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Libro “Conozca la Religión”

MONS. FULTON SHEEN

Jjuicio

FFe

CCARIDAD

EL JJUICIO

Si algo caracteriza nuestra vida, es cierta intolerancia ante cualquier limitación. Anhelamos lo
infinito. Por eso nos sentimos tan a menudo desilusionados; advertimos una desproporción enorme
entre el ideal que hemos concebido y la realidad que hemos logrado. De todos modos, seguimos
buscando, simplemente porque tenemos una capacidad infinita para el anhelo. No podemos, en
absoluto, imaginarnos incapaces de anhelar más y más.

La naturaleza establece ciertos límites para el anhelo de nuestros cuerpos. La gula de un niño es
siempre mayor que su estómago. Hay un límite para todos los placeres del cuerpo. Llegan a un punto
en que se convierten en dolor, cuando nos sentimos nauseados por su exceso. Pero no hay límites
para los anhelos de nuestro espíritu. No alcanzan jamás el punto del hartazgo. No hay límites para la
verdad que podemos conocer, para la vida que podemos vivir, para el amor que podemos gozar, ni
para la belleza que podemos percibir.

Si esta vida fuera todo, pensemos de cuántas cosas nos veríamos defraudados. Estaríamos tan
decepcionados como una mujer loca por la moda, encerrada en una habitación donde hubiera mil
sombreros, pero ni un solo espejo.

Como tenemos un cuerpo y un alma, podemos hacer de cualquiera de ellos el amo; podemos hacer
que el cuerpo sirva al alma, que es lo propio del cristiano, o podemos hacer que el alma sirva al
cuerpo, que es lo propio del desdichado. Esa elección es la que hace tan seria la vida.

No habría ningún placer en jugar a un juego si no existiera la posibilidad de perder. No habría


ningún interés en la lucha, si la corona del mérito fuera siempre dada a los que no luchan. No habría
interés en el drama, si los personajes fueran muñecos. Y no habría ningún sentido en la vida, a
menos que en ella se jugaran los más grandes destinos, si no se nos presentara el dilema de contestar
sí o no a nuestra salvación. "Y no temáis a los que matan el cuerpo, y que no pueden matar el alma;
mas temed a aquel que puede perder el alma y cuerpo en la gehenna" (Mateo 10, 28). "Porque ¿de
qué sirve al hombre, si gana el mundo entero, mas pierde su alma? ¿O qué podría dar el hombre a
cambio de su alma?" (Mateo 16, 26).

Llegará alguna vez el momento, en toda vida, en que este proceso tocará a su fin. Sé que éste es un
tema del cual la mente moderna prefiere no oír hablar. El hecho de la muerte ha sido tan disfrazado y
encubierto hoy día, que los enterradores pretenderían hacernos creer, si pudieran, que en cada ataúd
se encierra la felicidad. La mente moderna se siente incómoda frente a la muerte. No sabe cómo
dispensar su simpatía; no siente ningún escrúpulo cuando lee las novelas policiales, donde se mueren
docenas de personas, pero eso es porque se concentra en las circunstancias que preceden la muerte,
más bien que en los problemas eternos que la muerte suscita. No se pregunta nunca: "¿Salvado o
perdido?", sino sencillamente: "¿Quién mató al ratón Pérez?"
San Pablo nos dice, y no de modo áspero y estoico, que si queremos vivir en Cristo, debemos "morir
diariamente". Una muerte feliz es una obra de arte, y ninguna obra de arte puede completarse y
perfeccionarse en un día. Dubois se pasó siete años creando el modelo en cera de su famosa estatua
de Juana de Arco. Un día terminó con el modelo, y entonces vaciaron el bronce. La estatua es hoy un
ejemplo de perfección asombrosa del arte de la escultura. Del mismo modo, nuestra muerte, al final
de nuestra existencia natural, debe aparecer como la perfección asombrosa de los muchos años de
labor que hemos dedicado, muriendo diariamente, a la realización cotidiana de su previo modelo.

La gran razón que nos hace temer la muerte es el hecho de que no estemos preparados para ella. La
mayor parte de nosotros muere una sola vez, cuando deberíamos haber muerto mil veces; es más,
cuando deberíamos haber muerto una vez por día. La muerte es una cosa terrible para aquel que
muere solamente cuando se va de este mundo; pero es una cosa hermosa para aquel que muere antes
de morir.

Hay una interesante inscripción en la tumba de Escoto Erígena en Colonia, que dice: Semel sepultus
bis mortuus : una doble muerte precedió su entierro. No hay un viajero sobre cien que entienda el
misterio de amor que ocultan estas palabras.

Después de la muerte no hay remedio para una vida malvada. Pero antes de la muerte hay remedio;
consiste en morir para nosotros mismos, con lo cual seguimos la ley de la inmolación que es la ley
del universo entero. No hay otra forma de penetrar en una vida superior, salvo morir en la inferior;
no hay posibilidad de que el hombre goce de una existencia ennoblecida en Cristo, a menos que se
arranque a sí mismo de su antiguo Adán. Para aquel que vive una vida de mortificación en Cristo, la
muerte no llega nunca como un ladrón subrepticio en la noche, porque es él el que la toma de
sorpresa. Morimos diariamente para aprender a morir, y también para poder morir.

Nos guste o no, no hay forma de eludir esta verdad, "así como fue sentenciado a los hombres morir
una sola vez, después de lo cual viene el juicio" (Hebreos 9, 27). Así como nuestros parientes y
amigos se reúnen alrededor de nuestro ataúd y se preguntan: "¿Cuánto dinero dejó?", se preguntarán
los ángeles: "¿Cuánto se llevó consigo?"

El juicio será doble. Seremos juzgados en el momento de nuestra muerte, lo que constituye el Juicio
Particular, y seremos juzgados en el último día del mundo, lo que constituye el Juicio General. El
primer juicio se debe a que somos personas, y por lo tanto, individualmente responsables de nuestros
actos no compelidos; nuestra obra nos seguirá. El segundo juicio se debe a que hemos trabajado por
nuestra salvación dentro del contexto de cierto orden social y el Cuerpo Místico de Cristo; por lo
tanto, debemos ser juzgados por nuestra repercusión dentro del mismo.

¿Cómo será el Juicio? Nos referimos al Juicio Particular. Será una valuación de nuestra persona tal
como hemos sido en realidad. En cada uno de nosotros existen varias personas; hay la persona que
los otros nos creen, la persona que nosotros creemos ser,y la persona que realmente somos.

Durante la vida nos es fácil creer en nuestra propia propaganda, y aceptar nuestros elogios de
publicidad, tomarnos en serio, juzgarnos más por la opinión pública que por la verdad eterna, y en
consecuencia podemos creernos (y nos creemos) buenos, porque nuestros vecinos son malvados.
Hasta podemos llegar a juzgar nuestras virtudes de acuerdo con los vicios de los que nos
abstenemos. Si hemos hecho fortuna bajo el capitalismo, pensamos que las organizaciones sindicales
son malvadas; si nos hemos hecho ricos organizando sindicatos, pensamos que el capitalismo es
malvado; si provenimos de la ciudad, pensamos con desdén en la gente del campo; creemos que
porque una persona tiene cierto acento es menos importante, o que tiene menos valor porque es
negro, o moreno, o amarillo.

Quizá nuestro mismo entusiasmo por los pobres se deba al odio que sentimos por los ricos; nuestras
filiaciones políticas afectan nuestro juicio moral y nos hace defender un partido, tenga o no tenga
razón. San Pablo dice que es como ir por la vida con anteojos ahumados. "Porque ahora miramos en
un enigma, a través de un espejo; mas entonces veremos cara a cara. Ahora conozco en parte,
entonces conoceré plenamente de la manera en que también fui conocido" (I Corintios 13, 12).

Cuando llegue el momento definitivo del juicio nos quitaremos los anteojos negros y nos veremos
tales como somos. Ahora bien, ¿qué somos realmente? Somos lo que somos, no por nuestras
emociones, nuestros sentimientos, nuestros gustos y repulsiones, sino solamente por nuestras
elecciones. Las decisiones de nuestro libre albedrío formarán el contenido de nuestro juicio.

