lámpara del techo con forma de plato le esculpía los rasgos de

140
una dama anciana y delgada.
—Rosita —le dije—, si su hermana se extrañara de que yo no
hubiera pedido verla…
—No se extrañará —dijo, agitando la cabeza—. Está muy ocupada
haciendo daño.
Me miró con una ironía de la que no la creía capaz.
—Además, ya sabe, no es un buen momento para verla. No está
muy bonita en estos días. No sería muy justo que lo estuviera.
De pronto recordé las singulares palabras de Délia: «Me hace bien
tocar cosas puntiagudas, tijeras, alfileres…». Presa de un nefasto deseo
de murmuración, me incliné sobre la oreja de Rosita y se las repetí.
Ella me cogió con familiaridad del brazo y me arrastró afuera,
hasta el rellano.
—Le devolveré sus hojas mecanografiadas mañana por la tarde, a
las seis y media o siete. Váyase, ella va a pedirme el almuerzo.
El placer que yo había supuesto que gozaría cuando dejé a Rosita
Barberet, no lo experimenté. Sin embargo, al examinar la
extravagancia, la ambición de esta anécdota que intentaba emular a
una crónica de sucesos, llegué a la conclusión de que no le faltaba
nada, salvo la naturalidad. Un defecto de inocencia estropeaba su
excitante color, su cariz de cháchara de comadres, drama de
herboristería, receta de filtro. A decir verdad, no me agrada lo
pintoresco cuando está basado en un sentimiento odioso. Ya en mi
barrio, comparé la historia Barberet con la «historia de la calle
Truffaut», y esta última me pareció mucho más agradable, con su
círculo de bravas mujeres de Batignolles que, con las manos unidas
sobre una mesa de comedor, conversaban con el más allá, recibían
noticias de sus hijos difuntos, de sus maridos muertos; no indagaron
mi nombre, pues había sido presentada por el peluquero de la calle y
hasta me dieron de paso el consejo de desconfiar de una dama X…
Sucedió que el consejo resultó excelente. Pero el principal atractivo de
la reunión residía en el lugar aislado de los ruidos, el tapete de la mesa
ribeteado con una orla que hacía juego con la de las cortinas, el
espíritu de un joven marinero, asistente asiduo, invisible y travieso,
que volvía en días determinados y se encerraba en el aparador para
hacer tintinear tazas y platos. «¡Ah, ése…!», suspiraba con indulgencia

141
la voluminosa dueña de la casa.
—Le consientes todo, mamá —le reprochaba su hija médium—.
Pero sería una lástima que rompiera la taza azul.
Al acabar la sesión, estas damas servían a la concurrencia un té
descolorido y tibio… ¡Qué paz, qué gentileza en casa de estas
anfitrionas cuya sociabilidad sólo dependía de un mundo
extraterrestre! ¡Cuán agradable me resultaba también esa curandera, la
señorita Lévy, que se encargaba de curar las almas y los cuerpos y
pedía a cambio tan poco dinero! Hacía fricciones, imponía las manos,
en el secreto de las profundas porterías de las pálidas porteras, en los
cuartuchos de artistas de la calle Biot y en el café de la Fauvette.
Bordaba bellos caracteres hebraicos en pequeños saquitos para llevar
colgados del cuello: «Puede estar tranquila sobre la eficacia, está
preparado con las manos de la inocencia». Y mostraba sus hermosas
manos, suavizadas por las pomadas y los ungüentos, para después
agregar: «Si esto no marcha mejor mañana, puedo encender en su
nombre, cuando me vaya, un cirio a Nuestra Señora de las Victorias.
Yo me llevo bien con todo el mundo».
Ciertamente, yo no era, en el tema de las magias inocentes y
populares, la novicia que había simulado ser ante la señorita Barberet.
Pero, con mis sibilas de diez y veinte francos, sólo había querido
divertirme, escuchar la íntima riqueza de antiguos vocablos
exclusivos, abandonar mis manos a manos tan extrañas, tan pulidas
por el contacto con otras manos humanas, que yo me beneficiaba a
través de ellas, en un momento, como si hubiera estado en contacto
directo con la muchedumbre, de un relato insignificante y locuaz, de
un analgésico, en fin, de todo aquello que se destina a los niños…
Por el contrario, estas Barberet enemigas… Un callejón sin salida
perturbado por malas intenciones, ¿en eso se había convertido el
pequeño apartamento donde antaño yo había sufrido sin amargura,
bajo la vigilancia de mi «luna de lluvia»? De este modo, yo
reflexionaba sobre aquello que, dentro de lo inexplicable, me había
más o menos pertenecido merced a obtusos intermediarios, criaturas
disponibles cuyo vacío refleja fragmentos de destinos, mentirosas
modestas y vehementes visionarias. Ninguna me había hecho daño,
ninguna me había asustado. Pero estas dos hermanas tan diferentes…

142
Había almorzado tan poco que me alegré de ir a cenar a un
modesto albergue, de cuya dueña se decía: «Esa mujer gorda que
cocina tan bien». Fue extraño que no encontrara, bajo la suave luz de
sus lámparas, a alguno de aquellos a quienes llamamos «amigos» y
que de vez en cuando, en efecto, son afectuosos. Creo recordar que
con el conde de Adelsward de Fersen coroné mi orgía —buey à
l’ancienne y sidra normanda— con dos horas de cine. Fersen, rubio,
con un tostado de color ladrillo, escribía versos y no se sentía atraído
por las mujeres. Pero estaba tan bien conformado para gustar a éstas
que una exclamó al verlo: «¡Ah! ¡Qué desperdicio de algo tan
bueno!». Intolerante e instruido, tenía un carácter irascible, y escondía
tras sus frecuentes estallidos una timidez básica. Cuando salimos del
restaurante, Gustave Téry acababa de dar comienzo a su tardía cena.
Pero el fundador de L’Œuvre no me brindó más recibimiento que
lanzarme una de sus miradas de búfalo, como cada vez que estaba
harto de polémicas y se sentía acosado. Esférico, con paso ligero, entró
como un cúmulo impulsado por el viento. Si no me equivoco, esa
noche yo reconocía de inmediato a las personas con las que me
cruzaba, pero éstas parecían tener una aptitud singular para
desplazarse y desaparecer. El último encuentro fue con una muchacha
que acechaba a los peatones desde un rincón de la acera, un centenar
de pasos más adelante de donde yo habitaba. No olvidé decirle unas
palabras, así como al gato vagabundo que le hacía compañía. Una luna
amplia y cálida, una luna amarilla de junio, iluminaba mi regreso. La
mujer, de pie sobre su corta sombra, le hablaba al gato Mimine. Sólo
se interesaba por la meteorología, o al menos eso es lo que parecía a
juzgar por sus extrañas palabras. Desde hacía seis meses la veía con un
informe abrigo y un sombrero de alas caídas, con un pequeño penacho
militar, que ocultaba la parte superior de su rostro.
—El tiempo está templado —me dijo a guisa de saludo—. Pero no
hay que creer que esto vaya a durar: la niebla está suspendida a todo lo
largo del río. Cuando está formada por grandes bocanadas aisladas,
como fogatas de hierba, es señal de buen tiempo. Y usted, ¿caminando
como siempre?
Le ofrecí uno de los cigarrillos que me había dado Fersen. Ella se
mantuvo fiel al barrio durante más tiempo que yo, con su sombra

143
acurrucada a sus pies, esta pastora sin ovejas que hablaba de fogatas
de hierba y llamaba río al Sena. Confío en que, desde hace mucho y
para siempre, duerma sola, y sueñe con heniles, con amaneceres que
endurecen el rocío en escarcha, con brumas que se adhieren al agua
que fluye y se deslizan con ella…
El pequeño apartamento que por aquella época yo ocupaba
provocaba la envidia de mis ocasionales visitantes. Pero pronto supe
que no lograría retenerme por mucho tiempo. No era que sus tres
habitaciones —digamos dos habitaciones y media— fueran
incómodas, pero ponían en evidencia los objetos impares que, en otro
entorno, habrían sido pares. No poseía más que uno de los dos
hermosos jarrones de porcelana transformados en lámpara. El segundo
sillón Luis XV, ausente, extendía en otra parte sus delgados brazos
ofreciendo reposo a alguien que no era yo. Mi biblioteca baja esperaba
en vano, y la espera aún, la otra biblioteca baja. Estas amputaciones
mobiliarias sólo me incomodaban a mí, y Rosita Barberet no pudo por
menos que exclamar: «¡Oh, es un verdadero nido!», mientras unía sus
manos enguantadas en un gesto de admiración. Un débil rayo de luz
—Honnorat no estaba aún libre de presiones, y las siete en el péndulo
de Carlos X señalaban con exactitud siete horas después del mediodía
— llegaba hasta mi escritorio, atravesaba una pequeña garrafa de vino
de Lunel y rozaba al pasar un ramito de esas rosas de junio que en
junio, en París, se venden por docenas.
Me alegré de ver de nuevo a Rosita correcta, vestida de negro, con
su lencería blanca en el cuello. La moda de la época gustaba de las
esclavinas cortas cuyos faldones, cruzados por delante, se sujetaban
detrás de la espalda. La señorita Barberet sabía cómo llevar un
sombrero de París, es decir, un sombrero muy simple. Pero parecía
haber repudiado definitivamente los dos pequeños tirabuzones sobre el
hombro. El ala de su sombrero descendía sobre el triste moño en
espiral, símbolo de todas las renuncias, que remataba su pobre nuca
encanecida, y resguardaba su rostro deteriorado por las
preocupaciones. Mientras llenaba para Rosita un vaso de vino de
Lunel, sentí deseos de ofrecerle también carmín para los labios, polvo,
algún afeite reparador…
Comenzó por rechazar el vino de color topacio encendido y los

144
bizcochos.
—No estoy acostumbrada, señora. Únicamente bebo agua con unas
gotas de vino y a veces un poco de cerveza.
—Sólo un trago. Es un vino para niños.
Bebió un trago, lanzó una exclamación, bebió otro más y otro
mientras hacía muecas, pues no había aprendido a ser sencilla salvo en
su interior. Entretanto, admiraba todo lo que su miopía no le permitía
distinguir. Pronto tuvo una mejilla roja y una mejilla pálida, y unas
fibrillas de sangre en sus escleróticas alrededor del azul reavivado de
sus iris. Una mujer madura habría rejuvenecido, pero la señorita
Barberet no era más que una mujer todavía joven madura a destiempo.
—Es un brebaje mágico —dijo con su sonrisa entre comillas.
Como si retomara un parlamento de teatro, suspiró:
—¡Ah! Si ese pobre Eugenio…
Por sus palabras comprendí que no tenía mucho tiempo, y quise
saber cuánto.
—¿Su hermana ha salido? ¿No la espera?
—Le he dicho que le traería las copias y que pasaría también por
casa del señor Vandérem y del señor Lucien Muhlfeld para aprovechar
la salida. Si tiene prisa por cenar, tiene sopa de verduras que quedó de
ayer, una alcachofa cocida y compota de ruibarbo.
—Por otra parte, el restaurante que está a la derecha, bajando por
su calle…
La señorita Barberet sacudió la cabeza.
—No. Ella no sale. Ya no sale nunca.
Sorbió una gota de vino del fondo de su vaso y luego cruzó con
decisión los brazos sobre mi escritorio, justo delante de mí. El
declinante sol se detuvo un momento sobre los rasgos de su cara, a
medias caliente, a medias fría, y sobre un broche de turquesa que
cerraba su cuello. Quise acudir en su ayuda y evitarle los preámbulos.
—Le confieso, Rosita, que ayer no comprendí bien lo que usted
me contó…
—Ya me había dado cuenta —dijo con una ruidosa risita—.
Primero creí que se burlaba un poco de mí. Una persona tan instruida
como usted… Para decirlo en pocas palabras, mi hermana está a punto
de hacer que muera su marido. Por la memoria de mi madre, señora,

145
que va a matarlo. Han pasado seis lunas y se acerca la séptima, que es
la luna fatal. El pobre desgraciado sabe que está convocado; además,
ya tuvo dos accidentes, de los que se recuperó por completo, pero de
todos modos es un handicap que lo coloca en un estado de menor
resistencia y que le hace más fácil la tarea a ella…
En el primer aliento habría sobrepasado las cien palabras, si su
precipitación y, sin duda, el calor del vino no le hubieran estrangulado
un poco la voz. Aproveché su acceso de tos:
—Señorita Rosita, una sola pregunta. ¿Por qué querría Délia hacer
morir a su marido?
Ella levantó las manos como si quisiera indicar que no se sentía
responsable y que era impotente.
—¡Ah! En cuanto a eso, ¡vaya uno a saber la verdadera razón! Son
las razones habituales entre un hombre y una mujer: tú ya no me
quieres y yo aún te quiero, y tú quieres mi muerte, y vuelve te lo
suplico, y querría verte en el infierno…
Lanzó un violento «¡ah!» e hizo una mueca.
—Si todas las parejas que no se entienden terminaran en
homicidio, mi pobre Rosita…
—¡Pues claro que lo hacen! —se irritó—. ¡No tienen reparos en
hacerlo!
—No son más que unos pocos casos de la crónica de sucesos.
—Porque sucede en familia. Por lo general, no se detiene a nadie.
Se habla un poco en el barrio. ¡Vaya a buscar los vestigios! Las armas
de fuego y los venenos están pasados de moda. Mi hermana lo sabe
muy bien. Y la confitera de abajo, ¿qué hizo acaso con su marido? Y
el lechero del 57, ¿no es bastante curioso que se haya quedado dos
veces viudo?
Su precioso vocabulario de vendedora distinguida se desmigajaba,
y adelantaba el mentón como una gárgola. De un manotazo, echó
hacia atrás el sombrero que le apretaba la frente. Me desagradó tanto
como si se hubiera sujetado la liga en el muslo sin excusarse.
Descubrió una amplia frente que yo nunca había observado en toda su
extensión, con los costados biselados, por donde yo imaginaba que
debían de escaparse las confidencias, los secretos, peligrosos o no. Sin
embargo, no me atreví a encender enseguida la lámpara.

146
—Rosita —dije con seriedad—, ¿acostumbra usted decir… lo que
acaba de decirme… a cualquiera?
Clavó con franqueza su mirada en la mía.
—Se burla usted, señora. ¿Habría acudido tan lejos si hubiera
tenido cerca a alguien que mereciera mi confianza?
Le tendí la mano y ella la cogió. Sabía apretar la mano, con
firmeza, cálidamente, y sin prolongar el apretón.
—Si cree que Délia le causa daño a su marido, ¿por qué no intenta
usted compensar ese mal, puesto que le desea el bien, según creo, al
menos, a Eugenio Essendier?
Me miró desanimada.
—¡No puedo, señora! Sería necesario que hubiera habido amor
entre Eugenio y yo. ¡Y nunca lo hubo! ¡Nunca lo hubo, nunca!
Sacó de su bolso un pañuelo y lloró, cuidando de no mojar su
pequeño cuello almidonado. Creí haber comprendido todo. «Claro,
claro, los celos…» De inmediato, las acusaciones de Rosita —y ella
misma— se me hicieron sospechosas, y giré la llave de mi lámpara.
—¿No me estará despidiendo, señora? —preguntó con ansiedad.
—En absoluto, en absoluto —dije con poca firmeza.
La verdad es que me costaba soportar, bajo la potente luz de la
lámpara, su rostro con los ojos enrojecidos, su sombrero echado hacia
atrás como el de una mujer ebria. Pero Rosita apenas había comenzado
a hablar.
—Eugenio nunca se habría interesado por mí —dijo con humildad
—. Si se hubiera interesado por mí, incluso una sola vez, estaría en
condiciones de luchar contra ella, ¿comprende?
—No, no comprendo. Como ve, tengo mucho que aprender. ¿Le
atribuye usted tanta importancia al hecho de haber…, de haber
pertenecido a un hombre?
Cruzó los brazos sobre la mesa y tendió la cabeza hacia mí de un
modo casi provocador:
—¿Y usted? ¿No se lo atribuye?
Preferí reír.
—No, no, Rosita. Por desgracia, no soy tan frívola. Pero tampoco
creo que eso constituya un lazo, que quedemos marcadas…
—¡Bueno! Se equivoca, simplemente. La posesión le da el derecho

147
de llamar, de convocar, como se dice. ¿Usted nunca «llamó» a nadie?
—Sí —dije riendo—. Pero debía de ser sordo. No me respondió.
—Porque usted no llamó lo suficiente, por las buenas o por las
malas. Mi hermana sí que llama. Si usted la viera… Está irreconocible.
Hace un buen trabajo, puedo asegurarle.
Se quedó en silencio y, por unos instantes, dejó visiblemente de
pensar en mí.
—Pero a él, a Eugenio, ¿no puede advertirle?
—Le he advertido. Pero Eugenio es un escéptico. Me dijo que
tenía bastante con una chiflada, que la segunda chiflada le haría un
favor dejándolo en paz. Tiene bolsas bajo los ojos y está del color de
la manteca. De cuando en cuando tose, pero no del pecho; tose por
palpitaciones del corazón. Me dijo: «Lo único que puedo hacer por
usted es prestarle Fantomas. Es exactamente lo que le interesa…». Lo
que prueba —añadió la señorita Barberet con una amarga sonrisa—
que los hombres más inteligentes pueden razonar como imbéciles.
Confundir las historias fantásticas con cosas tan verdaderas…, con
manejos tan criminales…
—Pero, ¿de qué manejos habla? —prorrumpí.
La señorita Barberet desplegó sus gafas y se las puso, bien caladas
en las magulladuras oscuras que aquéllas habían marcado a cada lado
de su transparente nariz. Su mirada se fijó con precisión; recuperó su
seguridad y una expresión escrutadora.
—¿Sabe usted —murmuró— que nunca es demasiado tarde para
llamar? ¿Comprende que se puede llamar por las buenas o por las
malas?
—Lo sé porque usted me lo ha explicado.
Empujó mi lámpara un poco hacia un lado y se inclinó aún más
hacia mí. Estaba acalorada, y nada me resulta tan penoso como el olor
humano, a menos que lo encuentre —cosa bastante poco usual—
embriagador. Para colmo, repetía en el aliento el vino al que no estaba
habituada. Quise ponerme de pie, pero ella ya había comenzado a
hablar.
Lo que no está escrito en ninguna parte, salvo por manos torpes en
cuadernos escolares, o en papel gris cuadriculado, delgado, plegado y
cortado, amarillento en los bordes y cosido con hilo de algodón rojo;

148
lo que la bruja legó al curandero, que el curandero vendió a la que
padece obsesiones de amor y que la obsesionada cedió a alguna otra
mujer presa de una maldición; lo que la credulidad y la memoria
mancillada de una joven pura pueden recoger en los antros que una
insondable ciudad alberga entre una sala moderna de cine y un bar-
express; todo eso oí de labios de Rosita Barberet, transmitido a ella y
alabado por viudas victoriosas, esposas lúbricas, novias abandonadas y
atentatorias: las desenfrenadas fantasías de las mujeres solas…
—… Se dice un nombre, únicamente el nombre, cien veces, mil
veces el nombre de la persona… Por lejos que ésta esté, acaba por
oírlo. Sin comer, sin beber, todo el tiempo que se pueda soportar, se
dice el nombre, ninguna otra cosa más que el nombre. ¿Recuerda un
día en que Délia se sintió mal? De pronto sospeché… En nuestro
barrio hay muchos que repiten el nombre…
Murmullos, una fe estúpida e incluso una costumbre del barrio…
¿Eran ésas las fuerzas, los filtros que consiguen el amor, deciden sobre
la vida y la muerte, hacen mover a esa altiva montaña que es un
corazón indiferente?
—Un día en que usted llamó y mi hermana estaba tendida en el
suelo detrás de la puerta…
—Sí, lo recuerdo. Usted me preguntó: «¿Es usted, Eugenio?».
—Ella me había dicho: «Rápido, rápido, él viene, lo siento, rápido,
cuando entre tiene que pasar sobre mí, ¡es muy importante!». Pero era
usted.
—Era yo, simplemente.
—Se quedó acostada allí, aunque usted no lo crea, más de dos
horas. Y un poco después, volvió a lo de las puntas. Los cuchillos, las
agujas de bordar… Es algo muy conocido pero muy peligroso. Si no
se posee fuerza suficiente, las puntas pueden volverse en contra de
uno. ¿Pero cree usted que a ésa le va a faltar fuerza? Si yo llevara la
vida que ella lleva, ya estaría muerta; yo no tengo ningún apoyo.
—¿Y ella sí lo tiene?
—Por supuesto. Siente odio. Eso la alimenta.
Esta Délia tan joven, hermosa con una hermosura un poco
arrogante, con la suave mejilla que apoyaba en mi mano… Era la
misma que jugaba con veinte pequeños rayos brillantes que ella

149
deseaba que fueran mortales, y con sus agudas puntas trazaba flores de
perlas…
—… Pero no bordó más bolsos. Trabajaba con las agujas, les
ensuciaba las puntas…
—¿Cómo ha dicho?
—Digo que las ensuciaba sumergiéndolas en una mezcla.
Y Rosita Barberet se internó por el camino, sembrado de
desperdicios, al que son arrastrados los que practican una magia
innoble. Lo recorrió sin pestañear, sin omitir una sola palabra, pues la
capacidad de sentir aversión no es una virtud femenina. No permitió
que yo ignorase de ningún modo a qué se sometía su hermana —la
misma que amaba las cerezas frescas— con la esperanza de causar
daño. Era muy joven, con uno de esos cuerpos un poco menudos que
los brazos de un hombre estrechan con facilidad y, bajo unos negros
cabellos rizados, la palidez que un amante anhela colorear de
púrpura…
Felizmente, la narradora cambió de dirección, se puso a hablar sólo
de la muerte, y yo respiré. La muerte no es nauseabunda. Discurrió
sobre la muerte inminente de ese pobre Eugenio, que se parecía tanto a
la muerte del marido de la confitera… ¿Y el farmacéutico, que estaba
todo negro cuando murió?
—… Tiene que reconocer, señora, que el hecho de que a un
farmacéutico le ajuste las cuentas de tal modo su mujer, ¡es el mundo
al revés!
Lo reconocí plenamente. Incluso, con una cierta complacencia.
¿Qué podían importarme el farmacéutico y el desgraciado marido de la
confitera? Lo único que yo esperaba de la minuciosa narradora era una
última imagen: Délia, que llegaba a la encrucijada donde se
encuentran, entre vapores aportados por la ilusión de cada una, las
servidoras del pie hendido…
—Bien, ¿y el diablo, Rosita?
—¿Qué diablo, señora?
—El diablo puro y simple, supongo. ¿Acaso su hermana le da un
nombre en particular?
Un honesto asombro se pintó en el rostro de Rosita, y sus cejas se
elevaron hasta lo alto de su amplia frente.

150
—Pero, señora, ¿de qué está hablando? El diablo es para los
imbéciles. El diablo, imagínese…
Se encogió de hombros y, tras las gafas, lanzó una mirada
desafiante al desacreditado Satanás.
—¡El diablo! Admitiendo que exista, ¡echaría todo a perder!
—Rosita, me recuerda usted ahora a una joven mujer que decía:
«El buen Dios, ¡qué embuste! Pero nada de bromas en mi presencia
sobre la Virgen María…».
—Cada uno tiene sus propias ideas, señora. ¡Dios mío! ¡Las ocho
menos diez! Ha sido usted muy amable al recibirme —suspiró, con un
tono que revelaba su decepción.
Pues yo no le había ofrecido ni ayuda ni complicidad. Volvió a
colocarse —por fin— el sombrero sobre la frente. Justo a tiempo,
recordé que no le había pagado su último trabajo.
—¿Quiere un sorbo de Lunel antes de ponerse en camino, señorita
Rosita?
Involuntariamente, al tratarla otra vez de «señorita» la apartaba de
mí. Bebió de un trago el dorado vino y la felicité por ello.
—¡Oh! Tengo la cabeza firme —dijo.
Pero, como se había quitado las gafas, me buscaba con una mirada
vaga y, al salir, tropezó con el marco de la puerta y le hizo un leve
gesto de disculpa.
Una vez que se hubo ido, el aire de la noche irrumpió en la
habitación. Suponiendo que la exasperación en que su visita me había
sumido era auténtica fatiga, cometí la equivocación de acostarme
temprano. Mis sueños se resintieron por esa causa y, a través de ellos,
supe que aún no estaba libre de las dos hermanas enemigas —ni de
otro recuerdo—. Mi sobresaltado sueño respetaba unas veces mi
auténtica personalidad, y me identificaba en otras con Délia. Tendida a
medias como ella en nuestro sofá cama, en la parte sombría de nuestro
dormitorio, yo «convocaba» con un reclamo poderoso, pronunciando
un nombre mil veces repetido, a un hombre que no se llamaba
Eugenio…
El amanecer me encontró empapada en esas lágrimas abundantes
que vertimos durante el sueño, y que siguen brotando cuando,
despiertos, ya no sabemos retroceder hasta su fuente. El nombre mil

151
veces repetido se desvanecía, perdía su virtud nocturna. Le dije adiós
en mi interior, rechacé su eco empujándolo hacia el pequeño
apartamento donde había sufrido con gusto, y que ahora abandonaba a
otras existencias femeninas, sofocadas, audaces, apasionadas por los
conjuros, que sabían cómo instalar el maleficio entre las tareas
cotidianas y el cine del sábado, entre la colada de la ropa y los
escalopes fritos…
Cuando aquella corta noche llegó a su fin, me prometí no subir
más la colina parisiense de calles abruptas y bulliciosas. El porte
furtivo de Rosita, su graciosa manera de caminar apoyando apenas sus
delicados pies, y los dos pequeños tirabuzones de cabello que
jugueteaban sobre su hombro, todo lo convertí en recuerdo de un día
para otro. Con aquella Délia que no quería que la llamaran Adèle tuve
un poco más de trabajo. Tanto que, cuando ya habían transcurrido
unos quince días, intenté cruzarme accidentalmente con ella. Una vez,
la vi hurgando entre unos retales cerca de la puerta de una gran tienda
y, tres días después, la encontré comprando pastas en una tienda de
comestibles italiana. La hallé pálida y disminuida como una
convaleciente que ha salido demasiado pronto, con un color nacarado
bajo los ojos y sumamente bonita. Un mechón de cabellos, sobre su
frente, le rozaba las cejas. En lo más profundo de mí algo indecible se
agitó y habló en su favor. Pero no respondí.
Otra vez la vi de espaldas y alcancé a reconocer su andar. Íbamos
por la misma acera y tuve que disminuir el ritmo de mi marcha para no
adelantarme. Pues ella avanzaba con pasitos cortos, hacía de tanto en
tanto una pausa, como si estuviera sin aliento, y reanudaba su paso.
Por fin, un domingo en que volvía con Annie de Pène del mercado de
las pulgas y que, cargadas de tesoros tales como lámparas de opalina y
platos de Rubelles, descansábamos bebiendo una limonada, vi a Délia
Essendier. Llevaba un vestido cuyo negro, a la luz del sol, se tornaba
violeta, como le sucede a las telas teñidas. Se detuvo no muy lejos de
nosotras, en un puesto de frituras ambulante, se hizo llenar un gran
cucurucho con ellas y las comió con apetito. Luego se quedó de pie
por unos momentos con aire indolente. El sombrero que llevaba hacía
recordar, por su forma, los capuchones del Renacimiento y, por debajo
del pequeño mentón romano de Délia, cruzaba la venda de crespón

152
blanco de las viudas.

153
Contrato matrimonial

GEORGE EGERTON

En la parte trasera de una casa, construida recientemente con otras


más y un poco a la ligera en un elegante barrio, dos albañiles están
levantando una pared de ladrillo de color ocre. Detrás de ellos se ven
los restos de un inmenso y antiguo jardín. Sólo la vigencia del arriendo
lo libra de las garras de los especuladores. Hay un manzano cubierto
de flores, y, sobre el césped, un magnífico olmo, derribado por
hallarse en el límite de una «parcela deseable»; por los rincones más
inesperados crecen hermosos arbustos y una adelfilla se esfuerza por
enrojecer sus bayas en medio de un montón de escombros vertidos por
los porteros. En el césped pisoteado yacen una urna de granito,
fragmentos de un escudo hábilmente esculpido, una mano con
armadura y un casco de caballero, reliquias de alguna antigua casa
bien, derribada para hacer sitio al creciente número de gente
acomodada. La carretera de enfrente está apenas comenzada, y las
pulcras carretas de los carniceros se hunden en el fango blando
mezclado con el rojo polvo de ladrillo, cristales rotos y virutas; sin
embargo, muchas de las casas están ocupadas, y el indomable hollín
londinense ha conseguido ya que algunas de las cortinas «artísticas»
baratas se vean sucias. Una placa de latón de la Compañía de Seguros
Prudential adorna la verja de Myrtle House; y otra de la Escuela
Universitaria Femenina, la de Evergreen Villa. En el frente del patio
vallado y adornado con vidrieras de colores de tres ostentosas casas
que dan sobre Gladstone, Cleopatra y Lobelia, pueden leerse, en letras

154
ornamentales, los nombres de Victoria, Albert y Alexandria. Una
gente se muda al número 26 al son del martillo de los carpinteros del
27, y una serie de cochecitos de niños, paseantes y fox terriers de
dudoso pedigrí obstaculizan los movimientos de los hombres que
llevan la caldera de la cocina al 28.
Uno de los dos hombres, bajo, de aspecto fuerte y de unos
cincuenta años, de cabello entrecano y una barba castaña de cuatro
días en su pronunciada barbilla, silba Barbara Allen suavemente,
mientras aplasta con cuidado el ladrillo y recoge el cemento sobrante
de las junturas. El otro, alto y moreno, un hombre grandote con el
labio inferior caído, unos ojos bonitos, pero perversos, y una voz
musical, dirige su mirada al camino que lleva a una calle lateral.
—Aquí viene la dama propietaria de esta envidiable casa. Quiero
que me preste una jarra. ¡Eh, señora! ¡Que me jodan si no está más
borracha que una cuba! Mírala, Seltzer, ¿no es una preciosidad? ¿No
es un modelo de mujer de un tío decente? Me pone malo. ¡Eh, para,
quieta! ¡No sabe dónde está! —dice riéndose.
Pero la mujer, que recorre el camino haciendo eses y con paso
vacilante, ni ve ni oye; está más allá de todo eso. Tantea el camino
hasta la puerta trasera de la casa contigua y, balanceándose sobre sus
pies, intenta encontrar el bolsillo de su falda. Le falta mucho para
cumplir los treinta y posee una figura bien desarrollada. Lleva los
pliegues de la parte posterior de la falda desgarrados y colgando, y se
le ve la enagua rayada; la chaqueta es de buen género, con ribetes de
seda, pero está llena de polvo y manchada con yeso. Tiene la cara
congestionada y sucia, y un escaso flequillo de un castaño dorado le
sale disparado de la pálida frente. El sombrero le cae de lado; el reloj
se balancea de un lado a otro en el extremo de una gruesa cadena de
oro, y los botones de su chaleco de punto se abren de par en par en el
lugar donde se sujeta el seguro; lleva una cesta en el brazo izquierdo.
Se agarra a la pared y rebusca torpemente la llave, mascullando algo
ininteligible, y tratando con todas sus fuerzas de mantener los ojos
abiertos. El hombre alto la observa sin ocultar su repugnancia, y le
suelta una grosería. El hombre de pelo cano deja la paleta y,
limpiándose las manos en el delantal, se dirige hacia ella.
—¿Buscando la llave, señora? Permita que la ayude; ¡cuatro ojos

155
ven más que dos!
—No la encuentro. Soy una mala mujer… una mala mu… jer —
dice ella, sacudiendo la cabeza con aire solemne, con los párpados
caídos y las pupilas dilatadas.
Mientras tanto, él ha buscado en su bolsillo y ha abierto la cesta —
que está vacía, salvo una novelita rosa y unas cuantas grosellas
salvajes en una bolsa de papel—. Menea su cabeza de un lado a otro y
se dice a sí mismo: «¡Se ha quedado sin compra!».
—Aquí no está, señora. ¿Está segura de que la llevaba?
Ella asiente estúpidamente tres veces.
—¿Tiene la llave de la puerta principal? —pregunta el otro.
Ella frunce el entrecejo, hace ademán de levantarse la falda para
mirar en el bolsillo de la enagua y se tambalea.
—Espere, señora, espere —dice el hombrecillo, cogiéndola al
vuelo—. Usa tus largas piernas para saltar el muro, compañero, y mira
si puedes hacer que entre —agrega, dirigiéndose a su compañero.
El otro asiente. Se oye girar la llave en la cerradura desde dentro y
el hombre se asoma a la puerta.
—Se ha llevado la llave y la ha perdido, esto es lo que ha hecho.
Es una buena persona; una chica muy trabajadora, sí, señor —y,
cogiendo la paleta y un ladrillo, se pone a cantar con una dulce voz de
tenor.
El hombrecillo la ayuda a entrar en la casa; atraviesan el pasillo y
llegan al salón. Le desata las cintas del sombrero, le saca la chaqueta y
la sienta en un sillón.
—¡Duerma un poquito y se sentirá bien!
Ella le agarra la mano de manera ridícula y se le llenan los ojos de
lágrimas.
—¡Déjeme, señora, déjeme, y duerma un poquito!
Se detiene en la cocina y mira a su alrededor. Está muy bien
amueblada; en la mesa, las cosas del desayuno están sin lavar sobre la
bandeja: porcelana elegante, servilletas y tapetes, todo hecho un lío.
Sacude la cabeza, pone carbón en la cocina, cierra la puerta con
cuidado y vuelve al trabajo.
—¿Qué? ¿Has metido a la bella en la cama? —dice el hombre
grandote riendo—. Prefiero que sea de Jones antes que mía. ¡Eligió

156
una bonita madre para sus hijos, sí, señor! Sí, los tres mocosos que han
salido hace un rato son de él.
—El tipo debe de tener dinero —dice el hombrecillo—. Es una
casa muy bonita y muy bien decorada: piano, alfombras, cómodas con
espejos.
—¡Oh, Jones está bien situado! Es un tío listo, ese Jones. Sólo que
tiene un genio de mil demonios. Durante casi veinte años trabajó de
camarero en el Buckingham; acepta apuestas y siempre está en todo.
Mira, conozco a Jones desde que era un chiquillo; su primera mujer
era una especie de prima de la mía, una mujer lista también. Cogió a
ésta porque pensó que les sacaría más dinero a los inquilinos porque
ella es una cocinera de primera y él había comprado la casa con
hipoteca, y además sería la madre de sus hijos. Pero con ella los
inquilinos no aguantarán, y ¡buena está para los niños! ¡Si fuera mía
—dijo, colocando un ladrillo—, le partiría la cara!
—¡Tal vez no! —le dice el hombrecillo—; es decir, si la
comprendieras. Y si no es culpa suya, ¿qué?
—¡Si no es culpa suya! ¿De quién es entonces?
—No estoy en condiciones de contestar eso, porque no conozco las
circunstancias; pero podría ser que le viniera de familia.
—Vaya, me dejas pasmado. Había oído decir —continúa,
mostrando toda su blanca dentadura en una sonrisa— que las patas de
palo se heredaban, pero jamás había oído decir lo mismo de la ginebra.
—Se ve que no eres un hombre leído —dice el hombrecillo, con
un dejo de superioridad—. Antes yo pensaba igual. Mi mujer bebe.
(Lo dice como mencionando un hecho sin importancia que no requiere
comentario alguno.) Entonces cayó en mis manos un libro sobre
«herencia», lo que pasa de padres a hijos, ¿sabes?, y me puse a
investigar cosas sobre su familia. Me lo tomé muy en serio, ya lo creo;
quería ser justo con ella. Y entonces me dije: «Sam, no puede hacer
nada, es como el color de su cabello», que era rubio como el oro
iluminado por el sol. Su abuelo bebió hasta que se murió y su mujer
crió a la madre de mi mujer para trabajar de criada —fue cocinera en
un hotel de Aylesbury—. Bueno, se casó con el limpiabotas; habían
ahorrado un poquillo y se compraron un hostal con tierras y un huerto
y esas cosas, y les fue bien por un tiempo. Entonces él se dio a la

157
bebida. Nunca he podido averiguar la historia de su familia; a lo mejor
tampoco era cosa suya. Era un Weller, y ella siguió sus pasos al poco
tiempo, lo cual, teniendo en cuenta la historia de su padre, era de
esperar. Mi mujer me explicaba que muchas noches ella y su hermano
tenían que esconderse en el huerto. Bueno, rompieron y a él le llegó el
aviso de que tenía que dejar la casa, y ¿qué hace? Pues se cuelga del
sauce que había junto al pozo, y cuando ella va a buscar un cubo de
agua se lo encuentra. Aquello la hizo beber más que nunca, y luego se
quedó de repente en un derrame cerebral. Unas señoras se llevaron a
los niños y los pusieron en una escuela. (Mientras habla, trabaja
concienzudamente.) Pues bien, un fin de semana largo de Pentecostés,
hace veintiocho años, fui con un compañero mío a ver a un tío suyo
que tenía una granja de patos y la vi. Estaba más guapa que nunca y
había tanta diferencia entre ella y las chicas de la ciudad como entre la
leche fresca y el agua con yeso. A mí me iban bien las cosas, eran
mejores tiempos; tenía tres oficios, y cuando uno flojeaba trabajaba en
otro. Fui a trabajar allá y salimos juntos y nos montamos la casa y nos
casamos y fui todo lo feliz que se puede ser durante seis años.
Entonces nuestro hijo mayor se quemó estando ella fuera de casa y lo
llevaron al ambulatorio, pero se murió al cabo de una hora, y cuando
fuimos a buscarlo estaba envuelto en vendajes blancos como una de
las momias del Museo Británico. A mi mujer la afectó mucho, pues no
parecía reconocerlo de ninguna manera. Y fue después de aquello
cuando me di cuenta de que había empezado con las copas. Al
principio, me enfadé muchísimo; incluso una vez le puse un ojo
morado. Pero luego cayó en mis manos aquel libro —siempre me ha
gustado leer— y me enteré de cosas de su familia y vi que ella no
podía evitarlo. Fue cada vez peor y después de dos años vinimos a la
ciudad; me moría de vergüenza. Entonces fuimos a ver a mi anciana
madre, que vivía en Kent con una hermana viuda, y le dije enseguida:
«Madre, tienes que quedarte con los chicos. No quiero que caiga la
maldición sobre ellos y no voy a dejar que se estropeen»; y se los llevé
y le enviaba dinero regularmente, tanto en las buenas épocas como en
las malas. Al principio, ella se puso como una fiera, y le di una
oportunidad; la llevé a verlos y le dije: «Deja la bebida, mujer, y los
tendrás otra vez en casa». Lo intentó, lo creo de veras, pero te aseguro

158
que no podía, lo llevaba en la sangre, como el color de su piel.
Entonces dejé la casa. Cuando le coge muy fuerte empeña todo para
conseguir alcohol; yo empeño mis propias cosas los lunes por la
mañana y las saco el sábado por la noche, para tenerlas a salvo. La
patrona se cuida de las suyas y así a ella no le queda mucho de que
disponer. Yo no puedo soportar el alcohol, pero tampoco me va el
pegar sermones sobre el tema; y por eso me llaman Sam el Seltzer, y
por eso me compro la comida en la calle. —El hombrecillo continúa
colocando los ladrillos cuidadosamente uno encima de otro. —Esta
mañana le has soltado un par de gruñidos a tu señora porque llegaba
un poco tarde, y yo he pensado que tenías una gran suerte de que ella
viniera a traértela, guapa y limpia. ¡Hace veinte años que no me traen
la comida en una fiambrera!
Se produce un silencio. El hombre corpulento parece pensativo y
dice de repente:
—Bueno, yo no podría hacerlo, yo no podría; es todo lo que te
digo. ¿Por qué no la metes en algún sitio?
—Ya lo hice, pero, Dios mío, no fue nada bueno. Siempre estaba
pensando que se quemaría, o que se caería por la calle y la llevarían en
camilla al hospital y los niños irían detrás diciendo: «¡fiambre!», y no
podía dormir pensando en todo esto, así que la fui a buscar. Fuimos
muy felices durante seis años y es más de lo que muchos tipos tienen
en toda su vida y —agrega con una extraña timidez— fue la única
mujer que me importó desde el primer momento en que la vi con un
ramillete de amapolas y de aquella hierba que llaman «colas
ondulantes», tan guapa como en un cuadro. Y no me casé con ella
porque supiera cocinar, ésa no es ninguna razón para casarse con una
mujer y menos para mí. Y no querría que los chicos —los llamo
chicos, pero, que Dios los bendiga, ya están creciditos y les va bien—,
no querría que pensasen que había sacado de casa a su madre. No —
agrega, dando una fuerte paletada de cemento—, su destino es mi
destino, ¡y no soy el tipo de tío que saca a patadas a la mujer por algo
que ella no puede evitar de ningún modo! —concluye, colocando otro
ladrillo encima del último y recogiendo el cemento sobrante.
El hombretón se restriega los ojos con el reverso de la mano y dice
tragando saliva:

159
—¡Chócala, compañero! ¡Qué diablos, no sé si decirte que eres un
maldito arcángel o un maldito blandengue!

La mujer sigue repantigada tal como la han dejado, con los pies
medio salidos de las botas a medio abrochar y las manos colgando. El
sol se filtra en la habitación y, en la sala de estar del piso de arriba, un
reloj toca las cuatro con toda precisión. Una mujer que está sentada
escribiendo en una mesa entre dos ventanas alza la vista con un
suspiro de alivio, y se humedece los labios resecos. En el suelo, junto a
ella, hay una pila de hojas manuscritas con apretada caligrafía; va
tirando las páginas a medida que las termina.
Escribe por dinero, porque debe, porque es el instrumento de que
dispone para abrirse camino. Está nerviosa, agitada; le parece que cada
uno de sus dedos tiene una terminación nerviosa ardiendo en la yema.
Ha tirado a un lado las pantuflas porque le duelen los pies, y ahora está
escribiendo febrilmente, porque las pasadas semanas estuvo
experimentando la agonía de una etapa estéril, en la que su cerebro
parecía tan árido como una llanura de arena y su imaginación no daba
flor alguna; en su desesperación, sintió como si sus emociones la
hubieran dejado vacía y acribillada, y lloró por su esterilidad mental.
Le ha llegado la medida de su éxito y su público espera; ¿qué
sucedería si no tuviera nada que ofrecerles? Esa idea la ha consumido,
le ha susurrado en sueños por la noche, le ha robado el sabor de la
comida durante el día. Pero aquella mañana, una idea apareció y
creció, creció de un modo maravilloso, y ella estuvo trabajando desde
muy temprano. Su patrona se olvidó de subirle el almuerzo y ella no se
dio cuenta de la omisión, pero ahora siente que su débil cuerpo se
rinde al cansancio; terminará el capítulo y comerá algo. Ha oído unas
pisadas en el piso de abajo. Escribe hasta que toca la media, tira la
última hoja de papel con un suspiro sollozante de alivio. Toca la
campanilla enérgicamente y espera paciente. Nadie responde a su
llamada. Vuelve a llamar: oye un estruendo abajo, como de porcelana
contra el suelo, y un pesado cuerpo que se desploma con un ahogado
gemido. Tiembla, escucha y luego desciende.
La mujer se ha caído en el umbral de la puerta del salón. A su lado
hay una mesita, cristales rotos y flores de cera desparramadas. Cuando

160
oye los suaves pasos oculta su rostro.
—¿Se ha hecho daño? ¿Necesita ayuda?
La levanta, la ayuda a ir hasta su dormitorio y a tumbarse en la
cama deshecha, y se dirige a la cocina. Una mirada de fatigado hastío
cruza su rostro cuando mira la porquería de la mesa. Oye que llaman a
la puerta trasera y va a abrir. Tres niños miran con curiosidad y cautela
al interior, niños londinenses de mirada despabilada y conocimiento
precoz de los aspectos más oscuros de la vida. Entran de la mano. El
mayor indica a los otros que se sienten, desaparece por el pasillo y
escudriña por la rendija de la puerta; luego vuelve con expresión
satisfecha y hace un gesto de asentimiento a los otros.
—Me temo que vuestra madre no está bien —dice la mujer con
timidez, pues los niños la ponen nerviosa.
Tres pares de ojos la examinan con atención para comprobar si es
sincera.
—¡Nuestra madre está en el cielo! —dice el chiquillo, como
repitiendo una fórmula—. ¡Ésta es nuestra madrastra, y está borracha!
—¡Johnny! —llama la mujer desde la habitación.
El rostro del niño se endurece, frunciendo sombríamente el
entrecejo, y ella advierte que levanta la mano en un acto reflejo como
para esquivar un golpe y que a los pequeños les cambia el color de la
cara y se aprietan unos contra otros. Él se dirige a la madrastra… y se
oye un murmullo de voces.
—¡Dice que tengo que prepararle el almuerzo! —dice cuando
vuelve a aparecer, y atiza el mortecino fuego—. ¿No ha tomado nada
desde la mañana?
Ella esquiva la respuesta preguntando:
—Y vosotros, niños, ¿habéis comido algo?
—Nos hemos llevado pan —dice, abriendo un monedero—. ¡No
hay nada y padre le dio medio soberano esta mañana!
—Te daré algo de dinero si vienes arriba, y luego podrás
prepararme el almuerzo.
El chiquillo es hábil, posee una agudeza precoz y utiliza la treta de
dirigir hacia arriba los ojos sin variar la postura de la cara. La hace
sentirse incómoda, de modo que se queda aliviada cuando ha tomado
su almuerzo y se ha librado de él. Está inquieta, perturbada, y

161
comprende que eso significa mudarse de nuevo. ¡Qué dura es la vida
de la mujer que trabaja! Está tan sola. El silencio la oprime, la casa
parece estar llena de susurros; no puede sacarse de encima ese extraño
sentimiento. Lo experimentó la primera vez que entró en ella; las
habitaciones eran bonitas y las alquiló, pero esa sensación no la
abandonaba.
Se pone el sombrero y sale a la calle a medio asfaltar. Camina
hasta una avenida iluminada. A lo largo de la acera se alinean los
carros de los vendedores ambulantes; maridos y mujeres con el
inevitable cochecito de bebé miran los precios de las mercancías; las
muchachas pasean cogidas del brazo, devolviendo al pasar la mirada o
la broma de los muchachos. Los acentos de los peatones, las voces
estridentes de los vendedores, los trompicones de la gente la irritan; se
da vuelta con lágrimas en los ojos. Su soledad le duele en lo más
hondo y decide afiliarse a un club femenino: cualquier cosa para huir
de ella. Se detiene cerca de la puerta para buscar la llave y advierte la
presencia del niño junto a la entrada lateral. Este retrocede ocultándose
en la sombra al verla. De pie junto a la ventana, ella mira al exterior, a
la lóbrega noche estival. Se acerca un hombre silbando por la calle y el
niño corre a su encuentro. Ve cómo se inclina para escucharlo mejor y
luego entran en la casa. Enciende la luz de gas e intenta leer; la aterran
las escenas que sabe que se producirán, y tiembla cuando la puerta de
abajo se cierra de golpe y oye el eco de las pisadas que recorren el
pasillo.
Se oye el gruñir apagado de la voz del hombre y las respuestas de
la mujer; luego, ambas voces van elevándose discordantemente, un
chillido ahogado y una ruidosa caída, pisadas por el pasillo, un
portazo, y ambos levantan la voz discutiendo, con la voz del chiquillo
entremezclándose. Un golpe, ruido de porcelana y cristales rotos.
Silencio. Se ha quedado sin aliento de pura excitación; un forcejeo en
el pasillo rompe la calma: va a echarla a la calle. Algo se arrastra,
empujones, los pies rascan contra el suelo, el desafiante «no te
atreverás, no te atreverás» de la mujer, en respuesta a sus masculladas
amenazas. Va a lo alto de las escaleras y grita:
—¡No le haga daño, espere hasta mañana para razonar con ella, no
le haga daño!

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—¡Razonar con ella, señora! No hay forma de razonar con las de
su calaña; echarla es la única manera. ¿No, no? ¡Bestia borracha!
El hombre y la mujer forcejean en el pasillo; el chaleco de ésta se
desgarra a la altura del pecho y el pelo se le suelta. Pierde el equilibrio
y se cae, mientras él la arrastra hacia la puerta. Ella se agarra a las
sillas, al paragüero, y los hace caer al suelo; y la mujer, que lo observa
todo, corre escaleras arriba y entierra su rostro en los cojines del sofá.
Luego se oye un portazo y la mujer que llama desde afuera y golpea la
puerta y chilla. Se abren las ventanas y se asoman cabezas; entonces el
chiquillo la deja entrar y parece que se abre una tregua.
A la mañana siguiente, una interina le lleva el desayuno y hasta la
hora del almuerzo ella no aparece. Lleva una bata limpia de color
rosado y el cabello muy bien peinado; su piel tiene un tono rosado y
blanco, pero tiene los ojos hinchados, una moradura en la sien y un
profundo arañazo en una mejilla. Mantiene la cabeza inclinada con
aire hosco y trastea con las cosas del almuerzo. Luego, se le acerca y
se queda de pie con los ojos fijos en el suelo; la luz de la ventana que
tiene a su espalda hace brillar la pelusa dorada que tiene en la parte
trasera de su recio cuello.
—Siento lo de ayer, señora, estuve muy mal; pero no se irá,
¿verdad? No volveré a hacerlo. Descuéntelo del alquiler, pero
perdóneme. ¿Lo hará, señora?
Está violenta y se sonroja; su rostro gesticula de un modo que tal
vez parece peor porque posee rasgos duros y no tiene facilidad para
expresar emociones. Tiene en cambio la atractiva lozanía de la
juventud y de los colores vivos.
—No hablaremos más del asunto. Lo siento mucho; no estoy
acostumbrada a estas escenas y me descompuso un tanto. Estaba
asustada, creí que la lastimaría.
La expresión de la mujer cambia y, al elevar sus pesados párpados
blancos, parece mirar oblicuamente con un curioso brillo en los ojos.
Su voz es ronca.
—¡Ese mocoso se lo dijo, el muy lagarto! ¡Pero me las pagará, me
las pagará!
Una incómoda sensación de disgusto se remueve en la mujer, y
dice con mucha serenidad:

163
—Pero no puede esperar que un hombre que llega a casa y la
encuentra en aquel estado se sienta satisfecho.
—No, pero no debería… —Se palpa a sí misma y se pasa la mano
por la frente.
La otra mujer la observa con suma atención, como hace con la
mayoría de las cosas, como material de estudio. No es que sea menos
compasiva desde que empezó a escribir, sino que el hábito de analizar
es siempre más fuerte. Ve ante sí a una mujer de constitución
voluptuosa, con un cuello macizo y blanco como la leche, que surge de
su bata rosada; tiene una mandíbula cuadrada y prominente, una nariz
corta y recta y las cejas claramente marcadas; es atractiva y repelente
de un modo singular.
—Usted no sabe lo que me pasa, señora…
No dice nada más, pero es evidente que algo la aflige y que se está
conteniendo. Por la noche, cuando los niños están en la cama, la oye
subir a la habitación de éstos; se oyen golpes rápidos y un gemido
asustado. Y a la mañana siguiente la despierta el grito de un niño y la
voz de la mujer que profiere amenazas en voz baja:
—¿Queréis callaros? —Un gemido. —¿Os calláis? Os voy a
enseñar a pelearos. —Más gritos ahogados, asustados.
Tiene la tenue sensación de que la mujer está asfixiando al niño
con la ropa de cama. Le preocupa, y nunca la mira cuando le lleva el
desayuno. La otra lo nota y la observa con aire furtivo. A la hora de
comer, le sorprende ver que ha estado bebiendo otra vez. En un intento
de ser bondadosa, le dice:
—Prometió ser buena, señora Jones. Me parece una lástima que
beba. ¿Por qué lo hace? ¡Es usted muy joven!
Su voz es naturalmente tierna, y sus palabras tienen un efecto
inesperado: la mujer se cubre el rostro con las manos y le empiezan a
temblar los hombros. De pronto, grita:
—No sé. Me pongo a pensar. He tenido problemas. No he
conocido nunca una mujer que bebiese sólo por el gusto de beber; casi
siempre hay una causa. No piense que soy una mala mujer, señora, de
verdad que no lo soy, sólo que tengo un problema. —Habla con
precipitación, como si no pudiera evitarlo, como si el desahogarse
fuera una necesidad. —Tuve una hijita —dice bajando la voz—, sin

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estar casada… Acaba de cumplir tres años y es tan linda… Nunca ha
visto un cabello como el suyo, señora; es como de seda, y tiene unos
ojos de un azul purísimo, y unas pestañas así de largas —indicando un
palmo con la mano— y una piel blanca como la leche. La añoro todo
el día. —Se le llenan los ojos de lágrimas que se desbordan. —Yo era
cocinera en una gran empresa y él era el jefe… Estaba completamente
loca por él. Cuando llegó el momento, fui a casa de mi hermanastra y
ella me cuidó. Le pagué y cuando volví a trabajar se quedó con la niña.
Solía verla una o dos veces a la semana. Pero la quería más a ella que
a mí, y yo no podía soportarlo, me volvía loca, me sentía celosa de
todo el que la tocaba. Entonces Jones (siempre había ido detrás de mí),
que lo sabía, me prometió que la tendría si me casaba con él. Yo no
quería casarme, sólo la quería a ella, y no podía tenerla conmigo, y me
prometió —dice con resentimiento—, me juró que podría tenerla. Lo
acepté con aquella condición y él siempre lo retrasaba, y cuando yo
iba a verla él me armaba la bronca y una vez que estuvo enferma no
me dejó enviarle dinero, a pesar de que tenía todo lo que yo había
ahorrado antes de casarme con él… Aquello me hizo odiarlo… La veo
tan pocas veces, y la llama mami a ella—, eso me mata…, siento que
mi cabeza va a estallar… ¡Y se echó a reír cuando le dije que si
hubiera sido sólo por él, no me habría casado!
—Pobrecilla, es duro. Si él hizo una promesa, tendría que haberla
mantenido. ¿No le ha dicho que si la tuviera aquí no bebería? —¿Para
qué? Dice que nunca tuvo la intención de cumplirla; que un hombre no
está tan tonto como para cumplir una promesa que hace a una mujer
sólo para conseguirla. Sabe que me provoca, pero es tan celoso que no
soporta ni oír hablar de ella. Dice que descuidaría a sus hijos y la
insulta y dice que no quiere ningún bastardo cerca de sus hijos. Esto
hizo que los odiase primero a ellos, criaturas insoportables…
—Sí, pero los pobres niños no tienen ninguna culpa.
—No, pero me la recuerdan y los odio con sólo verlos. —Hay
tanto odio concentrado en su voz que la mujer se estremece. —Hace
tiempo que no tengo dinero que enviarle, pero el marido de mi
hermana la quiere tanto como si fuera suya, aunque tienen siete más.
Detesto ver cosas en los escaparates; yo siempre la llevaba tan
guapa… Hace un tiempo recibí una carta diciendo que no estaba muy

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bien y eso me hizo volver a beber. Usted ha sido amable conmigo
desde que llegó aquí, por eso se lo cuento. Ahora no piense de mí
cosas peores de las que merezco.
Recoge las cosas con tristeza, con la mandíbula contraída y una
extraña luz centelleando en sus ojos. La otra mujer está abrumada; se
siente ante una de esas espeluznantes tragedias que los espectadores
son incapaces de evitar. Aquella mujer, con su feroz devoción por la
hija del hombre que la engañó; su matrimonio, al que llegó embaucada
por una promesa que nunca hubo intención de cumplir; y los hijastros,
que aumentaban su odio atroz por los mismos atributos infantiles que
despertarían amor en otras circunstancias. Se queda una semana más,
pero cada gemido de los niños, cada nuevo altercado la saca de quicio,
y se marcha, no sin antes hablar con toda la sinceridad y toda la
simpatía de su corazón con la mujer de cuyo destino tiene un
abrumador e inexplicable presentimiento.
Las lágrimas de sus ojos al marcharse han conmovido a la
muchacha, pues es poco más que eso, y le ha prometido que tratará de
ser mejor, como ella misma dice, en su infantil expresión. Durante
unos días las cosas han ido bien, y ha tenido paciencia con los niños.
Uno de ellos ha estado enfermo y lo ha cuidado, y hoy les ha hecho un
pastel de manzana y los ha enviado al parque, y canta mientras hace su
trabajo; está limpiando su habitación. Es el día de las carreras. Él tiene
todo el día libre y se ha ido al hipódromo. Le ha dado cinco chelines
antes de marcharse por la mañana, diciéndole que puede enviarlos a la
«cría».
Ella se ha conmovido, le ha cepillado el abrigo y lo ha besado
espontáneamente. Ha tenido sentimientos buenos hacia él durante toda
la mañana. Advierte un botón suelto en su chaqueta de trabajo, que
muy pocas veces trae a casa, y se la lleva a la cocina para coserlo. No
tiene nada en los bolsillos, salvo una lista de «acontecimientos»
recortada de algún periódico deportivo; pero el forro del bolsillo
superior está roto y, al examinarlo, percibe el ruido de un papel.
Sonríe. ¿Y si fuera un billete de cinco? Está bien enterada de su
afición por apostar. Desliza dos dedos por dentro del forro y lo extrae:
un telegrama. Sigue sonriendo, pues piensa que será una pista de
alguna de sus ganancias. Lo abre, lo lee y cambia de expresión. Le

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sube la sangre al rostro, hasta que un triángulo de venas sobresale de
su frente como una cuerda de color púrpura. La garganta parece a
punto de estallarle y en el cuello se refleja el latir de su corazón; su
labio superior ha desaparecido por completo debajo del inferior y los
ojos están entornados. La mosca que no deja de zumbar en la ventana
la pone en tal estado de nervios que agarra una bota de la mesa y la
envía contra el cristal; la bota atraviesa el vidrio y aterriza en el patio,
liberando a la mosca al mismo tiempo. Luego trata de volver a leerlo,
pero tiene una mancha roja ante los ojos. Sale, recorre el sendero en
dirección a las casas en construcción donde trabajan los albañiles, y se
lo alarga al hombre bajito diciendo con voz ronca:
—Léalo, estoy ofuscada, no puedo verlo bien.
El hombre corpulento deja de silbar y la mira con curiosidad. Está
totalmente sobria; la congestión ha dado paso a una palidez plomiza y
unos espasmos le recorren el rostro. Se mantiene inmóvil, con las
manos caídas a ambos lados, a pesar de que la consume la
impaciencia. El hombrecillo se limpia las manos, saca sus gafas y lee
con lentitud: «Susie se muere, ven inmediatamente, no hay esperanzas.
Te esperamos desde sábado, hemos escrito dos veces».
Un minuto de silencio, luego un ronco alarido que parece surgir de
las profundidades de su pecho. Ambos hombres se asustan; al
grandullón se le cae un ladrillo y un carpintero de la casa se asoma a la
ventana.
—¡Desde el sábado! —grita ella—. Hoy es miércoles. ¡Dígame
cuándo lo enviaron! —Presa de la agitación, sacude al hombrecillo,
que estudia con calma el papel, con la vacilación propia de su clase.
—Stratford, siete y cuarenta y cinto.
—¡Pero la fecha, hombre, la fecha!
—El veinte.
—Hoy —dice con un gemido— es veintidós. Así que llegó el
lunes y hoy es miércoles y han escrito ya dos veces. Debió de llegar
cuando le fui a comprar cerveza y lo escondió. Pero ¿y las cartas?… El
bicho de su hijo…, maldito sea… ¡Aah, espera y verás!
Comienza a maldecir con una expresión tan feroz que los hombres
tiemblan; luego, metiendo el fatídico papel por dentro del vestido a la
altura del pecho, se apresura hacia la casa y pocos minutos después la

167
ven salir, atándose el sombrero a la carrera.
—¡Vaya! Qué cosa tan rara, ¿eh? —dice el hombretón,
recuperando el color—. ¿Y quién es Susie?
El hombrecillo no dice nada; sólo balancea un ladrillo en la palma
de su mano antes de colocarlo en su sitio, pero sus labios se mueven
en silencio.

