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3 febrero 2014

El Orbis Novus y el fantasma del protestantismo. Primera


parte

… honraremos también anualmente el brillante triunfo que Jesús sacramentado ha obtenido de la herejía.
Esta con ocasión de esta festividad sagrada se despecha y se acoje al partido de una vergonzosa fuga,
como lo hace la tiranía con motivo de esta festividad cívica, el blasfemo Lutero...
Padre Pedro Ignacio de Castro Barros, Oración patriótica... (1815)

Con este ensayo, necesariamente extenso, retornamos al carácter panorámico con que iniciamos nuestra
incursión en imaginarios alternativos del Orbis Novus, y dejamos momentáneamente de lado los “análisis
de caso” que dedicamos a personajes como Fray Francisco de la Cruz, Rosa de Lima y sus exóticos
panegiristas, y Ángela Carranza. Aclaramos que no intentaremos una historia completa y estructurada del
fenómeno del protestantismo y sus representaciones en la América colonial, cosa que huye a nuestros
intereses y capacidades; más bien, esta será una suerte de amplia miscelánea que, en algunos instantes,
escapará de los límites geográfico-temporales del orbe indiano. Con todo, creemos necesario trazar una
suerte de hoja de ruta para que el lector no se pierda en este presunto laberinto.
Nuestro ensayo partirá de la propia España, en un racconto de aquellos fenómenos que, en sentido laxo o
strictu sensu, podemos hablar de “protestantismo” o “reforma” en los siglos XVI y principios del XVII.
Indagaremos luego si algunos de esos fenómenos pasaron al Orbis Novus, y qué discursos e imaginarios
se tejieron en la era colonial, especialmente respecto a la figura de Lutero. Seguiremos con una breve
historia de experiencias comunales protestantes que se dieron en el ámbito de lo que hoy llamamos
América Latina –efímeras en todos los casos- pero que alimentaron fobias y temores en los territorios
colonizados por España. Vendrá luego el accionar inquisitorial; nos detendremos en la extraña legislación
que obligaba a los piratas “herejes” a ser juzgados por este tribunal eclesiástico y no por los fueros reales,
y más tarde nos centraremos en dos casos paradigmáticos, el de Salcedo y el de Francisco Moyen, para
analizar continuidades y discontinuidades en la acción del Santo Oficio con protestantes ocasionales o
sospechosos de serlo, y también algunos casos “menores” que van de uno a otro, es decir, del XVI al
XVIII.

Deberemos analizar el cambio que se produce bajo los Borbones y su humillación ante Inglaterra, que
necesariamente trae como consecuencia, a través del comercio británico, que el protestantismo ya no sea
tan rara avis en lo que va del XVIII; intentaremos una hipótesis personal en lo que atañe al grado de
tolerancia en dos grandes áreas que llamaremos “del Pacífico” (territorios andinos) y “del Atlántico”
(actuales Brasil, Uruguay y Argentina). Haremos una rápida incursión en la figura de Blanco-White,
injustamente olvidada hoy, y que mucho tuvo que ver con la ideología independentista de América del
Sur. Por último, antes de las conclusiones, nos centraremos, sin dejar de lado otras áreas, en el
específico caso rioplatense, y en las luchas entre el conservadurismo católico y el liberalismo de algunos
sectores políticos, a la hora de permitir o no, o hasta de promover, el arribo de inmigración protestante
con su derecho a culto. A modo de epílogo, rastrearemos algunas miradas protestantes sobre el orbe
católico-indiano.

Como se ve, el abanico es amplio y ambicioso. Culminado este ensayo, respiraremos aliviados y diremos,
como un viejo (¡pero escéptico!) calvinista: Soli Deo gloria.

I
En 1839, Don Luis de Usoz y Río (1805-1865), después de una preparatio de lecturas de folletos y de la
Biblia misma en sus lenguas originales, se convertía inopinadamente al cuaquerismo. Aunque nacido en
Chuquisaca, actual Bolivia, donde su padre era Oidor, se formó primeramente en Madrid. Fue un hombre
culto, doctorado en Derecho y Jurisprudencia, y con estudios que hoy llamaríamos de posgrado en
Bolonia; leía a la perfección el hebreo y el griego clásico (además de varias lenguas vivas), en tiempos en
que España había olvidado esos saberes casi por completo. Poseía una riqueza rayana en la opulencia,
a la que sumaba la dote de su esposa; ya antes había sido bibliófilo, aunque en su primera juventud había
“pecado” de volterianismo. El resto de su vida, pasada entre España e Inglaterra, y estableciendo
contacto con libreros y bibliotecas de toda Europa, se le fue invirtiendo esa fortuna en una empresa que, a
nivel económico al menos, ningún beneficio le reportaría: recolectando, adquiriendo o copiando, e
imprimiendo, en impecables ediciones de donosa tipografía –España también era un desastre en los
progresos y estética del ars typographica- una invaluable colección de textos del protestantismo español
del XVI y XVII, caídos totalmente en el olvido, cuando no en ejemplares únicos salvados de las hogueras,
o en traducciones que había que revertir al perdido original hispánico. La llamó España Reformada,
encargándose él mismo, con algunos colaboradores británicos, de los prólogos, notas, variantes y revisión
de pruebas. A su muerte la empresa quedaba en manos alemanas, pero abría terreno, ad fontes, para un
pasado que aún hoy no ha sido del todo inquirido.
Era lógico que, en las postrimerías del XIX y en la primera mitad del XX –en realidad, hasta el Concilio
Vaticano II- el tema suscitara en los eruditos, o la indiferencia, o acaloradas disputas entre católicos
defenestradores de ese pasado y protestantes apologistas que deseaban crear un martirologio propio. En
1851 Adolfo de Castro y Rossi publicó una pionera Historia de los protestantes españoles y de su
persecución por Felipe II. Unas décadas después de la muerte de Usoz, surgía el primer (y todavía
imprescindible) clásico al respecto, de Marcelino Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos
españoles, con amplia sección dedicada a la Reforma; la ideología de nuestro polígrafo es maligna, pero
es una auténtica mina de datos el amigo Marcelino, quien a su vez, como buen esteta, no puede negar los
encantos de algunos libros producidos en una época que coincide con el Siglo de Oro del idioma. Otro
clásico vendría en 1937, con continuos aditamentos hasta los ’60, Erasmo y España, del gran hispanista
francés Marcel Bataillon; debemos agregar los trabajos de Américo Castro, y otros producidos en ámbitos
académicos británicos y teutónicos. Hoy las aguas se han calmado, y las disputas de interpretación no
pasan de inocuas trifulcas universitarias. Algunas cosas tienen carácter de cuasi-certezas; otras restan
por dilucidar.
*

Algo que embarró el tema, de manera previsible y con


largas consecuencias historiográficas, fue el pánico que el drama de Wittemberg y Worms produjo en el
aparato punitivo español, real e inquisitorial: cayeron en la misma bolsa (o en la misma hoguera, con
idénticos epítetos) los herederos del erasmismo, otrora considerado perfectamente ortodoxo; formas de
espiritualidad interior propiamente española, reunidos a veces con el genérico término de “alumbradas”; y
protestantes propiamente dichos, signatarios de las doctrinas de Lutero, Melanchton o Calvino, que fueron
los menos, y con actuación conspicua –por motivos obvios- fuera de España. Eran, como decía Teresa de
Ávila (¡ella misma sospechada!), “tiempos recios”; y cabe también el adagio que Borges inserta en uno de
sus cuentos: “Las herejías que debemos temer son las que pueden confundirse con la ortodoxia”. Sin
embargo, pese a esta horrible confusión que, no lo olvidemos, pagaron con sus vidas seres de carne y
hueso, podemos hacernos cargo de ella de modo positivo y hablar de una “reforma” o “protestantismo”
more español, que sólo en un segmento mínimo, pero sumamente interesante, conecta con las rebeliones
nórdicas. Porque, no lo olvidemos, toda Europa ansiaba un cambio en el Papado y sus inicuos tentáculos,
sin que ello implicara una ruptura con Roma; más aún, podemos decir que el cisma de Lutero fue un
producto más de Roma que del ex dominico, pero una vez producido, indetenible, como indetenibles
fueron los cismas internos en eso que hoy simplificamos con el nombre de “protestantismo”.
Américo Castro ha exhumado textos peninsulares de los siglos XV e incluso XIV que, de no saber de
dónde proceden, creeríamos se trata de versiones de parágrafos de Lutero a un castellano arcaico:
justificación por fe, valor de las Escrituras contra la traditio, nulidad de las obras exteriores. Menéndez y
Pelayo resucitó a Pedro de Osma (m. 1480) que negó la confesión auricular, el purgatorio y el valor de las
indulgencias como un teutón avant-la-lettre. Pero en los comienzos del XVI, es el propio Cardenal
Cisneros el que intenta un cambio radical –aunque de tibia respuestas a largo plazo- en el clero seglar y
conventual, funda la Universidad de Alcalá de Henares, da énfasis al biblismo y a las lenguas originales
de las Escrituras (tiene que importar helenistas; hebraístas ya los había entre los muchos conversos),
culminando en la magna Políglota Complutense, obra empero elitista y sin versión “romanceada”, como
tampoco la tendrá ese otro monumento, ya bajo Felipe II, la Políglota regia o de Amberes, dirigida por el
gran Arias Montano.

Pero el germen bíblico ya había sido inoculado, y llegará a pandemia con la lectura de los libros de
Erasmo, verdadero suceso del XVI ibérico, verdadera proliferación de traducciones, paráfrasis,
imitaciones y reediciones, al punto de inusitados best-sellers. El maestro de Rotterdam, que nunca pisó
España y hasta la menospreció en un principio (“país de semitas”), fue allí leído más que en cualquier otro
rincón del Viejo Continente. Su moral sencilla, su énfasis en los Evangelios, su crítica a las pomposidades
hueras y al cristianismo de mero nombre, su búsqueda de una espiritualidad interior plausibles al noble y
al campesino, sus adagios fáciles de retener, en fin, su buen humor, llenaron la península y después el
Orbis Novus; damas y caballeros, laicos y sacerdotes, tenían el Enquiridión como libro de cabecera.
Erasmo atraviesa el siglo y llega hasta el Cervantes del Quijote y de Los trabajos de Pérsiles y
Sigismunda. Pero a mitad de esa centuria, luteranismo mediante y la aparente indefinición del holandés
por jugarse por bando alguno (en realidad, deseo de unión de la cristiandad, y fría opción por el
catolicismo en su senectud), el ortodoxo de otrora se convirtió en sospechoso, y de sospechoso en
hereje, y de hereje en maldito, prohibidos sus libros por el Index y quemados en hogueras públicas. Con
la consecuente y enorme consternación de erasmistas hispanos, desde un Joan Lluís Vives o los
hermanos Valdés y tantos otros, que eligieron el camino del exilio. O de los que se quedaron y que,
entreverados con el misticismo “alumbradista”, la pagaron con prisión y/o muerte. Y el apelativo de
“herejes” y “luteranos”.

Hecha esta distinción, hoy podemos hablar de “protestantes” españoles que bebieron en Erasmo y en la
propia tradición española sin necesidad de leer un solo opúsculo de Lutero o de Calvino. Allí entrarían
Alfonso de Valdés, con su Diálogo de Mercurio y Charonte, y sobre todo su hermano Juan, humanista y
místico que hallaría su refugio en Nápoles en una suerte de amor platónico con la princesa de Gonzaga;
redactor de obras maestras de la espiritualidad, él sí quizás leyó a Lutero, pero sabiéndolo reciclar de un
modo originalísimo: Diálogo de doctrina christiana; Alphabeto Christiano; traducciones y comentarios a
Mateo y la Primera Epístola a los Corintios; y el famoso Diálogo de la lengua, verdadera joya que,
después de Nebrija, indaga en las posibilidades del castellano como lengua de cultura con un
contundente “sí”, como antaño il Dante en Italia con su De vulgari eloquentia.

También estarían en ese grupo el “doctor Egidio” (Juan Gil), místico de la justificación por fe, quemado
post-mortem; el “doctor Constantino” (Constantino Ponce de la Fuente), muerto en prisión y quemado en
estatua, famoso por sus sermones admonitorios y su espiritualidad vs. exterioridad , e incluso el
Arzobispo de Toledo y Padre Conciliar en Trento, Fray Bartolomé de Carranza, perseguido por su
archienemigo Melchor Cano, que vivió décadas en prisión y que recién en pleno siglo XX fue reivindicado
como católico “puro” por el erudito Ignacio Tellechea Idígoras.
Se ha hablado y discutido mucho sobre una suerte de dos grandes “escuelas” protestantes en la
península: Valladolid y Sevilla. Deberíamos hablar más bien de focos de irradiación, y con disímiles
características. El grupo vallisoletano, con figuras como Carlos de Seso y Agustín y María de Cazalla, se
compone de algunos nobles y, sobre todo, de judíos conversos. Su despertar nace en la lectura de las
obras valdesianas, y conjugan erasmismo postrero con experiencias de iluminación interior. El final es
trágico. El ambiente sevillano es harto más complejo, porque allí se aglutinan desde eruditos renovadores,
como Egidio y Constantino, hasta las formas más populares y dionisíacas del alumbradismo; supercherías
nacidas en los estratos más bajos del islam, el catolicismo y el judaísmo diluidos, hasta un erasmismo sui
generis; y es cuna de luteranos y calvinistas propiamente dichos. Esa Sevilla pluralista y multiforme será
horrorosamente decapitada, hasta la pérdida misma de la memoria de tan rica y proteica identidad.
Quizás haya habido otros focos, pero recordemos que la Inquisición tiene en esas ciudades dos de sus
más importantes tribunales; i.e., son sitios especiales para una punición directa y una documentación que
sobreviva.

Otro de los interrogantes que ha producido el protestantismo español, sea lo que entendamos por éste, es
porqué parecen mayoría los judíos conversos, o de generaciones de reciente cristianización, los que
militan dentro de sus filas. Hay varias respuestas posibles.

1) El protestantismo, en todas sus variantes, no solo es un cristianismo cristocéntrico, sino bibliocéntrico,


hasta proclive a degenerar en la bibliolatría. El judaísmo es “el Pueblo del Libro” por excelencia, como tan
bien lo caracterizó Mahoma; por siglos, la Torá ha sido su verdadera patria, íntima y viajera como ese
pueblo trotamundos a la fuerza. La revalorización de las Escrituras, inclusive del hebreo por sobre el latín,
puede ser un factor determinante.

2) Los inicuos estatutos que rigieron en España para los de “sangre impura” y los convirtieron en
ciudadanos de ínfima categoría, quedaban abolidos en la lectura de San Pablo, tan cara a Erasmo y a
Lutero. Según Gálatas 3:26, “ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer; ya que
todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Los escalafones quedaban derogados. Más aún, Romanos 11
les decía que los propios judíos seguían siendo el pueblo elegido de Dios, mientras que los gentiles
(goiim) eran solo un “injerto” de olivo silvestre en el verdadero olivo de Israel. Al final de los tiempos,
cristianos y judíos se reconciliarían.

3) Mientras que el hijodalgo típico menospreciaba el trabajo manual, el judío nunca había tenido esos
prejuicios, sino más bien contribuido a las técnicas agrarias, médicas, ópticas, etc., pese al vilipendioso
cliché de “usurero”. El protestantismo “santificaba” el trabajo, en esa “ascética intramundana” que Weber
vio como uno de los factores claves del primer capitalismo. Más aún, Américo Castro intentó demostrar
que muchos de esos conversos, luego protestantes, nacieron de la Orden de los Jerónimos –volveremos
sobre el Convento de San Isidoro del Campo, de Sevilla-, donde el biblismo y el trabajo ya formaban parte
de sus características, contrario a otras órdenes dedicadas a la contemplación, la mendicidad o la caza de
brujas.

Sin embargo, aún aunadas, estas hipótesis son insuficientes para una explicación completa. Después de
todo, gran parte de la espiritualidad católica hispánica del XV y del XVI está también en manos de
descendientes de judíos, sin que el protestantismo les haya resultado tentación alguna; pero es de
remarcar que muchos “ortodoxos”, incluso luego canonizados, sufrieron no solo por no ser “cristianos
viejos”, sino también por desarrollar sendas místicas o ascéticas que inmediatamente los tornaban
sospechosos de “herejía”.
*
Nos resta indagar en la máxima contribución del protestantismo español, protestantismo éste sí strictu
sensu, de raíces en su mayor parte sevillanas pero desarrolladas fuera de la península. Nos referimos a
las traducciones bíblicas.

No es que no hubieran existido intentos previos. Alfonso el Sabio mandó traducir casi la Biblia entera
desde el latín y la insertó en su Grande e general estoria. Se la conoce como Biblia Alfonsina (1260-80).
Manuscritos escurialenses muestran que existieron otras versiones, totales o parciales, incluso
prealfonsinas. En el siglo XV se producen varias traducciones judías, por lo tanto limitadas a lo que los
cristianos llaman “Antiguo Testamento”; así la patrocinada por Alfonso V de Aragón, la vertida por Moisés
Arragel (1433, editada en el XX como Biblia del Alba); la del “Rabino Salomón” (1420). Pero por su
carácter manuscrito, su difusión fue mínima, limitada a las élites. En 1533 se edita al fin una traslación
judía, la Biblia de Ferrara, con un falso pie de imprenta que aseguraba las licencias inquisitoriales; fue
reeditada varias veces en Amberes, para la vasta judería hispano-holandesa. Es un verdadero
monumento, no del castellano, sino del sefaradí; existe una reedición crítica moderna. Amplia difusión
manuscrita medieval hubo también de versiones al catalán; la de Bonifacio Ferrer (Biblia Valenciana) llegó
a la imprenta en 1478 (¡auroras de las prensas ibéricas!) y nuevamente en 1515; pero la posterior fobia
anti biblias romanceadas consiguió que no se conservara un solo ejemplar, salvo una hoja suelta. En
portugués, además de la rica tradición medieval, existieron versiones parciales a comienzos del XVI, pero
habría que esperar al XVII para una traducción completa, la Ferreira de Almeida, protestante. En euskera,
un Nuevo Testamento realizado por calvinistas representa el segundo libro impreso en esa lengua; pero
biblias completas saldrían recién en el XIX.
Pero regresemos a nuestros traductores protestantes del XVI y a algunas premisas básicas:
1) Todas las ramas del protestantismo se basan en el apotegma luterano de la Sola Scriptura; no hay
protestantismo sin Biblia, mientras que el catolicismo prescindía (y puede seguir prescindiendo salvo en
algunos sectores) de una lectura bíblica continua, meditada y no mediada por la tradición.
2) El protestantismo desprecia la Vulgata latina, no por el esfuerzo que para San Jerónimo supuso en su
tiempo, sino por ser la única (en especial tras el Concilio de Trento) aceptada como canónica en el orbe
católico, pero imperfecta e inaccesible a los legos; se regresa, pues, a las fuentes hebreas, arameas y
griegas, y más tarde se expulsará del Antiguo Testamento como apócrifos a aquellos libros no aceptados
por la tradición judía (son los que las biblias católicas llaman “deuterocanónicos”).
3) El protestantismo considera que la Biblia debe estar al alcance de todos y no de una élite; por lo tanto,
promueve la alfabetización general, y la traducción a las lenguas vernáculas (“romanceadas”, que dirían
en la España de entonces) en el lenguaje más claro posible aunque con pérdida mínima de la literalidad;
como respuesta, Roma deja de tolerar, como en el Medioevo, las traslaciones, considerándolas
perniciosas y violadoras de su propia autoridad como intérprete y expositora de los libros sagrados. Una
biblia en vernáculo es sinónimo de herejía.

4) El protestantismo hace un impresionante uso del invento de Gutenberg, que le viene de perillas
(¿habría sido posible Reforma sin imprenta?); multiplica las ediciones y las abarata; reserva para los
lugares de culto los formatos suntuosos y promueve las típicas biblias estéticamente ascéticas que por
siglos serían su símbolo; intenta el proselitismo buscando traducir a la mayor cantidad de lenguas vivas.

Con estos parámetros, no es raro que el Siglo de Oro del español lo sea también de las traducciones
sagradas, aunque allende los Pirineos. Versiones católicas parciales, como las de Fray Luis de León
(magníficos Libro de Job y Cantar de los Cantares, con su comento), Fray Luis de Granada (evangelios y
epístolas de la liturgia) o del postrero Francisco de Quevedo (Lamentaciones de Jeremías) permanecieron
inéditas por siglos. No así la de los fugitivos y obsesos protestantes.