Para cambiar la imagen: estamos todos en la carretera de la vida, en este mundo, pero viajamos en
diferentes vehículos; algunos en camiones, algunos en jeeps , algunos en ambulancias; otros en
coches de doce cilindros, otros en camionetas. Pero cada uno de nosotros se encarga de conducir su
vehículo.

El juicio en el momento de la muerte es algo así como si nos cortara el paso un policía de seguridad;
salvo que, por la merced del Cielo, nuestro Dulce Señor no es tan cruel como los de la policía.
Cuando nos corta el paso, Dios no nos dice: ¿qué tipo de vehículo maneja? No hace diferencias entre
las personas, sólo pregunta: ¿Condujo bien? ¿Obedeció las leyes?

Al morir dejamos atrás nuestros vehículos, es decir, nuestras emociones, prejuicios, sentimientos,
nuestra posición social, nuestras oportunidades, los accidentes del talento, de la belleza, inteligencia
y posición. Por lo tanto, no le importará nada a Dios que seamos o no inválidos, superignorantes u
odiados por la gente. Nuestro juicio no se basará en nuestro ambiente ni en nuestra posición social,
sino en la forma en que hemos vivido, las decisiones que hemos tomado, y sobre todo, si hemos
obedecido la ley.

No debemos pensar, por lo tanto, que en el momento del juicio podremos defender nuestra causa. No
podremos alegar circunstancias atenuantes; no podremos pedir que nos cambien de jurisdicción, ni
un nuevo jurado, ni podremos alegar que han sido injustos con nosotros. Seremos nosotros nuestro
propio jurado; nos dictaremos nosotros mismos la sentencia que nos corresponde. Dios se reducirá a
certificar nuestro veredicto.

¿Qué es el juicio? Desde el punto de vista de Dios, el Juicio es un reconocimiento. Dos almas
aparecen ante la vista de Dios en ese segundo mismo de la muerte. Una se encuentra en estado de
gracia, la otra no. El Juez mira hacia el interior del alma en estado de gracia, y ve en ella un parecido
con su naturaleza divina, porque la gracia es una participación de la Naturaleza Divina.

Así como una madre reconoce a su hijo por medio del parecido natural, así también Dios reconoce a
sus propios hijos por el parecido de su naturaleza. Si somos nacidos de Él, Él lo sabe. Al ver en esa
alma su parecido, el Juez Soberano, Nuestro Señor y Salvador Jesucristo le dice: "Venid, benditos de
mi Padre. Os he enseñado a rezar el Padrenuestro. Soy el hijo Natural, vosotros sois Sus hijos
adoptivos. Venid al Reino que os he preparado desde toda la eternidad."

La otra alma, que no posee los rasgos de familia de la Trinidad, ni ningún parecido con ella,
encuentra en el Juez una recepción totalmente distinta. Así como una madre sabe que el hijo de una
vecina no es su hijo, porque no participa en nada de su naturaleza, así también Jesucristo, al ver el
alma pecadora que no participa de Su naturaleza, sólo puede decir esas palabras que significan el no
reconocimiento: "No te conozco", y es algo muy terrible no ser reconocido por Dios.

Tal es el juicio desde el punto de vista de Dios. Desde el punto de vista humano, es también un
reconocimiento, pero un reconocimiento de aptitud o ineptitud. Anuncian que en la puerta me espera
un visitante muy distinguido, pero estoy vestido con mis ropas de trabajo, tengo la cara y las manos
sucias. No estoy en condiciones de presentarme ante un personaje tan augusto, y por lo tanto me
niego a verlo hasta haber mejorado mi aspecto.

Un alma manchada por el pecado obra de una manera bastante similar cuando aparece frente al trono
augusto donde lo juzgará Dios. De un lado ve su Majestad, su Pureza, su Brillo, y del otro lado su
propia bajeza, su pecaminosidad, su indignidad. No discute ni suplica, no defiende su caso; ve, y del
fondo de su ser surge el propio veredicto: ¡Oh Señor, soy indigno!

El alma manchada con los pecados veniales se arroja por sí misma al purgatorio para lavar sus
vestiduras bautismales, pero el alma irremediablemente manchada, el alma muerta a la Vida Divina,
se arroja a sí misma en el infierno, con la misma naturalidad con que una piedra que levanto en mi
mano cae al suelo.

Tres destinos posibles nos esperan al morir:

El Infierno: Dolor sin Amor.

El Purgatorio: Dolor con Amor.

El Paraíso: Amor sin Dolor.

(Tomado de “Conozca la Religión”, Emecé Editores-Buenos Aires, pág. 123 y ss.)

FFE

Sea cual fuere nuestro credo de nacimiento, sin duda todos hemos observado la tremenda
disparidad de puntos de vista existente entre los que poseen la Fe Divina por la gracia de Dios,
y los que no la poseen. ¿Acaso no hemos advertido, al discutir los temas más importantes,
como el dolor, la aflicción, el pecado, la felicidad, el matrimonio, los niños, la educación, el
propósito de la vida y el sentido de la muerte, que el punto de vista católico se encuentra ahora
casi en el polo opuesto de lo que se llama el punto de vista moderno?

Los que poseen la fe, probablemente habrán sentido a menudo una sensación de impotencia
cuando discutían con los que carecen de fe, como si no hubiera un común denominador entre
unos y otros. Nosotros, y esas personas sin fe, parecemos vivir en mundos distintos. Uno se
siente impotente para penetrar en la mentalidad natural del moderno pagano que uno
encuentra por la calle. Es como hablarle de colores a un ciego. No usamos el mismo lenguaje.
Como los obreros de la torre de Babel, unos no se entienden con los otros.

No hace todavía muchos años, los que rechazaban muchas de las verdades cristianas eran
considerados como seres fuera de la sociedad; por ejemplo, los divorciados que volvían a
casarse, los ateos, los enemigos de la familia, o los que sostenían que la ley era un dictado de
la voluntad y no de la razón. Hoy somos nosotros los considerados fuera de la sociedad. Ellos
son los que la constituyen. El cristiano se encuentra hoy en la defensiva, por el mero motivo de
constituir una excepción.

La claridad de visión y de certeza de aquellos que poseen el don de la fe es a veces muy mal
comprendida aun por aquellos que poseen ese don. En consecuencia, los católicos se sienten a
veces impacientes ante los que no poseen fe, creyendo equivocadamente que el motivo que les
hace comprender tan claramente la verdad radica en su inteligencia innata, y el motivo que no
permite a su vecino comprender esa verdad depende de su estupidez, o de su obstinación. La
fe, debernos recordarlo, no se debe en absoluto a nuestra inteligencia, y la falta de fe no se
debe tampoco a la ignorancia del que carece de ella. La fe es solamente un don de Dios.
“Porque carne y sangre, no te lo reveló sino mi Padre celestial” (Mateo 16-17).

¿Acaso los que no tienen fe pueden dejar de considerar como completamente absurdos y
supersticiosos los juicios, la filosofía de la vida y el punto de vista de los que viven por la fe? No
pueden, por ejemplo, dejar de pensar que un católico ha abjurado tanto de su libertad como de
su corazón, al obedecer las leyes de la Iglesia, y al aceptar la verdad de Cristo en su Iglesia.

Ese juicio, por lo tanto, se parece mucho al de aquel que mira las ventanas de una iglesia
desde afuera, y observa que constituyen una confusión sin sentido de rayas de plomo y de
colores mates. Pero una vez dentro de la iglesia, los trazos de plomo se disipan, y el vitral se
revela vibrante de color y de vida. Del mismo modo, la Iglesia puede parecer desconcertante a
aquellos que están fuera de ella, pero una vez que uno entra en ella, descubre su orden y su
armonía y una “belleza que hace de toda otra belleza un dolor”.

El mundo de hoy parece mucho más unificado en su negación de cualquier fe, que en su
aceptación. La vieja generación podía darnos por lo menos diez razones para sus creencias
equivocadas, por ejemplo su fe en el materialismo; pero el hombre moderno ni siquiera puede
dar una mala razón para apoyar su incredulidad total.

Es cierto, aunque resulte asombroso, que hoy día hay mucho más en común entre un cristiano
en estado de gracia y un chino, o un judío ortodoxo, o un mahometano, que entre el verdadero
cristiano y el término medio de lo que se llama cristiano, tal como lo podemos encontrar en un
night-club o también sentado a la mesa de nuestro vecino.

