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Montaigne, amistad y política

Dr. Rolando Picos Bovio


Facultad de Filosofía y Letras
Universidad Autónoma de Nuevo León

Buenas tardes. Antes que nada quiero agradecer la cordial invitación del Dr.
Sergio Pérez Cortés y del Dr. Jesús Rodríguez Cepeda, coordinador de este
posgrado, para estar con ustedes esta tarde, particularmente en esta semana,
que, como ustedes saben, está llena de actividades de corte filosófico. Me parece
fundamental que dos instituciones tan importantes como la Universidad Autónoma
Metropolitana y la Universidad Autónoma de Nuevo León puedan entrar en
contacto a partir de eventos de corte académico, particularmente del campo
filosófico.

En principio, y agradeciendo su presencia, quisiera que no se me acusara


de pretensioso por utilizar este título tan sugerente: “Montaigne, amistad y
política”, que, como ustedes saben, se asemeja a un trabajo más o menos
reciente de Fernando Rodríguez Genovés (2006), publicado bajo el nombre de
Política y Amistad en Montaigne y La Bôetie, una obra que aborda de forma muy
detallada el contexto y el carácter de dicha relación amistosa, breve pero intensa,
entre estos dos personajes.

En forma general lo que quisiera tratar hoy se relaciona con un aspecto


que me parece esencial para estos tiempos, que tiene que ver con la tolerancia y
el respeto como elementos primordiales de la convivencia social. Creo que por
estos días, en este país, la ausencia de estos dos principios nos ha colocado en el
ámbito de una crisis social y política que también se alimenta por la desconfianza,
el recelo y la falta de entendimiento, no sólo en el ámbito del pensamiento, sino
también en el campo general de las interacciones sociales. Hace falta pues,
dialogar y tolerar las diferencias que, lejos de empobrecernos, nos acercan más a
2

los lineamientos de lo que debiera ser hoy una sociedad democrática.

Si, como afirman a su manera Kant, Nietzsche, Marx y más recientemente


Foucault, la filosofía sólo tiene sentido cuando aborda problemas reales del
hombre y del mundo y se proyecta como una ontología del presente, referirnos a
la amistad es dar cuenta de un fenómeno esencial para nuestra propia condición
humana, una circunstancia, como nos lo evidencia el pensamiento clásico,
necesaria para la vida política en comunidad. Pero cuando esta, la vida
comunitaria, se sacude por la violencia de los enfrentamientos políticos y
religiosos y un clima de guerra civil, como le acontece a Michel de Montaigne en la
segunda mitad del siglo XVI, ¿es posible seguir creyendo en los espacios de la
amistad?¿No es esta circunstancia, como afirma Anne-Marie Reboul, 1
precisamente la realidad más adversa a este sentimiento?

El espíritu tolerante que Montaigne demuestra en su propia vida prueba


que la amistad y el respeto pueden ser posibles. Popkin (1983) lo describe
señalando la influencia del propio padre de Michel, un católico casado con una
judía recién cristianizada, quien interesado por las corrientes religiosas y
teológicas de su época, hereda a su hijo no sólo la inquietud por los escritos de
Raymond Sebond, que Montaigne materializa en su Apologie, sino también el
carácter comprensivo que le lleva a interesarse en las distintas corrientes del
pensamiento de la Reforma y la Contrarreforma (…) y a conocer íntimamente a
figuras como el jefe de los protestantes franceses, Enrique de Navarra o al
contrarreformador jesuita Juan Maldonado. Lo importante de todo ello no es sólo
la actitud de apertura mostrada, sino el interés sincero por la diversidad de juicios,
2
opiniones y modos de vida como tácito reconocimiento que la constante del
hombre es precisamente su diversidad.

El pensamiento renacentista tardío, producto en buena parte de la crisis


intelectual de la Reforma, muestra las evidencias del desencanto de la naciente
1
Anne-Marie Reboul, “La amistad en los Essais de Montaigne”, en Revista de Filologìa Francesa,
4, Editorial Complutense, Madrid 1993.
2
Cfr. Richard H. Popkin, La historia del escepticismo desde Erasmo hasta Spinoza, trad.de Juan
José Utrilla, FCE, México, 1983.
3

modernidad que se ejemplifica con el problema del criterio de la verdad: ¿dónde


reside el conocimiento seguro?¿qué es lo verdadero y qué lo aparente en materia
divina y humana? Todo esto lleva a afirmar a Montaigne ¿Qué sais-je?, frase que
representa el tono general de los Essais. ¿Cuáles son los fundamentos de esta
modernidad de la que Montaigne parece desconfiar? Exploremos brevemente
algunas de sus bases.

I. Introducción. La modernidad y el yo

La modernidad redescubre el yo. Según la descripción de Alain Renaut, la

modernidad se constituye como la base propia de la aparición de la subjetividad, y

en lo sucesivo se convierte en su exclusivo centro referencial. En contraste con las

épocas que le preceden y que está llamada a “superar”, -en tanto crítica radical del

pasado con un determinado compromiso con el cambio y los valores del futuro- la

modernidad pretende establecer en el hombre un poder de fundación absoluto

(«de la historia, de la verdad, de la ley») sobre su propia realidad que ya no será

definida desde lo intemporal y lo externo. Tal poder, inalcanzable anteriormente,

es lo que define, de acuerdo al pensador francés, la subjetividad moderna y con

ella la aparición de su producto más notable: el sujeto (Renaut, 1993:36).3

En la búsqueda del yo y la identidad, la autoexploración y el autodominio que

conlleva el giro a la interioridad, serán elementos fundamentales para la

configuración de la futura cultura moderna. (Taylor, 1996:193).

Hablar del desarrollo del ethos moderno, considerado como nueva forma del

sujeto de pensarse a sí mismo y de actuar en consecuencia, implica, en términos

3
Recordemos que para el mundo griego la idea de sujeto –subjectum- es inexistente; en este sentido sólo
existe el sujeto colectivo, que es la comunidad.
4

generales, reconocer en este una actitud radicalmente distinta ante el mundo y

ante la vida, diferenciada de la que le precede -la propia del mundo medieval- por

los valores y actitudes que asume racionalmente y, sobre todo, por la conciencia

de que la construcción de su futuro y de su persona implica también la

intervención activa de su voluntad. Es el yo que, por vez primera, se convierte en

protagonista de su propia obra.

Así entendido, como actitud de conocimiento y de vida, el ethos moderno es

el resultado de un proceso de maduración que adquiere forma, en sus rasgos más

centrales, a partir del desarrollo progresivo del humanismo renacentista mediante

el cual el sujeto se revela en toda su dimensión creativa en la afirmación de su

poder y de su individualidad. Este ethos presupone un conjunto de

predisposiciones de carácter depositadas en el individuo en su propia singularidad,

que orientan su acción y su conducta, pre-determinan sus valores y escalas

axiológicas, pero que, sin embargo, en el contexto de la realidad política y social

donde se expresan, no pueden ser enunciadas de manera determinista, ya que en

su propia base se encuentran sujetas a contradicciones de orden ideológico y

cultural.

