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2009

Pájaro Carpintero
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EL PERSONAJE
Primera Parte
-Don Elio, ¿me arregla las patas de esta mesa?
-Sí, señor
-Don Elio, necesito que me haga una gruesa de
flores de sotol para le novenario del señor San Juanito.
-Si señor, haber si no le quedo mal, porque ya
faltan cuarenta y cinco días y mire: tengo que dejar
listos estos arados de Don José; lo malo que ya me pagó
las composturas y no puedo fallarle. Usted sabe, El todo
el año me trae trabajitos. -Ya veremos, ya veremos lo de
sus flores.
-Don Elio, dice mi mamá Pachita que por favor le
traiga hoy mismo cinco docenas de nopalitos chaveños
de allá del cerro verde.
-Si, niña, en la tarde tiene su encargo.
-Don Elio, quiero que le vaya a poner unas trabas a
la puerta que me arregló el año pasado.
-Don Elio, dice mi papá que haga la cruz para
Doña Ramona porque mañana la sepultan al medio día.

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Si, dígale a Don Ignacio que luego vamos a velar un


ratito.
Son las siete y treinta de la noche y Don Elio,
hincado frente a la imagen de San Juan Bautista, que
resalta del cúmulo de cuadros de santos que por toda la
pared de aquel cuarto se apretujan, acompañado por su
fiel esposa y sus siete hijos, reza fervorosamente,
dejando correr entre los dedos de su mano las cuentas
de su rosario de cinco misterios que a diario y de
manera mecánica todos los miembros de aquella
sagrada familia ejecutan con soltura y maestría.
Al concluir el rezo, la letanía y toda una colección
de jaculatorias, se levantan unos; otros solo se
desploman perezosamente en el piso de aquella
habitación que a todos les sirve de morada….
Ya cumplida la santa costumbre nadie sale de la
casa. Don Elio echa el “picaporte” a la puerta que da a
la calle y todos se disponen a realizar los últimos
encargos del trabajo hogareño; algunos allí se quedan
dormidos. A menudo, Don Elio acostumbra contar
historias reales a sus hijos y esposa, que acurrucados
uno en torno o encima del otro forman un mismo bulto
en un rincón del cuarto.

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Esta noche las actividades realizadas y las que no


se pudieron hacer tienen agotado y apesadumbrado a
Don Elio. Sin embargo hay que cumplir la devota
obligación en el pueblo:
Ir a velar a la difunta que ya tiene más de 6 horas
de estar tendida en la casa de Don Ignacio, el último de
sus parientes.
Ándale mujer vamos a acompañar unas horas al
cuerpo; así el día que nos “toque” a ti o a mi, siquiera
que alguien se acuerde de venir. Por eso vamos aunque
sea un ratito.
Si, como no; cuando se muere una Doña o un Don

del pueblo, todo mundo se desvive por ir a velar

“aunque sea un ratito”. Pero se muere un pobre y ni las

moscas se le paran. ¿Recuerda cuando se murió “Don

Bartolito”? Ni siquiera sus familiares más cercanos se

aparecieron en todo el tiempo que estuvo tendido.

Para sacarlo al panteón tuvieron que venir los


policías y cargarlo solos todo el camino.
¡“Qué barbaridad”!.

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¡Cállese mujer! Es malo hablar de los vivos, pero


más malo resulta hacerlo de los muertos.

Era curioso ver a aquel hombre de presencia


bonachona y apacible realizar tantas encomiendas,
hacer cuanto remiendo le solicitaban en su carpintería;
darse tiempo para velar al Santísimo Sacramento cuatro
o cinco días al mes, y por las noches de muchos días,
sentarse, junto a sus vástagos, para contarles raras
historias donde él era protagonista siempre triunfador y
bien librado.
Escuchemos la siguiente narración:
Es miércoles de la Semana Santa. Llega Don
Antagónico Varela, el hombre más rico de la región, a la
humilde vivienda de Don Elio. Sin apearse de su brioso
frontino, con el fuete en la mano derecha toca varias
veces en la destartalada puerta de madera.
Don Elio trabaja con la azuela, desbastando unos
polines de pino para remendar una puerta falsa de la
casa de Arturo Reyes. Suspende aquella labor; se echa
la pechera de cuero crudo al hombro y con desgano y
una molestia mal fingida, abre a medias:
- ¡Don Antagónico! ¿Cómo le va?

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- ¡Buenas le de Dios!
- A sus órdenes.
- Dígame, señor,
-Ya, ya Elio, basta de tanto saludo y, gracias por
tus deseos. Mira, vengo, porque quiero que vayas al
Rancho del Ahuizote. allá con el señor Chéstor Valdez.
Me va a mandar cuarenta y siete cochinos gordos, y
tu los vas a trair por el Camino Real para que no se te
joguién. Mira, Elio, mucho cuidado, quiero aquí los
cuarenta y siete bien enteritos, eh?
-Te voy a pagar un tostón por puerco; así que aquí
tienes veintitrés pesos y cincuenta centavos toma
hombre, ¡Agárralos!
- Oiga Don Antagónico; estaría bien, pero,… mire;
corretear su liebre me va a llevar cuando menos tres
días y... pos, yo tengo muchos quehaceres pendientes,
tengo muchos encargos… ¿Cómo le haremos señor?
-Mira, Elio, ¡Arréglatelas! Tu ve como le haces; yo
quiero mis cochinos aquí el sábado de gloria. Solo te
puedo dar uno cincuenta más y que sean veinticinco
pesos.
Y sin añadir palabra, jala la rienda de su garañón
que sale al trote por la calle de abajo.

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Esa tarde Don Elio la ocupó en ordenar sus pendientes;


dar indicaciones a su esposa de cómo resolver los
asuntos. Fue a la tienda de Bonifacio a comprar
algunos alimentos; regresó a preparar su itacate y
hacerse a la idea de salir esa misma tarde a recorrer los
polvorientos caminos del señor.
Hay luna llena; Ojala que los chacales y los
hombres lobo no se aparezcan en mi camino, se decía
para sus adentros Don Elio, mientras guardaba entre
sus ropas, después de colgárselo en el cuello, aquel
gastado crucifijo de cobre montado en una cruz de
madera. El siempre lo acompañada para lo que se
ofreciera.
Ándale mujer, échame una cobija y mi chipiturco
de cuadros; el itacate ya lo tengo lleno.
-Van a dar las seis de la tarde, Don Elio, véngase a
comer unos frijolitos de la olla con chile bruto que le
acabo de moler en el molcajete, le invita Doña Chuyita,
su fiel y abnegada compañera.
Cuando Don Elio hacía esos viajes, que era con
mucha frecuencia, siempre calzaba unos guarachis con
suela de hule de llanta; llevaban tapaderas de cuero

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curtido y cruzadas con gruesas correas de cuero blanco


que compraba en la tienda de Luz Ávila.
Antes de echarse a la espalda sendos bultos de
ropa y alimentos, se agachó hasta doblar la rodilla en el
suelo para jalar las correas de sus guarachis y
ajustarlas a sus pies; aguantaran el recorrido, se dijo
para él mismo.
Listo mujer, écheme la bendición para que en todo
me vaya bien. Ya vengo eh, híjole!, ya mero suenan las
siete de la tarde…
Con una santiguada llena de fervor católico, Don
Elio sale cargando su equipaje que le hace dibujar una
silueta encorvada y grotesca en las sombras del
anochecer de abril.
Da vuelta al recodo que figura su casa de adobes
viejos y desgastados por la desnudez que han soportado
muchos años. Sus pasos son lentos y cansados; los
guarachis en sus pies se aferran a las piedras negras y
resbalosas del desgastado pavimento. El callejón
conduce a cruzar el río para agarrar el camino a El
Salitral.
A pocos pasos después del río, están dos mezquites
de ramas retorcidas y enormes, que aun desnudas del

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fino follaje, simulan un nido de serpientes hambrientas


que se lanzan al infinito.
Don Elio es supersticioso, y lleva en su conciencia
muchas historias de horror, de aparecidos y de
demonios que acechan a los caminantes en las horas
nocturnas. Esta vez no va a hacer presa fácil de los
espíritus malignos.
Como dicen que en estos mezquites ahorcaron a
dos hombres cuando pasó por aquí la revolución, y que
en luna llena se aparecen los colgados balanceándose
estertorosamente, y con gemidos imploran que les
descuelguen, Don Elio no se arriesga a topárselos.
Dobla por una vereda paralela al lienzo que circula la
huerta de Crucita, para luego brincar el cerco de
piedras y retomar la vereda que cruza “Las Liebres” y va
a salir allá en la vuelta de El Cuero de Indio. Ni modo,
tiene que pasar frente a la cruz donde murió Rafael
Vera y luego mas adelante, llegar al mezquite que
asesinó a Sebastián, aprisionándolo entre sus ramas
cuando el campesino intentaba cortarle algunas para
permitirle a los rayos del sol llegar a la milpa.
Don Elio va temeroso; se asusta con el más
mínimo ruido que hace el viento al chocar entre los

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nopales sin hojas, que parecen cuerpos desnudos en la


penumbra.
Algunos se mueven amenazadores y sueltan
ruidosamente pencas, que al chocar con las piedras del
duelo hacen que Don Elio figure esqueletos que se
desquebrajan frente a él. El viejo camina rígido; no se
atreve a voltear para ningún lado; allí todo es penumbra
y soledad.
En esa época del año el campo está limpio de
basura y escombros; los fuertes vientos de febrero y,
marzo barrieron afanosamente aquellos potreros que
esperan un verano lluvioso y prometedor.
El reloj de la torre principal de la ya lejana iglesia
suena las ocho de la noche. Don Elio va encumbrando
el cerro de las Liebres y alcanza a escuchar con claridad
los tañidos quejumbrosos. Es la hora de las benditas
animas, piensa; y mecánicamente se detiene y suelta
sus equipajes. Busca una piedra alta para sentarse; lo
hace reanimado por sus firmes intenciones; elevar sus
diarias oraciones fúnebres a esos espíritus que vagan
sin descanso en espera de los rezos que los vivos les
puedan ofrecer; “Por las animas venditas todos hemos
de rezar”… y se contesta a si mismo tres veces

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consecutivas para luego recitar el preámbulo del santo


rosario, mientras acomoda en los dedos de sus manos
aquel rosario con cuentas de frutos secos cuya textura
resulta suave y resbalosa por la grasa y mugre de las
manos que lo han manejado diariamente por muchos
años.
Rodeado de oscuridad, bultos negros y siluetas
que resaltan y alteran los ánimos de quien allí se
encuentra, éste mantiene la cabeza baja; sus arrugados
parpados están entrecerrados; no quiere distraer sus
firmes intenciones: trascender espiritualmente, hasta
compartir ese hecho de oraciones con aquellos entes
que según él, se encuentran sufriendo en todos los
espacios.
En ese éxtasis permanece más de veinte minutos
que para su conciencia fueron solo unos instantes,
pues cuando la religiosidad se apodera del hombre el
tiempo se disuelve en la eternidad, que puede estar
compuesta por unos cuantos segundos.
Se sobresalta un poco al percatarse que ha
terminado de rezar los cinco misterios dolorosos. Con
mecánicos movimientos guarda en su bolsillo derecho el
montón de cuentas engarzadas con finos nudos de

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alambre. Escudriña con miradas perdidas en la


oscuridad el lugar y los alrededores donde se
encuentra. Ya orientado, recoge del suelo sus equipajes
y empieza descender las empinadas laderas de guijarros
blancos, cubiertas de ocotillos verdes y siempre frescos.
Ha cambiado el camino por la vereda que cruza el
cerro; allí termina frente a una cerca de piedras. Brinca,
dejando escapar fuertes resoplidos y pujidos para
fortalecer sus movimientos; cincuenta o sesenta metros
de ladera y nuevamente tomará el camino a El Salitral,
justamente a la altura de El Cuero de Indio.
A unos doscientos metros arriba del camino se
aprecia un círculo negro; más negro que el entorno de
aquella ladera; Es la entrada a la Cueva del Cerrito.
Para llegar hasta allá, es necesario subir a gatas
asiéndose de las ramas de arbustos de vara dulce o
grangenes enanos por su precario sustento.
El Cerrito de la Cueva ha generado en los vecinos
de la Chaveña, El Salitral y demás aldeas cercanas, un
montón de leyendas e historias fantásticas que se van
trasmitiendo de padres a hijos; solo así permanecen
vivas, aunque, quien las cuenta les da su toque

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personal, poniéndoles o quitándoles partes para que la


narración sea más interesante.
Para Don Elio esa cueva es la entrada a un túnel
que comunicaba hasta Chicomostoc o las Siete Cuevas
de la Quemada en el municipio de Villanueva.
Por ese pasaje transitaban los Chichimecas en
tiempos de lucha para defender su territorio que
abarcaba los Potreros de las Liebres, Los Gómez y la
Chaveña.
Resulta curioso este lugar viéndolo de día, no se
diga por las noches. Como que Transporta a una
dimensión donde la existencia del hombre prehispánico
dejó la huella que trasciende hasta nosotros.
Quien observa las configuraciones del cerro, las
lomas y las laderas que lo rodean, los pequeños valles
que desembocan en arroyos entre rocas blancas que en
cada estación ofrecen variadas tonalidades por la flor
que peña ahí adherida, y que cada verano resurge a la
vida, hace figurar hombres semidesnudos, que estoicos
vigilan su territorio. También están muchos hombres y
mujeres realizando labores domésticas en aquellas
aldeas que son su entorno y su hábitat. ¿Por cuánto
tiempo?

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Y sin embargo ahí están presentes, cobrando vida


en cada uno de los transeúntes o aventurados
excursionistas que se arriesgan a profanar esos lugares
históricos; para luego escribir su propia historia, su
propia leyenda que continuará fluyendo en otro lugar y
en otra época…
Así, el Cerro de la Cueva y sus alrededores; es
fuente de imaginación creadora para algunos; el punto
idóneo para practicar el excursionismo en otros, y para
la generalidad de los que habitan la región es un pedazo
más de las tierras flacas, cubiertas por el polvo
acumulado en los miles de años de su existir. Don Elio
pertenece al primero de los grupos. Él ha inventado
miles de historias de aquel lugar, ahora, por ejemplo, la
luna llena ya ha caminado hasta el medio cielo, y el
paisaje de las nueve de la noche en el cerro de la cueva
lo lleva a escribir una más en su mente acostumbrada a
hilvanar fantasías de muchas cosas. Sus pasos lentos y
cansados por el peso de los años que lleva a cuestas, no
cambian su ritmo. Va acercándose a aquella cruz de
cantera empotrada en la cerca de piedras; en este lugar
se cayó de su caballo Rafael Vera congestionado por no

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se que cosa y ya no se levantó; no caminó más; allí se


murió.
La luna llena que cobija el campo y sus paisajes le
deja ver a Don Elio el mezquite asesino; está a
cincuenta metros del camino en el centro de la huerta
de los Muro, justamente muy cerca del arroyo de arena
seca que baja desde el garruñal y pasando por la
Chaveña cruza el callejón y la citada huerta para luego
desaparecer en el río de Tepetongo, que ahora es tan
solo una cascada de piedras brutas boleadas. Muchas
gentes las recogen y luego pavimentan calles y patios de
algunas casas.
Don Elio no va a pensar en nada concreto; camina
mecánicamente, tratando de robarle distancia al largo
trecho que aún tiene que caminar; el callejón dobla a la
derecha y a poca distancia se dejan ver las gigantescas
construcciones de adobe rematadas con pretiles de
piedra labradas. Es la Chaveña, una de las pocas
propiedades que datan de la época colonial y que
perteneció a la familia de Los Escobedo; quedan ya
unos cuantos que viven en Zacatecas y acá solo vienen
a paseos con amigos de la ciudad.

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La Chaveña está enclavada al pie del extremo


norte del cerro de La Cueva que se extiende hacia esa
dirección formando un cordón de rocas de más de cinco
metros arriba del suelo; es un frente majestuoso, digno
del más exigente escenario para la filmación de
películas campiranas. Las fincas abarcan un pequeño
vallecito donde están todos los barbechos dedicados al
cultivo de temporal, que da sustento a las tres familias
que viven allí, y son las encargadas de cuidar la
propiedad. El callejón por el que camina Don Elio es el
acceso directo, mide más de quince metros de ancho y
este bien delimitado por los lienzos de piedras
alineadas; parecen muros de un fuerte militar. Ahora
están mudos y desiertos de las miradas de las pocas
personas que por ahí transitan. Don Elio levanta la
vista hacia el frente, ve claramente el portón que
protege la entrada; está un poco entreabierto y eso
despierta en el viejo su natural curiosidad. ¿Por qué
estará abierto a estas horas de la noche?