Cuando el cristiano habla de Dios, el chino o el judío ortodoxo o el mahometano pueden


comprenden porque también ellos creen que Dios es el Soberano y el Juez de todos los
hombres. Pero para el pagano ordinario, que cree que el hombre proviene de las bestias, y que
por lo tanto debe obrar como tal, todo lo que se diga de Dios no es más que un vano sinsentido
y una estupidez senil. La notable confirmación de esta circunstancia es el hecho comprobado de
que frente a las cruzadas contra Dios, que tuvieron lugar en Rusia, los cristianos, los judíos y
los musulmanes presentaron un frente común.

¿Por qué existe esa diferencia entre los que poseen la fe y los que no la poseen? Se debe al hecho de
que el alma en estado de gracia posee el intelecto iluminado, lo que le permite percibir muchas
verdades nuevas, que de otro modo se encontrarían fuera de su alcance. La gracia divina
sobrenaturaliza lo que nos hace humanos, es decir, nuestra inteligencia y nuestra voluntad, dándoles
el poder de una actividad más elevada. El intelecto sigue conociendo la verdad, pero por intermedio
de la gracia que opera en él en forma de fe conoce verdades más altas que las de la razón. La
voluntad humana, del mismo modo, conserva su amor al bien, pero por intermedio de la gracia que
ella opera puede ahora confiar más en Dios o amarlo más que cuando sus esfuerzos carecen de
ayuda.
Virtudes
Facultad Acción Objeto
Teologales

Alma Intelecto Fe Creer Dios

Voluntad Esperanza Esperar Dios

Caridad Amar Dios

Poseemos exactamente los mismos ojos de noche que de día, pero de noche no podemos ver,
porque nos falta la luz adicional del sol. Del mismo modo, cuando dos mentes que poseen
exactamente la misma educación, las mismas capacidades mentales y el mismo juicio
contemplan una Hostia glorificada en el altar, una ve el pan, y la otra ve a Cristo, no por
supuesto con los ojos de la carne, sino con los ojos de la fe. Si ambas contemplan la muerte,
una ve el final de una entidad biológica, y la otra el hecho de que una criatura inmortal es
juzgada por Dios según cómo empleó su libertad. La razón para esta diferencia es una sola:
uno posee una luz que al otro le falta, es decir, la luz de la fe.

Esta luz de la fe obra sobre los problemas humanos en cierto modo como los rayos X. Uno mira
una caja, con la vista normal, y parece ser de madera y de lata, envuelta en un papel barato;
por lo tanto, no tiene gran valor. Pero uno la mira después con los rayos X y ve que el
contenido de la caja es una cantidad de diamantes y rubíes. Del mismo modo, los que viven
solamente por la luz de la razón contemplan su cuerpo enfermo y febril y piensan que el dolor
es tan poco valioso como una maldición. Pero la mente dotada de esa luz extraordinaria de la fe
atraviesa con su mirada el dolor, y para ella es un medio de reparar el pecado, o una piedra
que lo eleva más cerca de la gran unidad con Su Maestro, para quien “la vida hizo el amor, y el
amor hizo el dolor, y el dolor hizo la muerte”.

Si no poseemos la luz de la fe, podemos ser muy educados, instruidos, pero ¿acaso podríamos
coordinar nuestros conocimientos en una filosofía unificada de la vida? ¿Acaso nuestra
psicología concuerda con nuestra ética? ¿Acaso nuestro énfasis en la dignidad del hombre con
cuerda con nuestra negación de su alma? ¿No es más bien nuestra alma como una linterna
japonesa aplastada, un conjunto de colores sin orden ni propósito? Lo que necesitamos es
encender en medio de ella la lámpara de la fe, para poder ver como las diferentes líneas del
conocimiento se organizan en un dibujo absorbente que nos conduce a Dios.

La instrucción no es la condición necesaria para recibir esa luz adicional de la fe, aunque una
persona instruida la comprende mejor que una no instruida. Como la luz de la fe proviene de
Dios y no de nosotros, no podemos suministrarla nosotros, así como no podemos restaurar la
vista a los ojos ciegos. Para ser un verdadero cristiano, por lo tanto, no se requiere ninguna
instrucción. Es una instrucción en sí.

Un niñito que en este momento le diga a una hermana en una escuela que Dios lo ha creado,
que ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios, y ser feliz con Él en el otro mundo, sabe
más y está más profundamente instruido que todos los profesores que puedan encontrarse en
el país, por más que hablen de la nueva moral que concuerda con la vida inmoral; hombres que
niegan toda moralidad para sostener sus ideas inmorales, pero que no saben, por lo tanto, que
más allá del tiempo se encuentra lo intemporal, que más allá del espacio se encuentra lo no
espacial, el Señor Infinito y Amo del Universo.

No es extraño que Nuestro Señor haya rezado: “Yo te alabo, oh Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque has mantenido estas cosas escondidas a los sabios y a los prudentes, y las has
revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así le plugo a ti” (Lucas 10, 21). Después San Pablo
distinguió claramente entre esos dos tipos de sabiduría: la falsa sabiduría que utiliza la razón
para negar al Dios que le dio la razón, y la alta sabiduría nacida de la gracia de Dios: “Porque la
‘insensatez' de Dios es más sabia que los hombres, y la debilidad de Dios es más fuerte que los
hombres” (I Corintios 1, 25).

Por eso, aquellos que viven bajo la luz más alta de la fe insisten tanto en la educación religiosa,
porque, después de todo, si uno no sabe por qué vive; no hay necesidad de vivir. Hay muchos
que sugieren que no habría que iniciar la instrucción religiosa hasta que el niño sea
suficientemente crecido para “decidir por su cuenta”. Por lo tanto, para estar de acuerdo con
este razonamiento, también tendrían que sugerir que los niños que se encuentran en los
barrios más míseros no sean trasladados a un ambiente mejor hasta que tengan la edad
suficiente para decidir por su cuenta. Por desdicha, cuando llega ese momento, el niño ya se ha
vuelto tuberculoso. ¿Por qué no sostener también que ningún niño debe ser traído al mundo
hasta que tenga la edad suficiente para decidir quiénes serán sus padres, a qué clase
económica desea pertenecer, a qué código desea suscribirse, o también hasta el momento en
que pueda decidir si realmente desea venir al mundo?

Aunque la fe es un don de Dios, y aunque Dios se lo dará a los que se lo piden, hay un
obstáculo muy humano en muchas mentes, que les impide recibir ese don, y es obstáculo es el
Orgullo . El orgullo es el pecado más común de la mente moderna, y sin embargo es aquel del
cual se siente menos consciente la mente moderna. Hemos oído decir a muchas personas:

“Me gusta demasiado el alcohol”, o “Tengo muy mal genio”, pero ¿alguna vez hemos oído decir
a alguien: “Soy demasiado presuntuoso?”

El orgullo es la exaltación de la propia persona hasta considerarla una norma absoluta de


verdad, bondad y moralidad. Consiste en juzgar todo de acuerdo con uno mismo, y por ese
motivo todos los demás se vuelven rivales, especialmente Dios. Si yo sé todo, entonces ni
siquiera Dios puede enseñarme nada. Si estoy lleno de mí mismo, no hay lugar en mí para
Dios. Como en las posadas de Belén, respondemos al Divino Visitante: “No hay lugar.”

El orgullo es de dos clases: o es el orgullo de la omnisciencia, o es el orgullo de la nesciencia. El


orgullo de la omnisciencia trata de convencer al vecino de que uno sabe todo; el nuevo orgullo
de la nesciencia trata de convencer al vecino de que no sabe nada. Esta última es la técnica
usada por los estudiantes de las universidades, que se enorgullecen del hecho de que el
hombre no pueda saber nada. Por lo tanto, dudan de todo, y de esto se sienten muy seguros.
Parecen olvidar que dudar de todo es imposible, porque la duda es una sombra, y la sombra no
puede existir sin una luz.