Fue mérito del trotamundos y amigo de Bucer y Melanchton, humanista,


traductor también de Plutarco, Tito Livio, Mosco, Josefo y Luciano, Francisco de Enzinas (1518-1552),
imprimir en Amberes el primer Nvevo Testamento de nuestro Redemptor y Saluador Iesv Christo,
traduzido de Griego en lengua Castellana, por Françisco de Enzinas, dedicado a la Cesarea Magestad
(1543) y, según sus memorias, entregárselo en mano al mismísimo Carlos V. Obra de buen conocedor del
griego y del castellano, tendiente a la literalidad, con notas escuetas.
El segundo se lo debemos al Doctor Juan Pérez de Pineda (circa 1500-1567), cordobés de origen pero
sevillano de formación; es en Sevilla donde llega a ser Rector del Colegio de Doctrina, traba amistad con
Egidio y Constantino, y se convierte al protestantismo; huye a Ginebra antes de la gran persecución de
1559, y allí edita, con falso pie de imprenta veneciano, algunas obras de Valdés y su Testamento Nuevo
de nuestro Senor y Salvador Iesu-Christo. Nueva y fielmente traduzido del original Griego en romance
Castellano (1556). No lleva su nombre, y sabemos que es suyo por referencias posteriores de Cipriano de
Valera. Con relación al de Enzinas, implica un retroceso; es más bien un trabajo de refundición de la obra
de Enzinas y de los trabajos parciales valdesianos. No así su versión de los Salmos, dedicada a la Reina
de Hungría, hermana de Carlos V: Los Psalmos de David con sus sumarios en que se declara con
breuedad lo contenido en cada psalmo, agora nueua y fielmente traduzidos en romançe Castellano por el
doctor Iuan Perez, conforme ala verdad dela lengua Sancta (1557). Menéndez y Pelayo comentó: “La
traducción es hermosa como lengua; no la hay mejor de los Psalmos en prosa castellana. Ni muy libre ni
muy rastrera, sin afectaciones de hebraísmo ni locuciones exóticas, más bien literal que parafrástica, pero
libre de supersticioso rabinismo, está escrita en lenguaje puro, correcto, claro, y de gran lozanía y
hermosura”. Lo mismo dice de su Prefacio y de su prosa en general, pero atrabiliariamente se acuerda de
que está ante un protestante y agrega: “¿Quién no escribía bien en ese glorioso siglo?”. Tenemos a la
vista una edición argentina de 1951, y podemos sumarnos al juicio del polígrafo. Quizás sólo Luis Alonso
Schökel los haya superado en el XX, desde una perspectiva estético-literaria. Los salmos se dejan leer
con facilidad; el traductor sabe hacer vibrar todas las cuerdas de la lira hebrea, tan pasional y de acordes
tan vastos y disímiles, en un español digno de Fray Luis y Garcilaso. Es lamentable lo poco que se
conoce esta versión. Bella también es su Epístola consolatoria, dedicada a los deudos de la gran masacre
de protestantes producida en Sevilla en 1559-60; en esa redada había caído Julianillo Hernández,
introductor y distribuidor de su Nuevo Testamento en España, escondidos en toneles. El resto, son
opúsculos menores.

Existen noticias, reales o apócrifas no sabemos, de otros Nuevos Testamentos romanceados del XVI.
Pero, o se trata de reediciones y refundiciones de los de Enzinas y Pérez de Pineda, o lamentablemente
no han llegado hasta nosotros. Sin embargo, llega el momento del clímax con la edición de la Biblia
completa, en 1569 primero y en revisión de 1602 después, ambas de innegable calidad literaria, y
destinadas a crear una tradición que perdura hasta hoy. Echemos un vistazo sobre sus autores, que
apenas separados por unas décadas, nos muestra personalidades harto diferentes.

Casiodoro de Reina (o Reyna), nacido en una aldea de


Badajoz por 1520, pero sevillano por adopción, de sangre “impura”, ingresó de joven en la Orden de los
Jerónimos (ya vimos la hipótesis de Américo Castro sobre la misma), y residió en el Monasterio de San
Isidoro del Campo, Sevilla. Fue este un verdadero semillero de protestantes; se dedicó, como el pobre
Julianillo, a la distribución de los Nuevos Testamentos de Pérez de Pineda; pero al desatarse la cacería,
huyó a tiempo: en 1557 lo hallamos en Ginebra. En el prefacio de su Biblia, Reina se define como
“catholico”, pero en el sentido etimológico de la palabra: un universalista; y también, un irénico. La
autocracia calvinista le sentó mal. Poco tiempo atrás había sido allí ejecutado su compatriota Miguel
Servet, quizás el heterodoxo más interesante de la historia peninsular; recordado sobre todo por el
descubrimiento de la circulación de la sangre (que paradójicamente se inserta en un tratado místico), en
su tiempo hizo escándalo su antitrinitarismo y final panteísmo. Ni Calvino ni Ginebra eran hospitalarios
con protestantes que no fueran estrictamente “de los suyos”; de hecho, imitaban y hasta perfeccionaban
la Inquisición hispánica: los “tiempos recios” teresianos eran cosa de la Europa toda. Reina abandonó
Ginebra y llegó a considerarla una “segunda Roma”. Sintió simpatía por los anabaptistas pacíficos,
ecuánimemente odiados por católicos, luteranos, calvinistas y zwinglianos. Nunca halló su lugar en el
mundo. En Inglaterra la reina Isabel le permitió ser pastor de una comunidad de españoles exiliados, con
la condición de convertirse al anglicanismo; allí inicia su magna traducción, que le llevaría doce años de
afanes y disgustos. También redacta un sospechoso Catecismo con ideas que hoy podríamos llamar
ecuménicas. Ya antes había trasladado un texto francés sobre los herejes, que propugnaba la no
violencia contra cualquier disidencia religiosa: Reina regresaba así a las viejas fuentes de Septimio
Severo y San Martín de Tours, horrorizados testigos de la baja antigüedad del primer suplicio de un
“heresiarca”, el lusitano Prisciliano. Lo haría otra vez en Fráncfort, al escribir sobre los pobres y los
perseguidos. Por algo era amigo de Antonio del Corro, sevillano y también ex jerónimo, filocalvinista pero
autor de uno de los primeros libros sobre la tolerancia, tolerancia que no sólo incluía a los odiados
“papistas” sino a los judíos y a los turcos. Tal postura, en una época de urticantes sectarismos, lo tornó
sospechoso; acusado de sodomía, Reina huyó a Amberes, donde demostró el carácter difamatorio de los
cargos. El resto fue deambular por Holanda, Francia y Alemania, donde se hizo cargo de otro pastorado,
esta vez luterano. Su salud era endeble y temía morirse sin lograr la edición de su Biblia; había quedado
un legado económico para la tal, dejado por Pérez de Pineda. Pero el impresor falleció a medio camino y
en quiebra; fue necesaria una colecta para que al fin, en septiembre de 1569, la Biblia saliera completa en
casi 3000 ejemplares, sin contar las reediciones siguientes que no alteran en nada el texto.
Se la conoce como Biblia del Oso, por un grabado que muestra a dicho animal comiendo la miel de la
sabiduría de la Palabra de Dios, tal como reza uno de los Proverbios de Salomón. Pero el nombre oficial
es La Biblia, que es, los Sacros Libros del Viejo y Nuevo Testamento. Trasladada en Español. No figura
su nombre, sino sus iniciales C. R. El prólogo (Amonestacion del interprete de los Sacros Libros al
Lector…) es nuevamente un modelo de mesura y equilibrio, junto con el deseo de ver a la Iglesia
nuevamente unida y en paz, sin guerras ni excomuniones mutuas que tanto van contra la “charidad”
predicada. Se inicia con las clásicas razones protestantes para poner la Biblia en lengua vulgar. Continúa
con su método. Es modesto: sabe que sus anhelos han sido mayores que su preparación y erudición; de
ahí la necesidad de esta expositio. Ha dejado de lado la Vulgata aunque sin dejar de consultarla; se ha
basado ante todo en el texto hebreo y en la Biblia de Sanctes Pagnino (1470-1541), dominico italiano,
que, aunque en latín, no es una revisión de la Vulgata sino una traducción literalísima, palabra por
palabra, del texto hebreo, a modo de ayuda para el aprendizaje de esa lengua (años después, cosa
similar realizaría el hebraísta hispano Arias Montano). También venera (y critica) la Biblia de Ferrara; sabe
de su tendencia judaizante, pero también de su literalidad y méritos. Se lamenta no haber llegado a usar
la Versión Siríaca, editada ese mismo año; en compensación, se ha valido de versiones a otras lenguas y
de comentarios. Llenará los márgenes del texto con notas, no interpretativas, sino de variantes textuales o
de otras posibilidades de traducción. Justifica la traslación del Tetragrama como Iehoua (Jehová; hoy la
forma aceptada es Yahveh), y de la inclusión de palabras de poco uso o hasta neologismos para mejor
verter la verdad hebraica; muchos de esos vocablos, como reptil o escultura, se han hecho hasta hoy
harto comunes. Propone, finalmente, que en el futuro próximo las traducciones no sean la laboriosa obra
de un solo individuo, sino de una docena, elegidos por Sínodos nacionales que a su vez se encarguen de
su impresión, baratura y distribución.

Como muchas versiones protestantes de la primera hora, Reina no expulsa ni pone aparte a los
“apócrifos”, sino que los entrevera con el resto; incluso incluye libros que hoy no figuran ni en el canon
judío ni en el reformado ni en el católico: Oración de Manasés, III y IV Esdras. Coloca resúmenes al
comienzo de los capítulos y usa una tipografía distinta para palabras ausentes en las lenguas originales
pero necesarias en español. Es un trabajo honrado, ciclópeo, bello, verdadero monumento de los Siglos
de Oro del español. Reina muere en Fráncfort en 1594; su hijo Marco continúa con las labores teológicas.

Cipriano (también Cypriano o Zipriano) de Valera (1532-1602)


es harina de otro costal. También de Badajoz, también sevillano de adopción, también ex jerónimo de San
Isidoro del Campo, también exiliado. Pero ni universalista ni irénico ni tolerante; es ya un fanático
calvinista, que sin embargo puede adosarse con tranquilidad a otras denominaciones; un libelista procaz,
que, contra Reina y del Corro, no teme caer en la infamia de reproducir chismes sin fundamentos y, con
tal de atacar al Papado, contar las cosas más inverosímiles como ciertas, desde la leyenda de la Papisa
Juana, orgías de sangre siglo tras siglo, Papas que todo lo logran por su pacto con el Diablo y las artes
mágicas. Es un Quevedo del protestantismo. En imitación de la Epístola consolatoria de Pérez de Pineda,
escribe una carta a los cautivos de Berbería, que no deja claro si son los literales o una metáfora de la
España católica. Critica con sinceridad la conquista de América en lo que tiene de sangriento; es un
traductor fecundo, pero en lo que respecta a su Biblia, es –digámoslo claramente- grandísimo mentiroso.
No es ella su obra maestra, contra todo lo que se ha dicho, sino su versión de la opera magna de Calvino,
la medulosa e infinita Institutio Christianae Religionis, que Valera imprime en 1597 como Institución de la
religión Christiana, compuesta en quatro libros y dividida en capítulos. Por Juan Calvino. Y ahora
nueuamente traduzida en Romance Castellano. Por Cypriano de Valera…: un libraco de 1100 páginas, y
por mucho tiempo única traslación española de este texto fundamental de la historia del cristianismo.
Reina dijo haber usado doce años de su vida en su Biblia y le creemos; Valera dizque que veinte en la
revisión y no le creemos. Se editó en 1602, poco antes de su muerte; se la conoce como Biblia del
Cántaro, nuevamente por una imagen del frontispicio. Su título completo es La Biblia. Que es, los Sacros
Libros del Vieio y Nuevo Testamento. Segunda edicion. Revista y conferida con los textos Hebreos y
Griegos y con diversas translaciones. Por Cypriano de Valera. Esta signatura traería innumerables
confusiones hasta el XIX, llevando al olvido la labor original de Reina.
La Biblia de Valera está precedida por una Exhortacion al Christiano Lector que no carece de interés,
como documento de época y por los datos que aporta. Se inicia con una nueva formulación protestante
sobre los beneficios de la lectura bíblica en lengua vulgar; a las citas de rigor de las Escrituras agrega de
la Patrística: San Juan Crisóstomo y San Jerónimo. No ahorra embistes contra el actual catolicismo: ellos
son adversarios, ignorantes, herramientas de Satanás al querer prohibir la Escritura; Escritura que en la
antigüedad pudo verterse al gótico, al armenio, al etiópico, y más recientemente, al árabe para la
conversión de los moros españoles. Tampoco contra la escolástica, la filosofía y bellas letras paganas en
general: actitud típica del calvinismo finisecular. Hace un interesante repaso sobre las actividades bíblicas
de la España del XVI: la Políglota de Cisneros y la de Arias Montano, a quien estima y llama condiscípulo,
insinuando (con razón) que es un cuasi luterano. Pero es que en España, agrega, la ignorancia es tal que
hasta corre un refrán sobre los que algo saben de libros sacros: “Es tan docto que està en peligro de ser
Lutherano”. Menciona obras de las que ya hemos dado cuenta: la versión catalana, la de Ferrara, los
Nuevos Testamentos de Enzinas y Pérez de Pineda, la Biblia de Reina. A los dos últimos los ha conocido,
así como al pobre mártir Julianillo. Insta a los Reyes a seguir el ejemplo de monarcas y emperadores de
antaño, apegados a la lectura cotidiana de la Divina Palabra; muchos de esos casos caen dentro de lo
legendario. Da nuevas razones para el uso de “Jehová” y arremete largamente contra los “libros
apócrifos”; esta es otra señal del cambio de los tiempos: los primeros Reformadores poco se habían
interesado en el tema. Por último agrega cuál ha sido su trabajo de revisión: agregar más notas;
remplazar algunos pocos arcaísmos; colocar en sitio aparte los apócrifos; pulir la versión de los
Proverbios. Y sin embargo termina con un treno de su larga y ardua y esforzada y solitaria labor de dos
décadas…
Con Valera termina la edad áurea (y sangrienta) del protestantismo clásico español.
*
Antes de terminar esta sección, me permitiré algunos excursos.

1) Se insiste en la rareza bibliográfica de estas Biblias, y hasta se pone en duda algunas cifras de sus
primeras ediciones: 2600 ejemplares la Biblia del Oso, unos 7000 la del Cántaro. Los editores
estadounidenses de la edición crítica de la Biblia de Ferrara aseguran que solo quedan 6 ejemplares de
ella en el mundo, y los enumeran. Ahora bien, en una sola biblioteca teológica de Buenos Aires he visto
tres ejemplares de la Biblia del Oso, uno de la del Cántaro y uno de la de Ferrara. He tenido el placer de
mirarlas con estos mis propios y ávidos ojitos; sé que existen en mi país más ejemplares, incluso otra
Biblia de Ferrara. La edición susodicha no incluye estos dos volúmenes ferrareses en su listado.
2) Es imposible estudiar la historia de la literatura inglesa sin tener en cuenta las Biblia de Tyndale (1530,
y revisiones con otros nombres) y, sobre todo, la King James Bible o Standard Bible (1611); de
Shakespeare hasta Eliot, influyeron en giros, poesía, imaginarios. Lo mismo la literatura germánica con su
Lutherbibel (1534), que es casi el libro fundacional del alemán moderno; una vez más, no se podría
entender a Kant, Hegel, Goethe, Nietzsche, ni siquiera a Engels y Marx, sin esta obra que los atraviesa.
Es decir, estas biblias forman parte del “canon” de sus lenguas respectivas, y son consideradas como
joyas imprescindibles. Nada de eso sucede en español (ni, agreguemos, en italiano con su Diodati, ni en
portugués con su Ferreira de Almeida), siendo que Reina y Valera dejan un monumento tan digno como
las que mencionamos supra. Se entiende que lo tal suceda en un país católico-céntrico, pero es hora de
revisar premisas a treinta años del fin del franquismo y la posterior secularización. Es cierto que ambas
pueden consultarse online y que se han hecho ediciones facsimilares, pero estas a cuenta de las
Sociedades Bíblicas, en tiradas reducidas y a precios exorbitantes. Lo que se necesita son ediciones
críticas y accesibles, y en lo posible, no dependientes de denominaciones religiosas; con las herramientas
filológicas y de las teorías literarias que se quiera elegir. Ninguna de las editoriales y colecciones que,
digámoslo así, determinan el canon español (Cátedra; Castalia; etc.), han siquiera producido antologías. Y
vamos más lejos aún: no han entrado allí autores protestantes ni sospechosos de serlo. La única
excepción es el Diálogo de la lengua de Juan de Valdés, por su temática foránea a lo religioso. Pero
mientras en esas ediciones figuran obras de espiritualidad como las de Teresa de Ávila, San Juan de la
Cruz, Fray Luis, los autos sacramentales de Calderón, etc., no existe un solo tratado de Valdés, Pérez de
Pineda o Reina, que en nada desmedran en estilo y profundidad a los “ortodoxos”. Se reedita por su valor
arqueológico La Diana de Jorge de Montemayor, origen de la novela pastoril renacentista, pero se omite
su poesía religiosa, espléndida por cierto, y hasta introductoria de una novedad como el verso blanco
(metrado pero sin rima), por razón de su luterana insistencia en la “justiçia [justificación] por fé”. El único
intento que conocemos de una biblioteca semejante a la del viejo Usoz, se produjo en la Argentina,
editorial La Aurora, por los años ’40 y ’50; y ya está agotadísima.

3) Lo dicho anteriormente parece desmentirse cuando vemos que, desde el siglo XIX hasta hoy, las
biblias Reina-Valera se han vendido por miles de millones, superando al Quijote y hasta a las novelas
rosa de Corín Tellado. Pero estamos hablando de dos cosas distintas; se trata de revisiones continuas
que ya nada tienen que ver con el original. Que sepamos, ha habido cinco oficiales, es decir, hechas por
las Sociedades Bíblicas: 1862, 1909, 1960, 1995 (ésta, un fracaso editorial ya retirado de la venta) y 2011
(Reina Valera Contemporánea), de las cuales las de 1909 y 1960 siguen siendo las más populares; y
otras efectuadas por grupos religiosos particulares (bautistas, mormones, adventistas). Si tomamos las
últimas revisiones, apenas si reconoceremos un eco de un eco de un eco de la Biblia del Oso.
Éticamente, es inentendible la postura de las Sociedades Bíblicas: esas biblias ya no cargan con el valor
literario de antaño, ni con el científico de hoy. Son un pastiche entre lo popular y lo arcaico; y, no
queriendo dejar de lado las raíces, se basan en los textos hebreos y griegos de nuestros pobres
jerónimos, cuando la biblística ha progresado a pasos agigantados en cuestión de descubrimientos de
manuscritos y elaboración de textos maestros, depurados y críticos, de las lenguas originales. Sí es
entendible desde una perspectiva puramente comercial, que al mismo tiempo conoce al dedillo uno de los
apotegmas de la fenomenología de las religiones: el homo religiosus es conservador, se resiste a los
cambios, prefiere leer un texto que siempre ha considerado sagrado en una fraseología que también se
ha convertido en sagrada. Muchos grupos evangélicos, de raíces ¡norteamericanas!, creen que suReina-
Valerales cayó del cielo en castellano, como a Moisés las tablas del Decálogo. Una versión cultual distinta
les suena a blasfemia. Pero en síntesis: cuando hoy hablamos de biblias Reina-Valera estamos tratando
con una tradición mediada por revisiones y la bibliolatría supersticiosa, no del trabajo de nuestros buenos
amigos Casiodoro y Cipriano.

II

Intentaremos ahora ver qué pasaba al respecto en el Orbis Novus, es decir, si existen huellas de una
presencia “protestante” more español en el Nuevo Continente, sea en la variante filoerasmista o en la
reformada propiamente dicha; dejaremos de lado el fenómeno “alumbradista”, que consideramos haber
tratado con suficiente amplitud.

Hay crueles paradojas en la historia. Erasmo, que tenía buenos amigos españoles, como los hermanos
Valdés, o hasta íntimos, como Joan Lluís Vives, en su Opera Omnia apenas si dedicó unos párrafos al
Orbis Novus, contrario a otros humanistas como Sir Thomas More, cuya Utopía se desarrolla en las
cercanías de América. En una de sus obras de senectud, el Ecclesiastes, anhela que el furor de su época
se sublime en una predicación sencilla a los “bárbaros” de estas tierras antaño ignotas. Lutero, Calvino,
Zwinglio, están demasiado ocupados en sus guerras, externas e internas, como para inquietarse por
América; por el momento les alcanza con no perder sus territorios, y el proselitismo llega solamente a
Escandinavia. La lucha es por la búsqueda de una identidad en Europa. Del otro lado, una impresionante
cantidad del oro extirpado a las Indias Occidentales será utilizado sin rédito alguno en las interminables
guerras religiosas de Carlos V y Felipe II, siempre en déficit, siempre ignorando una economía de
producción que los inserte en los albores del capitalismo. Millares de indígenas fueron masacrados para
que sus posesiones se invirtieran en las masacres de allende, todas en nombre del Dios judeo-cristiano.
Sin embargo, con Bataillon podemos asegurar que, indirectamente, Erasmo ocupó un lugar privilegiado
en la primera hora de la evangelización de América; fue hasta un factor positivo, si por esto entendemos
una atenuación del rigor. Y su lectura y persistencia fue mucho más tolerada que en la península,
inclusive cuando ya se había prohibido toda su obra. El porqué es bastante fácil de explicar.