Si atendemos a la anterior idea, desde su propia génesis el ethos moderno

no se encuentra exento de dudas, no es homogéneo ni unilineal y se matiza por la

recepción crítica que implica en la consideración de lo humano; por tal no es

unívoco y no se encuentra exento de oposiciones que se reflejan en el campo de

la creación política, filosófica y literaria.

En este punto pretendemos describir cómo se expresan críticamente estos


5

principios contradictorios en la obra de Michel de Montaigne (1533-1592),

personaje cuyo barroquismo envuelve un pensamiento escéptico desconfiado de

la naciente modernidad y de la apología desmesurada de la razón humana, sin

que tampoco, por otra parte, renuncie a la confianza del buen juicio como

elemento fundamental del saber vivir en medio de las tensiones de la

contradicción de su tiempo histórico.

En la primera parte de nuestro análisis intentaremos ubicar la producción de

los Ensayos como parte de la afirmación de un ethos que presenta rasgos

propiamente modernos desde la afirmación privilegiada de la subjetividad, aunque

críticos y cuestionantes del mundo a que hace referencia. Se trata del examen del

pensamiento de un humanista atento a las particularidades del espíritu humano y

del peso de la tradición, con su carga de prejuicios e ilusiones, que pesan,

indefectiblemente, sobre la constitución de dicha singularidad del sujeto moderno.

La segunda parte se dirigirá hacia el esclarecimiento de la consideración de

Montaigne sobre el valor la amistad como parte del arte de la existencia, a fin de

dilucidar qué fines cumple en relación a la conformación de la propia identidad en

el contexto antes descrito, pero también de la afirmación y el reconocimiento de la

diferencia. Se puntualizarán, por último, los rasgos que presenta el modelo ideal

de amistad, -simbolizadas en su relación con Etienne de La Bôetie- donde

convergen, por un lado, las características típicas de la amistad antigua y los

nuevos elementos que aporta el ethos moderno.

II. Ethos, modernidad y defensa de la subjetividad


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Como filósofo y pensador del arte de vivir, preocupado por la reivindicación

de un diálogo filosófico sincero y constante con su propia persona, Montaigne

comparte con pensadores como Nietzsche y Foucault su visión individualista, su

vínculo con el mundo antiguo, la búsqueda de un sentido de verdad no conclusiva

y su visión crítica –acaso desilusionada- de la modernidad que avizora, sin que

ello sea obstáculo para que, a partir de su perspectiva ética y estética de la

amistad, pretenda hacer de esta un vehículo privilegiado del «arte de la

existencia», cuyo modelo ideal encuentra, al igual que muchos humanistas del

Renacimiento, en la antigüedad grecorromana.

En una sociedad que empieza a reflejar en su propio ethos las

contradicciones entre la vida espiritual y material que perfila la mentalidad propia

del capitalismo mercantil renacentista por la cual las relaciones humanas se

objetivan (Von Martin, 1988:30): v.g, las de un sujeto egoísta, competitivo,

preocupado más de su vida material y de los asuntos terrenales que de la virtud y

la solidaridad, la concepción aristotélica de la idealidad de la amistad y del amigo

como un espejo es un principio que aparece a contracorriente en un ambiente más

propicio para la rivalidad, el antagonismo y la enemistad, como no sólo

efectivamente sucede entre individuos, sino entre ciudades y –como testimonia el

propio Montaigne- religiones. En El Decameron Bocaccio se lamenta ya de esta

pérdida del viejo valor de la amistad como vínculo sagrado entre los hombres,

cualidad muy opuesta al egoísmo y la traición más propias de las costumbres del

tiempo que atestigua:


7

¡Cuán excelente es la amistad y cuánto respeto y elogios merece! Ella es la que hace
nacer, alimenta y mantiene los más hermosos sentimientos de generosidad de que el
corazón humano sea capaz. Caritativa, agradecida, enemiga de todos los vicios y
sobre todo de la avaricia, se la ve, llena de un celo activo y rápido, impulsarnos a
hacer por los demás lo que quisiéramos que por nosotros se hiciera. Pero, ¡ay! ¡cuán
raras son hoy sus manifestaciones! Los hombres, egoístas y personales, han
expulsado esta augusta divinidad de la faz de la tierra (Bocaccio, 1989: 10,8)

La crítica del humanista italiano tiene una profunda base material: el

espíritu individualista que sucedió a las antiguas formas de organización feudal,

basadas en la tradición, la autoridad y la jerarquía, derrumbó gradualmente la

pirámide estamental y sus antiguos valores. De este modo, las viejas nociones de

lealtad y fidelidad propias del mundo medieval se relativizaron, aunque, por

supuesto, como las viejas pirámides estamentales, no desaparecieron del todo

(Von Martin,1988:15) ni tampoco los códigos de honor ligados ahora a los linajes,

las familias y los partidos, tal se puede colegir de una lectura ad hoc de Romeo y

Julieta.

El descentramiento de la idea de Dios como fuente de la moralidad primordial

tuvo también sus efectos. No se trataba de la negación de Dios, sino de la

afirmación de la individualidad como espacio de significación que también fabrica

una moralidad, no menos valiosa, en el plano de la vida cotidiana. En este

sentido, la recuperación de la idealidad grecorromana de la amistad como modelo

tuvo el efecto de retrotraer «lo humano a lo humano», bajo la idea de dotar de

dignidad y decoro a dicha materialidad e incluso, como acontece para Montaigne,

construyéndola como parte del arte de la existencia.

Como representante de un realismo humanista opuesto al humanismo

clásico renacentista, centrado más en la erudición y el conocimiento de los


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modelos y fuentes clásicas como modelos a imitar (imitatio) y reproducir, Michel de

Montaigne, -educado a su vez en esa tradición-, reafirma la vida humana como

campo de conocimiento privilegiado del sujeto, en contacto directo con la realidad

natural y social que rodea al hombre. Para él, más allá de toda construcción de

formas retóricas que ocultan sus verdaderos pensamientos y anhelos de

existencia, el verdadero conocimiento, el realmente útil para el hombre y que guía

su criterio moral, es aquel avalado por la experiencia, la acción y la realidad.

Considerados en esta perspectiva, los Ensayos son el testimonio, la

expresión y el recuento que, a través de la exposición de sus propias experiencias,

traza el autor de sí mismo. De manera socrática revelan el interés por su

autoconocimiento –«una vida sin examen, destaca Montaigne, no merece la pena

de ser vivida»- y la preocupación por el yo como la principal tarea de quien, a

través de la escritura, se “ensaya a sí mismo”:

Esto que refiero, no es doctrina mía, sino mi estudio; no lección ajena, sino mía (…)
Hace muchos años que yo sólo me tengo por objeto de mis pensamientos, no
estudiando sólo a otra cosa, sino a mí mismo; y aún si estudio alguna otra es para
relacionarla conmigo o para aplicármela (…) ¿Trata Sócrates de algo con más
extensión que de sí mismo? (II,6:313).