Si el orgullo es el gran obstáculo humano en el camino de la fe, se deduce que, del lado
humano, la condición esencial para recibir la gracia de la fe es la humildad. La humildad no es
una subestimación de lo que somos, sino la verdad sencilla y no adulterada. Un hombre que
mide un metro ochenta no es humilde si nos dice: “No, en realidad solamente mido un metro
sesenta.”

Si ocurriera que en un momento dado de nuestra vida reconociéramos que no sabemos todo, o
dijéramos: “Oh, qué necio soy”, en ese momento se crearía un vacío que podría ser llenado por
la gracia de Dios. Antes de aceptar el don de la fe, puede haber un momento en que nos
parezca que estamos renunciando a la razón; pero es sólo una apariencia; no es una realidad.

Nuestros ojos contemplan constantemente la luz.

A cada instante parpadean, es decir, se sumergen en una oscuridad temporaria. En realidad, el


parpadeo es la condición para la visión correcta. Del mismo modo se encuentra la razón frente
a la fe. Llega un momento en la conversión en que parpadeamos ante la razón, es decir,
dudamos de su capacidad de conocer todo, y afirmamos entonces que Dios podría iluminarnos.
Entonces recibimos el don de la fe. Una vez que lo hemos recibido, descubrimos que en vez de
haber destruido la razón, la hemos perfeccionado. La fe se vuelve entonces con respecto a la
razón como un telescopio lo es con respecto al ojo; abre nuevos campos de visión y nuevos
mundos que antes nos estaban ocultos y desconocidos.

No hay que pensar tampoco que uno pierde su libertad al aceptar la fe. Hace algunos años
recibí una carta de un oyente radial, que me decía: “Supongo que desde su primera infancia
usted habrá vivido rodeado de curas y monjas que no le permitieron nunca pensar por su
cuenta. ¿Por qué no se libera del yugo de Roma y empieza a ser libre?”

Le contesté así: “En el centro del mar había una isla, donde los niños jugaban y bailaban y
cantaban. Alrededor de esa isla se alzaban unos grandes muros, que habían resistido durante
siglos. Un día, llegaron algunos hombres desconocidos a la isla, en botes de remo, y les dijeron
a los niños: ¿Por qué habéis levantado esos muros? ¿No veis que destruyen vuestra libertad?
Derribadlos.

“Entonces los niños derribaron los muros. Ahora, si uno va a esa isla, encontrará a todos los
niños acurrucados juntos, en el centro de la isla, porque temen jugar, temen cantar, temen
bailar; temen caerse al mar.”

La fe no es un dique que impida el fluir del río de la razón y del pensamiento; es un embalse a
compuerta, que impide que la sinrazón inunde los campos. Nuestros sentidos fueron creados
por Dios para que la razón los perfeccionara. Por eso un hombre que pierde deliberadamente la
razón embriagándose ya no ve tan bien como un animal ni se porta tan bien como un animal.
Decimos de él: “Ha perdido el sentido.»

Una vez que los sentidos han sido privados de la razón que es su perfección, ya no funcionan ni
siquiera a la altura de los sentidos de un animal. Del mismo modo, una vez que la razón
humana ha perdido la fe, que es la perfección que Dios quiso darle, la razón no funciona tan
bien como lo hacía cuando contaba con la ayuda de la fe. Por eso la razón sola no puede
salvarnos de la confusión en que vivimos hoy. Por sí y de por sí, no puede funcionar
suficientemente bien para resolver los problemas creados por la pérdida de la fe y por el mal
uso de la razón y del pecado.

Son importantes las características siguientes de la fe:

1º. La fe no consiste en creer que algo va a ocurrir, ni tampoco en la aceptación de lo que se


opone a la razón, ni tampoco es un reconocimiento intelectual dado por el hombre a lo que no
entiende o que su razón no puede demostrar, por ejemplo, la relatividad. La fe es la aceptación
de una verdad, ante la autoridad de la revelación Divina.

La fe es, por lo tanto, una virtud sobrenatural inspirada y asistida por la gracia de Dios;
creemos verdaderas las cosas que Él nos reveló, no porque la verdad de esas cosas sea
claramente evidente para la razón en sí, sino porque las apoya la autoridad de Dios, que no
puede ni engañar ni ser engañada.

Antes de la fe, uno efectúa una investigación por la razón. Así como ningún negociante nos
daría crédito sin algún motivo que lo indujera a hacerlo, tampoco se espera que pongamos
nuestra fe en alguien sin motivo. Antes de poseer la fe, hay que estudiar los motivos por los
cuales creeremos; por ejemplo, ¿por qué pondremos nuestra fe en Cristo?

Nuestra razón investiga los milagros que Él realizó, las profecías que lo preanunciaron y la
concordancia de su enseñanza con nuestra razón. Estos constituyen los preámbulos de la fe,
gracias a los cuales nos formamos un juicio de credibilidad: “Esta verdad, que Cristo es el Hijo
de Dios, es digna de ser creída. “Pasando luego a lo práctico, agregamos: “Debo creerla”.
De allí en adelante damos nuestro consentimiento y nuestro asentimiento: “Creo que es el Hijo
de Dios, y por lo tanto, cualquier cosa que nos haya revelado la aceptaré como la Verdad de
Dios.” El motivo de nuestro asentimiento dentro de la fe es siempre la autoridad de Dios, que
nos dice que esa cosa es cierta. No creeríamos, a menos que comprendiéramos que debemos
creer.

Creemos en las verdades de la razón porque presentan una evidencia intrínseca; creemos en
las verdades de Dios porque presentan una verdad extrínseca. Uno cree que el sol dista tantos
kilómetros o miles de kilómetros de la tierra, aunque no hayamos medido nunca la distancia;
creemos que Moscú es la capital de Rusia, aunque nunca la hayamos visto. Del mismo modo
aceptamos las Verdades del Cristianismo por la autoridad de la Revelación de Dios, por
intermedio de su Hijo Jesucristo, Nuestro Señor.

La fe, por lo tanto, no es nunca ciega. Como nuestra razón depende de la Razón increada o
Divina Verdad, se deduce que nuestra razón debe inclinarse ante lo que Dios nos revela. Ahora
creemos, no a causa de los argumentos, que sólo fueron un preliminar necesario. Creemos
porque Dios lo dijo. La antorcha brilla con su brillo propio.

La naturaleza del acto de fe fue revelada por la actitud de Nuestro Señor ante los fariseos
incrédulos. Habían visto milagros realizados y profecías cumplidas. No les faltaban motivos para
creer. Pero seguían decididos a no creer. Nuestro Señor llevó a un niñito ante su presencia, y
les dijo: “En verdad, os digo, quien no recibe el reino de Dios como un niño, no entrará en él”
(Marcos 10, 15).

Con esto quiso decir que el acto de fe tiene más en común con la fe ciega de un niño en su
madre, que con el asentimiento del crítico. El niño cree lo que su madre le dice, porque lo dijo
ella, nada más. Su fe es un homenaje, sencillo y confiado, que le rinde a ella.

Cuando el cristiano tiene fe, la tiene no porque en el fondo de su conciencia recuerde los
milagros de Cristo, sino a causa de la autoridad que para él representa Aquel que no puede ni
engañar ni ser engañado. “Si aceptamos el testimonio de los hombres, mayor es el testimonio
de Dios porque testimonio de Dios es éste: que Él mismo testificó acerca de Su Hijo. Quien cree
en el Hijo de Dios, tiene en sí el testimonio de Dios; quien no cree a Dios, le declara mentiroso,
porque no ha creído en el testimonio que Dios ha dado de Su Hijo” (I Juan, 5, 9-l0).

2º. No podemos llegar a la fe por la discusión, o el estudio, o la razón, o el hipnotismo, La fe es


un don de Dios. Cuando alguien nos instruye en la doctrina cristiana, no nos da la fe. Es
solamente un agricultor espiritual, que ata el terreno de nuestra alma, arranca algunas hierbas
malas y rompe los terrones del egoísmo. Dios arrojará la semilla. “Porque habéis sido salvados
gratuitamente por medio de, la fe; y esto no viene de vosotros: es el don de Dios” (Efesios 2,
8).