En la sala de una casa de estrechos pasillos, ubicada en medio de


una hilera de simples edificios de dos pisos de una calle pobre de
Stratford, hay un pequeño ataúd blanco sobre una mesa cubierta con
una sábana blanca nueva.
Hay flores por todos lados, desde el brezo blanco enviado por la
mujer del tendero con una tarjeta en la que dice «Con todo mi cariño»
en grandes letras plateadas, hasta el ramillete de acianos de un centavo
de parte de una amiguita.
Susie tiene sus diminutas manos dobladas, y su carita cerúlea
parece gris y comprimida entre los volantes de percal satinado
profusamente ojeteados del interior de su ataúd. Se respira el
inevitable ambiente festivo que un día libre, aunque sea triste, imprime
en el hogar de un trabajador. Los niños llevan el pelo rizado y sus
vestidos de domingo, porque van a ir al cementerio en un elegante
carro tirado por caballos negros de larga cola. Están sentados en las
escaleras y lo comentan entre susurros.
Los hombres han venido a la hora de la comida, la han mirado,
silenciosos e impasibles, y se han ido al Dog and Jug a beber una
cerveza que les lavara la tristeza que la visión de Susie muerta pudiera
haberles suscitado.
Todas las mujeres del barrio han tomado una taza de té y cada una
de ellas ha explicado sus propias penas, ha explicado la muerte de
cada uno de sus parientes, hasta el tercero o cuarto grado, con la
minuciosidad de cada detalle sin importancia característica de su clase.
Los incidentes de la agonía de Susie han sido descritos con todos los
añadidos morbosos o pintorescos que podrían surgir en numerosos
ensayos o que podría dictar la imaginación del narrador. Todos los
rincones de la casa están abarrotados de gente, porque el funeral será a
las tres.

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—¡Parece de satén!, ¿verdad? ¡Es lo más bonito que he visto en mi
vida! —dice una mujer señalando los volantes.
—Sí, el señor Triggs tenía mucho cariño a Susie y se ha esforzado
al máximo. ¡Es un funerario estupendo y va a mandar el caballo con
los penachos blancos! ¿No parece un angelito?
Y así van entrando y saliendo, mientras en la cocina un círculo de
matronas cotillea sobre la madre.
—Es una bestia sin sentimientos, aunque sea medio hermana suya,
señora Waters —dice una gorda matrona—. ¡Deja morir a este
angelito inocente sin verla, por no hablar ya del entierro! ¡No tengo
paciencia con este tipo de personas!
El rodar de unas llantas y el chirriar de unos neumáticos corta en
seco su discurso, y enseguida suena la aldaba torpemente. Las cabezas
miran en todas direcciones alargando el cuello; uno de los niños abre
la puerta y entra la mujer.
¡Con la bata rosada! Cuando todo el mundo sabe que no empeñar
tu cama o las bañeras o cualquier otra cosa disponible para comprarte
una falda negra o un sombrero de luto o, por lo menos, uno de paja
con adornos negros, es la falta de decoro más grande que se puede
infligir a los pobres, los más escrupulosos en cuanto a las
convenciones del luto, aparte de la corte alemana. La hermanastra es
una mujer callada, de expresión tierna, con la raya del pelo muy
cargada, y muy parecida a ella en la barbilla prominente. Se adelanta y
la lleva a la habitación; las mujeres dan un paso atrás y hablan
susurrando.
—¿Por qué no me mandaste a buscar? —pregunta con aire feroz,
dando la espalda al ataúd.
—Te escribimos el viernes y, como no venías, volvimos a
escribirte el domingo. Jim no podía ir y yo no me separé de ella ni un
segundo, y Tiny y el pequeño Jim tenían paperas y Katie tenía que
cuidarlos; pero un compañero de Jim fue al Buckingham el lunes por
la mañana y se lo dijo, y luego enviamos un telegrama y no pudimos
hacer nada más, ni que hubiera sido nuestra propia hija.
Hay una resignación instalada en su voz; lo ha repetido infinidad
de veces.
—Se quedó con las cartas y nunca me dijo nada y he encontrado el

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telegrama por casualidad. ¿Cuándo van a enterrarla?
—A las tres —le dice, desconcertada ante aquel rostro sin
expresión.
—Entonces déjame sola con ella, ¡venga! —dice con brusquedad.
La mujer sale, cierra la puerta y escucha. De la habitación no sale
ni un solo murmullo, ni un sollozo, ni un lamento. Las mujeres
escuchan en silencio cuando ella se lo explica; están habituadas a las
feroces pasiones de la humanidad, y los celos son comunes entre sus
hombres. Transcurrido un rato, uno de los niños dice, con una
expresión de respeto y admiración en el rostro:
—Mamá, está cantando.
Van a la puerta y escuchan: está canturreando una canción sin pies
ni cabeza que solía cantarle cuando era un bebé; y las mujeres
palidecen, pero tienen miedo de entrar. Durante más de una hora oyen
cómo le habla y le canta. Luego llega un hombre para cerrar el ataúd y
la encuentran en el sofá con la niña muerta en su regazo, con los pies
colgando ocultos bajo sus calcetines de algodón blanco, como si
fueran las piernas de una gran muñeca de cera.
Ella deja que se la cojan sin decir una palabra, observa cómo la
colocan entre los volantes blancos, y deja que la saquen de la
habitación. Se sienta muy erguida en la cocina, con la misma sonrisa
extraña en sus labios y las manos colgando. Se marchan sin ella.
Cuando regresan, sigue sentada con las manos colgando, como si no se
hubiera movido nunca.
—Madre, ¿por qué han plantado a Susie en la tierra? Madre, ¿no
me contestas? ¿Crecerá? —pregunta uno de los niños, y algo
contenido en la pregunta la hace volver en sí.
Se levanta dando un grito y con la mirada salvaje, y mira a su
alrededor como buscando algo. Está de pie y le tiemblan todos sus
miembros. Tiene la cara desagradablemente congestionada y el
triángulo color púrpura en la frente, y le late el pulso en la garganta.
Los niños se apartan de ella asustados y la hermana la observa con
ojos temerosos y compasivos.
—¡Siéntate, Susan, querida; siéntate y toma un poco de té!
—No, tengo que irme…, tengo que irme…, tengo que… —
balbucea, balanceándose vacilante sobre uno y otro pie. Le cuesta

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pronunciar las palabras y omite la mitad de la frase.
—Si pudiera llorar le iría bien, ¡pobrecilla! —dice la matrona
gorda.
—¡Dale algo de la cría! —dice una mujer con un ojo amoratado.
La hermana se dirige a un cajón de la cómoda y revuelve algunas
chucherías; encuentra por fin un collar de cuentas azules con un
broche de latón y se lo entrega. Ella lo coge dando un sórdido grito,
como el de un animal profundamente dolorido, y lo acuna, gime y lo
besa, pero todo ello sin lágrimas; y luego, antes de que puedan darse
cuenta, ya se ha ido por el pasillo y la puerta se cierra de un portazo.
Cuando la abren y miran afuera, ella corre calle abajo como una loca,
con la falda hinchada al viento, las rosas cabalgando en su sombrero,
bajo una llovizna finísima.

Tocan las seis; la lluvia sigue cayendo con más intensidad y, a


través de su monótono goteo, resuenan con fuerza los golpes de un
martillo y el salpicar de las grandes gotas en las vigas nuevas de una
casa sin tejado.
—¿Vienes, colega? —pregunta el hombre grandullón—. ¿No?
Bueno, ¡hasta luego!
Se echa al hombro su maletín de paja, se sube el cuello de la
chaqueta y sale silbando. El hombrecillo recoge sus herramientas, se
ata un saco a la espalda y se agazapa hasta un cuadrado de ladrillos —
han colocado algunas tablas sueltas unas horas antes a modo de
protección para la lluvia—; enciende la pipa y espera su regreso con
paciencia. Está hambriento, y su rostro enjuto parece contraerse a la
luz de la cerilla cuando la enciende, pero espera pacientemente.
Cuando ella llega, todo está ya envuelto en sombras, pues ha
venido caminando desde Liverpool Street, ajena a la recia lluvia que
ha traído el viento del sudoeste. La gente la exaspera. Siente ganas de
pegarles. Una furia feroz hervía en sus entrañas cada vez que una niña
reía, cada vez que un hombre hablaba del ganador. Sentía ganas de
escupirles, de hacerles muecas o de insultarlos. Lleva el vestido
empapado. El tinte de las rosas ha embarrado el oro de su flequillo y le
corre por la frente como si tuviera allí una herida abierta. La luz de la
cocina está encendida y su cena preparada y suena el agua hirviente en

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el fogón. Sobre la taza hay un sobre amarillo; lo abre, da más gas a la
luz y lo lee: «Hoy he tenido suerte. Voy a casa de Johnson, volveré
mañana por la noche temprano».
Lo deposita en la mesa con una extraña sonrisa. Lleva el collar de
cuentas en la mano, y no deja de enrollárselo en el dedo. Luego se
dirige en silencio al pie de las escaleras y escucha.
El hombrecillo ha vigilado cómo entraba y está de pie en el
sendero con la vista alzada hacia la casa. Aparece una luz en la
ventana trasera de arriba, pero debe proceder de las escaleras: es
demasiado tenue para ser la de la habitación. Inclina la cabeza como
aguzando el oído, pero la fuerte lluvia y el goteo del tejado en algunas
láminas de zinc sueltas lo dominan todo. Se retira un poco y ve una
sombra que cruza las cortinas. Sus pisadas crujen sobre los ladrillos y
piedras sueltas. Por el sendero de entrada a la casa contigua sale
corriendo una mujer y abre la puerta.
—¿Es usted el señor Sims?
—No, señora, soy uno de los obreros.
Ha dejado abierta la puerta de la cocina, de la que sale un rayo de
luz, por lo que puede ver que es una mujer delgada y con una mirada
angustiada.
—Creía que era el señor Sims, el vigilante. Mi bebé tiene
espasmos. Quería pedirle que fuera corriendo a buscar al doctor, al
final de la hilera de casas; no me atrevo a dejarlo y mi hermana es
coja. ¿Puede ir usted? ¡No está lejos!
Espera una respuesta, y aunque él no ha oído nada, ella sale
corriendo mientras grita:
—¡Ya va! Vaya, vaya. Dígale que es el bebé de la señora Rogers,
Hawthorn House, número 23.
Vacila un momento. La sombra se mueve de un lado a otro de la
cortina y parece como si una segunda sombra, más pequeña, navegara
en sus pliegues. ¿O sólo fue una ráfaga de viento que agitaba la
cortina? Y ¿son imaginaciones suyas o ha oído un grito ahogado? Y
¿procedía de aquella habitación o del bebé de la señora Rogers? El
hombrecillo es presa de la angustia; siente que un espíritu maligno
personificado en el bebé de la señora Rogers le está jugando una mala
pasada, para provocar la catástrofe que él se ha quedado para impedir.

172
Está desgarrado internamente. No tiene excusa alguna para no ir; no se
atreve a explicar el horror secreto que lo ha hecho permanecer allí sin
cenar bajo la lluvia, vigilando la casa donde duermen los tres niños
huérfanos de madre. Se vuelve y corre hasta la calle lateral tropezando
con los escombros, y llega sin aliento a la casa de la esquina donde
arde un farol rojo en la verja. Llama. Cuánto rato lo hacen esperar. Le
parecen siglos, y por su cerebro van desfilando imágenes como en un
caleidoscopio; el mismo rojo de la lámpara añade color a la horrenda
tragedia que ve representada en su agitada imaginación.
—El doctor ha salido. No volverá hasta dentro de un rato, pero en
la esquina está el doctor Phillips —explica la elegante doncella.
La puerta se cierra.
—Sí, el doctor Phillips está en casa; espere un minuto —le dice,
acompañándolo a una sala de espera.
Se sienta en el borde de la silla con su gorro mojado en la mano.
Hay otras dos personas esperando: una niña con la cara hinchada y un
hombre con aspecto enfermizo.
Se abre la puerta, alguien hace un gesto, el hombre entra. Él mira
el reloj. Pasan cinco minutos, siete, diez. Cada uno le parece una hora.
Quince. Y la cara de la mujer cuando regresó y los niños asustados (su
compañero les había hecho preguntas a la hora de comer), ¡y la
sombra en la habitación donde éstos dormían! ¿Por qué tenían que
cogerle espasmos al bebé de la señora Rogers precisamente aquella
noche? Parecía como si tuviera que ser así. Diecisiete. No, no iba a
esperar más. El miedo extraño e inexplicable que aprisiona el alma del
hombrecillo le da valor, aunque la casa decorada con tanta elegancia le
inspira respeto. Sale al recibidor, abre la puerta y toca la campana.
Sale la misma muchacha.
—¡Pero bueno! En mi vida… ¡Si lo acabo de hacer pasar! ¿No
puede usted esperar su turno? Qué manía.
Un joven pálido con gafas que baja las escaleras pregunta:
—¿Qué desea, buen hombre?
La muchacha sacude la cabeza y desaparece.
—No puedo esperar, señor. El bebé de la señora Rogers, Hawthorn
House, número 23 Pelham Road, en la esquina, tiene convulsiones.
Quiere que vaya el doctor tan pronto como pueda.

173
—De acuerdo, iré enseguida.
El hombrecillo se apresura a regresar, tratando de sumar todo el
tiempo que ha estado fuera: veinticinco minutos, deben de haber sido
veinticinco, tal vez veintisiete. La puerta del patio de la señora Rogers
está abierta, y una muchacha se asoma al tiempo que él recorre el
sendero.
—¡El doctor no estaba; el doctor Phillips viene enseguida!
Mientras habla, sus ojos están fijos en la ventana de la casa de al
lado. Está a oscuras y en silencio. No presta atención al «gracias» de la
muchacha y oye con un suspiro de alivio cómo se aleja renqueando
por el sendero.
¿Qué ha ocurrido mientras ha estado fuera en aquel alarde de
compasión? ¿Ha ocurrido algo? Al fin y al cabo, ¿por qué tenía que ser
presa de aquella espantosa idea de tragedia? Se sube a un montón de
ladrillos y se asoma al muro: oscuridad y silencio. Vuelve a recorrer el
sendero y se dirige a la parte frontal de la casa. Una luz mortecina
ilumina la cristalera de encima de la puerta, mostrando el nombre
«Ladas», nada más; y aun así, el hombre siente un escalofrío. La lluvia
ha empapado su chaqueta y se le escurren hilillos de agua desde el
cuello. Se rasca la cabeza desconcertado, mascullando para sí:
—Tengo miedo y no sé de qué tengo miedo. Quería vigilar; tal vez
pedirle fuego. No es culpa mía que se interpusiera el bebé de la señora
Rogers… Pero no era razón suficiente para casarse. —Y, enfilando la
calle, se encamina a su casa.
Deja de llover y aparece una luna llorosa, y el agua sigue cayendo
del tejado con un sonido hueco. Arriba, en una habitación de la parte
de atrás de la casa sumida en el silencio, un pálido rayo de luna
centellea sobre un hilo oscuro que se abre camino en el suelo desde la
mancha junto a una de las camas, pasa por debajo de la puerta, y forma
otra mancha espantosa en el rellano superior de las escaleras, de un
espeso color rojo, como de jarabe de melaza, haciéndose más negra a
medida que se solidifica, con un nauseabundo borde seroso. En el piso
de abajo, hay una mujer sentada en una silla con sus manos colgando a
ambos lados. Las tiene rojas, como si las hubiera sumergido en tinte.
En su regazo tiene un collar de cuentas azules, y está profundamente
dormida. Y sonríe dormida, porque Susie está jugando en un prado, un

174
gran prado cubierto de rojas amapolas, y sus ojos azules sonríen
jubilosos, y sus rizos dorados están coronados de amapolas, y sus
piececitos blancos bailan retozones, y su túnica funeraria ojeteada
aletea al viento, y sus diminutas manos pálidas esparcen puñados de
amapolas, amapolas rojas como la sangre, sobre tres tumbas abiertas.

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Violeta

FRANCES TOWERS

La única persona a la que Violeta no podía manejar era la propia


señora de la casa. Desde el principio, la señora Titmus se negó,
obstinada como era, a aceptar a Violeta; en parte, porque Sofía la
había contratado sin pedir referencias. Qué descuidada, y qué
peligroso. A su edad, pensaba la señora Titmus, yo hubiera podido
hacer los trabajos de esta casa sin darle ninguna importancia. Me
hubiera alegrado de poder hacer algo útil. Profundamente egoísta,
pensó la señora Titmus, y holgazana; a la espera de agarrar la primera
oportunidad que la libre de realizar cualquier pequeño esfuerzo.
Pero para Sofía, que se había hecho cargo de la casa durante seis
semanas, aquello se había convertido en un monstruo que se
alimentaba de la médula de sus huesos. Así pues, Violeta, al entrar en
la casa y tomar las riendas en sus inquietas manos de una pequeñez
ridícula, le pareció un ángel de salvación. Desde el principio, el
monstruo comió de su mano. Al instante recuperó el aspecto ordenado
y brillante de los viejos tiempos. Los zócalos adquirieron un brillo
oscuro, el mobiliario, una pátina de exquisito color de oporto, y la
plata relucía como si la acabasen de labrar. Cualquier tipo de
remordimiento que pudiera haber tenido Sofía de que una casa tan
grande podía ser demasiado para aquella menudencia, quedó disipado
por el aire tranquilo y competente de Violeta. Pero los efectos de ésta
no fueron puramente físicos.
Con el tiempo, a Sofía le pareció que, hasta que Violeta no hubo

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pisado aquella casa, el modelo de sus vidas no se le había hecho
evidente. Ella fue el punto focal que relacionó entre sí los diferentes
planos en que vivían. Dio unidad a todo el dibujo, de modo que
pudieron advertir los valores que hasta el momento habían
permanecido sumergidos en el subconsciente. Con sus sonrisas
afectadas y el brillo repentino de luz en sus ojos opacos, sus gestos y
señales de cabeza, Violeta iluminó los rincones ocultos de sus mentes,
corrió las cortinas y reveló los temores y pasiones de sus corazones,
husmeó sus secretos, se abalanzó sobre ellos y los exhibió como
ratones muertos, y metió mano en sus destinos.
La primera mañana, cuando llevó el té a Sofía a su habitación,
envuelta en su bata rosa inmaculada con los puños vueltos a la altura
de los codos, Sofía se dio cuenta de que aquellos ojos de un negro tan
denso observaban el aspecto desgreñado y los ojos hinchados que ella
era consciente de presentar recién despertada.
Invadida por una extraña y humillante sensación de ser indigna de
las atenciones de aquella lozana sirvienta, aceptó la bandeja preparada
con toda meticulosidad.
—Pero si me has traído la tetera estilo Reina Ana —dijo
sorprendida al ver aquel tesoro reservado para invitados de honor.
—Quería ser exquisita de buena mañana. Eso ayuda a entonarse
para el resto del día —dijo Violeta, inesperadamente—. La señora ha
bajado a ver si había encendido el fuego. Al verla en bata y con su
trenza fuera de sitio, no hubiera dicho que era la señora de la casa. Me
ha asustado bastante. Qué agradable debe de ser despertarse en esta
habitación, señorita, con flores y cosas de éstas. Dicen que no se debe
dormir con flores en la habitación; pero debo decir que es muy
agradable, y tan dulce y femenino… Supongo que la hace sentirse
magníficamente por dentro. La señora me dijo que sólo tostadas para
desayunar, ¿no? Pero ¿y el señor? A los caballeros les gusta un par de
trozos de tocino y un huevo frito. Lo veo un poco delgado, como si
pasara hambre. Se ha levantado muy temprano y ha estado cazando
babosas en el jardín, y le he llevado una taza de té. Parecía muy
sorprendido. Pobre anciano caballero, tan amable y bueno que parece.
Creo que le prepararé un desayuno como Dios manda.
—Tienes que hacer lo que diga mi madre —dijo Sofía mientras

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sorbía el té.
—Muy bie… ¡oh! —dijo Violeta, dando un traspié con sus zapatos
de tacón alto.
Pero, cuando Sofía bajó a desayunar, vio consternada que la
muchacha había hecho justicia por su cuenta.
¡Dios mío! Qué falta de tacto. Y para colmo, el señor Titmus
empeoró las cosas.
—¡Jo, jo jo! Parece que me van a malcriar.
La señora Titmus lo miró con desprecio. Cuando en sus ojos se
adivinaba aquella mirada pálida, ciega, como si les hubieran extraído
todo su color azul, Sofía, experta en interpretar signos y portentos,
sabía que se estaba preparando una tormenta. Sus hermanas bebieron
el café a toda prisa y se fueron disparadas a coger el tren a Londres de
las ocho y quince. Tenían su profesión y sabían arrinconar los
problemas domésticos.
—Parece que alguien —dijo la señora Titmus clavando en el
anciano caballero aquella mirada vidriosa y opaca— estuvo
vagabundeando por la casa esta noche, encendiendo las luces. No he
podido pegar ojo.
Sofía empezó a charlar sin ton ni son de las noticias que traía el
periódico. Corría el año 1938.
—¡Qué tonta eres sacando las cosas de quicio de esta manera! No
entiendes nada de lo que hablas —dijo la señora Titmus, con una
malicia que estaba por completo fuera de lugar.
—Francamente, madre, creo que tengo derecho a expresar una
opinión.
—No recuerdo haber comido nunca un desayuno mejor que éste —
dijo el señor Titmus, intentando echar un poco de aceite en aquellas
aguas revueltas.
¿Era posible, se preguntó Sofía exasperada, que una persona tan
lela, tan inocente, pudiera haberla engendrado?
—Creo que habrá una guerra y que estallaremos en mil pedazos —
dijo en voz alta y actitud vengativa.
En aquel momento, las perspectivas de guerra parecían una
calamidad de menor importancia que la pérdida de Violeta, que era
más que inminente.

178
—Bueno, si estallamos, estallaremos. No se puede evitar, y no
podemos hacer nada al respecto —dijo la señora Titmus, con el tono
aburrido del que no desea oír nada más de un tema fatigoso.
Se levantó y retiró su silla hacia atrás.
—Toca la campanilla —dijo— para que la chica venga a recoger.
—Tenemos que darle tiempo a que termine de desayunar, la
pobrecilla —señaló el señor Titmus con aire jovial.
Se produjo un silencio espantoso. La señora Titmus miró fijamente
a su marido con los ojos otra vez blancos de rencor.
—¿Qué has dicho? ¿Qué palabra has empleado para la criada?
—Lo que papá quiere decir, madre —dijo Sofía, precipitándose a
un lugar donde ningún ángel se hubiera aventurado a asomar ni la
punta de un dedo—, es que es la cosa más diminuta que ha visto en su
vida, como un mico o algo así.
—Bien, no quiero micos rondando por mi casa —fue el disparo
final de su madre mientras salía de la sala.
—¡Vaya, vaya, vaya! Parece que tu madre está contrariada por
algo. Espero que no hayáis sido respondonas con ella, querida mía. Me
he fijado en que las chicas tenéis tendencia a ser descaradas.
—Padre —dijo Sofía—, para describir a unas amargadas mujeres
entraditas en sus treinta no se suele aplicar un término como ése.
Empezó a recoger los platos del desayuno con manos nerviosas y
algo temblorosas.
«¿Qué le pasará?» —pensó el señor Titmus. En lo más profundo
de su conciencia, se preguntó por qué hubo de casarse con una fiera y
ser padre de fierecillas.
«No me gustan; ni una sola de ellas» —se dijo a sí mismo
perversamente en las profundidades oscuras de su ser—. «Esta
muchacha es más fea que un caballo» —pensó, contemplándola con
una expresión compasiva en sus inocentes ojos de suave color azul.
¡Oh, qué viejo cascarrabias estaba hecho en su esencia íntima!
¡Qué desagradable y vicioso! Cuando las cosas lo superaban, tenía un
atroz lenguaje particular para expresar la exasperación que bullía en su
interior. Pensaban que era Papá Noel, ¿verdad? ¿Pensaban que era un
dócil animalillo doméstico? ¡Ja! A veces le impresionaba su propia
perversidad. A veces temía el castigo de Dios. ¡Y si Él se llevase a una

179
de las chicas! Cuando Beatriz tuvo neumonía, él no podía probar
bocado ni conciliar el sueño, no aceptaba la comida. Si Dios hiciera
una cosa así, le partiría el corazón.
Pero, en ocasiones, experimentaba aquellos destellos de gloria; era
como si las puertas del Cielo se abrieran. De repente le venía a la
cabeza una frase poética, o sentía que las cuerdas de su corazón
tocaban Los corderos pueden pastar en paz, y entonces se sentía tan
ligero y sagrado como un espíritu santo.
Tenía una expresión tan melancólica que Sofía tuvo
remordimientos de conciencia.
—Perdona, padre. Es que estoy muy cansada. Esta sensación
oculta de drama todo el tiempo… ¿Nunca has deseado morir?
—¡No, no! —dijo el señor Titmus, asustado—. Con gusanos que
son tus criados —dijo en un susurro, mirando al vacío, y se marchó
furtivamente, mientras sus deformes pantuflas le golpeaban contra los
talones.
Sofía dejó caer las manos a ambos lados. Si hubiera abierto un
armario y encontrado un esqueleto sonriente, no se habría sentido más
espeluznada.
—He oído sin querer lo que ha dicho —dijo Violeta, apareciendo
de pronto quién sabe de dónde, con una bandeja en la mano—. Si
desea al diablo, señorita, lo atraerá hacia usted. Perdone, pero sería
más sensato desear casarse. Nunca se sabe —añadió con aire sombrío.
Sus dulces ojos negros se posaron en el rostro de Sofía y se
quedaron fijos en él, como obstinadas abejas. Eran tan profundamente
negros como el azabache, y no se podía distinguir si lo que había en
ellos era compasión o un descarado impudor.
Sofía le lanzó una mirada de reproche y salió de la sala con paso
majestuoso y una dignidad de jirafa.
Pocos días después, buscando refugio de la tensión doméstica, se
fue a su dormitorio y cogió de la estantería un libro encuadernado en
piel. Tenía grabado en letras doradas el título Morte d’Arthur, de
Malory, y todas las páginas estaban en blanco, menos las ocupadas por
su escritura pequeña y puntiaguda.
«Notre domestique —escribió Sofía, con aquella tinta verde que le
gustaba— no es un pinche de cocina cualquiera. Podría haber lavado

180
las copas de vino de los Borgias, o mirado a través de las cerraduras de
los Médicis. Tengo la sensación de que es capaz de oír a los ratones
que corretean furtivamente tras las paredes de nuestras mentes. Yo oí
uno el otro día, en un lugar poco habitual. Padre citó a Shakespeare y
me asustó. Ahora sé que es un hombre muy solo. La domestique
también lo sabe. Él ama sus rosas más que a su mujer o a sus hijas. Le
duele que las arranquen de modo indiscriminado. Lalage es cruel.
Corta lo que quiere y llena los jarrones. Cuando entra en una
habitación, sacude las flores que otra persona ha colocado, y le
rechinan los dientes, como diciendo: “¡Qué poco artístico! ¡Qué falta
de sensibilidad!”. Es una persona perezosa y exquisita y, como los
santos, desprende un perfume delicioso. Éste procede, por supuesto, de
una botella y no de sus huesos; pero es tan suyo que esta última fuente
parece ser la verdadera. Tiene manos y cejas muy atractivas, y es casi
la única persona de la que podría utilizarse, sin ninguna clase de
escrúpulos, el agua con que se ha bañado.
»Estoy muy preocupada por Bea. El otro día se le cayó del bolso
un anillo de casada. Se precipitó a recogerlo y yo fingí que no lo veía.
Fue siniestro; como encontrar un huevo de serpiente en un cajón y
saber que por la noche, mientras uno dormía, han ocurrido cosas
extrañas. Un ratón al otro lado de la pared. Y, sin embargo, su rostro
menudo, bastante cínico, permanece impávido, y se sigue riendo a su
manera: silenciosa, interior. Es su clandestinidad lo que duele, tan
furtiva. Y, con todo, ¿qué quieres, en nuestra familia…? Me temo que
V. ha oído ese ratón. “Hay algo en Beatriz que me hace pensar en una
dama divorciada, siempre tan mundana y llena de clase. Una mujer de
mundo, señorita, ya sabe lo que quiero decir. Si usted tuviera que
llevar uno de sus sombreros…, ¡pues estaría ridícula!”
»Se lo dije a Bea y se sumió en uno de sus silenciosos ataques de
risa. “¡Pobre Sofía querida! —dijo—. ¡Procura que se lleve bien con
mamá! Tu cara estaba empezando a tener el aspecto de un viejo bolso
de piel.” Lo dijo sin mala intención.
»¿Acaso mamá odia a Violeta por alguna razón profunda,
intuitiva?
»“Señor, señora. En mi vida había visto tantas cajas de pastillas y
frascos de medicinas. Hacen pensar en hospitales y en la muerte. No es

181
bueno pensar tanto en la propia salud… Me atrevería a decir que hace
que el fin llegue antes.”
»Oí la voz de madre, algo irritada.
»“Puedes dejar mi dormitorio. Prefiero hacerlo yo misma.” No lo
prefería cuando era yo la que hacía el trabajo de la casa. Prefería
escribir sus conferencias para el Instituto Femenino.»
Sofía cerró el libro y lo volvió a colocar en la estantería. En
aquella casa, con aquel título, estaría bien a salvo de miradas curiosas.
Era su consuelo, su otro yo.
Lalage y Beatriz sonsacaron a Violeta y cambiaron impresiones.
Era para ellas una fuente de diversión sin límites.
El amigo de Violeta la había dejado.
—No importa. No me ha roto el corazón —dijo ella—. No era
amor, era deseo.
Lanzó una mirada a una fotografía colocada encima de la
chimenea de Lalage.
—Perdone, señorita, pero este caballero tiene un rostro encantador.
Supongo que, si le regala flores, deben de ser bien bonitas; gardenias y
eso. Pero no es un tipo al que se pueda tener en vilo. Tiene su orgullo.
Nunca se lo pedirá dos veces, jamás. —Suspiró. —Yo nunca recibí
nada de Bert, aparte de un poco de brezo seco que le arrancó a una
gitana. Era un mezquino. Su lema era “todo a cambio de nada”.
Supongo que se casará pronto, señorita, ¿verdad?
—¿Qué es lo que te hace pensar eso?
—Pelirroja y ojos castaños, y luego, sus piernas, señorita…, como
botellas de champán. Ahora que, la señorita Sofía es diferente. Sólo un
hombre muy espiritual elegiría a la señorita Sofía, y luego la amaría
hasta el fin de los tiempos. Tienes que acostumbrarte para que te entre,
como se suele decir, y es el tipo más duradero.
—¡Será bruja! —dijo Sofía cuando le repitieron estos comentarios,
y, por algún motivo, se sintió al mismo tiempo desconcertada y
gratificada.
Bea podría haberlo notado. Sus pequeños ojos verdes podrían
haber escudriñado por entre sus pestañas con un destello penetrante.
«Conque espiritual, ¿eh? Eso explica todas esas idas y venidas a la
iglesia de San Petroc.»

182
Pero Lalage era demasiado indolente, demasiado indiferente. El
corazón de alguien podía partirse en dos, y ella ni lo notaría.
Fue algo extraño, pero, un día, Christian Todmarsh no le envió
gardenias sino orquídeas. Ella miró su fotografía en actitud pensativa.
Sí, tenía una expresión orgullosa. Lo perdería fácilmente y sin
remedio. Lo llamó por teléfono y su compromiso se anunció pocos
días después.
—Cuando llego a una casa, siempre pasan cosas —comentó
Violeta con una caída de ojos.
—El señor y sus rosas —dijo un día, mirando por la ventana con
un trapo para quitar el polvo en la mano—. Está muy bien tener una
pasión, aunque sólo sea por las flores. Mi último caballero la tenía por
los cuadros. Eran tan raros. Era casi imposible que te gustase mirarlos.
Dijo algo que nunca olvidaré. Dijo que había un pintor extranjero que
pintaba mujeres como si fueran rosas y rosas como si fueran mujeres.
Este tipo de cosas no se olvidan con facilidad. Hacen que la vida sea
diferente…, nos dan ideas y eso. La señora no tiene nada que ver con
una rosa —añadió pensativa, casi entre dientes—; pero la señorita
Lalage sí. Sale de ella.
Violeta continuó patinando despreocupadamente sobre aquella
delgada capa de hielo. Parecía una lástima que un caballero con tal
pasión por las rosas no tuviera una rosa en su corazón. La señora era
como un viento del Este. Hacía que uno se marchitase de golpe. Pero
no iba a echar a Violeta. Mientras estuvieran los que la apreciaban,
Violeta se quedaría donde estaba. La necesitaban. ¡Oh, con qué
desesperación la necesitaban! No entendía cómo se las habían
arreglado sin ella.
Parecía estar moviéndose todo el tiempo al son de una melodía
secreta. La señora Titmus detestaba su forma de poner la mesa,
haciendo posturas y piruetas como una bailarina de ballet, colocando
los vasos y los saleros con un giro de muñeca, como si interpretase una
música muda, retrocediendo teatralmente para contemplar el resultado
de su trabajo con la cabeza inclinada hacia un lado, esperando la
siguiente señal de la invisible batuta. Era todavía más irritante oírla
cantar abajo, abandonada con estridencia a su emoción, con esos
horribles y vulgares altibajos del cantor callejero que busca atormentar

183
el corazón.
Pero había otras cosas aun peores.
—No me gusta la chica y nunca me gustará —dijo la señora
Titmus—. No deja tranquilo a tu padre. La he pillado llevándole una
taza de chocolate caliente a media mañana. Es tan insensato que no
tengo la menor duda de que se lo habrá bebido.
—Pero ¿qué hay de malo en ello? Lo hizo con buena intención. No
es una mala chiquilla —dijo Sofía nerviosa, aunque sabía que era más
que inútil intentar atenuar los delitos de Violeta.
—¡Tonterías! Vosotras, chicas, estáis idiotizadas con ella. Es un
demonio. Siempre está diciendo cosas —dijo la señora Titmus,
contrayendo la boca—. Ayer estaba poniendo sábanas limpias en mi
cama y dijo: «Mire, señora, diamantes a lo largo de todo el pliegue
central».
—¿Diamantes? —preguntó Sofía desconcertada.
—Sí; habían doblado mal la sábana, como lo hacen siempre en esa
lavandería, y había unos cuadraditos. Yo ni me hubiera fijado. «Son
presagios de muerte», dijo ella. No me gustó como me miraba. Si
estuviera sola y enferma, no me gustaría estar en manos de esta chica.
«¡Qué morboso!», pensó Sofía. Ésta era una faceta nueva de
Violeta. ¿No terminan nunca los descubrimientos que hacemos sobre
los más cercanos y queridos?
Miró a su madre como si fuese la primera vez que la veía. El rostro
delgado, la nariz aguileña y el moño griego en la nuca la hacían
parecer una tetera, ¿no? O el ídolo hindú de bronce macizo que, por lo
que ella podía recordar, había estado toda la vida sobre la mesa del
vestíbulo: la cabeza de Lakshmi, la diosa, traída por algún antepasado
y con la señal roja de Brahmin en la frente.
Tetera o diosa. Poseía algo de ambas en su constitución. Había
consolado a sus hijas y les había inspirado miedo. «Y ahora que somos
adultas de mediana edad —pensó Sofía (que se vanagloriaba de
afrontar los hechos desagradables, hasta el punto de ser culpable, casi
siempre, de afirmaciones exageradas)—, ya no tenemos necesidad de
consuelo, pero nos quedan los restos del miedo. Todavía me asusta
que pueda leer mis pensamientos. Sigo temblando cuando se le ponen
los ojos en blanco. Esta casa, tan decadente y tan bonita, es, en parte,

184
su creación, pero hace tiempo que dejó de interesarle. Ha adquirido
ideas extrañas sobre el dinero y no se gastará un céntimo.»
La atmósfera de un lugar es algo misterioso. Así como el papel de
la pared se superpone a otro y a otro, hasta alcanzar un grosor de tal
vez varios milímetros, una atmósfera se asienta sobre la otra a medida
que se suceden los inquilinos de una vieja mansión. Se podía sentir
(siempre y cuando uno fuera una criatura algo exquisita y fantasiosa
como Sofía) que la atmósfera de los Titmus debía parte de su riqueza y
estilo a lo que había ido absorbiendo de ellos desde los días de la reina
Ana. Le gustaba pensar que el sonido del clavicordio se había metido
en la vieja madera. El olor de las bolas perfumadas era, quizá, parte
del olor peculiar de los Titmus…, ligeramente fuerte, con un vestigio
de cuero de Rusia y polvo de pétalos que flotaba por la casa y
penetraba en todas sus pertenencias e incluso se desprendía de los
paquetes que enviaban a ultramar. Todos sus seres habían dejado
huellas casi invisibles. Los muebles lo sabían. Tenían esa mirada muda
pero consciente, como si parte de la personalidad de los moradores se
hubiera transferido a ellos, alimentándolos y enriqueciéndolos. ¿Era
demasiado fantasioso, se preguntaba Sofía, creer que últimamente
habían adquirido un brillo más oscuro, extraño, un destello como el
del reflejo de unos ojos negros y dulces?
Por cierto, había un sonido que había acompañado a la casa desde
el día en que se acabó de construir: el sonido de las campanas de San
Petroc. Ahora habían adquirido un significado mágico para Sofía,
como los álamos aromáticos del patio de la iglesia y la luz que
penetraba por la ventana este.
—El pastor está en la sala de estar con la señora. Pero ha venido a
verla a usted, señorita —le anunció Violeta, irrumpiendo de repente
una tarde en que Sofía confiaba intimidades a su libro.
El corazón le dio un vuelco.
Violeta le clavó sus suaves ojos negros. En su rostro apenas podía
adivinarse la ligerísima traza de una sonrisa triunfal.
—¿Ha preguntado por mí? —dijo Sofía, dándose media vuelta.
—No ha preguntado propiamente, pero hay cosas que se saben sin
palabras. La señora no va a su iglesia, ¿verdad? Claro, ésa no es la
parroquia de él. En realidad, ustedes pertenecen a San Matthew. Creo

185
que predica como los ángeles. Siempre tan profundo. El servicio de té
de plata, ¿verdad, señorita? Y enseguida prepararé unos bollos.
Sofía bajó lentamente las escaleras. Si le hubieran dicho que iba a
encontrarse con un arcángel no se habría sentido más asustada, más
torpe. Nunca había buscado la compañía de aquel hombre que había
sido tan suyo en sueños que no podía soportar el enfrentarse a la cruda
realidad. No podía librarse del sentimiento de que el amor no deseado
era la forma más vil de traicionar al amado. Se había liberado de la
mente y del corazón de él sin que él lo supiese. ¿Cómo iba a
perdonarla? Ella se había creado un mundo en el que él era su amante
porque ella no podía evitarlo. Pero estaba segura de que con un soplo
de realidad su mundo estallaría en pedazos y ella quedaría hecha
trizas. Y sin embargo una excitación terrible y dolorosa llenaba su
corazón.
—Soy la rosa de Siria y el lirio del valle —se dijo al verse
reflejada en el sombrío espejo veneciano del vestíbulo, hablando como
en su mundo de ensueños. Porque seguro que debía de ser todavía un
sueño. No podía ser que él se hubiera entrometido en el mundo real,
donde la gente se saluda con un apretón de manos, y toma el té y
conversa.
Lo extraño fue que cuando entró en la sala, el corazón del señor
Chandos dio un inesperado vuelco de reconocimiento. Desde lo
profundo de su ser, una voz le dijo: «Éste es el rostro que he estado
buscando. Ésta es la mujer de mis sueños».
Pero Sofía, al mirar los brillantes ojos pálidos del color del mar,
fríos como aguamarinas, pensaba: «No podré resistir la agonía de amar
a este hombre». El contacto de su mano la dejó helada. Notó algo
extraño y terrorífico, como si hubiera tenido una rana en la palma de la
mano. Sintió frío en la cabeza y un hormigueo, como si el contacto
con la extraña carne del amado se la hubiera congelado. Se frotó la
mano en los pliegues de su vestido, pero seguía sintiendo aquel
destello desconocido, helado.
«Sofía se está comportando como una tonta —pensó la señora
Titmus—. Si pudiera enseñarles.» Pues, en sus sueños, seguía siendo
la chica de antaño; otra Lalage, pero mucho más vivaz e intensa.
Lalage nunca conocería los triunfos que ella había saboreado.

186
Recordaba aquel vestido que había llevado y que había prendado a
todo el mundo en el Baile de Caza de aquel año. Él la había besado en
el hombro, a oscuras. No podía oír la Invitación al vals sin recordarlo.
¡Qué amante había sido! Pero lo había perdido hacía tiempo. Nunca lo
identificaba con el anciano señor Titmus, aunque ambos eran la misma
persona. Le parecía extraño tener que estar casada con aquel viejo
impostor. Un día le había oído decir en el cuarto de baño: «Y ahora,
¿dónde ha escondido mi navaja de afeitar? ¡La vieja… gata!». ¡Qué
traidor! La había afectado profundamente.
Acudió en ayuda de su hija, torpe e inútil.
—Mi hija dice que los cantos de San Petroc son preciosos. Ella
tiene un gran sentido musical y una afinación perfecta, lo cual es
bastante raro, ¿verdad? Eso dicen.
El señor Chandos sonrió y miró a Sofía. No podía apartar los ojos
de aquel rostro. Tenía unos rasgos que lo fascinaban, como un mapa
antiguo con sus inscripciones de «Aquí hay dragones» y otras
indicaciones extrañas. Era un rostro único. Las caras nuevas, por lo
general, resultan familiares. No nos sorprenden por su carácter
desconocido, sino que con mucha facilidad quedan relegadas a las
diferentes categorías de rostros que dibujamos mentalmente. Sólo la
historia nos ofrece por excepción un rostro con un rasgo de un encanto
desconocido, irresistible y distinto. Para el señor Chandos, el rostro de
Sofía Titmus poseía esta cualidad. Su dulce nombre aterciopelado le
fascinaba.
—Usted no comulga. No la hubiera olvidado —dijo el señor
Chandos, formando una pirámide con las yemas de sus dedos y
apoyando sobre ella la barbilla.
—No, no. Soy una oveja perdida. Entré una tarde para oír los
cánticos y luego usted hizo una homilía; y citó a Donne. Y luego tuve
que afiliarme a su congregación. Pero, ¿cómo lo sabía?
—Un miembro de su casa, Violeta Wilson, me lo dijo.
(¡Esa chica!, pensó la señora Titmus con un ligero escalofrío,
como si una oca hubiera pasado por encima de su tumba, y Sofía,
absorta y como hechizada, empezó a pensar en cosas de brujas, de tal
forma que su propia voz, en medio del triple círculo que parecía
haberse tejido alrededor de ella, le parecía extraña.)

187
—¿Le gustó mi sermón, señorita Titmus?
—¿No se lo he dicho ya? Veo que los sacerdotes tienen sus
vanidades, como otros artistas.
Qué hueca y lejana le sonaba su propia voz, como el eco de la voz
de un desconocido en una gruta.
Semanas más tarde se decía a sí misma asombrada: «No tenía idea
de que era tan fácil. No tenía ni idea. Ni idea».
Porque lo inimaginable había sucedido. Había dejado de ser un
arcángel, para ser su propio Paul.
Pensó que todo el mundo se daría cuenta, cuando entró en la casa,
flotando con la luna enredada en su cabello. Pero cuando miró a la sala
de estar, nadie parecía saber que algo tremendo había sucedido.
Estaban haciendo cosas tontas, sin importancia, pobres desdichados
apegados a las cosas terrenas, y le lanzaron una mirada indiferente y
sin brillo.
Se retiró y vio a Violeta saliendo del estudio del señor Titmus.
Llevaba una bandeja de té. Había servido al viejo caballero en la mejor
porcelana de su mujer y en el plato de plata, que todavía contenía
restos de las tostadas con mantequilla prohibidas, que tanto le
gustaban. Un ramillete de flores silvestres en un vaso de vino coronaba
el efecto general festivo y afectuoso. Violeta estaba jugando su juego
favorito de saltarse las reglas de la señora. Estaba regando el anciano
corazón marchito. Proyectaba sobre él rayos de amor y lo despertaba
de nuevo. Estaba malcriando al viejo gato en su hora de declinación.
—¡Pobre anciano caballero! —dijo con una mirada de soslayo—.
Le gusta que le dediquen un poco de atención.
Sonrió con seguridad y autocomplacencia y luego, al fijarse en el
rostro de Sofía, casi se le cae la bandeja.
—¡Oh, señorita! ¿Qué pasa? ¡El deseo de su corazón hecho
realidad, eso es lo que es! Qué contenta estoy.
En su cara había una extraña expresión de triunfo.
Al fin y al cabo, es mérito suyo, pensó Sofía.
—Siempre que llego a una casa pasan cosas —dijo Violeta entre
dientes.
De pronto, Sofía recordó una baraja de cartas grasienta que había
descubierto un día buscando algo en un cajón de la cocina.

188
—¿Haces solitarios aquí abajo por las noches? —le había
preguntado, con una punzada de compasión.
—No los hago —había replicado Violeta—. Me salen como quiero
que salgan. Es maravilloso lo que te dicen, si posees el don.
Ahora Sofía estaba conmovida y la rodeó con su brazo.
—Nunca olvidaré que te lo debo a ti —le dijo con suavidad.
—No tiene importancia, señorita —dijo Violeta, dejando caer los
párpados. Había en su cara una expresión inescrutable, como si supiera
lo que ella sabía—. Y ahora está la señorita Beatriz. Pero las cartas no
le salen bien. Todavía no, no. Un hombre casado, diría yo, señorita.
—¿Qué quieres decir? No debes decir esas cosas. ¡En mi vida
había oído tamaña tontería! —dijo Sofía, profundamente alarmada.
—¡Oh, no se preocupe, señorita! Puede confiar en mí. Soy tan
secreta como una tumba. —Y desapareció por la puerta de servicio en
dirección a sus aposentos.
En dirección al as de espadas y a los ratones, pensó Sofía con un
leve estremecimiento. El Amor, pensó, y la Muerte, manejados en la
mesa de la cocina por aquellas manos pequeñas y astutas.
Así que, de alguna manera, estaba preparada para aquel terrorífico
momento en que la señora Titmus subió las escaleras y fue hasta su
habitación.
Su mirada, enfermiza y descompuesta, como si su orgullo se
hubiera desmoronado, hirió a Sofía y la sorprendió.
Miró por detrás del hombro y cerró la puerta con aire furtivo.
—Sofía —dijo en un estado lamentable y con una voz
extrañamente enigmática—, esa chica…, la he visto. Estaba marcando
rombos en el mantel.
—¡Oh, querida madre, tiene que irse de inmediato! —gritó Sofía,
rodeando la escuálida figura de su madre con sus brazos.
Porque ahora sabía que Violeta, con deseos de muerte en su
corazón, era tan peligrosa como tener en casa un leopardo amaestrado.

189
Las ciruelas

AMA ATA AIDOO

Ella era una joven mamá que paseaba a su bebé en un cochecito.


Más adelante, le diría a Sissie que lo hacía con mucha frecuencia. Fue
y se detuvo donde estaba Sissie, en el puesto redondo del centinela, y
miró la ciudad y el río.

[4]Había un castillo
que, según el folleto,
era uno de los más grandes de toda
Alemania.
¿Alemania?
¿El país de los castillos?
Y ¿quién era aquel
Príncipe,
aquel Dueño y Señor
que había construido uno de
los castillos más grandes de todos,
que poseía las
tierras
más extensas, el
número de
siervos más elevado?
Y te preguntabas,
mirando el río,
a cuántas
vírgenes
habrá desflorado en sus noches de bodas
nuestro Soberano Dueño y Señor

190
mientras sus jóvenes
esposos, en
una agonía de ojos inyectados
y chirriar de dientes, su
virilidad
herida…
Pero «no todos los días son iguales», dijo el viejo
muro de la ciudad
y ahora el castillo es un albergue juvenil.

—¿Eres hindú? —le preguntó a Sissie.


—No —respondió ella.

Sabiendo que podría pasar por ello


si no fuera por el cabello.

Tal vez había oído su respuesta. Tal vez no. Pero seguía hablando;
las palabras salían a borbotones de su boca, como si hubiera planeado
aquel encuentro e incluso escrito los comentarios iniciales.

—Sí, me gustan mucho los hindúes. Trabajaban en el supermercado.


Eran muy simpáticos.
—¿Qué hindúes?
—Aquellos dos. Fue antes del invierno pasado. Durante mucho
tiempo. Y luego se marcharon. Me gustan mucho.
Sissie pensó que habrían sido de sexo masculino.

Hecho descartado.
Dos hindúes en una pequeña ciudad que alberga a
los siervos,
esclavos del Señor que
poseía uno de los
castillos más grandes de toda
Alemania…

Es un
largo viaje de
Calcuta a
Munich:
los aviones te traen aquí.
Pero ¿qué más hacen

191
las aves migratorias del mundo,
empezando con tan
pocas plumas también, que
caen
y
caen
y
caen
desde constantes vuelos y distancias?
Mi
vecino antillano y su mujer hicieron las maletas una mañana para irse a
Canadá, diciendo:
—Dicen que
los salarios
allá son bastante
suculentos.
Así que se fueron a Liverpool
a esperar un barco
que tendría que haber zarpado al
día siguiente. O eso era lo que pensaban ellos.
Pero llegó al muelle
Meses
más tarde.
No
Me
Preguntes
cómo se las arreglaron
con dos críos.