No es pretensión moralista, sino revelación sincera de sí mismo lo que anima

la creación en Montaigne. Es una reivindicación de la subjetivad como acto

personal, individual, libre y voluntario, -valores que perfilan la modernidad del

personaje- que no pretenden establecerse además como modelo a imitar para los

demás: “No pretendo erigir una estatua que haya de plantarse en la plaza de una

ciudad, o en templo o lugar público (…) Mi libro se destina al rincón de alguna

biblioteca y al entretenimiento de algún vecino o pariente que guste de conocerme


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por la imagen que de mi doy” (II,18:572).

Para Montaigne la realidad es el campo de las experiencias que nos

permiten establecer un juicio correcto sobre las cosas y actuar, entonces, de la

mejor manera posible. Sin embargo es necesario hacer notar que el juicio crítico al

que apela el filósofo francés requiere del sujeto una aptitud especial para

reconocer y evitar la ilusión del «teatro del mundo», la hipocresía y el disimulo que

lo constituyen, pues la verdad parece ser lo más inasible al hombre. Su

concepción antropológica confirma esta condición que recuerda la vieja distinción

platónica sobre la verdad: “Sujeto maravillosamente vano, variable y fluctuante es

el hombre, a quien cuesta trabajo formar juicio uniforme y constante” (I,1:5). El

relativismo presente en la frase confirma de este modo que el hombre sólo es

capaz de captar un aspecto de la realidad, aquella parte que percibe e interpreta y

a partir de la cual crea su perspectiva cultural…y también sus prejuicios.

Evitar los artificios y encontrar la verdad, es entonces, una ardua tarea.

¿Dónde hallarla? Definitivamente no en lo externo, sino en lo interno. Starobinski

destaca que, como muchos de sus contemporáneos, en un contexto de guerras

religiosas y disputas de poderes que le sirven como trasfondo y pretexto suficiente

para dudar de su tiempo, Montaigne se da a la tarea de evidenciar el error de

confundir la esencia con la apariencia, la realidad con el disimulo y, a partir de ahí,

lanzarse en contra de esa manera de vivir:

The World against which Montaigne levels a finger of accusation is a labyrinth in which
the counterfeit passes for legal tender. Hypocrisy, far from being regarded as a mask
that one must penetrate, is everywhere praised as “this new-fangled virtue of hypocrisy
10

and dissimulation, which is so highly honored at present (Starobinski, 1985:2) 4


Esta particularidad del pensamiento de Montaigne es una nota distintiva de

su realismo barroco, que asiste al otoño de las virtudes y los valores exaltados por

el Renacimiento: “Los essais, señala por su parte James Casey, ilustran bastante

bien lo que Bouwsma ha llamado el «crepúsculo del Renacimiento», la pérdida de

aquella confianza en el futuro y en la capacidad de la razón y del diálogo para

resolver las dificultades” (Casey, 2005:120). La contradicción evidencia el fracaso

de los ideales utópicos del humanismo, a manos de las nuevas intolerancias, un

“desengaño” que se refleja en forma muy evidente en el propio Montaigne y que

lleva a repensar el sentido clásico de la adscripción del barroco más que como

«una fuga» ante el avance del humanismo, como una actitud prudente ante la

modernidad y su inmoderado optimismo. 5

El final de la cultura renacentista apunta al crecimiento de un clima

intelectual y vital de sombría desconfianza y desazón que pone en cuestión los

principios e impulsos de libertad creativa que le dieran origen, aunque ello no

impide que la época proporcione algunos de sus mejores frutos en distintos

campos del arte y el pensamiento. Lo que sí, prefiguran un ethos que manifiesta

tendencias tales como la preferencia hacia la vida contemplativa y solitaria, -como


4
“El Mundo contra el cual Montaigne alza un dedo acusatorio es un laberinto donde lo falso, la
mentira, pasa por la moneda de curso legal. La hipocresía, lejos de ser vista como una máscara
que hay que penetrar, es elogiada en todas partes como "esta nueva y moderna virtud de
hipocresía y disimulo, que es tan honrada actualmente”. Traducción propia.
5
“En vez de contemplar el barroco como una fuga ante el avance del humanismo (y los horrores de
las guerras de religión y de la Inquisición nos invitan en cierto modo a adoptar esta postura), ¿no
será más justo apreciar en él los elementos de madurez, de rechazo a un fácil optimismo, que
también lo caracteriza? La enseñanza de los humanistas no se ha olvidado, en cuanto a la
observación directa y crítica del universo tal como es. Lo que añaden los pensadores del barroco
es otra pregunta: ¿para qué sirve tanto conocimiento?¿para qué sirve la razón humana, vista su
clara incapacidad para crear el mundo utópico al que aspiraban los humanistas?” (Casey,
2005:118).
11

la elegida por Montaigne- por contraste hacia el tipo humano emprendedor del

pleno Renacimiento. La desilusión sin embargo es fuente de creatividad literaria,

que en este sentido, como rasgo cultural extendido permite la exploración libre del

yo, característica ya presente en la antigüedad, pero asociada también a la

modernidad:

Otro indicador de una voluntad más o menos consciente, a veces obstinada de


apartarse, de conocerse mejor uno mismo, es mediante la escritura, sin que
necesariamente haya que comunicar ese conocimiento a otros que no sean los
propios hijos para que conserven el recuerdo (…) es el diario íntimo o las cartas, las
confesiones, la literatura autógrafa en general, que da fe de los avances de la
alfabetización y del establecimiento de una relación entre lectura, escritura y
conocimiento de uno mismo. Son escritos sobre uno mismo y, con mucha frecuencia,
para uno mismo y sólo para uno mismo” (Bell Bravo, 2000:27).

La introspección, el estudio del yo «fugitivo», se convierte a partir de

Montaigne en una gran fascinación en la literatura europea del siglo XVII, su

comprensión exige un acercamiento detallado a la complejidad del alma humana

de esa época, que, como en el arte, se muestra en tonos claroscuros, sin revelar

toda su verdad; qué mejor género para revelar estos detalles que el ensayo que

permite la introspección y el cuestionamiento del universo exterior.

Montaigne considera que para acercarse a esta lectura dual no bastaba la

educación humanística, sino que era preciso ir más allá de la erudición antigua o

cristiana, y sobre todo brindar una base filosófica convincente para saber vivir.

Para ello el tipo de conocimiento a que debía aspirarse era aquel con un profundo

sentido práctico, pero en el sentido de desarrollar la prudencia y la virtud.