Si la fe fuera el deseo de creer, podríamos llegar a la fe por un acto de voluntad. Pero lo único
que podemos hacer es disponernos a la recepción de la fe de manos de Dios. Así como un palo
seco está mejor dispuesto para el fuego que un palo mojado, así el hombre humilde está más
dispuesto a la fe que el que cree saberla todo. En cualquier caso, así corno en el fuego que
arderá la leña debe provenir de afuera, así la fe debe provenir de afuera, es decir de Dios.

Cuando tratamos de aclararnos todo mediante la razón, de algún modo sólo conseguimos
confundirnos aún más. Una vez que uno introduce un solo misterio, todo lo demás se vuelve
más claro a la luz de misterio. El sol es el “misterio” en el universo; es tan brillante que no
podemos mirarlo; no podemos “verlo”. Pero a la luz del sol, todo se vuelve claro. Como dijo
una vez Chesterton: “Es cierto que podemos ver la luna y; las cosas a la luz de la luna, pero la
luna es la madre de los lunáticos”.
3º. La fe es única y vital. No hay más de una fe. Solamente hay una: “Uno el Señor, una la fe,
uno el bautismo” (Efesios 4, 5). Entre todos los millones y millones de hombres que pisaron
esta tierra, sólo hubo Uno que fue el Señor Encarnado; de los millones de luminarias del cielo,
sólo hay un sol que ilumine este mundo. “Sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”, no mis
Iglesias.

La fe es como la vida; hay que aceptarla entera. Dos madres aparecieron ante la corte de
Salomón. Ambas reclamaron que un niño era el suyo. Salomón dijo que dividiría al niño y dan a
la mitad a cada litigante. Una de las mujeres protestó y dijo: “Que le den a ella el niño. “El
sabio Salomón decidió entonces que el niño pertenecía a la mujer que había protestado, porque
ella era la madre verdadera. La Iglesia es así: insiste en laVerdad entera.

Por lo tanto, uno no puede empezar a elegir entre las palabras del Bendito Señor y decir:
Aceptaré el Sermón la Montaña pero no lo que dice sobre el Infierno. O si no: Creo en su
doctrina de maternidad, pero no puedo aceptar su enseñanza de que es ilegal que un hombre y
una mujer vuelvan a casarse. Las verdades de Dios son como el niño de la parábola; o el niño
entero, o nada.

Toda religión en el mundo, sea cual fuere, contiene algún reflejo de una Verdad Eterna. Toda
filosofía, toda religión, toda secta contiene un arco del círculo perfecto de la Verdad Natural y
Revelada. El confucionismo contiene la fracción de la hermandad; el ascetismo hindú contiene
la fracción del abandono de sí mismo; toda secta humana contiene un aspecto de la Verdad de
Cristo.

Por eso al dirigirnos a los que no poseen la fe, no hay que empezar por señalarles sus errores,
sino más bien la fracción de verdad que poseen en común con la totalidad de la Verdad. En vez
de decirle al discípulo de Confucio: “Se equivoca al ignorar la Paternidad de Dios”, habría que
decirle: “Usted tiene razón al insistir en la fraternidad, pero para que esa fraternidad sea
perfecta se requiere la Paternidad de Dios y la Filiación de Cristo y la Unidad vivificante del
Espíritu Santo”.

Del mismo modo hay que proceder con toda religión y secta del mundo. Hoy hay muchos
hombres que se mueren de hambre. No hay ninguna necesidad de ir a decirles: “No coman
venenos; les causará la muerte.” Lo único que hace falta es darles pan. En la religión, del
mismo modo, se insiste demasiado en los errores de los no creyentes, y no se insiste bastante
en la afirmación de la Verdad por los creyentes. Repartamos el pan de la afirmación y de la
enseñanza, y la gracia de Dios hará el resto.

Ésta es la gran belleza de la Fe católica; su sentido de la proporción, o del equilibrio, o por así
decir, su sentido del humor. No se ocupa del problema de la muerte con exclusión del pecado,
ni del problema del dolor con exclusión de la materia, ni del problema del pecado con exclusión
de la libertad humana, ni del uso social de la propiedad con exclusión del derecho personal; ni
la realidad del cuerpo y el sexo, con exclusión del alma y de su función, ni la realidad de la
materia, con exclusión del Espíritu.

No permite nunca que una doctrina nos maree, como un licor cuando se lo bebe con el
estómago vacío. Mantiene el equilibrio, porque la verdad es cosa precaria. Como las grandes
rocas de los Alpes, hay mil ángulos que provocarían su caída, pero hay uno sólo que les
permite mantenerse en equilibrio.

Es muy fácil ser reaccionario en este siglo, así como era fácil ser liberal en el siglo anterior; es
fácil ser materialista hoy día, así como era fácil ser idealista en el siglo pasado; pero mantener
la sensatez en medio de esas modas cambiantes, de tal manera que uno tenga razón no
cuando el mundo tiene razón, sino cuando el mundo no tiene razón, es la emoción del que anda
sobre la cuerda floja, la emoción del gran romance de la ortodoxia.
4º. La aceptación de la plenitud de la Verdad tendrá el desdichado efecto de hacer que el
mundo odie a la persona que la haya aceptado. Olvidemos por un instante la historia de la
cristiandad y el hecho de que Cristo haya existido. Supongamos que apareciera en este mundo
de hoy una persona que pretendiera ser la Verdad Divina y que no dijera “Enseñaré la Verdad»,
sino que dijera “Soy la Verdad”. Supongamos que diera prueba, por sus obras, de la verdad de
su declaración. Sabiendo como somos todos, con nuestra tendencia al relativismo, a la
indiferencia y a la confusión del bien con el mal, ¿cómo reaccionaríamos ante esa Divina
Verdad? Con odio, con desconfianza, con reproches; acusándola de intolerancia, de estrechez
de miras, de hipocresía, y terminaríamos por crucificarla.

Eso es lo que ocurrió con Cristo. Eso es lo que Nuestro Señor dijo que ocurriría a los que
aceptaban Su Verdad: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyos; pero como vosotros no
sois del mundo -porque yo os he entresacado del mundo- el mundo os odia”.

Acordaos de esta palabra que os dije: “No es el siervo más grande que su Señor. Si me
persiguieron a M también os perseguirán a vosotros; si observaron mi palabra, observarán
también la vuestra” (Juan 15, 19-20).

Por lo tanto, creo que si la gracia de Dios no me diera la plenitud de la Verdad, y yo la buscara,
empezaría mi busca recorriendo el mundo para encontrar una Iglesia que no estuviera de
acuerdo con el m del mundo. Si esa Iglesia fuera acusada de innumerables mentiras, si fuera
odiada porque se negaba a un compromiso, si fuera ridiculizada porque se negaba a
acomodarse a los tiempos y no a la eternidad, entonces yo sospecharía que si es odiada por lo
malo del mundo, ha de ser por lo tanto buena y santa; y si es buena y santa, sin duda ha de
ser Divina. Y me sentaría junto a sus manantiales y comenzaría a beber las Aguas de la vida
eterna.

¿Qué ventajas nos ofrece la fe?

A. Preserva nuestra libertad. Todavía vivimos en un mundo en que se permiten las preguntas.
A menos que uno trate de edificar algún tipo de resistencia ante la propaganda organizada que
cada vez se concentra más y más en manos de reaccionarios y comunistas, llegaremos a ser
víctimas de su ley y de su autoridad cuya finalidad misma es la extinción de la libertad.

Nuestro Santo Señor dijo que “la verdad nos hará libres”. Invirtiendo el sentido de sus
palabras, diremos que si no conocemos la Verdad, seremos esclavos. Si uno no sabe la verdad
sobre la suma o la resta, es probable que no esté en libertad de llevar los libros de su negocio;
si uno no sabe que las cebras tienen rayas, es probable que no tenga la libertad de dibujarlas.
Si uno desconoce la verdad sobre la naturaleza del hombre, es probable que no tenga la
libertad suficiente para obrar como un hombre.

Por eso, a medida que los hombres se vuelven indiferentes ante el mal y el bien, el desorden y
el caos aumentan, y el Estado se entromete para organizar el caos por la fuerza. Así surgen las
dictaduras. Tal es la esencia del Socialismo, la organización compulsiva del caos.