Pero
todos los viajes terminan en la puerta de una casa, y
también ellos
llegaron a Canadá,
donde
él, mi vecino,
murió
demasiado pronto:
un absurdo accidente en relación con
cámaras subterráneas,
suministros de oxígeno y
ordenadores que se echan una
siesta…
antes de que
firmaran los contratos.

192
Ella, la viuda de mi vecino,
resolvió dirigirse con los niños a
una prima lejana que
debía de estar
viviendo en
Newark,
New Jersey.
Pero no se habían visto
desde hacía años
desde que
la viuda de mi vecino se marchó de
Las Islas para hacer de niñera
en Gran Bretaña,
mientras que su
prima lejana se dirigía a los
EE.UU.,
Donde
todos sabemos que
un negro puede hacer más dinero
que cualquier otro de piel oscura
en cualquier otro lugar
de la Commonwealth…
¿Sí?

Pero aparte de
mantener correspondencia con
lejanas primas niñeras,
otros deberes nos reclaman:
la viuda de mi vecino antillano
desconocedora de que
cuando el Canadian Pacific
se dirigía a Nueva Inglaterra
a su prima lejana
la alcanzó un disparo…
«Todos los negros pueden morir:
todos posibles francotiradores
y
a ellos les da igual.»

¿Las plumas?
Ellas
caen
y
caen
y

193
caen, sobre
muchos
mares y
tierras,
hasta que
la última ala
cae: y
con la piel expuesta a los
vientos fríos o al
calor,
helada o
requemada,
nos
morimos.

Sissie miró a la joven madre y se le ocurrió que Allí,

Allí
al borde de un bosque de pinos en
el corazón de Baviera, entre las ruinas de uno de los
castillos
más grandes de toda
Alemania,
NO PUEDE SER NORMAL
que a una joven
ama de casa alemana
le gusten
dos hindúes
que trabajan en
supermercados.

—Mi marido se llama


ADOLF
y nuestro hijito también.

—¿De dónde eres? —le preguntó a Sissie.


—De Ghana.
—¿Está cerca de Canadá?

Tal vez
sudamericano precolombino con un poquito
de imaginación,
pero ¿esquimal?

194
No.
Demasiada
diferencia
en el color de la piel
forma de los ojos…
Gracias por el cumplido, señora,
Pero
no.

—Me gustaban mucho los dos hindúes que trabajaban en el


supermercado —insistió—. ¿Y dónde está Ghana?
—En África Occidental. La capital se llama Accra. Está…
—Ah, ya, ya, es el país donde tienen al presidente Nukurumah,
¿no?
—Sí.
—Mi nombre es Marija. Pero personalmente me gusta el nombre
inglés, Mary. Por favor, llámame Mary. ¿Cómo te llamas?
—¿Mi nombre? Mi nombre es Sissie. Pero también solían
llamarme Mary. En la escuela.
—Mary… Mary… Mary. ¿Dices que te llamaban Mary en la
escuela?
—Sí.
—¿Cómo a mí?
—¿Sí?
—¿Por qué?
—Procedo de una familia cristiana. Es el nombre que me
impusieron cuando me bautizaron. También está bien para la escuela,
y el trabajo y para ser una señorita.
—Mary, Mary… ¿Y eres africana?
—Sí.
—¡Pero es un nombre alemán! —dijo Marija.

¿Mary?
Pero es un nombre inglés, dijo Jane.
María, Marlene.
Es un nombre sueco, dijo Ingrid.
Marie es un nombre francés, dijo Michelle.
Naturalmente
Naturally

195
Naturellement
Natürlich!

Mary es el nombre de cualquier persona pero…

Es un precario consuelo que en algunos lugares,


los pacientes y sufridos
misioneros no lleguen tan lejos
como para
llamar al púlpito
a un hombre y a su mujer que
luchan por la noche
ni
les den latigazos
delante de
toda la congregación de los
REDIMIDOS

Pero con mi hermano,


fueron
demasiado
lejos.

Le enseñaron, entre otras cosas,


entre muchas otras cosas,
que
para que un niño crezca
y sea
una persona digna del cielo,
tiene
que tener,
por encima de todo,
un nombre cristiano.

Y ¿para qué le va a servir a un nativo que


tiene
sistemas de dar
a un niño
a una niña
dos
tres nombres o
más?
Yaw Mensah Adu Preko Oboroampa Okotoboe

Oh, hermano mío…


Hubo un día en que

196
las voces cantaron
los cuernos sonaron
los tambores redoblaron para
aclamar a
Yaw
por haber nacido en jueves
Preko
simplemente para exaltar a Yaw
Mensah
el tercero de una serie de varones
Adu
nombre del padre
después de un antepasado venerable,
Okotoboe
para ensalzar el poder de Adu.
No, hermano mío,
ya no
nos importa
esta
mierda
antropológica:

Un hombre podrá tener


diez nombres.
Todos serán lo mismo:
pagana
hereje
abominable idolatría a
juicio de
Dios,
quien, bendito sea,
es un
anciano
caballero
europeo
bastante
agradable
con una barba blanca al viento.
… Y está sentado flanqueado a ambos lados por ángeles que pasan lista a
Los Elegidos.

Señor,
permite que nosotros, Tus Siervos, vayamos en paz
a nuestro descanso,
nuestro olvido, y que nunca

197
nos atrevamos a esperar
que los ángeles que pasan lista en
latín, probablemente,
retuerzan sus lenguas tan delicadas
para pronunciar nombres como
Gyaemehara,
puesto que, querido Señor, Vuestros
Ángeles, como Vos,
son occidentales
blancos
ingleses, para ser exactos.
¡Oh, amado César visionario!
No hay otra clase de
ángeles, aparte de
Lucifer, pobre Diablo Negro.

Marija era cariñosa.

Demasiado cariñosa
para Baviera, Alemania,
por lo que había aprendido hasta el momento.

Se reía con facilidad. Sus pequeños dientes salientes, blancos y


relucientes, en contraste con sus finos labios pintados de un rojo vivo.

Los dientes blancos


solían ser una de las
poco agraciadas características de los
monos y los
negros.
Todo eso ha
cambiado ahora.
Los dientes blancos están de moda, hermano mío,
porque Alguien está
haciendo
dinero a costa de
los dientes blancos.

—Me gusta ser tu amiga, ¿sí? —preguntó Marija ilusionada.


—Sí.
—¿Y te llamo Sissie…, puedo?

198
—Claro.
—Y ¿qué nombre es éste, «Sissie»?
—Oh, no es más que una forma bonita de llamarme «hermana»[5]
la gente que me quiere mucho. En especial si no hay muchos bebés
hembras en la familia… una de las pocas maneras en que un concepto
originario de nuestras viejas tradiciones ha quedado bien expresado en
inglés.
—¿Sí?
—Sí… Aunque, incluso en este caso, tuvieron que imponer la
palabra inglesa de algún modo.
—Tu gente presta mucha atención a las pequeñas cosas de los
demás, ¿sí?
—Sí, porque, hace mucho tiempo, los demás era todo lo que la
gente tenía.
—Ah, ya. Y tú, ¿tienes muchos hermanos y ninguna hermana?
—No. Bueno, en mi caso no funciona así. Me llaman Sissie por
otra cosa. Otra razón… relacionada con la escuela y con estar con
muchos chicos que me trataban como si fuera su hermana…
—¿Ah sí?
—Sí.
—Me gustaban muchos aquellos hindúes. Cuando te oigo hablar
inglés me haces pensar en ellos.

Una herencia común. Un


dudoso convenio que nos dejó
saqueados de
nuestro oro
nuestra lengua
nuestra vida —mientras nuestros
dedos muertos estrujaban
el inglés— una
dudosa arma elaborada
en otro lugar para dar poder a un
alma que ya ha
huido.

UNA VEZ, dijo ella,


yo también conocí a un hindú

199
en Gottingen o por allá.
Mis sentimientos eran confusos,
no querían, o sólo querían,
escuchar a cualquier otro
amigo de cualquier otro lugar:

«Somos víctimas de nuestra Historia y nuestro


Presente. Colocan demasiados obstáculos en el
Camino del Amor. Y ni siquiera podemos disfrutar
En paz de nuestras diferencias.»

D’accord
D’accord.

Mi hindú había vivido en


Alemania «durante unos cuantos años».

Estaba claro que también durante unos cuantos


años, había sido doctor, farmacéutico general para
las dolencias imaginarias de los
barrios residenciales de Alemania.
Lo miré
y se me despertaron
imágenes del recuerdo,
reconstruidas de los relatos
de otros viajeros sobre personas enfermas en
Calcuta.
—¿Por qué te has quedado
aquí?
—¿Qué quieres decir?
—¿Por qué no volviste
a casa?
—¿Adónde?
—¿Tanto
te necesitan
aquí
como doctor?
Mi voz se iba elevando nerviosa,
yo estaba a punto de estallar en sollozos.
—Mmmm —gruñó él—,
una de esas Idealistas, ¿eh?
Yo, a la defensiva:
—De acuerdo.
Si soy idealista
¡déjame ser idealista!

200
—¿Dices que eres de
Ghana?
—¡Sí!
—Pues bien —dijo, sonriendo encantado—.
Aquí hay tantos doctores de Ghana
ejerciendo, como hindúes… de hecho
aun más, si consideramos las medias de población respectivas.

—Lo sé.
Lo sé.
Mis estúpidos temores en aumento,
él sacudiendo la cabeza y chasqueando la lengua.

Pero preguntándose al mismo tiempo qué


le haría hacer.
Yo sin saber qué decir.
Pero teniendo que aceptar
—Ir a trabajar a un
hospital estatal es una
esclavitud
innecesaria…

A menos que seas uno de los buenos


ansioso de utilizar
camas estatales
fármacos estatales
tiempo estatal para pacientes
civilizados y privados,
magnates de los negocios,
otros astutos funcionarios
que sólo saben cómo
tratar al público despóticamente,
colocar hermanos masones y
compañeros de clase,
cualquier
bribón que pueda pagar por
él o por su
mujer.

—500 por un chico,


400 por una chica.

¿Qué tiene de sorprendente


que cueste un poco más hacer un niño?

201
Ocupados como estamos
en construir en serio,
firmes, sólidos cimientos para
nuestras dinastías de zombies?
Pero luego.
—Tratarán al doctor como a un perro
si pueden hacerlo.

Y él, mi hindú, en un
orden social que
se congeló hace mil años,
se moriría de hambre
hoy
si no «abriera una
consulta privada
en cualquier rincón de su
patria».
Un hijo de Dios atendiendo a los
hijos de Dios, que, aun siendo
los propios bebés de Dios,
no pueden pagar el
Seguro Social, sino que viven del
aire y de las glorias de los ricos que
van y vienen:
alimento excelente para el
alma, sin duda:
pobre dieta para un bebé.

Así que, por favor,


no me hables de la
fuga de
cerebros.
¿Quién de nosotros se queda en estos días
sino aquellos de nosotros que tienen miedo
a no sobrevivir en el extranjero,
por una u otra razón?

Oftalmólogo de Gambia en Glasgow,


especialista de pulmón filipino en Boston,
especialista de cáncer brasileño en
Brooklyn o
Basilea o
Nancy.
Mientras en casa,
dondequiera que se encuentre,

202
cuerpos con los miembros y los sentidos deshechos
dejan
sus corazones sanos para
ser trasplantados al
pecho de los vecinos blancos…
y
tropas de pacificación y otros voluntarios
que en sus ciudades de origen tal vez no
se acercarían a pacientes
aquejados de alergia, junto con
la incompetencia local
preparan
extrañas cajas para
los entierros…

Quedaron en que Marija iría a recoger a Sissie al albergue juvenil


ex castillo al día siguiente alrededor de las cinco de la tarde y la
llevaría a su casa.
Las cinco era una buena hora para planear una salida. Porque,
generalmente, Sissie y los demás jóvenes regresaban del criadero de
abetos sobre la una o las dos. A eso de las tres ya habían terminado de
almorzar. Patatas, estofado alemán, queso, col fermentada, pescado en
alguna de sus formas, otros alimentos. Y siempre, tres tipos de pan
distintos: pan blanco, pan negro y pan de centeno. Toneladas de
mantequilla. Frascos de mermelada. De hecho, las porciones de cada
comida eran suficientes para mantener durante un mes a un trabajador
de canteras de dos metros. Todo lo cual estaba muy bien para los
jóvenes. Así que incluso después de un copioso desayuno, cada uno de
ellos tenía que llevarse uno o dos bocadillos gigantescos para tomar a
media mañana.

Se atiborraban.
Oh sí:
lindos cerditos adolescentes de
Europa
África
Latinoamérica
Oriente Medio,
dándose cuenta tan
rápidamente como sólo los jóvenes son capaces,
de que quizás allí en

203
Baviera,
junto al Salz, que fluía dulcemente,
nadie necesitaba su trabajo
desde luego, no su fuerza muscular:

Por supuesto, no lo necesitaban en ninguna de las maneras que


Sissie había conocido, como miembro de INVOLOU:

Ayudando a un pueblo a construir la escuela,


con un sentido misionero de la gratificación,
excavando un pozo con nuevas técnicas
convirtiendo una
carretera local de séptima categoría en una
carretera local de segunda…
Y cuando pasas por allí, años más tarde,
te sube un calor desde el pecho,
cuando ves un
mercado nuevo
donde habías compartido el
arroz Jolof,
sin carne
apenas suficiente
cocido desigualmente.
Por todo el Tercer Mundo,
oyes la misma historia;
los gobernantes
dormidos a todas las cosas
en todo momento,
conscientes sólo de los
ricos, a los que reúnen en un
coma,
intravenosamente…

Para que
no se vea que estaban
comiendo, a no ser por el
ocasional churrete delator
en la periferia de la boca.
Y cuando se despiertan sobresaltados,
miran a su alrededor con
ojos que no ven, como simples
sonámbulos en una pesadilla.

En consecuencia,

204
no se hace nada en
pueblos y ciudades,
si
no existen voluntarios,
locales e indiferentes.
Los hay de otras clases:
importados
ilusionados,
cariñosa ayuda extranjera
que, con el tiempo, cobrará
mil
por cada caballo de vapor invertido.

Sissie y sus compañeros tenían que estar allí, riendo, cantando,


durmiendo y comiendo. Sobre todo comiendo.

Así que
se atiborraban
con una cierta serenidad
que estaba por encima de toda comprensión.

No sentían necesidad de preocuparse por quién debería desear que


estuvieran allá comiendo. ¿Por qué iban a hacerlo? Aunque el mundo
sea duro, no está mal que te paguen por tener un orgasmo…, ¿no?
Naturalmente, luego, cuando lleguemos a ser

Diplomáticos
catedráticos visitantes
expertos locales en áreas sensibles
o bien
personas de esas sin escrúpulos,

habremos perdido incluso esta pequeña conciencia de que, en


primer lugar, se nos envió una invitación…
Mientras tanto, todo lo que Sissie y sus compañeros tenían que
hacer como trabajo estaba en el criadero de abetos; cubrir con turba las
bases y los tallos de los brotes de los abetos. Protegerlos del frío del
próximo invierno. Los chicos cargaban la turba con palas en las
carretillas y la llevaban hasta las chicas que la esparcían.
En el jardín había también campesinos bávaros. Mujeres de

205
mediana edad. Al principio, los jóvenes no sabían situarlos. Luego, se
dieron cuenta de que eran empleados de algún ente público y de que,
en realidad, ellos estaban desempeñando su trabajo. Algunos de los
jóvenes no estaban a gusto plantando pequeños abetos. Especialmente
los europeos. Poco acostumbrados como estaban a ser útiles en sus
hogares de clase media, se habían alistado como voluntarios
internacionales con la esperanza de llegar hasta las multitudes de la
tierra castigadas por la pobreza. Mala suerte: algunos de sus amigos no
habían podido siquiera salir de casa. Demasiadas solicitudes. Durante
algún tiempo, les habían hecho creer a algunos que irían aunque sólo
fuera al sur de Italia. Pero ahora se encontraban en el sur de Alemania,
¡plantando futuros árboles de Navidad!
Las damas bávaras iban todos los días a supervisar el trabajo que
realizaban los jóvenes. O, para ser más exactos, iban sólo para estar
con ellos, junto a ellos, animarlos. Y cuando tenían la sensación de
que die schönenkinder se tomaban el trabajo demasiado en serio, se les
acercaban y les daban palmaditas en la espalda, uno tras otro,
diciéndoles que fueran más despacio. Seguramente ellas sabían con
toda certeza lo que los jóvenes sólo podían adivinar: que todo aquel
jaleo no era más que una excusa para conseguir que las voces de los
niños del mundo resonaran libremente por entre los viejos bosques.

Después
de cada experiencia traumatizante
la Madre Tierra se recupera.
Esto es verdad, por supuesto,
pero con bastante esfuerzo,
por lo apaleada que está.
No está de más que la ayudemos
de vez en cuando.

Las señoras bávaras iban vestidas de negro: todas y cada una de


ellas, cada día.

Viudas
viudas
todas viudas,
por lo que había aprendido hasta el momento.
Necesitaron la sangre de sus maridos

206
para mezclar el cemento para
erigir los muros del
Tercer Reich. Pero
sus cimientos se desmoronaron antes de que los muros
terminaran de ser construidos.
Dios mío,
Dios mío,
cómo me recuerda esto a los
reyes Abome de Dahomey.

Por eso
se preguntan,
se preguntan si, en caso de
dejar de cultivar los abetitos, quizás
otra cosa,
sembrada allí
hace muchos, muchos años, en
aquellos bosques bávaros,
¿BROTARÍA?

Marija fue a buscar a Sissie y la llevó a su casa, que resultó


hallarse al otro extremo del pueblo. El edificio, una casita de campo
exquisitamente nueva, era la última de una hilera de casitas
exquisitamente nuevas, favorecidas por el follaje de verano de las
enredaderas.
Como las demás, tenía un jardín trasero donde Sissie vio varios
tipos de verduras plantadas. Reconoció a un viejo, viejo amigo. El
tomate. Aunque tan uniformes y exuberantes, aquellos tomates
parecían extraños frutos exóticos. Sensuales, color carmesí, pulidos.
De todas formas, había árboles frutales auténticos en el jardín.
Sissie pidió a Marija que se paseara con ella mientras trataba de
identificar las manzanas, las peras, las ciruelas, rememorando las
ilustraciones de sus libros de texto escolares:

Paisajes conocidos
territorios familiares
pampas de Australia
estepas de Eurasia
praderas de América
kumis
coníferas

207
nieve.
Aunque allá afuera, al sol africano,
hundían sus raíces durante siglos árboles gigantescos y
pequeñas plantas
florecían y
morían,
sin que las notas de geografía
los mencionaran.

Entraron en la casa, se sentaron, charlaron de esto y aquello, y por


último tomaron café con galletas.
Marija se resistía a que Sissie se marchase temprano. Le explicó
que el turno de Adolfo Mayor duraba todo el día y media noche. Por lo
tanto, no había necesidad de hacer la cena. Podía improvisar una
comida ligera y así cenar las dos juntas. Tenía mucho queso,
salchichas, fruta y, sí, sí, carne fría…
—¿Carne?

—Carne, ¿sí?
—Ah, ya.

Sí, claro que Adolfo Mayor vendría a casa, pero tarde, muy tarde,
y tan cansado que no comería nada. No habían acabado de pagar la
exquisita casa nueva, informó Marija a Sissie, por lo que Adolfo
Mayor tenía que hacer horas extraordinarias, muchas horas extras.
Cuando finalmente Sissie logró convencer a Marija de que tenía
que regresar al albergue juvenil, Marija sacó de inmediato dos bolsas
de papel de estraza llenas de manzanas, peras, tomates y ciruelas.

Pero
las ciruelas.
Qué ciruelas.
Aquellas ciruelas.

Sissie nunca había visto ciruelas antes de ir a Alemania. No, nunca


había visto ciruelas de verdad, vivas. Ciruelas en almíbar, sí. Secas, en
almíbar, confitadas, en lata…

Alabado sea el Señor por todas las cosas muertas.

208
Primer plato:
crema de espárragos
treinta meses en una lata
de aluminio.

Segundo plato:
pollo moriturus con
salsa de curry precocinada
en Shepherds Bush:
y como estamos aprendiendo a tomar
postres —sello auténtico de una clase ociosa—
ciruelas en lata
peras en lata
manzanas en lata
albaricoques
cerezas.

Hermano,
la lógica interna es así de dura:
la única forma de acabar siendo
buitres culturales
es alimentarse de carroña desde el principio.

No puedes alcanzar los


moribundos objetivos de una
educación peligrosa empleando
fuerzas vivas.
En consecuencia, como
«Los fantasmas saben hacer sus cálculos»,
el doctor Intelectual Nacidomuerto
—con perfecta razón—
se puede romper el alma reclutando
cadáveres académicos en Europa.
Espectrales por la edad
o simplemente vulgares.

Sissie había visto ciruelas por primera vez en su vida en Frankfurt,


y lo mismo le había ocurrido con las peras, los albaricoques y otros
frutos del Mediterráneo y zonas templadas. En las semanas siguientes
iba a verlos a montones allá donde fuera, a lo largo y ancho de
Alemania. Estaban en pleno verano y las paradas de fruta estaban
repletas. Ella había decidido que, por el hecho de ser fruta, toda le
gustaba, pero sus dos preferidas iban a ser las peras y las ciruelas. Y se

209
atiborraba de ellas. Así que tenía buenas razones para sentirse
fascinada por la calidad de las cerezas de Marija. Tenían un tamaño,
lustre y suculencia que no había visto en ninguno de aquellos países
extranjeros. De lo que se daba cuenta, sin embargo, era de que
aquellas ciruelas bávaras debían su gloria, tanto a sus ojos como a su
paladar, no a aquel precioso y negro suelo bávaro, sino a otras
cualidades que ella misma poseía en aquel mismo momento:

Juventud
paz espiritual
sensación de libertad:
conciencia de que eres un artículo escaso,
sentirse
amado.

Nuestra Hermana se sentó, acariciando con la lengua las orondas


ciruelas con un color de piel casi como el suyo, mientras Marija le
contaba que las había elegido especialmente para ella, del único árbol
del jardín.
En los días siguientes, Marija fue al castillo cada tarde a las cinco a
buscar a Sissie. Evitaban la calle principal y tomaban un sendero a
través del parque donde paseaban a Adolfo Pequeño un rato antes
de dirigirse a casa. A veces se sentaban y conversaban. O, más bien,
Marija preguntaba mientras Sissie, en sus respuestas, le hablaba a su
amiga de su

loco país y su
todavía más loco continente.

Otras veces, se sentaban sin más, cada una absorta en sus


pensamientos. De tanto en tanto una de ellas miraba a la otra. Si sus
miradas se cruzaban, se sonreían. Al final de cada jornada, volvía al
castillo más tarde que la noche anterior. Y también más cargada.
Porque siempre había un par de bolsas de papel de estraza, llenas de
golosinas, fruta y ciruelas. Siempre había ciruelas. Sissie se percató de
que Marija las cogía veinticuatro horas antes y las tenía toda la noche
en una bolsa de polietileno; era un proceso que ablandaba las ciruelas
y las libraba de su sabor excesivamente fuerte, conservando un suave

210
aroma dulce.

Sí,
el trabajo es el amor hecho visible.

Y por ello los compañeros de Nuestra Hermana en el albergue


juvenil, antes castillo, la conocían con el nombre de «La Portadora de
Golosinas Después de Apagar la Luz».
La cena era a las siete. Y, habida cuenta de las cantidades servidas
y de la abundancia general y de que no había nada que hacer después
aparte de cantar canciones y charlar, la mayoría de los jóvenes estaban
listos para retirarse pronto a dormir. Sólo que el entorno era perfecto
para desvelar a cualquiera. Pues ¿quién conoce un mejor inspirador de
amores adolescentes, al estilo europeo, que

un antiguo castillo en ruinas al borde de un


melancólico bosque de abetos, en la
orilla de un río de suave fluir que
despide destellos de plata
bajo el sol
de medianoche?

Así que había muchas manos entrelazadas y besuqueos a lo largo


de los pasillos adoquinados. Miradas pensativas clavadas en los
remolinos plateados del río.
Las promesas realizadas no iban a cumplirse. Pero, ¿a quién le
importaba?

El amor siempre es mejor cuando está


predestinado…
Si Sonja Simonian, judía,
segunda generación de inmigrantes de
Armenia a Jerusalén
se enamora de Ahmed Mahmoud bin
Jabir, de Argelia…,
¿quién se atreve a
tener esperanzas? ¿O a no tenerlas?

Otros se perdían completamente en el gran romanticismo del

211
conjunto. La mayoría de los compañeros de habitación de Sissie eran
de ese tipo de niños. Sin embargo, también ellos permanecían
despiertos. Se podían meter en sus literas, pero hacían batallas de
almohadas, esperando su regreso, una hora más o menos antes de
media noche. Esto tampoco era sorprendente, porque estaban en pleno
verano y los días eran muy largos.
Tan pronto como oían el sonido de su figura que se aproximaba,
saltaban de la cama, al grito de uno de ellos que decía:
—¡Las ciruelas!
Gritando y aullando como cachorros, saltaban sobre ella, agarraban
las inevitables bolsas de papel marrón y devoraban su contenido. Ya
nadie podía irse a dormir hasta que hubiese desaparecido la última
ciruela.
Estaba Gertie, de Bonn; libre, ligera… era Gertie.
Jayne, de East Putney, Londres, cuya madre destrozó los oídos de
Sissie con su acento:
—¡Querida, Jayne ha estado fuera todo el día!
Nuestra Hermana, cuyos profesores, nativos británicos y de
formación británica, se habían pasado horas moldeando su lengua con
los entresijos de la Pronunciación Recibida…
Marilyn. Llevó a Sissie a ver su universidad de magisterio una
tarde. Estaba en las afueras de Londres. Y la primera cosa que hizo fue
señalar a Sissie la única chica negra del campus. Con el triunfo escrito
en su rostro.

Siempre ocurre así.

A los nueve años, una pieza de exhibición;


a los dieciocho, un encanto.
¿Qué serás
a los treinta?
Un perro entre los dueños, el
más magistral de los
perros.

Papá es el ministro de Educación


en mi país. Sabe dónde está la
calidad. Así que, la
educación y otras

212
cosas esenciales, las encarga directamente a
Europa. Y realmente es
mejor si vamos allá.
Nos matriculó
cuando teníamos seis meses,
nunca es demasiado pronto, ya sabes…

Sissie tenía un fuerte poder de convocatoria en la Baja Baviera.


Parecía que cualquier función abierta que se organizase para los
voluntarios se convertía en un éxito automático si ella se hallaba
presente.
Porque para aquellos nativos, la mera presencia de la chica
africana era algo extraordinario.
Algunos de ellos se habían cruzado con negros en algún viaje
esporádico a Munich. Negros que, ya fueran soldados americanos de
las bases militares de la OTAN o estudiantes africanos, siempre eran
de sexo masculino y hablaban alemán con bastante fluidez. Y por lo
tanto, no resultaban tan exóticos.
Mientras que Nuestra Hermana no sólo era de sexo femenino, sino
que además no hablaba alemán. Decían que hablaba bien el inglés. Lo
cual no cambiaba las cosas. El inglés podría ser un idioma familiar,
pero ellos ni lo hablaban ni lo entendían.
En cuanto a la señorita africana, ah… h… h…, mirad su vestido.
Qué encantador. Y se quedaban boquiabiertos mirándola, señalando su
sonrisa. Su nariz. Sus labios. Y les brillaban los ojos. Sin esperar que
ella se sintiese molesta.

Ésta es la razón por la cual, hermano mío,


tú y yo
nos quedaremos
impresionados con
la aeronáutica y todas esas
acrobacias cuando
nos traigan un
marciano que respira o un
peludo viajante
de la luna
de diez ojos…

213
Y entretanto, ¿quién era esta Marija Sommer que monopolizaba
aquella curiosidad que brindaba tanta amenidad con su simple
presencia? ¿Una simple ama de casa casada con un obrero de fábrica?
Y echaban chispas.
Y estaban rabiosos. Aquel último residuo de la aristocracia y
aquellos adulones tradicionales: el pastor, el alcalde y el maestro de
escuela… al lado de la última advenediza.
Los primeros nuevos llegaron con la Construcción Nacional de la
preguerra, que había ampliado el tamaño del viejo pueblo. Porque, en
aquellos bosques de pinos, decían que el Líder había hecho construir
una de esas industrias químicas que servían al Imperio. Decían que en
laboratorios muy muy grandes de aquella planta química, se realizaban
experimentos con hierbas, con animales y con el hombre. Pero
especialmente con el hombre; atrocidades que sólo con oírlas un
hombre adulto se orinaría encima, y si las viera chillaría en sueños por
lo menos durante un año entero.
Después de la guerra, convirtieron la estructura en otra planta
química para la fabricación de analgésicos. Y llegó más gente al
pueblo. Y con la gente, los servicios sociales y sus jefes. La mayoría
de estos jefes, en especial los que tenían algo que ver con el dinero, se
consideraban suficientemente importantes como para ser un foco de
atención.
Y entonces, ¿por qué no eran ellos o sus mujeres los que
acompañaban a la señorita africana? ¡Debe de haber algún error con
esa Marija Sommer!
¿Por qué siempre se está paseando con la chica negra? —preguntó
el director de la sucursal local de un banco.
Sommer no habla inglés y la africana no habla alemán. ¿Quién
entonces les hace de intérprete? —preguntó el director de un
supermercado.
¿De qué hablarán? —se preguntaba un agente de seguros.
¡No debe llevarla a su casa todos los días!
¡Debe de estar volviéndose neurótica!
Es una perversidad.
¡ALGUIEN TIENE QUE DECÍRSELO A SU MARIDO!
Inesperadamente, los vecinos de Marija se hicieron importantes.

214
Pues ¿no eran ellos los que estaban cerca del drama? Y, por una vez en
sus vidas, sus tardes se llenaron de significado: se sentaban y espiaban
las idas y venidas de las dos. Un grupo de ellos siempre lograba una
excusa para ir a ver a Marija en los momentos en que sabían que Sissie
estaba con ella, fingiendo, sin embargo, que no era a causa de ella por
lo que iban a verla. Entonces, ocultos tras su idioma, acribillaban a
Marija a preguntas, se quedaban mucho más rato del razonable,
incluso según su propio parecer, y luego las dejaban solas, pero sólo
cuando notaban que ya sería demasiado si se quedaban mucho tiempo
más.
Mientras tanto, Marija le explicaba a Sissie que había gente que
ella ni siquiera recordaba, que la saludaba por la calle y a menudo la
detenía para preguntarle cosas muy familiares, como si fueran amigos
de toda la vida. Marija siempre estaba tranquila.
Pero algo de todo aquel alboroto llegó a afectarla, de modo que las
dos mujeres acordaron por fin retrasar sus encuentros un par de horas.
Esto mejoró relativamente las cosas. No oscurecía hasta tarde,
pues era verano, y los días, largos. Sin embargo, en las horas que
constituían el anochecer, la criatura humana reaccionaba a los trabajos
del cuerpo y sucumbía a un sentimiento de cansancio. Hacia las ocho,
las actividades del día habían finalizado y dado paso a las de la noche.
La calle principal estaba desierta y la misteriosa quietud característica
de la noche envolvía las moradas humanas, aunque el sol brillase.
Marija estaba un poco rara la primera vez que fue a buscar a Sissie
por la noche. Tenía un resplandor en los ojos que a la chica africana le
habría resultado inquietante si la sonrisa que parecía estar siempre en
danza en sus labios no hubiera estado también allí. Estaba sofocada y
colorada. Sissie podía sentir el calor.
Y siempre había tenido que cumplir una serie de formalidades
antes de que Sissie pudiera marcharse del albergue. Como buscar a
uno de los tutores del campamento y decirle que iba salir. Y dejarlo
dicho en recepción.
Aquella noche, las cosas resultaron más difíciles de lo normal. El
tutor del campamento consideraba que era demasiado tarde y el
conserje dijo tajantemente que salir a aquellas horas iba en contra de
las normas.

215
Sissie estaba allí de pie, con expresión ansiosa, mientras Marija
discutía con ellos en su idioma y lo único que conseguía era irritarlos
todavía más.
El conserje era inamovible. Al final, el tutor cedió y de mala gana
le explicó al conserje que, a pesar de las reglas, estaba claro que no
podían negarle nada a la señorita africana.
Una vez fuera, Marija dio un suspiro de alivio afirmando que no
hubiera podido soportar que hubiesen impedido que Sissie la
acompañase a casa.
En cuanto a Nuestra Hermana, no hizo más comentarios sobre el
tema. Lo que pensaba era que la situación no era para tanto. Pues si
hubiera sido por ella, podría haber permanecido con sus compañeros,
quedando en verse al día siguiente a una hora más temprana.
—Estoy tan contenta de que esta noche vayamos a casa, Sissie —
insistió Marija.
—Yo también —asintió Sissie.
Soplaba una brisa fresca. El río era de un gris oscuro a la luz
crepuscular y lamía quedamente el malecón de piedra y cemento. Era
uno de esos momentos en el tiempo en que uno se siente seguro, como
si toda la realidad estuviera hecha de lo que puede verse, olerse,
tocarse y explicarse.
—Sissie —comenzó Marija, pronunciando su nombre de aquella
forma tan especial. Como si estuviera haciendo un esfuerzo consciente
para que la música contenida en él no muriese demasiado rápido, sino
que se prolongase hasta distancias lejanas.
—Sí, Marija —respondió ella.
—Te he hecho un pastel.
—Mmmmm —se relamió Nuestra Hermana, fingiendo estar más
ilusionada por la noticia de lo que en realidad estaba.
Lo cierto es que se sentía incómoda.
Desde que había llegado a aquel país ya había engordado unos
cuatro kilos y medio. Por lo tanto, ya no era capaz de sentirse
entusiasmada ante el hecho de que alguien hubiera hecho un pastel, del
tipo que fuese, en su honor. ¿Aunque tan sólo fuera una estudiante
africana inconsciente?

216
¿Quién no sabe que
la obesidad y
la fealdad son lo
mismo, una
invitación a un
no sé qué coronario o algo así?
¿Que
los hidratos de carbono debilitan
sea como sea
?
Además, hermana mía,
si quieres creer a los
hermanos
cuando
te
dicen
lo gordas
que les gustan sus
mujeres,
piensa en las
formas de las que escogen
para casarse;

qué
delgadas

qué
estilizadamente
delgadas.

—Es un pastel de ciruelas —continuó Marija.


—¡Ah! —exclamó con suavidad Nuestra Hermana. Angustiada.
Recordando que los pasteles que hacía la gente de aquel país eran muy
dulces y que a ella no le gustaban las cosas demasiado dulces.
Continuaron caminando. Contentas simplemente de estar vivas.
Pero, al rato, se cruzaron con una pareja de ancianos que se detuvieron
de golpe. Dos pares de ojos que se salían de sus órbitas. El anciano
que hablaba en su idioma: un montón de palabras; señalando a su
propio brazo y luego al de Sissie, luego al suyo, luego al de ella, de
nuevo a su propio brazo y otra vez al de Sissie. Pobre anciano,
respirando con dificultad y sudando. La anciana que hablaba en su
idioma con mucha ansiedad. Muchas palabras. Marija que sonreía,

217
sonreía, sonreía. Sissie que pedía a Marija una explicación de lo que
estaba sucediendo. Marija que se sonrojaba como un T-O-M-A-T-E.
Marija sofocada pero sin querer contestar a la pregunta de Sissie.

Sí, hermana mía,


ciertas cosas que
realmente
nos ocurren mientras paseamos son
más raras
que ciertas situaciones cómicas que surgen
cuando vas a un país extranjero.

Continuaron caminando. Por la calle principal de la ciudad. Las


alegrías internas se habían esfumado, demasiado conscientes de los
aspectos tristes del ser humano.

¿Quién era Marija Sommer?

Una hija de la
autodenominada
raza con mayor línea real de
la humanidad,
la Casa de Ario,

la heredera de un
legado que te haría
inclinar
la cabeza
de vergüenza y
llorar.

¿Y Nuestra Hermana?

Una mujercita
negra que
si las cosas hubieran ido como debieran,
y el tiempo no tuviera una forma de
reducir a la nada los sueños
del Hombre,
no
habría
estado

218
allí,
paseando
por los lugares que
habían pisado los
pies del Führer:
A-C-H-T-U-N-G!

Llegaron a casa de Marija. Sólo entonces, Sissie se dio cuenta de


que el Pequeño Adolfo no había venido con ellas.
—¿Dónde está el Pequeño Adolfo, Marija?
—Se ha quedado en casa, durmiendo…
—Claro, claro —se dijo Sissie para sí. Había olvidado que era
mucho más tarde y que aquéllas no eran horas para sacar a un bebé a
pasear. Marija seguía hablando.
—Deseaba estar sola. Conversar contigo… ¿Sabes, Sissie?, a
veces una desea estar sola. Aun sin el hijo al que tanto se quiere. Sólo
un ratito… quizá.
Terminó vacilando, mirando a Sissie, que no tenía hijos, como
para que le diera su aprobación. Para que la reconfortara. Que no
estaba diciendo barbaridades.

Es una
herejía.

En
África,
Europa,
en todos lados.
Esto es algo
que no debe salir
de los labios de una buena madre:

toca madera.

Sissie estaba callada. Pensaba que ella no sabía de bebés. Pero, de


todas formas, ¿acaso Marija no estaba sola muy a menudo?

Con todo,
¿quién dijo también que
estar sola no es lo mismo que
estar

219
sola?

Entraron en la casa. Como siempre, estaba muy tranquila. Fueron


directamente a la cocina, que, al parecer, hacía las veces de salita de
estar. Era grande y cómoda.
—Siéntate, Sissie.
Las sillas eran unos artilugios modernos de fibra artificial. Y dos
de ellas habían sido colocadas más juntas, como si Marija lo hubiera
querido así. Sissie se sentó en una de ellas.
Marija tomó el jersey que Sissie había llevado, a pesar de que el
día había sido muy caluroso. Pues a Nuestra Hermana parecía no
importarle el calor que hiciese. No se fiaba nunca de aquel clima que
cambiaba tan a menudo y de manera tan brutal, acostumbrada como
estaba a la promesa eterna del calor tropical.
Marija le preguntó a Sissie si se tomaría un café.
Sissie le dijo que no, que todavía no. Pero, ¿había agua? Sissie se
había percatado de que, por alguna razón, el pedir agua parecía
desconcertar a sus anfitriones y anfitrionas, independientemente de la
región del país donde se encontrasen. Al parecer, ellos no bebían agua
bajo ningún concepto.
—Sí —dijo Marija—, pero, ¿no te apetece un poco de zumo de
casis?
Era del jardín de su madre. El casis. Crecía a montones. Y cada
verano desde que era pequeña su único placer era hacer conservas de
casis —en mermelada, en zumos…—. Y ahora todavía iba a casa de
sus padres a ayudar. O, más bien, iba a darse el placer, la belleza, el
gusto de disfrutar de la época de la cosecha: de estar con mucha gente,
la familia. Trabajar en grupo. Si se hubieran conocido antes, podría
haber llevado a Sissie a su casa aquel año. No quedaba lejos. Su casa.
Estaba segura de que Sissie le hubiera gustado mucho a su madre.
Sissie sorbía la exquisita bebida… Marija le preguntó si le gustaría
ver al Pequeño Adolfo. Sissie dijo que sí, levantándose. Pero Marija le
dijo que podía terminarse la bebida. Después subirían a ver al pequeño
Adolfo, y a Sissie, ¿le gustaría tal vez que le enseñara la parte superior
de la casa? Pues hasta entonces siempre se habían quedado abajo.
Sissie asintió. Luego prosiguió diciendo lo precioso que le parecía

220
el niño. La madre sonrió, encantada. Ya le había dicho a Sissie que
Adolfo iba a ser su hijo único. Había tenido complicaciones en el parto
y el doctor le había aconsejado no tener más. Podría poner su vida en
peligro. Y, con una sonrisa todavía más amplia, dijo que, ya que
Adolfo iba a ser su único hijo, estaba muy contenta de que fuese un
varón.

Toda mujer de bien


en sus cabales
diría lo
mismo

en Asia,
Europa
en todos lados:

pues
aquí, bajo el sol,
ser mujer
no es
no puede ser
nunca será un
juego de niños

por lo que había aprendido hasta ahora…

Así que ¿por qué echar una maldición a tu hijo


deseando que sea mujer?

Además, hermana mía,


las filas de los desdichados están
repletas,
están repletas.

Ahora Marija estaba diciendo que sentía tanto, tanto no poder ir a


visitar a Sissie a África. Pero rezaba porque, algún día, el Pequeño
Adolfo pudiese ir, tal vez.

Y está siempre
SUDÁFRICA
y
RHODESIA,
¿sabes?

221
—¿Sissie?
—Sí, Marija.
—Tú eres de África. Y, oh, es maravilloso. Muy maravilloso. Y
viajas mucho. ¿Pero a qué otros lugares me dijiste que habías ido?
—A Nigeria.
—¿Ah sí?
—Sí.
—Niigeria. Ahhh!, Nii-ge-ria. ¿Qué fuiste a hacer a Niigeria?
Sissie abrió la boca para contestarle. Pero, al parecer, Marija deseaba
saber otra cosa antes.
—Nii-ge-ria. ¿Cómo es Niigeria?
—Oh, como mi país. Pero en grande. O, más bien, tiene en grande
todo lo que mi país tiene.
Sissie le dijo a Marija que siempre que los amigos extranjeros sólo
podía visitar un país de África, los convencía de que fueran a Nigeria.
Marija estaba sorprendida, porque aquello le parecía muy poco
patriótico por parte de Sissie.
—¿Por qué, Sissie?
Nuestra Hermana intentó explicarse. Que, en su opinión, Nigeria
no sólo poseía todas las características típicas de cualquier país
africano, sino que las presentaba con mayor intensidad. Por lo tanto,
¿qué sentido tiene convencer a un amigo de que vaya a ver la versión
en miniatura de algo, cuando lo auténtico está allá?

Nigeria.
Nigeria nuestro amor
Nigeria nuestra pena.
De los hijos de África
su semejanza

Oh Nigeria.
Más que nada somos todos,
más que nuestro calor
nuestra inocencia
nuestra humanidad
nuestra fealdad
nuestra riqueza
nuestra belleza

222
un gran espejo de
nuestros problemas
nuestras tragedias
nuestras glorias.
Mon ami,
las peleas domésticas de
África se convierten en
GUERRA en
Nigeria:

—¿Y Ghana?
—¿Ghana?

¿Ghana?
Tan sólo una
porción diminuta de territorio precioso en
África… le
impusieron la grandeza
una vez.
Pero tenía ojos que no veían…
Eso fue hace mucho tiempo…
Ahora se dedica a recoger minúsculos trozos
de comida no-digerida de la
basura del mundo industrial…
Oh Ghana.

Sissie se estremeció.
—¿Qué te ocurre?
—Tengo frío.
—Te traigo el jersey, ¿eh?
—No, no es el aire lo que me da frío. Se me pasará enseguida.
—¿Has estado en algún otro lugar de África?
—Sí.
—¿Dónde?
—En el Alto Volta…
—Y ¿dónde está el Alto Volta?
—Encima de Ghana.
—¿Qué fuiste a hacer?
—Turismo.

223
Marija se rió.
¿Acaso sería Alto Volta también bonito?
—Sí —dijo Sissie—. Pero de una forma más pobre, más seca, más
triste.
—¿Sí?
—Sí.

Ignoraba que pensara así entonces.


Lo iba a saber.

La Biblia habla del


desierto
Lleva a tus ojos a ver el
Alto Volta, hermano mío…
Tierra seca. Arboles desgarrados. Piedras.
La carretera desde la frontera de Ghana a
Ouagadougou era
¡invisible!

Los franceses, con


su desprecio característico y
su sentido
casi
infantil de la perfidia,
habían
asfaltado,
hacía mucho tiempo,
dos estrechas
franjas de tierra, para vehículos de motor.
Cada uno de la anchura de
una rueda.

Resultado: Cuando se cruzaban dos vehículos, ambos tenían que


salirse de las franjas asfaltadas, sumergiéndose en el polvo y las
piedras, o fango y piedras, según la época del año. En una época en
que no había diferencia alguna entre las franjas y el resto, tres amigos
viajaban por aquel camino. Las franjas eran una sucesión de baches
mortales, y el resto, tan sólo una larga zanja. Mientras lo recorrían, el
automóvil se cayó en un bache y se incendió. El destino los salvó.
Pues entre los tres, todo lo que sabían de automóviles era cómo sacar
una rueda y arreglar el pinchazo, y nada más. Pero, tanteando a ciegas

224
en medio del humo, el más listo de los tres arrancó algunos cables y el
humo cesó. Estaban en medio de ninguna parte, por lo cual, todo lo
que podían hacer era sentarse junto a la carretera y esperar a que
llegara ayuda. Al poco pasó un francés. Los amigos le preguntaron por
qué el país permitía que su carretera internacional estuviera en aquel
estado, años después de la independencia.
—El propio presidente la utiliza todos los días —dijo el francés,
encogiéndose de hombros, y partió en su coche.

Una historia conocida y desesperante.


Pobre Alto Volta, también.

Hay países
más ricos, mucho
más ricos en este continente
en los que
los problemas nacionales más graves
permanecen
ocultos mientras
los grandes hombres viven sus
grandes vidas
dentro de ellos…

Al final del día, los tres amigos llegaron a una minúscula ciudad
provincial francesa llamada Ouagadougou. Allá, en medio del calor
del Sahara y del calor del ecuador, colgaban tiras de algodón en las
ventanas a modo de nieve, porque era la fiesta de Navidad.

También nosotros sabemos,


¿o no?, de países de
África en los que las
esposas de los
presidentes proceden de
Europa.
Traen a sus hermanos o…, ¿quién sabe?,
a dirigir la
Economía.

Excelente idea…
¿Cómo va a poder un
negro dirigir bien
si sus

225
pelotas y su cartera no están
agarradas por
expertas Manos Blancas?

Y los presidentes y sus


primeras damas
gobiernan desde el Norte
Provenza, Ginebra, Milán…
Y se dirigen al sur, a África,
una vez al año
de vacaciones.
Mientras tanto,
¡mira!

En las capitales,
ex convictos de las cárceles
europeas conducen los autobuses de la ciudad y
los obreros negros de la construcción
sudan bajo el sol tropical, construyendo
pistas de patinaje sobre hielo para
la Gente Bonita…
Mientras otros Negros permanecen sentados con la mirada perdida
u
ocupados, escupiendo sus pulmones.

IGUAL QUE EN LOS BUENOS VIEJOS TIEMPOS


ANTES DE LA INDEPENDENCIA.

Sólo que
¡el presente es
mu-u-u-cho
mejor!
Pues
en estos gloriosos días en que
los analfabetos tuberculosos
arrancan ñames de la tierra con sus
manos sangrantes,

los ministros y comisionados


firman
concesiones
de minas y maderas
mientras beben champán, a cambio de
trigo amarillo que
la gente no puede comer.

226
Y, por la tarde,
sus esposas van en Mercedes-Benz a
la peluquería, para acicalarse para
el acontecimiento nocturno
mientras en el mercado
los buenos ñames se pudren por
falta de transporte y
los pocos que logran moverse
se envían por
cuatro céntimos
a lugares del extranjero como
bonitos objetos de adorno
en mesas de lujo.

Tenemos que cantar y bailar


porque algunos africanos lo lograron.

LA EDUCACIÓN SE HA VUELTO DEMASIADO


CARA. EL PAÍS NO PUEDE
GARANTIZARLA A TODO EL MUNDO.
Dios mío,
¿qué podemos hacer entonces
con los niños que no van a la escuela,

cuando
nuestros representantes e intérpretes,
los académicos de medio pelo
en política de poca monta
se corren las juergas de su vida
sonriendo en cócteles y en
mesas de conferencias?
Por lo menos ellos lo lograron, ¿no?

No,
no sólo de gari o de ugali
vive el hombre.

En consecuencia
no nos quejamos de los
costosos viajes a
«facultades» extranjeras donde
los nombran doctores honorarios
y lo celebran con té e
insípidos pasteles sajones
hechos por señoras sajonas todavía más insípidas…

227
Tampoco nos importa
que cuando regresan aquí,
habiendo hipotecado el país
por más de mil años
para mantenerse sobre nuestras espaldas
con navíos capitalistas y aviones fascistas,
nos
digan
que el agua de sus
tazas de wáter
es mejor que la que beben
los aldeanos…

Oh, gloria.
Mientras
el cólera se cobra las vidas
de sanos y fuertes pescadores,
los demás, bajo
techos llenos de goteras y calles sin iluminar,
harán repicar los tambores
y cantarán
bailarán
con
alegría

este año del aniversario de los lingotes de hierro


porque
tiene un apasionante atractivo
el morir a manos de un
hermano
que
lo
consiguió.

Ahora dicen que la carretera
a Ouagadougou es de primera categoría,
que la han reparado con dinero prestado por
los que saben dónde sembrar
—aun en un desierto—
para cosechar un millón de veces más.

—¿Y ahora has venido a Alemania? —preguntó Marija.


—Sí —repuso Nuestra Hermana.
Pero antes de Baviera, había estado en Francia, Bélgica, Holanda.

228
Un día en Salzburgo, seis en los dos Berlines.

Berlín Occidental,
tan llamativa como
una prostituta tímida en una
bulliciosa fiesta de despedida
a bordo de un barco que se hunde.
Berlín Oriental,
tranquila como una casa encantada
la tarde de un domingo.

Dada la neutralidad de sus gustos, a Sissie no le gustó ninguna de


las dos.
—Sissie, ¿quién paga todos esos viajes?
—Marija, hubo una época en que estaba de moda ser africano. Y
compensaba mucho ser un estudiante africano. Y si eras un estudiante
africano con ganas de viajar, viajabas.

Movimientos de Juventudes Cristianas


Movimientos de Juventudes Musulmanas
La Conferencia de los No-creyentes para la Juventud
Los Comités Coordinados para Estudiante
del Mundo Libre
Las Primeras Internacionales para Juventudes Socialistas,
Campos de Trabajo Internacionales para
Estudiantes No Alineados…

«Es dinero bien gastado.


Nadie tiene la culpa de que no sepan
cómo emplear sus
asombrosos recursos naturales.

»¡Pero antes
hay que apoyar a sus líderes
por siempre jamás!

»Y es bastante lícito
lograr la presencia de
una
o dos de estas personalidades,
para adornar sus aburridos discursos y resoluciones.

»Sabemos

229
lo
que
queremos:
las líneas aéreas también dan sus beneficios.»

Y algunos de nosotros nos parábamos preguntándonos


cuánto tiempo iba a durar aquello.

Marija tenía los ojos enrojecidos. Decía que desde que había
conocido a Sissie le habría gustado tener más educación para poder
viajar… No como cualquier turista. Sissie le dijo que lo sentía. Como
no deseaba compasión, Marija sonrió, diciendo que era una suerte
tener al Pequeño Adolfo, que iría a la universidad, viajaría y regresaría
a contarle todos sus viajes.
—Sí —dijo Sissie.

Recordando a su propia madre,


a quien enviaba
versiones
descaradamente mutiladas
de sus viajes.
¿Cartas?
Una vez por viaje, aunque un viaje dure
toda una vida.

Se quedaron sentadas y el tiempo pasó volando. El falso


crepúsculo había dado paso a la verdadera noche. La oscuridad había
traído sus regalos de silencio y pesadez, haciendo que el más
despreocupado de los mortales se preguntase, estando solo, sobre el
lugar que ocupaba en todo aquello.
Sissie había estado mirando al suelo de un modo inconsciente, sin
percatarse de que Marija la había estado observando todo el rato.
Cuando Sissie levantó la cabeza y sus ojos se encontraron, a Marija se
le arrebolaron las mejillas. Intensamente rojas.
Sissie se sintió incómoda, sin saber la razón. La atmósfera cambió.
Al comienzo de su amistad, Sissie había pensado un par de veces,
mientras caminaban por el parque, el delicioso romance que habría
vivido con Marija, si una de las dos hubiera sido un hombre.
En especial si ella, Sissie, hubiera sido un hombre. Había

230
imaginado y paladeado las lágrimas, su angustia al saber que su amor
era maldito. Pero se habrían hecho promesas el uno al otro que, como
es natural, no habrían superado la prueba de su cumplimiento. Había
imaginado las lágrimas de Marija…
Aquello era un juego, un juego que la había absorbido de tal
manera que había olvidado quién era, y que era una mujer. En su
imaginación, era uno de esos chicos negros en una de esas relaciones
con muchachas blancas en Europa. Recordando algunas historias que
había oído, se estremeció, horrorizada.

Primera Norma:
el invitado no Deberá Comer Sopa de Palmito.
Demasiado íntimo, demasiado pesada.

Pero mis hermanos no saben,


o, si lo saben, se olvidan.

¿Sí?

Hay
excepciones,
preciosas excepciones,
¿éxitos maravillosos?

Pero ¿y los demás?

Lloro a
los Negros que perdieron el juicio
—a todo Negro que haya perdido el juicio—
porque un sastre de pobres
no se puede permitir el lujo de tirar sus
retales:

Cuerpos Negros Preciosos


convertidos en cadáveres de un gris elefante,
desparramados por todo el mundo occidental,
echados en las vías del tren para que
los expresos de medianoche los desfiguren
todavía un poco más,
expuestos a chorros de agua fría
enterrados bajo matorrales y nieve
con el pene mutilado.

231
Marija dijo quedamente:
—¿Querrás comer algo ahora, Sissie?
—No, Marija, no tengo hambre. Es muy tarde, creo que tendría
que regresar.
—Yo tampoco tengo hambre. Pero has dicho que te gustaría ver al
Pequeño Adolfo, ¿verdad? ¿Y puedo enseñarte también el piso de
arriba de la casa?
—De acuerdo —dijo Sissie, saliendo lentamente de su miseria para
entrar en un mundo donde la necesidad de pagar las hipotecas y de irse
de vacaciones hacía que las habitaciones de los matrimonios
estuvieran vacías y pudieran ser visitadas por los extraños.
Ambas se pusieron en pie y se estiraron. Mientras subían las
escaleras, a Sissie se le borraron todas las imágenes de la modernidad
del siglo XX. Por el contrario, debido a lo avanzado de la noche, le
parecía como si no estuviera ascendiendo sino descendiendo hasta el
fondo de una primitiva caverna. A la derecha, a la izquierda, otra vez a
la derecha, ya.
Sissie silbó.