Filosofía, escepticismo y arte de vida

Continuador de una tradición que lo emparenta con la sabiduría antigua,


12

Montaigne es, antes que un filósofo en el sentido clásico del término, un filósofo

del arte de la existencia que se opone a las formas preestablecidas de reducción

del hombre, en particular aquellas que lo someten a razones lógicas o que fundan

su existencia y su vínculo al mundo desde planteamientos metafísicos. Nada de

“substancia” o “esencia” en el sentido que ha marcado la tradición aristotélica, le

parece adecuado para explicar la subjetividad humana: “No tenemos

comunicación alguna con el ser, porque toda naturaleza humana está siempre

intermedia entre el nacer y el morir, no teniendo de sí más que una apariencia

oscura y sombría y una opinión débil e incierta. Querer que el pensamiento

concrete nuestro ser es como querer abrazar el agua” (Montaigne, 2003, II,12)

El escepticismo de Montaigne tiene como referente no sólo la incertidumbre

de un mundo que se asoma cada vez más complejo e inestable,6 en la que es

cada vez más difícil afirmar un conocimiento con toda seguridad, sino también la

variabilidad y arbitrariedad que lleva a los hombres a contradecirse continuamente

en lo que afirman y lo que creen. Este pesimismo es, por otra parte, propio de la

condición humana:

Lo ordinario es que sigamos las inclinaciones de nuestro apetito a diestra y siniestra,


arriba y abajo según el viento de las ocasiones nos arrastra. No pensamos lo que
queremos sino en el instante en que lo queremos y cambiamos como ese animal cuya
piel se colora según donde se acueste. Lo que nos proponemos ahora lo cambiamos
después y luego volvemos sobre nuestros pasos, siempre entre trastornos e
inconmensurables ( II,1:276).
¿Cómo ser modernos entonces? Si la verdad es inasible y nuestra

6
Casey puntualiza el conflicto religioso entre católicos y protestantes en el siglo XVI como una
primera advertencia histórica de los límites de la racionalidad dialógica entre los hombres: “La
generación de Montaigne vio desvanecerse las esperanzas de un futuro mejor. Se dieron cuenta
con suma tristeza de que las ideas no existen en el vacío intelectual, que se forman en los
individuos y deforman por la pasión y el prejuicio que yacen en el fondo del individuo”, pasión que,
por cierto, se alienta de la flama de la propia fe. Op.Cit., p. 122.
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naturaleza caprichosa y voluntarista, esta sólo puede encontrarse en la

peregrinación interior del alma. Ese camino, contracorriente del optimismo

renacentista que mira a lo externo, ubica la verdad en lo intangible, más cercana al

«examen de sí mismo» socrático que a la variabilidad de una realidad

contradictoria. Siguiendo estas ideas del mundo antiguo, Montaigne, que en

principio había pretendido encontrar la esencia imperecedera del hombre, su

naturaleza constante y universal, pronto se dio cuenta de lo infructuoso de tal

proyecto, pues éste –su mundo- se revelaba en la contingencia y mutabilidad, por

tal, la búsqueda debía llevar a la aceptación de los propios límites de la condición

humana y, en todo caso, a la descripción de este «vivir fluyendo»:

En estos principios encontramos una clave de la ética en Montaigne y de su


concepción del arte de la existencia: “El autoconocimiento es la llave indispensable
para la autoaceptación. Aceptar los límites de nuestra precondición presupone
entender dichos límites, aprender a perfilar sus contornos, diríamos, desde adentro
(…) Vivir correctamente es vivir diríamos, desde adentro (…) Vivir correctamente es
vivir dentro de los límites, evitar la presunción de aspiraciones espirituales
sobrehumanas” (Taylor,1996:195).
Casey establece un paralelismo que vale la pena mencionar entre el afán de

Montaigne por el conocimiento de sí mismo y los esfuerzos de Teresa de Ávila,

-desde el catolicismo y bajo el espíritu de la contrarreforma-, por realizar un «viaje

espiritual» que nos lleve al yo verdadero, única posibilidad de certeza en un

tiempo desgarrado: “Como para Montaigne, para Teresa el camino para la

resolución de la tormenta que sacudía a la humanidad pasaba por el conocimiento

de sí mismo”, por el recorrido de su «castillo interior», (2005:125), pues en la

confusión de la época, el hombre no sabe distinguir claramente entre lo que

conviene y lo que no. En la religiosa española la búsqueda del yo no podía

hacerse sin que implicase al mismo tiempo procurar el conocimiento de Dios,


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verdadero camino de perfección.

Tanto en la obra de Montaigne como en la de Santa Teresa es posible

identificar como trasfondo la crítica al individualismo entendido aquí como el ethos

alimentado por la sociedad comercial y burguesa que emerge en Europa. Esta

situación genera su desconfianza en el hombre del barroco y en el tipo de libertad,

con cierto grado de anarquía caótica, que se afirma en su producto: el individuo;

ese mismo individuo que Rousseau y los románticos celebrarán más adelante en

su diversidad, abogando por su máxima libertad como fórmula para desarrollar su

identidad.

La respuesta ante la anarquía es para los barrocos el anhelo de la

autoridad, símbolo de lo que es estable y positivo. En esto consiste la paradoja del

crepúsculo del Renacimiento, pues la autocomprensión del individuo como ser

único –con los valores y características asociados a éste: arbitrariedad,

imprevisibilidad e individualidad- en una sociedad agobiada por el conflicto de

ideologías, genera al mismo tiempo su recelo escéptico hacia él, recelo y duda de

la que Montaigne se hace eco.7

Montaigne moderno malgre lui

¿En qué sentido cabe entonces plantear la modernidad en Montaigne? Ya

hemos señalado que la concepción de la filosofía en la que cree no es aquella que

se identifica con la lógica o la metafísica, sino en la que se apoya en el juicio como

7
La desconfianza en el individuo resalta más, quizás, en la perspectiva de los autores religiosos
de la época, como Santa Teresa, y de una manera general en la de todos los que pensaban que
había una mano directora en el destino de los hombres, la de Dios. Pero la desconfianza en la
capacidad del individuo de ordenar su propia vida se encuentra también en el muy escéptico
Montaigne.
15

elemento de autoconocimiento. Privilegia la filosofía moral pues esta es la que

efectivamente sirve a los intereses del hombre, para atenuar sus angustias sobre

la muerte y posibilitar su felicidad. Bajo este sentido de profundo realismo el autor

de los Essais escribe:

Donde vuestra vida acaba, acabó todo. La utilidad de vivir no consiste en el espacio,
sino en el uso de la vida, y hay quien vive largo tiempo y ha vivido poco. Lo que viváis
está en vuestra voluntad y no en el número de los años. ¿Pensáis no llegar nunca
donde sin cesar os encamináis? Pues sabe que todo camino tiene su desembocadura
y si es que tener compañía os sosiega ¿no sigue el mundo vuestro mismo sendero?
(I,19:59-60).