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“PRIMERA HISTORIA”
Capitulo Segundo
¡Ah!, Allí esta la respuesta: una silueta masculina
recargada en el lienzo observa el enorme acantilado
como haciéndose mil preguntas, sin poder contestar
ninguna. Se escuchan los pasos arrastrados entre las
piedras y la tierra suelta del camino. Él hombre
recargado, voltea bruscamente y clava su mirada en el
personaje que lentamente se va acercando. Él tiene
muchos años viendo pasar gentes por aquel camino; les
conoce a todos; de día o de noche, él sabe quien va o
viene de Tepetongo para los ranchos que están por el
rumbo de la sierra. Su rostro, aunque no se puede ver,
dibuja una leve sonrisa y mueve la cabeza para uno y
otro lado como diciéndose: ¡Ah que buen hombre!
-¿Qué negocio le traerá por estos caminos a las
diez de la noche?
-¡Don Elio! Gusto en verlo, señor

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-Quiubo, Don Celso. ¿Qué hace despierto tan a


deshoras?
-Pos me dieron ganas de uno de hoja y salí a
quemármelo Don Elio. Venga hombre, salúdeme, que
hace tanto tiempo sin verlo.
-¿Como está; Don Celso?, buenas le de el señor
Dios.
-Igual, Don Elio, véngase. Deje bajamos una
piedra para que se siente a descansar un ratito hombre,
viene usted apenas. ¿Pa dónde camina?
-Ahh, como pesa el itacate, espéreme, Don Celso…
Ahí está bien… ya estuvo... Pos voy pal Ahuizote, Don
Celso. No se le ocurrió a Don Antagónico mandarme por
una manada de cochinos que le compró a Don Chéstor
Valdez, Y los quiere en Tepetongo el sábado de gloria
muy temprano. ¿Cómo ve las puntadas de los ricos,
Don Celso? Ellos con su dinero hacen que uno de
fregado les cumpla sus antojos y puntadas. Y aquí voy;
a ver si mañana jueves puedo salir aunque ya tardecito,
¿No cree?
-¡Ahh! Que Don Elio, usted siempre tan servicial y
tan comedido. Ya quedan pocos como usted; ya los más
se han ido. Y mire nomás, usted y yo aquí seguimos.

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-Pero, siéntese hombre, mire, aquí tengo tabaco y


hojas; Tuérzase uno bien grueso Don Elio. Tenga, aquí
tiene yesca y el eslabón para que lo prenda.
-Gracias Don Celso, déjeme echarme uno para lo
cansado.
-Oiga Don Elio; ahora que me estaba fijando; mire
las tapias de la huerta de los Sauces. ¿Se acuerda
cuando vinieron sus suegros y Ud. a desenterrar la
copina de toro llena de monedas?...
Al escuchar la pregunta de Don Celso,
instintivamente la cabeza entrecana de Don Elio, da un
giro de 90 grados y su mirada queda fija e las ruinas de
la construcción aquella; los perpendiculares rayos de la
luna permiten hasta dónde ellos se encuentran, tener
una visión casi completa del punto referido: Altas
paredes de adobe carcomido, dejan apreciar enormes
agujeros, que en otros tiempos sirvieron de puertas y
ventanas enmarcadas por grandes piedras de cantera
labrada. Por el lado norte, un cordón de piedras
apeñuscadas de lo que fue el cerco que separaba la
vivienda de las parcelas; siluetas claroscuros de nopales
y mezquites de añosos troncos conforman aquel
conjunto que aun sobresale del entorno. Es un oasis

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destruido por el tiempo, es un desierto de surcos


acabados, desgastados por la acción de las lluvias del
verano, o los fuertes vientos de febrero y marzo de
muchos años de olvido y abandono. Y sin embargo, ese
punto en aquella Loma surcada, resulta muy familiar a
Don Elio, que ahora, en este alto del camino,
conversando con un amigo y fumando un grueso cigarro
de hoja, comienza a revivir aquella historia:
-¡Ah! ¡Qué tiempos! Don Celso ¡Qué historia se
escribió allí merito, Don Celso. En la tapia del lado
Norte; si, aquella que ahora hasta creció un nopal en el
clarito del pretil. ¡Mírelo, allá brilla con la luz de la luna!
-Bueno, pues ahí le va lo que paso aquella noche
de jueves santo: Mire; mi suegra era muy amiga de
Doña Ramona casada con Don Pancho que eran los
padrinos de Abrahansillo que en ese tiempo tendría seis
o siete años; era un chiquillo travieso que nunca se
apartaba de sus papás. Pos fíjese que ese día después
de la colación llegaron a su pobre casa mis suegros y
sus compadres; y sin más explicación, me dijo mi
suegro: vamos, Elio hay quehacer esta noche. Nos
espera algo interesante en “Los Sauces” ¿Vienes?

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-Yo, la mera verdad, no sentía muchas ganas de


aventura; y luego en “Los Sauces”. Estaba bien lejos del
pueblo y con tanta habladuría de esos lugares, pos
como que me entró una corazonada de algo feo, Don
Celso, mire por: esta (cruz en los labios) que yo, presentí
algo sobrenatural.
- Y ¿Qué paso, Don Elio?
-Nada, pos ¿que iba a pasar? No me podía echar
pa´ atrás y, nos vinimos. Así nomás. Agarré mi
chaqueta y una pala recién afilada y vámonos a ver que
nos tenía preparado Dios.
-Caminamos como dijera José A. Jiménez, a la luz
de los cocuyos, y cobijaos por la inmensa luminosidad
de la luna en plenilunio. Íbamos como los coyotes: uno
detrás de otro; caminábamos con la cabeza gacha,
mirando como las pisadas levantaban pequeñas
nubecillas de polvo que se esfumaba a escasos
centímetros del suelo, e iban pintando de color pardo
los zapatos y guarachis.

Don Pancho y mi suegro al frente, Doña


Ramona y mi suegra con Abrahansillo tomado de la
mano les seguían. Caminaban platicando cosas de la

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vida cotidiana en un pueblo, donde solamente el viento


dejaba su huella en los rincones de las calles, en los
quicios de las puertas y en los opacos cristales de las
ventanas cuyos balcones daban vista a la plaza y a las
dos únicas calles que tenía el lugar.

Pasamos el mezquite de los ahorcados, subimos


aquel camino resbaloso frente a la América y al brincar
la cerca de la huerta del hoyo mi suegro dice:
-A ver Elio, adelántate para que nos señales la
vereda vieja, la que va a dar a El Huarachi para seguir
por todo el lienzo de abajo; ese nos lleva a las Tapias.
Aceleré el paso, y con tres o cuatro zancadas los
pasé a todos; ahora yo era el puntero y debía guardar el
ritmo para no cansarles, ni que me pisaran los talones.
Llegamos al río; había un paso de piedras bolas
que no quisimos arriesgarnos a cruzarlo. Nos
remangamos los pantalones y nos metimos a la
corriente, que nuestros pies la recibieron con toda su
tibieza y bondades como las caricias de una madre a
sus pequeños.
Las aguas cristalinas dibujaban espirales en su
superficie, y la luna se quebraba en cada onda que iba

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lentamente desapareciendo en su inevitable camino


hacia la orilla del río. Uno se divertía viendo aquellas
cosas tan cotidianas, pero que nunca las tomábamos en
cuenta para tratar de entender mejor muchos principios
y leyes de la naturaleza.
-Así es, Don Celso; a veces los animales, las
plantas y todas las cosas de nuestra madre naturaleza
pasan desapercibidas para nosotros, que nos sentimos
los seres superiores en la faz de la tierra. -¡Que ironía!
¿no le parece?
-Si, Don Elio, tiene toda la razón; si supiéramos
que con la pura observación hacia las leyes de la
naturaleza entendemos todo el universo. Esa es la
razón, por la que el hombre se siente el ser supremo en
la tierra, por su razón, y esto no es más que una
frustración que le provoca su inferioridad ante la
majestuosidad de la naturaleza.
Somos unos ignorantes; siempre seremos neófitos
en la comprensión del mundo y de la naturaleza.
-Oiga, con su venia, no me tuerza la plática del
tesoro - ¿Qué le parece si me sigue contando?
- Claro, Don Celso, disculpe Ud., pero es que en
estas noches de luna llena, uno aquí platicando, viendo

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toda esa inmensidad de luces y sombras; el suave canto


de los grillo, allá abajo; uno que otra chicharra
desorientada, “pos, dan cosas” ¿verdad? Y… pos uno
filosofa a su modo, Don Celso.
- Ya, Don Elio siga Ud. Con el cuento del Tesoro.
¿Qué paso? Don Celso ¿Yo no se cuentos, señor, -
la pura verdad, que aquí la traigo, Don Celso, aquí
mero! En mi cerebro.
- Ándele, pues -, sígame contando esa historia tan
interesante.
Pos llegamos a las Tapias de los Sauces, a las once
y media de la noche y comenzó Don Pancho a echar “las
varillas” en los rincones.
-¡Acá!, Pancho, no pierdas el tiempo; En el centro
de este cuarto estaba la “Copina” Yo la vi con estos ojos.
Aquí, Pancho ¡Échalas!
Y ¡Zaz! Que se le sueltan las varillas en forma de
“V” y van a clavarse allí merito, a media tapia, donde la
sombra del muro no dejaba ver mas que un montón de
tierra con hierbas secas y piedras esparcidas.
Don Pancho quedó paralizado por el fenómeno que
estaba presenciando. Yo, Don Celso, toda mi vida de
gambusino y busca-tesoros jamás había visto cosa

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parecida: Las varillas le fueron arrancadas tan


bruscamente, por fuerzas extrañas, que sus manos y
brazos quedaron tiesos, apuntando directamente a
aquellos fierros que poco a poco iban desapareciendo de
nuestra vista; ¡se las tragaba la tierra frente a nuestros
ojos, Don Celso! ; y todos quedamos pasmados de
terror. Solo Dona Ramona que le había señalado el
lugar a Don Pancho, estaba emocionada y casi grita: ¡Te
lo dije Francisco! ¡Ya ven!, ¡Yo sabía donde estaba el
tesoro!
-¡Andenles! ¡Muévanse! ¡Taimados! ¡Pos que les

pasa! ¡No que muy hombrecitos! ¡Vamos! ¡A darle! “¡Que

pa eso te truje chencha!”

¡Estaba transformada! Don Celso, emocionada y


feliz viendo como las varillas de habían ido en aquel
montón de tierra y yerbas secas.
Unos minutos duró aquel cuadro de cuerpos tiesos
y miradas perdidas; nuestras mentes taban en blanco,
sin ningún reflejo de razonamiento.
Mi suegro fue el primero en reaccionar, y con voz
trémula nos hablo:

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-Bueno, con un cabrón … ¿así nos vamos a


quedar? ¡órale! ¡Dame el talachi Elio, y agarra la pala.
Háganse a un lado; mujer, llévate al niño y siéntense en
aquella piedra que está junto a la puerta.
-Comencé a raspar el suelo con la pala en un
círculo que nos permitiera trabajar a gusto, y en menos
que canta un gallo, ya estaba el terreno sin basura ni
piedras; la tierra limpiecita dejaba ver dos agujeros
pequeños que señalaban la dirección en que las varillas
desaparecieron.
Mi suegro comenzó a dar los primeros talachazos
en la tierra tan floja como harina en un costal.
En dos por tres, ya teníamos un agujero de un
metro y medio de diámetro y casi el metro de hondo;
nada de varillas, Don Celso, solo aquellos puntos negros
bien marcados nos decían que estaban hacia abajo.
-Sube, compadre, échate un trago pa´ lo cansado y
ora voy yo, dijo Don Pancho a mi suegro.
Le di la mano, y refregando su panza en el bordo
salió pujando y sacudiéndose sus ropas. Mientras Don
Pancho baja al pozo, mi suegro garra una Castellana
medio llena de puro mezcal y se empina un buen trago,
para luego prender un cigarro y sentarse en aquel

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mundo de tierra calientita que aumenta con cada


palada que sale del agujero.
Los minutos y los cuartos de hora avanzaron con
mucha rapidez; la luna ya había caminado más de
medio cielo, y sus rayos iban perdiéndose tras los
muros pardos de las tapias.
El pozo seguía bajando y la tierra que vomitaba ya
casi ocupaba la mitad del cuarto en el que
trabajábamos; el pico y la pala no dejaban de moverse,
pasando de unas manos a otras con frenética emoción.
De pronto, la pala con que trabajaba Don Pancho
dio un chasquido al tiempo que se escuchaba un ruido
ladino y sonoro; unas chispas de lumbre iluminaron por
instantes aquel pozo negro y sudoroso ¡Ya!, gritó Don
Pancho; perese compadre, algo hay aquí. Se hincó y con
las manos empezó a palpar el suelo tibio y húmedo;
¡Eso es. Aquí están las varillas!
- A ver, Elio, dale con el talachi para que se aflojen.
- Empecé a darle suavecito sin tocarlas, pues
pensaba yo que a lo mejor se hundían más y la mera
verdá yo me encontraba bien cansado, Don Celso, bien
agotado.

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Le fui descubriendo poco a poco, y si, allí estaban


aquellas varillas negras de fierro; las toqué con mis
manos y que le cuento, Don Celso; Estaban bien
calientes, como si estuvieran en la misma fragua.
Intente jalar una y nada; lo caliente no me dejaba
hacer fuerza y yo sentí que algo las detenía, como si
estuvieran soldadas.
Seguimos bajando la excavación centímetro a
centímetro hasta que las varillas estaban libres, pero no
se soltaban; estaban pegadas en la tierra; bien fijas, que
no permitían jalarlas pa’ ningún lao.
-De pronto sucedió aquello.
-Mire Don Celso, yo sentí en mi cuerpo y en mis
manos muchas sensaciones extrañas. No podría
explicárselas ahora; lo que si no he podido olvidar es
que, aunque lo caliente de las varillas me dolía en mis
manos, algo, una fuerza oculta me obligaba a sacarlas.
Don Pancho y mi suegro nerviosos también por lo
que vían o sentían, me gritaban los dos juntos:
¿Qué pasa, Elio? ¡Saca esas varillas! Ya deja de
hacerte pendejo…. ¡Órale! O si no puedes, salte para
entrar yo –preciso, Mi Suegro.

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Tan muy calientes, les contesté. Écheme algo pa’


agarrarlas.
Me echaron un costal de yute doblado. Me lo
acomodé en las manos de tal modo que funcionara
como guantes. Me puse abierto de patas para que las
varillas quedaran frente a mí, y abajo de la barriga.
¡Listos! ¡Ahí les voy!
¡No! – Espérate Elio, -No vaya ser el diablo y te lleve
al infierno. Toma, amárrate de la cintura con esta riata.
Si sientes algo, o tienes miedo nos gritas para jalarte.
El tiempo, Don Celso, el tiempo era eterno y los
minutos eran horas. Yo creo que todos teníamos miedo.
Un horror que no le puedo contar.
Solté el costal que ya tenía enredado en las manos
y temblando me amarré la cintura con la soga,
echándole un bozal de puerco para que quedara segura.
¡Ya stoy! Les grité con voz temblorosa.
¡Órale pues! ¡Sácalas!
Comencé a acomodarme de nuevo; mis piernas
temblaban; las manos me sudaban y estaban frías, frías
como las piedras en la madrugada de un crudo
invierno.