«La que silba


o es puta
o bien es una bruja», decían los viejos.

Sissie silbó.

No conocía dioses desagradables.


Sólo había oído hablar de ellos.

Lo cierto es que la habitación parecía haber sido excavada en una


roca gigantesca existente en la imaginación del arquitecto. Triángulos
y rincones perdidos por todos lados. Paredes blancas. Una cama blanca
gigante, blanda, que esperaba ser utilizada.

Habla bajito
pisa suavemente.
Es un lugar sagrado
un santuario de sueños velados.

232
Y en verdad Sissie estaba segura de que no tenía derecho a estar
allí. ¿Y Marija? Sissie no podía relacionarla con aquel dormitorio de
aspecto desolado o con su sencilla elegancia funeraria. Pero, de
cualquier forma, allí estaba ella, moviéndose silenciosa, aquella
extraña Marija, tocando esto y aquello, como si también fuese la
primera vez que entraba en aquel cuarto.
Había una mesilla a cada lado de la cama. En una no había nada.
La otra tenía un libro, un pañuelo… Justo enfrente del lecho había un
tocador empotrado, una estantería en forma de media luna que salía de
la pared, haciendo que esa parte de la habitación pareciese un bar. En
la estantería se alineaban productos embotellados de la industria
cosmética. Frágiles armas para una guerra feroz. Se erguían, altos y
elegantes, con cuellos estilizados y abdómenes panzudos, con tapones
dorados que brillaban sobre cuerpos que exudaban una delicada
femineidad en su exquisitez de color pastel. Cremas rosas y azules.
Más lociones rosas y azules. Alimentos para la piel, de color blanco
lechoso o verde aguacate, que pregonaban solemnes orígenes
científicos.
Sissie no tenía la más ligera idea del uso que se hacía de algunos
de ellos. Todos tenían aspecto de ser caros. Algunos estaban todavía
dentro de la caja, por lo que no parecía que se utilizasen en exceso.
Sissie sintió los dedos fríos de Marija en su pecho. Marija
acariciaba el pecho de Sissie con los dedos de una mano mientras con
la otra tanteaba su talle una y otra vez, buscando algo a lo que
agarrarse.
La mano izquierda la hizo despertar a la realidad del abrazo de
Marija. El calor de sus lágrimas en su cuello. El ardor de sus labios
contra los suyos.
Impulsivamente, como se hace en una pesadilla, Sissie se soltó. Lo
hizo con mucho esfuerzo, lo que era innecesario; de modo que golpeó
sin querer a Marija en la mejilla derecha con el dorso de la mano
derecha.
Todo ocurrió en un segundo. Dos personas mirándose fijamente.
Dos bocas abiertas de incredulidad.
Sissie pensó en su casa natal. En el tiempo en que era una niña en
el poblado. En lo mucho que le gustaba dormir en la alcoba cuando

233
llovía, envuelta por completo en una de las telas akatado de su madre,
mientras ésta trituraba fufu en la antealcoba que también hacía las
veces de cocina cuando llovía. Oh, acurrucarse envuelta en la tela de
madre mientras llovía. Cada vez que llovía.
Y ahora, ¿dónde estaba? ¿Cómo había llegado hasta allí? ¿Quién
manejaba las cuerdas que la habían atraído hasta aquellas tierras de
abetos donde no mucho tiempo atrás los seres humanos alimentaban
sus piras funerarias con otros seres humanos, y donde ahora una joven
ama de casa aria besaba a una joven negra con tal desesperación, en
medio de su cámara nupcial, en la intimidad de su clase media baja?
¿Un nido de amor en una buhardilla que ahora sólo parece un nido,
pues el amor se fue con las hipotecas y las expectativas de vacaciones?
La voz de Marija le llegó desde muy lejos, leve, temblorosa y
henchida de lágrimas viejas.
—Éste es nuestro dormitorio. El de Adolfo Mayor y yo.

¿Quién es Adolfo Mayor?


¿Cómo es?
Adolfo Mayor, el padre del Pequeño Adolfo,
naturalmente.

¿Pero cómo va a creer uno en la existencia de este ser? Te haces


amiga de una mujer. Una mujer cualquiera. Y tiene un hijo. Y visitas
su casa. Invitada por la mujer, claro. Todas las tardes durante muchos
días. Y cada vez te quedas durante horas, pero nunca ves al marido, y
una tarde la mujer te atrapa en un abrazo, sus dedos fríos en tu pecho,
sus lágrimas cálidas en tu cara, sus labios ardientes en tus labios. ¿Te
vas a tu poblado de África y dices…, qué dices, incluso desde el
principio de la historia: que conociste a una mujer casada? No, no
resultaría fácil hablar de esta mujer blanca con alguien del poblado…
Mira qué pálida se ha puesto de pronto, mientras se mueve temblorosa,
como perdida en su propia casa.
Marija lloraba en silencio. En uno de sus ojos empezaba a apuntar
el brillo de una lágrima. Sólo del ojo izquierdo. El ojo derecho estaba
completamente seco. Sissie sintió dolor al ver aquella lágrima
solitaria. Que siempre brota de un solo ojo. De pronto Sissie
comprendió. Lo había visto una vez y no lo iba a olvidar jamás. Vio el

234
cuadro del humo espeso que era como una nube de lluvia sobre las
chimeneas de Europa…

S
O
L
E
D
A
D

Cayendo siempre en forma de lágrima del ojo de una mujer.

¿Así que era aquello?


Negreros y traficantes de esclavos prepotentes.
Descubridores solitarios.
Aventureros caminantes y cazadores de leones.
Misioneros que se arriesgaban a acabar en la olla de los
caníbales para llevar el mundo a las hordas paganas.
Especuladores de oro, diamantes, uranio y cobre,
para no hablar del petróleo.
Predicadores del apartheid y celosos educadores.
Guardianes de la Paz Imperial y propietarios
de plantaciones homicidas.
El Señor Comandante y la Señora
Esposa del Comandante.
Miserables rufianes y desgraciadas prostitutas cuya única
distinción en la vida fue que al menos fueron mejores que
los nativos…

Cuando la habitación empezó a dar vueltas alrededor de ella, Sissie


supo que tenía que aguantarse las ganas de llorar. ¿Por qué iba a llorar
por ellos? De hecho, era más fuerte en ella el deseo de preguntarle a
alguien por qué el mundo entero ha tenido que pagar y está pagando
todavía la desdicha de algunas personas. Allá estaba. Seguía cayendo.
Una vez, hace muchos años, una misionera fue a la costa de
Guinea. No a buscar el polvo de oro legendario que hacía relucir las
arenas de la orilla. Tal vez no. Sino para ser la directora de una escuela
femenina… Transcurrido un tiempo, dicen que se convirtió en una
acechante tigresa cuyas inmensas mamas jamás alimentaron a un
cachorro. Dedicó primero su juventud y luego el resto de su vida a

235
educar y enderezar a chicas africanas. Pero había en ellas una cosa que
no podía soportar ni entender, y era que «nunca decían la verdad» y
siempre se estaban riendo por lo bajo. La volvían loca.
Dicen que lo que le descompuso el alma fue que una noche, en una
de sus rondas nocturnas regulares, descubrió a dos chicas juntas en una
cama. Aunque era noche cerrada, dicen que vieron que primero se
ponía pálida. Luego, colorada.

—¡Por Dios, niña!

¿Es que tu madre es salvaje?


No, señorita.
—¿Es tu padre salvaje?
—No, señorita.

—Entonces,
¿por
qué
vosotras
sois
salvajes?
Risitas, risitas, risitas.

Atrevidas niñas africanas


que se tronchan
al oír y
ver
a una mujer soltera europea
descompuesta ante
dos niñas en la misma cama.

Pero,
señora,
no se trata
simplemente
de salvajes…
Por lo aprendido hasta ahora.

Viva
la maravilla del inglés
el glorioso
eufemismo.

Porque,

236
señora,
no es exactamente s-a-l-v-a-j-e

sino un
D-e-l-i-t-o
un Pecado
S-o-d-o-m-í-a,

por lo aprendido hasta ahora.


Sissie miró a la otra mujer y volvió a desear que, por lo menos,
fuera un chico. Un hombre.
—¿Y por qué lloras? —le preguntó a la otra.
—Por nada —le respondió la otra.

Y ¿cómo
se consuela a la
que llora por
una pérdida colectiva?

Volvieron a la enorme cocina. Tenían que hacerlo. Y Marija


tendría que haber puesto la mesa para dos. Sacar los fiambres fríos.
Lonjas de jamón frío. Lonjas de cordero frío. Trozos de pollo frío.
Rodajas de salchichas frías. Lonjas de queso. Aceitunas. Pepinillos en
vinagre. Chucrut. Todo frío como una piedra. Pero todo sacado del
frigorífico o de algún rincón de la cocina con una afectuosa
familiaridad.
A Sissie siempre le chocaría aquello. Comida fría. Aun después de
haber enseñado a su lengua a aceptarla, nunca llegó a entender por qué
la gente comía comida fría. Comer alimentos cocinados normalmente
que se habían enfriado, sin preocuparse en volver a calentarlos, ya era
bastante desagradable. Pero llegar a enfriar la comida para comérsela
después, estaba por encima de su entendimiento. Al final, decidió que
tendría algo que ver con los cutis blancos, los cabellos rubios sedosos
y los climas muy fríos.
Marija preparó café y llevó el pastel. Plano, esponjoso y, encima,
el rojo oscuro y derretido de la jalea de ciruelas. Ciruelas. Aquello sí
que era una mermelada de fiesta. Sin embargo, también estaba claro
que ninguna de las dos tenía el estómago como para comer pastel de

237
ciruelas. Ni ninguna otra cosa. Cortaban trocitos pequeños, en
intervalos muy espaciados, se los metían en la boca, masticaban,
tragaban, masticaban, tragaban.
Marija preguntó a Sissie por su familia.
—Siete de nosotros somos hijos de mi madre y dieciséis de mi
padre.
Las dos estallaron en una carcajada. Después de la risa, Sissie
explicó a Marija más cosas sobre su familia…, sobre la poligamia.
Sobre lo que le habían parecido sus ventajas, pero admitiendo también
que, básicamente, era muy injusto.
Cuando Sissie se dio cuenta de que ya habían roto el hielo, se le
ocurrió también que si Quienquiera que nos creó nos dio tanta
capacidad para la pena, también nos había dotado de risa para hacer
que la vida, de alguna forma, fuera más llevadera.
—¿Cuándo es tu cumpleaños? —preguntó Marija a Sissie. Esta
última le dio una respuesta.

Habían sido gemelos.


Su madre estaba embarazada tres meses
antes del gran terremoto, y
estuvieron diez meses en su seno.

Ella también preguntó a Marija su fecha de nacimiento. Por pura


cortesía. Sabiendo además que se iba a olvidar de aquello y de muchas
otras cosas. Ella, que nunca recordaba el día en que había nacido.
Como de costumbre, Marija acompañó a Sissie hasta la puerta del
albergue juvenil. Entonces, de repente, cuando se daban las buenas
noches, Sissie se acordó de que se marchaba dentro de una semana.
Dentro de unos días se habría marchado.

Adiós a
uno de los castillos más grandes de toda Alemania,
a la pompa silenciosa y a las miserias podridas.

Adiós a Marija. Sabía que no podía hablarle a Marija de su partida


inminente de la región. Aquella noche no. No era aquélla una noche
para sugerir lucubraciones sobre el paso del tiempo, o sobre nuestra

238
mortalidad.
Veía que hay tantos adioses como holas, y que nos morimos en
cada separación. Sissie no tenía el tipo de valor que se necesitaba para
comunicar a Marija, a esas horas, que pronto se iría de aquella región.
Se separaron. Cuando entró en su dormitorio, descubrió que todos
sus compañeros estaban durmiendo. Tanto mejor, pues ni ella ni
Marija se habían acordado de la habitual bolsa de papel y su delicioso
contenido.
En los pocos días que quedaban, los jóvenes dejaron de ir al
criadero de abetos. En su lugar, como punto final del programa, los
llevaron por los pueblos de Baviera, a ver los festivales y conocer las
danzas populares. Siempre había un aire de fiesta en los lugares donde
iban. Y bebían en famosas jarras en forma de zapato, les presentaban a
funcionarios de distrito y locales que les hablaban de las reformas
educativas y de las aportaciones de su país a la ayuda extranjera
internacional destinada a las naciones en desarrollo. Y de paz…

Por lo aprendido hasta ahora,


una se pregunta si sus
esposas habrán sido alguna vez
cerdos de Guinea para probar
a píldora y otros
medicamentos
como dicen
que ocurre con
las mujeres de los mineros, con
las mujeres de los agricultores de los
rincones remotos de las
repúblicas bananeras y otros
denominados países en vías de desarrollo.

Oh.
Déjame llorar por
el Hombre al que traicionamos
el Hombre al que asesinamos.

Pues
¿qué otro hombre vive
aquí
que se atreva a decir a
estos guardianes de mi paz, y

239
a aquellos
benefactores explotadores
que olviden
mis problemas de

ignorancia
enfermedad
pobreza…

que interrumpan
sus mediocres préstamos humanos

que se metan
las píldoras donde
les quepan?

Conozco a un
profesor de geopolítica loco
al que nadie escucha:
que dice
que el peligro no ha sido nunca
la superpoblación.

Porque
la Tierra tiene capacidad para sostener
más del doble de los millones de gente
y suficiente para alimentarla.

Pero
preferimos
matar
que
pensar
o
sentir.

Hermano mío,
el nuevo juego es tan
eficiente,
menos sucio…

Un puñado de miembros arrugados


tan sólo
un puñado de semillas marchitas.

Ah-h-h,
Señor,

240
sólo una mujer Negra
puede
«agradecer
una humanidad suicida»
con su
muerte.

Llegó su última noche. Poco después de que Sissie y sus


compañeros llegaran de un viaje por los famosos lagos y montañas de
la región, le dijeron que Marija la estaba esperando en recepción. Se
cambió rápidamente y salió a su encuentro.
Marija pudo ver que Sissie estaba cansada. Tal vez no tan cansada
como para que la conversación se le hiciera pesada. Pero hacerle
atravesar la ciudad hasta su casa hubiera sido excesivo. Acordaron,
pues, dar sólo un paseo alrededor del castillo y mirar el río. Marija
había traído al Pequeño Adolfo y Sissie la notaba algo excitada. Pero
como no sabía cómo decirle que aquélla era su última noche en la
ciudad, esperó a que ella empezara a hablar.
—Mañana al mediodía vienes a comer a casa, ¿sí? Voy a cocinar.
Adolfo Mayor estará en casa.
Sissie le dijo suavemente:
—No puedo ir. Lo siento.
La otra detuvo sus pasos de inmediato, soltando el cochecito del
niño. Su reacción asustó al niño, que empezó a llorar. Su madre lo
cogió en brazos e intentó consolarlo. Se había puesto muy pálida. Y
luego muy colorada. Sissie estaba casi encantada con esta magia del
sonrojarse y palidecer. Al conocer a Marija había tenido su primer
encuentro personal con el fenómeno.
—¿Por qué no puedes venir?
En este momento, Sissie empezó a sentirse avergonzada y
desdichada, pues, aparte de todo lo demás, temía que, en su agitación,
a Marija se le cayera el niño de los brazos.
—¿Por qué no puedes venir?
—Tenía que habértelo dicho antes. Mucho antes, Marija.
—¿Qué? —preguntó Marija, mientras volvía a colocar a su hijo,
algo más tranquilizado, en el cochecito. Está claro que a las madres no
se les caen los niños así como así.

241
—Me voy mañana.
—¿Adónde vas?
—Vuelvo al norte.
—¿Qué norte?
—Frankfurt, Hannover, Gotinga, donde estaré en otro campamento
de la frontera oriental. Luego, después del campamento, regresaré a mi
país.
—¿Y te tienes que ir ahora a ese campamento? ¿Mañana mismo?
—Sí, Marija. Tengo que aparecer por allá por lo menos unos días.
—Esto es muy triste, Sissie.
Lo era. La tristeza no estaba en sus palabras sino en su voz. Sus
ojos. De pronto, del otro lado del río llegó una bocanada de aire, como
si hubiese pasado un fantasma. Y lo que quedaba del día se replegó
sobre sí mismo y murió.

¿Tal vez
hay ciertos encuentros
que no deberían producirse?
¿Niños que no deberían nacer?
Que llegan sin nada que nos enriquezca,
demasiado breve la duración de su estancia…

Sólo
nos dejan
las penas y dolores de
lo-que-podría-haber-sido-pero-no-fue

¿Tiempo y energías perdidas que


destrozan nuestra juventud
nos hacen más viejos, pero
no más sabios,
más pobres a pesar de todo?

—Y, de todas formas, dentro de un mes volverán a abrir mi


universidad.
—Un mes, Sissie; ¿y te vas ahora?
No se iban a quedar paradas allí para siempre, así que, sin ser
conscientes de lo que hacían, Marija empezó a empujar de nuevo el
cochecito de su hijo, mientras Sissie le seguía el paso.
Sissie se sentía absolutamente acorralada.

242
—Un mes no es demasiado cuando se viaja —dijo a la defensiva.
—¿Ah, no?
—Y además tengo que hacer dos paradas por el camino.
—¿Por qué?
—Tengo que visitar a algunas personas.
—¿Aquí? ¿En Alemania?
—Una aquí. En Hamburgo.
—¿Qué hace en Hamburgo? ¿Quién está allá?
—Es una amiga. Una chica…
—…
—Cuando me marché de mi país, su madre me hizo prometer que
no volvería a casa sin haber visto a su hija con mis propios ojos. —
¿Por qué?
—Para poder decirle cómo está realmente.
—¿Sí?
—Sí. ¿Sabes? En el fondo, a nuestra gente no le acaba de gustar
que sus hijos vengan a Europa o a cualquier otro sitio al otro lado del
mar.
—¿Por qué?
—Porque les puede suceder cualquier cosa.
—Pero a la gente que está en casa, también le puede pasar algo,
¿no?
—Marija, no es fácil ser razonable en todo momento.
—Sí —asintió Marija en voz baja, consciente tal vez de que en
ocasiones también a ella le costaba ser razonable. Luego, dijo con
timidez—: Los estudiantes… ¿escriben cartas a sus casas?
—Sí —respondió Sissie—. Pero si no puedes mirar a alguien a los
ojos, ¿cómo puedes saber si está diciendo la verdad?
—No puedes —corroboró la otra mujer.
—¿Y si está hablando desde el otro lado de los mares?
—Es imposible, ¿no?
—Sí, Marija. Por eso nuestra gente tiene un dicho que afirma que
el que diga que su testigo está en Europa es un embustero.
—¿Testigo? ¿Qué es testigo?
—Como en los juicios, alguien que habla a tu favor.
—Eso es un abogado.

243
—No. No necesariamente. Me refiero a alguien que puede
demostrar que está en una posición que le permite saber que el
acusado no dijo o hizo lo que se le imputa.
—Ah, ya. Y ¿qué dice tu gente de los testigos?
—Que el que insista en que su testigo está en Europa es un
embustero.
Marija soltó una risita que traicionó su estado de ánimo anterior.
—¿Y qué vas a hacer a Londres?
—Voy a ver a un amigo.
Volvió a sonrojarse vivamente.
—Ya, ya, ya. Vas a ver a un amigo. Es muy importante, ¿verdad?
Y te tienes que ir de aquí enseguida, ¿verdad?
Sissie se estaba poniendo un poco nerviosa con Marija y la
excitación que le producía aquella noticia. Desde luego, sería muy
agradable ir a ver a Quien fuese. Pero, que fuera tan importante, ya no
estaba tan segura. ¿Acaso Marija sentía celos?
Marija le dijo:
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Me olvidé. Lo siento, Marija.
—Es muy triste que te hayas olvidado.

¿Por qué
pensamos siempre
que los otros están
locos,
sólo porque nos quieren?

Sissie se sentía como una hija de puta. No una puta. Una hija de
puta.
Marija dijo temblorosa:
—¿Sabes lo que he hecho, Sissie?
—No. ¿Qué has hecho?
—Sí. Encargué un conejo al carnicero. Me lo ha traído hoy. Es
tierno y limpio. Lo cocinaba especialmente en tu honor. Mañana lo
cocinaré… Adolfo Mayor estará en casa… Comeremos todos juntos.
Yo. El Pequeño Adolfo. Adolfo Mayor.
—Oh. Bueno, Marija, yo no puedo ir. Escucha, ¿sabes cómo

244
programan a un visitante extranjero como yo? Han enviado toda clase
de billetes, tren, avión, todo con las reservas confirmadas.
—…
—Marija, no puedo hacer nada. Creo incluso que el jefe del
campamento…
—Pero no me lo dijiste. Y yo dije, el domingo haré conejo para
Sissie.
De improviso, algo estalló en Sissie, como si fuera fuego. No sabía
exactamente de qué se trataba. No era doloroso. No dolía. Por el
contrario, era un calor agradable. Porque mientras observaba a la otra
mujer allí de pie, mordisqueándose los labios, agarrando con fuerza el
cochecito del niño y tan descompuesta, ella, Sissie, sentía ganas de
reír, y reír y reír. Era evidente que estaba disfrutando al ver a aquella
mujer dolida. No era algo que hubiese deseado. Y tampoco parecía
que pudiese controlarlo, esa dulce sensación inhumana de ver
retorcerse a otro ser humano. El descubrimiento de que herir a alguien
puede producir placer la golpeó como una piedra. Un placer intenso,
tridimensional, un deleite exclusivamente masculino, estimulante más
allá de toda medida. Y se preguntaba si también aquello sería un don
de Dios al hombre.
—¿Por qué no me lo dijiste antes de hacer todos estos planes? —
preguntó Sissie a la otra mujer.
—Era una sorpresa para ti —respondió Marija con timidez.
—Bueno, mala suerte. Tendréis que comeros mi porción de
conejo.
La perplejidad de Marija no tenía límite.
Sissie se daba cuenta de ello. Lo veía en sus ojos incrédulos, en sus
manos inquietas y en sus labios, que no dejaba de mordisquear.
Pero, oh, su piel. Parecía que la piel de Marija fuese al compás de
sus emociones, encendiéndose y apagándose como un letrero
luminoso. Y mirándola a la luz del sol estival del crepúsculo, Sissie no
pudo dejar de pensar que debía de ser algo muy peligroso eso de ser
blanco. Te hacía estar horriblemente indefenso, terriblemente
vulnerable. Como haber nacido sin piel o algo así. Como si el Creador
hubiera dado forma al cuerpo humano y luego lo hubiera metido en
una bolsa de polietileno en lugar de darle la capa protectora ordinaria,

245
y lo hubiera soltado en el mundo.
Dios mío, se preguntaba, ¿será ésta la razón por la cual en general
tienen que ser extremadamente feroces? ¿Es así como se sienten
seguros aquí, sobre la tierra, bajo el sol, la luna y las estrellas?
En aquel momento se dio cuenta de que si seguía aquella línea de
pensamiento, podía hacer alguna locura… Por fortuna, Marija
continuaba hablando.
—Decía…, decía, Sissie, ¿a qué hora te vas mañana?
—… Perdona, no te había oído bien… A una hora espantosa, muy
de mañana. Muy temprano.
—A las seis y treinta, ¿verdad? Sólo hay un tren que vaya de aquí
a Munich a primera hora de la mañana.
—Sí…, sí. Debe de ser ése.
—Iré a despedirte.
—¿Por qué te vas a molestar? No tienes por qué perder horas de
sueño… Y, de todas formas, detesto las despedidas de última hora.
Marija se limitó a mirarla con fijeza. Y ella comprendió que su
última frase había sido totalmente innecesaria. Se produjo una
prolongada pausa durante la cual ninguna de las dos dijo una palabra.
Luego Marija reanudó su batalla.
—Iba a cocinarlo con salsa francesa, el conejo, mit vine und garlic
und käse…, queso. ¿Sabes, Sissie?
Y Sissie se percató por primera vez de que, en el poco tiempo que
había durado su amistad, cuanto peor se sentía Marija, más alemán se
volvía su inglés.
—Marija —dijo Sissie, intentando no traslucir su enojo—, has
dicho que Adolfo Mayor estaría en casa mañana.
—Sí.
—Mmmm. ¿Seguro que el conejo no era para él?
—Pues no…, sí…, pero… pero…
—Bueno, haremos ver que era para él y nos animaremos…
Además, no está bien que una mujer disfrute cocinando para otra
mujer. Bajo ningún concepto. No se hace. No es posible. Las comidas
especiales son para los hombres. Son el único sexo al cual el Creador
le dio una boca para disfrutar de la comida. Y la mujer, la eterna
cocinera, nunca está tan contenta como cuando ve a un hombre

246
disfrutando lo que ella le ha cocinado; ¿eh, Marija? Así que dale el
conejo a Adolfo Mayor y observa cómo lo disfruta. Por mí. Y aun
mejor, por ti misma.
También esta vez Marija observó a Sissie con una extraña
concentración. Pero no entendía ni una sola palabra. Porque, por serio
que pareciese, Sissie sólo estaba contando un chiste bastante sutil.

Después de hacer daño


intentamos ser graciosos
y caernos de bruces,
olvidándonos de que para
el que sufre
la Comedia es
la Tragedia y
ésta es la
respuesta al
acertijo.

Se dijeron adiós y se separaron.


Al día siguiente, al despuntar el alba, Sissie se marchó del albergue
junto con otros del grupo que también iban hacia el norte del país.

Dejó uno de los castillos más grandes de toda


Alemania…
Su río
su foso seco
sus gritos silenciosos en las mazmorras
se los llevó el tiempo…
Ambiciosos propietarios guerreros
y sus
blanqueados huesos.

El tren llegó al cabo de pocos minutos de esperarlo. Entonces


Sissie vio a Marija corriendo hacia ellos, con una bolsa de papel de
estraza en la mano. Sin que viniera a cuento, pensó en que Marija
debía de haberse levantado muy temprano.
Marija chocó contra Sissie, la abrazó, sonriendo y con la
sospechosa lágrima brillándole ya en las pestañas.
—Oh, Marija —dijo Sissie.
Y eso fue todo lo que pudo decir. Luego, el tren estaba allí. Se

247
quedaron de pie mirándose, sin encontrar palabras, que, de todas
formas, hubieran sido vacías.
Por fin, Marija se inclinó y besó a Sissie en la mejilla. Nuestra
Hermana no dio rienda suelta a un sentimiento de ultraje que le
brotaba, reconociendo en aquel gesto una maldita costumbre.
Mientras tanto, sus compañeros de viaje le hacían señas para que
se diera prisa y subiera al tren. Marija le tiró a las manos la bolsa de
papel cuando se apresuraba a subir al vagón. Era un tren local y no iba
muy lleno.
Ella sentada junto a la ventana, el tren que anunciaba la partida,
Marija que hablaba precipitadamente.
—Sissie, si tienes tiempo, en Munich, si el tren te da tiempo,
Sissie, antes de ir al norte, por favor, no te lo pierdas, párate en
Munich, aunque sólo sea para pasar un rato… Por favor, Sissie, tal vez
sólo un par de horas. Tal vez esta mañana. Y te vas por la tarde. ¿Sí?
—¿Sí, Marija?
—Porque München, Sissie, es nuestra ciudad, Baviera. Nuestra
propia ciudad… Tan bonita que tienes que verla, Sissie. Te iba a llevar
allá. Las dos. A pasar un día. Por favor, Sissie, visita München. Hay
mucha música. Museos.
El tren empezó a moverse. Allí, en el andén, estaba Marija. Para
quienes las cosas son sólo lo que parecen, una joven mujer bávara…,
no una adolescente, pero tampoco anciana, con cabello castaño corto,
muy corto, sonriendo, sonriendo, sonriendo, mientras una enorme
lágrima le corría mejilla abajo.

¿München
Marija
Munich?

No, Marija.
Puede que ella lo prometa,
pero no que lo cumpla.

No perderá
un minuto precioso
para ver Munich y perder un tren.

Marija,

248
nada del
mundo occidental es una
necesidad…

Ninguna ciudad es santa,


ningún lugar es sagrado.
Ni Roma,
ni París,
ni Londres…
Ni Munich, Marija,
y los porqués y paraqués
deberían ser evidentes.

Munich no es más que un sitio…


otra conexión donde encontrar a
un hermano y cambiar impresiones.

Ella dijo: —Hola Hermano.


Él dijo: —Hola Hermana.
—Soy de Surinam.
—Yo soy de Ghana.
Se sentaron en un restaurante de la estación
comieron con fornidos obreros alemanes
la versión centroeuropea de un
plato afrohispanocaribeño:
carne, maíz y guindillas
¿te gusta?

Y hablaron de
Barcelona y de toros,
España…
Donde un viejo
está sentado sobre los sueños de un pueblo…

Donde dicen que no hay


discriminación contra los NEGROS

¿Ah, sí?

Cuando un imperio está en declive,


cae,
sus esclavos son
perdonados
tolerados
amados.
Podría suceder otra vez, hermano,

249
está sucediendo ahora…
Deja pues a la Pantera que mantenga
afilados
sus garras y
colmillos…

Munich, Marija,
es el Adolfo Original de los tipos agitadores
y pendencieros que buscaban
un
Führer…
Munich es
el primer ministro Chamberlain
apresurándose a salir de su isla para
apaciguar,
mientras las Mamás Judías
recién enviudadas se preguntaban
qué cacerolas y sartenes
podían salvar.

En 1965
Rhodesia se proclamó independiente
y el primer ministro dijo, lógicamente,
desde su isla:
—La situación
no ha cambiado,
no podemos luchar contra
nuestros propios parientes.

O algo así.

Ah. München,
Marija,
Munich…
Es una lástima, Marija.

Pero
son los seres humanos,
no los lugares,
los que forman los recuerdos.

¿Nein?

El tren estaba decidido a devolver a Nuestra Hermana a sus


orígenes. Pronto la ciudad desapareció de la vista. Era demasiado

250
pronto para tener hambre, pero por curiosidad abrió la bolsa marrón.
Había bocadillos de salchicha, algunos dulces, una lonja de queso y
ciruelas.

251
Mujeres y niñas

GRACE PALEY

Mi abuela dio a luz a mi madre no hace demasiado tiempo. Pero


también dio a luz a otros muchos niños y niñas. La abuela decía que
no era exactamente por amor, pero lo cierto es que nunca ha sido
capaz de llamar a las cosas por su nombre. Era una mujer imaginativa
que se pasaba todo el día leyendo historias y toda la noche suspirando,
de modo que, para lograr relacionarse un poco con ella, mi abuelo tuvo
que recurrir a ese método.
De ahí vino todo lo demás. A mi madre le entristecía estar rodeada
de tantos hermanos y hermanas, sobre todo porque ella era la única
que tenía buen carácter. Son consecuencias irremediables de la vida
moderna, de la violencia del ambiente: guerras, engaños, hogares
rotos. Mi madre, para luchar con su problema, se pasa el día chillando.
Jura que si tuviera un hombre para ella sola no chillaría, aunque lo
cierto es que todos los tíos y las tías, tanto los solteros como los
casados, son muy ruidosos. Mi abuelo no es solamente ruidoso sino
que además pega a la gente, quiero decir, a los miembros de la familia.
A mi madre la abofeteó todos los días de su vida. Si alguien se
atreviese siquiera a tocarme, lo reduciría a lluvia radiactiva.
La abuela se guarda siempre los cambios y luego nos los da a
nosotros. Mi tío Johnson está en el manicomio. Los otros rondan por
aquí, pero tía Liz tiene sólo diecisiete años y mi madre le habla como
si ya fuera mayor. El otro día le dijo que se moría por tener un
hombre, un hombre de verdad, y que estaba harta de tener que criar

252
dos hijas en un mundo erizado de malditos símbolos fálicos. Lizzy le
dijo que sí, que ya sabía, que el tiempo pasa y lo que hace falta es
tener una mano fuerte y amable que te coja por la cintura. Esto es lo
que tienen que oír las paredes de este establo.
Me han contado cientos de veces que mi padre era un latino
verdaderamente impresionante. Con mucho savoir-faire, joie de vivre
y todo lo demás. Ellos estaban profunda e irrevocablemente
enamorados, hasta que Joanna y yo lo echamos todo a perder. Mi
madre no quiere que me sienta rechazada, pero tampoco quiere
sentirse ella rechazada, así que dice que yo armaba mucho ruido y
lloraba todas y cada una de las noches. Luego Joanna fue la maldición
definitiva porque quería teta todo el día y toda la noche. «… Una
esposa —decía mi padre— es una magnífica amante hasta que llegan
los niños. Entonces…» Lo decía en francés, y siempre dejaba la frase
colgada. Pero cada vez que yo le oía decir les enfants le tiraba los
juguetes a la cabeza porque suponía que nos estaba insultando. Luego
cambió y decía les filies, pero enseguida entendí que quería decir lo
mismo. Le aporreábamos con ruido y juguetes, pero mi madre dice
que nuestro afecto le parecía una carga insoportable, y un día no vino a
cenar.
Mi madre esperó leyendo Le Monde, pero tampoco llegó a
medianoche a tiempo de acostarse con ella. Al día siguiente se perdió
el desayuno y el almuerzo. ¿Dónde está ahora? Mi madre dice que lo
mataron en la resistencia. Al cabo de dos semanas llegó una postal en
la que le decía, y sigue diciéndonos cada vez que la saca para que la
leamos: «Hacía cinco años que sentía nostalgia de Francia. Ahora
tendré que sentir nostalgia de ti el resto de mis días».
—Te tomó el pelo, madre —le dije un día mientras preparábamos
la cena.
—¿Tú crees? —murmuró—. No hablamos la misma lengua. Tú no
sabes nada. Ni siquiera habías nacido. Sabes perfectamente que, a
pesar de todo, volvería a casarme con un francés… Oh, Josephine —
prosiguió, con un tono de voz que, estrictamente hablando, estaba a
punto de cruzar la barrera del sonido—, oh, Josephine, para la
despreciable gente de este país soy un hazmerreír, ja, ja. Pero la gente
allí es otra cosa. Enseguida notarían el aprecio que siento por ellos.

253
Aunque no sepa mucha gramática, te juro que en francés podría
escribir tan bien como Shakespeare.
Yo me di media vuelta, desesperada. Tenía ganas de llorar.
—No te rías —me dijo mi madre—, algún día desapareceré vía Air
France y os sorprenderé con un guapo francés de pelo rizado igualito
que vuestro papá. Vuestro padre os hubiera encantado. Me hubierais
dado las gracias por poder pasear con él por la calle.
—Te doy las gracias de todos modos, mamá —le contesté—, pero
tú tienes tu gusto y yo el mío. Cuando tenga la edad de tía Lizzy es
posible que me gusten los soldados americanos. O quizá prefiera un
infante de marina. Hay algunos soldados que ya me gustan. El cabo
Brownstar, especialmente.
—¿A eso le llamas tú un hombre? —me preguntó mi madre,
mostrándome con sus gritos el desprecio que le inspiraba.
Luego se lo pensó dos veces y dijo:
—Bueno, quizá tengas razón. Con esas botas tan fuertes… Es muy
masculino.
—¿Ah, sí?
—Ya sabes que tengo un temperamento artístico y a veces puedo
tener a la vez dos opiniones contradictorias. Veo salir a Lizzy con él y
eso me influye un poco. Mira a Lizzy y verás a la chica que vio tu
padre. Igual que yo. Unos andares preciosos. Un tono muscular
maravilloso. Podría conseguir el hombre que le diera la gana.
—Ya ha conseguido algunos de los que le ha dado la gana.
Justo en aquel momento mi abuela, la banquera que siempre
aparece con el crédito necesario en el momento crucial, entró
orgullosa de haber podido ahorrar para nosotras cuatro dólares y
sesenta y cinco centavos.
—Uf, qué calor tengo —suspiró—. Bien, ahí tenéis. Ahora,
Marvine, te pido que hagas una buena cena. Haz un esfuerzo. Josie,
vete a buscar un aguacate. Y tú, Marvine, no ahorres mantequilla por
esta vez. Josie, pequeña, ahí fuera hace mucho calor y a tu madre no le
importará. Ya eres casi una mujer. ¿Quieres un sorbito de cerveza
helada?
El ofrecimiento era todo un detalle. Para devolverle el cumplido
me bebí medio vaso, y eso que no me gusta la espuma. Luego asamos,

254
cocimos, cortamos y rebanamos, y fue una cena maravillosa. Yo
cociné y mi madre preparó las salsas. La enloquecimos hablando de
tiempos pasados en los que comíamos como gourmets y, sintiéndose
adulada, hizo una salsa de más y nos la tomamos de postre con galletas
saladas y un café au lait helado. Mientras yo lavaba los platos, Joanna,
que está siempre igual, se sentó en el regazo de la abuela y le contó
todos los detalles verosímiles de las ocho horas que había pasado en
un campamento de verano.
—Las mujeres —dijo la abuela agradecida— han sido el gran
placer y el gran consuelo de mi vida. Desde el principio adoré a las
niñas, sus caritas limpias y sus oídos atentos…
—Los hombres no son como las mujeres —dijo Joanna, y esto es
lo único que dice en toda esta historia.
—Cierto —dijo la abuela—. Los hombres siempre me han creado
problemas. Los hombres y los chicos…, debe de ser que no les
entiendo. Pero piensa un momento en toda la serie: Johnson, Revere y
Drummond… ¿De dónde salieron sino de mí misma? Y aun así, todos
ellos, todos todos todos, todos y cada uno de ellos se han ido, todos
tienen muy lejos de mí tanto su corazón como su cuerpo.
—No te preocupes, abuela —le dije tratando de consolarla—.
Siempre estaban de mal humor. Yo no los echo de menos.
La abuela me dirigió una mirada abatida:
—Los hijos son siempre así —me explicó—. Primero están
siempre de mal humor. Y luego se largan.
Después de decir esto se quedó sentada, hundida en la tristeza.
Joanna se hizo un ovillo en el almohadón que tenía la abuela a sus
pies, se abrazó a sus piernas, y se durmió. Mamá cogió su ejemplar
atrasado de Le Monde del taburete del piano y se tranquilizó leyendo
la historia de un campesino de Provenza que había violado a su
sobrina y asesinado a su madre y vivió respetado por todos treinta y
ocho años hasta que un prefecto fisgón lo descubrió todo. Mientras yo
seguía con los platos, nos lo tradujo a nuestra lengua.
Llegó la noche y por fin el timbre de la puerta hizo renacer la
comunicación. Es un timbre con mucha iniciativa. Era Lizzy y traía al
cabo Brownstar. Enviamos a Joanna a buscar cerveza y refrescos y el
baile empezó inmediatamente. El cabo, que parecía tener ganas de

255
crear buen ambiente, bailó con todas. Yo me escapé un momento a mi
habitación y me pinté mis gruesos labios y me colgué encima de las
costillas unos sostenes con las puntas hacia fuera para que él
comprendiera que yo no era una niña pequeña como Joanna.
—Eres un plato de melocotón en almíbar —me dijo él—. Algún
día serás una mujer imponente, Alicia en el País de las Maravillas.
—Ya soy una mujer, cabo.
—Uf, sí —dijo él, pellizcándome la nalga izquierda.
Lizzy sirvió el ponche, nos dio galletas saladas y bailó con mamá y
con Joanna cada vez que el cabo bailaba conmigo. A Lizzy le
encantaba ver que nos gustaba tanto a todas y pronto olvidó que él era
el único hombre de la reunión. Cuando la velada estaba en su
momento álgido, el cabo nos dijo:
—Podéis llamarme Browny.
Estuvimos cantando canciones de las fuerzas aéreas hasta las dos
de la madrugada, y la abuela dijo que desde la última guerra las
canciones no habían variado apenas.
—Pero los soldados son más jóvenes —dijo—. Hijo, diría que tu
madre todavía te abrocha los pantalones.
—No necesito que me cuiden, me las arreglo yo solo. De hecho,
estoy adelantando mucho, en todos los sentidos —dijo guiñándole un
ojo a Lizzy—. Todo me va bien… Por cierto, ¿podría quedarme a
dormir aquí? No me importaría hacerlo en el suelo.
—¿En el suelo? —exclamó mi madre—. ¿Te falta un tornillo?
Todo un soldado de la República, ¡Dios mío! Tenemos un catre. No es
más que un catre de esos del ejército. Lo pondremos, y puedes dormir
el sueño de los justos, cabo.
—¡Dios mío! —bostezó la abuela—, hablando de camas. Marvine,
tu papá debe de estar ya en casa. Será mejor que me vaya.
Browny se mostró muy cortés y decidió acompañar a la abuela y a
Lizzy a su casa. Cuando regresó, mamá y Joanna ya se habían rodeado
mutuamente con sus brazos solitarios y dormían profundamente.
Yo lo vigilé furtivamente, desde detrás de las cortinas, y vi que se
frotaba sin la más mínima consideración para su piel. Después,
brillante y desnudo, se metió debajo de las sábanas.
Yo me descalcé y fui de puntillas a la cocina. Le preparé un vaso

256
de cerveza fría, me fui directamente hacia él y me senté a su lado:
—Aquí tienes una cerveza. Me ha parecido que después de la
caminata debías de tener mucho calor.
—Caramba, gracias, Alicia, la verdad es que tengo muchísimo
calor. Eres una buena chica.
Se incorporó y se metió la cerveza en el gaznate de un solo trago.
Yo le miré hasta el ombligo. Él dejó el vaso vacío en el suelo y me
miró sonriendo. Eructó en mi cara para bromear y entonces tuve que
decirle la verdad:
—Oh, Browny —le dije—, te quiero mucho.
Rodeé su tronco con mis manos y apoyé la cara en los dorados
cabellos de su pecho.
—Eh, pastelito, calma. Tú también me gustas a mí. Eres una
monada.
Entonces lo besé en la mismísima boca.
—¿Quién diablos te ha enseñado a hacer esto, Josephine?
—Yo misma. He practicado con mi muñeca. ¿Ves?
—¡Josephine! —dijo otra vez—. Josephine, eres una mentirosa.
¡Eres una maldita mentirosa!
Después de esto, aumentó el cariño que sentía por mí, y me dio un
abrazo y me besó en la mismísima boca.
—Vaya —bromeé—, ¿quién te ha enseñado a hacer esto? ¿Lizzy?
—Cállate —dijo él. Y cuanto más me amaba menos ganas tenía de
conversación.
Me tendí a su lado, y quedé verdaderamente sorprendida de cómo
cambian los hombres cuando experimentan ciertos sentimientos. Me
amó de arriba abajo, y para mostrarle que entendía el mensaje susurré:
—¿Quieres, Browny? ¿Quieres hacerlo, Browny?
¡Bueno! Saltó de la cama y se envolvió la sábana por los hombros
y gruñó:
—¡Joder!… —dijo—. Podrían arrestarme. Si me cogiera la P.M.
podría pasarme el resto de mi vida en la cárcel. —Me miró y añadió:
—Abróchate la camisa, por Dios. Tu madre podría despertarse en
cualquier momento.
—¿Qué pasa, Browny?
—Que eres una niña y eres demasiado lista para tu edad.

257
¿Entiendes? Esto podría echar a perder toda mi vida.
—Pero, Browny…
—¡Menudo lío se armaría! Podrían echarme. Eres una cría. No
pasa nada si alguien se casa contigo, pero sólo ponerte la mano en el
hombro sería un crimen. Es gracioso. Ja, ja.
—Browny, oh, cómo me gustaría casarme contigo.
Él se sentó en el borde del catre y me acercó a su regazo:
—¡Qué chica tan rara eres! ¿Tanto te gusto?
—Te amo. Sería una magnífica esposa, Browny. ¿Te das cuenta de
que yo sola llevo toda esta casa? Mamá trabaja, y cuando no trabaja se
pasa el día entero pensando en papá. Y yo tengo que peinar a Joanna
todos los días, yo le plancho sus vestidos. Hasta podría darte un hijo,
Browny, sé cómo…
—¡No! No, no dejes que nadie te convenza para tener un hijo.
Nada de hijos hasta que tengas dieciocho años. Hasta que no cumplas
los dieciocho tienes que seguir limpia como una muñeca y no permitir
que se te tense la piel.
—Browny, oye, ¿no te sientes muy solo en el campamento?
Quiero decir, cuando no está por ahí Lizzy o cuando no estoy yo…
¿Tengo buen tipo? ¿Qué te parece?
—Bueno, no sé, supongo que sí —dijo, metiéndome la mano por
debajo de la camisa—. Tienes bastante buen tipo, sobre todo teniendo
en cuenta que todavía no has crecido del todo.
No pude contener mis deseos y lo volví a besar en los labios. Pero
como estaba hablando me quedé aplastada contra sus dientes.
—¡No sabes lo bien que te cuidaría, Browny!
—Bien, bien —dijo apartándome amablemente—. Bien,
escúchame ahora. Vete a dormir antes de que la armemos. Ni siquiera
sabes lo grande que es el mundo. Incluso para un hombre como yo es
asombroso comprobar la cantidad de cosas que uno ni siquiera
imaginaba.
—Da igual. Ya me he decidido.
—Vete a dormir, vete a dormir —dijo sin soltarme la mano—.
Ahora ya pareces casi tan mayor como Lizzy.
—Sí, pero yo soy distinta. Yo sé exactamente lo que quiero.
—Vete a dormir, niña —me dijo por última vez. Le cogí la mano y

258
besé cada una de sus pardas yemas y luego me fui corriendo a mi
habitación, me quité toda la ropa y, tan desnuda como mi alma
solitaria, me dormí.

Al día siguiente era sábado y yo estaba contenta. Mamá trabaja de


camarera todo el fin de semana en el Paris Coffee House, donde los
camareros han estado enseñándole francés desde que papá se fue.
Tiene suerte, porque su trabajo le gusta de verdad; los clientes, la
cafetería, la decoración, todo le entusiasma, y sólo se pone triste
cuando vuelve a casa.
Le di el desayuno en el porche de la fachada a las diez de la
mañana y Joanna la acompañó andando hasta el autobús.
—Haz unas cuantas salchichas de esas congeladas para el cabo —
me gritó, aunque usando sólo la mitad de su potencia.
Yo tenía ganas de que se despertara para poder volver a amarnos
otro rato, pero de repente Lizzy apareció sobre las hundidas tablas de
nuestro umbral:
—He venido a prepararle el desayuno a Browny —dijo
mostrándose muy eficaz.
—¿Sí? —le dije, dirigiéndole una mirada infantil a los ojos—.
Creo que tendría que hacerlo yo, tía Liz, porque lo más probable es
que Browny y yo nos casemos. ¿No crees que, después de lo ocurrido,
tengo que casarme?
—¿Qué? Repítemelo despacito, Josephine.
—Ya me has oído, tía Liz.
Lizzy se desplomó en las escaleras:
—¿Casarte? Si ni siquiera yo, que cumplí los diecisiete en
Navidad, me siento lo bastante mayor para hacerlo. ¿Te lo ha pedido?
¿De verdad?
—Hemos estado hablando de ello —le dije, sin faltar a la verdad
—. Estoy enamorada de él, Lizzy.
Las lágrimas no me dejaban ver nada.
—Ah, enamorada… Yo he estado enamorada al menos una docena
de veces desde que tenía tu edad.
—Pues yo no. Yo me quedo con Browny. Me buscaré un trabajo, y
cuando él termine el servicio militar pienso enviarlo a la universidad

259
para que estudie… Es muy listo.
—Listo, sí…; todo el mundo es muy listo.
—No, no todos.
Cuando se fue, besé a Browny en los dos ojos, como la Bella
Durmiente, y él se estiró y despertó muy hambriento.
—¡Desayuno, desayuno, desayuno! —aulló.
Lo alimenté y él dijo:
—Vaya, los amigos se reirían a carcajadas si me vieran jugar con
una niña.
—No lo creas. Suelo causar buena impresión a la gente, Browny.
Ha habido montones de hombres mucho mayores que tú que han
armado un gran revuelo por mí.
—Caramba, caramba —comentó él, riéndose.
Pero le hice dejar de reírse de aquella manera con algunos besos, y
pasamos una mañana muy divertida.
—Browny —le dije a la hora de comer—. Voy a decirle a mi
madre que vamos a casarnos.
—¿No tiene bastantes problemas como para que vayas con otro?
—No, qué va —le dije—. Mi madre siempre está a favor de los
enamorados. El amor la enloquece.
—Pero, piénsatelo un momento, nena. Al fin y al cabo, podría ser
que me enviasen a alguna zona en guerra y que un aborigen loco me
rompiera la cabeza. Cosas de éstas pasan todos los días. Oye, ¿no sería
divertido mantener nuestro compromiso en secreto durante algún
tiempo? ¿Qué te parece?
—No me interesa —le dije, recordando que Liz me había hablado
muchas veces del oportunismo de los hombres, que son capaces de
pasarse treinta días y treinta noches aguardando el momento en que
pueden conseguir un instante de placer—. ¡Un compromiso secreto!
Es posible que algunas aceptasen un plan así, pero yo no soy de ésas.
Entonces supe que yo le gustaba, porque rodeó la mesa, jugó un
momentito con los rizos de mi permanente casera, y susurró:
—Si me vieran mis amigos se reirían, pero a mí me gustas un
montón.
Después ya no supe si le gustaba, porque de repente se miró el
reloj y preguntó:

260
—¿Dónde diablos está Lizzy?
Tuve que salir a hacer la compra y a desembarazarme de algunos
tenderos poniendo cara de inocencia, que es mi principal ocupación de
los sábados. Lo hice a toda prisa. No me ocupó demasiado tiempo,
pero cuando subía las escaleras y entraba en el vestíbulo llegó a mis
oídos una conversación.
—La culpa es tuya, Lizzy —decía Browny.
—Y a mí qué me importa —dijo ella—. Supongo que te divierte
mucho jugar con una niña.
—No, Lizzy, no me entiendes…
—Ni ganas.
—Maldita sea —dijo Browny—. ¿Es que no puedes ni siquiera
escuchar lo que te digo? ¿Sabes una cosa? Te detesto.
—¿Ah, sí?
Lizzy dio media vuelta para irse, empujó la puerta acristalada
contra mi cara y me clavó en el empeine el tacón de su zapato color
espliego.
—Ya puedes decirle a tu madre que nos casaremos —chilló
Browny cuando me vio—. Maldita sea, no sabes cuánto detesto a Liz.
Díselo a tu madre esta misma noche.
Aquella tarde hice todo lo posible para que Browny estuviera a
gusto conmigo. Me senté sobre sus piernas y él bebió cerveza y me
hizo cosquillas. Yo reí, y pronto entendí el juego y comprendí que
había que darle variedad, así que me puse a correr por la casa y sólo
me dejé atrapar cuando llegaba a un sitio cómodo como el sofá de la
sala o la cama de mi habitación.
—Me gustas —dijo él—. Me gustas, ya lo creo que sí. Estoy loco
por ti, Josephine. Eres divertidísima.
Así que aquella noche, cuando a las nueve y cuarto llegó mi
madre, le preparé un vaso de café helado, la arrinconé en la cocina y
cerré la puerta.
—Quiero decirte algo sobre mí y el cabo Brownstar. Tú no digas
nada, mamá. Vamos a casarnos.
—¿Qué? —dijo ella—. ¿A casarnos? —chirrió—. ¿Te has vuelto
loca? Ni siquiera tienes todavía papeles para poder trabajar. Si eres
una chiquilla. ¿Me estás tomando el pelo? Pequeña, pero si aún no

261
tienes catorce años.
—Bueno, he decidido que podemos esperar hasta el mes que viene.
Entonces ya habré cumplido los catorce, y he decidido que ya
podremos casarnos.
—No podréis, Dios mío. Nadie se casa a los catorce años, nadie,
nadie. No conozco a nadie que se haya casado a esa edad.
—No creas, mamá, hay gente que se casa bastante pronto. Salen en
los periódicos. Lo peor que puede ocurrir es que salgamos en los
periódicos.
—Lo que yo no sabía es que tú tuvieras relaciones con él. ¿No era
el amigo de Lizzy? No está bien. Se lo has robado. Le has hecho una
jugada muy sucia. Eres una serpiente. Las mujeres deberíamos
unirnos. ¿No te habías enterado?
—Bueno, Lizzy no quiere casarse y yo en cambio sí. Y a Browny
le interesa muchísimo casarse. Es un muchacho al que le gusta llevar
una vida sana, y cuando se licencie no quiere tener que andar con esas
mujeres que rondan los campamentos ni perseguir a las esposas de
otros. Tendrás que reconocer que ésta es una actitud decente, mamá.
Es una cualidad que no puedes negarle.
—Eres una cría —dijo ella monótonamente—. Eres mi pececillo
escurridizo.
Browny trató de abrir la puerta diez minutos antes del momento
oportuno.
—Ah, pasa —le dije molesta.
—¿Cómo está el asunto? ¿Todo arreglado? ¿Qué dices, Marvine?
—¡Digo que te mueras, cabo! ¿Qué pasa con Lizzy? Tú y ella
hacíais muy buena pareja. Parecíais dos estrellas gemelas en un cielo
de verano. Ahora me doy cuenta de que no me gusta demasiado tu
aspecto. ¿Quiénes son tus padres? Me parece que no sé casi nada de
ellos. Lo único que sé es que tienes un tío en Alcatraz. Y tienes los
dientes fatal. Yo creía que el ejército arreglaba estas cosas. Ya no me
gustas tanto, ¿sabes?
—No hay razón para que te lo tomes así, Marvine.
—Pero si no es más que una cría. ¿Y si se queda preñada y se pone
enferma? Esto no es la India. ¿No has leído nunca qué les pasa por
dentro a esas niñas indias que se casan tan pequeñas?