El universo moral del hombre es suficientemente amplio para justificar este

desplazamiento de intereses; siendo el sujeto un «enigma para sí mismo», la tarea

consiste entonces en dirigir el pensamiento hacia el yo. La modernidad del

bordelés reside en tomarse a sí mismo como objeto de conocimiento, en afirmar y

privilegiar la subjetividad y ofrecerse esta, a través del ensayo, como

interpretación personal que se presta a la confrontación con los otros. Se trata,

según lo expresa Taylor, de un «individualismo del autodescubrimiento»

irreductible, por otra parte, a las verdades de la ciencia:

Buscamos el autoconocimiento, pero este ya no sólo significa el saber impersonal


sobre la naturaleza humana, como fuera para Platón. Cada uno de nosotros ha de
descubrir su propia forma. No vamos en busca de la naturaleza universal; cada uno
busca su propio ser. Montaigne inaugurará, por tanto, un nuevo modo de reflexión que
es intensamente individual, una autoexplicación cuya meta es alcanzar el
autoconocimiento al lograr ver a través de los velos del autoengaño cuál es la pasión o
el orgullo espiritual que éstos han erigido. Es un estudio que se lleva a cabo
totalmente en primera persona, al que prestan poca ayuda las declaraciones de
observaciones de tercera persona, y ninguna «la ciencia» (Taylor, 1996:197) .

Montaigne abre el pensamiento de la modernidad desde un escepticismo que

encuentra su modelo antiguo en Pirrón de Elis, actitud filosófica que no es sólo

duda, sino también investigación; es decir, actividad consciente del individuo por
16

descubrir dentro de sí verdades prácticas, pero no universales: pues en relación a

la verdad, como también lo expresa su contemporáneo Francisco Sánchez, (1551-

1623) «nada se sabe».

Esta actitud de rechazo tajante a una concepción unitaria del conocimiento

y a un sentido definitivo de la verdad (III,2:684) resulta, sin embargo, fructífera

para la filosofía moderna, pues se convierte en la base epistemológica, en la

hipótesis subyacente y primaria que toma Descartes para plantear su duda

metódica, en tanto método para afirmar, por el contrario, una verdad, «clara y

distinta». Antes, claro, se hace necesario desvincular radicalmente al sujeto de la

experiencia cotidiana.

El carácter de vindicación de la filosofía en Montaigne como actividad

propia del sujeto supone entonces, frente al pensamiento al que se confronta, un

sentido distinto de la posesión de dicho saber, más allá del simple discurso: la

filosofía se presenta como una actividad vital que es parte de la construcción de la

propia subjetividad en tanto interviene en la formación del juicio y las costumbres.

Montaigne filósofo moderno, destaca, «en un libro escrito desde el yo y sobre el

yo» el papel decisivo que en adelante juega el sujeto como protagonista de la

historia, de su historia: “…es el sujeto el que establece el método, el yo que

construye el discurso, y la filosofía cartesiana se formará a partir de esa idea”

(Taylor, 1996:141). Sin embargo, a diferencia del punto de partida cartesiano, que

se centra exclusivamente en el sujeto y en su racionalidad y, justamente, busca

prescindir de sus emociones para no afectar su entendimiento, Montaigne no sólo


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reivindica la subjetividad, sino también entremezcla fenomenológicamente el

cuerpo, como el punto de partida de toda experiencia y todo juicio sobre el mundo

y así lo expresa:

La flaqueza de nuestra condición hace que las cosas no lleguen a nuestro uso en su
pureza y sencillez natural. Los elementos de que gozamos están tan alterados como
están los metales (…) El hombre, en su todo y en sus partes, es siempre mixtura y
abigarramiento” (II,20:578).

Toulmin establece una diferenciación que puede ser valiosa para fijar este

tránsito de Montaigne a Descartes. El primero sería el representante de una

primera modernidad –o pre-modernidad, si se quiere- más plural y tolerante,

humanista y marcada con rasgos escépticos, -una modernidad renacentista- pero

que descubre el yo y la experiencia como fuente primordial de conocimiento, al

mismo tiempo que desarrolla un ethos matizado por el análisis de la variable

condición humana en la que el juicio personal campea sobre la razón universal.

Este escepticismo no significa, por otra parte, que sus representantes, que se nos

muestran con una actualidad inusual, asuman un carácter destructivo o nihilista en

sus juicios, sino el reconocimiento de que no encuentran bases suficientes en la

experiencia para negar o afirmar la posibilidad de un conocimiento universal

(Toulmin, 1990:37).

La segunda modernidad o modernidad esencial que instaura la «filosofía del

sujeto», la cartesiana, es racional, busca superar los límites del juicio escéptico y

establecer certezas, pues sólo así es posible construir en suelo firme las bases del

pensamiento moderno y su pretensión de acercarse a la verdad. Por otra parte, y

en contraste con los pensadores del siglo XVI, los filósofos del siglo XVII como
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Descartes y Newton, se revelan más ortodoxos en el ámbito teológico que sus

predecesores escépticos. Ambos, sin embargo, parte del mismo fundamento: la

subjetividad humana.

III. Amistad, identidad y diferencia

Frente a la variabilidad del mundo y de las opiniones humanas, de las que no

cabe esperar ninguna certeza concluyente para la vida, Montaigne afirma la

certidumbre y el valor de la amistad, pero no la de cualquier tipo, «no la de la

amistad vulgar» sino de una especial y modélica que él encuentra en su relación

con Esteban de La Bôetie, la cual, interrumpida por la muerte prematura del autor

del Discurso sobre la servidumbre voluntaria, se revela sin embargo determinante

en el rumbo de su propia existencia.

La escritura de los Ensayos son, en gran parte, la prolongación en Montaigne

del ejercicio del conocimiento de sí mismo que significa la amistad del amigo

desaparecido, el «otro privilegiado», en la medida que esta relación es, al mismo

tiempo, como sugiere Starobinski, fuente de aprendizaje moral:

For Montaigne, his friend´s regard performed an essential function of moral instruction
and direction. His friend was in possession of one version of the complete truth about
Michel de Montaigne, a truth that Montaigne´s own conscience was unable to carry to
a comparable degree of fullness. Reread what he says: «He alone delighted in my true
image, and carried away with him». La Boétie´s death robbed Montaigne of his only
mirror: the loss of his friend effaced forever the image that La Boétie possessed (…)
«That is why I decipher myself so curiosly» (…) the only knowledge of Montaigne now
available requires a more tentative approach, and is marked by concern…(Starobinski,
19

1985:38).8
El esfuerzo que Montaigne consigna es entonces tentativa, ensayo por hacer

un retrato de sí lo más cercano a la imagen perdida, pero también práctica. No se

trata de una confesión, en el sentido agustiniano, sino de un proyecto de

autoformación compartido, más cercano a las enseñanzas de Sócrates, que a la

moralidad cristiana y sus exigencias.

Se trata además de una amistad sui géneris. La concepción de Montaigne

sobre la amistad revela signos de un ethos que podemos considerar propiamente

moderno, en la medida que reivindica el valor de la individualidad y el

reconocimiento de la diferencia como condición indispensable de la propia

afirmación del yo y del cuidado de sí mismo. Así lo constata el célebre pasaje del

capítulo XXVII de los Ensayos,9 consagrado a exaltar la amistad perfecta como

afirmación estética de la identidad y la diferencia: “…Si me preguntan porque amé

a mi amigo contestaré del único modo que ello puede expresarse: «porque él era

él y yo era yo»” (I,27:141). En una lectura moderna, pero llena de evocaciones

antiguas, la frase puede tener más de un significado; sea por la libertad y verdad

con que se llega a expresar la amistad mutua (rasgo parresiástico), sea porque la

amistad en sí misma se convierte en vehículo del arte o estética de la existencia.