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Agarré las puntas separadas de aquellos fierros


calientes, sentí que el costal se chamuscaba, pero no
podía detenerme.
¡Fuerte! ¡Fuerte! ¡Fuerte! Le di el “jalón” y qué creé
que me sucedió?
¡Estaba ciego! ¡Don Celso! ¡Ciego! En un mundo de
luz verdosa o de color azul.
¡Mucha luz! ¡Mucha luz! Y de pronto yo estaba en
otro mundo.
¡No tuve tiempo de jalar la soga!
No supe cuanto tiempo duro el fenómeno. Cuando
abrí los ojos y comencé a tener conciencia, estaba
tumbado en el hoyo, y a un metro de mí, el chorro de
luz que con fuerza salía hasta arriba del agujero como si
fuera una fuente de esas que ve uno en las ciudades.
Pensé que me quemaba en ese momento, pero no;
tenia el costal en mis manos y las varillas también, ya
no estaban calientes ni rojas; yo las veía como al
principio.
¡Eeey! Les grité a los hombres: ¿Que pasó? ¿Dónde
están?
Silencio,…. Puro silencio en aquel mundo de luz
verde y helada que olía como a animal muerto.

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¡Órale! ¡Jálenle! ¡Sáquenme! ¡Ya estuvo!.


Nada Don Celso, ¡Nadie me contestaba, ni se oía
ningún ruido; puro silencio, puro silencio.
Dios Mío ¡Ayúdame! ¡Sálvame! ………
Seguía recobrando mi conciencia para darme
cuenta cabal de lo que pasaba; abrí mis ojos como para
despabilarme y ver que sucedió. Vi las varillas; Y si,
estaban igualitas que como las echo Don Pancho. Volví
a gritarles a los hombres que estaban a juera del hoyo.
-¡Don Pancho! ¡Don Abraham!... ¡Sáquenme!,
-¡Sáquenme!... Nadie me contestaba era todo un
mundo de luz verdosa y una pestilencia horrible en el
hoyo.
Dirigí la mirada hacia donde salía la luz y que cree?
Se veía claramente la copina del Toro; La luz que salía a
chorros, pos era del montón de monedas de oro puro
que rebosaba aquel bote de cuero crudo de toro; estaba
repleto de monedas amarillas que con la luz se vían
verdes o azules, no sé. Era algo nunca visto.
Mi miedo, se convirtió en horror, y volví a gritarles
con más ansias que antes, pero nadie me hacía caso.

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Solté el costal y las varillas que al chocar con


algunas piedras hicieron un sonido largo y ladino; como
el tañer de una campana cuarteada.
Me pare; con las manos arriba arañaba el bordo del
agujero intentando subirme como los gatos; no pude
porque la tierra se desmoronaba al tocarla con los patas
y las manos. El terror crecía en mi conciencia. Hice dos
o tres intentos más, no sin voltear cada vez a mirar
aquel gigantesco tesoro; una copina repleta de monedas
de oro.
La codicia me invadió y pensé agarrar unas pocas
par aguardarlas en las bolsas de mi chipiturco. Insisto,
la codicia hizo presa de mi, alargué mi mano aún
temblorosa para traspasar los chorros de luz; yo nunca
esperaba aquello que me sucedió.
Mi mano derecha que metí a la luz ardió en un
instante; se me quemaba como si estuviera hirviendo en
un cazo de chicharrones; grité, que digo, aullé de dolor,
e instintivamente la recogí y la llevé a protegerla en mi
vientre; sentía un dolor fatal, Don Celso, un dolor
endiablado que no me dejaba ni siquiera poder verla.
Me imaginaba que tenía un trozo de carne humeante y
chamuscada en el lugar de mi mano. Transcurrieron

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segundos que yo creí fueron años, años de miedo, de


terror y ahora de mucho dolor.
¡Cómo me dolía la mano!
- ¡Elio! … ¡Elio!!Elio! … ¿Estás vivo?
- ¡Contesta! ¡Elio! … ¿Vives?
- ¡Contesta! ¿Dónde andas, Elio?
- Agucé mi atención y mis orejas porque me parecía
que soñaba. Oía mi nombre que alguien gritaba muy
lejos, lejos porque el suave viento de la madrugada
parecía arrastrar aquellas débiles voces.
- Si, me llamaban a mi, pero ¿Quién era? ¿Quién
me llamaba por mi nombre?
- ¡Elio! ¡Elio! ¡Contesta! ¿Dónde andas?
- Si; no me cabía la duda que eran ellos; mi suegro
y Don Pancho me llamaban suavemente; muy quedito,
pero decían mi nombre allá a lo lejos.
- ¡ACA STOY! ¡En el agujero! ¡Sáquenme! ¡Órale!
- ¡Elio! ¡Elio! ¡Contesta! Di ¿Dónde estás? ¡Órale!
¡Contesta!
Las voces se hacían más claras; mi ánimo creció
como los chorros de luz que estaban a mi lado.
Volví a intentar subir para salirme de aquel
infierno; no era posible; mis manos y mis pies

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resbalaban y tumbaba más tierra. En una de las caídas


pisé la soga que había tirado no supe como pero allí
estaba como si fuera una serpiente enroscada cerca de
mis pies; la agarré y por pura chiripa aventé la punta
pa´ juera del hoyo; le estiré y sentí clarito que se
atoraba con algo fuerte, le di un estirón con las dos
manos y no se soltaba. ¡Ya estuvo! Me dije, ¡Ora si me
salvo! Me di unas vueltas en la mano izquierda y con la
derecha me jale Parriba…
Allí mero me percaté del milagro, Don Celso, o
mejor dicho, de los milagros, pos fueron dos:
Primero, me di cuenta que mi mano derecha no me
dolía nada, como si nunca se me hubiera chamuscado.
Jalaba la riata sin siquiera sentir ningún dolor, así que
como pude y campaneando mi cuerpo que chocaba en
las paredes del hoyo logré agarrarme de las piedras que
había afuera; el miedo hace milagros, y como gato
revolcado me arrastraba ya en el montón de tierra de la
tapia.
Ahora va el segundo: se dio cuando ya parado me
sacudía el polvo y las basuras de mis trapos; al voltear
pal hoyo, mire usted, señor: No había nada de luz, ni
pestilencia, todo era oscuridad, penumbras, silencio

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absoluto y a pesar de la hora que ya era de madrugada,


aquello era pura y endiablada negrura que no dejaba
ver nada a un metro de distancia.
Estaba otra vez destantiado de mi razón por lo que
me sucedía; entonces volví a escuchar mi nombre allá
muy lejos, por el rumbo del Arroyo Blanco; fíjese donde
estaba yo, y por donde me llamaban. Eran gritos
despacito, así como llegaba a mi cara el suave
vientecillo del amanecer de abril.
Otra vez aguce mis orejas para escuchar mejor. Si
no cabía duda; eran mis suegros y Don Pancho que
andaban buscándome por aquellos rumbos. Que raro,
no sabía porqué andaban tan lejos del lugar donde
buscábamos el tesoro, y porqué no ganaron por el
rumbo del camino a Tepetongo.
Garré mis cosas y apreté el paso más o menos en la
dirección de donde venían los gritos.
Me faltaba la respiración, se me doblaban mis
patas, y mis pelos iban parados debajo de mi gorra; si
me la quito, parecería un puerco espín. Iba como alma
que lleva el diablo.
-¡Acá voy! Gritaba bien agitado, y mi grito parecía
un soplido que apenas se escucharía a cinco metros de

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mí, pero yo seguí resoplando, que digo, gritando a todo


pulmón.
Corría, saltaba o brincaba las piedras y los arroyos
que por pura chiripa los esquivaba, y así después de
media hora empecé a escuchar las voces más cerquita:
- ¡Acá stoy! Les dije bien emocionado porque ya
estaba seguro que me oían, ¡Elio! ¡Elio! ¡Vente! ¡Córrele!
¡Jálale!
¡Allá voy! Y que llego a la orilla del arroyo, y me
resbalo y rodé; rodé hasta el fondo del mismo infierno
de aquel arroyo que tiene como cincuenta metros de
ladera blanca y resbalosa; llegué al fondo, si; pero bien
mariado y como un santo Cristo de tanto raspón en la
cara, el los brazos y bueno, me dolían hasta los huesos
de mis dedos.
Con todo el estruendo que hice cuando iba
cayendo, mis compañeros me localizaron y llegaron
hasta donde yo estaba acostado en la arena todo suato
y amenzado por los trancazos que me di en la caída.

¿Qué pasó Elio? – Me dijo mi suegro.


¿Puedes levantarte y caminar?

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¿Déjeme ver, compadre? Me siento molido y todo


descuartizado, pero, ¿Por qué se vinieron? Y que andan
haciendo acá tan lejos.
- Cállate, Elio, ya no hables y vámonos; Estos
lugares están malditos.
-Ándale, ya van a dar las cuatro de la mañana;
vámonos antes que alguien nos vea en estas trazas.
Ya no tenía miedo, y traía fijas en mi mente las
monedas de oro que había visto en la Copina.
-Vamos al Tesoro, le dije a mi suegro, ya está todo
a juera. ¡Vamos aunque sea por unas monedas.
- Cállate Elio. No vuelvas ni siquiera a pensar en
esa cosa.
-¿Qué no oíste todas las maldiciones que salían del
agujero?
- ¿Qué no te golpearon con las cadenas que
salieron de la tierra? ¡Mira como nos dejaron!
- ¡Vámonos! ¡Vámonos! ¡Que tesoro ni que ocho
cuartos! Olvídalo.
- Y comenzamos a caminar rumbo a Tepetongo.
Llegamos amaneciendo. Allí en el puente de la América
nos despedimos de Don Pancho y su señora; ellos

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ganaron por el muladar pa´ garrar el callejón Angosto, y


nosotros subimos por la calle de Doña Epimenia.

El chisme del día y los rumores en todas las


esquinas de las calles del pueblo fue que Florentino y
Camerina habían visto una Aurora Boreal muy enorme
allá por el Cerro de la Cueva, o por el rumbo de los
Sauces.
Decían todos que hasta Tepetongo llegaba la
iluminación a eso de las tres de la mañana. Era algo
hermoso que nunca habían visto en su vida.
-Ya me voy, Don Celso, otro día seguimos
platicando.
¿Cómo? Don Elio, ¿Apoco se va a ir a estas horas
de la noche? Mire, ya lo entretuve un ratito, pos ora
dispénseme la gracia de ofrecerle un rinconcito en esta
su casa. Mire, se acuesta un rato y ya de madrugada
sigue su camino, ¿Cómo ve?
No, Don Celso, yo le agradezco de corazón su
buena voluntad y la morada que me ofrece, pero debo
continuar mi encomienda, y de todas maneras le doy
las gracias por que me permitió recordar aquellas cosas
que llevamos aquí adentro, y que hace falta sacarlas de

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vez en cuando. – Gracias, amigo, voy a seguir mi


camino.
Y al son de sus últimas palabras, Don Elio echaba
sobre su espalda y hombros aquel equipaje compuesto
de cobijas chamarra e itacate, se dieron la mano; una
despedida muy efusiva rubricó las dos horas de charla
fantástica llena de remembranzas e imaginación.
Don Elio comenzó a bajar lento hacia el arroyo que
cruzaba el callejón; había pequeños charcos cubiertos
de lama y basuras podridas. Después de la ribera, el
camino se empinaba cuesta arriba haciendo lento y
cansado aquel trecho escoltado por mezquites desnudos
y cenizos de tanto polvo acumulado de la tierra que los
remolinos hacían volar por toda la comarca.
Otra vez la silueta encorvada y grotesca de Don
Elio avanzaba paso a paso por aquel enorme callejón,
cuyo destino parecía ser el punto donde se junta el cielo
con la tierra. Pasaba ya la media noche. La Luna
iniciaba su descenso hacia el poniente, justamente por
el rumbo que llevaba Don Elio. El céfiro madrugador fue
apareciendo, bañando con su abundante presencia
hasta los rincones mas ignorados del panorama
campirano.

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Don Elio recibía en su rostro y en sus manos la


frescura del vientecillo tibio y perezoso. Ya no pensaba
en aquella odisea del tesoro en los sauces. Era él una
cosa que se movía de manera mecánica; un bulto
acompasado que devoraba lentamente, metro a metro,
el ahora interminable trecho de tierra suelta y guijarros
acomodados en los bordes de la vereda.
Llego a El Salitral; las primeras siluetas de las
casonas caminan en sentido contrario al de sus pasos y
se alejan de su vista. Ahora está frente a la capilla de
San José, patrono de la comunidad.
Se acerca hasta la puerta de madera tallada y
pintada en color azul, con altorrelieves dorados; hinca
su rodilla derecha y se santigua con mucho fervor: “En
tu nombre y por tu santa madre, Sr. San José, permite
realizar mi encargo, y que sea por tu intersección que
llegue con bien a mi destino”, en el nombre del padre,
del hijo, y del espíritu santo… Amen.
Vuelve a la vereda lateral del camino que llega
hasta Juanchorrey sintiéndose fortalecido física y
espiritualmente. A poca distancia de allí, otro arroyo
cruza al camino; es el de el gato, que también origina
muchos relatos y leyendas de tesoros escondidos.

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Involuntariamente trae a su memoria otro nombre, otra


persona que ha sido por mucho tiempo tema de díceres
y comentarios por todos los lugareños: Don Blasito.
Quien sabe si el diminutivo se daba al aprecio que le
tiene la gente, o a su baja estatura, pues escasamente
alcanza el metro y medio.

“UN DOMINGO EN TEPETONGO”


Capitulo Tercero
Don Elio traslada su pensamiento a los portales de
Tepetongo, lugar donde domingo a domingo se ponen
muchos vecinos a vender diferentes cosas: cacahuates
tostados en el comal, cañas de castila, dulces de
biznaga, de calabaza, de camote, de chilacayote y
greñudas; también venden papas, chiles rojos y verdes,
tomatillo y jitomates.
Ahí esta Don Aurelio y su puesto de raspados; tiene
una mesa grandota pintada de blanco. Pone como
veinte botellas con jarabes de muchos colores y sabores:
vainilla, fresa, limón, piña, naranja y mas; al lado de la
mesa una barra de hielo empacado con paja de trigo en

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una arpillera. Todos los domingos desde que salen de


misa de ocho, las gentes empiezan a hacer fila con Don
Aurelio para que les venda raspados en enormes vasos
de vidrio.
Justamente a un lado de ese puesto, esta el de Don
Blasito. El vende quiote de maguey tatemado. Llega
desde el El Salitral a misa primera; trae su burro bien
cargado con los trozos de quiote, y mientras el entra a
escuchar la Santa Misa, su burro lo espera amarrado de
un árbol que está en la esquina de la casa de Don José.
Al recibir los feligreses la última bendición del cura,
comienzan a salir de la iglesia; primero los hombres
cargando en su mano derecha los sombreros de ala
ancha; algunos se los llevan a la cabeza en el mismo
atrio, pues no llegan a ala calle con la cabeza
descubierta.
Son las siete de la mañana, mientras los hombres
del pueblo se juntan en corillos, y hablan y se cuentan
los aconteceres, las mujeres enfundadas en sus rebozos
de bolitas y con las miradas clavadas al piso, avanzan
lento, unas van solas, otras se juntan de a dos o tres y
se transmiten los chismes mas recientes; así van
llegando a las puertas de sus casas que cerradas

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todavía, guardan en su interior a los chiquillos que


duermen plácidamente el sueno de la mañana.
Acá en la plaza del pueblo ya comienza el bullicio:
Don Jesús acomoda sus dulces en dos vitrinas;
Juan, pela cañas de castilla y las corta con un machete
en trozos de tres y medio cañutos. Lino prepara sus
canales de la vaca que mato ayer, y ahora las cuelga en
enormes ganchos de fierro; empiezan a llegar chiquillos
y señoras:
-Don Lino, quiero un kilo de caldo; A mi me da
medio de pulpa; Yo quiero un peso de hígado. Y así van
desfilando por su puesto muchas mujeres y hombres;
Es que el domingo se come carne en todas las casas del
pueblo.
Don Abraham ya puso su romana y su báscula
para vender fríjol, papas, chiles rojos y verdes, tomatillo
y demás chácharas.
Regresemos con Don Blasito: Saca de su morral de
cuero un enorme machete de los de Jalpa, bien ladino.
Comienza a pelar el quiote dejando la pulpa
limpiecita y oliendo a maguey; ya que tiene dos o tres
pedazos limpios, ahora con un serrucho, apoyándose en
otro quiote comienza a cortar rueditas y medias ruedas.