262
—Mamá, no te preocupes, es muy cariñoso.
—¿Cómo? —dijo ella, imaginando lo peor.
Esta conferencia duró unas dos horas. Bebimos un par de jarras de
jarabe de frambuesa que hacía tiempo guardábamos para el
cumpleaños de Joanna, que cumplía los doce al día siguiente. Nadie
tenía ni un céntimo y no conseguimos encontrar a la abuela.
Más tarde, a una hora decente porque todavía no era medianoche,
apareció Lizzy con un teniente y lo presentó diciendo que se llamaba
Sid. No se lo presentó a Browny porque Liz ha dicho cientos de veces
que los oficiales y los soldados no deberían mezclarse en la vida
social. En cuanto el teniente tomó la mano de mi madre para
estrechársela, vi que el chico se había quedado deslumbrado.
Empezaron a asomarle grandes verdugones de sudor por la espalda y
se le formaron anchas marcas en los sobacos de la camisa de su
uniforme de verano. Mamá tenía uno de esos momentos taciturnos e
indolentes que tanto excitan a ciertos hombres. Sólo pensaba en mi
testaruda decisión y en que mi vida iba a ser excitante.
—En realidad, yo soy francesa —le murmuró al teniente—. París,
Marsella, sitios así, sitios donde los hombres no andan detrás de las
niñas sino que buscan a las mujeres.
—Siento una gran simpatía por el carácter galo. Y me gustan las
mujeres de verdad —dijo él, esperanzado.
—No basta la simpatía. —Su voz se elevó a la altura de su estado
de humor. —Lo que necesito es alguien que sienta exactamente lo
mismo que yo. Hace años que vivo sin nadie que sienta igual que yo.
—Oh, sí, yo también siento lo mismo que usted —dijo él,
enterrándose en su propio corazón, de forma que casi no se le oía
hablar—. Me gustan las mujeres que han tenido cierto contacto con la
vida, que han sentido el dolor del parto, que saber lo que es que se les
muera un ser querido…
—…y que se muera el amor —añadió ella, muy entristecida—. No
es corriente que un joven agraciado tenga estas ideas.
—Pues eso es exactamente lo que pienso.
Lizzy, Browny y yo le pedimos prestado un dólar mientras él
permanecía sentado y sumido en un idílico estupor, y nos fuimos a
comprar helados. Nos llevamos a Joanna, porque nos daba pena

263
habernos bebido todo el jarabe de su fiesta. Cuando regresamos con
una botella de refresco no encontramos a nadie.
—Empiezo a sentirme alcahueta —dijo Lizzy.
Así es como mi madre acabó diciendo que sí. Renunció a su vil
actitud repentinamente y nos dio dinero para un test Wassermann.
Telefoneó al doctor Gilmar y le dijo que me tratara con mucho
cuidado:
—Es hijita mía, doctor. La pequeña Joshie, que usted mismo me
ayudó a parir. Es muy testaruda. ¿Se acuerda de mí y de Charles,
doctor? Ya verá que es un poco difícil, como yo.
Debido a los resultados de este test, que hay que hacerse porque
así lo dice la ley, y a pesar de la incredulidad de Browny, no pudimos
casarnos. La abuela, que gracias a la ventaja de su edad siempre
adopta una actitud filosófica, dijo que era corriente que los jóvenes
alocados vieran sus planes cortados de raíz, pero que seguramente la
ciencia moderna nos uniría muy pronto. Ja, ja, ja, me río al recordarlo.
Mi madre no se enteró porque había acontecimientos demasiado
importantes en su propia vida como para prestar atención a lo que les
ocurriera a los demás. Cuando Browny se fue de vuelta al
campamento, medio ahogado en penicilina y húmedo de tristeza,
mamá le dio un tarro tamaño gigante de caramelos amargos y una lata
de tabaco.
Luego ella se dedicó a sus cosas, es decir que, libre del desencanto
que habíamos sufrido Browny y yo, se casó con el teniente. Todos
estábamos contentos, a pesar de que nadie ignora que nunca llegó a
divorciarse de papá. El nombre que aparece al lado del suyo en el
certificado de matrimonio es Sidney LaValle Jr., teniente de la
Armada de los EE.UU. Una generación antes de la suya hubo algunos
LaValle que llegaron a Michigan procedentes de Quebec, y Sid sabe
un par de frases en el idioma favorito de mamá.
Browny me ha enviado una postal. Tiene una vista aérea de Joplin,
Estado de Montana, y dice: «Eh, niña, ánimo, cariños, Browny. P.S.
Mi salud mejora».
Como mi vida es una auténtica autopista de desesperación, me
alegra oír los incesantes ruidos alegres que vienen de la habitación de
al lado. Me gustó abrazar el cuerpo de Browny, aunque me parece que

264
para él yo no era más que una esperanza de triunfar en su vida civil.
Joanna duerme ahora conmigo. Aunque se pasa las noches enteras
haciendo ruido con los dientes, agradezco su compañía. Desde que he
estado comprometida me tiene mucho respeto. Es una niña muy
cariñosa.

265
La larga espera

ANDRÉE HEDID

«Ella se parecía a esas aguas


profundas cuyos remolinos ignoramos.»

VIZIR PTAHHOTEP,
Enseñanza sobre las mujeres, 2600 a. C.

Alguien llamaba a la puerta.


Amina dejó a su hijo más pequeño en el suelo y se puso de pie.
Al sentirse abandonado, el niño tuvo un arrebato de cólera. Una de
sus hermanas —semidesnuda y arrastrándose a gatas— se acercó a él.
En un primer momento, la niña permaneció inmóvil, fascinada por
el diminuto rostro de su hermano menor, por sus mejillas y su frente
de color carmesí. Luego rozó los párpados delicados, apartó con su
índice una de las lágrimas del pequeño y se la llevó a la boca para
degustar su sabor salado. De inmediato estalló en sollozos, y sus
llantos se sumaron a los gemidos del hermano.
En el otro extremo de la habitación —exigua, con las paredes de
tierra y el techo bajo— que constituía la totalidad de la casa, dos
hermanos mayores, con sus ropas hechas jirones, los cabellos
revueltos y los labios cubiertos de moscas, reñían por una cáscara de
melón. Samyra, de siete años, perseguía a las gallinas con un cucharón
y las espantaba en todas direcciones. Su hermano menor, Osman, se
esforzaba por trepar sobre el lomo de la cabra, que se debatía haciendo
cabriolas.

266
Antes de abrir la puerta, Amina se volvió, exasperada, hacia su
retahíla de hijos:
—¡Callaos! Si despertáis a vuestro padre os azotará a todos.
Sus amenazas fueron inútiles: con nueve hijos, siempre había
alguno gimoteando o llorando. Se encogió de hombros y se dispuso a
quitar el cerrojo.
—¿Quién ha llamado? —preguntó Zekr, su esposo, con voz
adormilada.
Era la hora en que los hombres acostumbran dormitar en sus
chozas, esos cubículos de barro endurecido y resquebrajado, antes de
volver a sus tareas en el campo. Pero ellas, las mujeres, siempre velan.
Amina corrió la barra del pasador —las destornilladas anillas
apenas se sostenían en la madera—; el chirriar de los goznes le hizo
apretar los dientes. ¡Cuántas veces le había pedido a Zekr que los
engrasara! Entreabrió la puerta y lanzó un grito de alegría:
—¡Es Hadj Osman!
Hadj Osman había realizado en repetidas ocasiones el santo
peregrinaje a La Meca y sus virtudes eran bien conocidas. Desde hacía
años, vagaba por los campos mendigando alimento y prodigando sus
bendiciones. A su paso, las enfermedades desaparecían y los cultivos
se volvían más vigorosos. Aun de lejos, la gente reconocía su largo
ropaje negro rematado en un chal de lana de color caqui, con el que se
protegía el torso y la cabeza.
—¡Tú honras nuestra casa, santo hombre! Entra.
Con una sola visita, las plegarias eran plenamente satisfechas. Se
decía que en el pueblo de Suwef, gracias a la imposición de sus
manos, un muchacho que sólo había emitido gruñidos desde su
nacimiento, de pronto se había puesto a hablar. Amina había sido
testigo del milagro de Zeinab, una niña casi púber que aterrorizaba a
sus vecinos con sus frecuentes crisis, durante las cuales se retorcía en
la arena, con las piernas sin control y los labios contraídos. Se mandó
llamar a Hadj Osman, quien pronunció unas pocas palabras. Desde
entonces Zeinab se había mantenido tranquila. Incluso se hablaba de
buscarle un esposo.
Amina abrió la puerta de par en par, y la luz inundó la habitación.
—Entra, santo hombre. Considérate en tu casa.

267
Éste se excusó, manifestando que prefería permanecer fuera.
—Tráeme agua y pan. He realizado una larga caminata y las
fuerzas me han abandonado.
Despertándose sobresaltado, Zekr reconoció la voz. Se apresuró a
colocarse su birrete y, asiendo el botijo por su asa, se irguió y avanzó
en la penumbra mientras se restregaba los ojos.
En cuanto el esposo pisó el umbral y saludó al anciano, la mujer se
retiró.

Después de cerrar la puerta, Amina se dirigió hacia su horno de


tierra batida.
Ninguna fatiga conseguía curvar su espalda. Tenía el paso
majestuoso de esas mujeres egipcias que siempre dan la impresión de
estar manteniendo en equilibrio sobre la cabeza un frágil y pesado
fardo.
¿Era joven? ¡Apenas treinta años! Pero, ¿qué significa una
juventud tal, por la que nadie se preocupa?
Una vez frente al horno, la mujer se inclinó para extraer de un
recoveco los panes de la semana, envueltos en una tela de yute. Unas
aceitunas secas languidecían en una escudilla y dos ristras de cebollas
pendían de la pared. La mujer evaluó las galletas, sopesándolas; se las
apoyó una tras otra sobre la mejilla, para comprobar su frescura.
Después de haber elegido las dos mejores, las desempolvó con el revés
de la manga y las sopló. Luego, llevándolas como una ofrenda entre
sus manos abiertas, se encaminó de nuevo hacia la puerta.
La presencia del Visitante la llenaba de gozo. Su choza le parecía
menos miserable, sus hijos menos gritones y la voz de Zekr más vivaz
y animada.
En el camino tropezó con dos de los niños. Uno de ellos se colgó
de sus faldas, estirándose para coger una galleta.
—Dame. Tengo hambre.
—Vete, Barsoum. No son para ti. ¡Suéltame!
—No soy Barsoum. Soy Ahmed.
Las sombras de la habitación desdibujaban los rostros.
—¡Tengo hambre!
Ella lo rechazó con un empujón. El niño resbaló, cayó y rodó por

268
el suelo, aullando.
Sintiéndose en falta, la mujer aceleró el paso, empujó
precipitadamente la puerta y cruzó el umbral de una zancada. Cerró la
puerta tras de sí y se apoyó en ella con todo su peso. Con la cara
cubierta de sudor y la boca crispada, se mantuvo inmóvil de cara al
anciano y a su esposo, mientras llenaba de aire sus pulmones.
—El eucalipto bajo el que acostumbraba descansar, aquel que
crece en medio del campo de avena… —comenzó a decir Hadj
Osman.
—Sigue estando allí —suspiró la mujer.
—La última vez parecía muy enfermo.
—Sigue estando allí —repitió ella—. Aquí nada cambia. Nunca.
Sus palabras le provocaron un súbito deseo de llorar y lamentarse.
El anciano sabría escucharla, y quizá la consolara. Pero ¿de qué? No lo
sabía con exactitud. «De todo», pensó.
—Toma estos panes. Son para ti.
El botijo vacío descansaba en el suelo. Hadj Osman cogió las
galletas de las manos de la mujer y le dio las gracias. Deslizó uno de
los panes en el pecho, entre sus ropas, y mordió el otro. Masticaba con
cuidado, haciendo durar cada bocado.
Sintiéndose halagada al verlo comer de buen grado su pan, Amina
recuperó su sonrisa. Luego, recordando que su esposo detestaba que
ella permaneciera demasiado rato fuera del lugar que le correspondía,
se inclinó para saludar a los dos hombres.
—¡Que Alá te cubra de favores! —exclamó el anciano—. ¡Que te
bendiga y te conceda siete hijos más!

La mujer se apoyó contra el muro para no tambalearse, se enredó


en sus largas vestimentas negras y escondió el rostro.
—¿Qué tienes? ¿Estás enferma? —interrogó el viejo.
Ella no lograba encontrar las palabras. Por fin balbuceó:
—Ya tengo nueve hijos, santo hombre. Te lo ruego, retira tu
bendición.
Farfullaba de tal modo que él creyó haber oído mal.
—¿Qué has dicho? Repítelo.
—Retira tu bendición, te lo imploro.

269
—No te entiendo —interrumpió el anciano—. No sabes lo que
dices.
Con el rostro aún sepultado entre las manos, la mujer balanceaba la
cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda.
—¡No! ¡No! ¡Demasiado…! ¡Es demasiado!
A su alrededor, los niños se metamorfoseaban en saltamontes, se
abalanzaban sobre ella, la cercaban, la transformaban en un terrón
inerte de tierra. Con sus centenares de manos convertidas en garras, en
ortigas, tironeaban de sus ropas, desgarraban su carne.
—¡No, no…! ¡No puedo más! —se sofocaba—. Retira tu
bendición.
Zekr, petrificado por el aplomo de su mujer, continuaba frente a
ella sin pronunciar palabra.
—Las bendiciones están en manos de Dios; no puedo cambiarlas.
—Sí puedes… ¡y debes retirarlas!
Con una mueca de desdén, Hadj Osman giró la cabeza.
Pero ella no cesaba de hostigarlo:
—¡Retira tu bendición! ¡Hazlo! Tienes que retirar tu bendición. —
Apretó los puños y avanzó hacia él. —¡Debes hacerlo!
El viejo la empujó con las dos manos.
—Nada. No retiro nada.
La mujer se encolerizó y volvió a avanzar. ¿Era la misma mujer de
hacía unos momentos?
—Retira tu bendición —le ordenó.
¿De dónde sacaba aquella mirada, aquella voz?
—¿Para qué servirá domesticar el río? ¿Para qué servirán los
cultivos prometidos? Para entonces, habrá millares de nuevas bocas
para alimentar. ¿Has mirado a nuestros hijos? ¿Has visto su aspecto?
¿Acaso los has mirado?
Abrió por completo la puerta y gritó, dirigiéndose hacia el interior:
—¡Barsoum, Fatma, Osman, Naghi! Venid. ¡Venid todos! Los
mayores, traed en brazos a los más pequeños. Salid, los nueve.
¡Mostraos!
—¡Estás loca!
—¡Mostrad los brazos, los hombros! ¡Levantaos la ropa, mostrad
el vientre, los muslos, las rodillas!

270
—¡Estás rechazando la vida! —se indignó el anciano.
—¡No hables de la vida! ¡Tú no sabes nada de la vida!
—¡La vida son los hijos!
—¡Demasiados hijos, es la muerte!
—¡Amina! ¡Estás blasfemando!
—¡Invoco a Dios!
—Dios no te escucha.
—¡Me escuchará!
—Si yo fuera tu esposo, te castigaría.
—Hoy nadie me levantará la mano. ¡Nadie! —Atrapó en el aire el
brazo de Hadj Osman. —¡Ni siquiera tú! Retira tu bendición o no te
soltaré.
Lo sacudía para obligarlo a desdecirse de sus palabras.
—Haz lo que te digo: ¡retira tu bendición!
—¡Estás poseída! Apártate, no me toques. No retiro nada.

Aunque el anciano lo había apostrofado en repetidas ocasiones,


Zekr no salía de su mutismo y su inmovilidad. De pronto,
bruscamente, se movió. ¿Pensaba lanzarse sobre Amina y pegarle tal
como acostumbraba?
—¡Tú, Zekr, arrodíllate! Debes hacer que comprenda. ¡Suplica
conmigo!
¡Había hablado sin pensar! ¿Cómo se había atrevido a decir tales
cosas y con ese tono imperioso? Súbitamente empezó a temblar,
paralizada por sus antiguos temores; los dedos se le aflojaron y sintió
que las piernas se le volvían de algodón. Levantando los codos para
protegerse de los golpes, se encogió contra la pared.
—La mujer tiene razón, santo hombre. Retira tu bendición.
Ella no podía creer a sus oídos. Ni a sus ojos. Zekr la había
escuchado. ¡Zekr estaba allí, arrodillado a los pies del anciano!

Alertados por los gritos, los vecinos acudieron desde todas partes.
Zekr buscó la mirada de Amina, arrodillada a su lado: desbordaba
gratitud.
—Santo hombre, retira tu bendición —imploraron al unísono.
A su alrededor se había formado un círculo compacto. Creyéndose

271
apoyado por aquella multitud, el viejo se irguió sobre la punta de los
pies y levantó un índice amenazador:
—Este hombre y esta mujer rechazan la obra de Dios. ¡Son
culpables! Expulsadlos. De otro modo, la desgracia se abatirá sobre
vuestra aldea.
—¡Siete niños más! ¡Nos ha deseado siete niños más! ¿Cómo
haremos? —gemía Amina.
Fatma, su prima, ya tenía ocho. Soad, seis. Fathia, con su hija
menor —de dientes corroídos y mirada hosca— siempre a cuestas,
tenía cuatro varones y tres mujeres. ¿Y las demás? ¡Todas en similar
situación! Sin embargo, todas esas mujeres, temerosas, vacilantes,
clavaban los ojos en Amina con desconfianza.
—Los nacimientos están en manos de Dios —declaró Fatma,
buscando la aprobación del anciano y de los hombres.
—Somos nosotros quienes debemos decidir si deseamos hijos —
proclamó Zekr, poniéndose de pie de golpe.
—Es un blasfemo —se indignó Khalifé, un muchacho con las
orejas muy separadas del cráneo—. ¡Atraerá la desgracia sobre
nosotros!
—¡Expulsadlos! —insistió el viejo—. Están profanando este lugar.
Amina colocó una mano fraternal sobre el hombro de su esposo.
—Debemos escuchar a Hadj Osman; es un santo hombre —
murmuraron algunas voces intranquilas.
—¡No! —gritó Zekr—. ¡Es a mí a quien debéis escuchar! ¡A mí,
que soy como vosotros! Es a Amina a quien debéis escuchar. A
Amina, que es una mujer como todas. ¿Cómo hará ella con siete niños
más? ¿Cómo haremos los dos?
Sus mejillas parecían de fuego. A lo lejos, alguien repitió como en
un tímido eco:
—¿Cómo harán?
De boca en boca, las palabras fueron aumentando de volumen:
—¿Qué harán?
—¡No más niños! —vociferó de pronto una chiquilla ciega que se
refugiaba en las faldas de su madre.
¿Qué había sucedido con esta aldea, estos habitantes, este valle?
Hadj Osman meneó dolorosamente la cabeza.

272
—¡No más niños! —repitieron las voces.
Brincando con sus muletas y su única pierna, Mahmoud se acercó
al anciano y le murmuró al oído:
—¡Ya lo ves, no pueden más! Retira tu bendición.
—No retiraré nada.
Mientras propinaba codazos para liberarse de la multitud, el santo
hombre comenzó a lanzar imprecaciones. Con gesto enfurecido dio un
empellón al enfermo y éste, perdido el apoyo de sus muletas, rodó por
el suelo.
¡Aquello fue la señal!

Fikhry se lanzó sobre el viejo.


Zekr lo golpeó a su vez, para vengar al muchacho inválido. Salah
se acercó, fustigando el aire con una caña de bambú.
Fue un frenesí de golpes y de gritos. Hoda acudió con un trozo de
manguera. Un chiquillo arrancó del suelo uno de los jalones de madera
que delimitaban los campos. La abuela cortó una rama de un sauce
llorón y se incorporó a la refriega.
—¡No más niños!
—¡Retira tu bendición!
—¡Ya no podemos más!
—¡Queremos vivir!
—¡Vivir!

Al atardecer, los gendarmes encontraron a Hadj Osman tendido de


bruces en el suelo, cerca de una galleta pisoteada y de un botijo hecho
añicos. Lo pusieron en pie, sacudieron el polvo de sus vestiduras y lo
condujeron al dispensario más próximo.
A la mañana siguiente, se llevó a cabo una redada en la aldea y se
introdujo en un furgón gris a todos los hombres que habían tomado
parte en la revuelta. El vehículo penitenciario se alejó traqueteando
por el camino de sirga, en dirección al puesto de policía.

Amina y sus compañeras estaban reunidas a la salida de la aldea,


con los ojos brillantes clavados en el camino.
Las nubes de polvo tardaban en disiparse. Por más que sus esposos
se alejaran y se alejaran… ellas nunca los habían sentido tan próximos.

273
Jamás.
Aquel día no era un día como todos.
Aquel día, la larga espera había llegado a su fin.

274
Los amoríos de lady Purple

ANGELA CARTER

En el interior de la caseta del profesor Asiático, pintada a rayas de


color rosado, sólo existía lo maravilloso y no tenía cabida la luz del
día.
El titiritero está amparado siempre por una pizca de oscuridad. En
relación directa con su arte, difunde los enigmas más increíbles, pues
cuanto más reales son sus marionetas, más divina es su manipulación
de ellas y más radical la simbiosis que surge entre la muñeca
inarticulada y los dedos que la articulan. El titiritero especula en un
limbo de nadie entre lo real y aquello que, aunque sabemos con
certeza que no lo es, nos lo sigue pareciendo. Es el intermediario entre
nosotros, su público, los seres vivos, y ellas, las marionetas, los
inmortales, que no pueden vivir y sin embargo imitan a los vivos con
todos los detalles, puesto que; aunque no puedan hablar o llorar, sí
proyectan aquellos signos cargados de significado que nosotros
reconocemos al instante como lenguaje.
El titiritero da vida a una materia inerte con la dinámica de su ser.
Los maderos bailan, hacen el amor, simulan hablar y, por último,
personifican la muerte; y luego, como Lázaros surgidos de sus tumbas,
vuelven a saltar puntualmente para la próxima representación sin que
les cuelguen gusanos de la nariz ni el polvo les empañe los ojos.
Enteros de nuevo, vuelven a ofrecer sus breves imitaciones de
hombres y mujeres con exquisita precisión, tanto más perturbadora
cuanto que sabemos que es falsa; de tal modo que este arte, si se lo

275
considera desde un punto de vista teológico, podría ser, tal vez,
sutilmente blasfemo.
Aunque no era más que un pobre artista ambulante, el profesor
Asiático se había convertido en un consumado virtuoso de las
marionetas. Transportaba su teatro plegable, los personajes de su única
representación y una variedad de pertenencias en un carro tirado por
un caballo, y, después de representar su obra en muchas ciudades
bonitas que ya no existen, como Shanghai, Constantinopla y San
Petersburgo, llegó por fin con su pequeño séquito a una ciudad de
Europa central, donde las montañas proyectan salientes tan escarpados
y poco naturales como los que dibuja un niño con su lápiz; una
Transilvania sombría y supersticiosa, en la que colocaban coronas de
ajo a los suicidas, les clavaban una estaca en el corazón y los
enterraban en los cruces de caminos, mientras en los bosques los
brujos practicaban sin cesar ritos de inmemorial brutalidad.
Contaba tan sólo con dos ayudantes: un adolescente sordo, su
sobrino, al que enseñaba su arte, y una niña muda abandonada, que no
tendría más de siete u ocho años, y que habían recogido en uno de sus
viajes. Cuando el profesor hablaba, nadie podía entenderlo porque sólo
conocía su idioma materno, que era un repiqueteo incomprensible de
«k» y «t» entrecortadas, así que no hablaba como se habla
normalmente, y, si bien habían llegado al mundo del silencio por
caminos distintos, todos habían acabado por firmar un pacto perfecto
con él. Pero, cuando por las mañanas el profesor y su sobrino se
sentaban al sol fuera de la caseta antes de las representaciones,
mantenían interminables conversaciones en un lenguaje de signos
puntuado por suaves e ininteligibles gruñidos y silbidos, de tal manera
que el silencio coreografiado de su discurso era como la danza nupcial
de dos pájaros tropicales. Y esta forma de comunicarse, tan
delicadamente distanciada de la humanidad, era en especial adecuada
al profesor, quien tenía más bien el aspecto de un visitante de otro
mundo cuyo modo de ser se regía más por matices que por
afirmaciones. Ello se debía en parte a su avanzada edad, pues era muy
anciano, aunque llevaba bastante bien sus años, si bien aquellos días,
en aquel clima, siempre tenía un poco de frío y se envolvía en un
cochambroso chal de lana; pero era provocado sobre todo por su

276
benévola indiferencia a todo lo que no fuera el simulacro de seres
vivos que él mismo creaba.
Además, por muy lejos que viajara la comparsa, ninguno de sus
miembros había comprendido nunca lo extranjero. Eran todos nativos
de la feria y, al fin y al cabo, todas las ferias son iguales. Quizá cada
feria no sea más que un fragmento disociado de una gran feria original
que se esparció hace mucho tiempo en una diáspora de lo maravilloso.
Dondequiera que se establezca, la feria mantiene su atmósfera
invariable, intrínsecamente coherente. Hieráticos como piezas de
ajedrez, los caballos de colores de los tiovivos describen círculos
perpetuos tan inmutables como los de los planetas e igualmente ajenos
al mundo del aquí y el ahora en donde sus compañeros se acercan a
contemplar boquiabiertos su cualidad de extraordinarios, su libertad de
la realidad. El pregonero invita a entrar con su voz ronca y en un
lenguaje más allá del lenguaje, o tal vez en ese lenguaje ancestral de
gruñidos y ladridos que yace en el fondo de todo lenguaje. En todos
lados, las mismas ancianas anuncian pringosos caramelos que parecen
hechos únicamente para que las moscas se emborrachen de azúcar y
cuya naturaleza es siempre la misma, aunque la forma exterior de estos
enormes dulces pueda variar de un lugar a otro. Un reparto universal
de perros de dos cabezas, enanos, hombres-cocodrilo, mujeres con
barba y gigantes con taparrabos de piel de leopardo, revela sus
singularidades en los espectáculos secundarios y, vengan de donde
vengan, comparten el sórdido atractivo de la deformidad, una
internacionalidad que no conoce límites geográficos. Allí, lo grotesco
está a la orden del día.
El profesor Asiático recogía las migas que caían de aquella mesa
repleta, pero nunca parecía sentirse a gusto en medio de todo aquello,
pues sus afinidades no tenían nada que ver con los sonidos estridentes
y los colores primarios, si bien aquél era el único hogar que conocía.
Él poseía el encanto melancólico de una flor japonesa que sólo florece
cuando cae en el agua, pues también él revelaba sus pasiones a través
de un medio distinto de sí mismo, y éste era su vedette didáctica, la
marioneta, lady Purple.
Ella era la Reina de la Noche. Sus ojos estaban hechos de rubíes de
cristal, y su fiera dentadura, esculpida en madreperlas, siempre estaba

277
a la vista gracias a su sonrisa permanente. Su rostro era blanco como la
tiza, pues estaba cubierto de una piel blanca y sumamente flexible, que
también le recubría el torso, los miembros articulados y sus
complicadas extremidades. Sus preciosas manos parecían más bien
armas debido a sus largas uñas: doce centímetros de hojalata en punta
esmaltada de rojo; llevaba además una peluca de cabello negro
peinado en un moño tan complicado que ningún cuello humano lo
hubiese resistido. Esta cabellera monumental estaba sujeta con muchas
horquillas brillantes, guarnecidas con trozos de espejo roto, de tal
modo que, cuando se movía, proyectaba una multitud de reflejos
resplandecientes que danzaban por todo el teatro como luciérnagas.
Sus ropas eran de colores intensos, oscuros, soñolientos: profundos
rosados, carmesíes y el vibrante púrpura que le daba su nombre, un
púrpura del color de la sangre en un suicidio pasional.
Debía de haber sido la obra maestra de un artesano anónimo
fallecido hacía mucho tiempo, y sin embargo no fue más que una
estructura peculiar hasta que el profesor tocó sus cuerdas, pues fue él
quien la llenó de vigor necromántico. Le transmitió una abundancia de
vida que él mismo parecía poseer de un modo muy tenue, y, cuando
ella se movía, no parecía una mujer simulada con habilidad sino una
diosa monstruosa, al mismo tiempo ridícula y magnífica, que
trascendía la idea de depender de sus manos y aparecía completamente
real, pero totalmente sobrenatural. Sus acciones no eran tanto una
imitación como un destilado y una intensificación de las de una mujer
de carne y hueso, por lo que era capaz de convertirse en la
quintaesencia del erotismo, ya que ninguna mujer de carne y hueso se
hubiera atrevido a mostrarse tan descaradamente seductora.
El profesor no permitía que nadie la tocase. Él mismo se ocupaba
de sus vestidos y joyas. Cuando acababa el espectáculo, colocaba su
marioneta en una caja especialmente construida y la llevaba a la
pensión donde compartía una habitación con los niños, no sólo porque
era demasiado preciosa para dejarla en el frágil teatro sino porque,
además, no podía dormir si no la tenía junto a él.
El sensacionalista título que servía de presentación a esta
destacada artista era: Los notorios amoríos de lady Purple, la
desvergonzada Venus oriental. Todo en la obra estaba impregnado de

278
erotismo. El ritual hechizante de la trama aniquilaba al instante lo
racional e imponía al público una mágica alternativa en la que nada
resultaba familiar. La serie de escenas que ilustraban su historia
estaban tan llenas de significado que cuando el profesor salmodiaba la
narración en su impenetrable idioma materno, en lugar de disminuir,
realzaba la coercitiva peculiaridad del espectáculo. Inclinado sobre el
escenario dirigiendo los movimientos de su protagonista, recitaba con
una voz que resonaba, chirriaba y subía y bajaba en picado,
componiendo un extravagante dúo con el instrumento de cuerdas al
que la niña muda arrancaba extrañas armonías. Pero cuando el
profesor hablaba por el personaje de lady Purple, era imposible
confundirlo, pues entonces su voz se modulaba hasta convertirse en un
murmullo espeso y lascivo, como de pieles de animal empapadas de
miel, lo que producía involuntarios escalofríos de placer en la espina
dorsal de los espectadores. En la iconografía del melodrama, lady
Purple representaba la pasión y todos sus movimientos eran cálculos
en una geometría angular de la sexualidad.
El profesor siempre se las arreglaba para imprimir unas cuantas
octavillas en el idioma del país donde actuaban. En ellas aparecía el
título de la obra y luego solían rezar como sigue:

¡Vengan a ver lo que queda de lady Purple, la famosa


prostituta y maravilla de Oriente!

Una sensación única. Vean cómo los insaciables apetitos de lady Purple la
convirtieron en la marioneta que tienen ante ustedes, dirigida tan sólo por las
cuerdas del deseo. Vengan a ver esta muñeca, la única reliquia que ha
sobrevivido a la desvergonzada Venus oriental.

El ardiente espectáculo desprendía una intensidad casi religiosa,


pues, como no puede haber espontaneidad en una representación de
marionetas, ésta siempre tiende a la extasiada intensidad de un ritual y,
al final, cuando el público salía perplejo de la oscura caseta, había
conseguido vencer su incredulidad y casi convencerlos de que la
extraña figura que había dominado el escenario era realmente la
petrificación de una prostituta universal que una vez había sido una

279
mujer en la que un exceso de vida había negado la vida, cuyos besos
habían consumido como un ácido y cuyo abrazo había destruido como
el rayo. Pero el profesor y sus ayudantes desmantelaban enseguida el
escenario y guardaban las marionetas, que, a fin de cuentas, no eran
más que madera terrenal, y, al día siguiente, la obra se volvía a
representar.
Ésta es la historia de lady Purple, tal como la interpretaban las
marionetas del profesor al son del delirante obbligato del samisén de
la niña muda y del sonoro chasquido de los miembros de los actores.

Los amoríos de lady Purple

Los notorios amoríos de lady Purple,


la desvergonzada Venus oriental

A los pocos días de nacer, su madre la envolvió en una manta raída


y la abandonó en el portal de la casa de un próspero mercader, cuya
mujer era estéril. Aquellos respetables burgueses iban a convertirse en
las primeras víctimas de la sirena. Le prodigaban toda clase de
atenciones que el amor y el dinero pueden ofrecer y, sin embargo,
criaron una flor que, aunque perfumada, era carnívora. A los doce años
sedujo a su padre adoptivo. Completamente loco por ella, le confió la
llave de la caja fuerte donde guardaba todo su dinero, y ella le robó
hasta el último céntimo.
Después de empaquetar su botín en una cesta de ropa junto con los
vestidos y joyas que su padre le había regalado, asesinó a su primer
amante y a su esposa, su madre adoptiva, clavándoles en el estómago
un cuchillo de cocina que se usaba para cortar pescado. Luego prendió
fuego a la casa para ocultar las huellas de su crimen. Aniquiló su
propia infancia en el incendio que destruyó su primer hogar, y,
saltando de la pira de su crimen como un ave fénix corrupta, volvió a
florecer en los barrios de placer, donde fue contratada por la dueña del
burdel más importante.
En los barrios de placer, la vida transcurría por entero con luz
artificial, pues el mediodía de aquellas calles abarrotadas llegaba con

280
lo que constituía la soñolienta medianoche para aquellos que vivían
fuera de aquel mundo invertido, siniestro, abominable, que funcionaba
únicamente para satisfacer los caprichos de los sentidos. El deseo más
rebuscado que se le pudiera ocurrir a la mente humana en su perversa
ingenuidad, hallaba allí amplia gratificación, entre el vestíbulo de
espejos, las cabinas de flagelación, los cabarets de copulaciones que
desafiaban la naturaleza y las ambiguas veladas de mujeres— hombres
y hombres de sexo femenino. La carne era la especialidad de todas y
cada una de aquellas casas y la servían humeante, con todos los
aderezos imaginables. Las marionetas del profesor interpretaban estas
maniobras tácticas fría y mecánicamente, como soldados de juguete en
una fingida batalla carnal.
A lo largo de las calles, las mujeres en venta, las maniquíes del
deseo, eran exhibidas en jaulas de mimbre para que los potenciales
clientes pudieran inspeccionarlas a placer mientras paseaban. Estas
exaltadas prostitutas estaban sentadas inmóviles como ídolos. Sobre
sus rasgos reales habían pintado abstracciones simbólicas de los
diversos aspectos de atractivo, y la fantástica elaboración de sus
vestidos dejaba entrever que cubrían un tipo de piel distinta. Los
tacones de corcho de sus zapatos eran tan altos que no podían caminar
sino sólo bambolearse, y las bandas de su cintura estaban hechas de un
brocado tan rígido que los movimientos de los brazos eran limitados y
cortos, de modo que presentaban actitudes de incomodidad física que,
a pesar de moverse con energía, derivaban, al menos en parte, de la
falta de destreza manual del ayudante sordo, porque su aprendiz
todavía no había llegado al nivel de oficial. Sin embargo, los
ademanes de estas cortesanas eran tan estilizados como si
respondieran a un mecanismo de relojería. Aun así, aunque de un
modo fortuito, todo salía tan bien que parecía que cada una de ellas
estaba tan absolutamente delimitada como una figura de retórica,
reducida por la rigurosa disciplina de su vocación a la inefable esencia
del concepto de mujer, una abstracción metafísica de la hembra que,
mediando el pago de una determinada tarifa, podía quedar al instante
relegada al olvido, dulce o terrible según la naturaleza de los talentos
de aquélla.
Los talentos de lady Purple lindaban con lo inefable. Vestida de

281
cuero y con botas, antes de cumplir quince años se había convertido en
la reina del látigo. Posteriormente, se licenció en los misterios de la
cámara de tortura, en la que estudió con ahínco toda clase de
ingeniosos artilugios mecánicos. Empleaba un complicado conjunto de
embudo, humillación, jeringa, empulgueras, desprecio y angustia
espiritual; para sus amantes este severo trato era como su pan y vino y
un beso de su cruel boca era el sacramento del sufrimiento.
Pronto su éxito le permitió establecerse por su cuenta. Cuando
llegó a la cumbre de su fama, su más mínima fantasía podía llegar a
costarle a un hombre todo su patrimonio, y, tan pronto como lo
despojaba de toda su fortuna, esperanzas y sueños, lo abandonaba,
pues no conocía los remordimientos; o tal vez lo encerraba en su
armario y lo obligaba a ver cómo se llevaba a la cama, por lo general
tan costosa, a un mendigo que había encontrado casualmente por la
calle, sin cobrarle nada a cambio. Por ser frígida, no era una sustancia
maleable sobre la que pudieran ejecutarse los deseos; no era una
verdadera prostituta, pues era el objeto con el que los hombres se
prostituían a sí mismos. Ella, la única consumadora del deseo, hacía
proliferar malévolas fantasías a su alrededor y utilizaba a sus amantes
como el lienzo en el que ella realizaba íntimas obras maestras de
destrucción. La piel de las personas que estaban cerca de ella se
derretía con la electricidad que de ella emanaba.
Pronto, ya fuera para sacárselos de encima o simplemente por
placer, se dedicó a asesinar a sus amantes. Extrajo el fémur de la
pierna de un político que había envenenado y lo llevó a un artesano
para que le tallara una flauta. Convencía a los amantes que gozaban de
su favor para que le tocasen música con dicho instrumento, y, con la
gracia más ligera y serpentina, bailaba para ellos al son de aquella
música sobrenatural. En ese momento, la niña muda dejaba el samisén
y cogía un tubo de bambú con el que emitía extrañas cadencias, y,
aunque no era ni mucho menos el clímax de la obra, esta danza
constituía la cumbre de la interpretación del profesor, pues la
misteriosa pavana evolucionaba como en olas de oscuridad y, mientras
taconeaba, bailaba y giraba sobre sí, lady Purple se convertía en la
mismísima imagen del irresistible diablo.
Castigaba a los hombres como la peste, a la vez veneno y terrible

282
iluminación, y era tan contagiosa como aquélla. Todos sus amantes
acababan presentando este estado: iban vestidos con harapos, pegados
entre sí con la supuración de sus llagas, y en sus ojos un horrendo
vacío, como si de un soplo les hubieran apagado el cerebro al igual
que una vela. En fantasmagórico desfile de espectros, rodaban por el
escenario, mostrando a su paso horrores medievales: aquí un brazo se
desencajaba, salía volando y desaparecía de la vista devorado por las
moscas, y allá una nariz avanzaba suspendida en el aire tras una forma
demacrada sin nariz que caminaba tambaleándose.
Así se interrumpió la carrera pirotécnica de lady Purple, que
terminó como si realmente hubiera sido una demostración de fuegos
artificiales, es decir, en cenizas, desolación y silencio. Se hizo más
fantasmal que aquellos a los que había infectado. Por fin Circe se
convirtió en cerdo y, consumida hasta la médula por sus propias
llamas, deambuló por las calles como una sombra reseca. La desgracia
la destruyó. Los que un día la habían adulado, la echaron con piedras y
blasfemias; no le quedó más que recuperar desperdicios en la orilla del
mar, donde recogía cabellos de las personas ahogadas para venderlos a
los fabricantes de pelucas, quienes satisfacían las necesidades de
cortesanas más afortunadas, por menos diabólicas.
Ahora, sus galas, sus joyas de pasta y su enorme tocado de cabello
negro estaban colgados en su camerino y no llevaba más que unos
cochambrosos harapos de burda arpillera para la escena final de su
desesperado declive, en la que, como atroz ninfómana, practicaba
increíbles necrofilias con los cadáveres hinchados que el mar escupía
con desprecio a sus pies, pues su fría rapacidad se había vuelto por
completo mecánica y seguía repitiendo sus anteriores acciones aunque
ella fuese totalmente distinta. Renegó de su humanidad. No era más
que madera y cabello. Se convirtió en una mera marioneta, la propia
réplica de sí misma, la imagen muerta, pero en movimiento, de la
desvergonzada Venus oriental.

Al cabo el profesor empezó a acusar los efectos de su avanzada


edad y de los viajes. A veces se lamentaba en ruidoso silencio a su
sobrino de dolores, males, rampas, tirones y ahogos. Empezó a
renquear un poco y dejó al chico todo el trabajo pesado de montar y

283
desmontar el espectáculo. Sin embargo, la mímica de la danza de lady
Purple se hacía aún más extraordinaria con el paso de los años, como
si la energía del profesor, canalizada durante tanto tiempo hacia aquel
propósito, se refinase cada vez más y se redujese finalmente a una
esencia única, purificada, concentrada, que transmitía por entero a la
marioneta; y la mente del profesor alcanzó una condición semejante a
la del espadachín Zen, cuya espada es su alma, de tal modo que ni la
espada ni el espadachín tienen sentido sin la presencia del otro. Estos
espadachines, armados, se dirigían a sus víctimas como autómatas, en
un estado de perfecta vaciedad, ignorando ya toda distinción entre su
propio ser y el arma. El maestro y la marioneta habían alcanzado este
estadio.
La edad no podía afectar a lady Purple, pues, como nunca había
aspirado a la mortalidad, la trascendía sin esfuerzo y, aunque cualquier
hombre menos consciente del arte necesario para hacerle levantar tan
sólo su mano izquierda podría haberse amargado viendo cómo ella
desafiaba al paso del tiempo, el profesor no tenía preocupaciones de
este tipo. La milagrosa inhumanidad de la marioneta hacía que su
amistad estuviera libre de lo antropomórfico, incluso en la noche de la
fiesta de Todos los Santos, en la que, según dicen los montañeses, los
muertos celebran bailes de máscaras en los cementerios mientras el
diablo toca el violín para ellos.
Cuando el poco selecto público hubo recibido su porción de
sensaciones equivalente a un kopec, salió a la feria, que todavía rugía
de vitalidad como un tigre juguetón. La niña expósita guardó el
samisén y barrió la caseta mientras el sobrino preparaba el escenario
para la sesión matinal del día siguiente. Entonces el profesor advirtió
que a lady Purple se le había descosido una costura de la burda túnica
que llevaba en el último acto. Charlando consigo mismo enojado, la
desvistió y la dejó balanceándose aquí y allá, colgando de sus cuerdas.
Luego se sentó en un taburete de madera del teatro y enhebró la aguja
como una buena ama de casa. La tarea era más difícil de lo que parecía
al principio, pues el tejido estaba también desgarrado y necesitaba un
buen zurcido, por lo que dijo a sus ayudantes que se fueran juntos a la
pensión y lo dejaran terminar el trabajo solo.
Una pequeña lámpara de aceite que colgaba de un clavo junto al

284
escenario proyectaba una luz insuficiente, pero tranquila. La blanca
marioneta resplandecía a intervalos, a través de las neblinas que desde
la noche exterior se colaban en el teatro por entre todas las grietas y
agujeros del encerado y ahora empezaban a envolverla en sus
cortinajes de gasa como queriendo cubrirla con decencia o para
hacerla más seductora al trasluz. La neblina suavizaba un poco la
sonrisa pintada, y su cabeza colgaba de lado. En el último acto, llevaba
una peluca negra de cabello suelto, cuyos mechones le colgaban a la
altura de sus caderas blandamente tapizadas, y las puntas de su cabello
contrastaban con la pizarra blanca que había tras ella al son de sus
arbitrarios movimientos, produciendo uno de esos efectos ópticos
fluctuantes que nos hacen cuestionar la veracidad de nuestra visión.
Como solía hacer cuando estaba a solas con ella, el profesor le habló
en su idioma nativo, recitando con precipitación intimidades
intrascendentes, sobre el tiempo, su reumatismo, sobre la insipidez y el
precio excesivo del pan negro y burdo de la región, mientras las brisas
hacían de la marioneta su compañera de baile en un vals triste apenas
perceptible y la niebla se espesaba por minutos, haciéndose más pálida
y más viscosa.
El anciano terminó su remiendo. Se levantó y, con un par de
crujidos de sus viejos huesos, fue a colocar con todo cuidado la
miserable prenda en el colgador de su camerino, al lado de la
resplandeciente falda de color púrpura salpicada de peonías rosadas y
con una faja de color carmín que lucía en aquella danza fascinante.
Estaba a punto de colocarla desnuda en su maleta en forma de ataúd y
llevársela a su habitación helada cuando se detuvo. Le invadió el
infantil deseo de volver a verla aquella noche una vez más con todas
sus galas. Descolgó su vestido y lo llevó hasta donde ella yacía a
merced de nadie más que del viento. Mientras la vestía le murmuraba
como si fuese una niña pequeña pues la vulnerable flaccidez de sus
brazos y piernas hacían de ella una niña de un metro ochenta y dos.
—Por aquí, por aquí, bonita mía; este brazo aquí, ¡muy bien! No
pasa nada…
Luego cogió su peluca penitencial y chasqueó la lengua al ver lo
irremediablemente calva que era sin ella. Los brazos le crujieron bajo
el peso del inmenso moño y se tuvo que estirar hasta ponerse de

285
puntillas para colocársela, porque, al ser tan grande, era más alta que
él. Tras lo cual, concluyó el ritual de su atuendo y ella volvió a estar
completa.
Una vez vestida y ataviada, pareció que su seca madera hubiera
hecho brotar de repente toda una primavera de flores para deleite
único del anciano. Podría haber servido como modelo de la más bella
mujer, la imagen de mujer que tan sólo el recuerdo y la imaginación
pueden elaborar, pues la luz de la lámpara caía sobre ella con
demasiada suavidad como para mantener la arrogancia de su expresión
y con tanta dulzura que sus largas uñas parecían tan inofensivas como
diez pétalos caídos. El profesor tenía una peculiar costumbre: solía dar
siempre a su muñeca un beso de buenas noches.
Los niños besan a sus juguetes cuando suponen que se van a
dormir, aunque, por muy niños que sean, saben que sus ojos no están
hechos para cerrarse, así que serán siempre una Bella Durmiente que
ningún beso llegará a despertar. Hay quien, atenazado por una feroz
soledad, puede besar el rostro que ve delante de él en el espejo a falta
de otro rostro al que besar. Ambos besos son del mismo tipo: son las
caricias más conmovedoras, porque son demasiado humildes y
demasiado desesperadas como para desear o buscar una respuesta.
No obstante, a pesar de la triste humildad del profesor, bajo sus
labios ajados y marchitos se abrió una carne cálida, húmeda y
palpitante.
La madera durmiente se había despertado. Sus dientes de perlas
chocaron contra los suyos con el sonido del címbalo y su aliento cálido
y fragante sopló en torno a él como una fuerte brisa mediterránea. Por
su rostro repentinamente vivo pasó toda una gama de expresiones,
como si en un instante estuviera recorriendo a gran velocidad todo el
repertorio de sentimientos humanos, experimentando, en un lapso
interminable de tiempo, todas las escalas de emoción, como si de
música se tratase. Haciendo un ruido de vides aplastadas, sus brazos se
enrollaron en torno al delicado aparato de piel y huesos del profesor
con la insistente presión de una realidad mucho más viva que la carne
de éste, reseca por el tiempo. Su beso surgía del oscuro país en donde
el deseo habita y es objetivado. Ella había logrado entrar en el mundo
por una misteriosa grieta practicada en la metafísica de éste, y,

286
mientras lo besaba, aspiraba el aire de sus pulmones de tal forma que
su seno empezó a agitarse con él.
Así, sin ayuda de nadie, empezó su siguiente actuación con una
improvisación aparente que en realidad no era más que una variación
sobre el mismo tema. Hundió sus dientes en la garganta del profesor y
lo vació. Éste no tuvo tiempo de emitir ningún lamento. Una vez
vaciado, se le escurrió de los brazos, desplomándose a sus pies con un
seco susurro, como de un montón de hojas secas lanzadas al viento, y
se quedó tendido en el entarimado, tan vacío, inútil y carente de
significado como su propio chal arrebujado.
Ella tiró con impaciencia de las cuerdas que la ataban y éstas
salieron en manojos de su cabeza, brazos y piernas. Se las arrancó de
las yemas de los dedos, y estiró sus manos largas y blancas,
flexionándolas una y otra vez. Por primera vez durante años, y quizá
para siempre, cerró su boca manchada de sangre con un sentimiento de
alivio, pues todavía le dolían las mejillas de la sonrisa que había
tallado su creador en el material que había sido su primer rostro. Pateó
el suelo con sus elegantes pies, para hacer que su nueva sangre
circulase mejor.
Su pelo se desenredó y se desplegó, liberándose de la prisión de
peinetas, cuerdas y laca, para echar raíces en su cuero cabelludo, como
hierba cortada que salta del montón donde yace y regresa a la tierra. Al
principio se estremeció de placer al sentir frío, pues se dio cuenta de
que estaba teniendo una sensación física; pero luego, ya fuese porque
recordó o porque creyó recordar que la sensación de frío no era
agradable, se arrodilló y, dando un tirón al chal del anciano, se
envolvió en él cuidadosamente. Cada uno de sus movimientos estaba
impregnado de una maravillosa fluidez de reptil. Ahora la neblina del
exterior parecía abalanzarse sobre la caseta como la marea, y romper
contra ella en blancas olas, lo que hacía que ella pareciese un barroco
mascarón de proa, único superviviente de un naufragio, arrastrado
hasta la orilla por la marea.
Pero, renovada o renacida, volviendo a la vida o empezando a
vivir, despertando de un sueño o integrándose en una forma de fantasía
generada en su cráneo de madera por la mera repetición invariable de
las mismas acciones tantas y tantas veces, el cerebro que yacía bajo el

287
floreciente cabello contenía tan sólo una ligerísima idea de las
posibilidades que se le abrían. Todo lo que se había infiltrado en la
madera era la noción de que podía interpretar las formas de vida, no
tanto gracias a la habilidad de otro, sino a su propio deseo de hacerlo,
y no estaba preparada para comprender la compleja circularidad de la
lógica que la inspiraba pues no había sido más que una marioneta.
Pero, aun no pudiendo percibirlo, no podía sustraerse a la paradoja
tautológica en la que estaba atrapada; ¿acaso había parodiado la vida,
o era ella, ahora viva, la que parodiaría su propia interpretación de
marioneta? Aunque ahora era claramente una mujer, joven y
extravagantemente bella, la leprosa blancura de su rostro le daba el
aspecto de un cadáver animado sólo por una voluntad diabólica.
Con deliberación, desenganchó la lámpara de la pared tirándola al
suelo. Al instante se extendió un charco de aceite por los tablones del
escenario. Saltó una pequeña llama en medio del carburante y empezó
de inmediato a consumir las cortinas. Recorrió el pasillo entre los
bancos hasta llegar a la taquilla de billetes. El escenario era ya un
infierno y el cadáver del profesor saltaba aquí y allá en aquel
incómodo lecho de fuego. Pero ella no miró atrás cuando consiguió
escabullirse y salir a la feria, aunque pronto el teatro se quemó
también como un farolillo chino víctima de su propia vela.
Se había hecho tan tarde que los espectáculos secundarios, los
puestos de galletas de jengibre y las casetas de bebidas alcohólicas
estaban cerrados con llave y con las persianas bajadas, y sólo la luna,
medio oculta por una fila de nubes, daba una luz escasa y sucia, que
manchaba y deformaba las endebles fachadas de cartón, de modo que
el lugar, desierto y cubierto de vómitos —rechazos de la juerga
tendidos a nuestros pies—, ofrecía un espectáculo verdaderamente
desolador.
Caminó con rapidez pasando por los silenciosos cruces,
acompañada sólo por las neblinas fluctuantes, en dirección al centro,
encaminándose como una paloma mensajera, por pura necesidad
lógica, hacia el único burdel de la ciudad.

288
La tierra

JUNA BARNES

Una y Lena eran como dos buenos caballos, caballos que uno ve
cuando empieza a amanecer mientras pacen lentamente,
balanceándose de un lado a otro, caballos que aran, nunca con prisas,
pero siempre haciendo algo. Eran mujeres polacas que trabajaban el
campo todos los días, hablando poco, pensando poco, sintiendo poco,
con una mirada carente de todo, salvo un destello de astucia que de
vez en cuando se advertía con claridad en Una, la mayor. Lena soñaba
más, si se puede llamar sueños a los silencios de un animal. Durante
horas dejaba su mirada perdida en el horizonte, con sus párpados
inmóviles desprovistos de pestañas, y con una extraña calidad metálica
en el iris de sus ojos. Tenía unas cejas tan claras que apenas se
distinguían, lo que, unido a sus ojos muy abiertos cuando caía en esos
silencios, le daba una expresión de persona medio loca. Su rostro
marcadamente campesino estaba bordeado por un flequillo de cabello
pelirrojo, como un tapete de lana, de un color a la vez raro y atractivo,
un color obstinado, un color que parecía hacer que Lena sintiese que
algo extraño y malhumorado se le había instalado en la frente; pues, de
vez en cuando, arrugaba su gruesa y blanca piel y sacudía la cabeza.
Una nunca mostraba su pelo. Siempre lo cubría con un pañuelo
estampado, aunque lo tenía muy bonito, de ese rubio ceniza que uno
ve en los niños que corren al sol.
En un principio las tierras habían sido de su padre. Cuando murió,
se las dejó a ellas de una forma muy peculiar. Temiendo divisiones o

289
peleas en la familia, legó a Una todos los pies impares, empezando por
el primero en la valla, y todos los pares a Lena, empezando por el
segundo. Así que las dos muchachas araban y surcaban y trasplantaban
y almacenaban una copiosa cosecha cada año sin disputarse la
herencia. Trabajaban en silencio, hombro con hombro, sin quejarse.
Los huertos tampoco se quejan cuando sus ramas florecen y se cargan
de frutos cada vez más pesados. Tampoco se queja la tierra cuando la
hiere el arado, y cicatriza para dar paso a las flores y las verduras.
Después de ahorrar durante largos meses, habían construido una
casa, a la que trasladaron sus muebles y a un tío, Karl, que se había
vuelto loco un día recogiendo heno.

No manifestaron sorpresa ni pena. Para nosotros la locura significa


retroceso; para las personas como Una y Lena significaba un avance.
Ahora su tío había penetrado en un mundo más allá de ellas, el mundo
de la fantasía. Durante cincuenta años había sido como ellas,
silencioso, trabajador, poco imaginativo. Y de pronto, como un
colegial que pasa sus exámenes, se había elevado a otra forma, en la
que hablaba de cosas de las que sólo hablan las personas que han
renunciado a la tierra: cosas extrañas, irreales, sin importancia; cosas
ante las cuales se siente un cierto respeto, pues no se refieren a
ganancias ni a pérdidas.
Cuando Karl se ponía de pronto a gimotear, lo escuchaban un rato
desde el campo como dos perros que paran el oído a un sonido
familiar, y, al cabo, Lena iba y le hacía masajes hasta calmarlo, con la
misma energía con la que hubiera presionado la bolsa alargada que
contenía la uva en tiempo de hacer conservas.
Una había ido a la escuela el tiempo justo para aprender a deletrear
su nombre con dificultad y a sumar. Lena, por alguna razón, se había
librado. No sabía escribir su nombre ni los números; estaba contenta
de que Una pudiera llevar «los negocios». No se daba cuenta de que
con la suma se sabe que dos y dos son cuatro y que cuatro es mejor
que dos. Nunca se le pasó por la cabeza que un día pudiera ser víctima
de algún bribón, traidor o estafador. Para ella estaba muy claro que allí
vivirían y allí morirían. En la finca había un cementerio familiar donde
habían sido enterradas dos generaciones. Y allí, suponía ella, también

290
descansaría Una cuando su mecha dejara de responder al aceite.