8
[Para Montaigne, el recuerdo de su amigo cumple una función esencial de dirección e instrucción
moral. Su amigo poseía una versión de la verdad completa sobre Montaigne, una verdad que la
propia conciencia de Montaigne es incapaz de reconocer con ese grado de completud. Releemos
lo que dice: «Sólo él reflejaba encantadoramente mi imagen verdadera, y se la llevó con él». La
muerte de La Boétie privó a Montaigne de su único espejo: la pérdida de su amigo borró para
siempre la imagen que La Boétie poseía (…) «Es por eso que me descifro a mi mismo tan
detalladamente» (…) el único conocimiento de Montaigne ahora disponible requiere un
acercamiento más provisional, y es marcado según la preocupación (el interés) sobre sí mismo…],
Starobinski, Op.Cit., p.38. Traducción propia.
9
N.A. En otras ediciones de los Ensayos este apartado corresponde al capítulo XXVIII.
20

Lacouture ha señalado con propiedad que el reconocimiento de Montaigne a

su amigo fallecido no fue inmediato, sino producto de una reflexión posterior, algo

muy propio de su carácter.10 Y es que, como hemos señalado, la muerte de La

Böetie aparece como el trasfondo de la decisión por la cual Montaigne decide

abandonar la vida pública, retirarse a su castillo y consagrarse a la escritura y el

cultivo del yo; es su leit motiv.

Como proyecto de autoformación donde vida y obra se funden, el

planteamiento de Montaigne es profundamente individualista. No se propone

construir un sistema, una weltanschauung o una moral del deber ser, sino articular

un modo de vida que no pretende la universalidad y que reclama para los otros el

mismo derecho de afirmar su propia identidad. De este modo se ubica dentro de

una tradición del arte de vivir que lo acerca, sin identificarlo o imitarlo, a un

socratismo ético que guarda su distancia, por ejemplo, de los modelos de vida

ideal que encontramos en Platón. Se trata de: “…una variedad de filosofía

[concebida] como un arte de vivir (…) diseñada para establecer un modo de vida

que sea apropiado para su autor y no necesariamente para alguien más”

(Nehamas,2005:162).

¿Qué papel desempeña en todo ello la amistad en tanto vehículo de las

artes de la existencia? ¿cómo se vinculan, positivamente, sobre esta idea, el yo y

el otro en los ensayos de Montaigne? Describamos lo modélico e ideal de este


10
Así contrasta el mismo pasaje de la primera edición de los Ensayos con la edición «de Burdeos»,
que es la póstuma. En la primera afirma: “Si me obligara a decir porqué yo quería a La Böetie,
reconozco que no podría contestar”…en la última edición el tono es distinto porque Montaigne es
capaz ya de «tomar distancia”» de su amigo y evaluar sus verdaderos sentimientos, Cfr. Jean
Lacouture, Montaigne a caballo, trad. de Ida Virale, FCE. Colección Breviarios, México: 2000,
p.105.
21

proceso en los Ensayos, donde la amistad constituye al mismo tiempo la fuente de

la identidad y la diferencia.

IV. La amistad en los essais; apuntes del Self en Montaigne

El ethos moderno que alimenta la valoración de la amistad en Montaigne

parte de aquella forma que podemos llamar “amistad auténtica”, apoyada en

principio en el sentido de la concepción aristotélica y cristiana de la benevolencia –

forma superior- que anima la relación entre los amigos:

En la verdadera amistad, cosa en que soy entendido, yo tiendo más a darme a mi


amigo que a traerle a él a mí. No sólo prefiero hacerle bien a que me lo haga, sino que
incluso prefiero que se lo haga a sí mismo antes que a mí. Tanto más bien me hace
cuanto más se hace a sí mismo, y si su ausencia le es placentera y útil, a mí me
resulta más dulce que su presencia, si hay medio de que, durante ella nos
comuniquemos los dos. (III,9:831)

La benevolencia aparece como una expresión cargada de sentido en la

alusión indirecta a La Boëtie, que refrenda por otra parte el principio de

diferenciación y complemento que la amistad brinda a los amigos, así como el

papel positivo –contrario a la creencia común- que cierta distancia puede ejercer a

favor de la amistad, aspecto que se refuerza en el mismo capítulo:

Mi amigo y yo, separándonos, nos llenábamos y comprendíamos aún mejor. Si él


vivía, yo gozaba, y él veía por mí y yo por él tan plenamente como si ambos viéramos.
Una parte de nosotros quedaba ociosa cuando estábamos juntos porque nos
confundíamos, mientras la separación en el espacio hacía más rica la conjunción de
nuestras voluntades. El hambre insaciable de la presencia corporal acusa cierta
flaqueza en la capacidad de gozo del alma (III.9:831).

El tratamiento exhaustivo del tema de la amistad, esa que, según

Montaigne, «es más necesaria y dulce que los elementos del fuego y el agua»,

ocupa un lugar primordial en la estructura de los Ensayos. Lacouture expresa que


22

de hecho este capítulo constituye la clave y la razón de ser de toda la obra, porque

es allí, justamente, donde más claramente se aprecia el carácter de amistad

apasionada, discursivamente desbordada en admiración excepcional, que el

gasconés expresa por su amigo. En el retrato que elabora de su vida, destaca

como momento decisivo el encuentro de los personajes en la magistratura como

una experiencia que el propio Montaigne califica desde el principio como

excepcional, siendo mediada desde antes por la admiración intelectual:

“..Y por allí empezó aquella amistad que, mientras a Dios plugo, duró tan entera y
perfecta como no se sabe de otras semejantes en la antigüedad ni se ven vestigios
de ella ahora. Tanto es menester para formarlas, que es mucho que la fortuna logre
una así en tres siglos (I,27:137).

Exaltación hiperbólica de la amistad que evidencia verdadera pasión,

desconocida hasta entonces por el propio Montaigne, ni siquiera comparable al

amor femenino. Lacouture apunta: “Montaigne amaba a las mujeres golosamente,

un hombre le hace descubrir la pasión”. (2000:103). ¿Implica esto una inferioridad

o una imposibilidad de la amistad femenina expresa implícitamente en el francés?

El juicio de Montaigne es muy severo y no es el único en los Ensayos donde

aparece una concepción, si no misógina, al menos, si prejuiciosa sobre la mujer,

aunque faltaría establecer si al final de su vida varía o no sobre este punto, 11 o sí,

como sugiere Lacouture, persisten suficientes huellas para pensar en el tema de la

homosexualidad (2000:108-109).