El Erasmo de la conquista es un autor de moda, como ya dijimos. Hablando de los conquistadores,


Bataillon nos dice: “Los aventureros, poco o nada ‘latinos’, suelen ser hombres de pocos libros: pero
libros, por lo mismo, escogidos y queridos”. Y en los listados Erasmo aparece vez tras vez. Por ejemplo,
en el testamento conmovedor de Diego Méndez de Segura, el que salvó a Colón navegando 300 leguas
en canoa; deja a su hijo diez libros, cinco de ellos del filósofo de Rotterdam. El Adelantado Don Pedro de
Mendoza (1487-1537), primer fundador de Buenos Aires (1536) y, por cierto, no muy piadoso en lo que se
colige de sus acciones, deja un Virgilio, una Biblia latina destrozada, y los Apotegmas de Erasmo
encuadernados en cuero. Muchos otros ejemplos podrían aducirse. Inclusive por 1533, en Veracruz,
México, se comienza un comercio librero donde abundan los erasmos.

Pero más importante es ver las razones de los primeros evangelizadores, los más concienzudos, para
leer y llevar a la práctica los textos erasmistas:
1) El deseo erasmiano de una renovación o refundación de la cristiandad halla un terreno fértil en el Orbis
Novus como posibilidad de Nova Ecclesia, aunque, como ya hemos visto en otros ensayos, se le
adicionaran conceptos apocalípticos ausentes en el holandés.

2) Los evangelizadores más interesantes han abandonado plácidas vidas conventuales y poseen el
espíritu, paulino y erasmiano, de una predicación sencilla, eficaz e intrépida, que bien saben puede
llevarlos al “martirio”.

3) Los indígenas son vistos como seres débiles pero básicamente “buenos”, “puros”, donde la caridad
cristiana, pilar básico de la teología erasmista, puede obrar milagros.
4) Erasmo, aunque siga auto-reconociéndose como “católico”, es partidario de un credo muy simple para
el “vulgo”, pero íntimo y despojado del culto a los santos y a María. Los evangelizadores más perspicaces
intuyen que conceptos abstractos more escolásticos son inútiles en su catequización, y que la
proliferación de vírgenes y santos puede ser confundida con el politeísmo de los “ydólatras”, o hasta servir
para que viejos dioses tomen el ropaje de santos nuevos. Perspicacia confirmada hasta hoy, en los
sincretismos riquísimos que pueden hallarse en México, Perú, Bolivia, Brasil, Cuba…
5) Erasmo, antes que Lutero, y aunque realizador del primer Nuevo Testamento griego en un texto crítico,
es defensor de la traducción bíblica a las lenguas vernáculas. Los evangelizadores dirimen entre imponer
el español o aprender las lenguas indígenas ellos mismos: optan, la mayoría, por lo segundo. Se redactan
e imprimen catecismos, leccionarios, devocionarios, en lenguas amerindias; se traducen fragmentos de
los Evangelios y de los Salmos, y se intenta hacer lo mismo con el Nuevo Testamento completo, cosa que
queda terminantemente prohibida por la Suprema Inquisición sevillana en 1567. Sin embargo, han
sobrevivido esas traducciones parciales (o hay constancia de que existieron) en idiomas como el náhuatl,
el quiché, el cakchimel, el quechua, el aimara, el guaraní…

Un verdadero fan de Erasmo es nada menos que Juan de


Zumárraga (1468-1548), obispo y luego primer arzobispo de México, y fundador de su Universidad. No
solo lee y relee al filósofo, sino que lo utiliza con asiduidad en sus propios escritos, como en las Doctrina
breve muy provechosa de las cosas que pertenecen a la fe católica y a la cristiandad en estilo llano para
común inteligencia y Doctrina breve para la enseñanza de los indios, de 1543. Allí parafrasea el
Paraclesis erasmiano adecuándolo a la Nueva España: “Desearia yo por cierto que cualquier mujercilla
leyese el Evangelio y las Epístolas de San Pablo… Pluguiese a Dios que estuviesen traducidas en todas
las lenguas de todos los del mundo, para que no solamente las leyesen los indios, pero aun otras
naciones bárbaras leer y conocer, porque no hay dubda sino que el primer escalón para la cristiandad es
conocella en alguna manera”. En España eso ya hubiera sido considerado luteranismo puro. Más aún,
imprime con escasas variantes los opúsculos del “Doctor Constantino”, a quien ya hemos visto quemado
en Sevilla por su erasmismo radical cuasi luterano, o mejor dicho, por su doctrina del dogma mínimo e
interior, que Zumárraga veía de perillas para indios, negros y pueblo en general. El Arzobispo detesta la
“paganización” de las fiestas, y prohíbe el boato, oneroso para los de su grey, del Corpus Christi. In
articulo mortis, lega su vasta biblioteca erasmiana, que incluye versiones en romance y las Obras
Completas en latín, para el hospital de caridad, y solaz y sana devoción de desahuciados y
convalecientes.
*

La afinidad proto-americana con el erasmismo queda demostrada en la tolerancia que se tiene con sus
libros, y aún con los defensores de sus aspectos más controvertidos para el catolicismo, cuando Erasmo
ya ha sido totalmente prohibido y su producción arde en las hogueras peninsulares. De hecho, son
rarísimos los procesos de la primitiva Inquisición (en manos de obispos, y no dependiendo aún de la
Suprema sevillana) por estos menesteres. A partir de 1564 los libreros se ven obligados a entregar sus
ejemplares erasmianos, y alguno hasta aduce que sus compradores más fieles son los obispos; pero no
son perseguidos. Las obras permanecen en bibliotecas conventuales y universitarias. En la entonces
lejana y pobrísima región del Río de la Plata, se hallan libros de Erasmo en diversos monasterios, como
ya lo demostró el historiador argentino Guillermo Furlong SJ, y no han dejado de confirmarlo nuevos
estudios sobre bibliotecas coloniales. Aunque aún resta un trabajo de fondo sobre su influencia no solo
aquí sino en Sudamérica en general, comparable con los realizados en México y el Caribe.
Bataillon menciona unos tres casos de juicios, que terminaron sin mayores consecuencias, al menos en
comparación con lo que vendría después. El más simpático es el de Lázaro Bejarano, un simple laico
casado, que había sido gobernador de Curaçao y hasta predicador de indígenas a falta de sacerdotes, y
su defensor en la línea de Fray Bartolomé de las Casas. En 1558 fue denunciado por el cabildo por
“luterano”, mote que, como veremos, serviría de comodín para explicar cualquier cosa; tenía de cómplice
a un mercedario, Fray Diego Ramírez. Pero, explica Bataillon,
… el luteranismo de que se les acusa es erasmismo neto. Se burlaban Bejarano y el mercedario Ramírez
de la veneración de las reliquias, de la devoción ignorante que consiste en rezar a los santos el
padrenuestro y el avemaría, de prácticas supersticiosas como “la bendición de las candelas y cerros de
lino y hierros de Santa Catalina”. Pero el mayor delito que se atribuye al “casado” en muchas formas es su
actitud frente a la enseñanza y predicación corriente del cristianismo; despreciar la teología escolástica,
mucho burlarse de los predicadores profesionales, abogar por la lectura de la Biblia en lengua vulgar, la
interpretación privada de la Escritura, la predicación desligada del sacerdocio. Decía “que San Pablo no
se entendió hasta que vino Erasmo y escribió”. Como lector que era de la Paraclesis, opinaba que “la
Sagrada Escritura debe andar en romance para que todos la lean y entiendan, así ignorantes como
sabios”, incluso “el pastor y la viejecita”; que “para entender la Sagrada Escritura no se curen de ver
doctores ni seguir expositores, sino que lean el texto, que Dios alumbrará la verdad”; “que un su amigo
que solamente oyó gramática y no sabe otra cosa, que es el mejor teólogo que acá ha pasado”, y cuando
le preguntan si su amigo ha oído Artes y Teología, contesta que “tampoco la oyeron los Apóstoles de
Cristo, que nunca anduvieron en escuela…”

Unas décadas después, hubiera sido torturado y hasta quemado; por esas fechas, sólo se le exige que
deje de leer libros prohibidos y contribuya con 150 pesos para obras pías. Su fraile amigo es reenviado a
España.
*
Pero los “tiempos recios” teresianos llegan al Orbis Novus, aunque con retraso. En 1569 se instaura la
Inquisición oficial, en Nueva España y Perú. Como dijimos en otro ensayo, sus fines eran varios, pero
puntuales: “aberraciones” sexuales (bigamia, “solicitación”) y, sobre todo, disfunciones religiosas.
Persecución de criptojudíos, criptomusulmanes, alumbradistas y “herejes” luteranos. Verdadera obsesión
esta última que no coincidirá con la realidad americana, y por lo tanto habrá que manipular para que bajo
ese nomenclador puedan cobijarse fenómenos de los más disímiles. La Inquisición avisaba sobre “la
secta de Martin Lutero y sus sequaces y de los otros hereges condenados por la yglesia” y obligaba a la
denuncia “si saben que alguna o algunas personas hayan tenido libros de la secta y opiniones del dicho
Martin Lutero (…) o biblias en romance o otros qualesquiera libros de los reprobados por las censuras y
catálogos dados y publicados por el santo oficio de la Inquisicion, y si saben que algunas personas no
cumpliendo lo que son obligados han dejado de decir y manifestar lo que saben o que hayan dicho y
persuadido a otras personas que no viniesen a decir y manifestar lo que sabian tocante al santo oficio” se
les amenaza con severísimos castigos que incluyen la incautación total de los bienes.
¿Cómo identificar a un luterano? Seguimos la transcripción hecha por Ricardo Palma:

Item, os mandamos que nos denunciéis si algunas personas han dicho o creído que la secta de Martín
Lutero es buena, o hayan creído y aprobado alguna opinión suya, como decir que no es necesario
confesarse con un sacerdote. - O que el Papa y los ministros del altar no tienen poder para absolver
pecados. - O que en la hostia consagrada no está el verdadero cuerpo de Jesucristo, y que no se ha de
rogar a los santos. - O que no hay purgatorio y que en las iglesias no debe haber imágenes de santos. - O
que no hay necesidad de rezar por los difuntos y que basta la fe con el bautismo para salvarse. - O que el
Papa no tiene poder para dar indulgencias, perdones ni bulas. - O que hayan dicho que no debe haber
frailes ni monjas. - O que hayan dicho que no ordenó ni instituyó Dios las comunidades religiosas. - O que
mejor y más perfecto estado es el de los casados que el eclesiástico. - Y que no hay fiesta más que los
domingos y que no es pecado comer carne en Cuaresma. (…) Item, os mandamos que nos aviséis si
habéis oído decir o sabéis que alguna persona tenga Biblias en romance (…), obras de Martín Lutero (…)
u otros herejes...

Como vemos, hay una síntesis bastante exacta de algunas ideas luteranas, en especial las más
chocantes al imaginario católico (habría que matizar la parte de la eucaristía, en que la posición de Lutero
está más cercana a la católica que a la calvinista). Y dos obsesiones básicas que no cambiarán del XVI al
XIX: Lutero mismo; las biblias romanceadas.
¿Existió realmente en el Orbis Novus un “peligro” luterano? Podemos responder con un rotundo NO. Pero
Lutero opera como sinécdoque, la parte por el todo. Es el hereje por antonomasia, el despertador, real o
imaginario, de todos los desastres de la cristiandad. Lo cierto es que los inquisidores no estaban
demasiado interesados o preparados en hacer distingos, aunque en sus vastos territorios de actuación
los luteranos “reales” hayan casi brillado por su ausencia. A nivel estrictamente religioso (ya nos
ocuparemos de una imagen algo pormenorizada de cómo fue percibido el ex fraile en América), las
denominaciones que más se cruzaban en el nuevo continente eran otras. Sabemos, por ejemplo, que a
fines del XVI entró por el Río de la Plata un “baptista

” (¿anabaptista, menonita?), es decir, de algún grupúsculo integrante de la hoy llamada “Reforma radical”,
nacida en las clases bajas de Alemania y odiada y perseguida por luteranos y calvinistas por igual. Sin
embargo, será tachado de “luterano”. En el propio continente, como veremos luego, existieron varios
intentos de enclave colonial procedentes de Holanda, Suiza y otras naciones, pero en su mayoría se trata
de calvinistas, y no todos interesados en el proselitismo. Los mismos piratas, que como dijimos, eran
juzgados por la Inquisición y no por los fueros civiles, además de no ser modelos de piedad religiosa
alguna, procedían generalmente de iglesias anglicanas o calvinistas. Muchos exiliados franceses eran
hugonotes. Cuando llega el Mayflower y se fundan las dichosas trece colonias en los actuales Estados
Unidos, son disidentes del anglicanismo: puritanos, presbiterianos, mucho más tarde metodistas,
menonitas, amish... ninguno de ellos de procedencia luterana. Los comerciantes que, antes del obligado
“liberalismo” borbónico, se atreven a pisar las costas, son británicos anglicanos u holandeses calvinistas.
Los mismos “alumbrados” de estirpe española, o el molinosismo quietista del siglo XVII, serán
confundidos fácilmente con ese epíteto, así como los últimos erasmistas. En las actas que, en ensayos
anteriores, hemos examinado –casos Fray Francisco de la Cruz y Ángela Carranza, separados por un
siglo-, inevitablemente Lutero aparece como padre máximo de todos los heresiarcas, incluidos estos
fenómenos puramente vernáculos. Se llega al extremo de relacionar luteranismo con judaísmo. En parte
tiene razón la ironía sarmientina expuesta en sus Recuerdos de provincia: a falta de herejes reales, había
que inventarlos.
La otra obsesión: las biblias en romance. Obsesión negativa por supuesto, ya que había sido un viejo leit
motiv positivo de múltiples grupos que soñaban recurrentemente con el regreso a las fuentes evangélicas
puestas a disposición de todos: así valdenses, lolardos, los primeros franciscanos, los fraticelli en el bajo
medioevo. Obsesión de Erasmo, y de los erasmianos y de los católicos todavía considerados “ortodoxos”
incluso en la propia España pre-tridentina, antes del clímax luterano. Pero Lutero produce tal quiebre, y
Trento tal acción de repulsa, que la Biblia, salvo la latina, salvo la Vulgata y en la revisión clementina (por
el Papa Clemente VIII; la anterior, la sixtina, realizada bajo Sixto V, fue quemada y prohibida), pasa a ser,
en el imaginario católico, y en América en particular, un libro “herético”, “luterano”, protestante
básicamente; y esto hasta buena parte del siglo XX pese a algunos tímidos intentos de los ilustrados
católicos del XVIII. De ahí que en el Orbis Novus las Escrituras queden relegadas al clero, y dentro de
éste, al más letrado o curioso, y no sin peligro. Que el resurgimiento escolástico retrase los avances del
biblismo y apenas si se utilicen los obligados pasajes (“evangelio”, “epístola”) de la liturgia e incluso se los
omita; o paráfrasis cuasi infantiles en los sermones.

¿Circularon biblias en romance en la América colonial? La pregunta es apasionante, pero los estudios
sobre el protestantismo en dicho período están aún en pañales. Sin embargo, no faltan indicios. “En su
tiempo (1601), D. Nicolás de Añasco, deán de la Iglesia de Santo Domingo, quemó en la plaza de la
ciudad 300 Biblias en romance, glosadas conforme a la secta de Lutero y de otros impíos; que las halló
andando visitando el arzobispado en nombre del arzobispo. Significa profusión de ejemplares de la Biblia
de Casiodoro de Reina” (Gil González Dávila, cit. por Deiros, Historia del Cristianismo en América Latina).
Trescientos ejemplares es una suma más que interesante para la fecha, y concentrados en una sola
arquidiócesis. Y todavía no había salido a la luz la revisión de Valera, la Biblia del Cántaro. Falta un
trabajo de fondo sobre Sudamérica; y el Plata en particular: un acceso de entrada desguarnecido y fácil,
por donde ciertamente sí fluyeron múltiples libros “impíos”, de los que vez tras vez hallamos quejas en las
actas inquisitoriales. Hemos creído hallar una paráfrasis de la Biblia del Oso en un texto tan tardío como
el manuscrito de prosa y verso del cordobés-argentino Luis de Texeda y Guzmán (fines del siglo XVII),
específicamente de Lucas 2. Tal tema requeriría una investigación aparte; pero de probarse la hipótesis,
significaría que la labor de los ex jerónimos de Sevilla llegó a una aldea misérrima que, vaya paradoja, era
tildada de “Nueva Andalucía”...

Hay otros indicios aislados en la primera hora; Matías Salado, del que hablaremos luego, poseía un
Nuevo Testamento en francés. Puede que, vía Brasil, también hayan entrado ejemplares. Se mencionan
en las actas del Santo Oficio, aunque aisladamente, “biblias de las prohibidas”, aunque sin indicios de si
en romance o las latinas puestas en el Index. De los tiempos previos o inmediatos a las Independencias
trataremos después. Pero lo cierto es que no podemos negar el trabajo “eficaz” de los inquisidores.
Porque la manía fue mucho más allá de la Biblia: llegó a libros religiosos perfectamente ortodoxos pero en
castellano, por contener citas bíblicas; a libros de doctrina católica sobre la Gracia, puesto que la gratia
parecía haberse convertido en patrimonio luterano; a libros de apologética antiluterana, en latín o en
español, originales o traducidos, porque contenían demasiados datos sobre la doctrina que se atacaba:
así el Lutero convicto de Galibert, como a fines del XVIII reprochaba en carta anónima al tribunal el fraile
(¡también jerónimo!) Diego Cisneros. Este mismo ironizaba sobre el anatema contra los compendios de
Historia Sagrada:

La regla quinta de este expurgatorio de 1747 decía así: “Como la experiencia ha enseñado que de
permitirse la sagrada biblia en lengua vulgar, se sigue más daño que provecho; se prohíbe la biblia con
todas sus partes, y asimismo los sumarios y compendios, aunque sean historiales de la misma biblia”.
¡Válgame Dios, Señor Illmo! ¿Tan borrada de nuestros corazones quería la Inquisición estuviese la
palabra de Dios, y cuánto concierne a ella, que nos prohíbe hasta los compendios historiales? La
Inquisición que nos permite la Historia de los doce pares, la de Estevanillo González, y otras semejantes
que se reimprimen a cada paso; nos prohíbe la de David, de Tobías, de Judit y de Ester, con otras tan
tiernas y edificantes de los libros sagrados. ¿En qué han pecado los hechos que Dios tuvo a bien revelar
a su Iglesia? ¡Ah! Vuelvo a preguntar: ¿a qué clase de cristianos pertenecen los Inquisidores?

Y por supuesto, caían en la redada libros de autores protestantes aunque su materia nada tuviera que ver
con lo religioso, como las del jurisconsulto calvinista Charles Du Moulin.

En síntesis, podemos concluir que, con la decadencia, natural o forzada, del erasmismo, la Biblia pasó a
tener un lugar mínimo en la cotidianidad colonial, salvo casos puntuales, y dentro de estos, muy pocos de
carácter protestante en sentido estricto. De hablar de un resurgir filo-bíblico, tenemos que irnos a finales
del XVIII y al XIX, que a su vez es acechado por el escepticismo liberal. Y que ninguna relación guarda
con ese “protestantismo” de cuño ibérico del XVI, sea en su versión de catolicismo erasmizante o de
reformadores más radicales.
*
En el 2008, tras un arduo período de investigación, la erudita mexicana Alicia Mayer editó su magnífico
libro Lutero en el Paraíso. La Nueva España en el espejo del reformador alemán (FCE-UNAM). El título es
irónicamente paradojal; el Paraíso retoma el motivo, ya colombino, del hallazgo del Edén por estos
rumbos, y luego la utopía de una Nueva Iglesia no corrompida como la de la destrozada europea. En
realidad, como era previsible, Lutero será, a nivel teológico, confinado al infierno católico del México
colonial. “Espejo” remite a la alteridad con que ese ámbito absorbe y deforma negativamente el rostro del
germano. El libro abarca tres siglos de imaginarios que van desde el mitologema Lutero-Cortés (véase
nuestro primer ensayo) hasta los albores de la Independencia mexicana, con las consecuentes
transformaciones que impone el paso de los tiempos.

La investigadora ha indagado en una amplia variedad de fuentes: conquistadores y Cronistas de Indias;


sermones, crónicas y cronicones; actas inquisitoriales y poesía colonial; obras de autores espirituales y de
teólogos impugnadores de “herejías”; y, lo más llamativo al menos para nosotros, una iconografía, en
especial mariológica, con la inevitable presencia de la guadalupana. En una síntesis que ella misma traza,
la autora reconoce que de Lutero “no circuló su obra ni fue leída de primera mano”; el propósito de su
investigación “era estudiar la idea y la imagen que este ámbito nuestro creó en torno al reformador
alemán”. Y resume:
La forma en que los españoles que se establecieron en estas tierras y luego sus descendientes, los
criollos, se definieron a sí mismos contra los valores del protestantismo y frente a Europa como mundo
escindido por el cisma. Los criollos se sintieron con el deber filial de sanar una vieja herida espiritual e
histórica que la Reforma causó a España, quien se proclamó campeona de la fe católica, sobre todo bajo
el reinado de Felipe II.