Por eso la Iglesia se encuentra hoy día en plena simpatía con la multitud de personas que,
agitadas por la guerra, al principio vaga, pero luego ineludiblemente, consideran que si hubiera
existido una posibilidad de censurar y corregir los actos de las autoridades públicas, el mundo
no se habría visto arrastrado a la guerra.

Por lo tanto, una democracia que merezca ese nombre no puede tener otro significado que
colocar cada vez más al ciudadano en posición de defender sus propias opiniones personales,
de expresarlas y hasta de hacerlas prevalecer para el bien común.
B. La fe puede contestar los problemas principales de nuestra vida: ¿Por qué? ¿De dónde?
¿Adónde? Si carecemos de fe, somos como los que han perdido la memoria y están encerrados
con llave en un cuarto oscuro, esperando a que la memoria vuelva a ellos. Uno puede hacer mil
cosas en esa situación: garabatear en el empapelado de las paredes, grabar sus iniciales en el
piso y pintar el cielo raso. Pero si uno quiere llegar a saber alguna vez por qué está allí, y
adónde va, tendrá que agrandar su mundo, más allá del espacio y del tiempo. Ese cuarto tiene
una puerta de salida. La razón “puede descubrirla. Pero la razón no puede crear la luz que
inunda la habitación, ni tampoco el nuevo mundo en que uno se mueve, lleno de carteles
señaladores que indican el camino a la Ciudad de la Paz y de la Eterna Beatitud junto a Dios.

C. La fe agranda nuestro conocimiento, porque hay muchas verdades más allá. del poder de la
razón. Uno puede mirar un cuadro y de él aprender algo de la técnica del artista, su destreza y
su talento; pero uno puede seguir mirándolo hasta el final de los tiempos sin poder llegar jamás
a conocer los pensamientos más íntimos del artista. Si uno quisiera conocerlos, él tendría que
revelárnoslos. Del mismo modo, podemos saber algo de la potestad y la sabiduría de Dios
observando Su universo, pero no podremos conocer nunca Sus pensamientos y Su vida a
menos que Él nos los revelara. Ese explicarnos Su vida íntima es lo que se llama Revelación.
¿Por qué seguir diciendo: “Soy el único juez; soy el único que puede decidir lo que es cierto y lo
que no lo es? “ Esas afirmaciones nos recuerdan a un turista que pasando por uno de los
museos de Florencia le dijo al guía: “Estos cuadros no me parecen gran cosa”. A lo cual
contestó el guía: “Estos cuadros no están aquí para que usted los juzgue; están más bien para
juzgarlo”. Del mismo modo, nuestro rechazo de las verdades que se encuentran más allá de
nuestra razón es el que juzga nuestra humildad, nuestro amor a la verdad y nuestra sabiduría.

D. La fe preservará nuestra calidad. ¿No hemos acaso advertido que cuando un hombre cesa de
creer en Dios, también cesa de creer en el hombre? ¿No hemos observado que si hemos
trabajado para una persona o con ella, y esa persona tenía una fe profunda en Cristo, siempre
nos ha tratado con gentileza, con ecuanimidad y con caridad? Uno no podría señalar a una sola
persona que ame realmente a Dios y que sea mezquina con sus congéneres. ¿No hemos acaso
advertido que cuando los hombres pierden la fe en Dios se vuelven egoístas, inmorales y
crueles? En una escala cósmica, a medida que la religión disminuye, aumenta la tiranía; a
medida que los hombres pierden la fe en la Divinidad, pierden la fe en la humanidad. Donde
Dios está fuera de la ley, allí el hombre es sojuzgado por la ley.

En vano buscará el mundo la igualdad, mientras no haya visto a los hombres con los ojos de la
fe. La fe nos enseña que todos los hombres, por pobres que sean, o ignorantes, o inválidos; por
incapacitados que sean, o feos, o degradados, todos ellos llevan dentro de sí la imagen de Dios,
y han sido comprados por la sangre preciosa de Jesucristo. Cuando esa verdad es olvidada, los
hombres son apreciados solamente por lo que pueden hacer, no porque son hombres.

Teniendo en cuenta que los hombres no pueden hacer todos las mismas cosas igualmente bien,
por ejemplo tocar el violín, o manejar un avión, o enseñar filosofía, o hacer andar una
locomotora, se deduce que son y seguirán siendo siempre desiguales. Desde el punto de vista
cristiano, quizá no tengan los mismos derechos a realizar ciertos trabajos; por ejemplo,
Toscanini no podía tener el derecho de jugar en un cuadro de fútbol, pero sí todos los hombres
tienen el derecho de vivir una vida decente, cómoda y llena de sentido dentro de la estructura
de la comunidad, para la cual Dios los ha adecuado; ante todo, porque son personas hachas a
imagen y semejanza de Dios.

La falsa idea de la superioridad de ciertas razas se debe al olvido de que las bases de la
igualdad son espirituales. Nosotros, los que pertenecemos al mundo occidental, no hemos
sentido justificadamente orgullosos de poseer una civilización superior a la de los demás
pueblos. Pero nos hemos atribuido un motivo erróneo para esa superioridad. Suponemos que
somos superiores porque somos blancos. No lo somos.. Somos superiores porque somos
cristianos. En el momento mismo en que cesamos de ser cristianos, volvemos a la barbarie de
donde provenimos. Del mismo modo, si las razas negras, cobrizas y amarillas del mundo se
convierten a la fe de Cristo, producirán una civilización y una cultura que sobrepasará la
nuestra si olvidamos a Aquel que nos hizo verdaderamente grandes. Es concebible que, si
pudiéramos proyectamos unos mil años hacia el porvenir, descubriéramos que en China se
registró una civilización cristiana capaz de hacernos olvidar las catedrales de Notre-Dame y de
Chartres.

E. Finalmente, la fe nos permitirá poseer la “Mente de Cristo”. “Tened en vuestros corazones


los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús” (Filip. 2, 5). Aunque debemos meditar en la
vida, terrenal de Nuestro Señor, no debemos permitir que nuestra mente e dedique
exclusivamente a los acontecimientos pasados, porque gracias a la fe nuestra mente se eleva
por sobre lo temporal y lo contemporáneo, hasta la mente eterna de Cristo.

Todo en el universo concuerda con el ritmo superior del Esquema Divino, negado a los ojos
mortales. De ahora en adelante, cesemos de buscar a Dios en las criaturas y empecemos a ver
las criaturas en Dios, por lo tanto, a ver, que todas son de valor y dignas de nuestro amor.
Dentro de los infinitos deberes y obligaciones de la vida moderna no haremos nada que no
podamos ofrecer a Dios como una plegaria; veremos que la santidad personal tiene, más
influencia sobre la sociedad que la acción social; nuestro sentido de los valores cambiará.

Pensaremos menos en lo que podemos almacenar, y más en lo que podemos llevarnos con
nosotros cuando muramos. Nuestras rebeldías cederán el paso a la resignación. Nuestra
tendencia al desaliento, que se debía al orgullo, se volverá uní razón adicional para arrojarnos
como niños lastimados en los brazos amantes de nuestro Padre. Cesaremos de ser
aislacionistas y comenzaremos a recibir fuerzas de la comunidad de los santos y del Cuerpo de
Cristo.

Pensaremos en el amor de Dios no como en un paternalismo emotivo, sino como una


dedicación inalterable a la bondad, a la cual uno se somete aunque pueda herirnos en un
momento dado. Estaremos en paz, no solamente cuando las cosas van como queremos, sino
también cuando van contra nuestra voluntad, porque cualquier cosa que suceda la aceptaremos
como la voluntad de Dios. Refrenaremos en nuestro interior todo deseo inmoderado, toda
esperanza presuntuosa toda condescendencia innoble hacia nosotros mismos, porque nos
cierran el camino a Él, que es nuestro Camino, nuestra Verdad, y nuestra Vida.

Diremos con Pablo en la fuerza de una gran fe: “Porque persuadido estoy de que ni la muerte,
ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni cosas presentes, ni cosas futuras, ni potestades, ni
altura, ni profundidad, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios, que está en
Cristo Jesús nuestro Señor” (Rom. 8, 8).