Montaigne expresa que la pasión y el amor que nace del afecto hacia las

mujeres, es al mismo tiempo uno de los grandes obstáculos para desarrollar una

amistad. Es un sentimiento, señala “…abrazador y voraz, pero es fuego, a la par,


11
Como lo evidenciaría su relación con Mademoiselle de Gournay, dama de la sociedad francesa y
su «hija de elección» que a la postre se convierte en su editora póstuma.
23

temerario y efímero, fluctuante y diverso, febril, sujeto a accesos y

debilitamientos…” (I,27:139) que, en comparación con la estabilidad y tranquilidad

de la amistad, cuya naturaleza «espiritual» la hace inmune a los deseos, resulta

inferior. Más tajante: la ignorancia femenina la hace imposible de expresar la

amistad verdadera:

…a decir verdad, la capacidad ordinaria de las mujeres no sirve para cubrir las
necesidades de conferencia y comunicación que dimanan del santo vínculo amistoso,
ni es su alma lo bastante firme para soportar la opresión de un nudo tan constante y
duradero (I,27:139).

El afecto a la mujer, se diría, es el resultado para Montaigne de la condición

natural del hombre, genéricamente y biológicamente hablando, pero no de la libre

elección, que es el factor determinante de la amistad. Ni el matrimonio escapa de

esa condición, pues, de entrada posee –también por naturaleza- otros fines y

exigencias que escapan de la voluntad. Por si fuera poco, la tradición filosófica

consigna la amistad como asunto entre hombres, excluyendo a la mujer de dichos

privilegios. Esta visión, que evoca la concepción clásica griega, se reviste sin

embargo de la moralidad cristiana, al excluirse como amistad, a aquella relación –

homosexual y exclusiva entre hombres- diferenciada entre el erastos y el

erómenos, pasión al fin inmoderada, licenciosa “…que se funda sólo en una

belleza externa, falsa imagen de la generación corporal” (Ibidem). Lacouture

insiste en este punto en que Montaigne, apasionado socrático al fin y al cabo, lo

que condena más que una relación contraria a la «naturaleza», es la asimetría de

esta relación (2000:30). ¿Qué cabe deducir entonces de la amistad «perfecta»

entre Montaigne y La Böetie?


24

La amistad: entre la pasión y la política

¿Cuáles son las condiciones de la amistad perfecta? ¿Cuáles son los

factores que permite el equilibrio necesario para lograr dicha perfección a prueba

de los desencuentros de ideas y pasiones? En su estudio sobre la amistad en

Montaigne y La Böetie, Rodríguez Genovés12 destaca a propósito la compleja

relación que se da entre política y amistad. Desde el tiempo de la polis ateniense

hasta nuestros días, hablar de tales ámbitos significa, al mismo tiempo, abordar

las «dificultades, encuentros y desencuentros» del trato personal entre los

hombres.

En la medida que los seres humanos, por su propia naturaleza, requieren

vivir en comunidad, ¿cómo sortear los obstáculos que esta misma necesidad crea,

de tal forma de poder aspirar a la felicidad personal? Aquí es, justamente, donde

el tema de la amistad se convierte en esencial y las preguntas que se hace el

autor al respecto cobran actualidad:

He aquí la cuestión: ¿El hombre es un lobo para el hombre o estamos hechos para el
entendimiento, la concordia y el aprecio mutuos?¿Debemos ver en el Otro a un
presumible amigo o a un sospechoso enemigo?¿Determinamos amarnos los unos a
los otros o nos conformamos simplemente con soportarnos y con evitar o disminuir la
frecuencia y virulencia de las potenciales colisiones? (Rodríguez Genovés, 2006:6)

La problemática de la vida afectiva, aspecto central que se destaca como

ineludible de nuestra propia subjetividad, se expresa a través de la historia en

diferentes tipos de relaciones con mayor o menor grado de acercamiento entre los

protagonistas, pero hablar de una amistad ideal, producto de una convergencia

12
Fernando Rodríguez Genovés, Política y amistad en Montaigne y La Boétie, citado en la revista
El Catoblepas, Núm. 58, diciembre 2006, p.6. versión electrónica en
http://www.nodulo.org/ec/2006/n058.htm.
25

personal, –que no coincidencia política- , cual es el caso particular de Montaigne y

La Boëtie, es otra manera de considerar el «espejo» del amigo. Es señal también

evidente del terreno ganado por el individualismo.

Aunque resulta extraño hablar de amistad en el espacio de la política,

agonal y competitivo por excelencia, las diferencias ideológicas o religiosas entre

ambos personajes –uno católico, otro protestante- no parecen mellar su relación;

así sea que no hayan sido puestas a discusión, así sea que fueran minimizadas

prudentemente por Montaigne o que no tuvieran ocasión de expresarse en toda su


13
intensidad histórica, como sugiere Lacouture y reafirma Rodríguez Genovés, al

explicar la elección consciente que hace el gentilhombre del «amigo poeta» antes

que del «amigo político».14

En este acercamiento que construye la amistad perfecta que refiere

Montaigne en los Ensayos, media, por supuesto, las coincidencias en los

personajes, su espíritu humanista, su amplia cultura y admiración por los clásicos,

su tolerancia y su concepción del deber que los lleva a la arena política francesa,

espacio donde, a pesar de los tiempos políticos que corren, más favorables a la

enemistad y la desconfianza, pueden coincidir. Esta coincidencia, que al fin y al

cabo se funda sobre la libertad que ambos reivindican, no es necesariamente total

comunión de ideas, pero dejando de lado las convenciones de los tiempos,

parecen preservar el sentimiento amistoso.


13
Cfr. Lacouture., pp. 114 y ss. El propio Montaigne acusa la forma malintencionada en que, en su
tiempo, se utilize la obra fundamental de su amigo: “Posteriormente he hallado que la referida obra
de mi amigo ha sido dada a la luz, con mal fin, por quienes procuran turbar y cambiar el estado de
nuestra política, sin cuidarse si la mejoran o no”, Ensayos, I,27.
14
Montaigne mismo da pie a esta interpretación, pues refiere el Discurso sobre la servidumbre
voluntaria como «obra de juventud» de La Boëtie, muy elogiada y comentada pero ciertamente no
su mejor trabajo, (I, 27:137).
26

Se trata de una amistad honesta que en vida se funda desde una ética de

la integridad y la fidelidad, a contracorriente de la lógica política que los haría

«enemigos» por militar en bandos diferentes. Una amistad vinculada a una

concepción ética que, a diferencia del sentido de posesión que conlleva el amor

posesivo, construye sus lazos «preservando la libertad de los participantes como

condición de su fuerza».