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La gente, principalmente hombres se acercan y le


piden una rebanada o media según su apetito; luego
cruzan la calle y se van recargando en la barandilla del
jardín, otros se sientan en las bancas de tablas verdes
empotradas de fierro vaciado; Así van a estar hasta que
se llegue la hora del almuerzo. Es domingo en
Tepetongo, día dedicado al santo descanso. (Ah!, yo
diría al descanso de todos los días).
Ya llega Doña María; su esposo trae en una
caretilla una Mesita, sus cazuelas y el comal de los
tacos. El brasero viene al mero fondo, y es el último que
baja. Allí en la banqueta que da al templo, el esposo de
Doña María comienza a ponerle carbones al brasero y
les echa un chorro de petróleo; prende un cerillo y
Comienza la jumata negra y apestosa; mientras, Doña
María cubre su mesa con un mantel bien blanco y
bordado con hilazas de colores; acomoda sus cazuelas
con frijoles molidos y revueltos con chile rojo. también
trae otra cazuela con papas.
En frascos de vidrio trai manteca de cochino con la
que dorará los taquitos. Trai también dos o tres
repollos, jitomates bien rojos y unas cebollotas blancas
y jugosas; Mientras el brasero arde y comienzan a

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quemarse los carbones, Doña María empieza a rebanar


sus ingredientes y a colocarlos en vasijas de peltre que
cubre con toallitas de manta todo bien limpiecito y
fresco como la mañana misma.
Allí va a estar la señora todo el día dorando
taquitos para las gentes que los domingos vienen de los
ranchos al pueblo. Llegan a misa de doce, la misa
mayor; y es mucha la gente que baja al pueblo. Vienen
en burros y caballos que dejan amarrados allá por los
callejones de la América, de Chihuhua y acá por el lado
del camposanto. Otros los meten a los corrales de sus
conocidos para estar más tranquilos, y sobre todo, los
hombres poder echarse unos tequilas con Don Jesús, o
con Don Marcelo…
Con estas vivencias presentes en la imaginación de
Don Elio, y sirviéndole de báculo en su acompasado
caminar, se detiene bruscamente pues comienza a bajar
el arroyo de el gato. En el fondo del barranco, y por el
lado de El Salitral crece frondoso un sauce en cuya
sombra descansan cotidianamente los caminantes del
rumbo de la sierra.
Ahí estaba programado para dormir aquella noche,
aunque ahora ya asoma el lucero y con él nace la

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madrugada en aquellos confines, Don Elio se deshace


de sus aperos; tiende la cobija frente al tronco y
doblando su chamarra la coloca, justamente pegada al
árbol; le sirve de asiento para comenzar a cenar; luego
será su almohada.
Va desenvolviendo la servilleta que guardaba, bien
calientitos los tacos y gorditas que le preparo ayer por la
tarde su esposa. El aroma de los taquitos sudados
aguza su hambre; comienza a pasar saliva antes que el
alimento llegue a su boca. Trae una botella con café y
leche todavía calientito; se lo sirve en un vasito de peltre
y sin poder aguantarse le da un sorbo largo y profundo.
La bebida inicia su camino dentro del aparato digestivo
dejándole una grata sensación de tranquilidad y deseos
mesurados para comer. Lo hace así; tranquilo, sin
prisa, degustando cada mordida que ahora esta dándole
a un taquito de frijoles con chile rojo; es un rico manjar
a esas horas de la noche, teniendo como mesa la
inmensidad del campo que es su mundo, su casa y la
de sus antepasados, y bajo el techo grisáceo y lleno de
puntitos que tiemblan en la distancia. Don Elio
consume socarronamente sus sagrados alimentos; ya
saciado, vuelve a enrollar las servilletas que cubren los

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taquitos; mañana habrá que poner lumbre y calentarlos


para su almuerzo. Acomoda el itacate también
recargándolo al tronco del árbol y se levanta con
movimientos cansados. Comienza a dar unos pasos sin
rumbo. Don Elio siempre acostumbra pasear la cena
antes de acostarse a dormir. Hoy no va a ser la
excepción; solamente cinco minutos y regresará a tirar
su esqueleto, para recobrar fuerzas y seguir más
adelante, y aún de madrugada continuar su recorrido.
Ya regresa; extiende su cobija que le servirá de
colchón. Acomoda su almohada pegada al tronco y
antes de tirarse a dormir, se arrodilla allí en medio de la
noche, y santiguándose comienza a balbucear sus
oraciones nocturnas. Un minuto ha transcurrido, y
ahora tendido en el suelo, cual largo es su cuerpo,
comienza a soñar… soñar…

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“PRIMER VIAJE”
Capitulo Cuarto
Entre nubes y borrascas de bruma, Don Elio va
trepando por enormes peñascos y acantilados que
habitan allá por el pilarillo. Cada año le encomiendan a
este señor cortar las hojas maduras del sotol, para tejer
las flores y adornos que lucirán en el altar y la iglesia;
también largos pasacalles para el Atrio, las torres del
templo y las calles que lo circundan.
Va como gato montés aferrándose a las piedras y a
los matorrales. Allí abundan las plantas del sotol, pues
solamente cada año por estas fechas Don Elio las
cosecha para su artístico trabajo de ornamentación. En
esos años, nada más Él conoce ese oficio; sus hijos le
ayudan a desespinar las orillas verdes y correosas de
las hojas, cuyo nacimiento es una penca blanca y
redonda. Entretejiendo estas penquitas y tejiendo las
hojas, Don Elio hace verdaderas obras de arte, que
luego lucirán por más de 15 días en ese pueblo de San
Juan y sus fiestas patronales…
Cortaba Don Elio las ultimas piñas de sotol,
cuando sintió en su pie izquierdo un dolor agudo y tan

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doloroso como si un verduguillo le hubiera atravesado


su talón; voltea bruscamente hacia abajo y justamente
en la peña que pisaba, iba arrastrándose, ya casi para
perderse, una pequeña salamanquesa. No tuvo limite el
horror que experimento al percatarse de lo que sucedía.
La mordedura de aquel reptil es mortal; tan mortal
que en menos de una hora, el veneno invadirá todo su
cuerpo y al llegar al corazón este deja de latir como si
recibiera una puñalada, y ese será el fin: Fuertes
dolores en todo el cuerpo; luego la perdida de la
conciencia, y el recorrido final por ese túnel que
conduce hacia la inexistencia, hacia la nada; la pura
muerte pues.
Don Elio acerca su pie hacia la cara y se percata de
que efectivamente aquel animalillo insignificante y
burlador le ha dado tremenda mordida en la parte
exterior de su talón, que ya presenta un lunar rojizo-
violeta con ramificaciones sanguinolentas; el dolor le
resulta insoportable; sabe que va a morir en medio de
aquellas laderas donde ningún cristiano acostumbra
transitar. El es un ferviente católico y percibe la muerte
como el paso que transborda de un tiempo de
inexistencia a uno definitivo de existencia real.

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Instintivamente saca de la funda un pequeño


cuchillo que el siempre trae prendido a su cinturón.
Deteniendo su pierna con su mano izquierda va a
intentar hacerse una sangría para chupar aquella
herida hasta que la corriente sanguínea arroje el
mortífero veneno, que siente, ya le camina hacia la
parte superior de su pierna.
Don Elio, trasuda grandes gotas en su frente que al
caer van empapando su mano y la parte ya negra de su
pie.
Las fuerzas le fallan; el puñal, casi se le escapa de
sus dedos, pero Él no se va a dejar morir:
Jadea, llora en silencio, e implora al Sagrado
corazón de Jesús y a San Juanito, el milagro de su vida.
Trascurren los segundos; avanzan como rayos de
luz; la conciencia empieza a convertirse en nubarrones
negros y grises que en torbellinos y ráfagas forman mil
figuras indescifrables. El terror de llegar a dejar de
existir le atrofia y le confunde; está idiotizado. Sus
movimientos le parecen de un bebé que ejercita su
cuerpecito para fortalecerlo.
No es el caso; el no es un bebé ni esta
fortaleciéndose; es un viejo cincuentón y sabe ahora

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que si no se mueve y corta una cruz en su talón para


chupar el veneno; se va a morir, se va a terminar todo
para él en este mundo; por lo tanto tiene que lograr su
propósito.
Cual si fuese un sádico maniaco, ríe a carcajadas
al sentir que el filo de su cuchillo ha rasgado su piel, y
el músculo de su talón; ha logrado cortar
horizontalmente una herida de dos centímetros; Ahora
hace mayor esfuerzo y logra un corte vertical. La sangre
va chorreando por todo el pie dejando huellas negras en
sus ropas y en las peñas donde está sentado.
Toma aire… llena sus pulmones y eleva su pie
escurriéndole la sangre.
No logra llegarlo a su boca; a pesar de todas las
fuerzas que le echa, su columna y su cuello están
rígidos; no puede agacharse a chupar aquella herida.
No puede; no puede. Su esfuerzo es insuficiente; su
boca no alcanza la herida que sigue escurriendo sangre
a escasos diez centímetros de su rostro.
Algo le sucede… algo siente en su conciencia que lo
lleva vertiginosamente hacia un espacio indescifrable;
es inmenso, avasallador e incitante para quien está a
punto de internarse en el. Tenues luminosidades verdes

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 51


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y violetas; ahora rosas y amarillas inundan cada


centímetro, cada metro de la totalidad inmensa; luego la
quietud toma forma de suaves sonidos melodiosos,
inundándolo todo de sensaciones placenteras al oído.
Don Elio aguza sus sentidos, abre sus ojos y los
restriega con sus dedos ensangrentados; necesita
asegurarse donde se encuentra ahora, y que hace en
este espacio infinito; voltea hacia los lados, sigue
escuchando aquellas sensaciones melodiosas que le dan
tranquilidad, seguridad y sobre todo una felicidad
nunca experimentada; no sabe en que lugar está.
Ningún indicio lo ubica sabe que está, pero ¿Dónde?
¿Qué hace? … ¿A qué vino aquí?
No hay respuesta para Él. La inmensidad continúa
sumergiéndolo. Su conciencia lo hace vivir allí, en la
felicidad de la nada, en la musicalidad del todo.
Cuanto le inunda sus oídos. Se deja llevar, es feliz.
La tranquilidad lo arrastra; ésta soñando, se dice para
su conciencia.
Y sin embargo la noción de lo desconocido lo
invade. Hace esfuerzos por escapar de ese insoportable
marasmo. No logra nada. Otra vez su conciencia es un

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 52


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torbellino de luces y de sombras, de suaves y tenues


sonidos melodiosos.
Ahora escucha voces lejanas; voltea hacia la
distancia de donde provienen; figuras y siluetas danzan
en sus pupilas empequeñecidas por la distancia. Desea
acercarse a ellas. No puede. Se da cuenta que se
encuentra tirado allí, sin nada que lo sostenga; sin nada
en que apoyar sus manos y sus pies. El espacio infinito
lo cubre todo, sin acatar los elementales principios de la
gravedad y del peso.
Abre desmesuradamente sus ojos; desea que
penetren en las niñas aquellas sensaciones del lugar,
de sonido y ahora esas figuras gaseosas que percibe en
las distancias. Lo va a lograr; el color y el sonido llegan
a el con mas claridad; percibe ahora melodías suaves y
cadenciosas; ve amarillos, verdes, azules y violetas por
todas partes. Su mirada y sus oídos se recrean a
plenitud y su felicidad crece tan inmensamente cual si
fuera el mismo lugar en que está.
Cuerpos y caras avanzan lentos, pero firmes hacia
Él, incitándolo a compartir, a confundirse; a ser parte
de ellos. No hay miedo. Surge la ternura y toda la buena
voluntad y el amor que van con Él. Lo ofrece todo;

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 53


2009

amalgama en sus momentos de entrega, la esencia y la


materia de ser para llegar.
Su mamá está allí, por eso llegó feliz; le extiende los
brazos, que ya no son, y siente a la vez fundirse en ese
abrazo maternal que le da todo. Ahora lo vive y disfruta
en toda su dimensión. Es feliz así en el regazo de quien
le dio el ser y ahora se lo recibe. Es feliz.
Está naciendo en el milagro de la inexistencia
eterna.
Es curioso. El tiempo está allí, camina con él de la
mano. Su padre le enseña a dar los primeros pasos y le
conduce por veredas surcadas de florecillas silvestres.
Corta una, y luego otra y otra, hasta formar un fresco
ramo que le ofrece a mamá.
Continúan llegando todos; María está jugando con
la muñeca de trapo que le regaló la tía Chole el día de
su santo.
Juan viene jalando la troquita de tablas que le hizo
su papá el día de San Juan, para que fuera a la fiesta.
Allí, el caballo de Don Mauro se asustó y le dió la
patada en su cabecita. Ya no jugó con su troquita.
Ahora esta jugando todo el tiempo.

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 54


2009

¡Mira! allá esta mi Panchita, trae su libro de


cuentos en sus manos rugosas. Ella todas las tardes
nos leía “Las mil y una noches” o a veces nos cantaba el
de “Ali Babá y los Cuarenta Ladrones”.
Creo que sigue leyendo libros sin usar anteojos.
¿Verdad? Bueno, seria interesante darme cuenta ¿Qué
me está sucediendo?
Solo recuerdo que mi mama se fue una tarde para
el otro lado del río; allá por la ladera. Me decía que
estaba en la casa grande. Que allá estaba, me decía mi
abuelo.
Por eso me da mucho gusto volver a verla ahora.
¿Esta será la casa grande?
Pues si que es grande, yo pienso infinita, porque no
sabes por donde entras y a lo mejor nunca encontrarás
la puerta para salir.
Pero no te preocupes por ello; vive el presente
instante porque puede ser el último de tu existencia.
¿Existencia? ¿Dónde? ¿De veras existe aquí? ¿Vives?
¿Has muerto? …
¡Oh! No vale la pena. ¡Cuantos hombres viven en
este mundo muriendo cada segundo, cada minuto, cada
hora! Y todo por que no les enseñaron a estar vivos, a

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 55


2009

ser y hacer cosas para si y para los demás. Tú no fuiste


de esos. Tú vives a plenitud la existencia hoy. Sabes
que el mañana nunca será igual al ayer. Por eso nunca
dices No a nada ni a nadie. Siempre aceptas hacer todo.
No importa sacrificarte a cualquier costo.
-!A caray! ¿Por qué estas pensando de esta
manera? Pareciera que examinas las obras hechas en tu
paso por la vida. Nunca lo has hecho ¿Por qué ahora?
Son las cinco de la mañana y unos leves piquetes
sobre las cobijas que cubren el cuerpo de Don Elio
hacen que despierte sobresaltado y pelando tamaños
ojos para encontrar respuestas a todo lo que le sucedió
en aquellos momentos.
Don Marcelo está montado en su caballo moro y
con un palo largo y puntiagudo le ha despertado. El
dueño de la única cantina en el pueblo pasaba rumbo al
Marecito y al llegar junto al Sauce del Arroyo del Gato,
se incomodó cuando su corcel quiso encabritarse y
renegaba pasar. Escuchó unos ronquidos raros y
estertóreos al otro lado del lienzo. Se inclinó hacia la
Huerta para ver que sucedía, notando aquel bulto
envuelto en la cobija que hacia espasmos y
convulsiones como si se estuviera muriendo. Este ha de

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 56


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estar borracho y la cruda que traí le está quemando por


dentro, pensó, y para saber de quien se trataba, por eso
lo despertó picándole la panza.
-¡Órale, amigo, despierta y échate un traguito pa’
que te calmes la cruda que te esta achicharrando.
-¿Qué? ¿Quién es Usted? ¿Qué quiere?
-Nada, nada hombre, cálmate; toma, bebe un trago
y estate tranquilo. Ándale toma la botella. Y
acompañando sus palabras con la acción, de las
alforjas de su montura saca una castellana de tequila
blanco y desenroscando la tapa extiende su brazo, de
tal manera que la botella en su mano quede al otro lado
de la cerca.
Don Elio, amodorrado, medio ciego y trastornado
por las pesadillas, trataba de reconocer al hombre del
caballo moro que le ofrecía bebida.
Unos instantes bastaron y la claridad matutina le
permitieron saber de quien se trataba: Don Marcelo el
de la cantina.
-Buenos días, Don Marcelo, ¿Cómo está su merce’?
-Bien, bien ¡Quiubo Elio! Pos qué andas haciendo
fuera de tu casa. ¿Para dónde caminas?