La religión católica con su conjunto preciso de conceptos, prácticas, ritos y creencias fue uno de los
medios para buscar una identidad propia y llenar de sentido la 'patria criolla'. El énfasis en la práctica de
los sacramentos, el culto mariano, la veneración a los santos e imágenes, las indulgencias, reliquias,
procesiones, el valor de la Iglesia como intermediaria y las manifestaciones de religiosidad colectiva, es
decir, todos los elementos defendidos por la Contrarreforma se desplegaron contra el mundo protestante
que los rechazaba. La herejía era por ello inaceptable y negarla se convirtió en parte constitutiva del ser
novohispano (…)

Al ver la idea luterana desde México, se comprende mejor el desarrollo ideológico de este mundo; uno
que siente ser elegido de Dios, que construye para sí un “paraíso” cristiano, que desea hacer patente la
santidad de su tierra, que quiere demostrar que no tiene fisuras en el orden espiritual; un entorno en el
que el catolicismo romano parece representar una gran fuerza cohesiva. Lutero simbolizó todo lo que era
digno de rechazo, de desprecio, pues así le sirvió a los novohispanos para espejar sus virtudes cristianas.

La iconografía suele mostrar a Lutero (y a veces a otros reformadores) con un rictus doloroso –y rostros
que en nada se parecen a los famosos grabados de época, como los de Durero- retorciéndose en el
infierno, o aplastados por la Virgen de Guadalupe, remplazando a la serpiente tradicional. Con el correr
del tiempo, y en especial en el XVIII, son los sermones la fuente privilegiada como espéculo del devenir,
mostrando a Lutero como “precursor de nuevas filosofías”. Con el estallido de las revoluciones,
estadounidense primero, francesa luego y finalmente vernácula (1810), “muchos clérigos harían de Lutero
el responsable de haber formulado mucho tiempo antes ideas que, con el paso de los años, derivarían en
errores que, según opinaban, socavarían los cimientos de la Iglesia. Se siguió repitiendo el infamante
estereotipo de Lutero relacionándolo ahora con los próceres del movimiento insurgente, en una
disparatada metamorfosis” (citas textuales están tomadas del resumen de la propia autora en AHIg 15
[2006]). Agregamos de nuestra parte que casi un siglo después, un Menéndez y Pelayo, en sus
Heterodoxos, insistía aún en ver enciclopedismo y ciclo de revoluciones burguesas y liberales como
nacidas de la libere interpretatio nacida con el factum de Wittemberg.

Lamentablemente, no existe ni por asomo un estudio semejante para el área sudamericana, y los
acercamientos parciales se centran, obviamente, en el área andina, más específicamente peruana, alto-
peruana (actual Bolivia) y quiteña. Sospechamos que la pauperización mayor al respecto se da en el Río
de la Plata, producto que marcha desde las viejas lides tradicionales clericales vs. liberales (siglo XIX
hasta el Concilio Vaticano II), hasta el indiferentismo académico de la universidad actual, que poca
atención ha prestado al tema en las laicas, y en las católicas recién se está iniciando una mirada menos
sectaria sobre la otrora idealizada América hispánico-católica. Esto vale para Argentina, Uruguay y tal vez
también Chile y Paraguay. Y, por supuesto, no nos corresponde a nosotros llenar este enorme vacío,
aunque la lectura directa de documentos, sermones, algunos textos literarios, primeros periódicos, etc.,
nos deja lugar a ciertas intuiciones que hasta presuntuosamente nos atreveremos a llamar “hipótesis” que
en algún momento habrá que ampliar, revisar, o hasta refutar. La enorme documentación, desde
Cartagena de Indias al Plata, édita e inédita, queda en un enorme porcentaje fuera de nuestras
posibilidades. Ídem, la iconografía. Tenemos estudios excelentes, por ejemplo, sobre la historia de las
“escuelas” artísticas coloniales y sobre motivos como lo “ángeles arcabuceros” o las Inmaculadas criollas.
Pero ningún relevamiento, que sepamos, de la presencia de Lutero, como tan vívida surge en la
imaginería guadalupana. Claro que la Virgen de Guadalupe alcanzó un valor cultual que no poseyó
ninguna advocación mariana sureña, salvo la mariolagización de Rosa de Lima. Y sin embargo a ésta,
muy estudiada por cierto, podemos verla con los fetiches típicos de la Contrarreforma, pero no
pisoteando al “hereje”.

Intuimos, sin embargo, que el proceso sudamericano corrió por cauces bastante paralelos a los trazados
por Mayer para la historia novohispana. Lutero sirve de espejo de lo que el Orbis Novus sureñono quiere
ser.

Aparece ya en los primeros teólogos y Cronistas de Indias, pero no existe una “teoría de la
compensación” que involucre a algún personaje ilustre, como sucede con Cortés en México. En primer
lugar, porque estos ámbitos son conquistados algo después, y por lo tanto pierden ese mágico encanto de
las falsas cronologías que se pueden trazar entre el vencedor de Tenochtitlán y Lutero; y Pizarro y
Almagro son, además, cuasi rebeldes que actúan por motivos propios, analfabeto el primero, y ambos
engarzados luego en una guerra civil que hasta produce el temor de una secesión peruano-española. Sus
figuras no llegan a la del “héroe” cristiano. La que más se acerca a este prototipo es el Valdivia de La
Araucana de Alonso de Ercilla, quien paradójicamente deja también una conmovedora imagen del indio.
Sin embargo, de manera ocasional, el “hereje” no deja de ser mencionado en las crónicas de Cieza de
León, el Inca Garcilaso, cronistas anónimos o hasta el inefable escritor mestizo Guamán Poma de Ayala.
Lutero opera como sinónimo de “lo maldito”, del Diablo mismo, casi sin encarnadura humana.
Pero es con la consolidación del aparato virreinal –burocracia, castas, explotación minera, sistemas de
punición- bajo los Austrias, que el nombre del “hereje” opera, no solo a nivel religioso como la sinécdoque
de la que hablamos más arriba, sino también en un plano que hoy llamaríamos “secular”. Si holandeses y
británicos asolan las costas americanas, es porque son “luteranos”. En la fluctuante política de alianzas
que Austrias y Borbones trazan en esos tres siglos de dominación, “luteranos” pueden serlo los ingleses o
los franceses, los portugueses-brasileños, y ni hablar de los Países Bajos cuando caen de la égida
hispánica. El término se inserta en una “dialéctica de la injuria”, para utilizar la categoría de Didier Eribon.
En el XVIII, las mismas rencillas inter-católicas se ven contaminadas con el término. Los romanistas se lo
endilgan a los regalistas y viceversa; los galicanos o “jansenistas” a los centralistas; jesuitas y anti-
jesuitas, antes y después del cierre de la Compañía, hacen uso y abuso del vocablo. Cuando la
Inquisición va perdiendo su poder y los libros empiezan a circular con mayor fluidez, se ve en las nuevas
filosofías, como sucede en México según Mayer, ramas postreras de la mala simiente de “Lutero”.
“Luteranas”, “heréticas”, “ateas” y hasta “judaicas” (¡los términos son perfectamente intercambiables!) son
la Enciclopedia de Diderot y D'Alambert, las obras de Rousseau, Voltaire, y las de autores hoy
semiolvidados, pero que hicieron furor en su momento: Volney (Las ruinas de Palmira) y el Abate Raynal
(Historia filosófica y política de los establecimientos y del comercio de los europeos en las dos Indias). Un
rencor persistente brota cuando los “luteranos” Alexander Von Humboldt y William Robertson (Historia de
América, 1777) describen las costumbres “decadentes” o “indolentes” de los criollos. En las rebeliones
indígenas, Túpac Amaru II escribe que encomenderos, visitadores y hasta parte del clero, son peores que
los “lutheranos y otros hereges”.

Si bajo los Austrias Lutero es el destructor diabólico de la “cristiandad”, bajo los Borbones es el
descompaginador del orbe todo, de las ideas indetenibles, de las revoluciones, de ese mundo que ya está
entrando, dejándolos afuera, en lo que hoy llamamos el primer capitalismo industrial y la consolidación
definitiva de la burguesía.

Los desastres de la España bajo los Bonaparte y las consiguientes búsquedas americanas de la
independencia, sorprenden al clero en medio de su propia crisis, reflejo de la eclesiástico-española
misma, que viene gestándose desde la segunda mitad del XVIII: el regalismo borbónico (“jansenista”,
“galicano”) y la oportunidad de una mayor autonomía episcopal contra los centralistas partidarios de la
sacralidad del Papado; el surgimiento de una “ilustración católica” versus el tomismo recalcitrante
impermeable a cualquier adelanto de los saberes; los nuevos conceptos seculares de soberanía versus el
verticalismo de modelo feudal. “Lutero” no puede desvanecerse ante tamaño sismo, sino cobrar un nuevo
aliento de malignidad afinada a los tiempos. Y una vez más, servirá a ambos bandos: al clero pro-español
(“godo”, “chapetón”, “gachupín”) y al pro-independencia, y a los sub-bandos internos. Para unos,
Napoleón es el Anticristo y el nuevo Lutero; la autonomía americana no es otra cosa que un cisma, una
herejía, como lo fueron las revoluciones de las colonias norteamericanas y la francesa; es un escindirse
de la España Sagrada y de la Roma que por mucho tiempo no reconocerá esas subversiones contra la
natural depositaria del patronazgo ni querrá cederlo a las nuevas y endebles “republiquetas”. No sin cierta
dosis de buena perspicacia, algunos entienden que es un mero cambiar de amo, del español al británico,
que tantos intereses económicos deposita en estas rebeliones; y por lo tanto, irse de un catolicismo
sufriente en la hora de su passio a la abierta herejía “luterana” de la hija de Albión. Pero mayores son las
contradicciones del clero independentista.

Éste debe justificar de algún modo la ruptura, pero es difícil utilizar las teorías que más facilitarían su
trabajo: las de los jesuitas, que en algún momento habían avalado una rebelión popular y hasta un
tiranicidio. Claro que el contexto de producción de esas consignas era otro: permitir a súbditos católicos
del XVII bajo príncipes protestantes una revuelta y un regreso a la “verdadera” grey. Y los jesuitas
estaban prohibidos, aquí y en la China. Muchos optaron, entonces, por un regreso a los orígenes, al in ille
tempore: España no tenía derecho alguno sobre América; se resucitaban los argumentos de Bartolomé de
las Casas, y se mostraban las masacres de la conquista como argumento para deshacerse del viejo
soberano. Más aún, invirtieron las fórmulas providencialistas de antaño: si en el XVI América había sido
una “compensación” por el cisma europeo, a comienzos del XIX la Reforma Protestante podía verse como
un castigo por los desastres de la Conquista. Pero ese mismo clero insistía en los nuevos peligros: que el
libre comercio introdujera la semilla protestante; que Gran Bretaña llenara de herejes el continente; que la
Iglesia se rompiera junto con los gritos libertarios; y sobre todo, ¡horror de los horrores!, que las nuevas
constituciones permitieran la libertad de cultos. Volveremos sobre el tema.

(continúa)

Nota bene: La fotografía "Monasterio a la luz" (Monasterio de San Isidoro del Campo, Sevilla) ha dido
tomada exclusivamente para este ensayo por © Sofía Serra Giráldez

28 febrero 2014

El Orbis Novus y el fantasma del protestantismo. Segunda


parte
III

Si en las experiencias protestantes de la América colonial esperamos hallar historias más edificantes que
las del orden indiano católico, postridentino y tomista, difícilmente tengamos éxito, salvo excepciones, que
en todas partes las hay. La pulla aún no concluida entre las apologéticas y hagiografías de ambos
bandos, o la supuesta humanidad de la conquista protestante de la América Anglosajona vs. la barbarie,
la “leyenda negra” y el artefacto inquisitorial de la ibérica, se derrumba enseguida incluso con la mera
anécdota: sírvannos de ejemplos los juicios a las brujas de Salem, el aberrante tráfico negrero, una
conquista y colonización de los pueblos originarios tan malhadadas como las hispánicas o lusitanas. Ya
tendremos ocasión de ver en detalle algunos ejemplos.
Pero vamos al grano y veamos cómo encararemos esta unidad.

Se ha dicho que en América Latina el protestantismo es un fenómeno “exógeno” y minoritario, puesto que
nace en experiencias de trasplante o misión, de Europa primero y Estados Unidos después. Stricto sensu
ello es verdad; en sentido laxo, toda experiencia cristiana en América es exógena, protestante en el norte
y católica en centro-sur, puesto que existieron, y perviven (y vaya que perviven), las religiosidades
amerindias; como también las forzosamente importadas espiritualidades africanas. Pero dado el hecho
del reparto, pacífico o violento, del continente entre diversas potencias, nos atendremos a ese
preconcepto de lo “exógeno”, recordando que los intentos protestantes de cuño español ya fueron
abortados en la propia península y en los albores de la conquista del Orbis Novus, como bien hemos
visto. Dejaremos para otras secciones: posibles experiencias “protestantes” más vernáculas, según se
desprenden de juicios inquisitoriales del XVI al XVIII; y el caso de los piratas caídos en las redes del
Santo Oficio. Entonces, nuestros límites deberían ser: territorios que hoy consideramos
“latinoamericanos”; tempus colonial; experiencias exógenas a las ibéricas. Pero los consideramos
insuficientes.

En primer lugar, ¿qué es “Latinoamérica”? Una invención académica francesa del siglo XIX para meter
cómodamente en la misma bolsa todo lo que no fuera anglosajón e imperialista more los Estados Unidos.
Una invención que no tiene en cuenta la predominancia de matrices indígenas o africanas, en algunos
casos tan amplias que, mestización de por medio, forman mayoría en comparación con supuestos
descendientes de Virgilio u Ovidio. Incluso el término se ha ensanchado para recoger territorios no
colonizados por Iberia sino por Holanda, Gran Bretaña, como las tantas Islas-Estados del Caribe, o
Surinam, Guyana, Belice… Contrariamente, un territorio francófono como el Quebec difícilmente sea
considerado “latinoamericano”, y Groenlandia, esa gran excluida de la historia del Orbis Novus, queda sin
nomenclador alguno. Por lo tanto, nuestro racconto será amplio, e incluirá las de territorios más “exóticos”
o difíciles de encasillar, como los usurpados a sitios considerados ibéricos o más tarde, a las repúblicas
independizadas: casos de las Guayanas, tantas islas del Caribe, la "Honduras Brotánica".... En cuanto a
lo temporal, comenzamos con el siglo XVI, pero no necesariamente nos detendremos en 1810, cuando
comienzan las guerras independentistas, dado que resta un largo plazo para que desde esa fecha se
constituyan los Estados-Nación propiamente dichos y con las endebleces que sabemos. Nuestro límite
deberían ser las políticas liberales del XIX que, en muchos casos, promoverán la tolerancia de cultos e
inclusive la inmigración protestante; período que también coincide, a grandes rasgos, con el auge del
misionerismo evangélico, británico primero, yanqui después; pero en ocasiones iremos más lejos, es
decir, más cerca de nuestros días. La bibliografía será vasta, pero reconocemos la deuda con el clásico
de Jean Pierre Bastian, Historia del Protestantismo en América Latina (1990), bella síntesis, bello hilo de
Ariadna del que sin embargo nos permitiremos apartarnos muchas veces. Nos centraremos también, por
mero capricho lúdico, en algunas fuentes primarias exquisitas, como la relación Viaje a las tierras del
Brasil de Jean de Léry.

A − La Colonia Welser
Paradójicamente, debemos la primera experiencia “protestante” –si así puede llamársele- al endeudado
crónico Carlos V. Dejemos la privilegiada palabra a nuestro común amigo Fray Bartolomé de las Casas
para ver los resultados:

En el año de mil e quinientos e veinte y seis, con engaños y persuasiones dañosas que se hicieron al Rey
nuestro señor, como siempre se ha trabajado de le encubrir la verdad de los daños y perdiciones que Dios
y las ánimas y su estado rescibían en aquellas Indias, dió e concedió un gran reino, mucho mayor que
toda España, que es el de Venezuela, con la gobernación e jurisdición total, a los mercaderes de
Alemania, con cierta capitulación e concierto o asiento que con ellos se hizo. Estos, entrados con
trecientos hombres o más en aquellas tierras, hallaron aquellas gentes mansísimas ovejas, como y mucho
más que los otros las suelen hallar en todas las partes de las Indias antes que les hagan daño los
españoles. Entraron en ellas, más pienso, sin comparación, cruelmente que ninguno de los otros tiranos
que hemos dicho, e más irracional e furiosamente que crudelísimos tigres y que rabiosos lobos y leones.
Porque con mayor ansia y ceguedad rabiosa de avaricia y, más exquisitas maneras e industrias para
haber y robar plata y oro que todos los de antes, pospuesto todo temor a Dios y al rey e vergüenza de las
gentes, olvidados que eran hombres mortales, como más libertados, poseyendo toda la jurisdicción de la
tierra, tuvieron.
Han asolado, destruído y despoblado estos demonios encarnados más de cuatrocientas leguas de tierras
felicísimas, y en ellas grandes y admirables provincias, valles de cuarenta leguas, regiones amenísimas,
poblaciones muy grandes, riquísimas de gentes y oro. Han muerto y despedazado totalmente grandes y
diversas naciones, muchas lenguas que no han dejado persona que las hable, si no son algunos que se
habrán metido en las cavernas y entrañas de la tierra huyendo de tan extraño e pestilencial cuchillo. Más
han muerto y destruído y echado a los infiernos de aquellas innocentes generaciones, por estrañas y
varias y nuevas maneras de cruel iniquidad e impiedad (a lo que creo) de cuatro y cinco cuentos de
ánimas; e hoy, en este día, no cesan actualmente de las echar. De infinitas e inmensas injusticias,
insultos y estragos que han hecho e hoy hacen, quiero decir tres o cuatro no más, por los cuales se
podrán juzgar los que, para efectuar las grandes destruiciones y despoblaciones que arriba decimos,
pueden haber hecho.

Prendieron al señor supremo de toda aquella provincia sin causa ninguna, más de por sacalle oro dándole
tormentos; soltóse y huyó, e fuése a los montes y alborotóse, e amedrentóse toda la gente de la tierra,
escondiéndose por los montes y breñas; hacen entradas los españoles contra ellos para irlos a buscar;
hállanlos; hacen crueles matanzas, e todos los que toman a vida véndenlos en públicas almonedas por
esclavos. En muchas provincias, y en todas donde quiera que llegaban, antes que prendiesen al universal
señor, los salían a rescibir con cantares y bailes e con muchos presentes de oro en gran cantidad; el pago
que les daban, por sembrar su temor en toda aquella tierra, hacíalos meter a espada e hacerlos pedazos.

Una vez, saliéndoles a rescibir de la manera dicha, hace el capitán, alemán tirano, meter en una gran
casa de paja mucha cantidad de gente y hácelos hacer pedazos. Y porque la casa tenía unas vigas en lo
alto, subiéronse en ellas mucha gente huyendo de las sangrientas manos de aquellos hombres o bestias
sin piedad y de sus espadas: mandó el infernal hombre pegar fuego a la casa, donde todos los que
quedaron fueron quemados vivos. Despoblóse por esta causa gran número de pueblos, huyéndose toda
la gente por las montañas, donde pensaban salvarse.

Llegaron a otra gran providencia, en los confines de la provincia e reino de Sancta Marta; hallaron los
indios en sus casas, en sus pueblos y haciendas, pacíficos e ocupados. Estuvieron mucho tiempo con
ellos comiéndoles sus haciendas e los indios sirviéndoles como si las vidas y salvación les hobieran de
dar, e sufriéndoles sus continuas opresiones e importunidades ordinarias, que son intolerables, y que
come más un tragón español en un día que bastaría para un mes en una casa donde haya diez personas
de indios. Diéronles en este tiempo mucha suma de oro, de su propia voluntad, con otras innumerables
buenas obras que les hicieron. Al cabo que ya se quisieron los tiranos ir, acordaron de pagarles las
posadas por esta manera. Mandó el tirano alemán, gobernador (y también, a lo que creemos, hereje,
porque ni oía misa ni la dejaba de oír a muchos, con otros indicios de luterano que se le conoscieron), que
prendiesen a todos los indios con sus mujeres e hijos que pudieron, e métenlos en un corral grande o
cerca de palos que para ellos se hizo, e hízoles saber que el que quisiese salir y ser libre que se había de
rescatar de voluntad del inicuo gobernador, dando tanto oro por sí e tanto por su mujer e por cada hijo. Y
por más los apretar mandó que no les metiesen alguna comida hasta que les trujesen el oro que les pedía
por su rescate. Enviaron muchos a sus casas por oro y rescatábanse según podían; soltábamos e íbanse
a sus labranzas y casas a hacer su comida: enviaba el tirano ciertos ladrones salteadores españoles que
tornasen a prender los tristes indios rescatados una vez; traíanlos al corral, dábanles el tormento de la
hambre y sed hasta que otra vez se rescatasen. Hobo destos muchos que dos o tres veces fueron presos
y rescatados; otros que no podían ni tenían tanto, porque le habían dado todo el oro que poseían, los dejó
en el corral perecer hasta que murieron de hambre.