La tierra era suya y de Una. Compartían el trabajo, las pérdidas y


también lo que sacaban de ella. Cuando la estación de las conservas
iba bien y no moría ningún caballo, ella y su hermana iban a la ciudad
a comprarse botas nuevas y unos volantes para el Sabbath. Y si todo
les iba bien y todas las cosechas se vendían a buen precio, añadían un
poco de mobiliario a sus escasas pertenencias, o compraban más plata
para guardarla en la cómoda destinada a la hermana que se casara
primero.
Lena nunca se había molestado en pensar cuál de las dos llegaría
primero a la cómoda. Se sentaba durante horas y horas, después de
desbrozar el campo, sin decir nada, mirando al horizonte, lanzando tal
vez un guijarro colina abajo, y escuchando su eco en el barranco.
Ni siquiera se paraba a pensar en la manera en que Una se ocupaba
de los asuntos. Una era su hermana; aquello era suficiente. La mano
derecha siempre va acompañada de la izquierda. Lena no había
aprendido que, a veces, las manos izquierdas roban mientras las
derechas se estrechan en un gesto de amistad.
En ocasiones, tío Karl se escabullía de Lena y, pasando por encima
de pantanos y cercas, aparecía de pronto en una finca vecina, y allí le
creaba problemas al propietario. Entonces Lena lo llevaba a casa, con
la misma actitud impertérrita que cuando recogía las vacas. Un día lo
trajo un hombre.

Aquel hombre era sueco, de cara pálida, con una cierta perspicacia
en la mirada que hacía sospechar que de vez en cuando tenía
pensamientos que nada tenían que ver con el campo. Era ancho de
hombros y mediría casi uno noventa. Después de aquello había vuelto
a ver a Una muchas veces. Una tarde se quedó de pie junto a la puerta,
girando la cabeza y los hombros a uno y otro lado, mirando primero a
una hermana, luego a la otra. Tenía esa clase de labios pálidos y bien
formados que dan la sensación de resultar cómodos al propietario. De
vez en cuando, los humedecía con un rápido movimiento de la lengua.
Siempre llevaba guardapolvos marrones, abombados a la altura de
la rodilla y de un color más claro a la altura de los codos. El primer

291
día, las hermanas habían sabido que era «ayudante» del dueño de la
finca colindante. Gruñeron en señal de aprobación y le preguntaron lo
que ganaba. Cuando dijo un dólar y medio y pensión completa durante
toda la estación invernal, Una le sonrió.
—Buena paga —le dijo, y le ofreció un vaso de vino caliente con
especias.
Lena no dijo nada. Con las manos en las caderas, lo observaba o
elevaba su mirada al cielo. Lena era joven todavía y la noche aún la
atraía. También le gustaba el sueco. Era robusto, grande y «de buena
casta». Esto significaba para ella lo mismo que cuando se refería a un
caballo. Tenía calidad, que, a su juicio, significaba lo mismo. Y era
«adecuado», así como el suelo es adecuado para asegurar unos
beneficios. En otras palabras, estaba sano y se ganaba la vida.
En un principio él se había fijado más en Lena. El suyo era el
rostro más suave de dos rostros duros como piedras. Su barbilla
terminaba en una punta que podría haber significado que a veces podía
mirar con suavidad, que su lenta sonrisa podía llegar a ser dulce, una
sonrisa que iba descubriendo con timidez una dentadura grande y
bonita. Con el tiempo, aquella sonrisa podía llevar a pensar más en sus
labios que en la dentadura, en lugar de lo contrario, como era el caso.
En la barbilla de Una acechaba un diablo. Se doblaba hacia dentro
secretamente bajo el labio inferior. El rostro de Una era un bloque
compacto de cálculo, excepto encima del labio superior, donde
temblaba un poquito de vello.
Sin embargo, daba una sensación extraña. Hacía pensar en un fleco
de adorno en un martillo.

Una se había adjudicado al sueco. Hizo lo imposible para ofrecerle


el equivalente a las miradas encantadoras de las chicas de sociedad. Lo
dejaba sentar y ella se quedaba de pie, lo dejaba holgazanear aunque
hubiese trabajo que hacer. En momentos en que hubiera puesto a pelar
patatas a cualquiera, a él le ofrecía vino o cerveza, pan negro y
pastelillos ácidos.
Lena no hacía nada de todo esto. Parecía desdeñarlo, fingía
indiferencia, lo ignoraba. Si hubiera sido lo bastante inteligente, habría
mirado en su interior.

292
Para él, su indiferencia era desprecio, su silencio era censura, su
desinterés era un insulto. Por fin la dejó en paz y dedicó su tiempo a
Una, yendo a buscarla a menudo los domingos para ir a dar largos
paseos. Adónde y por qué no importaba. A un festival en la iglesia, a
una matanza de cerdo, si se hacía en domingo. A Lena no parecía
importarle. Ésa era su intención; no era generosidad o espíritu de
sacrificio por su parte, en absoluto. Era simplemente que nunca se le
había pasado por la cabeza casarse antes que su hermana, que era la
mayor. En realidad, lo que le hacía esquivar al amante de Una era la
impaciencia por casarse. Tan pronto como se deshiciera de Una,
también ella podría pensar en casarse.
Una no podía comprenderla. A veces la llamaba y, de pie con los
brazos en jarras, se quedaba mirándola fijamente durante tanto rato
que Lena la olvidaba y su mirada se perdía en el cielo.

Un día Una llamó a Lena y le dijo que estampara su marca en la


parte inferior de una hoja de papel llena de una letra ininteligible. La
de Una.
—¿Qué es? —dijo Lena, cogiendo la pluma.
—Sólo dice que los pies pares de la finca son tuyos.
—Eso ya lo sabes —dijo Lena, volviendo a dejar la pluma.
Una volvió a dársela.
—Ya lo sé, pero quiero que lo escribas: que son míos todos los
pies pares de la finca empezando por el segundo desde la cerca.
Lena se encogió de hombros.
—¿Para qué?
—Lo piden los abogados.
Lena estampó su marca, depositó la pluma y empezó a pelar
guisantes. De pronto, sacudió la cabeza.
—Pensaba que los pies pares eran míos ¿no? —dijo, empujando la
cacerola hacia sus rodillas y mirando fijamente a Una con ojos muy
abiertos y suspicaces.
—Sí —afirmó Una, que acababa de guardar el papel en una caja
con llave.
Lena arrugó la frente, acercando así el flequillo pelirrojo a sus
ojos.

293
—Pero me has hecho firmar que eran tuyos, ¿eh?
—Sí —asintió Una, poniendo el agua a hervir para el té.
—¿Por qué? —quiso saber Lena.
—Para tener más tierra —respondió Una sonriendo.
—¿Más tierra? —inquirió Lena, poniendo la cacerola de los
guisantes encima de la mesa y levantándose—. ¿Qué quieres decir?
—Más tierra para mí —respondió Una complacida.
Lena no podía entenderlo y empezó a restregarse las manos. Cogió
una vaina y la rompió con los dientes.
—Pero yo estaba contenta con la tierra tal como estaba —dijo—.
No deseo más.
—Yo sí —respondió Una.
—¿Y eso hace que yo tenga más? —preguntó Lena con
desconfianza, inclinándose un poco hacia adelante.
—Hace que no tengas nada —respondió Una—. Ahora eres mi
ayudante…
Entonces Lena comprendió. Se quedó inmóvil por un instante.
Inesperadamente, agarró el cuchillo del pan y, abalanzándose hacia
adelante, gritó:
—Me has cogido mi tierra…
Una la esquivó, le agarró la mano que sostenía el cuchillo, la hizo
descender y se lo quitó con toda tranquilidad. Luego apartó a Lena de
un empujón y repitió:
—Ahora trabajarás exactamente igual, pero para mí… ¿Por qué
estás tan enfadada?
Ni una lágrima acudió en auxilio de Lena. Y, si lo hubiera hecho,
se habrían secado al instante al contacto con el acero que ardía en sus
ojos. En un tono de voz cargado de un odio repentino y terrible dijo:
—Sabes lo que has hecho, ¿no? Sí, me has quitado los árboles
frutales, me has quitado el lugar donde he trabajado durante años, me
has robado mis cultivos, te has quedado con mi cosecha. Pase, pero
además me has quitado la tumba. Me has quitado el lugar donde vivo y
el lugar donde iré cuando muera. Tal vez hubiera trabajado para ti,
pero —dijo golpeándose el pecho—, cuando muera, moriré para mí
misma.
Dicho lo cual se dio media vuelta y salió de la casa.

294
Se dirigió al granero. Sacó los dos caballos sementales y los
enganchó al carro. Haciendo el menor ruido posible, los llevó hasta el
camino. Luego se montó, agarró el látigo con una mano y las riendas
firmemente con la otra y gritó con voz ronca:
—¡Eh, tú, perrito, mira cómo monto! —Y cuando Una fue
corriendo a la puerta, Lena volvió a gritar, girándose en el asiento: —
Yo también te lo quito.
Y, lanzando el látigo hacia los caballos, desapareció en un
remolino de polvo.
Una se quedó de pie protegiéndose los ojos del sol con la mano.
Nunca habían visto a Lena enfadada, por lo cual pensó que se había
vuelto loca, como le había ocurrido antes a su tío. Era plenamente
consciente de que le había hecho una mala jugada a Lena, pero no
había contado con que Lena también se diera cuenta.
Se preguntaba cuándo regresaría con los caballos. Incluso preparó
comida para las dos.
Lena no regresó. Una la esperó hasta el amanecer. Le preocupaban
más los caballos que su propia hermana; los caballos representaban
seiscientos dólares, mientras que Lena sólo era un familiar. Por la
mañana, regañó a Karl por haber dado sangre de locos a la familia.
Luego, hacia la segunda noche, esperó al sueco.
La noche pasó como las otras. El trabajador sueco no se presentó.
Una estaba aturdida. Fue a ver a un vecino y le expuso el asunto.
Éste le dio algunos consejos legales que la dejaron estupefacta.
Por fin, al terminar la semana, como no aparecían ni los caballos ni
Lena, y también por la extraña ausencia del hombre que había estado
cortejándola algunas semanas, Una lo puso en conocimiento de la
policía local. Y diez días después localizaron los caballos. El hombre
que los llevaba dijo que se los había vendido una joven polaca que
pasó por su granja con un hombre alto, sueco, avanzada la noche. Ella
había explicado que había intentado venderlos aquel día en una feria,
pero que no había podido separarse de ellos, y al cabo se los había
dejado a él por un precio bajo. Añadió que le había pagado trescientos
dólares. Una volvió a comprarlos por aquel precio con dinero ahorrado
duramente, tanto suyo como de Lena.
Luego, esperó. Un amargo odio iba creciendo en su interior y

295
recorría sus campos de acre en acre con un ayudante contratado que
parecía una gran cosa hecha de madera.
Pero, a medida que pasaba el tiempo, sus sentimientos cambiaban.
A veces casi llegaba a arrepentirse de lo que había hecho. Al fin y al
cabo, Lena había trabajado bien y de un modo pacífico. Había sido
Lena también la que mejor conseguía apaciguar a Karl. Sin ella,
recorría la casa frenético y pateando el suelo y últimamente había
empezado a acusarla de haber asesinado a su hermana.
Entonces, un día, apareció Lena llevando algo en los brazos,
meciéndolo de lado a lado mientras el sueco amarraba una bonita
yegua en la puerta del granero. Lena se acercó a la casa cantando y
tras ella iba su hombre.
Una se quedó de pie inmóvil, impertérrita, callada. Cuando Lena
llegó hasta ella, destapó el fardo y le acercó el bebé.
—Bésalo —dijo.
Sin pronunciar palabra, Una se inclinó y lo besó.
—Gracias —dijo Lena, volviendo a colocar la mantilla—. Ahora
ya has puesto tu señal. Ya has firmado. —Y sonrió.
El sueco estaba un poco moreno del sol… Se sacó la gorra y se
quedó allí sonriendo incómodo.
Lena prosiguió hacia dentro y se sentó.
Una la siguió. Detrás de Una iba el padre.
Se oía a Karl cantando y zapateando arriba.
—Dale agua de melaza y pastelillos —gritó, asomando la cabeza
por la trampilla, tras lo cual estalló en carcajadas.
Una llevó tres vasos de vino. Inclinándose, acarició al bebé en la
barbilla para hacerlo sonreír.
—Cuéntame —dijo.
Lena empezó:
—Bueno, yo fui a buscarlo —dijo señalando al azarado padre—. Y
lo puse detrás y lo llevé a la ciudad y me casé con él. Y se lo expliqué.
Le dije: Se ha quedado con mi tierra, las flores, los frutos y las
verduras. Y también me ha quitado la tumba donde he de descansar…

Y al final parecían buenos caballos, pero uno de ellos andaba algo


encabritado.

296
Oke de Okehurst

VERNON LEE

I
¿Aquel boceto con la gorra de chico? Sí; es la misma mujer. Me
pregunto si puedes adivinar quién era. Un ser singular, ¿no? La
criatura más maravillosa, con mucho, que jamás haya conocido: una
elegancia exótica, sobrenatural, conmovedora; una especie de gracia y
rebuscamiento perverso y artificial en cada perfil, en cada movimiento
y disposición de la cabeza y el cuello, las manos y los dedos. Aquí
tengo un montón de bocetos a lápiz que hice antes de pintar su retrato.
Sí; todo el cuaderno de bocetos está ocupado por ella. No son más que
garabatos, pero pueden dar una idea de su clase de encanto
maravilloso, fantástico. Aquí, apoyada en la barandilla de la escalera;
allá, sentada en el balancín. Aquí sale aprisa de la habitación. Éste es
su rostro, ¿ves? No es exactamente guapa; tiene la frente demasiado
grande y la nariz demasiado corta. Esto no da una idea de cómo era.
Era, en conjunto, toda una cuestión de movimiento. Mira qué extrañas
mejillas, hundidas y planas; pues bien, cuando sonreía se le formaban

297
unos hoyuelos maravillosos ahí. Poseía algo exquisito y misterioso. Sí;
empecé el cuadro, pero nunca llegué a terminarlo. Primero pinté al
marido. Me pregunto quién tendrá ahora el cuadro. Ayúdame a apartar
estos cuadros de la pared. Gracias. Éste es su retrato; un inmenso
fracaso. Supongo que no te dice mucho; sólo está esbozado, y parece
un poco loco. Mira, mi idea era pintarla apoyada en la pared —había
una tapizada— para destacar la silueta.
Fue muy curioso que escogiese aquella pared en especial. En este
estado parece una locura, pero me gusta; tiene algo de ella. Lo
enmarcaré y lo colgaré, sólo que la gente me hará preguntas. Sí; lo has
adivinado: es la señora de Okehurst. No me acordaba de que tenías
conocidos en aquella parte del país; además, supongo que los
periódicos se hicieron mucho eco en su día. ¿No sabías que todo
ocurrió ante mis propios ojos? Ahora, apenas puedo creerlo: parece
todo tan distante; vivido, pero irreal, como fruto de mi propia
invención. Fue mucho más raro de lo que nadie podía imaginar. La
gente no podía comprenderlo, de la misma manera en que no la
comprendían a ella. Dudo que alguien llegara a comprender a Alice
Oke aparte de mí mismo. No pienses que no tengo sentimientos. Era
una criatura maravillosa, extraña, exquisita, pero uno no podía sentir
compasión por ella. Yo compadecía mucho más al pobre desgraciado
de su marido. Parecía un final muy apropiado para ella; yo me
atrevería a decir que, si ella lo hubiera sabido, le habría gustado. ¡Ah!
Nunca más tendré la oportunidad de pintar un cuadro como aquél tal
como quería. Me pareció enviada del cielo o de algún otro lugar
semejante. ¿Nunca te han contado la historia con detalle? Bueno, por
lo general no hablo de ella, porque la gente es brutalmente estúpida o
sentimental; pero te la contaré. Veamos. Hoy ya no queda luz para
pintar, así que te la puedo relatar ahora. Espera; tengo que ponerla de
cara a la pared. ¡Ah, era una criatura maravillosa!

298
II
¿Te acuerdas de que hace años te dije que me había embarcado en
pintar a un matrimonio de hacendados del condado de Kent? No
entiendo qué fue lo que me hizo decir que sí a aquel hombre. Un
amigo mío lo había traído un día a mi estudio. El señor Oke de
Okehurst, decía su tarjeta de visita. Era un hombre joven muy alto, de
muy buena planta y buen aspecto, con una piel preciosa y bigote rubio,
y la ropa le sentaba de maravilla; exactamente igual que cientos de
hombres jóvenes que uno ve en el parque, y por completo carente de
interés de pies a cabeza. El señor Oke, que había sido teniente de
regimiento antes de casarse, se sentía incómodo en forma visible al
encontrarse en el estudio de un pintor. Sentía recelos ante un hombre
que podía llevar abrigo de terciopelo en la ciudad, pero al mismo
tiempo estaba nerviosamente ansioso por no tratarme en lo más
mínimo como a un hombre de negocios. Se paseó por mi estudio, lo
miró todo con la más escrupulosa atención, balbuceó un par de
cumplidos, y luego, dirigiendo a su amigo una mirada suplicante, trató
de ir al grano, sin conseguirlo. El asunto, que el amigo explicó con
amabilidad, era que el señor Oke deseaba saber si mis compromisos
me permitirían pintarlos a él y a su mujer y cuáles serían mis
condiciones. El pobre hombre se sonrojó de arriba abajo durante esta
explicación, como si hubiera hecho la proposición más deshonesta; y
advertí —la única cosa de interés en su persona— una extraña arruga
nerviosa en la frente, entre las cejas, un corte longitudinal perfecto,
algo que por lo general indica alguna anormalidad: un doctor de locos
que conozco lo llama pliegue maníaco. Cuando le respondí,
inesperadamente estalló en un montón de confusas explicaciones: su
esposa…, la señora Oke…, había visto algunos de mis… cuadros…,
pinturas…, retratos…, en la… la… ¿cómo se llama? Academia. Ella
había… En pocas palabras, le habían impresionado mucho. La señora
Oke tenía gran sensibilidad para el arte; en resumen, estaba
sumamente ansiosa de que pintara su retrato y el de su marido,
etcétera.
—Mi mujer —añadió de pronto— es una mujer extraordinaria. No

299
sé si la encontrará guapa…, no lo es con exactitud, ¿sabe? Pero es
tremendamente extraña.
Y el señor Oke de Okehurst dio un pequeño suspiro y frunció aún
más aquel curioso pliegue, como si un discurso tan prolongado y una
expresión de opinión tan decidida le hubieran costado un gran
esfuerzo.
Estaba en un momento muy desafortunado de mi carrera. Una de
mis clientes —¿te acuerdas de la señora gorda con la cortina colorada
detrás de ella?— llegó a la conclusión, o la convencieron, de que la
había pintado vieja y vulgar, lo que, de hecho, era cierto. Toda su
camarilla se había vuelto contra mí, los periódicos se habían hecho eco
del asunto, y en aquel momento me consideraban como un pintor a
cuyos pinceles ninguna mujer confiaría su reputación. Las cosas me
iban mal. Razón por la cual cogí al vuelo muy contento la oferta del
señor Oke, y convinimos en que iría a Okehurst al cabo de quince días.
Pero apenas se había cerrado la puerta tras mi futuro cliente, y yo ya
empezaba a arrepentirme de mi precipitación; y mi descontento fue en
aumento, a medida que se aproximaba el momento del cumplimiento,
al pensar que desperdiciaría todo un verano pintando el retrato de un
hacendado del condado de Kent totalmente carente de interés, y de su,
sin duda, también insípida esposa. Recuerdo perfectamente el terrible
humor en que estaba cuando cogí el tren a Kent, que empeoró todavía
más cuando me apeé en la pequeña estación, la más cercana a
Okehurst. Llovía a cántaros. Una reconfortante furia me invadió
cuando pensé que, en un acto solidario, mis lienzos se mojarían antes
de que el cochero del señor Oke los hubiese cargado en lo alto de la
tartana. Me estaba bien empleado por ir a aquel maldito lugar a pintar
a aquella maldita gente. Salimos bajo aquella lluvia persistente. Las
carreteras eran una masa de fango amarillento; la hierba de los pastos
llanos e interminables se convertía, al pie de los robles, en un horrible
caldo marrón, después de haber quedado reducida a cenizas por una
prolongada sequía; el campo tenía un aspecto insufriblemente
monótono.
Mi estado de ánimo se hundía por momentos. Empecé a cavilar
sobre la casa de campo estilo gótico moderno, con la cantidad habitual
de mobiliario Morris, alfombras Liberty y novelas de Mudie, a la que

300
sin duda me conducían. En mi mente, veía con toda claridad los cinco
o seis retoños Oke —aquel hombre tendría con seguridad por lo menos
cinco hijos—, las tías, las cuñadas y las primas; la eterna rutina del té
vespertino y el tenis sobre hierba; sobre todo, me imaginaba a la
señora Oke, robusta, bien informada, ama de casa ejemplar, una joven
dama que contribuía en las campañas electorales y organizaba obras de
caridad, quien, para un individuo como el señor Oke, merecía el
calificativo de mujer extraordinaria. Y en mi interior se me caía el
alma a los pies, y maldecía mi avaricia al aceptar el encargo y mi falta
de coraje al no rechazarlo cuando aún estaba a tiempo. Entretanto,
habíamos entrado en un gran parque, o más bien una larga sucesión de
pastos, salpicados de enormes robles, bajo cuyas copas se
apelotonaban las ovejas, resguardándose de la lluvia. A lo lejos,
emborronadas por la cortina de lluvia, había una línea de colinas bajas,
bordeada por un escarpado perfil de abetos azulados y un molino
solitario. Debíamos de haber recorrido ya más de dos kilómetros desde
que habíamos visto la última casa, y no se distinguía ninguna a la
vista; tan sólo la ondulación de la hierba seca, empapada de marrón
bajo los inmensos robles negruzcos, de los que se elevaba, por todos
lados, un vago y desconsolado balido. Por fin la carretera daba un giro
repentino, y revelaba lo que evidentemente era el hogar de mis
modelos. No era lo que había imaginado. En una depresión del terreno,
había una gran casa de ladrillo rojo, con los gabletes redondeados y
largas chimeneas del tiempo de Jaime I; un lugar triste, vasto, en
medio de tierras de pastos, sin señal alguna de jardín en la parte
delantera, y sólo unos pocos árboles de gran tamaño que indicaban la
posibilidad de uno en la parte trasera; no había césped: simplemente,
al otro lado de la arenosa depresión, que sugería un foso relleno, se
elevaba un inmenso roble, de poca altura, hueco, con ramas retorcidas
y marchitas, en lo alto del cual sólo un puñado de hojas se agitaba bajo
la lluvia. No se correspondía en absoluto con la imagen que me habían
hecho del hogar del señor Oke de Okehurst.
Mi anfitrión me recibió en el vestíbulo, un lugar amplio, recubierto
de madera trabajada, tapizado de retratos hasta su curioso techo:
abovedado como el interior del casco de un barco. Me pareció aun más
rubio, más rosado y blanco, más absolutamente mediocre en su traje

301
de tweed; y creo que también más bonachón y aburrido. Me llevó a su
despacho, una habitación tapizada con látigos y aperos de pesca en
lugar de libros, mientras llevaban mis cosas arriba. Había mucha
humedad y en la chimenea ardían unas brasas. Les dio una nerviosa
patada con el pie y me dijo, ofreciéndome un cigarrillo:
—Deberá disculparme por no presentarle ahora mismo a la señora
Oke. M mujer…, para ser breve, creo que mi esposa está durmiendo.
—¿Está indispuesta la señora Oke? —pregunté, al tiempo que se
encendía una luz de esperanza de que me pudiera librar de todo
aquello.
—¡Oh, no! Alice está muy bien; al menos tan bien como de
costumbre. Mi esposa —añadió tras un minuto de pausa, y en tono
muy decidido— no goza de muy buena salud…, una constitución
nerviosa. ¡Oh, no! No es que esté enferma, nada serio, ya sabe. Sólo
nerviosa, dicen los médicos; no hay que preocuparla o excitarla, dicen
los médicos; necesita mucho reposo…, esas cosas.
Se calló bruscamente. Aquel hombre me deprimía, y no sabía por
qué. Tenía una mirada apática, desconcertada, muy en desacuerdo con
sus admirables salud y energía, que saltaban a la vista.
—Debe de ser usted un gran deportista —le dije, de pura
desesperación, señalando con la cabeza en dirección a los látigos, las
escopetas y las cañas de pescar.
—¡Oh, no! Ahora no. Lo fui en otra época. He dejado todas estas
cosas —respondió, mientras continuaba de pie, de espaldas a la
chimenea, mirando fijamente al oso polar que yacía bajo sus pies—.
No…, no tengo tiempo para todo eso ahora —añadió, como si me
debiera una explicación—. Un hombre casado…, ya sabe. ¿Le gustaría
subir a sus habitaciones? —dijo, interrumpiéndose de golpe—. He
hecho que acondicionaran una para que pintase. Mi mujer dijo que
preferiría luz del norte. Si ésa no le satisface, puede escoger cualquier
otra.
Salí del despacho tras él y atravesamos el inmenso vestíbulo. En
menos de un minuto había dejado de pensar en el señor y la señora
Oke y en el aburrimiento de pintar sus físicos: simplemente me
conquistó la belleza de aquella casa, que yo me había imaginado
moderna y prosaica. Era sin excepción alguna el ejemplo más perfecto

302
de una vieja mansión inglesa que había visto en mi vida; la más
intrínsecamente magnífica y conservada de un modo admirable.
Saliendo del gigantesco vestíbulo, con una inmensa chimenea de
piedra gris y negra tallada e incrustada con delicadeza y varias hileras
de retratos familiares, que se extendían desde los paneles de madera
hasta el techo de roble, abovedado y con cuadernas como el casco de
un barco, se abría la amplia escalera de peldaños planos, cuya
barandilla estaba coronada a intervalos por monstruos heráldicos,
mientras la pared lucía escudos de armas tallados en roble, follaje y
pequeñas escenas mitológicas, pintadas de un rojo y azul descoloridos
y destacadas en un dorado deslustrado, que armonizaba con el azul y
dorado desvaídos del cuero repujado que llegaba hasta la cornisa de
roble, también coloreada y dorada con delicadeza. Las armaduras
hermosamente damasquinadas daban la sensación de no haber sido
tocadas por mano moderna, a pesar de no estar oxidadas en lo más
mínimo; las alfombras que yacían a nuestros pies eran persas del siglo
XVI; las únicas cosas actuales eran los grandes ramos de flores y
helechos dispuestos en vasijas de mayólica en los rellanos. Todo
estaba en perfecto silencio; sólo desde abajo llegaban las campanadas,
cantarinas como la fuente de un palacio italiano, de un reloj anticuado.
Me parecía que me llevaban por el palacio de la Bella Durmiente.
—¡Qué casa tan magnífica! —exclamé mientras seguía a mi
anfitrión por un largo pasillo, también recubierto de cuero y tallas de
madera y lleno de baúles nupciales y sillas que parecían salidas de un
retrato de Van Dyck. En mi interior tenía la profunda sensación de que
todo aquello era natural, espontáneo; que no tenía nada del carácter
pintoresco que los decoradores de buen gusto imponen a las casas
ricas y estéticas. El señor Oke me malinterpretó.
—Es una casa antigua bonita —dijo—, pero demasiado grande
para nosotros. Verá usted, la salud de mi mujer no permite que
tengamos muchos invitados; y no tenemos hijos.
Creí advertir un vago lamento en su voz; y, evidentemente, él
temía que algo así se le hubiera escapado, pues añadió de inmediato:
—Ya ve, a mí los hijos no me importan lo más mínimo; me cuesta
entender que a otras personas sí.
Me dije a mí mismo que si alguna vez alguien había hecho un gran

303
esfuerzo para decir una mentira, aquél era el señor Oke de Okehurst en
ese mismo instante.
Cuando me dejó solo en una de las dos enormes habitaciones que
me habían asignado, me dejé caer en un sillón e intenté esclarecer la
extraordinaria impresión imaginativa que aquella casa me había
producido.
Soy muy susceptible a este tipo de impresiones; y aparte del tipo
de espasmo de interés imaginativo que en ocasiones despiertan en mí
ciertas personalidades raras y excéntricas, no conozco nada más
subyugante que el encanto, más sosegado y menos analítico, de
cualquier ejemplo de casa completa y que se salga de lo corriente.
Estar sentado en una habitación como aquella en la que me hallaba:
con las figuras de los tapices teñidas de los colores grises, lilas y rojos
del atardecer, la gran cama, con dosel y cortinas, una vaga presencia
en el centro, y las brasas rojizas bajo el dintel prominente de la
chimenea de mampostería italiana incrustada, un tenue perfume de
pétalos de rosa y especias, colocados en los cuencos de porcelana por
las manos de damas fallecidas hace tiempo, mientras el reloj envía
desde abajo, de vez en cuando, su suave melodía de los días olvidados,
que llena la habitación. Hacer esto es una clase de voluptuosidad
especial, peculiar, compleja e indescriptible, como la semiembriaguez
del opio o del hachís, la cual, para ser transmitida a otros tal como uno
la siente, requeriría un genio sutil y vehemente como el de Baudelaire.
Después de vestirme para cenar, volví a ocupar mi lugar en el
sillón y reanudé también mi ensueño, dejando que todas aquellas
impresiones del pasado —que parecían difuminarse como las figuras
de la alfombra, pero seguían vivas al mismo tiempo, como las brasas
de la chimenea, todavía dulces y sutiles como el perfume de los
pétalos de rosa muertos y las especias troceadas en los cuencos de
porcelana— me invadieran y se me subieran a la cabeza. No pensaba
en Oke y su mujer; me parecía estar solo por completo, aislado del
mundo, separado de él en aquel goce exótico.
Las brasas fueron palideciendo gradualmente; las figuras de los
tapices se fueron cubriendo de sombras; la habitación pareció quedar a
media luz; y mis ojos se dirigieron a la ventana arqueada y dividida en
dos por un parteluz de la misma piedra trabajada, más allá de cuyo

304
marco, de elaborada mampostería, se extendía un parque marrón
grisáceo de hierba marchita y empapada, salpicado de grandes robles;
mientras a lo lejos, tras un perfil escarpado de oscuros abetos
escoceses, el húmedo cielo era invadido por el rojo ardiente de la
puesta de sol. A través del goteo de las hojas de la hiedra, llegaba, más
leve o más intenso, el repetido balido de los corderos separados de su
madre; un llanto desdichado, trémulo y atemorizado.
Me sobresaltó un repentino golpe en la puerta.
—¿No ha oído el gong anunciando la cena? —preguntó la voz del
señor Oke.
Me había olvidado totalmente de su existencia.

III
Creo que no me es posible reconstruir mis primeras impresiones de
la señora Oke. Mi recopilación de ellas estaría coloreada por entero
por mi posterior conocimiento de ella; de lo cual concluyo que en un
principio no puede haber experimentado el extraño interés y
admiración que tan pronto despertó en mí aquella extraordinaria
mujer. Interés y admiración, no se me malinterprete, de una clase muy
poco corriente, pues ella misma era una mujer poco común; y, si
quieres verlo así, yo soy un tipo de hombre bastante inhabitual. Pero
eso podré explicarlo mejor después.
Lo que sí es cierto es que debí de sentir una inconmensurable
sorpresa al comprobar que mi anfitriona y futura modelo era tan
absolutamente diferente de como me la había imaginado. O no —
ahora que lo pienso—: apenas me sentí sorprendido; o, si lo estuve,
aquel primer impacto no pudo durar ni siquiera una infinitésima de
minuto. El hecho es que, habiendo visto a la Alice Oke real, era desde
todo punto imposible recordar que uno se la hubiese imaginado

305
distinta: había en su personalidad algo tan completo, tan
completamente distinto de todo el mundo, que parecía haber estado
siempre presente en la conciencia de uno, aunque tal vez en forma de
enigma.
Deja que intente darte una idea de ella: no de aquella primera
impresión, cualquiera que fuese, sino de su absoluta realidad tal como
fui aprendiendo a verla gradualmente. Para empezar, tengo que repetir
y reiterar una y otra vez que ella era, más allá de toda comparación, la
mujer más llena de gracia y delicadeza que he visto en mi vida, pero
con una gracia y una delicadeza que no tenían nada que ver con
ninguna idea preconcebida ni experiencia previa de lo que dichos
nombres indican: gracia y delicadeza reconocidas al instante como
perfectas, pero que se veían en ella por primera, y creo que por última,
vez. ¿Es concebible que una vez cada mil años pueda surgir una
combinación de rasgos, un sistema de movimientos, un perfil, un porte
que sean nuevos, sin precedentes, y que sin embargo respondan con
exactitud a nuestros deseos de belleza y exotismo? Era muy alta; y
supongo que la gente hubiera dicho que era delgada. No lo sé, pues
nunca pensé en ella como un cuerpo —carne y hueso y esas cosas—,
sino como una maravillosa serie de líneas, una maravillosa y peculiar
personalidad. Alta y esbelta, desde luego, y sin ningún elemento de lo
que constituye nuestro concepto de mujer bien hecha. Era tan espigada
—me refiero a que tenía tan poco de lo que la gente denomina figura
— como un bambú; tenía los hombros algo elevados y el cuello
decididamente inclinado hacia adelante; nunca la vi con los brazos o
los hombros desnudos. Pero aquella su figura de bambú poseía tal
elasticidad y majestuosidad, tal juego de líneas a cada paso que daba,
que no la puedo comparar con nada más; había allí algo del pavo real y
del ciervo; pero, por encima de todo, era su propio ser. Ojalá pudiera
describirla. Ojalá, ¡ay!, ojalá, ojalá pudiera; lo he pensado cien mil
veces. Podría pintarla, tal como la veo ahora, con los ojos cerrados…,
aunque sólo fuera una silueta. ¡Allá! La veo con tanta claridad,
caminando lentamente de un lado a otro de la habitación: la ligera
elevación de sus hombros no hace más que completar la exquisita
composición de líneas de su espalda erguida y suave, su cuello largo y
delicado, la cabeza, con el cabello peinado en pálidos y cortos rizos,

306
siempre inclinada hacia adelante, salvo cuando de modo inesperado la
echaba hacia atrás y sonreía, no a mí, ni a nadie, ni a nada que se
hubiese dicho, sino como si ella sola hubiese visto u oído algo de
repente, con el extraño hoyuelo en sus mejillas delgadas y pálidas y
una extraña blancura en sus ojos grandes, muy abiertos: en ese
momento su porte tenía algo del ciervo. Pero, ¿para qué sirve hablar de
ella? Verás, yo no creo que ni siquiera el pintor más grande pueda
mostrar cuál es la verdadera belleza de una mujer muy hermosa en el
sentido ordinario: las mujeres de Tiziano y de Tintoretto deben de
haber sido mucho más bellas de lo que las pintaron. Siempre se escapa
algo —y es la esencia misma—, tal vez porque la verdadera belleza es
tanto una cosa en el tiempo —como la música: una sucesión, una serie
— como en el espacio. Y hablo ahora de una mujer bella en sentido
convencional. Imagina, pues, cuánto más lo sería en el caso de una
mujer como Alice Oke; y si el lápiz y el pincel, imitando cada línea y
tono, no pueden conseguirlo, ¿cómo va a ser posible dar la más
mínima idea de ella con meras, con miserables palabras, palabras que
no poseen más que un miserable y abstracto significado, una
asociación convencional impotente? Para abreviar, la señora Oke de
Okehurst era, en mi opinión, la criatura más rara y exquisita en grado
máximo, una criatura exótica cuyo encanto no se puede describir, del
mismo modo en que no se puede llevar a casa el perfume de una flor
tropical recién descubierta comparándolo con el de la rosa o el de las
lilas.
Aquella primera cena fue bastante deprimente. El señor Oke —
Oke de Okehurst, como la gente de allá lo llamaba—, era
espantosamente tímido, como consumido por el temor de hacer el
ridículo delante de mí y de su mujer, pensé yo. Pero aquella timidez no
desapareció; y pronto descubrí que, aunque sin duda se agudizaba con
la presencia de un extraño, estaba inspirada no por mí sino por su
mujer. De vez en cuando, él miraba como si fuera a hacer un
comentario, y luego se notaba que se reprimía y se quedaba callado.
Era muy curioso ver a aquel tipo grande, joven, guapo, viril, ponerse a
tartamudear de golpe y sonrojarse en presencia de su mujer. Tampoco
era la conciencia de sentirse estúpido; porque, a solas, Oke, si bien
lento y tímido, tenía muchas ideas, así como opiniones políticas y

307
sociales muy definidas, junto a una cierta franqueza infantil y un deseo
de lograr la certeza y la verdad, que resultaban bastante
conmovedores. Por otra parte, la singular timidez de Oke no era, según
pude comprobar, el resultado de algún tipo de dominación que
ejerciese su mujer. Si se es observador, se puede detectar siempre al
marido o a la mujer que están acostumbrados a que su media naranja
les pare los pies o los corrija: hay una conciencia por ambas partes, un
hábito de observar y encontrar fallos, de ser observado y hallado en
falta. No era ése el caso de Okehurst. Era evidente que la señora Oke
no se preocupaba lo más mínimo de su marido; él podía decir todas las
tonterías que quisiese sin encontrar reproche e incluso sin que ella se
enterase; y podría haberlo hecho, si así hubiera querido, desde el día
en que contrajeron matrimonio. Se notaba enseguida. La señora Oke,
sencillamente, ignoraba su existencia. Tampoco puedo decir que
prestara mucha atención a nadie más, ni siquiera a mí. En un principio,
pensé que se trataba de afectación por su parte, pues había algo
forzado en su aspecto de conjunto, algo que indicaba estudio, que te
podía llevar, en un primer momento, a calificarla de afectada; iba
vestida de forma extravagante, sin ajustarse a ninguna excentricidad
estética establecida, sino de un modo individual y extraño, como con
la ropa de una antepasada del siglo XVII. Bien, al principio pensé que la
mezcla de extrema deferencia y absoluta indiferencia que manifestaba
con respecto a mí era una pose de su parte. Siempre parecía estar
pensando en otra cosa; y, aunque hablaba bastante y dando muestras
de una inteligencia superior, dejaba la impresión de ser tan taciturna
como su marido.
Al llegar, en los primeros días de mi estancia en Okehurst, supuse
que lo de la señora Oke era una especie de coqueteo de alto nivel; y
que su actitud ausente, su mirada perdida en una distancia invisible
mientras te hablaba, su curiosa sonrisa fuera de lugar eran medios de
atraer la adoración y deslumbrar. La confundí con la actitud en cierto
modo similar de algunas extranjeras —no suele ser propia de las
inglesas— que viene a decir, si uno llega a entendería, «hazme la
corte». Pero pronto descubrí que estaba equivocado. La señora Oke no
tenía el más mínimo deseo de que le hiciera la corte; de hecho, no se
dignaba a pensar lo suficiente en mí para eso; y yo, por mi parte,

308
empecé a interesarme demasiado en ella desde otro punto de vista
como para soñar siquiera con ello. Fui consciente, no sólo de que tenía
ante mis ojos el tema más maravillosamente raro, exquisito y
deslumbrante para pintar un retrato, sino también uno de los
personajes más peculiares y enigmáticos que había conocido. Ahora
que miro hacia atrás, me tienta el pensar que la peculiaridad
psicológica de aquella mujer podría sintetizarse en un exorbitante y
absorbente interés por sí misma —una actitud narcisista—
curiosamente complicado con una imaginación fantástica; una especie
de morboso soñar despierta, mirando hacia adentro, y sin otra
manifestación característica que una cierta inquietud, un deseo
perverso de sorprender y desconcertar, de sorprender y desconcertar en
especial a su marido, y vengarse así del inmenso aburrimiento que le
infligía la falta de reconocimiento por parte de él.
Llegué a entender todo esto poquito a poco, aunque, al parecer, no
logré penetrar en ese algo misterioso que acompañaba a la señora Oke.
Había en ella una indocilidad, una indiferencia que yo sentía pero no
podía explicar. Era un algo tan difícil de definir como la peculiaridad
de su aspecto externo, y tal vez muy íntimamente relacionado con él.
La señora Oke fue centrando mi atención como si me hubiese
enamorado de ella; pero no estaba enamorado de modo alguno. Ni me
aterrorizaba la idea de separarme de ella, ni sentía placer alguno en su
presencia. No tenía el más remoto deseo de complacerla o captar su
atención. Pero la tenía metida en el cerebro. La perseguía; perseguía su
imagen física, su explicación psicológica, con una pasión que llenaba
mis días y no dejaba lugar al aburrimiento. Los Oke llevaban una vida
notablemente solitaria. Había escasos vecinos y los veían poco; y raras
veces tenían huéspedes. El propio Oke parecía de vez en cuando
afectado por un ataque de responsabilidad hacia mí. Durante nuestros
paseos y charlas nocturnas de sobremesa dejaba entrever que la vida
de Okehurst debía de resultarme terriblemente tediosa; la salud de su
mujer lo había habituado a la soledad y, además, su mujer pensaba que
los vecinos eran un aburrimiento. Nunca cuestionaba los juicios de su
mujer en estos temas. Se limitaba a exponer la situación como si la
resignación fuera algo fácil e inevitable; pero a veces me parecía que
aquella monótona vida de soledad, junto a una mujer que no le

309
prestaba más atención que a una mesa o a una silla, le estaba
produciendo una vaga depresión e irritación a aquel joven, tan
claramente privado de una vida alegre y familiar. Yo me preguntaba a
menudo cómo podía resistirlo, sin sentir, como me ocurría a mí, el
interés por un extraño acertijo psicológico que resolver o por un gran
retrato que pintar. Era, según puede comprobar, bueno en extremo, el
tipo de joven inglés perfectamente responsable, el tipo de hombre que
tendría que haber sido una especie de soldado cristiano: cordial, de
espíritu puro, valiente, incapaz de ninguna clase de mezquindad, de
intelecto no demasiado vivo y aturdido por toda clase de escrúpulos
morales. Le preocupaba la situación de sus aparceros y de su partido
político; era un conservador típico del condado de Kent. A diario se
pasaba horas en su despacho, desempeñando su trabajo de
administrador de su hacienda y de líder político, leyendo montañas de
informes y de periódicos y tratados de agricultura; y aparecía a la hora
del almuerzo con montones de cartas en la mano, con aquella extraña
mirada confusa en su cara saludable y aquel profundo corte entre sus
cejas, que mi amigo, el doctor de locos, denomina pliegue maníaco.
Me hubiera gustado pintarlo con aquella expresión; pero pensé que no
le habría gustado, que era más justo representarlo en el simple
convencionalismo de su cutis rosado, blanco y rubio. Tal vez fui un
poco descuidado con respecto al retrato del señor Oke; me contentaba
con pintarlo de cualquier manera —me refiero a su forma de ser—
porque toda mi mente estaba absorta pensando en cómo pintaría a la
señora Oke, cómo podría trasladar al lienzo aquella personalidad
singular y enigmática. Empecé con su marido, y a ella le dije con toda
sinceridad que necesitaba más tiempo para estudiarla. El señor Oke no
podía entender por qué necesitaba hacer ciento y pico de bocetos a
lápiz de su mujer antes de decidir siquiera en qué actitud la pintaría;
pero creo que estaba bastante contento de tener la oportunidad de
retenerme en Okehurst; estaba claro que mi presencia rompía la
monotonía de su vida. La señora Oke parecía tan absolutamente
indiferente a mi permanencia como a mi presencia. Sin llegar a ser
descortés, nunca había visto una mujer que prestase tan poca atención
a un invitado; en ocasiones hablaba conmigo durante horas, o más bien
me dejaba hablarle, pero nunca parecía escuchar. Se tumbaba en un

310
sofá del siglo XVII mientras yo tocaba el piano, esbozando de vez en
cuando aquella extraña sonrisa en sus delgadas mejillas, con aquella
misteriosa blancura en los ojos; pero parecía que le trajera sin cuidado
que mi música se interrumpiera o continuase. No prestaba, o fingía no
prestar, el más mínimo interés al retrato de su marido; pero aquello no
me importaba. Yo no deseaba que la señora Oke me encontrase
interesante: sólo deseaba continuar estudiándola.
La primera vez que la señora Oke pareció advertir mi presencia,
como distinta de la de las sillas y mesas, los perros tumbados en el
porche o el cura, el abogado o algún vecino que, de tanto en tanto,
invitaban a cenar, fue un día —debía de llevar allí una semana— en el
que se me ocurrió comentarle el singular parecido que existía entre
ella y el retrato de una dama que había en la pared de aquel vestíbulo
que tenía el techo como un casco de barco. El cuadro en cuestión era
de cuerpo entero, ni muy bueno ni muy malo, pintado casi con
seguridad por algún ignoto italiano de principios del siglo XVII. Estaba
colgado en un rincón bastante oscuro, frente al retrato, obviamente
pintado para servirle de pareja, de un hombre moreno, con una
expresión algo desagradable de resolución y eficiencia, que llevaba un
traje negro a lo Van Dyck. Era evidente que eran marido y mujer; y en
la esquina del retrato de la mujer, fechado en 1626, se leía: «Alice
Oke, hija del señor Virgil Pomfret, y esposa de Nicholas Oke de
Okehurst». Mientras que en el retrato pequeño se leía «Nicholas Oke».
La dama tenía un increíble parecido con la señora Oke actual, al
menos en la medida en que un cuadro pintado con indiferencia en las
primeras épocas de Carlos I puede parecerse a una mujer de carne y
hueso del siglo XIX. Poseía la misma extrañeza de líneas tanto en el
rostro como en la figura, los mismos hoyuelos en las delgadas
mejillas, los mismos ojos muy abiertos, la misma expresión vagamente
excéntrica, que ni siquiera la lánguida y convencional manera de
pintar de la época habían destruido. Uno podía imaginarse que aquella
mujer tenía el mismo andar, el mismo gesto hermoso en la nuca y en el
cuello y la cabeza ligeramente adelantada, tal como su descendiente;
pues descubrí que el señor y la señora Oke, que eran primos hermanos,
descendían ambos de aquel Nicholas Oke y de la tal Alice, hija de
Virgil Pomfret. Pero el parecido venía realzado por el hecho, del que

311
enseguida me percaté, de que la actual señora Oke se maquillaba de
modo evidente para parecerse a su antepasada, y se vestía con ropas
que tenían algo del siglo XVII; más aún, que a veces eran una copia
exacta de aquel retrato.
—Piensa que soy como ella —respondió soñadora la señora Oke a
mi comentario, y su mirada se desvió hacia aquel algo invisible y la
leve sonrisa dibujó los hoyuelos en sus delgadas mejillas.
—Es usted como ella, y lo sabe. Diría incluso que desea ser como
ella, señora Oke —le respondí riéndome.
—Tal vez.
Y miró a su marido. Me di cuenta de que, junto a su habitual
pliegue frontal, su expresión delataba a las claras que se sentía
molesto.
—¿No es cierto que la señora Oke intenta parecerse a ese retrato?
—le pregunté con perversa curiosidad.
—¡Oh, qué disparate! —exclamó, levantándose de la silla y
caminando nervioso hacia la ventana—. Son todas tonterías, simples
tonterías. Espero que no, Alice.
—¿Que no qué? —preguntó la señora Oke con una especie de
desdeñosa indiferencia—. Si soy como Alice Oke, pues lo soy; y me
complace mucho que alguien piense lo mismo. Ella y su marido son
los únicos miembros de nuestra familia, nuestra insípida, rancia e
inútil familia, que fueron un poco interesantes.
Oke enrojeció y frunció el entrecejo como sintiendo dolor.
—No veo por qué tienes que insultar a nuestra familia, Alice —
dijo—. ¡Gracias a Dios, nuestra gente han sido siempre hombres y
mujeres honorables y rectos!
—Exceptuando a Nicholas Oke y a Alice, su mujer, hija del señor
Virgil Pomfret —respondió riéndose, mientras él salía al parque a
grandes zancadas—. ¡Qué infantil es! —exclamó ella cuando nos
quedamos solos—. Realmente le importa, realmente se siente
desgraciado por lo que hicieron nuestros antepasados hace dos siglos y
medio. Estoy convencida de que William haría descolgar esos dos
cuadros y quemarlos si no fuera por miedo a mí y vergüenza de los
vecinos. Y, como le digo, esas dos personas son en verdad los únicos
miembros un poco interesantes de nuestra familia. Algún día le

312
contaré la historia.
Y, en efecto, el propio Oke me relató la historia. Al día siguiente,
durante nuestro paseo matutino, él interrumpió de pronto un
prolongado silencio, sin dejar de hollar a diestro y siniestro la hierba
marchita con el bastón que llevaba —como responsable habitante del
Kent que era— a fin de arrancar los cardos de sus tierras y de las de
otras personas.
—Me temo que ayer debió de pensar que fui muy grosero con mi
esposa —dijo con aire tímido—; y sé que lo fui.
Oke era uno de esos seres caballerescos para los que toda mujer,
toda esposa —y la suya propia más que ninguna— estaba iluminada
por algo sagrado.
—… Pero… pero tengo un prejuicio que mi esposa no comparte, y
es mostrar los trapos sucios de la propia familia. Supongo que Alice
piensa que pasó hace tanto tiempo que ya no tiene relación alguna con
nosotros; lo considera simplemente como una historia pintoresca. Me
atrevería a decir que mucha gente es de este parecer, de lo contrario no
saldrían a la luz tantas tradiciones familiares desprestigiadoras. Pero,
para mí, no cambia las cosas que fuera hace tanto tiempo; cuando se
trata de la propia familia, prefiero olvidarlo. No puedo entender cómo
la gente puede hablar de asesinatos en sus familias y fantasmas y esas
cosas.
—A propósito, ¿tienen fantasmas en Okehurst? —le pregunté.
Era como si el lugar requiriese uno que lo completase.
—Espero que no —dijo Oke con expresión grave.
Su seriedad me hizo sonreír.
—¿Por qué? ¿Le disgustaría si los hubiese? —le pregunté.
—Si existen los fantasmas —respondió—, no creo que deban
tomarse a la ligera. Dios no permitiría que existiesen, salvo como
advertencia o como castigo.
Seguimos caminando un rato en silencio, yo maravillándome del
tipo extraño de hombre que era aquel joven vulgar, y casi deseando el
poder incluir en mi retrato algo que pudiera ser el equivalente a
aquella curiosa franqueza carente de imaginación. Entonces Oke me
contó la historia de aquellos dos cuadros. Me la contó con tan poca
gracia y tanta vacilación como podría hacerlo el peor de los mortales.

313
Él y su mujer eran, como he dicho, primos, y por lo tanto
descendían de la misma estirpe antigua de Kent. Los Oke de Okehurst
podían trazar sus orígenes hasta los tiempos de los normandos, e
incluso hasta los de los sajones, mucho más atrás que cualquiera de las
familias de la vecindad más conocidas o con títulos. Vi que William
Oke, en su corazón, se sentía superior a todos sus vecinos.
—Nunca hemos hecho o sido nada especial, ni hemos ostentado
ningún cargo —dijo—, pero siempre hemos estado aquí y
manifiestamente cumpliendo con nuestro deber. Uno de nuestros
antepasados cayó en las guerras de Escocia, otro en Agincourt…,
sencillos y honrados capitanes.
Bien, a principios del siglo XVII la familia había quedado reducida
a un solo miembro, Nicholas Oke, quien reconstruyó Okehurst tal
como era ahora. Al parecer, este Nicholas había sido un tanto diferente
del resto de la familia. En su juventud, había ido a América en pos de
aventura, y, en términos generales, parece que no fue tan poca cosa
como sus antepasados. Contrajo matrimonio, ya entrado en años, con
Alice, hija de Virgil Pomfret, una hermosa y joven heredera de un
condado vecino.
—Era la primera vez que un Oke se casaba con una Pomfret —me
informó mi anfitrión—, y la última. Los Pomfret eran una gente muy
diferente de nosotros: inquietos, egoístas; una de ellas había sido una
favorita de Enrique VIII.
Era obvio que William Oke no sentía correr por sus venas ni una
gota de sangre Pomfret; hablaba de aquella gente con un desagrado
evidente por la familia…, el desagrado que sentía un Oke, uno de los
de la rama vetusta, honorable y modesta que había cumplido con su
deber en silencio, hacia una familia de cazadores de fortunas y
parásitos de la corte. Bien, un tal Christopher Lovelock había ido a
vivir cerca de Okehurst, a una casa recién heredada de un tío. Era un
joven galán y poeta que se hallaba en desgracia momentánea en la
corte a causa de algún asunto de faldas. Dicho Lovelock trabó una
gran amistad con sus vecinos de Okehurst; demasiado grande, al
parecer, con la esposa, ya fuera en opinión de su marido o de la propia
interesada. Sea como fuere, una noche en que cabalgaba de vuelta a su
casa, fue asaltado y asesinado, a todas luces por bandoleros, pero

314
luego se rumoreó que había sido Nicholas Oke, acompañado por su
esposa disfrazada de criado. No se encontraron pruebas legales, pero
aquella tradición había perdurado.
—Solían contárnoslo cuando éramos pequeños —dijo mi anfitrión
con voz ronca— y nos asustaban a mi prima, me refiero a mi esposa, y
a mí con historias de Lovelock. No es más que una leyenda, que
espero que llegue a desaparecer, pues rezo con todo mi corazón al
cielo para que sea falsa. Alice, la señora Oke —continuó tras una
pausa—, no se lo toma como yo. Tal vez yo sea morboso. Pero en
verdad me molesta que se saque a relucir la vieja historia.