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 57


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-Voy pal Ahuizote, Don Marcelo, nomás que quise


descansar un rato. Me vine ayer en la tarde de
Tepetongo, y anoche me encontré a Don Celso allá en la
Chaveña y pos, platicamos un ratito; por eso me quedé
a dormir unas horas aquí, pero que bueno que usté me
despertó. ¡Ya voy a seguir mi camino!
¡Ah que Elio!, yo pensé que eras un borracho que le
llegaba la cruda y estaba temblando.
-No, Don Marcelo, lo que pasó es que tuve
pesadillas en el rato que me dormí. Pero, bueno eso ya
paso, con su permiso voy a recoger la cama.
- Ta bien Elio, yo voy pal Marecito, así que ahí nos
vemos.
- Que Dios le acompañe, señor.
Don Elio, ahora otra vez solo y recogiendo sus
cosas del viaje, comenzó a pensar en todo lo que le
sucedió en el sueño que tuvo. No le dio importancia.
Brinco sus cosas; hizo lo propio y ya en el callejón
comenzó a cargar su cobija y el itacate….

“LA HERENCIA”

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 58


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Capitulo Quinto
Alza su mirada de frente como para medir
distancias; a menos de ochocientos metros se dejan ver,
saliendo de la penumbra madrugadora, las enormes
fincas de La Cuadrilla, patrimonio histórico de alguna
de las Ex haciendas que florecieron en el siglo XIX aquí
en Tepetongo. Ahora, esas fantásticas casonas
pertenecen a Don Juan Muro, a Pancho Gutiérrez y Don
Carlos Gutiérrez son las únicas familias que habitan la
comunidad.
El camino que va a tomar Don Elio no es el que
todo mundo usa; El dará vuelta a la derecha,
justamente en la esquina de la casa de Don Juan Muro
y agarrará el Camino Real o Callejón Ancho que va a
dar al Marecito, La Lechuguilla y ahí se va hasta llegar
a Jerez.
En el campo y en los Ranchos de toda la comarca
todavía se conservan las costumbres de los
antepasados: madrugar todos los días y hacer las
labores diarias a buena hora porque “Al que madruga,
Dios le ayuda”, decían ellos.
Por esa razón, a estas horas, cinco de la mañana,
ya se escuchan voces y retozar de animales en algunos

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 59


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corrales, muestra inequívoca de que los hombres echan


de almorzar a sus semovientes.

Don Elio pasa de largo ese trecho de población y


en poco tiempo se encuentra de nuevo solo y el
chasquido de sus pasos en el camino. La mañana
empieza a asomarse de los cerros y la tibieza del mes
de abril acaricia su rostro y sus miradas; ya va
encumbrando las primeras lomas del Garruñal. Se
detiene un poco, y su mirada comienza a disfrutar de
aquellas campiñas: Parcelas desnudas circuladas por
largas cercas de piedra que figuran gigantescas
serpientes negras, dormidas en todo lo largo y ancho del
paisaje; ondulantes lomas vestidas de mezquites y
huizaches; largos trechos de arroyuelos y ríos que
caminan flojerosos hacia un destino, y muchas veredas
que se entrelazan con las cercas, completando la
maraña de serpientes negras y ahora también pardas o
cafés o rojas.
Pocas veces se tiene la oportunidad de apreciar con
los cinco sentidos esas bellezas de la región, y toda la
riqueza natural e histórica de la Comarca que en el siglo
XVII viniera a mestizar el Capitán Español Juan de la

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Torre, quien fue el fundador de la Villa de San Juan


Bautista.
Han transcurrido cinco siglos desde entonces.
Viven en estas tierras otra historia, otra cultura y otras
gentes.
Por donde ahora camino, el Callejón Ancho, todo es
olvido y abandono. Ya no transitan Carretones cargando
las cosechas obtenidas en las fértiles parcelas de quince
o veinte hectáreas cultivadas; tampoco escucho ni veo
los carromatos ni se oye el trotar de los tiros de seis
mulas arrastrando carretas con toldos de lonas sucias
que vinieron de la frontera de Estados Unidos con
México. Esa fue la otra historia, la que se escribió con
los anhelos y grandes ideales del conquistador.
Ahora, la herencia social, de cultura y de riqueza
son una población de rasgos mestizos, muy pocos.
Otros, la mayoría, aún conservan las
características del francés o del español. Elegantes y
distinguidos en su porte los primeros; desgarbados,
descuidados y mañosos los segundos. Yo me cuento de
estos; mis padres descendían de peninsulares y ni modo
de negarlo: soy el vivo retrato de mi madre, María
Cecilia q.e.d. Hace quince años que ella murió.

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 61


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Antes de irse me dijo que la llevara a la Ladera que


está debajo de la Santa Cruz, y que la envolviera en su
petate. No quería un cajón de muerto. Le hice caso;
cuando ya estaba en su mortaja, agarré el Petate y la
envolví, amarrándolo con unos lazos de mezquilpa. Me
dio tristeza; ¿Cómo iba a echar a mi madre al hoyo así
nomás?, ¿Qué iba a decir la gente del pueblo? No, no
era posible. Anduve a piense y piense todo el día
cuando estábamos velándola, y ya por la tarde me
decidí a desobedecerla a medias:
Le cumplo su deseo, Madre, le dije; pero déjeme
hacer algo de lo mío, y pensando y haciendo, se acercó
a su compadre Poncho para encargarle cualquier cosa
que se ofreciera en el velorio: -Compadre, voy al cuarto
de la Carpintería; allá voy a estar toda la noche
haciendo algunas cosas.
-Vaya compadre, aquí me quedo por si se ofrece
algo.
-Don Elio con un semblante de hombre desgraciado
y compungido hace una reverencia ante el cadáver
envuelto en el petate; se santigua dando la vuelta, y

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 62


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cuando sale del cuarto lleva su mano izquierda sobre


sus ojos, intentando ocultar dos gruesas lágrimas que
ya asoman. Cruza el patio en penumbras y doblando
por la derecha se pierde en un pasadizo que conduce al
enorme tejaban donde esta montada su carpintería.
Enciende el aparato de petróleo que cuelga de un
clavo en la pared del fondo y cuya luz amarillenta y
moribunda apenas alcanza a proporcionar cierta
claridad de un atardecer de otoño en aquel espacio
retacado de pedazos de madera, aserrín de ocho días
tirado en el piso y diversas herramientas desordenadas
por todas partes.
Don Elio mueve con las manos los carrujos del piso
y pronto toca las tablas nuevas que guarda allí; saca la
primera y la recarga en la pared de piedras pegadas con
barro; luego saca otra y otra y una más. Ya las cuatro
tablas recargadas, empieza a limpiar su banco de
trabajo. Retira herramientas, virutas y cualquier cosa
que le estorbe. Hunde algunos tarugos que sobresalen
de la madera que enmarcan su banco; solamente ajusta
el de un extremo; allí va a atorar las tablas para
escuadrarlas y darles un limpiadita con la garlopa.
Comienza su trabajo que seguro le va a llevar toda la

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noche; no importa. Va a hacer un cajón con todos los


detalles que debe llevar el ataúd. Lo tendrá terminado al
otro día por la mañana. El sepelio va a ser al mediodía,
después de las doce cuando el Sr. Cura López le oficie la
Santa Misa y le dé sus exequias.
El silencio y la soledad envuelven su recinto,
perturbado tan solo por el chasquido del cepillo que al
deslizarse por las caras y costados de la tabla va
arrojando carrujos que parecieran espirales de papel
que vuelan hacia el piso del cuarto y que poco a poco
van formando montones de aromático aserrín.
El tiempo avanza cadencioso, aparejado con el
trabajo lento pero productivo; suenan las campanas del
reloj de la iglesia cinco campanadas. Sobre dos
desvalijadas sillas de madera colocadas una frente a la
otra está un hermoso cajón de muerto color madera.
Don Elio no se encuentra en la carpintería. Está en la
cocina de su casa subido en un banco rascando el
hollín que se ha formado en las vigas del techo. Ya tiene
en la lumbre un bote chorriado de pinturas; allí están
hirviendo algunas cascarillas de cola, y de vez en
cuando vacía el humo sólido que junta en una charola.

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Con aquella revoltura formará la pintura que va a usar


en su obra.
A las siete de la mañana llega Don Elio al cuarto
del velorio. Lleva una enigmática sonrisa en sus labios,
y su mirada recorre otra vez el escenario: Su compadre
Poncho está sentado a un lado de la cama donde esta
aquel bulto de petate cubierto con una sábana blanca.
Su comadre, sus hermanas y dos o tres vecinos están
tumbados en el piso, y roncan a todo pulmón. Las
cuatro velas y el santo cirio se han consumido y solo
quedan pequeños cabitos parpadeando sus pabilos que
de vez en cuando generan chasquidos soltando chispas
que se apagan a escasos centímetros de las velas.
-Compadre, compadre, venga; vamos a ver lo que
hice anoche. Don Pancho salta de su silla y abre los
ojos irritados y fatigados por la vigilia de toda la noche.
_ ¿Qué hizo compadre? Vamos, vamos a ver…
A las siete de la mañana en esta época del año ya
está amanecido; por lo tanto los compadres salen de la
piesa del velorio, tibia y aluzada por las velas,
encontrando en el patio de la casa la claridad de un sol
que ya se asoma sobre las copas de los álamos y sauces

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que crecen en las orillas del río, y la frescura de las


siete de la mañana del mes de abril.
Cruzan con grandes zancadas aquel trecho que los
separa del tejaban; llegan a la carpintería y Elio con
una sonrisa franca y socarrona extiende sus brazos
hacia el frente y señalando su obra le presume: ¡allí lo
tiene Compadre! ¿Qué tal? ¡Véalo, dígame que le hace
falta.
¡A caray! Compadre de veras que se voló la barda.
¡Mire nomás; Pos si hasta parece de la merita fabrica.
Oiga ¿cómo le pintó estas grecas y estos cristos? Mire
nomás; Está de verdá bien lujoso.
Pos es para mi mamá, compadre, yo no podía
echarla al hoyo así nomás como ella me lo pidió. Yo creo
que le va a gustar, ¿Verdad? -¡Claro que si, compadre…
Bueno, vamos a preparar un cafecito acá en la
cocina. Ni modo de decirles a las mujeres que nos lo
hagan ellas. Están bien tumbadas por la desvelada;
pobrecitas. Al tiempo que hablaba, Elio removía las
brasas que amanecieron en la hornilla y poniéndole
unos palos de mezquite y de pino, pronto se cubrió de
humo el jacal de paredes de piedras encimadas.

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Había tres canteras sirviendo como tenamastes y


sobre las cuales ponían las vasijas en las que
cocinaban.
Colocó la olla de barro toda tiznada y al ver que
aun tenía café con canela, solamente le agregó más
agua.
En menos de cinco minutos, y ya recibiendo en sus
caras los primeros rayos de sol, saboreaban la rica
infusión que al recorrer su cuerpo les proporcionaba
cierta energización anímica.
-Vamos al Campo-santo, compadre, quiero ver si ya
está la sepultura. Allá deben estar Juan y Ángel de la
Torre; ellos siempre cumplen su trabajo. Véngase, aquí
nos vamos por la huerta de Don José.
-…¡Que tiempos Elio; ¡Como avanza el Camino por
la Vida. De todo esto ya hace mas de cincuenta años y
yo todavía aquí, navegando y recorriendo estos caminos
del señor.
Es curioso, fue por estas fechas cuando la sepulté
allá en la ladera blanca y resbalosa. Después le puse su
piedrita; también yo se la hice; me acuerdo que fui con
Don Mauro para que me escribiera el Epitafio, y allí
está; bien cuidadita porque es de mi mamá. A lo mejor

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ya pronto me toca ir a acompañarla; ya le pedí a mi


mujer que cuando eso suceda, cuando yo me muera,
que me echen al mismo agujero… Pos si yo vine de las
entrañas de mi madre, y ella ya regresó a la entraña de
la tierra, pos allí nos juntamos.

“EL POETA”
Capitulo Sexto
-Y como si sus pasos fueran al compás de sus
pensamientos, ya cuando cobró conciencia de su
recorrido, estaba encumbrando la Cuesta de Jesús
Durán. Se veían humear los primeros chimales de las
Casas que estaban en la Loma del Rancho del Marecito.
Echó un suspiro largo y profundo; disipó sus añoranzas
y quiso buscar un mezquite para hacer campamento y
calentar su almuerzo. Hizo otro alto en su camino;
descargó sus aperos y comenzó a buscar leña para
poner una lumbrita. Sus pasos, al buscarla, lo llevan
hasta unas peñas desde donde se divisa todo el
panorama del Marecito; y sin más, Elio se trepa a la
más alta y empieza a recorrer cada una de las

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viviendas; se detiene sobre aquella de bardas altas que


sobresalen de las demás. Está abandonada ya hace
mucho tiempo.
Allí en esa casa más grande que las otras nació
Ramón López Velarde.
Elio escuchó de su mamá las historias del azaroso
nacimiento de este personaje. Platicaban sentados en la
puerta de su casa mi mamá, Don Mauro, Don José
Román y a veces llegaba también Don Eliseo; decía mi
mamá que eran hombres de letras allí en Tepetongo;
que todos los del pueblo iban con ellos pa que les
resolvieran cualquier asunto importante.
Pos dizque de esas pláticas, alguna noche Don
Mauro toco el tema de los hombres grandes de
Tepetongo; habló de Dámaso, su pariente; de “Vidalitos”
el Profe de Arroyo Seco y desde luego del personaje de
la época: Ramón Modesto López Velarde Berumen; sí el
mismo Ramón López Velarde.
Les platicó Don Mauro, me decía mi mamá, que el
poeta, nació en una de las mejores casas del Marecito,
porque el dueño de sitios de ganado de esa región y
padre de unas guapas muchachas; ocupaba muchas

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gentes de la región en el trabajo del campo y era bien


visto en toda la comarca, por ser justo y bondadoso.
Pos dizque en una de sus vueltas a Guadalajara
acompañado de dos de sus hija mayores, en una
reunión de esas de alcurnia, conoció al que luego seria
el papá de Ramón.
Se empezó una relación de familias y con cierta
frecuencia, aquella visitaba a las Berumen diseminadas
en el Marecito, La Estancia y el Ahuizote. Pos, este
señor López Velarde vio la forma de hacer fortuna
emparentando, y se casó con la hija del hombre más
poderoso de la región; de este matrimonio nació Ramón
en esa casa que el suegro le regaló a su nuevo hijo.
El papá de Ramón decían que no era hombre de
fiar, criado en la ciudad, acostumbrado a vagancias y a
gastar dinero, vió en su matrimonio el negocio de su
vida; podía disfrutar del dinero de la familia de su
esposa y con frecuencia organizaba grandes fiestas
derrochando dineros que no le pertenecían.
Don Sinecio Berumen, hombre ya mayor y de poca
salud, encomendó en aquellos tiempos, la
administración de sus bienes a su yerno, pidiéndole que

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 70


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se dedicara a trabajar y que ya dejara las francachelas


y parrandas para tiempos posteriores.
El yerno no le atendió y siguió derrochando y
parrandeando allá por Jerez y Zacatecas, gastando
dinero que no le pertencía. Pero platicaba mi mamá,
sobre todo, que la familia López Velarde Berumen
estaba abandonada y al cuidado de los trabajadores del
Marecito y la Estancia. Pos, dizque así nació Ramón, al
cuidado de comadronas y de los peones; contaban los
chismes que el día que dió a luz la señora, su esposo
andaba arreglando “negocios” en Zacatecas y regresó
después de cinco días; encontró la novedad del nuevo
hijo y la salud de su esposa muy delicada a causa de
una fiebre puerperal. Se los llevó a Jerez y en una casa
que le prestaron, instaló a la mama enferma y al recién
nacido; aprovechando esos días para registrarlo con el
nombre de Ramón Modesto López Velarde Berumen que
nació allí en Jerez, Zacatecas.
Pasaron los años; el tiempo avanzó y la riqueza
campirana del Abuelo de Ramón se fue al traste, todo
por la buena administración de sus bienes en manos de
su yerno.