Desta dejó perdida y asolada y despoblada una provincia riquísima de gente y oro que tiene un valle de
cuarenta leguas, y en ella quemó pueblo que tenía mil casas.

Acordó este tirano infernal de ir la tierra dentro, con codicia e ansia de descubrir por aquella parte el
infierno del Perú. Para este infelice viaje llevó él y los demás infinitos indios cargados con cargas de tres y
cuatro arrobas, ensartados en cadenas. Cansábase alguno o desmayaba de hambre y del trabajo e
flaqueza. Cortábanle luego la cabeza por la collera de la cadena, por no pararse a desensartar los otros
que iban en los colleras de más afuera, e caía la cabeza a una parte y el cuerpo a otra e repartían la
carga de éste sobre las que llevaban los otros. Decir las provincias que asoló, las ciudades e lugares que
quemó, porque son todas las casas de paja; las gentes que mató, las crueldades que en particulares
matanzas que hizo perpetró en este camino, no es cosa creíble, pero espantable y verdadera. Fueron por
allí después, por aquellos caminos, otros tiranos que sucedieron de la mesma Venezuela, e otros de la
provincia de Sancta Marta, con la mesma sancta intención de descubrir aquella casa sancta del oro del
Perú, y hallaron toda la tierra más de docientas leguas tan quemada y despoblada y desierta, siendo
poblatísima e felicísima como es dicho, que ellos mesmos, aunque tiranos e crueles, se admiraron y
espantaron de ver el rastro por donde aquél había ido, de tan lamentable perdición.

Todas estas cosas están probadas con muchos testigos por el fiscal del Consejo de las Indias, e la
probanza está en el mesmo Consejo, e nunca quemaron vivos a ningunos destos tan nefandos tiranos.
(…) Y aun esto no saben averiguar, ni hacer, ni encarecer como deben, porque si hiciesen lo que deben a
Dios y al rey hallarían que los dichos tiranos alemanes más han robado al rey de tres millones de
castellanos de oro. Porque aquellas provincias de Venezuela, con las que más han estragado, asolado y
despoblado más de cuatrocientas leguas (como dije), es la tierra más rica y más próspera de oro y era de
población que hay en el mundo. Y más renta le han estorbado y echado a perder, que tuvieran los reyes
de España de aquel reino, de dos millones, en diez y seis años que ha que los tiranos enemigos de Dios y
del rey las comenzaron a destruir. Y estos daños, de aquí a la fin del mundo no hay esperanza de ser
recobrados, si no hiciese Dios por milagro resuscitar tantos cuentos de ánimas muertas. Estos son los
daños temporales del rey: sería bien considerar qué tales y qué tantos son los daños, deshonras,
blasfemias, infamias de Dios y de su ley, y con qué se recompensarán tan innumerables ánimas como
están ardiendo en los infiernos por la codicia e inhumanidad de aquestos tiranos animales o alemanes.
Con sólo esto quiero su infidelidad e ferocidad concluir: que desde que en la tierra entraron hasta hoy,
conviene a saber, estos diez y seis años, han enviado muchos navíos cargados e llenos de indios por la
mar a vender a Sancta Marta e a la isla Española e Jamaica y la isla de Sant Juan por esclavos, más de
un cuento de indios, e hoy en este día los envían, año de mil e quinientos e cuarenta y dos, viendo y
disimulando el Audiencia real de la isla Española, antes favoresciéndolo, como todas las otras infinitas
tiranías e perdiciones (que se han hecho en toda aquella costa de tierra firme, que son más de
cuatrocientas leguas que han estado e hoy están estas de Venezuela y Sancta Marta debajo de su
jurisdición) que pudieran estorbar e remediar. Todos estos indios no ha habido más causa para los hacer
esclavos de sola perversa, ciega e obstinada voluntad, por cumplir con su insaciable codicia de dineros de
aquellos avarísimos tiranos como todos los otros siempre en todas las Indias han hecho, tomando
aquellos corderos y ovejas de sus casas e a sus mujeres e hijos por las maneras crueles y nefarias ya
dichas, y echarles el hierro del rey para venderlos por esclavos.

Por el estilo podemos colegir pronto que se trata de un parágrafo de la celebérrima Brevísima relacion de
la destruición de las Indias. Lamentablemente, aunque sepamos que el buen sevillano tiende a la
hipérbole, y a veces hasta lo inaudito, en este caso no exagera; así lo muestran otros cronistas,
sospechables por su anti-luteranismo, pero también la documentación salvada en España y la de la propia
colonia. Sólo que el Rey no fue tan inocente como querría Las Casas (o su fino olfato para la realpolitik).
Los Welser estaban entonces entre los principales y más ricos banqueros del XVI, y eran los salvadores y
extorsionadores natos del Emperador. En 1526, Carlos V se casó con Isabel y recurrió a ellos para
sufragar los gastos; ni lentos ni perezosos, le pidieron Venezuela, famosa por su supuesto oro. El rey
accedió; los banqueros traspasaron los derechos a Ambrosio Alfinger y Georg Ehinger en 1528. El
primero fue gobernador de la colonia, y vicegobernador Nikolaus Federmann; muchos de los inmigrantes
también eran alemanes, y reclutados en Augsburgo, una ciudad recién traspasada al luteranismo por
decisión de su Príncipe. Sabemos que, antes de los edictos de tolerancia, la regla de oro era: el príncipe
es de una religión, todos sus súbditos se convierten a la misma; el que no, al exilio o algo peor. En otros
casos, la actitud era más flexible; si estos alemanes, pues, eran luteranos, lo eran de barniz y por
imposición posiblemente. Continúa hasta hoy la discusión sobre la religiosidad de estos colonos, si es que
poseían religiosidad alguna. Muchos aducen que al embarcarse en San Lúcar debieron presentar
certificados de buenos católicos, pero un certificado nada dice, y más si los recién convertidos podían
responder un formulario sobre una religión que les había sido familiar hasta muy poco tiempo atrás.
Quedan indicios del anticatolicismo de algunos miembros. También, de las luchas interminables entre
germanos y españoles, fuere por motivos religiosos, “nacionalistas” o idiosincráticos. Aunque legalmente
seguía perteneciendo a la corona española, se la llamó Klein-Venedig (“pequeña [!] Venecia”), y en su
momento de clímax alcanzó casi la totalidad del actual territorio venezolano −salvo el sur, correspondiente
a la Amazonía-, y una pequeña zona lindante de la hoy Colombia; pero los afanes expansionistas se
dirigieron también en la búsqueda del mítico Eldorado, el Caribe, y los actuales Panamá y Nicaragua. Los
intereses se centraron en la explotación de minas, expropiación de tesoros indígenas, y tráfico de
naturales pese a la prohibición vigente desde los Reyes Católicos; se calcula que se superó el millón de
individuos puestos a la venta en los propios mercados españoles, bajo la vista gorda de, o soborno de por
medio a, Audiencias y demás autoridades. No hubo intento alguno de proselitismo, ni católico ni luterano;
las masacres fueron cosa corriente, y un indio llegó a envenenar en represalia a Alfinger. Internas civiles
de hispanos y teutones, enfermedades tropicales…, y la Parca hizo el resto. Los pocos sobrevivientes,
como Nikolaus Federmann, que fue uno de los cofundadores de Bogotá y en España publicó su Bella y
agradable narración del primer viaje de Nicolás Federman, el joven de Ulm, terminaron enjuiciados, no
solo por la Corona, sino por la Banca Welser: ambas habían sido ecuánimemente estafadas por estos
aventureros, luteranos o católicos, pero en el fondo más nefastos que los peores demonios que los indios
del Orinoco y adyacencias hubieran podido urdir en sus vastas mitologías. La experiencia había durado
de 1528 a 1546.
*

B − Hugonotes en Río de Janeiro

Muestran los salvajes su caridad natural regalándose mutuamente con productos de caza, peces, frutas y
otros bienes del país; aprecian tanto esa virtud que morirían de vergüenza si viesen al vecino sufrir la falta
de algo que ellos poseen; y con la misma liberalidad tratan a sus aliados. (…) Viéndonos horriblemente
arañados de espinos, nos mostraron enorme compasión, ellos, a quienes llamamos bárbaros, pero bien
diferentes de nuestros hipócritas de piedad formalista que para la consolación de los afligidos sólo usan
palabras estúpidas. (…) Es difícil enumerar todo lo que hicieron para servirnos; se puede decir, en suma,
que hicieron lo que San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, relata que realizaron los bárbaros de la
isla de Malta con San Pablo y sus compañeros escapados del naufragio. (…) Muchas veces me he
lamentado de no haberme quedado a vivir con los salvajes, en los cuales, como demostré, observé más
franqueza que en muchos nobles nuestros con rótulo de cristianos.

Estas palabras no pertenecen ni a una trama de ficción ni a un manifiesto indigenista; tampoco a un


ferviente discípulo de Las Casas. Se engarzan dentro de una historia que permanece entre las más
apasionantes y desconocidas (con la posible salvedad del ámbito brasileño) de la colonización de
América. Historia de una experiencia breve y efímera, pero que involucró nada menos que al rey de
Francia y a Juan Calvino; que posee como protagonista a un vicealmirante contradictorio, cruel,
paroxístico, digno de una de esas inolvidables novelas de mar de un Melville, un Jack London o un
Joseph Conrad; que fue relatada ya en su propia época por plumas privilegiadas, entre las cuales
honraremos a la de Jean de Léry (1534-1611), empenumbrado hoy, pero autor de un libro inolvidable
cuando se lo ha leído, y portador de una prosa tersa y segura casi digna de un Montaigne. Historia que ha
merecido una novela con su premio Goncourt (Rouge Brésil, de Jean-Christophe Rufin, 2001), pero que
aún espera su película, como ya la tuvo la experiencia jesuítico-guaranítica en The Mission de Roland
Joffé. ¡Ah, si este tema fuera encarado por un Werner Herzog, por ejemplo…!

Pasemos a repasar las fuentes


primarias en las que nos hemos basado, además de las secundarias de rigor. Son relativamente
abundantes, y permiten un cuadro bastante certero a la hora de fijar el relato; es lamentable que la
mayoría de ellas carezcan de traducción castellana, así que nos hemos valido de las versiones originales,
francesas siempre, y ayudado con traducciones brasileñas, que con sus notas críticas e introducciones,
amén del aligeramiento de las frases interminables y los períodos infinitos del francés del XVI, nos han
sido de inestimable salvaguarda. Enumerémoslas. De André Thevet (1516-1590), fraile franciscano y
cosmógrafo oficial de la corona francesa, parágrafos de su Cosmographie Universelle (1575) y, sobre
todo, Les singularitez de la France antarctique, autrement nommee Amerique, & de plusieurs terres et
isles decouvertes de nostre temps (1558); nos hemos aprovechado también de la traducción al portugués
de Eugênio Amado, As singularidades da França Antártica. Los saberes de Thevet han sido denostados y
rehabilitados; fue relativamente breve su estancia en Brasil, pero pudo recoger muchos datos, aunque no
siempre de primera mano ni siempre fiables; en cuanto a la experiencia hugonota, además de sus
prejuicios entendibles, miente descaradamente, ya que la simple cronología nos demuestra que nunca se
cruzó con los enviados de Calvino. De Jean Crespin (1520-1572), abogado, impresor y escritor calvinista,
su voluminosa Histoire des martyrs (1554-64), un martirologio protestante que va de los pre-reformados a
sus propios tiempos; hemos tenido a la vista una reedición de 1885, y también las traducciones al
portugués de Domingos Ribeiro y al español de Gonzalo Báez-Camargo, del episodio específico de Río
(Los mártires de Río de Janeiro). De Jean de Léry, protagonista de los hechos y luego pastor calvinista,
su brillante Histoire d'un voyage fait en la terre du Brésil, autrement dit Amérique (1578 y ss.); hemos
consultado una edición de 1600, la clásica de Paul Gaffarel (1880), y la traducción con notas críticas de
Sérgio Milliet y Plínio Ayrosa, Viagem à terra do Brasil. Verdadero best-seller de su tiempo, mereció
múltiples reediciones y traducciones, como atrapante libro de viajes que era; otras geografías exóticas y
nuevos viajeros lo relegaron al olvido, hasta su resurrección en el XX, con las reivindicaciones de un
Claude Lévi-Strauss (Tristes trópicos) o un Michel de Certeau (La escritura de la historia); suyo es el
párrafo con que iniciamos esta sección. De Juan Calvino se puede espigar en los volúmenes de su
Correspondencia. Existen además numerosos opúsculos de muchos participantes de la aventura,
cargados de odio y apologética, pero que nos ayudan a recrear el ambiente de época. Agregamos que,
salvo en el caso de Báez-Camargo, las traducciones de citas textuales o las paráfrasis nos pertenecen.
Hemos optado, como en el caso de los brasileños, por aligerar a veces la densa prosa de ese entonces.
*
La Francia del XVI está totalmente atravesada por ese fenómeno político, social, económico y no
solamente teológico que ha pasado a los manuales como las Guerres de religion. No es nuestro propósito
analizarlas aquí; sírvanos apenas situarnos en el reinado de Enrique II (1547-1559), heredero de la fobia
antiprotestante de su padre Francisco I, en un período en que se consolidan, desde la nobleza al bajo
pueblo, el Partido Hugonote (la etimología del término dado a los calvinistas galos sigue en discusión) y la
Liga Católica. Sin embargo, la política religiosa de Enrique también supo fluctuar entre la quemazón de
“herejes” y una relativa tolerancia según sus conveniencias del momento. Calvino ya ha logrado la huida y
la instauración de su férrea teocracia en Ginebra, adonde llegan muchos fugitivos (como nuestro Jean de
Léry, hijo de un zapatero y luego estudiante de teología), pero Francia es un polvorín que estallará con
toda su fuerza reprimida unas décadas después.

Es aquí donde entra en


juego la compleja figura de Nicolas Durand de Villegagnon (1510-1571), abogado, militar, marino, gran
lector, humanista casi en sus saberes, metido a teólogo con veleidades que asombran al menos avispado.
Bretón de origen, en su vida de estudiante universitario fue compañero del jovencísimo Calvino, con quien
mantendría luego correspondencia. Sin embargo, entró en la Orden de San Juan de Jerusalén y fue
nombrado Caballero de Malta, no impidiéndole esto el entremezclar lecturas bíblicas, patrísticas y
escolásticas con las de los Reformadores; el misterio de su conciencia religiosa sigue sin develársenos:
cuánto de sinceridad existió al tomar diversos partidos, cuánto de lucha íntima propia de una época
escindida por crisis e iracundias de fe. Si no pudo resolverlos en su fuero íntimo, la lamentable
consecuencia fue la crueldad para con su prójimo, católico hoy, calvinista mañana. Como un Quijote o
una Bovary de la teología, devino aventurero además de trasegador libresco, pero sin la bonhomía del
primero ni el hastío de la segunda.

Villegagnon participó en importantes empresas militares de su tiempo; combatió en varias oportunidades


a los “turcos” (designación entonces de cualquier musulmán): en Argelia bajo Carlos V, en Malta, Trípoli,
Hungría y el Piamonte bajo la égida francesa. Con barcos de galeras logró la hazaña increíble de entrar
en las islas británicas por el norte, socorrer a los escoceses y secuestrar a María Estuardo, que Enrique II
buscaba como consorte para su hijo Francisco, en una efímera unificación de las coronas. Dejó algunas
relaciones sobre estos acontecimientos, que lo hicieron digno del ascenso a Vicealmirante de las Fuerzas
de Bretaña. En 1555 llegó el acontecimiento más importante de su vida, cuyos orígenes siguen confusos.
Su superior, el Almirante y noble Gaspard II de Coligny (1519-1572), adherido a los hugonotes, logró la
venia del rey para fundar una colonia francesa en el Brasil, país de donde llegaban informes fantásticos
junto con el comercio del famoso palo-brasil, utilizado en ebanistería, construcción de instrumentos
musicales y, sobre todo, indelebles tinturas. Se sabía que esas tierras, por bula papal, pertenecían por
derecho a Portugal; pero éste no había emprendido una colonización sistemática aún al modo de los
españoles, sino más bien fundado factorías para el comercio de esa madera, otros productos regionales y
esclavos. Las fuentes se contradicen; para algunas, Villegagnon convenció de la aventura a su superior;
para otras, fue Coligny quien, además de un interés económico, vio la oportunidad de crear una Francia
ultramarina que sirviera de refugio a sus correligionarios. Como fuere, Coligny jamás pisó el Orbis Novus,
y Enrique II vislumbró la coyuntura de una colonia redituable y una posible manera de sacarse a los
hugonotes de encima sin tener que gastar en fogatas que únicamente reencendían los ánimos ya
suficientemente caldeados. El territorio se llamaría “Francia Antártica”; no nos riamos al pensar en tal
nombre para una zona tropical capaz de los 50ºC. Antártico significaba entonces simplemente meridional
o sureño. Lo cierto es que nuestro bretón se conformó con la erección del Fort Coligny, en circunstancias
que ya expondremos.
Villegagnon
se dedicó a reclutar hugonotes con mil promesas de libertad y tolerancia; también recogió artesanos
hábiles, simples mercenarios, marineros variopintos, una suerte de guardia de corps escocesa, y ninguna
mujer. Y ningún ministro religioso de denominación alguna, pese al entusiasmo de Calvino. Resulta
increíble cómo nuestro Reformador, de olfato tan fino, se dejó engatusar dos veces por su ex camarada.
Sí llevó niños para que aprendieran la lengua de los “salvajes”. Partió con dos grandes navíos y arribó a
América en octubre de 1555. Eligió la Bahía de Guanabara, donde hoy se yergue Río de Janeiro; había
sido descubierta por los portugueses un 1º de enero (janeiro) de 1502, pero no había factorías sino
bastante lejos. Pese a que en el continente fue bien recibido por los indios tupinambás (preferimos la
denominación brasileña a las castellanizaciones), etnia costera perteneciente al gran tronco tupí-guaraní,
que les ofrecieron alimentos y hospitalidad por el mero hecho de ser franceses (odiaban exquisitamente a
los portugueses hasta el punto de incluirlos en su dieta gastronómica), y que en la bahía desembocaban
muchos ríos de agua dulce, Villegagnon eligió una isla árida y desierta, con aguas salobres cuando no
putrefactas, y comenzó a erigir un interminable fuerte de piedras, sometiendo a tarea de esclavos no
solamente a los propiamente dichos (africanos e indios enemigos comprados a los tupinambás), sino a los
supuestos colonos y a su propio círculo íntimo. Las rebeliones no se hicieron esperar, pero fueron
aplastadas inmediatamente, creciendo los temores persecutorios de nuestro Vicealmirante hasta un punto
obsesivo en el cuidado de las armas y en la creación de mazmorras y salas de tortura, un uso abusivo de
cepos, grilletes y castigos corporales, y un racionamiento avaro de la comida que no condecía con la
abundancia de caza, pesca y harina de mandioca que los indios donaban generosamente o
intercambiaban por bagatelas. Villegagnon ejerció un poder absoluto sobre cuerpos desnutridos y
enfermos, teniendo el “paraíso” colombino casi a su disposición; trazó hábilmente una red de espionajes y
contraespionajes que por mucho tiempo pudo manejar a piacere. Su fuerte fue también objeto de
caprichos: un día mandaba demoler lo que había conllevado sudores, para iniciar una nueva empresa.
Envió indiecitos prisioneros como pajes para el rey de Francia, pero no se molestó en proselitismo alguno;
llegó a ser cruel con las tribus a las que casi debía su subsistencia: la paciencia de los tupinambás,
conocidos ante todo por su antropofagia, fue casi infinita. A falta de clero, se erigió en predicador laico, en
sermoneador ad hoc, con un rigorismo coincidente con su praxis. Quería arremeter contra los “vicios” de
los marineros y del bajo pueblo; hay que reconocer que asumía en su propia carne ese ascetismo
extremo. Por un tiempo su “asesor” teológico fue un tal Jean Cointac, estudiante de la Sorbona; tampoco
despreció los consejos del ya mencionado franciscano y cosmógrafo André Thevet, en su breve visita.
Pero a mediados de 1556 envió una carta a Ginebra, a Calvino y su consistorio, pidiéndoles ministros
reformados, prometiendo plantar una iglesia que fuera casi un calco de la suiza, para evitar los vicios y
propagar la verdadera fe entre sus propios colonos y los “bárbaros”; se reconoció a sí mismo como
alguien que ya no podía encargarse de los quehaceres religiosos, lo que por otra parte era casi una
usurpación. Necesitaba teólogos virtuosos que pusieran orden, pero también artesanos y mujeres
casaderas para asentar la colonia de una manera digna. Se mostró como un protestante convencido y
humilde. Calvino y compañía le creyeron. Más aún, vieron allí la infalible mano de Dios capaz de extender
su accionar en tierras tan lejanas. Dos pastores capaces fueron los asignados para esta cuasi réplica de
los tiempos apostólicos: Pierre Richer, de unos 50 años (1506-1580), y Guillaume Chartier, nacido hacia
1525 y por ende unos veinte años más joven. Los acompañaban múltiples artesanos y trabajadores
calvinistas, algunos bastante avezados en teología, como nuestro entonces estudiante Jean de Léry.
También su mecenas, Philippe de Corguilleray, seigneur Du Pont, hugonote exiliado. El viaje fue arduo y
peligroso; los marinos, hijos de una época donde la piratería era cosa cotidiana, asaltaron y desvalijaron
barcos, y dejaron inhumanamente a la deriva y sin alimentos a unos pobres portugueses; nuestros
ginebrinos recibían así una triste propedéutica para cosas peores. Arribaron a Fort Coligny a comienzos
de 1557. La carta que Villegagnon dirigió a Calvino entonces rezumaba de exultación y gratitud; la
realidad era muy otra.