IV
Desde aquel momento, empecé a ser motivo de interés a los ojos
de la señora Oke; o, más bien, empecé a percatarme de que tenía un
medio de asegurarme su atención. Tal vez me equivoqué al actuar así;
y me lo he reprochado muy seriamente en los últimos tiempos. Pero, al
fin y al cabo, ¿cómo iba yo a adivinar que estaba metiendo cizaña por
el solo hecho de mostrar mi concordancia —en consideración al
retrato que se me había encomendado y a una manía psicológica
inofensiva— con lo que no era sino el capricho, la afectación o la
extravagancia algo romántica de una joven casquivana y excéntrica?
¿Cómo iba yo a pensar que estaba manipulando sustancias explosivas?
No cabe duda de que un hombre no es responsable si las personas con
las que se ve obligado a tratar, y a las que trata como al resto del
mundo, son muy diferentes de las demás criaturas humanas.
Así que, si realmente llegué a crear discordias, no puedo sentirme
culpable. Había encontrado en la señora Oke a un sujeto único para un
pintor de retratos de mi estilo, y la personalidad más singular, más
extraña. No podía hacer justicia a aquel sujeto si me mantenía a

315
distancia, imposibilitado de estudiar el verdadero personaje de la
mujer. Tenía que ponerla en escena. Y te pregunto qué otra manera
más inocente de hacerlo encontrarías que hablando con una mujer y
dejándola hablar sobre una absurda debilidad que tenía por dos
antepasados del tiempo de Carlos I y un poeta al que éstos asesinaron.
En particular, teniendo en cuenta que yo respetaba estudiadamente los
prejuicios de mi anfitrión y me guardaba de mencionar el tema y
trataba de que la señora Oke también se reprimiese en presencia del
propio William Oke.
Había acertado. Parecerse a la Alice Oke de 1626 era el capricho,
la manía, la pose, como quiera llamárselo, de la Alice Oke de 1880; y
percibir dicho parecido era la forma segura de ganarse su favor. Era la
locura más extraordinaria, de todas las extraordinarias locuras que
pueden afectar a las mujeres sin hijos y ociosas, que había conocido;
pero era más que eso: era admirablemente característica. El toque final
de la extraña figura de la señora Oke, tal como la veía en mi
imaginación —una extravagante criatura de una delicadeza enigmática
y forzada—, fue que no tuviera interés alguno en el presente, sino sólo
una pasión excéntrica por el pasado. Parecía llenar de sentido la
mirada ausente de sus ojos, su distante sonrisa fuera de lugar. Era
como la letra de una pieza siniestra de música gitana, el hecho de que
ella, tan diferente y tan alejada de todas las mujeres de su tiempo,
intentara identificarse con una mujer del pasado y mantuviese una
especie de coqueteo. Pero de esto hablaremos después.
Le dije a la señora Oke que me había enterado por su marido de las
líneas generales de la tragedia, o del misterio, lo que fuese, de Alice
Oke, hija de Virgil Pomfret, y el poeta Christopher Lovelock. En su
rostro hermoso, pálido, diáfano apareció aquella mirada de leve
desdén, de deseo de sorprender, que ya había notado en ocasiones
anteriores.
—Supongo que mi marido estaba muy afectado por todo el asunto
—dijo—, y se lo explicó con los mínimos detalles posibles y le
aseguró solemnemente que esperaba que toda la historia fuese una
simple y horrible calumnia, ¿no? ¡Pobre Willy! Recuerdo que ya
cuando éramos niños, y venía con mi madre a pasar las Navidades a
Okehurst, donde mi primo pasaba las vacaciones, yo solía

316
atemorizarlo insistiendo en vestirnos con chales e impermeables e
interpretar la historia de la malvada señora Oke; y él siempre se
negaba con toda hipocresía a representar el papel de Nicholas cuando
yo quería hacer la escena de Cotes Common. En aquel entonces yo no
sabía que era como la Alice Oke original; no lo descubrí hasta después
de casarnos. ¿Realmente se lo parezco?
La verdad es que sí, en especial en aquel momento, de pie, vestida
con un traje blanco estilo Van Dyck, con el verde del parque que se
elevaba por detrás de ella, y el declinante sol que encendía su pelo
corto y rodeaba su cabeza, su cabeza deliciosamente inclinada, con un
halo pálido de luz. Pero reconozco que la Alice Oke original, por muy
sirena o asesina que fuese, me parecía muy poco interesante
comparada con aquella criatura rebelde y exquisita, cuya imagen me
había prometido a mí mismo, de un modo algo precipitado, que
guardaría para la posteridad en toda su increíble y caprichosa
delicadeza.
Una mañana en que el señor Oke despachaba su montón de
manifiestos conservadores y decisiones rurales, como todos los
sábados —era juez de paz en el sentido más literal de la palabra: se
personaba en granjas y chozas, defendía a los débiles y amonestaba a
los de mala conducta—, una mañana, digo, mientras realizaba uno de
mis muchos bocetos a lápiz (¡ay, es todo lo que me queda ahora!) de la
señora Oke, ésta me dio su versión de la historia de Alice Oke y
Christopher Lovelock.
—¿Cree que había algo entre ellos? —le pregunté—. ¿Que ella
estaba enamorada de él? ¿Cómo explica el papel que la leyenda le
asigna a ella en el presunto asesinato? Se suele hablar de mujeres y sus
amantes que han matado al marido; pero una mujer que se alía con su
marido para matar a su amante, o, al menos, al hombre que está
enamorado de ella…, no deja de ser un tanto singular.
Estaba absorto en mi dibujo y pensando muy poco en lo que decía.
—No lo sé —respondió pensativa, con aquella mirada distante en
sus ojos—. Alice Oke era muy orgullosa, estoy segura. Puede que
amase mucho al poeta, y que aun así estuviese indignada con él, que
odiase tener que amarlo. Puede que se sintiese con derecho a
deshacerse de él y a acudir a su marido para que la ayudase.

317
—¡Cielos, qué idea más descabellada! —exclamé yo, medio
riéndome—. ¿No le parece, después de todo, que tal vez el señor Oke
tenga razón al decir que es mucho más fácil y más cómodo considerar
toda la historia como una pura invención?
—No puedo tomarla como una mera invención —respondió la
señora Oke con voz desdeñosa—, porque resulta que sé que es cierta.
—¿De veras? —exclamé yo mientras seguía con el boceto y
disfrutaba al hacer que aquella extraña criatura volviese sobre sus
pasos, como me dije a mí mismo—. ¿Cómo es eso?
—¿Cómo se sabe que algo es verdad en este mundo? —replicó ella
evasivamente—; sabiéndolo, sintiendo que es verdad, supongo.
Y con aquella mirada forzada en sus ojos claros se volvió a sumir
en un silencio.
—¿Ha leído algún poema de Lovelock? —me preguntó de
improviso al día siguiente.
—¿Lovelock? —le respondí, pues había olvidado el nombre—. El
Lovelock que… —pero me interrumpí, recordando los prejuicios de
mi anfitrión, que estaba sentado a mi lado en la mesa.
—El Lovelock que fue asesinado por los antepasados del señor
Oke y míos.
Y miró de lleno a su marido, como disfrutando con perversidad de
la evidente molestia que le causaba.
—Alice —le suplicó en voz baja, con el rostro totalmente rojo—,
por el amor de Dios, no hables de estas cosas delante de los criados.
La señora Oke estalló en una carcajada sonora, ligera, bastante
histérica, la carcajada de un niño maleducado.
—¡Los criados! ¡Dios mío! ¿Piensas que no han oído la historia?
Pues es tan famosa en la vecindad como el mismo nombre de
Okehurst. ¿No creen ellos que Lovelock ha sido visto rondando la
casa? ¿No han oído sus pisadas en el pasillo grande? ¿No han notado,
mi querido Willie, que nunca permaneces solo un minuto en la sala
amarilla, que te escapas de ella como un niño, si yo te dejo allí un
instante?
¡Era cierto! ¿Cómo no me había dado cuenta? O, más bien, ¿cómo
era que hasta ahora no recordaba haberme dado cuenta? La sala
amarilla era una de las habitaciones con mayor encanto de toda la

318
casa: una habitación grande, clara, tapizada de damasco amarillo y
madera labrada, que daba directamente al césped, mil veces superior a
la habitación en la que por lo general nos instalábamos, que en
comparación con ella era relativamente sombría. Esta vez sí que me
sorprendió que el señor Oke fuera tan infantil. Sentí un intenso deseo
de fastidiarlo.
—¡El salón amarillo! —exclamé—. ¿Acaso ese interesante
personaje literario ronda el salón amarillo? Cuéntemelo. ¿Qué pasó
allí?
El señor Oke hizo un doloroso esfuerzo por reírse.
—Que yo sepa, allí nunca ha pasado nada —dijo, y se levantó de
la mesa.
—¿De veras? —pregunté yo incrédulo.
—Nunca ha pasado nada —respondió con lentitud la señora Oke,
jugando de un modo mecánico con un tenedor con el que seguía el
contorno de los dibujos del mantel—. Eso es lo extraordinario: que no
hay nadie que pueda decir que allí ocurriese algo; y sin embargo, esa
habitación tiene una fama maldita. Dicen que ningún miembro de
nuestra familia puede resistir sentado en ella a solas durante más de un
minuto. Ya ha visto que William no puede.
—¿Ha visto u oído algo raro en ella alguna vez? —le pregunté a
mi anfitrión.
Meneó la cabeza a ambos lados.
—Nada —respondió lacónicamente, y encendió un puro.
—Deduzco que usted tampoco —le dije medio riendo a la señora
Oke—, pues no le importa estar sentada a solas durante horas en esa
habitación. ¿Cómo explica esa siniestra reputación si nunca ha
ocurrido nada allí?
—Tal vez algo está predestinado a suceder en un futuro —contestó
con su voz ausente. Y luego añadió de pronto—: ¿Y si pintara mi
retrato en esa habitación?
El señor Oke se volvió al instante. Estaba muy pálido, y parecía
que iba a decir algo, pero desistió.
—¿Por qué mortifica al señor Oke de esa manera? —pregunté a su
mujer cuando él se marchó al salón de fumar con su habitual fajo de
papeles—. Es muy cruel por su parte, señora Oke. Debería tener más

319
consideración para con la gente que cree en esas cosas, aunque tal vez
no sea capaz de ponerse en su lugar.
—¿Quién le ha dicho que no creo en esas cosas como usted las
llama? —replicó bruscamente—. Venga —dijo un segundo después—.
Quiero mostrarle por qué creo en Christopher Lovelock. Acompáñeme
a la sala amarilla.

V
Lo que me mostró la señora Oke en la habitación amarilla fue un
gran fajo de papeles, algunos manuscritos y otros impresos, pero todos
ellos amarillentos por el paso del tiempo, y que extrajo de una antigua
cómoda italiana con incrustaciones de marfil. Tardó bastante rato en
sacarlos pues había que activar un complicado sistema de dobles llaves
y cajones falsos; y mientras hacía todo esto, yo recorría con la mirada
aquella habitación en la que sólo había estado tres o cuatro veces. Sin
duda alguna, era la habitación más hermosa de aquella preciosa casa y,
en aquel momento, me pareció también la más extraña. Era alargada y
baja de techo, con un algo que hacía pensar en un camarote de barco, y
una gran ventana con parteluz que recogía una perspectiva del parque
marrón verdoso, salpicado de robles, que se elevaba en la distancia
hacia el lejano perfil de los azulados abetos con el horizonte detrás.
Las paredes estaban tapizadas de damasco floreado de color amarillo
que poco a poco se tornaba marrón, unido al color rojizo de los
paneles y las vigas de madera de roble tallada. El resto me recordaba
más una habitación italiana que inglesa. El mobiliario era toscano de
principios del siglo XVII, de madera labrada y marquetería; había un
par de pinturas alegóricas descoloridas en las paredes, obra de algún
maestro boloñés; en una esquina, en medio de un montón de naranjos
enanos, había un pequeño clavicordio italiano de exquisita curvatura y

320
esbeltez, cuya cubierta estaba pintada con flores y paisajes. En un
entrante había una estantería de libros, principalmente de poetas
ingleses e italianos de la época isabelina; y junto a ella, colocado sobre
un baúl nupcial, un grande y hermoso laúd en forma de melón. Ambos
lados de la ventana estaban abiertos, y aun así el aire estaba como
cargado de un perfume indescriptiblemente pesado, no de flores vivas
sino de cosas viejas que han estado guardadas entre especias durante
muchos años.
—¡Es una habitación preciosa! —exclamé—. Me gustaría
muchísimo pintarla en ella.
Pero apenas había pronunciado aquellas palabras, tuve la sensación
de haber hecho mal. El marido de aquella mujer no podía soportar ese
lugar, y me pareció que, de algún modo, tenía razón al detestarla.
La señora Oke no hizo caso alguno a mi exclamación, sino que me
hizo señas de acercarme a la mesa sobre la que estaba ordenando los
papeles.
—¡Mire! —dijo—. Todo esto son poemas de Christopher
Lovelock.
Y, tocando los amarillentos legajos con delicadeza y reverencia,
empezó a leer algunos en voz baja y casi imperceptible. Eran poesías
al estilo de las de Herrick, Waller y Drayton, la mayoría de las cuales
se lamentaban por la crueldad de una dama llamada Dryope, en cuyo
nombre se ocultaba, evidentemente, una referencia a la señora de
Okehurst. Las poesías eran elegantes y no carecían de una cierta
pasión mitigada; pero yo no estaba pensando en ellas, sino en la mujer
que me las estaba leyendo.
La señora Oke estaba de pie, con la pared amarillopardusca como
fondo a su vestido blanco de brocado, cuyo severo estilo siglo XVII no
hacía sino realzar todavía más la ligereza, la exquisita flexibilidad de
su alta figura. Sostenía los papeles en una mano y descansaba la otra,
como en busca de apoyo, en la cómoda de marquetería junto a la que
se hallaba. Su voz, que era delicada, vaga, como su persona, poseía
una curiosa cadencia trémula, como si estuviera leyendo la letra de una
melodía y reprimiendo a duras penas sus ganas de cantarla; y, a
medida que leía, su cuello alargado y esbelto vibraba ligeramente y en
su rostro aparecía un suave color rosado. Era evidente que se sabía los

321
versos de memoria, y sus ojos estaban fijos con aquella sonrisa
distante en ellos, con la que armonizaba la media sonrisa trémula y
constante de su boca.
¡Así es como me gustaría pintarla!, exclamé para mis adentros; y
apenas noté entonces lo que luego, al recordar la escena, me
sorprendió: que aquel extraño ser leía esos versos como uno podía
imaginar que los leería la mujer a la que iban dirigidos.
—Todos fueron escritos para Alice Oke. Alice, la hija de Virgil
Pomfret —dijo lentamente mientras doblaba los papeles—. Los
encontré en el fondo de esta cómoda. ¿Puede dudar ahora de la
realidad de Christopher Lovelock?
La pregunta carecía de lógica, porque una cosa era dudar de la
existencia de Christopher Lovelock y otra de la forma en que murió;
pero, de alguna manera, me sentí convencido.
—¡Mire! —dijo cuando hubo guardado los poemas en su sitio—.
Le enseñaré algo más.
Entre las flores que había en el parte superior de su escritorio —
pues descubrí que la señora Oke tenía un escritorio en la habitación
amarilla— había, como en un altar, un pequeño marco negro tallado,
con una cortina de seda por encima: el tipo de cosa tras la cual uno
espera encontrar la cara de un Cristo o de una Virgen María. Corrió la
cortina descubriendo una miniatura de gran tamaño que representaba a
un hombre joven, con rizos y barba puntiaguda de color castaño,
vestido de negro, pero con encajes en el cuello, y enormes perlas en
forma de lágrima en sus orejas: un rostro lleno de nostálgica
melancolía. La señora Oke alzó la miniatura de su base con devoción y
me mostró en el reverso, escrito en caracteres medio borrados, el
nombre de «Christopher Lovelock» y la fecha de 1626.
—Lo encontré en el cajón secreto de esta cómoda, junto con el
montón de poemas —dijo, tomando la miniatura de mi mano.
Me quedé callado por un momento.
—¿Sabe…, sabe el señor Oke que lo tiene aquí? —le dije, y me
pregunté de inmediato qué demonios me habría impulsado a formular
aquella pregunta.
La señora Oke me ofreció aquella sonrisa de desdeñosa
indiferencia.

322
—Nunca se lo he ocultado a nadie. Si a mi marido no le gustase
que lo tuviera, supongo que podría haberlo sacado de aquí. Le
pertenece, puesto que fue hallado en su casa.
No le respondí, sino que caminé sin pensarlo hacia la puerta. Había
algo cargado y opresor en aquella bonita habitación; algo repulsivo,
pensé, en aquella mujer exquisita. De repente me pareció perversa y
peligrosa.
No sé por qué, pero aquella tarde abandoné a la señora Oke. Fui al
despacho del señor Oke y me senté frente a él, que fumaba, absorto en
sus cuentas, sus informes y sus documentos de campaña política. En la
mesa, sobre el montón de volúmenes de cubiertas blandas y de
documentos clasificados, había, como único adorno de su cuarto de
trabajo, una pequeña fotografía de su mujer, tomada unos años antes.
No sé por qué, pero, cuando me senté a observar cómo continuaba
trabajando concienzudamente, con su vivaz, honrada y varonil belleza,
y con aquel frunce de perplejidad tan característico, sentí una profunda
compasión por él.
Pero el sentimiento duró poco. No se podía evitar: Oke no era tan
interesante como la señora Oke; y exigía un esfuerzo demasiado
grande sentirse solidario con aquel joven hacendado normal,
excelente, ejemplar, en presencia de una criatura tan maravillosa como
su mujer. Así que adquirí la costumbre de permitir que la señora Oke
me hablase a diario de su extraña manía, o más bien de sonsacarla
acerca de aquel tema. Confieso que me producía un morboso y
exquisito placer el hacerlo: ¡era tan propio de ella, tan apropiado a
aquella casa! ¡Completaba tan perfectamente su personalidad, y me
facilitaba tanto la búsqueda de una forma de pintarla…! Tomé la
decisión poco a poco; mientras trabajaba en el retrato de William Oke
(demostró ser un tema menos fácil de lo que había previsto y, a pesar
de sus conscientes esfuerzos, era un modelo nervioso, incómodo,
silencioso y taciturno), decidí que pintaría a la señora Oke de pie junto
a la cómoda en la habitación amarilla, con el vestido estilo Van Dyck
copiado del retrato de su antepasada. El señor Oke podría tomárselo a
mal, incluso la señora Oke podría tomárselo a mal; podrían negarse a
aceptar el cuadro, a pagarlo, a permitirme que lo expusiera; podrían
obligarme a atravesarlo con mi paraguas. No importaba. Había que

323
pintar aquel cuadro, aunque sólo fuera por el placer de haberlo
pintado; pues sentía que era lo único que podía hacer y que sería, con
mucho, mi mejor obra. No comuniqué mi decisión a ninguno de los
dos, pero fui preparando uno tras otro los bocetos de la señora Oke,
mientras continuaba pintando a su marido.
La señora Oke era una persona muy callada, incluso más que su
marido, pues no se sentía obligada, como él, a hacer caso a un invitado
o a mostrarle interés. Parecía pasarse la vida —una peculiar vida
inactiva, casi de inválida, interrumpida por repentinos ataques de
infantil jovialidad— en un eterno soñar despierta, deambulando por la
casa y sus alrededores, colocando las cantidades de flores que llenaban
siempre todas las habitaciones, empezando a leer y luego dejando a un
lado novelas y libros de poesía, de los que poseía un gran número; y,
creo yo, tumbada durante horas sin hacer nada, en un sofá de aquella
habitación amarilla en la cual, con su sola excepción, ningún miembro
de la familia Oke había permanecido a solas. Poco a poco empecé a
sospechar y a comprobar otra extravagancia de aquel excéntrico ser y
a comprender por qué había órdenes estrictas de no molestarla cuando
estaba en aquella habitación amarilla.
Había sido costumbre en Okehurst, al igual que en otras casas
campestres inglesas, conservar una cierta cantidad de ropa de cada
generación, en especial vestidos de boda. Había un baúl de madera
labrada, cuyo contenido me mostró el señor Oke en una ocasión, que
constituía un auténtico museo de trajes, masculinos y femeninos,
desde principios del siglo XVII hasta finales del XVIII, algo que dejaría
sin aliento a un coleccionista de antigüedades, a un anticuario o a un
pintor especialista en el género. El señor Oke no era ninguna de estas
cosas, por lo cual no tenía gran interés en la colección, salvo en lo
tocante a su sentimiento de familia. Sin embargo, parecía estar muy
familiarizado con el contenido de aquel baúl.
Estaba desplegando los vestidos para que yo los admirase, cuando
de pronto noté que fruncía el entrecejo. Ignoro qué fue lo que me
impulsó a decir:
—Por cierto, ¿tiene algún vestido de aquella señora Oke a quien su
esposa se parece tanto? ¿No tendrá por casualidad aquel vestido
blanco que lleva en el cuadro?

324
Oke de Okehurst se sonrojó intensamente.
—Lo tenemos —respondió vacilando—, pero en este momento no
está, no lo encuentro. Supongo —balbuceó con un esfuerzo— que lo
habrá cogido Alice. A veces la señora Oke tiene el capricho de
llevarse alguna de estas cosas viejas. Supongo que se inspira en ellas.
De repente se encendió una lucecita en mi memoria. El vestido
blanco que llevaba la señora Oke en la habitación amarilla el día en
que me mostró los versos de Lovelock no era, como yo había creído,
una copia moderna; era el vestido original de Alice Oke, la hija de
Virgil Pomfret; el vestido con el que tal vez Christopher Lovelock la
había visto en aquella mismísima habitación.
La idea me produjo un delicioso y pintoresco estremecimiento. No
dije nada. Pero me imaginé a la señora Oke sentada en aquella
habitación amarilla —una habitación en la que ningún Oke de
Okehurst salvo ella se había aventurado a permanecer solo— con el
vestido de su antepasada, como enfrentándose a aquel algo vago y
obsesionante que parecía llenar el lugar, aquella vaga presencia, me
parecía a mí, del caballero poeta asesinado.
Como he dicho, la señora Oke era muy callada, como resultado de
ser sumamente indiferente. En verdad, no le importada nada en
absoluto aparte de sus propias ideas y su soñar despierta, salvo
cuando, a veces, la invadía un repentino deseo de zarandear los
prejuicios o supersticiones de su marido. Muy pronto pasó a no
hablarme de otra cosa que de Alice y Nicholas Oke y de Christopher
Lovelock; y entonces, cuando le cogía el ataque, se pasaba horas
hablando, sin preguntarse si yo estaría o no interesado como ella en la
extraña manía que la fascinaba. Resultó que yo sí lo estaba. Me
encantaba escucharla, discutir durante horas los méritos de los poemas
de Lovelock y analizar los sentimientos de ella y de sus dos
antepasados. Era maravilloso contemplar a la exquisita y exótica
criatura en uno de aquellos estados, con la mirada distante de sus ojos
grises y la sonrisa ausente de sus delgadas mejillas, hablando como si
hubiese conocido íntimamente a aquellas personas del siglo XVII,
comentando todos y cada uno de sus estados de ánimo, detallando
cada escena vivida por ellos y su víctima, hablando de Alice, Nicholas
y Lovelock como lo haría de sus amigos más íntimos. Especialmente

325
de Alice y de Lovelock. Parecía conocer todas y cada una de las
palabras que Alice había pronunciado, cada idea que había cruzado su
mente. A veces tenía la sensación de que me estaba contando —
hablando de sí misma en tercera persona— sus sentimientos
personales, como si estuviera escuchando las confidencias de una
mujer, el recital de sus dudas, escrúpulos y agonías por un amante que
vivía. Pues la señora Oke, que parecía la más egocéntrica de las
criaturas en todos los demás aspectos, e intrínsecamente incapaz de
comprender los sentimientos de otras personas o de ponerse en su
lugar, compartía de un modo completo y apasionado los sentimientos
de aquella mujer, aquella Alice que, en determinados momentos, no
parecía ser otra mujer sino ella misma.
—Pero ¿cómo pudo hacerlo? ¿Cómo pudo matar al hombre que
amaba? —le pregunté una vez.
—¡Porque lo amaba más que a nada en el mundo! —exclamó y,
levantándose súbitamente de su sillón, se dirigió a la ventana
cubriéndose la cara con las manos.
Por el movimiento de su cuello, pude ver que estaba sollozando.
No se volvió, pero hizo un gesto como para que me fuera.
—No hablemos más de ello —dijo—. Hoy estoy enferma y tonta.
Salí y cerré la puerta con suavidad. ¿Qué misterio había en la vida
de aquella mujer? Aquella apatía, aquel extraño egocentrismo y
aquella todavía más extraña manía sobre una gente muerta hacía tanto
tiempo, aquella indiferencia y aquellos deseos de disgustar a su
marido, ¿significaban que Alice Oke había amado o seguía amando a
alguien que no era el señor de Okehurst? Y la melancolía de él, su
preocupación, ese algo que hacía pensar en una juventud truncada,
¿significaban que él lo sabía?

VI
326
En los días que siguieron, la señora Oke estuvo de un buen humor
muy poco habitual. Esperaban algunas visitas —parientes lejanos— y,
aunque había manifestado el mayor disgusto ante la idea de su llegada,
ahora la había invadido un acceso de actividad casera y estaba todo el
día de un lado para otro haciendo preparativos, dando órdenes, por
más que, como siempre, su marido se había encargado de todos los
preparativos y todas las órdenes.
William Oke estaba muy radiante.
—¡Ojalá Alice fuera siempre así! —exclamó—. Si se tomara…, si
pudiera tomarse un poco de interés por la vida, ¡qué distintas serían las
cosas! Pero —añadió, como temiendo dar la impresión de acusarla de
alguna manera—, ¿cómo va a hacerlo, con su salud por lo común tan
débil? De todas formas, me siento tremendamente feliz de verla así.
Asentí. Pero no puedo decir que me sintiera de acuerdo con él. A
mí me parecía, en particular al recordar la escena del día anterior, que
el excelente humor de la señora Oke no era normal en absoluto. Había
algo en su desacostumbrada actividad, y todavía más desacostumbrada
jovialidad, que era puramente nervioso y febril; y yo tuve todo el día la
impresión de tratar con una mujer enferma y que se desplomaría en un
abrir y cerrar de ojos.
La señora Oke se pasó el día yendo de una a otra habitación y del
jardín al invernadero, viendo que todo estuviera en orden cuando, de
hecho, todo estaba siempre en orden en Okehurst. No posó para mí y
no se pronunció palabra sobre Alice Oke o Christopher Lovelock. En
realidad, a un observador eventual le podría haber parecido que toda
aquella locura de Lovelock había desaparecido por completo o que
nunca había existido. Hacia las cinco, me hallaba yo paseando por
entre los anexos a la casa, de ladrillo rojo y gabletes redondeados —
cada uno con su roble heráldico—, y por el antiguo huerto, cuando vi a
la señora Oke de pie, con las manos llenas de rosas de York y de
Lancaster, en los escalones frente a los establos. Había un mozo que
cepillaba a un caballo y afuera de la cochera estaba la calesa del señor
Oke.
—¡Vayamos a dar una vuelta! —exclamó de pronto la señora Oke
al verme—. ¡Mire qué atardecer tan bonito y qué monada de calesa!
Hace tanto que no la llevo, y siento como si tuviera que hacerlo de

327
nuevo. Venga conmigo. Y tú, engancha a Jim enseguida y llévalo a la
puerta.
Yo me quedé perplejo; y todavía más cuando la calesa apareció
ante la puerta y la señora Oke me gritó que la acompañara. Despidió al
mozo y, al cabo de un segundo, trotábamos a un ritmo vertiginoso por
la carretera de arena amarillenta, con las tierras de pastos marchitos y
grandes robles a ambos lados.
Apenas podía dar crédito a mis sentidos. Aquella mujer, con su
pequeño abrigo y sombrero de estilo masculino, que llevaba un brioso
y joven caballo con la mayor habilidad y charlaba como una colegiala
de dieciséis años, no podía ser la criatura delicada, morbosa, exótica,
de invernadero, incapaz de caminar o de hacer cualquier cosa, que
pasaba sus días tumbada en sofás en la densa atmósfera, cargada de
extraños perfumes y asociaciones, de la habitación amarilla. El
movimiento del ligero carruaje, el viento fresco, el rechinar de las
ruedas sobre la gravilla, parecían subírsele a la cabeza como un vino.
—Hace tanto que no había hecho esta clase de cosas —repetía una
y otra vez—, tanto tiempo, tanto. Oh, ¿no le parece delicioso ir a esta
velocidad con la idea de que en cualquier momento el caballo puede
tropezar y matarnos a los dos? —Y soltó su risa infantil, girando hacia
mí su rostro ya no pálido, sino sonrojado por el movimiento y la
excitación.
La calesa avanzaba cada vez con mayor velocidad. Una cerca tras
otra se cerraban a nuestro paso, al tiempo que nosotros volábamos
colinas arriba y abajo, atravesando los pastos, los pueblecitos de
gabletes de ladrillo rojo, en los que la gente salía a vernos pasar,
corriendo junto a hileras de sauces que bordeaban los arroyos y a
compactos campos de lúpulo de un verde oscuro, mientras las puntas
azuladas e imprecisas de los árboles del horizonte se hacían más
azules y brumosas a medida que la luz dorada empezaba a acariciar la
tierra. Por fin llegamos a un espacio abierto, un trozo elevado de
terreno comunal, rarísimo en aquella campiña aprovechada de un
modo tan cruel con terrenos de pastos y campos de lúpulo. Rodeado de
las bajas colinas de Weald, parecía sobrenaturalmente elevado, y daba
la sensación de que su extensión de brezo y aulaga, delimitada por los
lejanos abetos, se hallaba en verdad en el techo del mundo. El sol se

328
estaba poniendo al otro lado y sus rayos descansaban horizontalmente
en el suelo, formando manchas con el rojo y el negro del brezo, o más
bien convirtiéndolo en la superficie de un mar de púrpura, cubierto por
un banco de nubes más oscuras, mientras que el brillo ascendente del
brezo y la aulaga secos daba un toque al color púrpura como si de
pequeñas olas de luz se tratase. Un viento frío nos azotó la cara.
—¿Cómo se llama este lugar? —pregunté.
Era el único paisaje impresionante que había visto en los
alrededores de Okehurst.
—Se llama Cotes Common —respondió la señora Oke, que había
aminorado la marcha del caballo y había dejado las bridas colgando
del cuello—. Fue aquí donde Christopher Lovelock fue asesinado.
Hubo una pausa momentánea y luego continuó, espantando las
moscas de las orejas del caballo con el extremo de la fusta y mirando
de frente la puesta de sol, que ahora avanzaba como un torrente
púrpura oscuro, atravesando el brezo hasta llegar a nuestros pies.
—Lovelock volvía a su casa a caballo un atardecer de verano
desde Appledore, cuando, hallándose en medio de Cotes Common,
más o menos por aquí —pues siempre he oído que el lugar era el
estanque de la cantera de gravilla— vio que dos hombres se acercaban
a caballo y reconoció a Nicholas Oke de Okehurst acompañado por un
mozo. Oke de Okehurst lo saludó y Lovelock llegó trotando hasta él.
«Me alegro de encontrarlo, señor Lovelock», dijo Nicholas, «porque
tengo una importante noticia para usted»; y diciendo esto acercó su
caballo al de Lovelock y, girándose en redondo de repente, le disparó a
la cabeza con una pistola. Lovelock alcanzó a moverse y la bala, en
lugar de darle a él, fue directa a la cabeza de su caballo, que se le
desplomó encima. No obstante, Lovelock se había caído de una
manera que le permitió liberarse con facilidad del caballo; y,
desenvainando su espada, se abalanzó sobre Oke y agarró las riendas
de su caballo. Oke saltó a tierra rápidamente y desenvainó; y, en un
momento, Lovelock, que era mucho mejor espadachín, lo derrotó.
Lovelock lo había desarmado por completo y había colocado su
espada en la garganta de Oke, gritándole que si le pedía perdón le
perdonaría la vida por la amistad que los unía, cuando el mozo se
acercó inesperadamente a caballo y disparó a Lovelock por la espalda.

329
Éste se desplomó y al instante Oke intentó rematarlo con la espada,
mientras el mozo se acercaba y sostenía las riendas del caballo de Oke.
En aquel momento, el sol dio de lleno en el rostro del mozo y
Lovelock reconoció en él a la señora Oke. Gritó: «¡Alice, Alice, eres
tú quien me ha asesinado!», y murió. Luego Nicholas Oke saltó a su
montura y se marchó con su esposa, dejando a Lovelock muerto junto
a su caballo. Nicholas Oke había tenido la precaución de llevarse el
dinero de Lovelock y tirar la bolsa en el estanque, de modo que el
asesinato fuera atribuido a unos bandoleros que merodeaban en
aquella parte del país. Alice Oke falleció muchos años después, muy
anciana, durante el reinado de Carlos II; pero Nicholas no vivió mucho
y poco antes de su muerte se puso en un estado muy extraño y
melancólico, llegando a veces a amenazar con matar a su mujer. Dicen
que en uno de esos ataques, poco antes de morir, contó toda la historia
del asesinato y profetizó que cuando el cabeza de familia y dueño de
Okehurst contrajera matrimonio con otra Alice Oke, descendiente suya
y de su mujer, sería el fin de los Oke de Okehurst. Ya ve, parece que
se está cumpliendo. No tenemos hijos y no creo que los tengamos
nunca. Yo, al menos, nunca los he deseado.
La señora Oke hizo una pausa y volvió su rostro hacia mí con su
sonrisa ausente dibujada en sus delgadas mejillas: en sus ojos ya no
había aquella mirada distante; estaban extrañamente impacientes y
fijos. No supe qué contestarle; aquella mujer me asustaba de veras.
Permanecimos un rato en aquel mismo lugar, mientras la luz del sol se
iba apagando en ondas rojizas sobre el brezo y dorando las amarillas
orillas, las negras aguas del estanque, rodeado de estrechos torrentes, y
la cantera de gravilla amarillenta; y el viento nos azotaba la cara y
doblada las puntas azuladas, desiguales e inclinadas de los abetos.
Entonces la señora Oke tocó al caballo y partimos en una furiosa
carrera. Creo que no cruzamos ni una sola palabra en el camino de
regreso. La señora Oke tenía los ojos fijos en las riendas, y sólo
rompió el silencio de vez en cuando para dirigir alguna palabra al
caballo con la que lo apremiaba a emprender una marcha todavía más
frenética. La gente que nos encontramos por los caminos debía de
pensar que el caballo estaba desbocado, a menos que se fijaran en el
porte sereno de la señora Oke y en la mirada de excitado goce de su

330
rostro. A mí me parecía estar en manos de una loca y me preparaba en
silencio para volcar o ser lanzado contra otra carreta. Cuando
empezamos a avistar los rojos gabletes y las altas chimeneas de
Okehurst había refrescado mucho y el viento que nos daba en la cara
estaba helado. El señor Oke estaba de pie en la puerta. Cuando nos
acercamos vi en su rostro una mirada de alivio, de intenso placer.
Tomó en sus fuertes brazos a su mujer para bajarla de la calesa con
caballeresca ternura.
—¡Estoy tan contento de que hayas vuelto, querida! —exclamó—,
¡tan contento! Me he alegrado mucho al enterarme de que habías
salido con la calesa, pero como hace tanto tiempo que no la llevabas,
empezaba a sentirme preocupado, queridísima. ¿Dónde habéis estado
todo este tiempo?
La señora Oke se había liberado rápidamente de su marido, que se
había quedado sosteniéndola como alguien puede sostener a un
delicado bebé que le ha estado causando ansiedad. Era evidente que la
gentileza y el cariño del pobre hombre no la habían conmovido; por el
contrario, parecía que le repugnaran.
—Lo he llevado a Cotes Common —dijo con aquella perversa
mirada que ya había advertido antes, mientras se sacaba los guantes de
montar—. Es un lugar muy espléndido.
El señor Oke se sonrojó como si hubiera mordido con una muela
dolorida y el corte doble entre las cejas se le tiñó de rojo.
Afuera, las neblinas empezaban a elevarse velando el parque
salpicado de grandes robles negros desde el cual, a la pálida luz de la
luna, se alzaba por todos lados el balido atemorizado de los corderos
separados de sus madres. El tiempo estaba húmedo y frío, y yo me
estremecí.

VII
331
Al día siguiente, Okehurst estaba lleno de gente, y la señora Oke,
para mi sorpresa, les hacía los honores como si una casa llena de
criaturas jóvenes, vulgares y escandalosas entregadas a coquetear y a
jugar al tenis fuera su idea normal de la felicidad.
El tercer día por la tarde —habían venido para una fiesta política y
se quedaron tres noches— el tiempo cambió; de repente empezó a
hacer mucho frío y a llover a cántaros. Todo el mundo tuvo que
meterse en casa y de pronto se produjo una tristeza general en el
grupo. La señora Oke parecía haberse hartado de sus invitados y se
hallaba tumbada en actitud apática en un sofá, sin prestar la más
mínima atención a las conversaciones y a las tentativas de tocar el
piano, cuando inesperadamente uno de los invitados propuso jugar a
charadas. Era un primo lejano de los Oke, una especie de bohemio
artístico en boga, llevado a un grado de engreimiento intolerable por la
moda de ser actores aficionados de una temporada.
—Sería fantástico en este lugar tan maravilloso —gritó—,
simplemente vestirse y desfilar y sentir como si perteneciésemos al
pasado. He oído que tienes por ahí una maravillosa colección de trajes
antiguos, que se remontan más o menos a los tiempos de Noé, primo
Bill.
Todo el grupo gritó alborozado ante aquella propuesta. William
Oke pareció desconcertado por un instante y lanzó una mirada a su
esposa, que seguía tumbada con indiferencia en el sofá.
—Hay un baúl lleno de ropas pertenecientes a la familia —
respondió vacilando, al parecer abrumado por el deseo de complacer a
sus huéspedes—; pero…, pero no sé si es respetuoso vestirse con las
ropas de gente fallecida.
—¡Oh, bobadas! —gritó el primo—. ¿Qué van a saber las personas
muertas? Además —añadió con una seriedad burlesca—, te aseguro
que nos comportaremos de la forma más reverente y le daremos una
gran solemnidad, si nos das la llave, viejo.
De nuevo, el señor Oke volvió a mirar en dirección a su mujer, y
otra vez volvió a encontrarse únicamente con su mirada vaga y
ausente.
—Muy bien —dijo, y acompañó a sus invitados al piso superior.
Una hora más tarde la casa estaba llena de la comparsa más

332
estrambótica y de los ruidos más extraños. Yo compartía, hasta cierto
punto, el sentimiento de renuencia de William Oke a dejar que las
ropas y la personalidad de sus antepasados fueran tomadas en vano;
pero, cuando la mascarada estuvo completa, debo decir que el efecto
era magnífico. Una docena de hombres y mujeres jóvenes —los que se
alojaban en casa y algunos vecinos que habían venido para jugar al
tenis y cenar— ataviados, bajo la dirección del teatral primo, con el
contenido del baúl de roble: y no he visto en mi vida nada más bonito
que los pasillos revestidos de madera, la escalera labrada y blasonada,
los salones tenuemente iluminados con sus tapicerías difuminadas, el
gran vestíbulo de techo abovedado y con cuadernas, salpicado de
grupos o de figuras solas que parecían llegar directamente del pasado.
Incluso William Oke, quien, aparte de mí y de algunas personas
mayores, era el único hombre sin disfrazar, parecía encantado y
excitado de verlo. De repente, surgió en él un cierto rasgo de colegial;
y, viendo que no quedaba ningún disfraz para él, se precipitó escaleras
arriba y regresó al poco rato con el uniforme que había llevado antes
de su matrimonio. Creo que nunca había visto un ejemplo tan
magnífico del perfecto caballero inglés; a pesar de todos los detalles
modernos de su traje, tenía un aspecto de antigüedad más genuino que
todos los demás, un caballero para el Príncipe Negro o Sidney, con sus
rasgos de una regularidad admirable, su precioso cabello rubio y su tez
clara. Un instante después, hasta las personas mayores se habían
agenciado algún tipo de disfraz —atuendos improvisados, capuchas y
todo tipo de disfraces hechos con pedazos de encaje antiguo y
materiales y pieles orientales; y muy pronto aquella nutrida comparsa
se había emborrachado, por decirlo de algún modo, completamente
con su propia diversión, con el infantilismo y, si me lo permiten, el
barbarismo, la vulgaridad que yace en la mayoría de los hombres y
mujeres, aunque sean ingleses de buena cuna. El propio señor Oke
hacía de charlatán farsante como un niño el día de Navidad.
—¿Dónde está la señora Oke? ¿Dónde está Alice? —preguntó
alguien de pronto.
La señora Oke se había esfumado. Yo podía entender a la
perfección que para aquel ser excéntrico, con su pasión fantástica,
imaginativa, morbosa por el pasado, un carnaval como aquél debía de

333
resultar sin duda algo repugnante; y, siéndole absolutamente
indiferente que alguien se sintiese ofendido, pude imaginar que se
habría retirado, asqueada y agraviada, a soñar despierta a su habitación
amarilla.
Pero un instante más tarde, mientras nos disponíamos a ir a cenar
en medio de un gran alboroto, la puerta se abrió y entró una extraña
figura, más extraña que cualquiera de aquellos que estaban profanando
las ropas de los difuntos: un muchacho, ligero y alto, con un abrigo
marrón de montar, cinturón de piel y enormes botas de ante, además
de una pequeña capa gris sobre un hombro, un enorme sombrero del
mismo color que le caía por encima de los ojos, un puñal y una pistola
en la cintura. Era la señora Oke, con sus ojos sobrenaturalmente
brillantes y todo su rostro iluminado por una osada y perversa sonrisa.
Todo el mundo lanzó una exclamación y se apartó. Luego, hubo un
momento de silencio, roto por un tímido aplauso. Hasta para una
pandilla de muchachos y muchachas alborotados que hacen el indio
vestidos con la ropa de hombres y mujeres muertos y enterrados hace
tiempo, hay algo sospechoso en la súbita aparición de una joven mujer
casada, la señora de la casa, con una chaqueta de montar y botas hasta
las rodillas; y la expresión de la señora Oke no contribuía a hacer la
broma menos sospechosa.
—¿Qué disfraz es ése? —preguntó el teatral primo, que,
transcurrido un segundo, había llegado a la conclusión de que la
señora Oke era una mujer de maravilloso talento a la que intentaría
convencer para que se uniera a su compañía de teatro de aficionados
de la temporada siguiente.
—Es el atuendo con el que una antepasada nuestra, mi tocaya,
Alice Oke, solía ir a montar a caballo con su marido en la época de
Carlos I —respondió, y tomó asiento en el extremo de la mesa.
Sin querer, mis ojos buscaron los de Oke de Okehurst. Él, que se
sonrojaba con la facilidad de una niña de dieciséis años, estaba blanco
como las cenizas, y observé que se llevaba la mano a la boca de
manera casi convulsiva.
—¿No reconoces mi atuendo, William? —preguntó la señora Oke,
fijando en él sus ojos con una cruel sonrisa.
Él no respondió y siguió un momento de silencio, que el teatral

334
primo tuvo la feliz idea de romper subiendo a la silla de un brinco y
bebiéndose de un trago el vino después de proclamar:
—¡A la salud de las dos Alice Oke, del pasado y del presente!
La señora Oke asintió y, con una expresión que nunca antes había
visto en su rostro, respondió en tono alto y agresivo:
—¡A la salud del poeta Christopher Lovelock, si su fantasma
honrase esta casa con su presencia!
De pronto me sentí como si estuviese en una casa de locos. Al otro
extremo de la mesa, en medio de aquella habitación llena de
escandalosos infelices, disfrazados de rojo, azul, púrpura y multicolor,
como hombres y mujeres de los siglos XVI, XVII, XVIII, de turcos, de
esquimales, máscaras y payasos improvisados, con sus caras pintadas
con corcho quemado o con harina, me parecía ver aquella sangrienta
puesta de sol, inundando el brezo como en un mar de sangre, hasta el
lugar donde, junto al estanque negro y los abetos combados por el
viento, yacía el cuerpo de Christopher Lovelock, junto a su caballo
muerto, y el cascajo amarillento y el brezo lila empapados de carmesí
por todas partes; y por encima emergían como de todo aquel rojo,
cubiertos por el sombrero gris, el cabello rubio pálido, los ojos
ausentes y la extraña sonrisa de la señora Oke. Me pareció horrible,
vulgar, abominable; como si me hubiera metido en un manicomio.

VIII
Desde aquel momento advertí un cambio en William Oke; o mejor
dicho, se hizo visible un cambio que era probable que hubiera estado
latente durante un cierto tiempo.
No sé si tuvo unas palabras con su mujer después de su mascarada
de aquella desafortunada velada. Pensándolo bien, creo que no. Oke
era un hombre desconfiado y reservado con todo el mundo y más que

335
nadie con su mujer; además, puedo imaginarme que experimentaría
una imposibilidad total de expresar con palabras cualquier sentimiento
profundo de desaprobación hacia ella y que su disgusto sería
necesariamente mudo. Pero, sea como fuere, me percaté muy pronto
de que las relaciones entre mis anfitriones se habían hecho sumamente
tensas. Desde luego, la señora Oke nunca había hecho mucho caso de
su marido y sólo parecía algo más indiferente a su presencia de lo que
había sido antes. Pero era más que evidente que el propio Oke, aunque
fingía dirigirse a ella en las comidas en un afán de ocultar sus
sentimientos y de evitarme una situación incómoda, apenas podía
soportar el hablar o ver a su esposa. El alma honesta del pobre hombre
rebosaba de dolor, dolor que estaba decidido a no permitir que se
vertiese y que parecía filtrarse en su propio ser envenenándolo.
Aquella mujer lo había herido y maltratado más de lo que puede
expresarse con palabras, y sin embargo era evidente que no podía dejar
de amarla ni empezar a comprender su verdadera naturaleza. Yo sentía
a veces, durante nuestros largos paseos por aquel paisaje monótono,
atravesando los pastos salpicados de robles y al borde de las
abigarradas hileras de los campos de lúpulo de un verde apagado,
hablando a escasos intervalos del valor de las cosechas, del drenaje del
terreno, de las escuelas del pueblo, de la Liga Primrose, y de las
iniquidades del señor Gladstone, mientras Oke de Okehurst iba
cortando con sumo cuidado todos los cardos altos que detectaban sus
ojos…, decía que a veces sentía un intenso e impotente deseo de
ilustrar a aquel hombre respecto del personaje de su mujer. Me parecía
comprenderlo muy bien, y entenderlo bien parecía implicar una
cómoda aceptación; y me resultaba injusto que precisamente él se
viera condenado a sufrir eternamente el desconcierto de aquel enigma,
y agotar su alma intentando comprender aquello que a mí me parecía
tan simple. ¿Pero cómo iba a ser posible que aquel ser tan serio,
responsable y lento de pensamiento, representante de la simplicidad, la
honradez y la profundidad inglesas, llegara a comprender la mezcla de
vanidad centrada en sí misma, de superficialidad, de visión poética, de
amor por la excitación morbosa, que caminaba sobre la faz de la tierra
con el nombre de Alice Oke?
Por ello, Oke de Okehurst estaba condenado a no entender nunca;

336
pero estaba condenado también a sufrir por aquella incapacidad. El
pobre hombre se esforzaba constantemente por encontrar una
explicación a las peculiaridades de su mujer; y aunque es probable que
el esfuerzo fuera inconsciente, le causaba un profundo dolor. El corte
—el pliegue maníaco, como lo llama mi amigo— entre sus cejas
parecía haberse convertido en un rasgo permanente de su rostro.
Por su parte, la señora Oke hacía lo posible por empeorar la
situación. Tal vez se resentía del tácito reproche de su marido tras su
extravagancia en la noche de la mascarada, y había decidido hacerle
tragar más de todo aquello, porque estaba convencida de que una de
las peculiaridades de William, y por la cual lo despreciaba, era que
nunca podía acosárselo tanto como para que expresara abiertamente su
desaprobación por algo; que tragaría sin quejarse cualquier cantidad de
amargura que procediese de ella. En todo caso, ella adoptó una política
perfecta de asustar a su marido y tomarle el pelo con el asesinato de
Lovelock. Aludía a él de continuo en su conversación, hablando en su
presencia de los sentimientos de los diversos actores de la tragedia de
1626 e insistiendo en su parecido y casi identidad con la Alice Oke
original. Algo había sugerido a su excéntrica mente que sería delicioso
interpretar en el jardín de Okehurst, bajo los inmensos acebos y olmos,
un pequeño drama alegórico que había descubierto entre las obras de
Lovelock; y empezó a sondear la región e inició una abundante
correspondencia con el fin de llevar a cabo aquel plan. Un día sí y otro
no, llegaban cartas del teatral primo, cuya única objeción era que
Okehurst era una localidad demasiado distante para un espectáculo del
que derivaría gran fama para él. Y de vez en cuando llegaba un
hombre o una mujer a los que Alice Oke había hecho llamar para ver
si servían a sus propósitos.
Yo veía con toda claridad que el espectáculo nunca se
representaría y que la propia señora Oke no tenía ninguna intención de
que se hiciese. Era una de esas criaturas para las que la realización de
un proyecto no es nada, y que disfrutan tanto más haciendo planes si
saben que se interrumpirán de golpe. Mientras tanto, aquel invariable
tema de conversación de la pastoral y de Lovelock, aquel continuo
adoptar la actitud afectada de la esposa de Nicholas Oke, le resultaban
cada día más atractivos y provocaban en su marido un estado de

337
espantosa aunque contenida irritación, de la que ella disfrutaba con el
deleite de un niño malvado. No debes pensar que yo lo contemplaba
indiferente, aunque reconozco que para un estudiante aficionado a la
psicología como yo aquello era un perfecto regalo. Realmente sentía
toda la compasión del mundo por el pobre Oke y, con frecuencia,
indignación hacia su esposa. En varias ocasiones estuve a punto de
rogarle que tuviese más consideración con él, incluso a sugerirle que
aquella conducta, en especial delante de una persona relativamente
desconocida como yo, era de muy mal gusto. Pero había en la señora
Oke algo huidizo que me hacía casi imposible poder hablar de un
modo serio con ella; y, además, no estaba en absoluto seguro de que
una intervención por mi parte no hiciera más que animar su
perversidad.
Una noche sucedió un extraño incidente. Nos acabábamos de
sentar a cenar, los Oke, el teatral primo, que había ido a pasar un par
de días, y tres o cuatro vecinos. Era la hora del crepúsculo y la luz
amarilla de las velas se mezclaba delicadamente con la oscuridad de la
noche. La señora Oke no se sentía bien, y había estado notablemente
callada todo el día, más diáfana, extraña y distante que nunca; y su
marido parecía haber recuperado de pronto la ternura, casi compasión,
hacia aquella delicada y frágil criatura. Habíamos estado hablando de
temas muy intrascendentes, cuando de repente vi que el señor Oke se
ponía muy pálido, y por un instante fijaba la mirada en la ventana que
se hallaba frente a su asiento.
—¿Quién es ese tipo que mira por la ventana y te hace señales,
Alice? ¡Maldito desvergonzado! —gritó y, dando un brinco, se
levantó, se dirigió a la ventana, la abrió y desapareció en la luz del
crepúsculo.
Todos nos miramos sorprendidos; alguno del grupo comentó la
negligencia de los criados que dejan que ronden por la cocina
individuos con mal aspecto, y otros explicaron historias de
vagabundos y ladrones. La señora Oke no dijo nada; pero me fijé en
aquella extraña sonrisa distante en sus delgadas mejillas.
Un minuto después William Oke entró con su servilleta en la
mano. Cerró la ventana tras él y volvió a ocupar su lugar en silencio.
—Y bien, ¿quién era? —preguntamos todos nosotros.

338
—Nadie. Debe… debe de haber sido un error —respondió,
sonrojándose mientras pelaba aprisa una pera.
—Debía de ser Lovelock —comentó la señora Oke, de la misma
forma en que podría haber dicho «Debía de ser el jardinero», pero con
aquella leve sonrisa de placer todavía en su rostro.
Excepto el teatral primo, que soltó una sonora carcajada, ninguna
de las personas del grupo había siquiera oído el nombre de Lovelock,
y no dijeron nada, sin duda imaginando que sería algún dependiente de
la familia Okehurst, mozo de caballerizas o campesino; así que se
olvidó el asunto.
A partir de aquella noche, las cosas empezaron a tomar un cariz
distinto. Aquel incidente fue el inicio de un sistema perfecto de
bromas de mal gusto por parte de la señora Oke, de supersticiosas
imaginaciones por parte de su marido —¿un sistema de misteriosas
persecuciones por parte de un inquilino de Okehurst poco terrenal? —
Pues, sí; al fin y al cabo, ¿por qué no? Todos hemos oído hablar de
fantasmas, y hemos tenido tíos, primos, abuelas, niñeras que los han
visto; todos les tenemos un poco de miedo en el fondo; ¿por qué no
iban a existir? Por mi parte, ¡soy demasiado escéptico para creer en la
imposibilidad de algo! Además, cuando un hombre ha vivido todo un
verano bajo el mismo techo que una mujer como la señora Oke de
Okehurst, llega a creer en la posibilidad de un montón de cosas
improbables, te lo aseguro, como simple resultado de creer en ella. Y
si te pones a pensar en ello, ¿por qué no? Que una extraña criatura,
manifiestamente no de este mundo, la reencarnación de una mujer que
asesinó a su amante hace dos siglos y medio, que una tal criatura (que
es por completo superior a los amantes terrenales) tenga el poder de
atraer al hombre que la amó en su anterior vida, cuyo amor por ella fue
su muerte…, ¿qué hay de asombroso en ello? La propia señora Oke —
estoy plenamente convencido— lo creía, aunque fuese a medias; desde
luego admitió con toda seriedad la posibilidad, un día que se lo sugerí
medio en broma. En todo caso, me encantaba pensar que sí; se
ajustaba tan bien a toda la personalidad de aquella mujer; explicaba las
horas y horas transcurridas completamente sola en la habitación
amarilla, donde hasta el aire, con su perfume de embriagadoras flores
y olorosas antiguallas, parecía evocar presencias fantasmales.

339
Explicaba aquella extraña sonrisa que no iba dirigida a ninguno de
nosotros, pero tampoco era sólo para ella…, aquella mirada extraña y
distante de sus pálidos ojos. Me gustaba la idea, y me gustaba
bromear, o, mejor dicho, deleitarla con ella. ¿Cómo iba a saber que el
desdichado marido se tomaría aquellas cosas en serio?
A medida que pasaban los días se hacía más silencioso, y su
expresión, más confusa; como resultado, trabajaba más, y es probable
que con menos resultado, en sus planes de mejora de las tierras y de
propaganda política. Me daba la sensación de que continuamente
estaba escuchando, observando, esperando que sucediese algo: una
palabra pronunciada de repente, una puerta que se abría con
brusquedad, hacían que se sobresaltase, se sonrojase y casi se pusiese
a temblar; si se mencionaba a Lovelock, su mirada se hacía impotente
y le producía una especie de convulsión en el rostro, como la de un
hombre agobiado por un calor muy intenso. Y su mujer, lejos de
interesarse por su aspecto alterado, continuaba irritándolo más y más.
Cada vez que el pobre hombre se turbaba de aquella manera o se
sonrojaba al oír unos pasos inesperados, la señora Oke le preguntaba,
con desdeñosa indiferencia, si había visto a Lovelock. Pronto empecé
a darme cuenta de que mi anfitrión se estaba poniendo seriamente
enfermo. En las comidas no decía ni una palabra; se quedaba con los
ojos fijos escrutando a su mujer, como tratando de resolver en vano un
espantoso misterio; mientras, su mujer, etérea, exquisita, seguía
hablando con indiferencia sobre la representación, sobre Lovelock,
siempre sobre Lovelock. Durante nuestros paseos a pie y a caballo,
que seguíamos dando con bastante regularidad, se sobresaltaba
siempre que veíamos una figura en la distancia, en los caminos y
senderos de los alrededores de Okehurst, o en sus terrenos. Lo veía
temblar ante lo que, al acercarse —yo apenas podía contener la risa al
descubrirlo—, resultaba ser un campesino, un vecino o un criado
conocido. Cierta vez que regresábamos a casa cuando caía la noche,
me agarró del brazo de repente señalando en dirección al jardín, a
través de los pastos salpicados de robles, y luego se echó casi a correr,
seguido de su perro, como persiguiendo a un intruso.
—¿Quién era? —le pregunté.
Y el señor Oke se limitó a menear la cabeza apesadumbrado.