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El Señor Berumen harto de tanta triquiñuela y


malos manejos, decidió ponerle un alto: Asesorado por
un tenedor de libros, se trasladó al Marecito y
comenzaron a hacer una revisión a sus manejos. El
resultado fue una catástrofe que encolerizo a su dueño
y lo menos que pudo hacer, fue correr a su yerno de las
propiedades, y evitarle con todas sus consecuencias,
tuviera tratos con su familia.
El yerno, dolido y ofendido en toda su dignidad de
hombre culto preparado y de gran presencia en los
círculos sociales, se traslada a Guadalajara, desde
donde estuvo maquinando una venganza.
Al cabo de ciertos meses, y platicando con sus
amigos de los percances que tuvo con su suegro y la
familia, le aconsejaron que se olvidara de todo y
desconociera legalmente a la que fue su familia. Lo
pensó algún tiempo; lo pensó muy bien y no era tonto
“López”, así que jamás disolvió su matrimonio, pero si
tramito un juicio civil para quitarle el apellido de
Berumen a Ramón Modesto, y adjudicarle el suyo
propio: López Velarde, nada más.
Y así nació el nombre que ahora todos conocemos:

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 72


2009

Ramos López Velarde. La historia sigue; es larga y


tenebrosa por la presencia de personajes y hechos de
toda clase; Ora, yo solo quise recordar estos pasajes
porque me vinieron a la mente, al llegar al Marecito.
-Voy a continuar mi camino; yo voy pal “Ahuizote”;
allá me espera un difícil quehacer: acarrear los cerdos
que compró Don Antagónico a Don Chema. Ya mero
llego; así que por hoy, le paramos a esta historia.
A lo mejor me acuerdo de otra; por lo pronto me
alejo de esa casona que presenció el alumbramiento de
Ramón…
Son muy pocas las personas que perezosamente
deambulan por los callejones del Marecito, y que se
pierden al llegar a los barbechos confundiéndose con
los surcos desgastados por las pisadas de sus dueños,
que recién han acabado sus labores de cosecha. En
Noviembre recomenzarán rompiendo otra vez las
entrañas de sus tierras para esperar el nuevo ciclo. Don
Elio avanza encorvado, y con la mirada perdida va
devorando lentamente el callejón principal que cruza el
rancho de sur a norte y que desembocará también en el
camino real; si es el mismo que conduce a Jerez.
Solamente que para ir al Ahuizote tendrá que recorrer

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 73


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unas cuatro o cinco leguas y luego de pasar la


Lechugilla doblará al poniente para agarrar un callejón
angosto que lo llevará a su destino.

“SEGUNDO VIAJE”
Capitulo Septimo
El sol ha alcanzado un cuarto de su diario
recorrido; las tierras se van calentando y grises
remolinos se forman en los desiertos barbechos,
simulando demonios que danzan y se burlan de quienes
les toca convivir con ellos. A Don Elio le toca uno que
terco le acompaña por segundos arrebatándole su
ancho sombrero, llevándoselo como si fuera una rueda
de carretilla hasta que lo aplasta contra las piedras de
la cerca. Molesto por la jugarreta del remolino Don Elio
trota con los pelos de su cabeza enredados como nido
de zopilotes y maldiciendo se agacha para recoger su
gorra:
-¡Infeliz Demonio!
-¿Por qué te quieres llevar mi gorra?

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 74


2009

-¡Mira nomás! ¡Ya me la rajaste!


-¡Hijo de tu mala vida! ¡Vete al Infierno! ¡Ya déjame
en paz!
Y curiosamente al agacharse y tener el sombrero en
sus manos, sintió otra vez la llegada del remolino; ahora
con más fuerza y con una densa nube de polvo que lo
hace cerrar los ojos; el polvo entra por su boca y sus
orejas dejándole la lengua atascada y los oídos sordos,
pero además siente una fuerte oleada en espirales que
lo arroja con tremenda fuerza y con todo y su equipaje
contra las piedras de la cerca; Se estrella igual que su
gorra contra una filosa y puntiaguda piedra que se le
clava de repente en la sien izquierda.
-¿Qué me pasa? ¡Quítate demonio infernal!, ¿Qué
quieres de mi?
Quiere abrir sus ojos aterrados y tratar de
sacudirse. No puede; el peso de toneladas de tierra
envuelven su cuerpo que ahora es un montón de cosas
y de tierra; siente que algo calientito le va escurriendo
por la mejilla, sacude con desesperación su mano
encalambrada y llena de tierra. Instintivamente la lleva
hasta su cara y sus dedos buscan afanosamente de

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 75


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donde brota aquello pegajoso como el barro con que


hacen las cazuelas.
Una pesadez asombrosa va envolviendo su cabeza.
Siente que camina hacía un abismo gris y solitario; Se
va perdiendo poco a poco, poco a poquito…
Es un viaje ya muy familiar para Elio, pues en
muchas ocasiones ha llegado al umbral del más allá, y
aunque sea en sueños ha logrado tener contacto con
otras dimensiones.
Ahora, no se da cuenta si es un sueño o realidad
esta huída del punto a donde llegó.
Comienza dando tremendas zancadas por la calle
que está átras de su casa; va en busca del Dr. Miguel
que recién llegó a Tepetongo; vive en la casa de Avelina
hermana de José el de la cooperativa.
Son las doce y media de la noche y las calles del
pueblo están desiertas de luz y de gente; unos cuantos
burros dormitan echados en las banquetas del jardín, o
de pie con las orejas caídas como si fueran elefantes.
Los pasos acelerados de Elio les interrumpen sus dulces
sueños, y dando perezosos resoplidos intentan voltiar a
ver quién osa despertarles; no vale la pena quien sea.
Ellos merecen ese descanso porque el día anterior

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 76


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cargaron muchos costales de tierra de azotea; otros


bajaron leña del Pilarillo y los menos trajeron pastura
de el potrero de en medio; todos están extenuados.
Elio pasa de largo por el Jardín, y al cruzar frente
al templo de San Juan, voltea a su derecha, se descubre
la cabeza y se santigua exclamando ¡Ayuda a mi mujer!
¡Dios Mío! ¡Permíteme encontrar a Don Miguel!
Tiene que transitar dos manzanas y luego doblar
por la calle del camposanto hasta llegar a la cancha de
rebote; allí a un costado del campo de juego está la casa
de Avelina. Llega jadeante y alterado; con la mano
abierta comienza a llamar golpeando la puerta de
madera: ¡Doctor! ¡Doctor! Soy Elio, ¡Contésteme! ¡Mi
mujer va a dar a luz! Necesito sus servicios, golpea tres
o cuatro veces aquella puerta del zaguán pensando y
sintiendo que los minutos son horas inmensas de la
noche.
-¡Quién vive?
Sonó una voz aguardientosa de mujer.
-¿Quién vive?
Volvió a preguntar la dueña de la casa.
-Soy Elio, Avelina; busco a Don Miguel, porque a
mi mujer ya se le abrio la fuente

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 77


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-Dígale que venga, ¡Por favor! ¡Háblele!


-¿Eres Elio, el carpintero?
-¡Si! Avelina, pero ¡Pronto! Llámele usted, al doctor.
-Esta bien, no te apures, ahorita le hablo y ya sale
en seguida.
Otra vez el silencio cobijó a Elio y sus alrededores.
Oscuridad y silencio por todos lados de ese arrumbado
pueblo, donde sus habitantes duermen de las ocho de
la noche a las nueve de la mañana. El tiempo también
se duerme y nunca sucede nada que no sea un parto
por la noche; si, a todas las mujeres se les ocurre parir
a deshoras. Será que los niños también nacen dormidos
en la misma noche de los tiempos.
Con un rechinido sepulcral se abrió la puerta en la
oscuridad y apareció la diminuta y delgada figura del
doctor trayendo su maletín en la mano izquierda.
Vamos, hombre, dice Avelina que es urgente;
vamos, vamos a tu casa.
Y los dos hombres trotaban de regreso, ahora por
la calle del muladar donde mataron a Encarnación.
Cuando llegaron a casa de Elio, ya iba para la una
de la mañana. Había luz en la pieza grande y la puerta

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 78


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estaba abierta. Las dos hijas mayores de Elio se


asomaron con los ojos azorados y ansiosas.
-Ándele papá! Parece que ya nació.
¿Cómo que ya nació?
-¡Háganse a un lado muchachas!, Elio no quiero
metiches aquí, ¡Sácalas para otro lado!
-A ver señora, ¿Cómo se siente?
Levanto las cobijas que cubrían a la parturienta y
…¡Válgame Dios!
Un pedacito de carne con pies y manos se retorcía
en el colchón ensangrentado. La señora exhausta
dormitaba.
-¡Dame trapos limpios y agua tibia Elio!
El doctor comienza a revisar aquel desorden,
acercándose el aparatito de petróleo que estaba sobre
una mesita.
Al tocar el vientre de la mujer se percata que hay
otra criatura dentro y no quiere salir.
-¡Señora! ¡Señora! ¡Van a ser dos! ¡Señora!
¡Despierte! … y le golpea con la palma de su mano
ambas mejillas calientes y sudorosas.
Llega Elio con una brazada de trapos limpios y una
olla con agua caliente.

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 79


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-Aquí está esto, Doctor, ¿Dónde lo pongo?


-¡Allí Elio! ¡Válgame Dios!
-¡Mira Elio! … y le entrega al recién nacido ya
envuelto en unas mantas.
-Elio… ven, mira, ¿ves la panza?
-¡Ay caray! ¿Qué es eso Doctor?
-Pues es otro muchacho, ¡Mira tiéntale! ¡Aquí esta
la cabeza¡ ¡Es otro Elio!
-Despierta a tu mujer para que puje y pueda salir,
¡Ándale! ¡Date prisa!
-Órale mujer, ¡Despierta! ¡Son cuates! ¡Órale! ¡Son
cuatitos!
-¡Ay! ¡Ay! Extenuada y maltrecha exhalaba la
parturienta con los ojos entrecerrados y débiles
espasmos de su vientre.
-¡Ay! Me duele mucho… ¿Qué fue Elio?.. y al hacer
la pregunta a su esposo, brota un llanto del recién
nacido que ya estaba depositado en un colchón sobre el
suelo con piso de cantera remolida y apisoneada.
-Mujer de Dios, ¡Viene otro! ¡Ándale! ¡Ayúdale al
doctor para que nazca pronto, mujer!
Don Miguel presionaba la parte superior del vientre
de aquella débil y flacucha mujer. No había esperanzas

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 80


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y la situación podría complicarse, pensaba el nobel


médico que hacía poco tiempo abandonó su profesión
de maestro rural para dedicarse a curar.
Abrió su maletín y sacó una bolsita de papel de
envoltura; vació algo del contenido en la palma de su
mano y le indicó a Elio:
-Ve a la cocina y pon a hervir esta yerba en un litro
de agua; lo más pronto que puedan, ándale…
Elio salió del cuarto y llamó a una de las
muchachas que amodorradas, pero con los ojos bien
abiertos, se arrinconaron sobre unas bancas de piedra
allí en la cocina.
-Órale, pongan agua en un litro para hervir esta
yerbita que necesita el doctor. Creo que es un té para tu
mamá que no está bien.
-Pero, ¿ya nació el niño, papá?
-Si, mija, ya nació uno, pero viene otro… ¡Dios nos
va a ayudar! Ándenle, pónganle más leños a la lumbre,
tiene que estar pronto el té.
Mientras tanto allá en el cuarto, la mujer, el doctor
y el recién nacido tenían sus propios problemas: La
parturienta no hacia ningún esfuerzo, para expulsar al
otro. No es que no quisiera hacerlo; su salud menguada

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 81


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por una anemia extrema le restaba toda intención de


esfuerzos naturales.
-Se nos puede morir, pensaba el doctor, esta mujer
no tiene fuerza ni para mover un dedo y el muchacho ni
se asoma para poder jalarlo yo. La única esperanza es
la infusión de Milagrosa que va a tomarse. Ojalá que
Dios nos ayude.
Y el pequeño recién nacido, ya no lloraba; allí
permanecía escuálido y yerto como si no le interesara
vivir fuera del vientre de su mamá.
Llega Elio con un jarro humeante y del que se
desprende un aroma fuerte y picante.
-Aquí está, Doctor ¿Qué vamos a hacer?
-A provocar el parto, Elio. Esta yerba al llegar a la
panza como que la infla y provoca movimientos en los
músculos del abdomen. Entonces, cuando empieza a
hacer su efecto, yo presiono la panza de tu mujer y
espero que así podamos sacarle al muchacho, Elio.
Encomendémonos a Dios.
El tiempo había transcurrido sin tomar en cuenta
los acontecimientos de la casa de Elio. El reloj de la
torre sonó las cuatro de la mañana.

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Algunos gallos madrugadores dejaban escuchar


sus qui, qui, ri, quis perezosos a esas horas de la
madrugada. O estaban despistados, o querían anunciar
a los que vivían en aquel pueblo el nacimiento doble en
la familia de Elio. Quien sabe cual sería la intención de
aquellas aves tan comunes en todas las casas del
pueblo de Tepetongo.
Después de haberle hecho tomar la infusión de
hierbas a la parturienta, y transcurridos unos minutos,
las reacciones comenzaron a darse.
-¡Ay! ¡Ay! Me duele la panza, Elio, como que quiero
vomitar.
-¡Eso está bien! … dijo Don Miguel, creo que ya nos
salvamos.
-A ver, mujer, cierra su boca, levante las piernas y
júntelas hacia atrás. Ándele, ya va a nacer su otro hijo.
-¡Venga chiquito! ¡venga! ¡Ándele! Y presionaba el
abultado vientre que s había puesto como pelota.
-Pújele, Mujer.
-Pújele, ande, vamos, ya mero viene;
-¡Ande, ande …
Y el milagro de la vida se dió: vino al mundo otro
pedacito de carne con sus huesitos. Cuando Don Miguel

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lo levantó boca abajo para que sacara el aire de sus


pulmones y echara el primer llanto en esta su nueva
existencia, apenas se percibieron leves gemidos; el niño
traía alguna deficiencia respiratoria, o el tiempo que
paso de más dentro del vientre materno, a lo mejor le
afectó algún de sus aparatitos respiratorio o
circulatorio; habría que estarlo observando con mucho
cuidado, pensaba al mismo tiempo Elio y el Doctor.
Al término de todo lo ordinario en un caso como es
el alumbramiento, y después de hacer las
recomendaciones sobre el niño y la mamá. El Doctor le
aplicó algo a la señora, tal vez suero o vitaminas, algo
que le ayudara a iniciar la crianza de los cuatitos.
-Necesita comer bien, señora.
-Un caldito de techalote o de rata es el mejor
alimento para Ud., así que ya lo sabe.
-Gracias señor, Dios se lo pague. Gracias.
El Doctor acomodó sus enseres y algunas cajitas
con medicinas en su maletín negro y desgastado, y
palmeando a Elio en el hombro le señaló para que lo
siguiera.
Al llegar al patio, la mañana era clara y con la
tibieza de los amaneceres de primavera.

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 84


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-Elio, le dijo: las cosas no están muy bien; primero,


tu mujer casi se muere de la anemia que presenta; no la
friegues hombre esa mujer está como las vacas flacas,
cuando van a parir, se les queda la cría adentro y se
mueren; si no fuera por la Milagrosa que le dimos, se
nos va Elio. Pero bueno, ahora lo que sigue es cuidarlos
muy bien. Mira te voy a mandar unos sueros y
vitaminas por que necesita mucha atención.
Los niños, a ver como siguen; este último está
medio menso; no se que trae pero para mi que vas a
batallar mucho para criarlos. Si tu mujer no tiene leche,
hay que darles atolitos de maíz cocido con salvilla. Tú
ya sabrás como te las arreglas; yo me voy porque tengo
más enfermos que visitar hoy.
-Del parto, son diez pesos y las medicinas luego te
hago la cuenta. Vamos. Y abriendo la puerta que daba a
la calle, recibieron los rayos del sol en sus caras y por
momentos sus ojos enrojecidos por el desvelo renegaron
de la claridad que no cabía en sus pupilas.
-Espéreme Don Miguel, deje les digo a las
muchachas.
-¡Fina! ¡Petra! ¡Cuidan a su mamá y a los niños!
Voy a llevar al Doctor a su casa. En seguida vuelvo.