La popular
frase de que “la realidad supera a la ficción” no puede ser más pertinente en este caso. Imaginémonos
una isla tórrida, donde se pasa hambre, calor y sed, donde se está rodeado de indios caníbales y
portugueses al acecho, e inclusive del cercano continente con sus selvas exuberantes y sus tribus en
perpetua disputa. En ese escenario, un grupo de europeos trasplantados, disputan sobre la Biblia, la
transustanciación, el celibato, las minucias del ritual eucarístico, y mechan sus diatribas con citas de San
Agustín, San Cipriano, San Clemente Alejandrino, Tertuliano, los credos de Nicea y Calcedonia, los
escolásticos y los reformadores, en un extravagante mundo paralelo en el que se empecinan en vivir.
Porque lo extravagante o exótico es para ellos ese mundo frondoso e incógnito que tienen a escasos
metros. Así fue la experiencia hugonota en la Bahía de Guanabara tras la llegada de los pastores.
*
Las palabras de recibimiento no pudieron ser más alentadoras: “En cuanto a mí, desde hace mucho y de
todo corazón desee tal cosa y os recibo de enorme buen grado, tanto que aspiro a que nuestra iglesia sea
la más reformada de todas. Quiero que los vicios sean reprimidos, y el lujo del vestuario condenado, y
que se remueva de nuestro medio todo cuanto pueda perjudicar el servicio a Dios”. Minutos antes no
había escatimado las salvas de artillería ni los fuegos de artificio. “Señor Dios, te doy las gracias por
haberme enviado lo que tanto tiempo vengo anhelantemente rogando (…) Mi intención es crear un refugio
para los fieles perseguidos en Francia, España o cualquier otro país de allende, a fin de que, sin temer a
rey, emperador ni ningún otro potentado, puedan servir a Dios con pureza conforme a su voluntad”. Se
reunió a la comunidad, y el pastor Richer oró y dirigió el canto del Salmo 27: “Pedí al Señor una sola cosa,
que aún reclamaré, que es poder habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida”. Villegagnon
rezaba compungidamente.

Pero ese mismo día los recién llegados descubrieron las condiciones de vida: poco alimento, basado en
harina de mandioca, y un agua en estado pésimo. Y al siguiente, flacos y molidos como estaban tras el
largo viaje, fueron puestos a picar piedras y cargar tierra desde la madrugada hasta la noche; Richer
momentáneamente no se amilanó, e instó a los suyos a laborar con alegría. No se dejó de organizar el
culto: oraciones públicas todas las noches después del trabajo, dos predicaciones el domingo turnándose
los ministros, y los sacramentos dados de acuerdo a la iglesia reformada. Se impondría la disciplina
eclesiástica a los pecadores, y se celebraría la Cena del Señor una vez al mes. La primera se realizó el
21 de marzo de ese 1577. No empezó bajo buenos augurios.
Richer predicó su sermón, continuamente interrumpido por disquisiciones o controversias del ahora
desplazado Jean Cointac. Siguió la confesión de fe de los presentes; de creerle a Léry, la de Villegagnon
valió por un sermón en sí mismo, y de los largos. Espetó una sarta de desahogos, declaraciones y
jaculatorias, pero no dejó de desplazar sus dudas en cuanto a la transustanciación, consustanciación o
mero símbolo del pan y del vino. Luego llegó un momento humillante para Jean Cointac, que para
participar de la eucaristía debió abjurar de todo posible pasado “papista” o “romanista”, como se decía
entonces. Un espíritu de discordia se instaló enseguida para no irse jamás.
Villegagnon comenzó a discutir el tema de la eucaristía de una manera obsesiva. A su modo, tenía una
confusión entre la postura católica y la de las iglesias de la Reforma. Sabemos que el arco varía de una
confesión a otra: desde el pan y el vino convertidos en carne y sangre real de Cristo y de su misma
sustancia en la romanista, hasta la de ser meros símbolos en el calvinismo, pan y vino que representan o
significan sin transformarse en nada, y sólo santificados por la mano del ministro ordenado. Las
posiciones luteranas y zwinglianas pueden considerarse intermedias. Pero Villegagnon quería conciliar
todas las posiciones; en realidad, estaba aferrado a su pasado y no se conformaba con símbolos sino con
la misteriosa metamorfosis eucarística more católico. También disputó por qué no se le agregaba agua al
vino, como algunos Padres habían enseñado, ya que en el momento de la lanza en el costado, de Cristo
había manado sangre y agua. Porqué en los bautismos se usaba solamente agua y no óleos, saliva y
otros aditamentos. Cuando se realizaron las primeras bodas con las mujeres traídas a bordo, ni las
nupcias dejaron de sufrir estorbo. Luego de uno de los casamientos, Villegagnon comenzó a los gritos con
el mentado tema del bautismo, y si hasta unas horas atrás se llenaba la boca con elogios a Calvino como
el mayor doctor de todos los tiempos, ahora hablaba pestes de la nueva “secta”. Se intercambiaron
injurias, y volaron como flechas citas de la Biblia y de Padres griegos y latinos en ambas direcciones.
Villegagnon aseguró que ya no asistiría a los cultos, y que despacharía al otro pastor, Chartier, en el
primer barco que pudiese, con una serie de puntos sobre la Cena y el Bautismo que deberían ser
respondidos por la propia Ginebra y no por estos mequetrefes recién llegados. Cumplió con su palabra y
Chartier fue remitido, aunque lamentablemente no quedan huellas de su misión. Que hubiera sido inútil de
todos modos: en la cena de Pentecostés, el Vicealmirante renegó de Calvino y lo declaró formalmente
hereje; restringió las prédicas a media hora y finalmente las prohibió del todo.

Algo que sorprende es la fuerte represión sexual que Villegagnon impuso en la colonia y, repitámoslo,
incluso en su propio cuerpo. Represión que llamó la atención (y compasión) de los mismos calvinistas,
paradoja notable si se tiene en cuenta su rigorismo ya proverbial. El Vicealmirante no perdonaba las
incursiones en el continente con propósitos eróticos; llegó a castigarlos con cepos, torturas y ayunos
interminables que pusieron al borde de la muerte a los “pecadores”, salvados muchas veces por la
intercesión de los ministros o sus allegados. A una india esclava que “provocó” deseos sexuales se le
derramó tocino hirviendo dentro de su ano. De esos maltratos no se salvaban indios, ni negros, ni
blancos; prohibió el mestizaje como un nazi avant-la-lettre. Salvo los pocos casamientos efectuados con
las mujeres de la segunda expedición, Fort Coligny devino en un reducto de obligados célibes;
Villegagnon mismo jamás se casó. Vigilaba la escapatoria de la sodomía, y en un caso comprobado entre
marineros, uno de ellos buscó refugio entre los calvinistas, tremendamente asustado y arrepentido al
punto de buscar suicidarse por ahorcamiento o ahogo; nuevamente, los ginebrinos lo salvaron.

Las disputas eucarísticas llegaron a los propios reformados: las reservas de harina de trigo y de vino
cesaron. Unos creyeron que había que dejar de celebrarla, puesto que Cristo la había instituido pura y
exclusivamente con esos elementos; otros, más realistas, adujeron que Judea era Judea y Brasil, Brasil.
De vivir Cristo en Brasil, hubiera utilizado pan de mandioca y las bebidas del lugar. Triunfó la posición
menos conservadora, pero fue la última Cena celebrada en el fuerte; en octubre, fueron expulsados a
tierra firme, entre los “salvajes”. Al fin de cuentas, por el momento, fue una liberación. Por lo menos para
Jean de Léry, quien residió un año con los tupinambás sin dejar de extrañarlos en su regreso a Europa.
*

Mucho se ha escrito y discutido sobre el libro y la propia persona de Léry. Se ha visto en él desde un
proto-etnógrafo nutrido de especial sensibilidad, hasta un prejuicioso calvinista anclado en la rigidez de su
dogma; como el idealizador del salvaje y creador del prototipo del bon sauvage rousoniano (sabemos que
sí influyó en el famoso ensayo de Montaigne sobre los caníbales), hasta un mero colonialista que
demoniza al otro. Un viajero despistado o un científico sagaz. Nosotros, felices lectores de Léry,
afirmamos: ni lo uno ni lo otro. Caeremos hasta en el lugar común: no pidamos peras al olmo; pero si el
olmo da, dentro de su condición de olmo, un follaje algo diferente al resto de los olmos, parémonos a
contemplarlo, porque toda excepción vale la pena. Léry es hijo de su tiempo, es calvinista del XVI y no
antropólogo del XX; cae en contradicciones como cualquier hijo de vecino, ve diablos y ángeles en sus
buenos amigos, y a nivel metafórico quizás no se equivoque; no puede (¿por qué tenía que hacerlo?)
renunciar a sus dogmas, pero es lo suficientemente humano como para que la alteridad no lo deje
indiferente. Nacido en 1536, hoy sería considerado casi un adolescente cuando su experiencia. El Léry
que estudia teología en Ginebra no será el mismo después de un año de convivencia con los tupinambás;
debería ser una perogrullada que esa transformación se diera, pero muchos en el mundo han sido de
aquellos que lo ven todo sin ver absolutamente nada. ¿Que todo lo compara con lo europeo? Y bien,
¿qué otro espejo tenía disponible? Y conste que en ese juego de espejos es Europa la que queda
pésimamente parada.
Como “etnógrafo”, Léry quizás sólo tiene un parangón en el orbe hispánico: el franciscano Bernardino de
Sahagún y su magna obra bilingüe (náhuatl-español) Historia general de las cosas de la Nueva España.
Pero nuestro fraile dedicó décadas al estudio, se rodeó de sabios aztecas, hizo un rastrillaje metódico,
utilizó “informantes clave” como siglos después instauraría Malinowski en el terreno de la antropología; y
trabajó con una civilización sofisticada aunque en decadencia. A la postre, pese al arduo esfuerzo, la
imagen que se forma Sahagún de sus estudiados resta mucho de ser positiva. Su obra sería censurada
(¡un fraile dedicándose más a las costumbres idólatras que a la catequesis!) y editada decentemente
recién en el XX. Léry estuvo menos de un año, manejándose con intérpretes, hasta que logró manejar la
lengua (su breve vocabulario tupinambá, con las debidas transliteraciones desde el francés del XVI, se ha
revelado a los estudiosos como rigurosamente exacto); no evitó las crudezas cuando eran necesarias,
pero sin recargar las tintas. Lamentablemente, sus prejuicios lo mantuvieron distante de los que más
información en cuestiones religiosas podían suministrarle: chamanes y sacerdotes, a los que
previsiblemente consideró farsantes o posesos por el Diablo. Pero lo observó todo minuciosamente, y
estructuró sus conclusiones en una dialéctica sencilla: 1) repugnancia inicial; 2) comparación con
costumbres europeas; 3) justificación de las costumbres indígenas, incluso de las más aberrantes.
Veamos algunos ejemplos de los muchos que la obra nos proporciona.

Jean de Léry observa que hombres, mujeres y niños por igual, andan completamente desnudos; sólo los
más viejos se tapan el pene. Se depilan minuciosamente hasta las pestañas, se tatúan, se pintan para
diversas ocasiones, se hacen horadaciones en los labios y en las orejas; algunos hombres aceptan
vestimentas europeas, pero sólo como diversión. Pueden ponerse chaqueta y seguir con los genitales y
las nalgas al aire; las mujeres ni eso, porque les estorbaría en sus labores domésticas y en los ¡12 baños!
que toman por día; porque estos salvajes, contra la leyenda europea, son verdaderos ejemplos de manía
por la higiene: en sus cuerpos, en sus casas, en sus modos de defecación. Ahora bien. Contra lo
esperable, la desnudez no aumenta la lujuria ni la concupiscencia; las familias se estructuran
patriarcalmente y hasta se tolera la poligamia, pero la vida no es orgía perpetua. Nuevamente contra la
leyenda europea, Léry comprueba que jamás copulan en público. Viven su desnudez con naturalidad que
asombra. El prurito calvinista le sale de repente: Adán y Eva, tras pecar, ocultaron sus vergüenzas; estos
salvajes ciertamente son pecadores y deberían seguir el ejemplo de los primeros padres. ¿Y entonces?
Léry la hace fácil: en Europa abundan los afeites, los perfumes, las modas inmodestas; eso es mucho
peor, más hipócrita, que la desnudez de los indios. En Europa rebosarán las ropas, pero sobreabunda el
vicio; y en cuestiones de higiene, ¿para qué hablar de las atestadas e inmundas urbes en progreso?
Se asquea cuando ve cómo se fabrica la bebida alcohólica por excelencia, el cauim: larga masticación de
plantas, salivación y escupitajos (método harto común en América, como la chicha de las zonas andinas y
patagónicas) para la posterior fermentación. Las borracheras duran tres días seguidos. Ahora bien,
¿cómo se fabrican los más exquisitos vinos europeos? Pisando la uva con pies no muy limpios, o hasta
con zapatos embarrados. Y las borracheras, lejos de ser manifestaciones periódicas, son para muchos
una cuestión cotidiana.

Léry intuye la división del trabajo, las relaciones familiares, las solidaridades de clanes y de aldeas, el
sistema de alianzas, la magnífica hospitalidad mutua, el cuidado del vecino y hasta del extraño, como lo
es él mismo. Marcha a la guerra contra los enemigos de sus anfitriones, aunque acota que sólo tiró
algunos arcabuzazos al aire. Ve en ella odios ancestrales, escaramuzas para vengar a los “padres”. Los
prisioneros (que en realidad poseen diferencias étnicas ínfimas) toman su papel con estoicismo. Saben
que serán comidos, pero que de estar del bando de los vencedores harían exactamente lo mismo. Son
alimentados y bien tratados, y hasta se les dan “esposas” con las que mantienen relaciones. Hasta que
llega el día del banquete, las fogatas y enseres son hábilmente preparados, y los que van a ser
sacrificados asumen la muerte (y el ser almorzados) con suma naturalidad. Las “viudas” lloran a moco
tendido, pero después eligen las mejores porciones de sus “maridos”. Léry nos aclara, por las dudas, que
nunca probó carne humana, para tristeza de sus amigos. Pero lo observa todo; no le cabe duda que esto
es demoníaco. Y sin embargo…, este juego de dos bandos donde las reglas son conocidas y aceptadas
de antemano, ¿no es mejor que la barbarie europea, la inseguridad ante las guerras perpetuas e
imprevisibles, y para colmo realizadas todas en nombre de Cristo? ¿No ha presenciado escenas de
antropofagia real en las ciudades sitiadas por el hambre en las Guerras de religión? La explotación a los
pobres, ¿no es una forma lenta y sutil de canibalismo? Al menos los salvajes no dicen conocer al
verdadero y único Dios…
La curiosidad de Léry es ingente: lo observa todo, ríos, cuadrúpedos, reptiles, pájaros, peces, plantas.
Cándidamente confiesa que siempre desconfió de los naturalistas antiguos como Plinio, pero esta
realidad supera a Plinio y a todo lo esperado. Compara sus conclusiones con las del cronista López de
Gomara, a quien ha leído directamente en español. Se esfuerza en el aprendizaje de la lengua; hace
transcripciones en pentagrama de las distintas melodías que recoge: son el monumento más antiguo de la
musicología amerindia. Lucha por entender la religión de sus anfitriones; no parece haber dios alguno,
aunque bien que se cuidan del espíritu maligno y creen en la vida de ultratumba: paraíso de guerreros, e
infierno de tribus enemigas y de portugueses. Si hay inmortalidad y hay Mal, necesariamente tiene que
existir una Deidad. Léry trata de imponer la suya, pero con escaso éxito: los indios se detienen a
escucharlo por horas, como es su educada costumbre, y alguno hasta apunta que los “antiguos” creían en
un dios único. Como tantos otros cronistas y religiosos, Léry sospecha que alguno de los apóstoles debió
andar por allí; Nicéforo cuenta que San Mateo predicó a los caníbales. ¿No estará él mismo sobre las
huellas del evangelista? Pero con gran decepción comprueba que sus prosélitos tienen vida efímera, que
al día siguiente pueden alentar la guerra y esperar con ansias el próximo banquete antropofágico. Intenta
con los niños, por los que siente una gran ternura que le es correspondida: son graciosísimos. Lamenta el
poco tiempo que tuvo para esa catequesis.
Léry fluctúa; pueblo diabólico, pueblo quizás descendiente del maldecido Cam o del no menos maldecido
Canaán. Pero pueblo que, desde ese capítulo-clímax que es el XVIII, demuestra con su caridad, amor al
prójimo, cuidado hospitalario hasta el dar la vida por sus amigos o desconocidos, ser mejor que los
europeos. Diablo incluido y poca “luz natural”, son mil veces preferibles a los habitantes de ese continente
corrompido que se autoproclama cristiano. Léry llega a ser profundamente amado por los tupinambás;
nuestro buen calvinista les corresponde. Cuando los abandona, sabe que el momento más crucial de su
vida queda atrás; sabe que no olvidará –y posiblemente no será olvidado- por sus amigos antropófagos.
Como en el tango, “se le pianta un lagrimón”. Si el frígido Dios fraguado en Ginebra sonrió en alguna vez
primera, debió hacerlo al ver a Su siervo Jean de Léry despedirse de los amables caníbales…
*

No todos los calvinistas tuvieron la capacidad de adaptación al medio de Jean de Léry, de esa “epifanía”
salvaje como la ha llamado Michel de Certeau; muchos languidecían en la costa en espera de un navío
que los rescatara de ese infierno. La oportunidad llegó con un viejo y destartalado barco que transportaba
palo-brasil. Para ese entonces, Villegagnon estaba en la cima de su paroxismo; por cuestiones fútiles
castigaba a amigos de toda la vida, remplazaba mayordomos, los restituía a sus cargos; veía
conspiraciones por todas partes, cuando quizás las tales eran ya imposibles, dada la degradación física y
mental de los colonos. Al capitán del navío y al pastor Richer les costó mucho conseguir el permiso para
el embarque de los calvinistas del continente. Concedido al fin, Richer, Du Pont, Léry y el resto dijeron
adiós al malhadado fuerte, pero a las pocas leguas una fuerte tempestad casi los condujo al naufragio.
Cuatro de ellos, para aligerar la carga, y sin tener idea alguna de navegación, fueron arrojados a un
esquife; famélicos, arribaron otra vez a las costas, bajo el cuidado de los tupinambás. Se llamaban Jean
de Bordel, Matthieu Vermeil, Pierre Bourdon y André la Fon. Ninguno era teólogo de profesión, y apenas
habían logrado salvar una Biblia. Villegagnon vengó su furia en ellos; en el estado calamitoso en que
estaban, les obligó a redactar una declaración de fe, nuevamente centrada en el bautismo, la eucaristía y
el celibato eclesiástico. Hicieron la tarea lo mejor que pudieron, sin bibliografía a mano, y exhaustos: 17
puntos justificados con pasajes bíblicos o Padres de la Iglesia. No hicieron concesiones sobre la
transustanciación ni el dichoso vino rebajado ni los óleos del bautismo. Fueron arrastrados hasta el fuerte;
uno de ellos ni siquiera podía caminar. Se los encerró en las mazmorras y se les pidió abjuración; no la
hubo, salvo por parte de André la Fon, pobre zapatero que apenas si tenía letras y que podía ser útil tras
la muerte del último de su oficio en la isla. Los otros tres, fueron llevados uno a uno a la punta de un
peñasco, estrangulados y arrojados al mar; se sospecha que uno inclusive ni pasó por el
estrangulamiento. Se los considera los primeros mártires protestantes en tierra americana
(“protomártires”); en las actas de Jean de Crespin se reproducen sus ampulosas declaraciones, sus
oraciones previas, sus confortamientos mutuos. La verdad debió ser menos cargada de clichés, pero no
menos cruel.
En tanto, el navío pasó por mil vicisitudes y, contra toda esperanza, arribó a las costas de Bretaña en un
cuasi naufragio; Richer, Du Pont, Léry y los demás eran piel y huesos, cadáveres humanos consumidos
por el hambre, la sed y el escorbuto. Pero lograron reponerse.