Este valor virtuoso, de ecos aristotélicos, lo expresa así La Boëtie en el

Discurso y lo reafirma más tarde también, en el mismo tono, Montaigne en el

elogio de su amigo:

La amistad –escribe un joven La Boëtie, todavía desconocido por Montaigne- es un


nombre sagrado, una cosa santa, no se da jamás salvo entre gentes de bien que se
estiman mutuamente; no se mantiene tanto por los beneficios como por la buena vida.
Eso que vuelve a un amigo seguro del otro, es el conocimiento que tiene de su
integridad: su buen natural son los garantes que tiene, la fe y la constancia. No puede
haber amistad allí donde hay crueldad, deslealtad e injusticia. Cuando se reúnen los
malvados siempre hay un complot y no una compañía. No se aman, se temen; no son
amigos, sino cómplices (De la Böetie, 2006:46).

Siguiendo también el esquema clásico, Montaigne consagra este valor de

«verdadera amistad», contrastándola con las amistades vulgares, menos

«generosas y bellas»“…que forman la voluptuosidad, el provecho y la

conveniencia pública o privada”(I,28:137). Menciona también las cuatro especies

de amistad antigua: natural, social, hospitalaria y amorosa, como también

insuficientes respecto a la amistad perfecta, ejemplificando las relaciones de

padres e hijos y las propias relaciones fraternas, como la prueba de que no puede

existir amistad en la asimetría y la no correspondencia, (caso de los padres

respecto a los hijos y viceversa) ni tampoco donde no interviene la elección y

libertad voluntarias.
27

Ya que se ha hablado de la imposibilidad de la amistad femenina como

modelo ideal y verdadero, Montaigne trae a referencia a Cicerón para reafirmar el

convencionalismo con que muchas veces se habla de la amistad. Nada más lejano

al verdadero sentimiento amistoso, donde, señala: “…las almas se mezclan y

confunden la una con la otra, de manera tan universal, que se borran y ya no

hallan la juntura que las enlazó” (I.27:141). Sin embargo, la amistad alusiva a La

Böetie, al ser especial, se encuentra predeterminada: “…aquel acuerdo no tenía

tiempo que perder ni podía ajustarse al patrón de las flojas amistades comunes,

que tantos preámbulos necesitan.”(Ibíd). Sobre las primeras formas

convencionales, que no son verdaderas, vale ir con tiento, con precaución y estar

dispuesto a soltarlas en el momento adecuado; asumir tácitamente la sentencia

atribuida a Aristóteles: ¡Ay amigos, no hay amigos! No hay llamado al

pragmatismo, pero se sobrentiende la intención del autor.

En la melancolía que refleja Montaigne al elaborar su «pintura» sobre La

Böetie, la exaltación es total, ajena a cualquier capacidad de crítica de su autor,

tan dado a suspender los juicios definitivos sobre las cosas; es, antes que todo,

amor absoluto: “Mi amigo y yo nos buscábamos antes de conocernos y las noticias

que oíamos el uno del otro nos hacían un efecto mayor del natural y debido, a mi

juicio, a ordenanza de los cielos.” (Ibidem).

Coda

Comunidad de intereses e identidad compartida que no guarda secretos.

Conocimiento profundo del Otro que por ese hecho deja de ser (lo) desconocido,
28

para ser uno mismo, eso es la amistad perfecta. Añade Montaigne otra hipérbole

que parece cuestionable; que quizá nos recuerda demasiado La República

platónica pero que, si reflexionamos, tiene una caladura más honda: “Entre ellos,

en efecto, todo es común: voluntades, pensamientos, juicios, bienes, mujeres,

hijos, honor y vida; y su conveniencia no es sino la de un alma en dos cuerpos,

según la muy justa definición de Aristóteles” (I,27:143). Tal exaltación semeja en

los amigos el espíritu del matrimonio.

Siguiendo la línea de demarcación que ha establecido entre las amistades

corrientes y convenientes y la amistad perfecta, Montaigne se da perfecta cuenta

que en la vida de un hombre se abren espacios para distinguir ambos planos. No

se trata de una actitud extrema de rechazar las otras formas de la amistad,

también deseables y gozables por diversas virtudes, pero se trata de reconocer

aquella que «envuelve el alma»: “…porque se encuentran fácilmente hombres

idóneos para una amistad superficial, pero en esta otra, tan grande, es menester

que todo sea neto y completo”. (I,27:144).

La amistad ideal con La Boëtie que Montaigne ha construido en su relato se

enfrenta a la experiencia de la muerte. La pérdida del amigo (1563), relatada

minuciosamente en una larga e intensa carta a su padre 15, se condensa en los

Ensayos en tonos de melancolía y tristeza, luto del alma que refiere su pena:

…todo el resto de mi vida, digo, si la comparo a los cuatro años que me fue dado gozar
de la dulce compañía y trato de aquella persona, no es más que humo, y no la miro más
que como una noche oscura y enojosa. Desde el día en que le perdí, no hago sino
languidecer (I,27:145-146).

Pese a este dolor, la reflexión sobre la muerte ocupará un lugar destacado


15
Cfr. Carta a Monseñor de Montaigne en Menene Gras Balaguer, Montaigne, del saber morir,
Antología y Crítica, Montesinos Editor, Barcelona, 1988.
29

en Montaigne, pero no en el sentido negativo o trágico sino como un hecho

ineludible de la existencia y de la naturaleza del hombre. Esta visión de la muerte

desprovista de prejuicios, influida notablemente por el pensamiento antiguo,

advierte la huella de Sócrates, Epicuro y Séneca, pues permite al hombre

recuperar su propia serenidad y tranquilidad de ánimo, sin cancelar la posibilidad

de persistir en la búsqueda de la felicidad terrenal. Al mismo tiempo la muerte

aparece como leit motiv que proyecta la visión sublime de la amistad que implica

el reconocimiento del otro más allá de su presencia.

La amistad así construida como parte del arte de la existencia cumple un

papel vital en la experiencia de Montaigne: le da armas, argumentos, para

lanzarse al viaje de la exploración de sí mismo; contribuye a la creación de un

modo propio de ser, y a una afirmación estética de la subjetividad que lo refiere

como un pensador imprescindible del arte de vivir de la naciente modernidad, en

medio de todas sus humanas –y vigentes- contradicciones.

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2000.

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Rivera, prólogo de Luis Alberto Ayala Blanco, Editorial Sexto Piso, México, 2003.

GRAS BALAGUER, Menene, Montaigne, del saber morir, Antología y Crítica, Montesinos
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LACOUTURE, Jean, Montaigne a caballo, Trad. de Ida Virale, FCE. Colección Breviarios,
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México: 2000.

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Jorge Brioso, Pre-textos, Valencia, 2005, 406 pp.

RENAUT Alain, La era del individuo. Contribución a una historia de la subjetividad, trad de
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[trad. español Cosmópolis. El trasfondo de la modernidad, Península, Barcelona, 2001].

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999
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FOUCAULT, Michel, Historia de la Sexualidad II El uso de los placeres, trad. de Martí


Soler, Siglo XXI editores, 15 ava edición, México, 2003

Otros recursos

Revista El Catoblepas, Núm. 58, diciembre 2006, p.6. versión electrónica en


http://www.nodulo.org/ec/2006/n058.htm.

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