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 85


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Vénganse al cuarto y muy listas con ellas. ¡Ándenle, ya


vénganse!
Por el camino a casa de Avelina, Elio saca su
anudadito y le dice al Doctor.
-Me da mucha pena, Don Miguel. Ahorita solo me
alcanza cinco pesos y setenta y seis centavos. Téngalos,
aguárdeme unos dillitas con lo que me falta.
-¿Me hace el favor?
-Claro, Elio no te apures ahorita por eso; mira
dame cinco pesos y deja lo demás para que les compres
algo de comida a tus nuevos hijos. A propósito, Elio, ya
párale. Tu mujer ya no puede tener más hijos sin
arriesgar su vida, eh? Ya tienes ocho y como está la vida
en este pueblo. Ni modo que con tunas y mezquites los
pienses criar a todos. Y estos dos últimos te van a
costar, Elio, te van a costar caros. En fin allá tu y tu
mujer, Uds. Sabrán lo que hacen. Pero no creas que
como dicen que: “Cada hijo que nace trai su torta del
cielo” Nada Elio, la torta la tienes que hacer tú para tu
mujer y para todos tus hijos.
-Bueno, Ay te dejo, cualquier cosa que se te
ofrezca, me buscas eh? Adiós...

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 86


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“EL REGRESO”
Capitulo Octavo
-Nuevamente la azarosa vida de Elio el carpintero
cobraba conciencia al comenzar a sentir una fuerte
punzada en su cabeza. Lleva su mano a la sien de
donde provenía el dolor; siente en sus dedos una costra
dura y rasposa que cubre su frente y su mejilla.
¿Qué me pasó, Dios mío? ¿Qué es esto? Y su ágil
pensamiento retrocedió hasta encontrar respuestas en
un torbellino de confusiones y ansiedades por recordar.
¡Ah! Ya sé. El demonio me atacó en forma de
remolino. Si, recuerdo que me arrebató mi sombrero
luego me dio con su lanza candente aquí en la sien.
¿Cuánto tiempo perdí la conciencia? ¿Qué horas serán?
Ya mero llego con Don Chéstor para que me entregue
los puercos que le debo llevar a Don Antagónico pero,
Dios mío ¡Como me pones pruebas a diario! Mi fe, todos
los días es más grande a tu gran Omnipotencia;

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 87


2009

Gracias, Señor, sé que me vas a permitir cumplir


cabalmente mi encargo. En tu nombre y en el de tu
santa madre encomiendo otra vez mi existencia y mi
trabajo diario. ¡Dame fuerzas para terminar feliz esta
encomienda!
-Quiso levantarse apoyándose en sus manos aún
cubiertas de lodo con sangre que le había salido de su
herida en la cabeza; no tenía fuerzas suficientes; estaba
débil y cansado. A lo mejor los trastazos que le dio el
remolino contra la tierra del callejón y luego contra el
cerco de piedras dobles hacían que le doliera todo el
cuerpo. Volteó hacia donde se ponía el sol y se percató
de que éste ya se iba a ocultar atrás del cerro de los
Encinos, el más alto de esa sierra que cobija al Rancho
de El Ahuizote. Hizo un recorrido con sus cansados ojos
por todo el contorno de la sierra que formaba lomas y
picachos; pequeñas hondonadas y vallecitos cubiertos
de breñas, pinos, cedros, madroños y manzanillas. Los
rayos amarillentos del sol hacían que la sierra se
vistiera en mil tonalidades vespertinas; resaltando los
claroscuros en los bosques, Allá, donde termina o
comienza los límites de la cordillera, se miran las casas
de piedra unas, otras de adobes grises y un poco más

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 88


2009

abajo casi a las orillas del río que nace en esa sierra,
está la capilla del lugar; es diferente a todas las
construcciones del Rancho. La capilla está pintada de
blanco y está orientada de poniente a oriente; al frente
le hicieron un par de gárgolas con ladrillos y luego unos
palos de cedro rojo sostienen dos campanas de cobre.
Hay viviendas a los costados y al frente de la capilla,
pero la mayor parte de las casas están diseminadas en
todas las laderas que circundan al río. Angostas veredas
y callejones marcan las entradas a las casas que están
rodeadas por altos cercos de piedras bolas que los
hombres fueron recogiendo del río y pegándolas con
barro negro. Así es el rancho de El Ahuizote, allá donde
las mujeres hacen los quesos frescos más sabrosos de
toda la región, y las panelas más vendidas. Don Chéstor
es uno de los que más quesos fabrican con su mujer y
sus hijas.
-Al añorar los quesos de Don Chéstor, Elio sintió
un vacío en la boca de su estómago. Hacía casi
veinticuatro horas que no probaba alimento fresco,
calientito, acabado de cocinar, pues. Ese fue el acicate
que lo llevó a imprimirle más fuerza a su caminar. Tenía
hambre; pero no podía sentarse otra vez a prender

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 89


2009

lumbre y calentar algo de gordas o taquitos que


quedaban en su itacate.
Trastumbó la última loma que circundaba el
rancho y comenzó a descender por el lado de la Capilla.
A esas horas, las callejuelas y veredas del poblado
lucían desiertas; todos sus moradores estarán
comiendo.
-“Vale mas llegar a la hora” se dijo Don Elio, y con
pasos ansiosos cruzó el conjunto de casas hasta llegar
al extremo sur. Allí estaba la finca de Don Chéstor; un
caserón cuadrado con muchos cuartos y el enorme
zaguán que servía de descanso; después de cruzar el
corral bardeado con piedras coloradas en hilera doble,
Elio jaló la traba de la puerta de mano que daba al
callejón. Al chocar la madera con el marco de la puerta,
apenas si se percibió el chasquido, no así el par de
perros negros que eran los fieles guardianes de la
propiedad. Nunca supo Elio de donde salieron; los vio
tan grandes y feroces que tuvo que desandar los cinco
pasos avanzados y atropelladamente sale y vuelve a
cerrar aquella pesada puerta pasando otra vez la traba.
Los perros ladraban fuerte y el eco trastumbó los
rincones y los arroyos del rancho.

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Con el escándalo y alboroto, se abrió la puerta del


zaguán, y apareció la figura pequeña y delgada de Don
Chéstor. Iba sin sombrero; cosa muy rara en el
ranchero, pues el hombre del campo solamente se quita
el sombrero cuando entra a misa o en la cocina para
tomar sus alimentos.
-¿Quién vive? Y ¿Qué quieren? Que me
interrumpen cuando estoy comiendo?
-Ud. Disculpe, Don Chéstor, soy Elio el Carpintero
de Tepetongo. Me manda Don Antagónico por el negocio
que Ud. Ya sabe.
- ¡Ah! Bien, pasa, Elio, ¡Chuchos cabrones!
¡Quítense! ¡Órale! ¡Fuera! ¡Háganse a un lado!
Al escuchar los significativos mensajes de su amo,
los perros bajaron sus colas y las orejas. Sus ojos
lanzaban miradas de su-misión y temor hacia Don
Chéstor y de igual manera para Don Elio.
-Pasa Elio, llegas a la hora; vente, vamos al
comedor, porque de seguro traís hambre, viejo.
-A ver, mujer sirve otro plato pa’ este amigo que
viene desde Tepetongo; lo manda Don Antagónico por
los puercos que le vendí hace quince días ¿te acuerdas?

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-Si, Chéstor, si me acuerdo bien porque me vas a


dar el dinero pa’ comprar los ajuares de los tres niños
que van a hacer su primera comunión y lo de la comida
y la música porque tu no tienes tiempo de nada.
-Siéntese señor, mire aquí esta su plato. Acá hay
queso fresco, panela y carne seca tatemada en las
brasas; -Mire, hay salsas de chile bruto y verde con
tomatillo.
-Ándele porque a estas horas, y después de
caminar todo el día, pos me imagino que viene que se
troza o ¿no?
-Gracias, señora, gracias Don Chéstor. La mera
verdá, me muero de hambre después de tanta
inconveniencia que tuve que pasar por el camino.
-Mire, ésta fue la última y señaló la herida con una
costra de sangre en su cabeza. Luego les platico.
Ahorita con su venia, voy a comenzar a comer.
Y Don Elio comenzó a saborear los alimentos recién
preparados, calientitos y deliciosos que como toda
familia campirana, tenían sus recetas exclusivas. A
medida que los platos y las canastas de las tortillas se
iban vaciando, el organismo de Elio renovaba sus
menguadas energías. Trascurrieron los minutos y los

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 92


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cuartos de hora. El sol, allá tras los cerros se había


ocultado totalmente y los cocuyos adornaban el
firmamento que cobijado con la palidez de la luna,
tomaba una azulosa tonalidad de muerte diáfana y vida
nocturna en el campo y las siluetas de los cerros.
Don Elio y Don Chéstor han salido de la casa
rumbo a los corrales donde están las porquerizas.
-A ver como te va con estos tesoritos, Elio. Si tu
quieres los contamos unos a uno; Ora que, que si no
desconfías, pos nomás les abrimos y que Dios te ayude.
-¿Cómo ves? Tú me dices.
-Mire Don Chéstor, Ud. Sabe lo que tiene en sus
corrales. Yo confió siempre en su porte de hombre de
campo, así que, abra la puerta. Que Dios me ayude en
mi camino, ¿Verdá?
-Órale pues, Elio Ay te van. Y abriendo la puerta,
los cerdos comenzaron a resoplar y a remolinearse en
los rincones de aquellos tejabanes con piso de peñas
rosas cubiertas de manchas verdosas y oscuras de las
zurradas que a granel llenaban todo, todo el recinto.
-Hucha, ucha, ucha... por acá gorditos, por acá
gordos... vengan… vengan.

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-Era la voz cadenciosa y amable de Don Elio que


trataba de influir en aquellos animales para que vieran
en él al amigo, al compañero de viaje, y al mismo tiempo
al amo que les va a conducir y a guiar por el camino.
-La negrura en los rincones de los callejones hace
que a intervalos, los cochinos se asusten y gruñan
sonoramente. Don Elio, con una vara de más de dos
metros de larga, les toca el lomo cuello o cabeza según
el quiere que reaccionen.
Pasa media hora para que Don Chéstor saque los
cuarenta y siete cerdos que harán el viaje a Tepetongo.
Al salir el último del corral, Don Chéstor le grita a Elio.
-¡Buena suerte! Amigo, que todo salga bien.
-¡Hasta Pronto! ¡Que Dios le pague al ciento por
uno, los alimentos que me ofreció Don Chéstor! Me voy
con su venia y la de nuestro Señor.
-¡Órale cochino, por acá camina, tarugo! Formando
una especie pantanosa como arenas movedizas, los
cerdos, algunos de más de dos metros de largo y cerca
de doscientos kilos de masa se mueven lentos y
zigzagueando en todo lo ancho del camino real, cercado
por piedras encimadas.

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Los cerdos caminan siempre en conjunto y unidos


de tal manera que sus cuerpos se pegan y sus trompas
tocan los traseros de los que van delante así que el
conjunto es un banco de arenas movedizas que no
permiten dejar suelo a la vista. Eso si, no hay que
hostigarlos, asustarlos ni presionarlos para nada
porque la mole de seis mil kilos de carne y grasa, en un
instante se desintegra y el resultado es que se tarda
días en volverlos a juntar y quizás no a todos con vida,
algunos se ahogan por la fatiga de su escapada.
Don Elio conoce por experiencia todos los riesgos y
no piensa exponerse ni exponer a sus compañeros de
viaje. El inicio del recorrido es lento, demasiado como
para llegar mañana a su destino. Los cerdos, son como
tortugas gigantescas cruzando el páramo.
Ya decíamos que el viaje de regreso a Tepetongo lo
haría por el camino vecinal; callejones angostos,
veredas en los barbechos y tramos descubiertos hasta
entroncar en El Salitrillo con el camino que corta a
Juanchorrey.
La salida del Ahuizote es una ladera de piedras de
cantera blanca desgastadas por el paso de los años y

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las pisadas que a diario soportan de todos los humanos


y animales que las transitan.
Es de noche; el camino está desierto, y solamente
el chirriar de algunos insectos nocturnos y el ronco
gruñir de los cochinos interrumpen el inmenso silencio
que todo lo envuelve. La palidez de la luna se filtra entre
las ramas de los grangenes y huizaches que crecen
perezosos en los lados del camino; al terminar la loma
de canteras, el callejón se vuelve angosto y polvoriento.
Elio va atrás de la piara y respira todas las toneladas de
tierra parda que se levanta y vuela en el ambiente; los
fétidos olores que despiden los cerdos bien cebados,
pasan de la nariz a la garganta de Don Elio dejándole
sus sentidos bien repletos, hasta llevarlo a ignorar lo
que soporta.
Una pequeña vuelta del camino pasa frente al
Campo-santo que está enclavado al pie de la loma. Es
un rectángulo circulado con piedras de cantera labrada;
tiene muros de más de un metro de altura en la parte
baja; la puerta dá al camino, y Don Elio, por instinto y
temor voltea y se santigua.
Los cerdos resoplan y gruñen con más intensidad
en ese trecho ¿percibirán algún mensaje de los muertos

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 96


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allí enterrados?, piensa Don Elio con el cuero chinito de


terror. Se sobrepone y con nuevos intentos de ternura y
bondad hacia sus compañeros, les orienta y empuja con
el palo largo y puntiagudo que le sirve para arriarlos.
Ha perdido la noción del tiempo; no le interesa; va a
caminar la parte de la noche que sus amigos cochinos
le permitan, pues donde se cansen no los va poder
hacer avanzar. Se echan y ni quien los mueva; así que
hay que aventajarle al recorrido. Curiosamente tres o
cuatro cerdos, los más grandes y gordos de todos se
han convertido en punteros y los demás les siguen con
las trompas gachas; cubren todo lo ancho del camino y
unos veinte metros de distancia desde donde camina
Don Elio moviendo a los últimos y más perezosos.
Todo marcha, se dice Don Elio, ojala que avance
buen trecho antes de que empiecen a cansarse estos
gordos y tenga que cuidarlos a todos en algún lugar que
se preste, un rincón del camino, o un arroyito, pues.
La mole parda y pestilente sigue lenta, cadenciosa,
ruidosa y sumisa en su intento por avanzar terreno. Los
puercos no saben a donde van; solo piensan que los
sacaran de su casa y los llevan por rumbos
desconocidos y de noche; en la obscuridad que no les

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 97


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permite ver más que a sus compañeros moviéndose en


una sola dirección.
Muy a menudo sueltan orines y excremento que se
revuelve en las patas de todos y solo quedan partículas
en el camino. Elio todo lo soporta, lo huele y lo saborea
con desgano y rechazo natural.
Sabe que es el precio del beneficio económico
recibido con anticipación; por eso se resigna a todo.
Don Elio es hombre leal a sus principios y a
quiénes le encomiendan algún quehacer. Ahora, le toca
hacer unos que implica el esfuerzo físico, la astucia y la
paciencia para llevarlo al cabo. Su regreso a Tepetongo
espera lograrlo sin mayores contratiempos de los ya
soportados en su venida al Ahuizote.
Camina zigzagueando por los barbechos y veredas,
conduciendo aquellas moles de carne y grasa con sigilo
y precaución, ningún cerdo debe apartarse del montón;
si eso sucediera, sería el principio de un final convertido
en fracaso y deslealtad, no lo va a permitir.
Llega a la Estancia de los Valdeces, por un
callejoncito de apenas tres metros de ancho. La enorme
manada de cerdos se alarga; no caben más de tres en
aquel embudo de paso; no es mucho el trecho angosto,

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 98


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quizás llegue apenas a tres leguas, pero los cerdos


reniegan, y se rosan en las piedras de las cercas,
derribando de vez en cuando una de las de arriba, y se
espantan y gruñen, cuando les golpean en los lomos o
las patas.
En un resoplar y gruñir que parece no terminar,
logran salir ya de madrugada de aquel paso angosto.
Los esfuerzos y el gruñir constante han debilitado a
estos animales gordos poco acostumbrados a esas
faenas. El callejoncito desemboca al lecho del arroyo
que viene de Juanchorrey, en esta época seco y cubierto
de grandes bancos de arena fina y pulida. Los cerdos
que van de caponeras les gusta el lecho de arena;
comienzan a trompearla, aflojándola y dejándola
suavecita; un último y largo resoplido y dejan caer sus
doscientos kilos que al chocar con las arenas se vuelven
gelatinas de chocolate; todos llegan y hacen lo mismo y,
después de media hora, un trecho de más de cincuenta
metros de arroyo, es un dormitorio general de los
cuarenta y siete puercos que sueñan con el cuerpo y las
patas sueltas y desmadejados.
Elio está en el barranco del arroyo y voltea hacia el
poniente; alcanza todavía a ver una lucecita allá en el

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2009

Cerro de la Cruz; es la Ermita que los vecinos de


Juanchorrey le hicieron a la virgen de la Inmaculada
cuando dos muchachas se perdieron en el Cerro y
duraron buscándolas tres noches y dos días. Por el
milagro recibido, le hicieron aquella muestra de fe. De
eso ya hace más de quince años y allá sigue una
lámpara de luz que da seguridad y confianza a los que
suben y se internan en las grandes barrancas de esa
Sierra oscura llena de fieras salvajes y alimañas
rastreras.
La fatiga y el desvelo hacen que Don Elio imite a
sus acompañantes: descuelga sus aperos de camino,
extiende su cobija búlica sobre la tierra del barranco y
se sienta a descansar; observa a los cochinos resollando
acompasadamente, sin alteraciones, sueñan, quizá
profundamente y el quiere hacer lo mismo.
No lo va a lograr; no puede tirarse a dormir, porque
sabe que si despierta un cochino y le da por caminar
sonámbulo, se puede perder en la madrugada fresca y
transparente.
Transcurren los minutos, los cuartos y las medias
horas hasta agotarse la oscuridad y aparecer los
primeros resplandores de un nuevo día.