Villegagnon cambió en tanto su política sexual, e impuso el mestizaje; abandonó el fuerte en 1558, justo
antes de ser atacado por las fuerzas portuguesas del nuevo Gobernador General, Mem de Sá. El fuerte
resistió un tiempo, y parte de su contingente huyó al continente, donde se reorganizó, aliado con los
indios. Estácio de Sá fundaba en tanto la actual Río de Janeiro (1565), llegaban los jesuitas y se
preparaba la batalla final contra los resistentes de tierra firme. Estos fueron finalmente exterminados en
1567, salvo algunos descendientes mestizos que se aindiaron e introdujeron la particular erre francesa en
la lengua tupinambá. La Francia Antártica, la Ginebra del Orbis Novus, ponía fin a su sino trágico y como
efecto de repulsa incitó a Portugal a prestar más atención a una colonización y administración no
solamente basada en factorías.
*
Juan Calvino murió en Ginebra en 1564, dejando a Teodoro Beza como su heredero espiritual y político.

Villegagnon siguió con sus obsesiones religiosas. Participó con ímpetu en las Guerras de religión, del lado
católico ahora. Fue herido gravemente en el sitio de Ruan en 1562, pero se repuso. En 1567 fue
nombrado Gobernador de Sens. Murió en 1571.

Coligny permaneció calvinista hasta el fin; fue asesinado alevosamente por el bando católico en 1572, en
circunstancias aún no esclarecidas.

Jean de Léry terminó sus estudios de teología y fue ordenado pastor. Regresó a Francia y se salvó por un
pelo de la Masacre de Saint-Barthélemy (1572), refugiándose en Sancerre, también sitiada por los
católicos. Allí contempló escenas de hambruna, peste y antropofagia peores que las de Brasil. La ciudad
capituló tras 220 días de asedio; Léry volcó esta historia en su otra gran producción literaria, Histoire
mémorable du siège de Sancerre (1574). Murió en la Suiza protestante en 1613, a la entonces provecta
edad de 77 años, famoso mundialmente por su libro del viaje a Brasil.
Pierre Richer fue adquiriendo los visos de un calvinista fanático; publicó un violento libelo contra
Villegagnon, y se opuso a los primeros intentos de edictos de tolerancia; murió en 1580.
Ese mismo año, Michel de Montaigne publicaba los dos primeros volúmenes de sus Ensayos; en el libro I,
capítulo XXXI, “De los caníbales”, rememoraba la experiencia de la Francia Antártica, y rendía un
homenaje tácito a Jean de Léry:

Y el caso es que estimo, volviendo al tema anterior [los indios de América], que nada bárbaro o salvaje
hay en aquella nación, según lo que me han contado, sino que cada cual considera bárbaro lo que no
pertenece a sus costumbres. Ciertamente parece que no tenemos más punto de vista sobre la verdad y la
razón que el modelo y la idea de las opiniones y usos del país en que estamos. Allí está siempre la
religión perfecta, el gobierno perfecto, la práctica perfecta y acabada de todo. Tan salvajes son como los
frutos a los que llamamos salvajes por haberlos producido la naturaleza por sí misma y en su normal
evolución: cuando en verdad, mejor haríamos en llamar salvajes a los que hemos alterado con nuestras
artes, desviándolos del orden común. En aquellos están vivas y vigorosas las auténticas cualidades (…)
No hay razón para que lo artificial supere a nuestra grande y poderosa madre naturaleza. Hemos
recargado tanto la belleza y riqueza de sus obras con nuestros inventos, que la hemos asfixiado por
completo.

Y en 1955 Claude Lévy-Strauss publica sus Tristes trópicos. No escatimará elogios para el joven
calvinista. Relata su llegada a Guanabara: “Camino por la avenida Rio Branco, donde antaño se
levantaban las aldeas tupinambá, pero en mi bolsillo tengo a Jean de Léry, breviario del etnólogo…”
*

C – Hugonotes en La Florida
Esta experiencia se relaciona íntimamente con la anterior, al menos en sus orígenes: la necesidad de los
hugonotes franceses de hallar “su lugar en el mundo” y de huir de las masacres, presentes y por venir.
Pero resultó más efímera que la de la “Francia Antártica”, y no menos cruenta.

Nuevamente fue Coligny, a quien ya hemos visto en la sección anterior, el ideólogo de las expediciones.
La Florida, actual territorio estadounidense, pertenecía por derecho a España, pero por varias razones
aún no había sido colonizada; descubierta ya a fines del XV (se la creyó primeramente una isla), se sigue
discutiendo la razón de su nombre: si por ser avistada en Domingo de Resurrección o Pascua Florida, si
por su floresta exuberante, si por creerse que allí estaba Juvencia, la fuente de la eterna juventud. Fue
visitada por marinos de la talla de Ponce de León, los hermanos Pinzón, Juan Díaz de Solís, Vespucio,
Sebastián Caboto, Álvar Núñez Cabeza de Vaca… Pero los atropellos realizados con los indios y su venta
ilegal como esclavos hicieron que España postergara la conquista efectiva por las armas, y probara la
espiritual; esta también fracasó miserablemente, pese a constituirse hasta una Diócesis sin feligrés
alguno. A mediados del XVI, era prácticamente tierra de nadie. En 1562, pues, Coligny comienza a
estimular expediciones. Ese año, el capitán hugonote Jean Ribault toma posesión del territorio en nombre
del rey Carlos IX, y funda Cha

rlesfort; en 1564, René de Laudonnière asienta el Fuerte Carolina.


Ribault regresa a Francia en búsqueda de refuerzos y de colonos; ha logrado en tanto asentar alianzas
con las tribus potanas, satuwiras y tacaruru, y deja en su lugar a un tal Albert, oficial suyo. Oficial que
hace desastres; ante la escasez de víveres entra al pillaje de las tribus, perdiendo valiosos aliados;
también se conquista la animadversión de los suyos, que se rebelan y lo asesinan. La guerra civil en el
fuerte termina en la masacre mutua de los bandos, la peste y la antropofagia. Únicamente un navío
negrero, a cargo del bucanero John Hawkins, en algún momento les deja algo de alimento. No mucho
mejor le va a Ribault: halla a Francia en medio de la guerra civil, y él mismo es arrestado por hugonote;
logra escapar a Inglaterra, e intenta convencer a la reina Isabel para que lo apoye. La soberana se
interesa en la historia, quizás calculando una expedición en provecho propio. Pero será de nuevo Coligny
el que bancará una nueva empresa, con seis naves y seiscientos efectivos, entre marinos, artesanos y
campesinos, y con Ribault a cargo. Desembarcan en agosto de 1565. Laudonnière ha regresado en tanto
a Francia.

Mas Felipe II ya había sido avisado; la suya sí que es una auténtica fobia antiprotestante. Ni por asomo
quiere que se repita en sus territorios la debacle que soportan sus pares franceses. Envía a Pedro
Menéndez de Avilés (1519-1574), ya experto en luchas contra bucaneros, servicios personales al rey, y
transporte de galeones de Perú y Nueva España. Ribault ancla y sale en busca del Fuerte Carolina,
acechado por los españoles, que en tanto fundan San Agustín, hoy la población más antigua, con
continuidad, de todo el territorio norteamericano. El ataque de Ribault a San Agustín se aborta en un
naufragio previo. Menéndez de Avilés ataca al fin el Fuerte Carolina, y pasa la población a degüello
general, “por lutheranos”, incluidos ancianos, enfermos, mujeres y niños. Sólo se salva una docena de
personas que puede demostrar fehacientemente su catolicismo. Las tropas de Ribault sufren el mismo
destino de degollina. Para 1567, el mar de sangre hugonota (se calcula unos 800 muertos) ha finalizado y
Florida pasa a depender de la Capitanía de Cuba, con Menéndez de Avilés como Gobernador.

Laudonnière llega a Bristol y regresa a Francia; se salva de la Masacre de Saint-Barthélemy, pero muere
en 1574; póstumamente se edita su Histoire notable de la Floride, contenant les trois voyages faits en
icelles par des capitaines et pilotes français (1586). También se libra el gran pintor Jacques Le Moyne de
Morgues (1533-1588), aunque sus pinturas se pierden en la quema del Fuerte Carolina. El editor
Théodore de Brye, en base a reconstrucciones del propio Morgues o a falsificaciones suyas, las
“reconstituyó” por medio de grabados y acuarelas. Póstumamente edita un libro de nuestro artista, Brevis
narratio eorum quae in Florida Americai provincia Gallis acciderunt (1591), con espléndidas imágenes.

La experiencia en La Florida no solo fue efímera y sangrienta; no hubo intento alguno de evangelización,
y no consta que hubiera ministros ordenados como en el caso de Guanabara. Estuvo signada por los
disturbios internos, y el abuso de los indígenas que en un primer momento les habían recibido
hospitalariamente. No hubo un Léry entre ellos, aunque la obrita de Le Moyne de Morgues no carece de
interés, desde lo histórico, etnográfico y fito y zoogeográfico. Ha sido recientemente traducida al español
como La colonia francesa de La Florida.

D – Los holandeses en Brasil


La actuación de los holandeses protestantes sobre las Américas (o, más específicamente, de ese estado
confederado que dio en llamarse Provincias Unidas del Nederland, compuesto por Frisia, Groninga,
Güeldres, Holanda, Overijssel, Utrecht y Zelanda, y que pervivió entre 1579 y 1795), perdura hasta hoy,
pero las experiencias más interesantes son precisamente las ya difuntas, por la profunda diferencia que
marcó con las espiritualidades monopólicas contemporáneas. Ese es el caso del “Brasil holandés”, tan
poco estudiado todavía, al punto de que ni la propia historiografía protestante brasileña le ha prestado
demasiada atención. El trabajo capital es Igreja e estado no Brasil Holandês, 1630-1654, de Frans
Leonard Schalkwijk, al que complementaremos con diversa bibliografía.

Una breve síntesis de la historia paralela de Holanda (usaremos esta convención castellana) puede
iluminarnos la experiencia brasileña, que en cierto modo intentó ser un calco de esa extraña república,
teocrática pero con “libertad de cultos”. Durante el siglo XVI los Países Bajos habían dependido de
España, suscitándose entre dominador y dominado un odio acérrimo a nivel racial, nacional y religioso.
Holanda manifestó un rápido interés por el protestantismo, además de poseer una de las comunidades
judías más sólidas de Europa. La Inquisición española trató en vano de detener los avances sobre ese “su
territorio”, al mismo tiempo que la burguesía y los banqueros holandeses terminaban a la postre siendo la
salvación de la siempre endeudada corona, pero también los usufructuarios de las riquezas de las Indias.
El reinado de Felipe II se tornó insoportable, y los intentos de convivencia religiosa, imposibles. La Unión
de Arras y la de Utrecht aglutinaron a católicos y calvinistas respectivamente; en 1568 se comienza la
Guerra de los Ochenta Años contra España, que finalizaría con la paz de Westfalia en 1648; pero ya en
1581 las provincias mayormente calvinistas habían logrado la independencia, nombrando primero rey a
un príncipe francés de la casa de Anjou, y fijando finalmente un sistema confederado bajo un estatúder y
un parlamento (los “Estados Generales”). Las provincias católicas mantuvieron por un tiempo su
autonomía en el sur. Holanda se puso al frente por casi un siglo del capitalismo mercantilista, que
industriosamente ya venía cultivando desde el bajo medioevo; no sólo progresó en las técnicas de la
agricultura y la ganadería, y en las pequeñas industrias manufactureras, sino en el comercio ultramarino,
que se plasmaría con la creación de la Compañía de las Indias Occidentales y la de las Orientales. Al
mismo tiempo, se convirtió en el país con banca más importante, mientras florecían las artes, las
tapicerías, las ciencias, la navegación, la especulación filosófica (fue un verdadero centro de atracción de
pensadores extranjeros), y sus imprentas pasaban a ser la vanguardia del mundo. De ser cierta la tesis de
Max Weber sobre la influencia de la ética protestante (santificación del trabajo; ascética intramundana) en
el espíritu del capitalismo, Holanda es el ejemplo perfecto. Y se daba, en la maniquea Europa de ese
entonces, el extraño fenómeno de ser una teocracia calvinista (Iglesia Reformada Holandesa) con
tolerancia religiosa. Aclaremos este punto tan interesante.
Stricto sensu, no podemos hablar de “libertad de cultos” o de “conciencia”, o de “tolerancia” en el sentido
que la filosofía política liberal dará a estos conceptos desde el XVIII en adelante: estos parten de
apotegmas políticos, mientras que la ratio holandesa es básicamente teológica, anclada en el
pensamiento de Calvino y en uno de sus principios más conocidos, a saber, la ineluctable predestinación
del hombre, al bien o al mal, a la salvación o la perdición eternas, al cielo o al infierno. Esta creencia –tan
inhumana en el fondo- tuvo como consecuencia lógica que el calvinista típico viera en el proselitismo una
manera de hacer descubrir (o intuir, porque nunca se está seguro del todo) en el otro el destino prefijado
desde la eternidad. Pero como precisamente ese destino ya está prefijado, no se puede salvar a quien
Dios no ha decidido salvar; el predicador sólo puede despertar una chispa iluminadora de esa gracia o
desgracia. Ergo, no sirve la interpretación agustiniana del pasaje bíblico “Oblígalos a entrar”; no sirve la
conversión forzosa. Se deben respetar en la república normas políticas de convivencia, pero no se puede
usar otra cosa que la persuasión para la prédica. Y el bien común se consigue con una avenencia más o
menos pacífica de las distintas religiones. Oficialmente, Holanda no perseguirá ni a católicos ni a judíos ni
a otros protestantes, ni siquiera a paganos, siempre y cuando no violen las leyes seculares. De ahí que se
torne un reducto de los perseguidos: judíos sefaradíes, disidentes del anglicanismo, menonitas, incluso
católicos maltratados en los principados luteranos. Que en el XVII holandés puedan convivir el racionalista
Descartes, el judío panteísta Spinoza, el menonita Rembrandt, y multitud de intelectuales independientes.
Más aún, en investigaciones recientes sobre la famosa excomunión de Spinoza de la sinagoga (hérem),
se ha visto un acto, no de judíos que expulsaran a un heterodoxo de entre los suyos, sino de judíos que
acataban la legislación calvinista. Como antiguo pueblo elegido, se esperaba de ellos que fueran un
testimonio vivo de la maldición divina hasta el fin de los tiempos, cuando se convertirían en masa
(Romanos 11); y por lo tanto, que cumplieran con la Torá y las prácticas habituales. Ergo, que de entre
ellos surgiera un postulador de Deus sive natura ponía más en peligro la paz de su propia comunidad ante
el Estado que ante su propia ortodoxia.
*
Independizada de España, Holanda se propuso una suerte de vendetta que al mismo tiempo beneficiara
su economía en expansión. Ya a fines del XVI, en los albores de la independencia, recurrió a la piratería
para atacar los galeones españoles y rapiñar en las costas. El área preferida fue el Caribe y Brasil. De
paso, debemos recordar que este último dependía ahora nominalmente de España: tras la famosa muerte
del rey Don Sebastián en las arenas magrebíes de Alcazarquivir (1578) y un breve interregno sucesorio,
Felipe II de España pasó a ser su rey, y así sus dos sucesores, hasta la independencia en 1640. Portugal
y España fueron aliados contra Holanda, en detrimento del imperialismo lusitano; Holanda respondió con
la creación de la susodicha Compañía de Indias (1621) y una política de conquista en las Américas. En
1623 invadieron Bahía de San Salvador, pero un año después fueron desalojados. El apoderamiento de
una flota española en Bahía de Matanzas, Cuba (1628) dio ímpetu a una reinversión, y se eligió
nuevamente Brasil, pero esta vez más al norte, en Pernambuco. En 1630 conquistaron Recife y Olinde,
asegurándose el dominio del Pernambuco; en 1634 habían llegado a Paraíba y Goiânia y en 1641
ocupaban casi todo el nordeste brasileño, aunque frágilmente. La experiencia duró 24 años y fue
conocida como Nova Holanda o Nieuw Holland; se consolidó con la llegada del estatúder Johan Maurits
van Nassau-Siegen, o João Maurício de Nassau-Siegen para los portugueses (1604-1679), un príncipe
progresista, humanista per se, y mecenas de artistas, escritores, filósofos y científicos. La Nova Holanda,
en su máximo esplendor, no pasó de los 100 000 habitantes, de los que un tercio eran portugueses, otro
tercio esclavos negros, un sexto indígenas y un sexto menor, holandeses (no más de 15 000).
Nassau organizó la colonia, que devino en fructífera fuente de algodón y azúcar, y de productos tropicales
como el ananá, a los que los europeos se aficionaron rápidamente. La mano de obra era africana, y no se
explotó a los indígenas; sobre los negros pesaba la creencia de que eran herederos de la maldición
bíblica de Noé a Cam, su supuesto antepasado (Génesis 9:18-27).

La Nova Holanda intentó ser un plagio de la vieja, aunque la promiscua geografía y las posibilidades
desmintieran el intento. Se organizó en distritos confederados, con su epicentro en Recife; estaban a
cargo de consejos municipales y rurales. Se crearon nada menos que 22 congregaciones reformadas,
que fluctuaron entre el paroxismo religioso y la desidia formalista. Tres de ellas eran de indígenas, dado
que el proselitismo, lento pero seguro, surtió efecto. La literatura religiosa y el culto mismo podían hacerse
en holandés, portugués o tupí (recordemos la importancia protestante dada a las lenguas vernáculas), o
hasta en dos o tres idiomas cuando las congregaciones eran mixtas. En Recife los anglicanos usaban el
inglés, y los hugonotes el francés. Llegó a haber 50 pastores al mismo tiempo; se estableció un
consistorio a la manera calvinista holandesa, que se reunía para tomar desde decisiones teológicas hasta
puramente pragmáticas. No existía una autoridad individual que lo superase; las disposiciones más
complejas debían sufragarse por unanimidad. Se realizaron 19 sesiones, más cuatro sínodos, entre 1636
y 1648. Como en Holanda, el proselitismo hacia negros, indios, judíos y católicos fue persuasivo, nunca
violento; después de todo, la gracia predestinacionista era del Señor… Explícitamente el Reglamento de
Gobierno afirmaba: “Será respetada la libertad de los españoles, portugueses y naturales de la tierra, ya
sean papistas, ya sean judíos, no pudiendo ser molestados o sujetos a indagación en sus conciencias o
en sus casas particulares, perturbarlos o causarles estorbo, so penas arbitrarias, o conforme a las
circunstancias, ejemplares y rigurosos castigos”. Era una experiencia única en el contexto de la bárbara
intolerancia del Orbis Novus: ¡llegar a castigar a un calvinista, miembro de la Iglesia oficial, por molestar a
un católico, un judío o un indio por sus prácticas religiosas! Con ello no se dejaba de reglamentar las
prerrogativas del culto estatal: cuidar “el establecimiento y ejercicio del culto público por medio de
ministros; segundo, el orden seguido en la iglesia cristiana reformada de estas Provincias Unidas, la
Palabra Santa de Dios y el ritual de unión aceptado por esas mismas provincias”. Dicho ritual era
relativamente simple: lectura bíblica, cántico de salmos y otros himnos, confesión de pecados (no
auricular, por supuesto), sermón y bendición final. Los pastores tenían “ayudantes” y “consoladores” que
visitaban enfermos, hospitales, deudos, y auxiliaban en los velatorios, así como contribuían a la
eliminación de la mendicidad por medio de la distribución de trabajos. En la praxis, no había una clara
diferencia entre Estado e Iglesia, i.e, la Iglesia holandesa (los otros credos no entraban en juego); las
reuniones eclesiales trataban asuntos políticos, y los consejos gubernamentales no se salvaban de la
injerencia eclesiástica. En esto no había gran diferencia con la Holanda europea; sólo se acrecentaba al
depender, de facto, Iglesia y Estado de la Compañía de Indias Occidentales.

La tolerancia religiosa llegó a que si bien algunas iglesias católicas fueron recicladas como reformadas
(eliminación de imágenes, mayor austeridad), el catolicismo siguió siendo el credo mayoritario. Inclusive
se permitió la existencia de conventos y Órdenes religiosas; hubo fricciones, por supuesto, pero no
demasiadas que pasaran de castaño oscuro. Tampoco los indígenas sufrieron persecución religiosa y,
como en Holanda, la comunidad judía gozó de amplias libertades. Llegaron sefaradíes de los Países
Bajos, o regresaron a su culto los “marranos” herederos de las expulsiones ibéricas. Construyeron su
propia sinagoga, la Kahal Zur Israel (‫קהל צור ישראל‬, “Roca de Israel”), en pleno Recife, la primera (y por
mucho tiempo, única) de América; el edificio se conserva hasta hoy como Monumento Histórico. Muchos
negros e indígenas se convirtieron al calvinismo, y se propició el mestizaje de holandeses con indias
conversas. Se trabajó primero sobre los indios que tenían algún conocimiento del cristianismo católico
gracias a los portugueses; luego se amplió el radio de acción cuando los misioneros se afianzaron en el
conocimiento de las lenguas nativas. Cuando los holandeses fueron expulsados y el territorio quedó en
manos jesuitas, estos no dejaban de asombrarse al ver nativos que parecían nacidos en la Europa
protestante, a los que la jerga reformada se les había pegado hasta el punto de las famosas diatribas anti
romanistas o papistas; y la mayoría estaban alfabetizados y asaz poco dispuestos al paternalismo de los
nuevos maestros. Claro que la tolerancia no se daba a la inversa: ¡ay del calvinista que se volviera
idólatra como los indios, o judío, o “papista”!