340
Algunas veces, en los crepúsculos de principios de otoño, cuando del
parque empezaban a elevarse las blancas neblinas y los cuervos
formaban largas hileras en las cercas, casi me daba la sensación de que
se asustaba de los árboles y arbustos, de los perfiles lejanos de los
secaderos de lúpulo, con sus tejados cónicos y sus aspas prominentes,
como una mano burlona a media luz.
—Su marido está enfermo —me atreví a comentar un día a la
señora Oke, mientras posaba para el boceto número ciento treinta (por
alguna razón, con ella no podía ir más allá de los bocetos
preparatorios). Alzó sus preciosos ojos, grandes y pálidos, al tiempo
que se dibujaba aquella curva exquisita de hombros, cuello y cabeza
que yo intentaba en vano reproducir.
—No lo creo —respondió ella con toda tranquilidad—. Si lo está,
¿por qué no va a la ciudad a que lo vea el doctor? No es más que uno
de sus ataques de melancolía.
—No debería tomarle el pelo con Lovelock —añadí muy serio—.
Acabará creyendo en él.
—¿Por qué no? Si lo ve, pues lo ve. No será la única persona que
lo haya visto. —E hizo una leve sonrisa, casi perversa, mientras sus
ojos buscaban aquel algo distante, indefinible, de siempre.
Pero Oke empeoró. Estaba completamente trastornado, como una
mujer histérica. Una noche estábamos él y yo en el salón de fumar y
de modo inesperado empezó un discurso divagador sobre su mujer;
cómo la había conocido cuando eran niños y habían ido a la misma
escuela de danza cerca de Portland Place; cómo su madre, su tía
política, la había llevado a Okehurst en Navidad cuando él estaba de
vacaciones; cómo por fin, hacía trece años, teniendo él veintitrés y ella
dieciocho, se habían casado; lo mucho que había sufrido cuando
habían perdido el hijo y ella había estado a punto de morir de la
enfermedad.
—No me importaba el niño, ¿sabe? —dijo con una voz excitada—;
aunque ahora será nuestro fin, y Okehurst pasará a los Curtis. Sólo me
importaba Alice.
Era casi inconcebible que aquella agitada criatura, que hablaba casi
con lágrimas en los ojos y en la voz, fuera el mismo joven ex teniente,
reservado, bien plantado, irreprochable, que había entrado en mi

341
estudio un par de meses antes.
Oke se quedó callado un momento, con los ojos fijos en la
alfombra que yacía a sus pies, y luego soltó con una voz casi
imperceptible:
—Si supiera cuánto quería a Alice…, cuánto la quiero aún. Podría
besar el suelo que pisa. Daría cualquier cosa, incluso mi vida, por que
me mirase durante dos minutos como si yo le gustara un poco, como si
no me despreciase profundamente.
Y el pobre hombre estalló en una carcajada nerviosa, que era casi
un sollozo. Luego, se puso a reír de repente, exclamando con una
especie de entonación vulgar que le era absolutamente ajena:
—¡Maldita sea, viejo amigo, qué mundo más extraño éste en que
vivimos! —E hizo sonar la campanilla para pedir más coñac y agua de
soda, cosa que estaba empezando a tomar con bastante regularidad,
aunque, cuando yo había llegado, era un hombre casi abstemio, en la
medida en que puede serlo un hospitalario caballero del campo.

IX
Entonces me quedó claro que, por increíble que resultase, lo que
aquejaba a William Oke eran los celos. Estaba locamente enamorado
de su mujer y locamente celoso. Celoso, pero ¿de quién? Con
seguridad, él mismo habría sido incapaz de decirlo. En primer lugar —
y para descartar cualquier posible duda—, desde luego no de mí.
Aparte del hecho de que la señora Oke me prestaba tan sólo un poco
más de atención que al mayordomo o a la primera doncella, creo que
el propio Oke era el tipo de hombre cuya imaginación se resistiría a
aceptar cualquier objeto de celos definido, aunque los celos lo
estuvieran matando por momentos. No pasaba de ser un sentimiento
vago, que iba calando en él, de un modo continuo; el sentimiento de

342
que la amaba, y que a ella él no le importaba en lo más mínimo, y de
que todo lo que entraba en contacto con ella recibía algo de aquella
atención que a él le era sistemáticamente negada; todas las personas,
cosas, o árboles o piedras: era el reconocimiento de aquella extraña
mirada forzada en los ojos de la señora Oke, de aquella extraña sonrisa
ausente en los labios de la señora Oke, ojos y labios que no tenían
miradas ni sonrisas para él.
De manera gradual, su nerviosismo, su estado de alerta, sus
suspicacias lo fueron llevando al sobresalto y tomaron forma
definitivamente. El señor Oke se pasaba el día hablando de pisadas o
voces que había oído, de figuras que había visto rondando la casa. El
súbito ladrido de uno de los perros lo hacía levantarse de un brinco.
Limpió y cargó con toda meticulosidad todos los fusiles y revólveres
de su despacho e incluso algunas escopetas ligeras y pistolas de funda
del vestíbulo. Los criados y aparceros pensaron que a Oke de Okehurst
le había invadido el terror a vagabundos y ladrones. La señora Oke
sonreía con desdén a la vista de todas estas actividades.
—Mi querido William —dijo ella un día—: las personas que te
preocupan tienen el mismo derecho que tú y yo a ir pasillos arriba y
abajo y por la escalera, o a rondar por la casa. Estaban en ella, con
toda seguridad, mucho antes de que hubiéramos nacido, y les divierten
mucho tus absurdas ideas de privacidad.
El señor Oke se rió enojado.
—Supongo que me vas a decir que es Lovelock, tu eterno
Lovelock, cuyas pisadas oigo cada noche en la gravilla. Supongo que
tendrá el mismo derecho que tú y yo de estar ahí.
Y, diciendo esto, salió de la habitación.
—¡Lovelock, Lovelock! ¿Por qué está siempre con Lovelock? —
me preguntó aquella noche el señor Oke, mirándome fijamente a los
ojos de repente.
Yo me limité a reír.
—Sólo porque tiene ese juego de niños metido en la cabeza —le
respondí—; y porque cree que usted es supersticioso y le gusta tomarle
el pelo.
—No lo entiendo —dijo Oke suspirando.
¿Cómo iba a entenderlo? Y si yo hubiera intentado explicárselo,

343
únicamente habría pensado que estaba insultando a su mujer y tal vez
me habría echado a patadas de la habitación. Así que no hice ninguna
tentativa de explicarle problemas psicológicos y ya no me hizo más
preguntas hasta un día en que… Pero primero tengo que mencionar un
curioso incidente que sucedió.
El incidente no fue más que éste: una tarde, al regresar de nuestro
paseo habitual, el señor Oke le preguntó de pronto al criado si alguien
había ido a la casa. La respuesta fue negativa, pero Oke no pareció
quedar satisfecho. Nos acabábamos de sentar a cenar cuando se volvió
a su mujer y le preguntó, con una extraña voz que apenas reconocí,
quién había ido a casa aquella tarde.
—Nadie —respondió la señora Oke—, al menos que yo sepa.
William Oke clavó sus ojos en ella.
—¿Nadie? —repitió con un tono inquisidor—. ¿Nadie, Alice?
La señora Oke meneó la cabeza.
—Nadie —repitió.
Hubo un silencio.
—¿Quién era entonces la persona que paseaba contigo cerca del
estanque hacia las cinco de la tarde? —preguntó Oke lentamente.
Su mujer levantó la vista y la fijó en su marido, para luego
contestar con desdén:
—No había nadie caminando conmigo cerca del estanque ni a las
cinco ni a ninguna otra hora.
El señor Oke se sonrojó, y emitió un extraño sonido ronco, como
el de un hombre que se asfixia.
—Me…, me ha parecido verte paseando con un hombre esta tarde,
Alice —consiguió decir con un esfuerzo, y luego añadió, para guardar
las apariencias en mi presencia—: He pensado que podría haber sido
el párroco, que me traía su informe.
La señora Oke sonrió.
—Sólo puedo repetirte que no se me ha acercado ningún ser vivo
en toda la tarde —dijo muy despacio—. Si has visto a alguien cerca de
mí, debe de haber sido Lovelock, porque te aseguro que no había nadie
más.
Y dio un breve suspiro, como el de una persona que intenta evocar
en su memoria alguna impresión deliciosa, pero demasiado

344
evanescente.
Miré a mi anfitrión; su rostro había pasado del rojo intenso a una
total palidez, y respiraba como si alguien estuviera estrujándole la
tráquea.
No se habló más del asunto. Yo sentí vagamente que se cernía un
gran peligro. ¿Para Oke o para la señora Oke? No podía adivinarlo;
pero era consciente de una imperiosa voz interna que me prevenía de
un mal espantoso, que me impulsaba a hacer algo, a explicar, a
intervenir. Me decidí a hablar con Oke al día siguiente, porque
confiaba en que me escucharía en silencio, y en cambio no confiaba en
la señora Oke. Aquella mujer se me escurriría entre los dedos como
una serpiente si yo intentara agarrar su esquivo personaje.
Pregunté a Oke si se vendría a dar un paseo la tarde siguiente y
aceptó con una peculiar ansiedad. Salimos hacia las tres. Era una tarde
desapacible, de tormenta, y en el cielo frío y azul rodaban a gran
velocidad grandes bolas de nubes blancas, interrumpidas por
esporádicos y tenues rayos de sol, anchos y amarillos, que hacían que
la negra cresta de la tormenta, concentrada en el horizonte, tomase un
color negro azulado, como de tinta.
Atravesamos deprisa la hierba marchita y empapada del parque y
tomamos la carretera que llevaba a las colinas bajas, no sé por qué, en
dirección a Cotes Common. Ambos íbamos callados, porque ambos
teníamos algo que decir y no sabíamos cómo empezar. Por mi lado,
me daba cuenta de la imposibilidad de empezar a hablar del tema: el
meterme donde no me llamaban no haría más que indisponer al señor
Oke y dificultarle aún más la comprensión. Así que, si Oke tenía algo
que decir, algo visible a todas luces, era mejor esperarlo.
No obstante, Oke rompió el silencio sólo para señalarme el estado
del lúpulo, cuando pasamos por uno de sus muchos campos.
—Será un mal año —dijo, parándose en seco y mirando fijamente
ante él—. Nada de lúpulo. Este otoño, nada de lúpulo.
Lo miré. Estaba claro que no sabía lo que decía. Las ramas verde
oscuro estaban cargadas de fruto; y el día anterior me había dicho que
hacía años que no había visto tal abundancia de lúpulo.
No dije nada y seguimos caminando. En una depresión de la
carretera nos cruzamos con un carro, y el hombre que lo llevaba

345
inclinó su sombrero y saludó al señor Oke. Pero Oke no le prestó
atención; parecía no haber advertido la presencia de aquel hombre.
Las nubes se iban apiñando sobre nuestras cabezas; negras cúpulas
entre las que corrían redondas masas grises algodonosas.
—Creo que nos va a coger una tormenta tremenda —dije—. ¿No
será mejor que demos media vuelta?
Asintió y se volvió en redondo.
Bajo los robles, el sol pintaba manchas amarillas en los pastos y
lustraba los verdes setos. El aire estaba cargado, pero frío, y parecía
que todo se estuviera preparando para una gran tormenta. Los cuervos
volaban en círculos, como nubes negras, alrededor de los árboles y de
los casquetes rojos en forma de cono de los secaderos de lúpulo, que
daban al paisaje el aspecto de estar claveteado con torreones de
castillos; luego descendían —como una línea negra— sobre los
campos en medio de escandalosos y aterradores graznidos. Y por
todos lados se elevaba el agudo y trémulo balido de las ovejas y los
gritos que reagrupaban el rebaño, mientras el viento empezaba a azotar
las ramas más altas de los árboles.
De repente, el señor Oke rompió el silencio.
—No lo conozco bien —empezó de modo precipitado y sin girar la
cara hacia mí—; pero creo que es honrado y que ha visto mucho
mundo…, mucho más que yo. Quiero que me diga, pero con
confianza, se lo ruego, qué cree que tendría que hacer un hombre si…
—y se detuvo por unos instantes—. Imagine —continuó a toda prisa—
un hombre que quiere mucho, muchísimo a su esposa, y descubre que
ella…, bueno…, que lo engaña. No, no me malinterprete; quiero decir
que ella está acosada constantemente por otro, y no lo admite… Otro
al que oculta, ¿entiende? Tal vez no sea consciente del riesgo que
corre, ¿sabe? Pero no retrocederá, no se lo confesará a su marido…
—Mi querido Oke —lo interrumpí, tratando de quitar importancia
al asunto—, estas cosas no se pueden resolver en abstracto, ni por
personas que no las han vivido. Y, desde luego, no nos ha ocurrido a
mí ni a usted.
Oke ignoró mi interrupción.
—Mire —continuó—, este hombre no espera que su mujer lo
quiera mucho. No es eso; no está simplemente celoso. Pero siente que

346
ella está a punto de deshonrarse a sí misma…, porque no creo que una
mujer pueda en verdad deshonrar a su marido; la deshonra está en
nuestras propias manos, y sólo depende de nuestros propios actos. Él
tendría que salvarla, ¿lo entiende? Tiene, tiene que salvarla de uno u
otro modo. Pero si ella no lo escucha, ¿qué va a hacer él? ¿Tiene que ir
tras el otro y tratar de sacarlo de en medio? Toda la culpa es del otro,
no de ella, no de ella. Si ella confiara en su marido, estaría a salvo.
Pero el otro no la deja.
—Escuche, Oke —le dije con aspereza, pero algo asustado—; sé
perfectamente de qué me está hablando. Y veo que no entiende ni lo
más mínimo. Yo sí. Lo he observado y he observado a la señora Oke
durante seis semanas, y veo de qué se trata. ¿Me va a escuchar?
Lo cogí del brazo y traté de explicarle cómo veía la situación: que
su mujer era simplemente excéntrica y un poco teatral y soñadora, y
que se divertía tomándole el pelo. Que él, por su lado, se estaba
sumiendo en un estado patológico; que estaba enfermo y tendría que ir
a un buen doctor. Incluso le ofrecí que viniese a la ciudad conmigo.
Derroché inmensas cantidades de explicaciones psicológicas. Hice
la disección del carácter de la señora Oke unas veinte veces, y traté de
demostrarle que no había nada en absoluto en el fondo de sus
sospechas más que una pose imaginaria y un montaje pueril en su
cerebro. Lo ilustré con una veintena de ejemplos, la mayoría
inventados para la ocasión, de damas conocidas mías que habían
sufrido manías semejantes. Le indiqué que su mujer tenía que
encontrar una salida a sus excesos de energía imaginaria y teatral. Le
aconsejé que la llevase a Londres y la introdujera en algún círculo en
el que todos estuvieran más o menos en un estado parecido. Me reí de
la idea de que hubiera alguien escondido por la casa. Le expliqué a
Oke que padecía imaginaciones visuales y exhorté a un hombre tan
consciente y responsable a que tomara todas las medidas necesarias
para librarse de ellas, añadiendo innumerables ejemplos de personas
que se habían curado de sus alucinaciones y de extrañas tristezas
provocadas por morbosas manías. Luché y me debatí, como Jacob con
el ángel, y tuve esperanzas de haber hecho mella en él. Al principio, vi
que ninguna de mis palabras llegaba al cerebro de aquel hombre; que,
aunque callaba, no escuchaba. Parecía inútil exponerle mi opinión de

347
una forma que él pudiera comprender. Me sentía como si estuviera
hablando con una piedra. Pero cuando opté por recordarle sus deberes
hacia su esposa y hacia sí mismo apelando a sus ideas morales y
religiosas, me dio la sensación de que reaccionaba.
—Diría que tiene usted razón —dijo tomándome la mano cuando
aparecieron los rojos gabletes de Okehurst y hablando con una voz
débil, cansada, humilde—. No acabo de entenderlo, pero estoy seguro
de que lo que dice es verdad. Me atrevería a decir que todo lo que
ocurre es que estoy enfermo. A veces me siento como si estuviera loco
de atar. Pero no piense que no lucho contra ello. Lo hago, lo hago
continuamente; sólo que, a veces, parece más fuerte que yo. Le pido a
Dios día y noche que me dé la fuerza para superar mis sospechas y
para arrancar de mí estos espantosos pensamientos. Dios sabe, yo sé
qué desdichada criatura soy y qué poco apto para cuidar de esta pobre
chica.
Y Oke volvió a estrecharme la mano. Al entrar en el jardín, se
volvió a mí una vez más.
—Le estoy muy agradecido —dijo— y le aseguro que haré todo lo
que pueda para ser más fuerte. Ojalá —añadió con un suspiro—, ojalá
Alice me diera un momento de respiro y dejara de burlarse de mí un
día tras otro con su Lovelock.

X
Había empezado el retrato de la señora Oke, quien, en aquel
momento, estaba posando para mí. Aquella mañana estaba
desacostumbradamente callada; pero, me pareció a mí, con el silencio
de una mujer que está esperando algo, y me dio la sensación de que se
sentía sumamente feliz. Había estado leyendo, siguiendo mi
sugerencia, la Vita Nuova, de la que antes no había oído hablar, y en

348
torno a la cual acabó girando la conversación y sobre si era posible un
amor tan abstracto y tan paciente. Una plática de aquel tipo, que podría
haber tomado el cariz de un coqueteo en el caso de cualquier otro
hombre joven y una hermosa mujer, se convertía en el caso de la
señora Oke en algo diferente; parecía distante, intangible, no de este
mundo, como su sonrisa y la mirada de sus ojos.
—Un amor como ése —dijo, mirando a la lejanía del parque
salpicado de robles— es muy raro, pero puede existir. Se convierte en
toda la existencia de una persona, toda su existencia, toda su alma; y
puede sobrevivir a la muerte, no sólo de la persona amada, sino
también del amante. Es inextinguible y continúa su existencia en el
mundo espiritual hasta que encuentra una reencarnación de la amada;
y cuando esto sucede, hace salir y atrae hacia sí todo lo que quede del
alma de aquel amante, y toma forma y rodea a la persona amada una
vez más.
La señora Oke hablaba con suavidad, casi para sí misma, y creo
que nunca la había visto tan extraña y tan bella con aquel rígido
vestido blanco que realzaba aun más la exótica delicadeza e
incorporalidad de su persona.
No supe qué responderle y dije medio en broma:
—Me temo que ha estado leyendo demasiada literatura budista,
señora Oke. Hay algo terriblemente esotérico en todo lo que dice.
Ella sonrió con desdén.
—Sé que la gente no puede entender estos temas —replicó, y se
quedó en silencio un rato.
Pero en su tranquilidad y silencio, yo sentía como el palpitar de
una extraña excitación en aquella mujer, casi como si hubiera estado
tomándole el pulso.
No obstante, tenía esperanzas de que las cosas empezaran a ir
mejor a raíz de mi intervención. La señora Oke apenas había
mencionado a Lovelock una vez en los dos o tres últimos días; y Oke
había estado mucho más jovial y natural desde nuestra conversación.
Ya no parecía estar tan preocupado; y una o dos veces había advertido
en él una mirada de gran amabilidad y cariñoso afecto, casi de
compasión, como la que se podría sentir ante algo de muy tierna edad
y muy frágil, cuando se sentaba frente a su mujer.

349
Pero había llegado el final. Después de aquella sesión, la señora
Oke se había quejado de cansancio y se había retirado a su habitación,
y Oke se había marchado a la localidad más cercana por motivos de
trabajo. Me sentí completamente solo en la gran casa y, después de
trabajar un rato en un boceto que estaba haciendo en el parque, me
divertí vagando por la casa.
Era una tarde de otoño cálida, enervante; esa temperatura que
extrae el perfume de todas las cosas, de la tierra húmeda, las hojas
caídas, las flores de los jarrones, la madera labrada y las telas; que
parece hacer emerger a la superficie de nuestra conciencia todo tipo de
vagos recuerdos y esperanzas, un algo medio placentero, medio
doloroso, que hace imposible actuar o pensar. Yo era víctima de
aquella especial inquietud, en absoluto desagradable. Deambulé de un
lado a otro por los pasillos, deteniéndome a mirar los cuadros, que me
sabía de arriba abajo, a seguir los dibujos de la madera labrada y de las
telas antiguas, a contemplar las flores otoñales, dispuestas en
magníficos ramos de color en los enormes cuencos y jarrones de
porcelana. Cogí un libro tras otro y los fui dejando; luego, me senté al
piano y empecé a tocar fragmentos intrascendentes. Me sentía bastante
solo, aunque había oído el chirriar de las ruedas sobre la gravilla, lo
cual significaba que mi anfitrión había regresado. Estaba pasando con
cierta indolencia las páginas de un libro de versos —lo recuerdo
perfectamente, era El amor basta, de Morris—, en un rincón del salón,
cuando la puerta se abrió de pronto y apareció William Oke en
persona. No entró, sino que me hizo señal de que saliese con él. Había
algo en su cara que me hizo levantarme de un brinco y seguirlo al
instante. Estaba sumamente quieto, incluso rígido, sin mover ni un
solo músculo del rostro, pero muy pálido.
—Tengo que mostrarle algo —dijo, atravesando delante de mí el
vestíbulo, cuyas paredes estaban adornadas con pinturas ancestrales,
hasta el espacio cubierto de gravilla que parecía un foso relleno, donde
se erguía el gran roble ajado, con sus ramas puntiagudas y retorcidas.
Lo seguí por el césped o, mejor dicho, el pedazo de parque que
llegaba hasta la casa. Caminábamos deprisa, él delante, sin
intercambiar una sola palabra. De repente se detuvo, justo donde
sobresalía la galería de la habitación amarilla y sentí que la mano de

350
Oke me agarraba con fuerza el brazo.
—Lo he traído aquí para que vea algo —me susurró con voz ronca;
y me condujo hasta la ventana.
Miré al interior. La habitación, en comparación con el exterior,
estaba bastante oscura; pero, contrastada con la pared amarilla, vi a la
señora Oke con su vestido blanco, sentada a solas en un sofá, con la
cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y una enorme rosa en la
mano.
—¿Me cree ahora? —me susurró al oído la voz de Oke—. ¿Me
cree ahora? ¿Era todo imaginaciones mías? Pero esta vez lo atraparé.
He cerrado la puerta con llave y a fe mía que no escapará.
Aquellas palabras no habían salido de boca de Oke. Me hallé
luchando con él en silencio junto a aquella ventana. Pero logró
desasirse, abrió la ventana y saltó al interior de la habitación, y yo tras
él. Al cruzar el vano, algo me deslumbró; hubo una fuerte detonación,
un grito agudo y el golpe sordo de un cuerpo al caer al suelo.
Oke estaba de pie en el centro de la habitación con una tenue
humareda en torno a él; y a sus pies yacía la señora Oke, con su rubia
cabeza apoyada en el asiento del sofá, mientras se formaba un círculo
de color rojo en su blanco vestido. Tenía la boca crispada, como en
aquel alarido automático, pero sus enormes ojos abiertos parecían
sonreír vaga y remotamente.
Perdí la sensación del tiempo. Todo pareció suceder en un
segundo, pero un segundo que duró horas. Oke la miró fijamente;
luego se dio media vuelta y se puso a reír.
—¡Maldito bribón, me ha vuelto a dar esquinazo! —gritó; y
abriendo la puerta con la llave se precipitó afuera de la casa, dando
unos espantosos gritos.
Éste es el fin de la historia. Aquella noche, Oke intentó pegarse un
tiro, pero sólo consiguió fracturarse la mandíbula y murió pocos días
después, delirando. Hubo toda clase de investigaciones judiciales, que
viví como en un sueño; y de las cuales resultó que el señor Oke había
asesinado a su mujer en un ataque de locura pasajera. Aquél fue el fin
de Alice Oke. A propósito, su doncella me trajo un medallón que
encontraron colgado de su cuello, todo manchado de sangre. Contenía
un mechón de cabello castaño muy oscuro, que no era en absoluto el

351
color de William Oke. Estoy seguro de que era de Lovelock.

352
Chica

JAMAICA KINCAID

Lava la ropa blanca el lunes y ponía a secar en las rocas; lava la


ropa de color el martes y tiéndela a secar en las cuerdas; no camines
sin sombrero cuando hay sol fuerte; fríe los buñuelos de calabaza en
aceite dulce muy caliente; pon en remojo tu ropa interior nada más
quitártela; cuando compres algodón para hacerte una bonita blusa,
cerciórate de que no tiene goma, porque perdería el apresto después de
la primera lavada; deja en remojo toda la noche el pescado salado
antes de cocinarlo; ¿es cierto que cantas «benna» en la escuela
dominical? Come de tal manera que no revuelvas las tripas a nadie; los
domingos intenta caminar como una dama y no como una zafia, que es
en lo que parece que llevas camino de convertirte; no cantes «benna»
en la escuela dominical; no hables con chicos que parecen ratas del
puerto, ni siquiera para dar indicaciones; no comas fruta por la calle —
te seguirían las moscas—; pero si los domingos no canto «benna» y
nunca en la escuela dominical—, así se cose un botón; así se hace un
ojal para el botón que acabas de coser; así se cose un vestido, cuyo
dobladillo se ha descosido, evitando parecer una zafia en que sé que
llevas camino de convertirte; así se plancha la camisa de color caqui
de tu padre para que no tenga arrugas; así se planchan los pantalones
color caqui de tu padre para que no tengan arrugas; así se planta el
okra: lejos de casa, porque los árboles de okra albergan hormigas
rojas, cuando cultives dasheen acuérdate de regarla mucho: de lo
contrario te picará la garganta cuando la comas; así se barre un rincón;

353
así se barre una casa entera; así se barre un patio; así se sonríe a
alguien que no te gusta mucho; así se sonríe a alguien que no te gusta
nada; así se sonríe a alguien que te gusta mucho; así se pone la mesa
para el té; así se pone la mesa para la cena; así se pone la mesa para
cenar cuando viene un invitado importante; así se pone la mesa para el
almuerzo; así se pone la mesa para el desayuno; así se comporta una
en presencia de hombres que no te conocen muy bien, y de esta
manera no reconocerán de inmediato a la zafia en que te he advertido
podrías convertirte; no dejes de lavarte todos los días, aunque sea con
tu propia saliva; no te agaches a jugar canicas —no eres un chico,
¿sabes?—; no cojas las flores de la gente: podrías coger algo; no tires
piedras a los mirlos, pues podrían no serlo; así se hace un budín de
pan; así se hace doukona; así se hace una buena sopa de verduras y
carne con pimienta; así se prepara una buena medicina para el
resfriado; así se prepara una buena medicina para expulsar al niño
antes de que se convierta en niño; así se pesca; así se devuelve al agua
un pez que no te gusta y así evitas que te ocurra algo malo; así se
domina a un hombre; así es como un hombre te domina a ti; así es
como se ama a un hombre, y si no funciona hay otras maneras, y si no
funciona, no te apene el dejarlo correr; así se escupe en el aire si te
apetece y así se aparta uno rápidamente para que no te caiga encima;
así se sale al paso con poco dinero; estruja siempre el pan para
asegurarte de que es tierno; pero ¿y si el panadero no me deja
tocarlos? ¿quieres decir que después de todo vas a ser realmente el
tipo de mujer a la que el panadero no deja tocar el pan?

354
Tía Liu

LUO SHU

Aquel día no me despertaron las canciones de los vaqueros cuando


llevaban a sus bueyes ladera arriba, ni uno de los criados al hablar en
voz alta a mi madre, que era dura de oído. Fue una voz extraña y ruda
que exclamaba:
—¡Pues sí que ha crecido!
Bastante molesta, abrí los ojos para ver quién había en la
habitación. De pie junto a mi cama había una mujer de mediana edad,
andrajosamente vestida, de cara un tanto chata y picada de viruelas y
escaso cabello. Sus labios se separaron en una espantosa sonrisa sin
dientes.
Me pareció haber visto antes aquel rostro feo, carente de atractivo.
Pero no podía situarlo.
La miré con sorpresa y en silencio, tratando de hallar archivado en
mi memoria algún recuerdo de ella.
—Soy tía Liu… Sabía que te habrías olvidado de tía Liu —dijo
como si hubiese leído mis pensamientos—. Han pasado ocho años
desde que te vi por última vez. ¡Y cuánto has crecido! No te habría
reconocido si te hubiera visto por la calle.
—¿Qué? ¿Eres tú tía Liu? ¿La tía Liu que me cuidó?
Salté de la cama, sonrojada de excitación.
Una niña recuerda con facilidad tonterías, pero suele olvidar lo que
debería recordar. ¡Cómo podía haber olvidado a aquella mujer que
había sido tan buena conmigo! ¡Qué criatura ingrata!

355
Cuando me dirigí hacia ella, retrocedió. Detrás de ella había un
escritorio en el que estudiaba cuando iba a casa los fines de semana.
Tropezó con él y volcó el jarrón de frescas margaritas estivales que
había encima. Muy desconcertada, intentó reparar el daño rápidamente
mientras yo hacía lo que podía para detenerla.
—Tú…
Quería decir algo que la hiciera sentir cómoda, pero mi mente
también era un torbellino. No sabía si decir «eras» o «eres». Tal vez lo
que quería decirle era: «¡Estás completamente distinta de como eras!».
Sí, había cambiado mucho. Antes sólo se sentía incómoda en
presencia de mi padre y mi madre. ¿Por qué se comportaba así delante
de mí? ¿No era yo la chiquilla que había amado y cuidado como una
madre? No obstante, sabía que si se hubiese sentado en un taburete y
me hubiese ofrecido su regazo, para canturrearme las baladas que mi
madre le había prohibido o contarme espeluznantes historias que
podían dejar marcada una mente tierna, o si me hubiese pedido que la
abrazase y besase su cara picada de viruelas, me habría negado sin
vacilar un instante.
No era culpa suya. Ni mía. El tiempo y los odiosos
convencionalismos habían creado un abismo entre nosotras.
Nos quedamos mirándonos mutuamente, ambas incómodas, en
profundo silencio. Yo sabía que tenía que encontrar algo apropiado
que decir. La llegada de mi madre salvó la situación.
Aquel día estaba de buen humor y sonreía entre dientes cuando
entró.
—Menuda anfitriona… ¿Por qué no ofreces asiento a Liu?
Hasta entonces no me había dado cuenta de que yo estaba sentada
en mi cama, mientras que Liu estaba de pie en medio de la habitación.
—Mira, ya es más alta que yo —dijo mi madre. Señalando las
trenzas enrolladas en mi nuca, continuó—: ¡Esto es el último grito
entre las alumnas de enseñanza media! Le sientan bien, ¿verdad?
Liu no había olvidado que, dijera lo que dijese mi madre, ella sólo
tenía que asentir. Pero tal vez ni había oído lo que mi madre había
dicho. Sus ojos me escrutaban de pies a cabeza. ¿Estaría buscando
alguna traza de la niña de hacía ocho años?
—¡Apenas os reconocéis! —dijo mi madre, sonriendo ante el

356
estudio a que me sometía Liu—. Una ha crecido mientras que la otra
está envejeciendo. ¡Cómo pasa el tiempo! —Luego se dirigió a mí: —
Deberías estar contenta. ¿A que nunca hubieras esperado que Liu
apareciese en este valle oculto entre montañas? Debe haberle costado
lo suyo encontrarnos. ¿Te acuerdas del día en que la eché? Te había
comprado un montón de castañas y raíces de loto. La despedí porque
era demasiado aficionada a la bebida.
La crudeza de mi madre me dejó pasmada. ¡Salir con aquello
después del daño que le había hecho a tía Liu!
La mención de las castañas y las raíces de loto me dijo algo.
Intenté esquivar los dos pares de ojos clavados en mí.
Una ráfaga de viento restregó las hojas de palmera contra mi
ventana. Arranqué una y la fui deshilachando y desparramando en el
suelo.
De repente se me ocurrió una pregunta.
—¿Cómo has averiguado que nos habíamos venido a vivir a este
lugar?
—¡Preguntando! No os habías ido al otro extremo del país; ha sido
fácil encontraros.
Seguía siendo muy franca y directa.
Iba a hacerle más preguntas cuando mi madre mandó que le
trajeran una botella de vino que ofreció a Liu.
—Sé que es lo que más te gusta —dijo—. Ve a tomarte un trago a
la cocina. Es un vino bien curado, así que no te propases. Deja un poco
para llevarte a casa y compartirlo con tu marido.
Cuando se marchó, mi madre me explicó que Liu se había casado
con un hombre que tenía siete décimos de un mu de tierra en las
colinas y que trabajaba acarreando sillas de mano. No recordaba dónde
estaba viviendo Liu en aquel momento pero simpatizaba con aquella
desventurada mujer.
Yo sabía muy poco del pasado de Liu. Puede que alguien me lo
hubiera contado, pero no había dejado huella en mí. Mi madre volvió a
relatarme toda la historia.
A los quince años, Liu fue vendida como criada a una rica familia
y obligada con engaños a abandonar su hogar. Una noche que había
bebido mucho, fue violada por su patrón, un hombre de más de

357
cuarenta años. Cuando descubrieron que estaba embarazada, la
echaron de aquella casa de verja negra flanqueada por dos leones de
piedra. El niño nació en un retrete público y murió a los tres días. Un
basurero de buen corazón limpió los gusanos del pequeño cadáver, lo
envolvió en una desgastada estera y lo enterró. Después de aquello,
ella había salido adelante zurciendo y lavando ropa o pidiendo limosna
en las afueras de la ciudad. A veces había vendido avena por los
caminos. Al fin, consiguió que nosotros la aceptásemos de criada.
Aquello fue para ella una oportunidad extraordinaria. ¡Qué bonita le
debió de parecer la vida!
Si no hubiera sido tan aficionada a la bebida, mi madre no la
habría despedido.
Aquella afición era su único defecto. Y mi madre era una mujer de
gran corazón, yo lo sabía… Pero recuerdo el día anterior a que Liu se
fuese, hace ocho años.
Era un día de verano, como el de hoy. A lo lejos, se oía retumbar la
tormenta. Yo contemplaba cómo las hormigas amarillas luchaban con
las negras debajo del árbol de Judas. Tras la cortina de bambú de la
puerta, mi madre hablaba con una mujer y su voz parecía enojada.
En aquel momento entraba Liu por la verja. A primera vista podía
adivinarse que había estado bebiendo otra vez. Llevaba en la mano dos
gruesas y blancas raíces de loto y un paquete envuelto en hojas de loto.
La jarra que le colgaba del brazo contenía sin duda vino de arroz.
Dándome el paquete, me dijo:
—Te he traído algo bueno. Cómete primero las castañas de agua,
mientras yo lavo las raíces de loto y te las corto en rodajas.
Mi madre me dijo que no me comiera las castañas.
Cuando volvió Liu con una bandeja para mí, la mujer que había
estado hablando con mi madre se precipitó hacia ella, la golpeó en la
frente y le dijo con ferocidad:
—Estás despedida. Recoge tus cosas y busca otro trabajo. He
hecho todo lo que he podido para ayudarte, pero tú no te esfuerzas por
mejorar. ¡Nunca dejas de beber ese apestoso licor amarillo! Tú te lo
has buscado.
Liu no dijo nada; simplemente me urgió a que me comiese las
raíces de loto.

358
No pude hacer otra cosa que aceptar la bandeja, que ofrecí a mi
madre. Ella estaba bordando una funda de almohada de seda blanca.
La colorida flor hacía que su rostro enojado pareciese mucho más
severo de lo normal. Estampó el plato en una mesa y me dirigió una
mirada de hielo. Aunque no me echaba ninguna culpa yo ya estaba
temblando. Más por Liu que por mí misma.
Aquella noche, a la hora de cenar, Liu no nos sirvió, y lo extraño
fue que mi madre tampoco mandó a buscarla.
En cuanto mi madre volvió la espalda, me escabullí a la cocina. La
puerta estaba cerrada. No me atreví a llamar. Mirando por una grieta,
llamé a Liu en voz baja.
Todos los criados estaban sentados a la mesa, con una copa de
vino cada uno. La jarra que había traído Liu estaba en el centro.
Comían y bebían alegremente, ignorando que al otro lado de la puerta
había una niña mirando con enorme afecto a uno de ellos. Liu tenía la
cara colorada, la blusa abierta mostrando el cuello y las mangas
arremangadas hasta arriba. Era la primera vez que la veía en aquel
estado y me desconcertó su extraña conducta. Más tarde caí en la
cuenta de que como ya no iba a comer nuestro arroz sentía que podía
relajarse. ¡Al diablo con las reglas que la habían atado durante tres
años enteros! Haría lo que le viniera en gana la víspera de su partida.
—Di a alguien que vaya a hablar con la señora. Puede que te deje
quedarte —sugirió uno de ellos.
—Cuando trabajas para otros, tienes que hacer lo que te mandan.
—No hace falta. No tiene sentido intentar quedarte donde no eres
querida. Los criados tienen un pie dentro y otro fuera. Puedes entrar si
las cosas van bien y salir si no. Si una familia no te quiere, vete a otra.
Con un par de manos y de pies, puedes ganarte la vida en cualquier
parte. Ya he mendigado mi sustento otras veces, ¿a qué debo tener
miedo?
Temiendo que mi madre me estuviese buscando, volví corriendo y
tiré del borde de su chaquetilla.
—¿Qué quieres? —preguntó ella.
—¡Madre!… ¡Tía Liu!… —tuve que repetir un par de veces para
que me entendiese.
—Le he dicho que se marche mañana. No quiero dejarte en manos

359
de una mujer como ella. Encontraré otra persona que te cuide, alguien
bueno. —Luego, comentó como dirigiéndose a sí misma: —De hecho,
es una criatura buena y honrada. El único problema es lo mucho que
bebe. Lo siento por ella, aunque… le perdonaré lo que nos debe; le
daré una paga extraordinaria y un traje.
A la mañana siguiente, cuando me levanté, Liu se había ido. Y
desde entonces habían pasado ocho años.
Jamás hubiera soñado que vendría a vernos. Me sentía
agradablemente sorprendida y un tanto conmovida.
Si mi madre no la hubiera despedido, no habría llegado a tener
aquel aspecto sucio y demacrado. Pero no podía echarle toda la culpa a
mi madre.
Esperaba que mi madre la dejara quedarse con nosotros.
Cuando Liu volvió de comer le pregunté:
—¿Has comido bastante?
—Una comida buenísima, gracias. Hacía dos años que no comía
arroz blanco.
—¿Cómo te va la vida?
—Bueno, me las arreglo de una u otra forma. Que te vaya bien o
mal es lo mismo. Aunque no te vaya bien tienes que seguir viviendo.
Me quedé callada un instante y luego le expliqué:
—Me refiero a si tienes bastante para comer.
—¡Claro que no! Apenas trae a casa lo justo para alimentarse él.
Yo vivo en aquel trozo de tierra que tenemos en las colinas. Para salir
adelante recojo leña todos los días. Cuando no hay leña, a veces
trabajo como culí. Puedo llevar un peso de setenta u ochenta cattys.
—¿Es bueno contigo tu marido?
—No está mal… Desde que te dejé he tenido tres hombres. Todos
me pegaban. Cuando vi que perdía terreno con el último, me escapé y
me casé con éste…
—¿Te pega? —le pregunté enseguida.
—¿Tú qué crees? ¡Todos los hombres pegan a sus mujeres! —Me
sonrió como diciendo: «¿Acaso tu padre no le pega también a tu
madre?», y luego añadió: —Siempre puedo escaparme cuando se
excede o cuando no aguanto más.
Estaba oscureciendo y parecía ansiosa por marchar.

360
—Está anocheciendo y amenaza lluvia. Tengo que caminar todavía
cinco li. Voy a criar dos orondas gallinas para cuando vuelva; quiero
que tú y la señora vengáis a comer en otoño, cuando haga más fresco.
—Sacudió la cabeza. —Pero mi casa no es mejor que una pocilga…
No vendréis.
—Quédate un poco más. Tengo algo más que preguntarte. ¿Vas a
seguir así? ¿Por qué no buscas un trabajo?
—¿Qué trabajo voy a encontrar? Ni siquiera tu familia quiere una
mendiga como yo. Además, me he habituado al estado salvaje y mis
manos son demasiado ásperas para hacer trabajos delicados. Es mejor
así… Hay que tomar la vida como viene. Después de todo, no me
moriré de hambre.
Yo no tenía nada más que decir.
Incapaz de retenerla por más tiempo, mi madre le dio un celemín
de arroz blanco y el resto de la botella de vino.
Al poco tiempo fui a estudiar a la capital de provincia. Mi madre
nunca me dijo si visitó a Liu o si comió las rollizas gallinas
especialmente criadas para nosotras.
Cuando fui a casa el año siguiente, me dijeron que Liu había
vuelto a dejar a su marido. Nadie sabía dónde había ido a parar.
Creo que sigue viva y con todo mi corazón le deseo toda clase de
bienes, porque comprende lo que es la vida.

361
Notas sobre las autoras

AMA ATA AIDO (1942). Dramaturga, escritora de ficción y


maestra, nacida en Costa de Oro antes de que se convirtiera en Ghana;
ahora vive a caballo entre África oriental y África occidental, Europa y
los Estados Unidos como especialista y catedrática visitante. «Las
ciruelas» forma parte de sus memorias ficticias o conjunto de
meditaciones, Our Sister Killjoy: Reflections from a Black-Eyed
Squint, publicadas en 1977. Su recopilación de historias breves, No
Sweetness Here, se publicó en 1970.
DJUNA BARNES (1892-1982). Hija de madre escritora y padre
pintor, Djuna Barnes nació en el ambiente bohemio de la Nueva York
de finales de siglo, y ella misma llegó a ser escritora e ilustradora. «La
tierra» es una historia de su primera época, cuando trabajaba de
editorialista en el Daily Eagle de Brooklyn entre 1913 y 1919. Viajó a
París en 1919 con cartas de recomendación para Ezra Pound y James
Joyce. Su novela, El bosque de la noche, publicada en 1936, es un
auténtico clásico moderno.
JANE BOWLES (1917-1973). Nacida en Nueva York, en 1947 se
estableció de forma más o menos permanente en Tánger con su
marido, el escritor y compositor Paul Bowles. Entre sus trabajos
figuran una novela, Two Serious Ladies, una obra de teatro, In the
Summerhouse, y relatos breves, algunos de los cuales se recopilaron en
el libro Placeres sencillos, del que se ha tomado «Idilio en
Guatemala». Su literatura se caracteriza por su exotismo, sorpresa y
desencanto. A los cuarenta años sufrió una hemorragia cerebral y dejó
de escribir; falleció en Málaga, en 1973. Al igual que Djuna Barnes, su

362
ficción demuestra cómo determinadas escritoras se apropiaron de la
alienación del modernismo para expresar algunos aspectos de la vida
de las mujeres.
LEONORA CARRINGTON (1917). Pintora y escritora. Nació en
Lancashire y vive y trabaja en México y Nueva York. Escribió sus
primeras historias, entre las que figura «La debutante», en francés a
partir de los veinte años, época en la que se relacionó muy de cerca
con los surrealistas. Dentro de su obra se halla uno de los relatos más
impresionantes de una experiencia de locura, Down There (1940).
ANGELA CARTER (1940). Novelista, escritora de relatos breves,
guionista y periodista. Nació en Inglaterra, pero ha vivido en Japón,
Australia y Estados Unidos durante breves períodos. Su novela más
larga es Nights at the Circus (1984). «Los amoríos de lady Purple»
pertenece a la segunda de sus tres recopilaciones de cuentos,
Fireworks (1974).
ANDRÉE HEDID (1929). Nacida en Egipto, ha vivido
principalmente en Francia desde 1946, aunque se licenció en la
Universidad Americana de El Cairo. Escribe en francés y ha publicado
poesías y ficción. En 1975 recibió el Gran Premio de la Academia
Belga; en 1976, el Premio Mallarmé; y en 1979, el Premio Goncourt.
COLETTE (1873-1954). Una de las grandes escritoras de este
siglo, Colette (nacida Sidonie Gabrielle Colette, en Borgoña) fue
novelista, autora de relatos breves, periodista, cosmetóloga, artista de
variedades, actriz…, una mujer que forjó toda una identidad literaria a
partir de su «conocimiento de la vida» y una ficción partiendo de su
amplia gama de experiencias del mundo. Su obra compilada alcanza
los quince volúmenes. Fue la primera mujer presidenta de la Academia
Goncourt, y cuando murió se la honró con un funeral público. «La
luna de lluvia» es la historia principal de una colección publicada en
1954; en ella, la propia Colette aparece en el papel de escritora.
GEORGE EGERTON (1859-1945). Su nombre auténtico era Mary
Chavelita Dunne; nacida en Australia, su infancia nómada fue seguida
por una vida en Nueva York, Londres y Noruega, donde entró en
contacto con el crudo realismo de la obra de Ibsen y Strindberg y

363
conoció y recibió la influencia de Knut Hamsun. En 1893 publicó un
volumen de historias breves, Keynotes, al que siguió un segundo,
Discords, el siguiente año, al que pertenece «Contrato matrimonial».
La honestidad sexual y emocional de sus relatos conserva toda su
fuerza y sigue impresionando.
ROCKY (RAQUEL) GÁMEZ. Nació y se crió en el valle de Río
Grande, Texas. En la actualidad, vive y trabaja en el área de la bahía
de San Francisco. Sus historias breves aparecen en la antología:
Cuentos: Stories By Latinas (Nueva York, 1983).
BESSIE HEAD (1937-1986). Bessie Head se marchó de Sudáfrica,
donde había nacido, para vivir el resto de su vida en Botswana; en
palabras de ella, regresó al «África antigua». En su novela, A Question
of Power (1973), se reflejan las trágicas circunstancias de su vida, hija
de la unión ilícita de madre blanca y padre negro, educada en
instituciones, sufriendo en su carne toda la fuerza del apartheid. La
historia de «Life» pertenece a su recopilación de historias de la vida
aldeana de su país de adopción, The Collector of Treasures (1977). Es
la mejor de todas las escritoras surgidas de Sudáfrica y,
vergonzosamente, muy poco conocida en Gran Bretaña.
ELIZABETH JOLLEY (1923). Hija de madre vienesa y padre
inglés, fue educada en alemán en la región inglesa de los Midlands. En
1959 se trasladó a Australia oriental con su marido y sus tres hijos. Se
dedica a cultivar un pequeño huerto y a criar ocas, mientras dirige
seminarios de literatura en prisiones y centros comunitarios. En los
últimos diez años ha publicado gran número de novelas —entre las
que figuran Mr. Scobie’s Riddle y Miss Peahody’s Inheritance— y
muchos relatos breves que la han hecho merecedora de una fama
internacional con extraordinaria rapidez.
JAMAICA KINCAID (1941). Nacida en San Juan, Antigua, vive
en la actualidad en Nueva York, donde es escritora de plantilla de la
revista New Yorker. Ha publicado una novela y una recopilación de
cuentos cortos, At the Bottom of the River.
VERNON LEE (1856-1935). Su nombre auténtico era Violet
Paget; novelista, escritora de cuentos cortos y ensayista, con una

364
habilidad especial para lo sobrenatural y lo grotesco; una persona
original. Como a muchos de su generación, le encantaba Italia y pasó
gran parte de su vida en aquel país. En una carta, describe
sucintamente el «amor de hombre» como «adquisitivo, posesivo y
brutal».
KATHERINE MANSFIELD (1888-1923). Nacida en Wellington,
Nueva Zelanda, fue a vivir a Londres en 1908. Hizo frecuentes viajes a
Europa y murió de tuberculosis en Francia después de una larga
enfermedad. Convirtió el relato breve en el instrumento perfecto para
el reflejo de la sensibilidad. Sus historias han sido recopiladas en un
volumen publicado por Oxford University Press en una edición
definitiva.
SUNITI NAMJOSHI (1941). Nacida en la India, en la actualidad
Suniti Namjoshi es profesora en el Departamento de Inglés de la
Universidad de Toronto. Ha publicado poesías, fábulas, artículos y
reseñas en revistas literarias y en publicaciones de estudios sobre la
mujer, en India, Canadá, Estados Unidos y Gran Bretaña. Su novela,
The Conversations of Cow, fue publicada en 1985. Estas tres fábulas
pertenecen a Feminist Fables, publicado en 1981; en su obra se
compagina la ligereza de forma con la seriedad del fondo.
GRACE PALEY (1922). Descendiente de judíos rusos emigrados,
su obra es el producto puro de la ciudad de Nueva York. Debido a su
convicción declarada de que «El arte es largo, pero la vida es corta»,
sólo ha escrito tres reducidos volúmenes de relatos durante los últimos
treinta años: The Little Disturbances of Man (1959), Enormous
Changes at the Last Minute (1974) y Later the Same Day (1985).
Éstos han bastado para calificarla como una de las escritoras de ficción
más importantes de Norteamérica, aunque es posible que la obra de
Grace Paley en el movimiento de protesta contra la participación
norteamericana en Vietnam en los años sesenta y su actividad actual
en el movimiento antinuclear parezcan más importantes en términos
humanos; y además, ¿qué sentido tiene escribir historias si no queda
nadie para leerlas?
LUO SHU (1903-1938). Nacida en la provincia de Sichuan, fue a

365
estudiar a Francia en 1929, y regresó a China cuatro años después,
donde tradujo al chino obras de Romain Rolland y otros, antes de
empezar a escribir ficción. Su primera obra, Twice-Married Worrum,
se publicó en 1936. En 1937 empezó a trabajar en una novela que
describía la vida de los trabajadores en las minas de sal, pero murió de
parto un año después.
FRANCES TOWERS nació en Calcuta, India, pero creció en
Inglaterra. Trabajó primero para el Bank of England y luego como
maestra. Murió el día de Año Nuevo de 1948, y sus cuentos breves
fueron compilados y publicados al año siguiente con el título de uno
de ellos: Tea With Mr Rochester.

366
Agradecimientos

Los editores agradecen la autorización para reproducir los


siguientes relatos:

«The Last Crop» de Woman in a Lampshade, Elizabeht Jolley,


publicado por Penguin Books Australia Ltd.; «La debutante» de La
débutante, contes et pièces, Leonora Carrington, publicado por
Flammarion, Francia; «The Gloria Stories» de Cuentos, Rocky
Gámez, publicado por Kitchen Table Press, USA; «Life» de The
Collector of Treasures, Bessie Head, publicado por Heinemann
Educational Books Ltd., Londres; «A Guatemalan Idyll» de Plain
Pleasures, Jane Bowles, publicado por Peter Owen Ltd., Londres y
también en The Collected works of Jane Bowles, copyright © 1946,
1949, 1966 de Jane Bowles, publicado por Farrar Straus and Giroux
Inc., USA; «The Young Girl» de The Collected Katherine Mansfield,
Katherine Mansfield; «Case History», «A Room of His Own» y
«Legend» de Feminist Fables, Suniti Namjoshi, publicado por Sheba,
Londres; «La lune de pluie» de Chambre d’hôtel, Colette, publicado
por Arthème Fayard, París; «Wedlock» de Keynotes and Discords,
George Eferton, publicado por Virago Press Ltd., Londres; «Violet»
de Tea with Mr Rocbester and Other Stories, Frances Towers,
publicado por John Johnson Ltd., Londres; «The Plums» de Our Sister
Killjdy, Ama Ata Aidoo, publicado por Longman Group Ltd., Harlow,
Reino Unido; «A Woman Young and Old» de The Little Disturbances
of Man, Grace Paley, publicado por Virago Press Ltd., Londres y
Viking Penguin Inc., USA; «La longue attente» de Les corps et le
temps, Andrée Chedid, publicado por Flammarion, France; «The

367
Loves of Lady Purple» de Fireworks, Angela Carter; «The Earth» de
Smoke and Other Early Stories, Djuna Barnes, publicado por Virago
Press Ltd., Londres y Sun & Moon Press, USA; «Oke of Okehust» de
Hauntings, Vernon Lee; «Girl» de At the Bottom of the River, Jamaica
Kincaid, copyright© 1978, 1979,1982,1983 de Jamaica Kincaid,
publicado por Pan Books Ltd., Londres y Farrar Straus and Giroux,
Inc., USA; «Ajunt Liu», traducido al inglés por Yu Fangin, de Stories
from the Thirties, Luo Sho, publicado por Panda Books, China.

Se han hecho todos los esfuerzos posibles por localizar a los


propietarios de los derechos de todo el material incluido en este libro.
La autora se disculpa si ha habido alguna omisión y ruega que en ese
caso se pongan en contacto con los editores, para subsanarla.

368
ANGELA OLIVE CARTER, de soltera Angela Olive Stalker
(Eastbourne, Sussex, 1940 - Londres, 1992), fue una periodista y
novelista británica.
Sus obras más conocidas suelen considerarse como pertenecientes a la
literatura fantástica. Sus innovadores procedimientos narrativos y sus
frecuentes referencias intertextuales la relacionan con el
postmodernismo anglosajón. Gran conocedora de la lengua y la
literatura francesas, existe en su obra una importante deuda con el
surrealismo, así como con autores franceses como Sade o Bataille.
Dos de sus obras han sido llevadas al cine: la novela La juguetería
mágica, en 1987; su relato En compañía de lobos, en una película
homónima, en 1984.

369
Notas

370
[1]
Este relato fue originalmente escrito en francés. (N. del t.) <<

371
[2]
Mercado donde se venden objetos de ocasión. (N. del t.) <<

372
[3]
Se refiere a la página impar, de la derecha, blanco de cortesía al
comienzo de un capítulo. (N. del t.) <<

373
[4]
Se ha respetado la particular forma de escribir de esta autora,
secciones en prosa interrumpidos por versículos. (N. de edición.) <<

374
[5]
En inglés, sister. (N. del t.) <<

375

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