(Mons. Fulton J. Sheen, Conozca la religión , Emecé Editores, 2ª Ed., Bs. As., 1958, Pág. 165-
187)

CCARIDAD

Nuestro mayor enemigo no se encuentra fuera del país, sino dentro, y ese enemigo es el odio;
el odio de las razas, de las nacionalidades, de las clases y de las religiones. Si nuestra
civilización muere alguna vez, no será por conquista, sino por suicidio.

Es consolador saber que se hacen algunas tentativas para curar esas heridas del odio. Las
principales entre estas tentativas son: las campañas de tolerancia; por la sustitución de nuevos
odios, por ejemplo el nazismo, por la violenta acusación de ciertos grupos de miras demasiado
estrechas. Ninguno de estos remedios puede desarraigar el odio. Las campañas de tolerancia
no pueden hacerlo, ya que ¿por qué motivo habría que tolerar a ninguna criatura sobre esta
tierra de Dios? La sustitución de un odio por otro no da resultado, porque no pueden curarse
los odios pequeños con otros mayores.

El hecho de que nos hayamos unido más intensamente como nacionalidades, justo en el
momento en que alimentábamos un odio más intenso hacia las demás naciones, es mucho más
trágico de lo que parece. El hecho de llamar “imperialistas” a otros pueblos es una
demostración de que lo quisiéramos ser nosotros, porque en general atribuimos a los demás
nuestras faltas ocultas.

Quizá por eso algunos políticos dicen que los otros son “vendidos”. Proclaman su propia
inocencia, señalándonos el barro que mancha el escudo de sus vecinos. El hecho de insultar a
los demás es una mera racionalización de nuestras propias insinceridades, y especialmente
esos insultos que no han sido nunca bien definidos, como el de “fascista”. Es típico de esta
palabra el cuento de la niñita que, cuando le preguntaron por qué llamaba fascista a otra niñita,
contestó: “Yo llamo fascistas a todas las personas que no me gustan.” Quizá sea ésa la mejor
definición que se ha dado hasta ahora.

Todos esos remedios son ineficaces, porque nos dejan el corazón igual que antes, con toda su
inquietud oculta. El odio sólo puede eliminarse creando un nuevo foco, y eso que nos lleva a la
tercera de las virtudes, es decir, a la caridad.

Con caridad no queremos decir gentileza, filantropía, generosidad ni grandeza de corazón, sino
un don sobrenatural de Dios, por el cual nos es permitido amarlo sobre todas las cosas, por Él
mismo, y dentro de ese amor, amar todo lo que Él ama. Para aclarar un poco el concepto,
enunciaremos aquí las tres características principales de la caridad o amor sobrenatural: 1. Se
encuentra en la voluntad, no en las emociones. 2. Es una costumbre, no un hábito
espasmódico. 3. Es una relación de amor, no un contrato.

Primero: El amor sobrenatural se encuentra en la voluntad, no en las emociones, o las


pasiones, o los sentidos. En el amor humano, los sentimientos tienen su lugar pero a menos
que se subordinen a la razón, a la voluntad y a la fe, degeneran en lujuria, que no procura el
bien de la persona amada, sino el placer de aquel que ama.

Como la caridad se encuentra en la voluntad, podemos dirigirla, lo que no podemos hacer con
nuestros gustos o repugnancias naturales. Un niñito no puede dejar de encontrar atroz las
espinacas, así como otros por ejemplo no pueden tolerar el repollo ácido, y otros los pollos. Lo
mismo ocurre en nuestras relaciones con la gente. Uno no puede dejar de sentir una reacción
emotiva contra los egoístas, los sofisticados y los

groseros, o esos que se precipitan para apoderarse de los mejores lugares, o los que roncan
cuando duermen.

Aunque a uno no puede gustarle todo el mundo, porque no podemos controlar nuestras
reacciones psicológicas, podemos amar a todos en el sentido Divino, porque ese tipo de amor,
al encontrarse en la voluntad, puede ser ordenado o suscitado. Por eso se puede ordenar el
amor a Dios y el amor a nuestro vecino: ‘Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a
otros: para que, así, como yo os he amado, vosotros también os améis unos a otros” (Juan 13,
34).

Muy por encima del placer o del desagrado emotivo que nos producen ciertas personas puede
coexistir un amor genuino hacia ellas, por el amor de Dios. La caridad es una consecuencia, no
de algo que afecte nuestros sentidos humanos, sino de la fe Divina. Por fuera, nuestro vecino
puede ser muy desagradable; pero por dentro es uno con la imagen de Dios que puede ser
recreada por el beso de la caridad.
Uno puede solamente encontrar simpáticos a los que nos encuentran simpáticos a nosotros,
pero sí puede amar a los que nos encuentran antipáticos. Uno puede pasarse la vida
encontrando simpáticos a los que nos encuentran simpáticos, sin amarlos en Dios, pero uno no
puede amar a los que nos odian, sin el amor de Dios. El humanitarismo es suficiente para los
de nuestro grupo, o para aquellos que viven en su torre de marfil y desde allí hacen
excursiones a los barrios de los desdichados; pero no es suficiente para hacernos amar a
aquellos que al parecer no pueden ser amados. Querer ser amable cuando la emoción nos pide
no serlo requiere una dinámica más poderosa que el mero amor a la humanidad.

Para amarlos, debemos recordar que nosotros mismos, que no merecemos ser amados, somos
amados por el Amor. “Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿Los
mismos publicanos no hacen otro tanto? Y si no saludáis más que a vuestros hermanos, ¿qué
hacéis vosotros de particular? ¿No hacen otro tanto los gentiles? Sed, pues, vosotros perfectos
como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mateo 5, 46-48).

Segundo: La caridad no se identifica con los actos de generosidad. Hay una cantidad tremenda
de romanticismo sentimental, asociada con un exceso de generosidad humana. Recordemos
esa sensación de felicidad que asistimos al regalar el sobretodo al mendigo de la esquina, al
ayudar a subir las escaleras a un ciego o a cruzar la calle a una anciana; y al contribuir con un
billete a un fondo de ayuda para una viuda indigente. El calor de la propia aprobación nos
invade el cuerpo, y aunque no lo digamos nunca en voz alta, nos decimos interiormente: “Qué
buena persona soy”, o si no: “He cumplido con mi buena acción diaria.” Esas buenas acciones
no las reprochamos: las aprobamos.

Lo que desearnos recalcar con claridad es que nada ha hecho más daño a la cordialidad sana
que la creencia de que debemos hacer una buena acción por día. ¿Por qué una sola? ¿Y qué
decir de todas las demás acciones del día? La caridad es una costumbre, no es un acto aislado.
Un hombre y su mujer pasean en automóvil. Ven junto a la carretera a una joven rubia que
cambia un neumático a su coche. El hombre se detiene y la ayuda. ¿Lo habría hecho si la rubia
tuviera cincuenta años? Cambia el neumático, se ensucia la ropa, se corta un dedo, pero es
pura cortesía, dulzura excesiva y encanto personal. Cuando vuelve al automóvil, con el corazón
henchido por su buena acción, la mujer le dice: “Ojalá me hablaras con esa dulzura cuando te
pido que cortes el césped del jardín. Ayer, cuando te rogué que me entraras la botella de leche,
me contestaste: ‘ ¿Estás inválida?' “.

Allí está toda la diferencia entre un acto aislado y la costumbre. La caridad es una costumbre,
no una efusión o un sentimiento; es una virtud, no una cosa efímera, hecha de humores
momentáneos y de impulsos; es una cualidad del alma, más que una buena acción aislada.

¿Cómo juzgamos a un pianista? ¿Porque de vez en cuando da una nota bien tocada, o por la
costumbre o la virtud que tiene de dar todas las notas justas? El hombre generalmente malo,
de vez en cuando comete una buena acción. Los pistoleros daban fondos para sostener
orfanatos, y los productores de cinematógrafo los glorificaron. Pero ante los ojos de un
cristiano, eso no demostraba que fueran buenos.

Por su parte; un hombre bueno puede de vez en cuando ceder a la tentación, pero el mal es la
excepción en su vida, y en cambio es la regla en la vida del pistolero. Lo sepamos o no, los
actos de nuestra vida diaria fijan nuestro carácter, para mal o para bien. Las cosas que
hacemos, las cosas que pensamos, las palabras que decimos nos convierten poco a poco en un
santo o en un demonio, que será colocado a la derecha o a la izquierda del Juez Divino.