Algunas normativas parecen increíblemente modernas, como las de urbanización, pavimentación e


higiene públicas. Se cuidó lo que hoy llamaríamos ecosistema; se prohibió la caza y pesca de especies
que iban disminuyendo, se limitó hasta la prohibición el comercio del palo-brasil dado que la tala
indiscriminada mermaba los bosques, se dictaron edictos para la limpieza y protección de los ríos. Se
construyó un observatorio astronómico, y se importaron artistas y científicos del Viejo Continente. Uno de
los teólogos más importantes de la Holanda calvinista, Pietrus Gribius, se radicó en Recife; pero Nassau
también atrajo al gran naturalista alemán Georg Markgraf (1611-1648), que dejó la primera cartografía
confiable de esos territorios, varios volúmenes de historia natural y etnografía; muchos de sus
descubrimientos botánicos y zoológicos serían utilizados un siglo después por Linneo. No solo se
organizaron conciertos de música sacra, con coros y órgano incluidos, sino también profana, en el
estallido del Primer Barroco. Pero todo dentro del marco ético calvinista, que al mismo tiempo prohibía
juergas, prostitución, blasfemias, juego por dinero, duelos, profanación del domingo. Hubo una intensa
labor de creación de escuelas, protección de huérfanos y viudas; el analfabetismo era casi desconocido.
El libro de cabecera era por supuesto la Biblia; la Statenvertaling (“Biblia del Estado”) había sido
completada en 1637, y era la oficial de los holandeses reformados; los portugueses disponían la del
también calvinista Ferreira de Almeida, o al menos su Nuevo Testamento, traducido para el beneficio de
las colonias portuguesas de Asia que habían pasado a manos holandesas (él mismo era un converso de
la Iglesia Reformada de Holanda, sirviendo como pastor en la zona índica); los ingleses usarían la clásica
King James Bible, y los franceses tendrían un más amplio espectro aún en el marco hugonote o ginebrino.
No hubo una biblia en tupí, hasta donde se sabe, aunque sí traducciones fragmentarias para la catequesis
y el culto. En la producción de literatura en lenguas indígenas, los jesuitas se llevan las palmas.
No existe consenso en cuanto al verdadero trato que recibieron los esclavos negros; más allá de la
inhumanidad intrínseca de ese tráfico, ¿fueron los holandeses más benignos que sus pares españoles,
portugueses o británicos? Algunos historiadores creen que la crueldad fue semejante a la de toda
América; otros aducen que en esos 24 años las políticas al respecto variaron. Por último, no faltan los que
creen que la benevolencia del trato fue una de las causas de la decadencia de la Nova Holanda, que sí o
sí debía basarse en una economía esclavista para su supervivencia. Pero los negros, contrario al resto,
no gozaban de libertad de cultos; más aún, los pertenecientes a otros credos que no fuera el calvinista
debían acompañar a sus amos en sus liturgias. Los domingos no debían laborar, ni tampoco en los
múltiples cultos semanales. Los amos holandeses estaban obligados a instruirlos en las Escrituras y
catequizarlos. Y sin embargo, es sintomático que los pastores, en una suerte de mea culpa muy propia de
su credo, vieran la caída de la Nova Holanda como una manifestación de la ira divina: “El Consejo se
inclina a considerar que entre otras cosas Dios se muestra irritado porque en estas tierras no supimos
tomar las medidas necesarias para que la existencia de Dios y de su hijo Jesucristo llegase a
conocimiento de los negros, dado que el alma de estas pobres criaturas cuyo cuerpo empleamos en
nuestro servicio debió haber sido arrebatada a la esclavitud del Diablo”. Quizás hoy podamos agregar otro
matiz: la del esclavo citadino, que trabajaba a la par de su amo –amo que santificaba el trabajo y lo veía
como bendición divina-, y la del rural, encargado de las rudas tareas en los algodonales e ingenios
azucareros.
*
El final de la historia, para variar, es trágico. Los portugueses, pese a la tolerancia religiosa, jamás se
conformaron con la presencia de esos intrusos. La resistencia lusitana se inició en los primeros años de la
colonización holandesa, y se fue acentuando con el tiempo. Entre 1630 y 1640, la mayor parte de las
victorias fue holandesa, salvo en un nuevo intento de conquistar Salvador. Con la independencia
portuguesa de España, lusitanos y holandeses firmaron un tratado de paz internacional, violado por
ambas partes. En 1641, por ejemplo, estos últimos invaden São Luís, teniendo así acceso al río Marañón.
Pero la verdadera decadencia se produce con el regreso de Nassau a Holanda, en 1644; ese mismo año
se pierden los territorios recientemente ganados. En 1645 se produce la Insurrección Pernambucana o
Guerra de la Luz Divina, en que un grupo de 18 líderes, portugueses o mestizos, emprenden una efectiva
guerra de guerrillas. Muchos de ellos, más que por motivos patrióticos, fueron movido por la falta de paga
que, como asalariados, recibían de los holandeses en la cosecha azucarera; crisis que se daba por
primera vez, y que terminó en la derrota neerlandesa de Monte das Tambocas, y la pérdida de gran parte
del nordeste brasileño. Las dos batallas de Guarapes (1648-9) fueron decisivas y pusieron a los
portugueses en las puertas mismas de Recife, bastión holandés por excelencia. Con la toma del fuerte
pentagonal de Frederick Hendrik, construido por orden de Nassau y llamado São Tiago das Cinco Pontas
por los brasileños, la experiencia calvinista llegó a su fin (1654), aunque muchos ya habían abandonado
las colonias desde el retorno de Nassau. En todas las batallas, el alma mater fue André Vidal de
Negreiros (1606-1680), hasta el día de hoy reconocido como uno de los “héroes nacionales” de Brasil,
como si se hablase de un Estado avant-la-lettre que sólo tiene en cuenta las experiencias lusitanas.
Quizás la ausencia de una guerra de independencia Brasil-Portugal justifique estas reivindicaciones un
tanto extrañas para los países de cuño hispánico, que solo construyen próceres independentistas e
invariablemente anti-españoles.

Los holandeses capitularon, y en 1661 firmaron el Tratado de La Haya, por el cual renunciaba a cualquier
pretensión sobre el nordeste brasileño. Brasil volvió al césaro-papismo portugués, y recién con el
liberalismo de las postrimerías del XIX reconocería el principio de tolerancia. Para la mayoría de sus
historiadores, la experiencia holandesa es como una página negra del pasado. O, mejor aún, la génesis
del fuerte nacionalismo brasileño, en el que convergieron blancos, indios, negros y mestizos.
Portugal resarció a Holanda con unas 63 toneladas de oro; sin embargo, no logró continuar con la política
capitalista del ex “invasor”, lo que retrasó considerablemente su economía aún casi medieval. La ausencia
de una Inquisición lusitana que al menos “regulara” los castigos, hizo que los holandeses que no lograron
escapar sucumbieran a linchamientos populares. Los indios adoctrinados fueron masacrados, o debieron
pasar por una etapa de dolorosa reconversión. Los judíos también fueron víctimas de pogromos, aunque
muchos regresaron a Holanda o se refugiaron en otras colonias neerlandesas, como las de América del
Norte; otros debieron encriptar su religiosidad, como antaño. Varios de los monumentos holandeses
fueron destruidos, y hoy solo quedan ruinas. Faltan aún trabajos etnográficos sobre la posible influencia –
y perdurabilidad- de los holandeses en las etnias con las que trataron, y que existen todavía.
(continúa)

Antonio Machado: Olivo del camino

A la memoria de D. Cristóbal Torres


I
Parejo de la encina castellana
crecida sobre el páramo, señero
en los campos de Córdoba la llana
que dieron su caballo al Romancero,
lejos de tus hermanos
que vela el ceño campesino -enjutos
pobladores de lomas y altozanos,
horros de sombra, grávidos de frutos-,
sin caricia de mano labradora
que limpie tu ramaje, y por olvido,
viejo olivo, del hacha leñadora,
¡cuán bello estás junto a la fuente erguido,
bajo este azul cobalto,
como un árbol silvestre espeso y alto!

II
Hoy, a tu sombra, quiero
ver estos campos de mi Andalucía,
como a la vera ayer del Alto Duero
la hermosa tierra de encinar veía.
Olivo solitario,
lejos de olivar, junto a la fuente,
olivo hospitalario
que das tu sombra a un hombre pensativo
y a un agua transparente,
al borde del camino que blanquea,
guarde tus verdes ramas, viejo olivo,
la diosa de ojos glaucos, Atenea.

III
Busque tu rama verde el suplicante
para el templo de un dios, árbol sombrío;
Deméter jadeante
pose a tu sombra, bajo el sol de estío.
Que reflorezca el día
en que la diosa huyó del ancho Urano,
cruzó la espalda de la mar bravía,
llegó a la tierra en que madura el grano.
Y en su querida Eleusis, fatigada,
sentóse a reposar junto al camino,
ceñido el peplo, yerta la mirada,
lleno de angustia el corazón divino...
Bajo tus ramas, viejo olivo, quiero
un día recordar del sol de Homero.

IV
Al palacio de un rey llegó la dea,
sólo divina en el mirar sereno,
ocultando su forma gigantea
de joven talle y redondo seno,
trocado el manto azul por burda lana,
como sierva propicia a la tarea
de humilde oficio con que el pan se gana.
De Keleos la esposa venerable,
que daba al hijo en su vejez nacido,
a Demofón, un pecho miserable,
la reina de los bucles de ceniza,
del niño bien amado
a Deméter tomó para nodriza.
Y el niño floreció como criado
en brazos de una diosa,
o en las selvas feraces
-así el bastardo de Afrodita hermosa-
al seno de las ninfas montaraces.

V
Mas siempre el ceño maternal espía,
y una noche, celando a la extranjera,
vio la reina una llama. En roja hoguera
a Demofón, el príncipe lozano,
Deméter impasible revolvía,
y al cuello, al torso, al vientre, con su mano
una sierpe de fuego le ceñía.
Del regio lecho, en la aromada alcoba,
saltó la madre; al corredor sombrío
salió gritando, aullando, como loba
herida en las entrañas: ¡hijo mío!
VI

Deméter la miró con faz severa.


-Tal es, raza mortal, tu cobardía.
Mi llama el fuego de los dioses era.
Y al niño, que en sus brazos sonreía:
-Yo soy Deméter que los frutos grana,
¡oh príncipe nutrido por mi aliento,.
y en mis brazos más rojo que manzana
madurada en otoño al sol y al viento!...
Vuelve al halda materna, y tu nodriza
no olvides, Demofón, que fue una diosa;
ella trocó en maciza
tu floja carne y la tiñó de rosa,
y te dio el ancho torso, el brazo fuerte,
y más te quiso dar y más te diera:
con la llama que libra de la muerte,
la eterna juventud por compañera.

VII
La madre de la bella Proserpina
trocó en moreno grano,
para el sabroso pan de blanca harina,
aguas de abril y soles de verano.
Trigales y trigales ha corrido
la rubia diosa de la hoz dorada,
y del campo a las eras del ejido,
con sus montes de mies agavillada,
llegaron los huesudos bueyes rojos,
la testa dolorida al yugo atada,
y con la tarde ubérrima en los ojos.
De segados trigales y alcaceles
hizo el fuego sequizos rastrojales;
en el huerto rezuma el higo mieles,
cuelga la oronda pera en los perales,
hay en las vides rubios moscateles,
y racimos de rosa en los parrales
que festonan la blanca almacería
de los huertos. Ya irá de glauca a bruna,
por llano, loma, alcor y serranía,
de los verdes olivos la aceituna...
Tu fruto, ¡oh polvoriento del camino
árbol ahíto de la estiva llama!,
no estrujarán las piedras del molino,
aguardará la fiesta, en la alta rama,
del alegre zorzal, o el estornino
lo llevará en su pico, alborozado.
Que en tu ramaje luzca, árbol sagrado,
bajo la luna llena,
el ojo encandilado
del búho insomne de la sabia Atena.
Y que la diosa de la hoz bruñida
y de la adusta frente
materna sed y angustia de uranida
traiga a tu sombra, olivo de la fuente.
Y con tus ramas la divina hoguera
encienda en un hogar del campo mío,
por donde tuerce perezoso un río
que toda la campiña hace ribera
antes que un pueblo, hacia la mar, navío.

Adenda: Himno homérico II, A Deméter

Pero a ella un dolor más cruel y más perro le llegó al ánimo. Irritada contra el Cronión,
amontonador de nubarrones, tras apartarse en seguida de la asamblea de los dioses y del
grande Olimpo, marchó a las ciudades de los hombres y a sus pingües cultivos,
desfigurando por mucho tiempo su aspecto. Ninguno de los hombres ni de las mujeres
de ajustada cintura la reconocían al verla, hasta cuando llegó a la morada del prudente
Céleo, que era por entonces señor de Eleusis, fragante de Incienso.
Se sentó a la vera del camino, afligida en su corazón, en el pozo Partenio, de donde
sacaban agua los de la ciudad. A la sombra, pues por encima de ella crecía la espesura
de un olivo, y con el aspecto de una anciana muy vieja, que está ya lejos del parto y de
los dones de Afrodita amante de las coronas, como son las nodrizas de los hijos de los
reyes que dictan sentencias, y las despenseras en sus moradas llenas de ecos.
La vieron las hijas de Céleo, el Eleusínida, cuando iban a por el agua cómoda de sacar,
para llevársela en broncíneas cántaras a las moradas de su padre la diosa puso sus pies
sobre el umbral (de la casa de Céleo) y su cabeza tocó el techo. Llenó las puertas con su
divino resplandor. Le cedió su sitial (Metanira, la esposa de Céleo) y la invitó a
sentarse. Mas no quiso Deméter, dispensadora de las estaciones, la de espléndidos
dones, sentarse sobre el resplandeciente sitial, sino que permanecía taciturna, fijos en
tierra sus bellos ojos, hasta que la diligente Yambe dispuso para ella un bien ajustado
asiento y lo cubrió por encima con un vellón blanco como la plata.
Sentada allí, se echó el velo por delante con sus manos. Largo rato, silenciosa,
apesadumbrada, estuvo sentada sobre su asiento y a nadie se dirigió ni de palabra ni con
su gesto. Sin una sonrisa, sin probar comida ni bebida, se estuvo sentada, consumida por
la nostalgia de su hija de ajustada cintura, hasta que la diligente Yambe, con sus chanzas
y sus muchas bromas, movió a la sacra soberana a sonreír, a reír y a tener un talante
propicio, ella que también luego, más adelante, agradó a su modo de ser.
Metanira le dio una copa de vino dulce como la miel, una vez que la llenó. Pero ella
rehusó, pues decía que no le era lícito beber rojo vino. Le instó, en cambio, a que le
sirviera para beber harina de cebada y agua, después de mezclarla con tierno poleo.
Y ella, tras preparar el ciceón, se lo dio a la diosa como le había encargado. Al
aceptárselo, inauguró el rito la muy augusta Deó. Y entre ellas comenzó a hablar
Metanira...
(Habla Deméter) -De tu hijo (del de Metanira) me ocuparé de buen grado, como me
encargas. Lo criaré y no le hará daño, por negligencias de su nodriza, espero, el
maleficio ni la hierba venenosa. Pues conozco un antídoto mucho más poderoso que el
cortador de hierba y conozco un excelente amuleto contra el muy penoso maleficio.
Metanira:
-¡Hijo mío, Demofoonte! ¡La extranjera te oculta en un gran fuego y me sume en llanto
y en crueles preocupaciones!
Así dijo, angustiada, y la oyó la divina entre las diosas. Irritada contra ella, Deméter, la
de hermosa corona, al hijo amado al que ella había engendrado, inesperado, en el
palacio, lo dejó con sus manos inmortales lejos de sí, en el suelo, tras sacarlo del fuego,
terriblemente encolerizada en su ánimo. Y al tiempo le dijo a Metanira, la de hermosa
cintura:
-¡Hombres ignorantes, ofuscados para prever el destino de lo bueno y lo malo que os
acucia. También tú, efectivamente, por tus insensateces has causado un desastre
irreparable. Sépalo, pues, el agua inexorable de la Éstige, por la que los dioses juran.
Inmortal y desconocedor por siempre de la vejez iba a hacer a tu hijo, e iba a concederle
un privilegio imperecedero. Mas ahora no es posible que escape a la muerte y al destino
fatal.
Con todo, un privilegio imperecedero tendrá por siempre, a causa de que estuvo subido
en mis rodillas y se durmió en mis brazos. En las debidas estaciones, cuando los años
cumplan su ciclo, los hijos de los eleusinos trabarán en su honor un combate y una lucha
terrible entre sí por siempre, por el resto de sus días.
Soy Deméter, la venerada, que proporciona el mayor provecho y alegría a inmortales y
mortales. Pero ¡ea!, que todo el pueblo me erija un gran templo y un altar dentro de él,
al pie de la ciudadela y del elevado muro, por cima del Calícoro, sobre una eminencia
de la colina. Los ritos, los fundaré yo misma, para que en lo sucesivo, celebrándolos
piadosamente, aplaquéis mi ánimo.
Dicho esto, la diosa cambió de estatura y de aspecto, rechazando la vejez. En su torno y
por doquier respiraba belleza. Un aroma encantador de su fragante templo se esparcía.
De lejos brillaba la luminosidad del cuerpo inmortal de la diosa. Sus rubios cabellos
cubrían sus hombros, y la sólida casa se llenó de un resplandor como el de un
relámpago.
....Ellos de inmediato obedecieron, y prestaban oído a lo que decía; así que lo
construyeron como había ordenado, y fue progresando según la voluntad de la diosa.
...Mientras, la rubia Deméter, sentada allí aparte de los Bienaventurados todos,
permanecía consumida por la nostalgia de su hija de ajustada cintura.
Hizo que aquel fuera el año más espantoso para los hombres sobre la tierra fecunda, y el
más perro de todos, pues la tierra ni siquiera hacía medrar semilla alguna, ya que las
ocultaba Deméter, la bien coronada. Muchos corvos arados arrastraban en vano los
bueyes sobre los labrantíos y mucha cebada blanca cayó, inútil, a tierra.
De seguro habría hecho perecer a la raza toda de los hombres de antaño por la terrible
hambre, y habría privado del magnífico honor de las ofrendas y sacrificios a los que
ocupan olímpicas moradas, si Zeus no se hubiese percatado y lo hubiera meditado en su
ánimo.
(Después de haber recuperado a Perséfone, Zeus envía a Iris, la mensajera de los dioses,
quien dirige estas palabras a Deméter)
-¡Aquí, hija! Te llama Zeus tonante, cuya voz se oye de lejos, para que vayas junto a las
estirpes de los dioses. Prometió que te daría las honras que quisieras entre los dioses
inmortales. Accedió asimismo a que tu hija permaneciera la tercera parte del transcurso
del año bajo la nebulosa tiniebla, inmortales. plirá y lo confirmó con una señal de su
cabeza. Así que ven, hija mía, y obedécele. No sigas constantemente irritada, fuera ya
de lugar, contra el Cronión amontonador de nubarrones, sino haz crecer en seguida el
fruto que da vida a los hombres.
Así habló. Y no desobedeció la bien coronada Deméter. En seguida hizo surgir el fruto
de los labrantíos de glebas fecundas. La ancha tierra se cargó toda de frondas y flores. Y
ella se puso en marcha y enseñó a los reyes que dictan sentencias, a Triptólemo, a
Diocles, fustigador de corceles, al vigor de Eumolpo, y a Céleo, caudillo de huestes, el
ceremonial de los ritos y les reveló los hermosos misterios, misterios venerables que no
es posible en modo alguno trasgredir, ni averiguar, ni divulgar, pues una gran
veneración por las diosas contiene la voz.
¡Feliz aquel de entre los hombres que sobre la tierra viven que llegó a contemplarlos!
Mas el no iniciado en los ritos, el que de ellos no participa, nunca tendrá un destino
semejante, al menos una vez muerto, bajo la sombría tiniebla.
Así pues, cuando los hubo instruido en todo la divina entre las diosas, se pusieron en
marcha hacia el Olimpo a la asamblea de los demás dioses. Allí habitan, junto a Zeus,
que se goza con el rayo, augustas y venerables.

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