Si el amor de Dios y de nuestro vecino se convierten en una costumbre de nuestra alma,


vamos creando el Cielo dentro de nosotros. La diferencia entre la tierra y el cielo es la que hay
entre la bellota y el roble. La gracia es la semilla de la gloria. Pero si el odio y el mal se
convierten en el hábito de nuestra alma, entonces vamos creando el Infierno dentro de
nosotros. El Infierno se relaciona con nuestra vida malvada como la muerte con el veneno. En
el cielo no habrá fe, por que entonces veremos a Dios; en el cielo no habrá esperanza, porque
entonces poseeremos a Dios; pero sí habrá en el cielo caridad, porque “el amor dura para
siempre”.

Tercero: La caridad es una relación de amor y no un contrato comercial. Muchos piensan que la
religión es una especie de relación de negocios entre Dios y el alma, y que si le doy algo a Dios,
Él debería darme algo a mí; o piensan que, así como le debo veneración, por justicia natural,
así me debe Él en trueque la prosperidad.

Ésa es exactamente la actitud del fariseo que se presentó en la puerta del Templo y dijo a
Nuestro Señor que era un hombre honesto, que tenía una sola mujer y que daba el diez por
ciento de sus ganancias a la Iglesia. Creía que al hacer esas cosas colocaba a Dios en situación
de acreedor así como lo creen algunas personas de ahora cuando dicen: “No puedo comprender
cómo Dios pudo hacerme esto. Siempre rezo, todas las noches”, o si no: “Bueno, ya estoy a
mano con la religión, porque todos los años mando a la Iglesia un cheque.” En otras palabras,
quieren decir: “Yo hago mi parte, Señor; ahora, te toca a ti hacer la tuya.”

Si nuestra religión es de este tipo, significa que no tenemos religión. La religión es una relación,
no un contrato. Por lo tanto, no comienza con el hecho de hacer bien; comienza con una
relación sobrenatural entre Dios y nuestra alma y la de nuestro vecino. Una relación correcta
con Dios, iniciada por la gracia, nos inspirará a hacer cosas buenas; pero el hecho de hacer
cosas buenas no nos convierte en hijos de Dios.

Eric Gill dijo una vez que “un ladrón que ama a Dios es una persona más religiosa que un
hombre honesto que no ama a Dios”. Esta afirmación asombrosa tiene cierta verdad cuando
uno entiende de ella que la relación de amor con Dios puede hacer que el ladrón sea honesto,
pero que la honestidad en los negocios no establece una relación de amor con Dios.

La religión comienza con el amor. “Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y con toda tu
alma, y con toda tu fuerza y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo” (Lucas 10,
27). La palabra prójimo en este caso no se refiere solamente a aquel que está cerca de
nosotros, sino también a nuestro enemigo. Es concebible que pudiera ser también ambas
cosas, como lo implicó Nuestro Señor en la parábola del Buen Samaritano.

En palabras concretas, el mandamiento de la caridad significa que debemos amar a nuestro


enemigo tanto como nos amamos a nosotros mismos. ¿Eso querrá decir que debernos amar a
Hitler tanto como nos amamos a nosotros mismos, o al ladrón que nos robó los neumáticos, o a
la mujer que dijo que teníamos tantas arrugas que estábamos obligados a atornillarnos el
sombrero? Exactamente eso es lo que significa. Pero entonces, ¿cómo podemos amar a ese tipo
de enemigos tanto como nos amamos a nosotros mismos?

Bueno, para empezar, ¿cómo nos amamos a nosotros mismos? ¿Nos gusta nuestro aspecto? Si
nos gustara tanto no trataríamos de mejorarlo con arreglos. ¿Alguna vez quisimos ser otra
persona? ¿Por qué mentimos cuando nos preguntan nuestra edad? ¿Nos desagradan nuestras
manos groseras, nuestros hongos de los pies? ¿Alguna vez nos hemos odiado porque se nos
perdió la pelota de tenis o de golf? ¿Nos amamos cuando contamos chismes, cuando
destruimos la reputación de nuestros vecinos, cuando somos irritables o caprichosos?

En esos momentos, no nos amamos. Al mismo tiempo, nos amamos, en el fondo, y sabemos
que nos amamos. Cuando entramos en una habitación, invariablemente elegimos la silla más
cómoda, nos compramos ropas buenas, nos hacemos regalos agradables; cuando alguien dice
que somos inteligentes o hermosos, sentimos siempre que esa persona por lo menos sabe
juzgar. Pero cuando la gente dice que somos egoístas o malignos sentimos que no han
comprendido nuestro excelente carácter, y que tal vez esas personas son fascistas.
Por lo tanto, nos amamos, y sin embargo, no nos amamos. Lo que amamos en nosotros es la
persona que Dios ha creado, lo que odiamos en nosotros es esa persona, creada por Dios, que
hemos arruinado. Nos gusta el pecador, pero odiamos el pecado. Por eso, cuando hacemos
mal, pedimos que se nos dé otra oportunidad, o prometemos portarnos mejor en el porvenir, o
buscamos alguna excusa. Pero nunca negamos que haya esperanza.

Justamente de ese modo es como Nuestro Señor quiere que amemos a nuestros enemigos;
amarlos como nos amamos a nosotros mismos, amarlos en su calidad de pecadores; repudiar
todo lo que empaña la imagen divina, amar la imagen divina que se encuentra debajo de lo
empañado; nunca otorgándonos un derecho mayor al amor de Dios que el que tienen ellos, ya
que en el fondo de nuestro corazón sabemos muy bien que nadie podría merecer menos que
nosotros el amor de Dios. Y cuando vemos que reciben el justo pago de su crímenes, no
debemos alegrarnos por ello, sino decir: “Es lo que podría haberme pasado a mí, si no fuera
por la gracia del Señor.”

En este sentido debemos comprender las palabras de Nuestro Señor: “A vosotros, empero, los
que me escucháis, os digo: ‘Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian;
bendecid a los que os maldicen; y rogad por los que os calumnian. A quien te abofetea en la
mejilla, preséntale la otra; y al que te quite el manto no le impidas tomar también la túnica' “
(Lucas 6; 27-29). Es cristiano odiar el mal de los anticristianos, pero no sin rezar por esos
enemigos, para que puedan salvarse, ya que “Dios da la evidencia del amor con que nos ama,
por cuanto, siendo más pecadores, Crista murió por nosotros” (Romanos 5, 8).

Por lo tanto, si tenemos rencor contra alguien, debemos sobreponernos y hacerle un favor a
esa persona. Podemos empezar a gustar de la música clásica a fuerza de oírla; podemos
hacernos amigos de nuestros enemigos solamente por la práctica de la caridad. “A quien nos
abofetee en la mejilla derecha, debemos presentarle la otra”, porque eso mata el odio, lo hace
morir hasta en su último germen.

Nuestros conocimientos se volverán anticuados; nuestras estadísticas serán antiguas dentro de


un mes; las teorías que aprendimos en la escuela ya son anticuadas, en realidad. Pero el amor
no se vuelve nunca anticuado. Debemos, por lo tanto, amar todas las cosas y a todas las
personas en Dios.

Mientras haya pobres, somos pobres.


Mientras haya cárceles, somos prisioneros.
Mientras haya enfermos, estamos débiles.
Mientras haya ignorancia, debemos aprender la verdad.
Mientras haya odio, debemos amar.
Mientras haya hambre, padecemos carencia.

Tal es la identificación que Nuestro Divino Señor quiere que logremos con todos los que Él hizo
en amor y con amor y para el amor. Donde no encontramos amor, debemos ponerlo. Porque
entonces todos son amables. No hay nada en el mundo mejor calculado para inspirar amor
hacia los demás, que esta Visión de Cristo en nuestros congéneres: “Porque tuve hambre, y me
disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba
desnudo, y me vestisteis; estaba enfermo, y me visitasteis; estaba preso, y Vinisteis a verme”
(Mateo 25, 35-36).

(Fulton J. Sheen, Conozca la Religión , Emecé Editores, Buenos Aires, 2ª Ed. 1958, Pág. 205-
215)

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