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 100


2009

Don Elio ha soportado la vigilia del sueño y con los


ojos enrojecidos se levanta y se despereza estirando los
brazos en lo alto de su cuerpo y mirado hacia la
próxima salida del sol.
Los cerdos siguen durmiendo y resollando
acompasadamente y su guía no los va a despertar;
prefiere esperar hasta que solos lo hagan y tengan buen
humor. Mientras eso sucede, El va a prender una fogata
y calentará su cafecito que todavía conserva; también
trae algunos taquitos ya duros.
Almorzará tranquilamente para tener energía y
continuar por todo el día conduciendo a Tepetongo
aquellos cerdos gordos de Don Antagónico Varela.
Busca con desgano algunas ramas de arboles secas
y va formando un montón como si fuera un cono
invertido; cuando ya lo ha terminado hace un manojo
de pasto y yerbas también secas para usarlas como
candil; saca de su morral la yesca y los fierros para
sacar chispa; acomoda en sus dedos una astilla de
yesca y frota con fuerza los metales; dos o tres roces
que sacan la lumbre y comienza la yesca a humear; la
acerca a su boca y le sopla suavecito para que la
lumbre crezca; cuando ya es una braza la coloca bajo el

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2009

candil y espera unos segundos; la braza comienza a


quemar el pasto seco y tenues espirales de humo
comienzan a envolver el montón de leña seca; cuando
ve que el fuego va creciendo se dobla de rodillas frente a
la lumbre, acerca su cara y comienza a soplar con
fuerza hasta lograr hacer llamas en la braza y el candil.
Comienza la fogata; la leña arde con estrepito, tronando
y soltando chispas que al volar en el ambiente, se
convierten en puntitos negros que vagan, y en unos
segundos se esfuman y caen al suelo convirtiéndose en
nada.
Unos minutos más y aquellas llamas se convertirán
en brillantes brazas que recibirán ávidas cualquier cosa
para ofrecerles su calor.
El sol va cobijando con sus rayos brillantes y
calientitos todo el campo y los rincones de cerros y
lomas. Don Elio da sorbos a su café con leche calientito
y humeante, come tranquilamente sus tortillas
chamuscadas en las brasas.
Son ya las ocho de la mañana y algunos cochinos
empiezan a levantarse con los ojos cerrados, las
trompas gachas y sus cuerpos perezosos. Quieren
ubicarse en el lugar en que están; trompean el suelo y

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 102


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remueven la arena calientita del arroyo. El sol lastima


sus vidriosos ojos y los desvían hacia las sombras que
hacen los barrancos. Don Elio va a terminar su
almuerzo y a esperar que todos aquellos gordos se
paren del suelo, para comenzar a caminar con el nuevo
día.
El sol va subiendo en el horizonte, y la tibieza de la
mañana de abril despabila por completo a nuestros
personajes; las caponeras empiezan a enfilarse para
caminar; Elio con su vara larga les indica el camino y
poco a poco, uno a uno o por parejas comienzan la fila
por la vereda; van saliendo del lecho del arroyo y
agarran el callejón ancho que los llevará al Salitrillo.
Caminan lentos, algunos amodorrados todavía
resollando y moviendo sus cabezas para todos lados.
A esas horas en los ranchos y el campo todo es
movimiento y trabajo mañanero: hombres montando
burros o caballos arrean vacas y becerros. Las mujeres
en los corrales amamantan a los becerritos y ordeñan
las vacas ayudadas por los y las chicas de la casa.
Huele a campo seco, y a casa de campo, con chimales
humeantes. Por todos lados braman los becerros y los
burros rebuznan en todos los rincones. Los gallos en los

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pretiles de las fincas, y en las ramas de los mezquites


dejan escapar con el golpeteo de sus alas los alegres
qui,qui,ri,quis; las gallinas escarban el estiércol y sacan
nixticuiles que devoran con avidez… y Don Elio observa
todas esas manifestaciones de la vida en el Rancho, la
vida del campo y piensa, piensa en su casa y su familia.
También allá tiene gallinas y un perro que se llama
Labrador y el gato Misifú. No tiene burros ni caballos;
tampoco vacas ni becerros el es un artesano dedicado a
la carpintería; ese es su oficio y le va bien. Vive feliz
con su esposa y sus ya sus ocho hijos que comen como
músicos después de una tocada.
Elio después de calentar sus alimentos en las
brasas, los saborea lentamente; siempre atento al
comportamiento de los cuarenta y siete cochinos gordos
que ahora se empezaban a remolinear en aquel banco
de arena fina y resbalosa; trompean y resoplan por
todos lados; algunos se intentan morder acompañando
su propósito con agudos chillidos que molestan los
tímpanos de Don Elio; otros se empujaban, y más de
uno ya intentaba comenzar a caminar. Elio sabe que es
el momento; debe otra vez indicarles el camino,
arriando un trecho corto a los caponeras.

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Guarda rápidamente sus cosas y se las echa a la


espalda; ahora busca afanosamente su vara larga y
puntiaguda y se encamina al frente de la manada para
señalarles la vereda que los conduzca otra vez al
camino. Don Elio también sabe que los cochinos
tendrán que almorzar algo y beber agua; de lo contrario
se irán renegando y se pudieran desbandar en busca
cuando menos de agua. Los cerdos gordos no pueden
caminar más de doce horas continuas; el peso de su
grasa y el esfuerzo físico los deshidrata muy pronto, a
tal grado que si se les obliga a caminar mucho trecho
sin agua y alimento se pueden morir por deshidratación
y asfixia. En todo eso piensa Elio, y ya tiene visto el
punto donde al medio día acampará con sus amigos: En
el potrero de la cuesta hay un estanque muy grande y
hay hiervas frescas en todo el borde; allí los cerdos
comerán y beberán hasta saciarse; luego se echarán a
descansar otras dos horas y por allá a las seis de la
tarde continuara su recorrido en una etapa que el
piensa, será la final pues estará llegando a Tepetongo a
las doce de la noche, si Dios no le depara ningún
contratiempo, como así lo espera.

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Cruza la vereda que da a las últimas casas del


Salitrillo cuidando que ningún cochino se meta a los
callejoncitos o a las huertas y corrales que dan al
camino y que en esta época del año están todos
abiertos.

“AL FINAL”
Capitulo Nono
Allá van otra vez Elio y sus cochinos; el primero,
con su vara larga, caminando de un lado para otro; al
frente, o en medio, siempre cuidando que ninguno de
los segundos se aparte del montón. A lo mejor dos
horas de caminar y llegará a la Cuesta para descansar.
Todo es monotonía en esos rumbos; el sol comienza
a calentar fuerte y con ello el canto de las chicharras se
va multiplicando a lo largo del camino. Llaneras y
lagartijos de asoman entre las piedras calientes y
permanecen atentos al paso de los cochinos que dejan
tras de si una gigantesca nube de polvo gris que vuela
por encima de los mezquites y los sauces que al mover
sus ramas hacen que se aleje de ellos y no les cubra sus
tiernos retoños.

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Son arbustos en su mayoría; fueron naciendo en


los lados del camino y con el tiempo se formó un cerco
espeso de maleza que no deja ver ni siquiera las piedras
de los lienzos, menos que los caminantes puedan a
sombrearse bajo los incipientes follajes de los que
lograron salir de aquella maraña de hierbas y que ahora
lucen esbeltos y estirados hacia el cielo.
Cuando los caminantes desean descansar, o
cuando una peregrinación que va a visitar al Señor de
la Luz quiere hacer un alto en su camino, siempre
buscan o el “mezquite del colgado” que está en medio
del primer barbecho saliendo del Salitrillo o bien, el
“sauz prieto” Es un árbol que sostiene en su tronco
más de trescientos años de existencia; le dicen “prieto”
por sus cáscaras centenarias que están fosilizadas
después de haber soportado miles de tormentas de
lluvia, viento y granizo cada verano.
Su tronco bien mide más de dos metros de
diámetro, y tiene una altura de ocho metros; de él se
desprenden cuatro frondosos brazos que
caprichosamente crecieron en dirección de los puntos
cardinales. Esa particularidad le ha hecho famoso en
toda la región; además de lo frondoso que resulta el

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 107


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juntarse su follaje allá arriba, da una fresca sombra


todo el tiempo.
Junto a su tronco y bien marcados, están cuatro
espacios limpios de toda maleza; con piedras
acomodadas para asientos, rastros de fogatas y hasta
algunas estacas donde los que hacen allí algún
campamento amarran sus burros o caballos.
Dicen los lugareños que ese árbol prieto ha recibido
y soportado muchos rayos y centellas cuando es la
temporada de las aguas; también dicen que él recibe en
sus cuatro ramas grandes descargas eléctricas; las lleva
por su tronco y las sepulta en las entrañas de la tierra;
así protege a los que se guarecen bajo su follaje, y así
sus cáscaras se han ido, con el paso de muchos
veranos, pintando de negro.
Otros dicen que es el “Árbol de las Cuatro Suertes”:
la Salud, El Dinero, El Amor, y una Larga Vida.
Si alguien se sienta bajo la rama que da al norte,
de seguro vivirá muchos años y verá crecer varias
generaciones de su familia; esta suerte la disfrutaron
Don Tomás y Don Julián Barraza, según dicen los de
aquella región.

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Si padece alguna enfermedad, se recomienda que el


enfermo visite al árbol durante nueve días y se coloque
a las doce del día bajo la sombra que le da la rama
Oriente; está lleva en ese momento toda la energía solar
y al transportarla a través de las delgadas hojas del
Sauz, cura cualquier mal que se padezca.
Cuando una persona quiera obtener dinero y
fortuna en su vida, no tiene más que acudir al Sauz
todas las mañanas al despuntar los primeros rayos del
sol naciente, encomendar sus trabajos que allí
comienzan, para obtener los mejores resultados de su
esfuerzo de todos los días.
Esta promesa se hará en la rama que da al Sur,
porque hacia ese punto cardinal se dirigen las grandes
empresas de la vida.
Cuando el Ser humano, hombre o mujer sienta que
le hace falta amor, comprensión, solidaridad y
tranquilidad con su pareja, o bien está solo y desea
compartir todo esto, vaya al Sauz Prieto colóquese bajo
la rama que da al Poniente; allí están en comunión las
dos fuerzas astrales más vigorosas: la del Sol en su
cotidiano ocaso, y la tranquilidad y no por ello, menos
efectiva, energía lunar, que es capaz de levantar el nivel

Pájaro Carpintero / Prof. Florencio Carlos Díaz. Página 109


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de las aguas en los océanos y/o destruir los frutos con


los que se alimenta el hombre.
Al conjugarse en el hombre o la mujer estas dos
fuerzas, surgirá en ellos todo lo bueno, todo lo
grandioso y todo lo bello, que puedan ofrecerse y
disfrutar ese gran ideal que todos buscamos la felicidad.
¡FELICIDAD! ¡Que irónica su búsqueda constante,
y que falacia más gigantesca en los humanos; se sonríe
Elio hacia su interior y acelera su andar zigzagueante
por el ancho camino que lo llevará a Tepetongo.
Los cerdos comienzan a renegar manifestando su
descontento resoplando, topeteando con sus
compañeros y algunos intentando separarse del
montón.
-Espérense cochinitos, espérense y sean
obedientes; una legua más y estaremos en un oasis
para ustedes donde descansaran y comerán hierbas
frescas hasta saciarse y tengan un descanso pleno de
su ¡felicidad!.
Pasa del medio día; el sol ha avanzado después de
su cenit. Los rayos caen casi perpendiculares a la tierra
y queman; queman con fuerza los lomos de aquellos
animales gordos no acostumbrados a esas inclemencias

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pues toda su existencia ha transcurrido de las


porquerizas a los tejabanes; se consideran cerdos finos,
de dueño ranchero y rico; ellos ni siquiera conocieron
los charcos y los callejones donde viven los cochinos del
rancho, los que nacen bajo la sombra de un mezquite y
se desarrollan por los muladares o buscan alimento a la
orilla de los arroyos; esos, son los plebeyos y,
corrientes; y terminan en una chicharronada de algún
cumpleaños de los que se dicen ser sus dueños; y se
dicen sus dueños porque alguna vez compraron la
madre, o se las regaló el papá o el padrino para que la
criaran y se la comieran; sin embargo el dueño la soltó
porque no era justo darle maíz para que comiera en el
corral, habiendo quelites y verdolagas donde podía
alimentarse ella sola, a la hora que quisieran. Y como
en el rancho todos los vecinos hacen lo mismo, así
surgieron montones de cochinos de la calle, plebeyos
pues, deambulando por todos los callejones, viviendo en
la sombra de las cercas o de algún mezquite que creció
a las afueras de la casa de sus “dueños”. Se hacían
adultos y se aparejan como animales que eran, con el
primero que se encontraban; ya cubiertas las hembras;
soportaban su embarazo con todas las carencias y

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miserias de su clase social al llegar al parto, tenían diez


o quince crías que durante los primeros meses de vida
adornaban el paisaje campirano siguiendo a la madre
por donde quiera que iba en busca de agua y alimento.
Era común pues, todas las mañanas ver a diez o veinte
marranas con sus crías trompeando los muladares o en
las orillas de los arroyos enseñando a sus hijos la
búsqueda del sagrado alimento, y también el encuentro
con la felicidad; su propia felicidad.
Los cerdos que ahora acompañan a Don Elio no
eran aquellos; estos habían surgido cuando el ranchero
rico y acaudalado había traído de una granja de calidad
a dos o tres puercas finas y un semental de registro
para comenzar su criadero. Algunos eran blancos y de
pelambre finos; de trompa pequeña y bien delineada;
orejas de acuerdo a su cabeza y hasta con ojos de color
claro. Les instalaban en porquerizas bien construidas;
con sus comederos y pilas con agua limpia; todo
cubierto con laminas o tejados; y protegidos con
puertas de fierro bien reforzadas.
Allí, el ranchero ponía todo su atención en la
crianza y engorda de su capital, pues alcabo de cinco o
seis meses de haber nacido unas crías; las destetaba y

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en porquerizas aparte comenzaba su atención: castrar a


los machos, no sin antes escoger a otro semental y el
resto, desparasitarlos, iniciarlos en los alimentos de
engorda y cuando ya estaban listos a buscar el
comprador. Estos cochinos era lo que ahora lleva Don
Elio por el camino que va a Tepetongo y que ya mero
llega a la Cuesta donde pasaran la tarde de hoy…
Elio no es ningún místico esotérico que le guste
incursionar en la filosofía secreta, mucho menos
interpretar cartas, horóscopos o tarots que para él son
cosas del infierno y del diablo.
El es un fanático de la religión, que todo la ve, lo
siente y lo considera como obra de Dios; eso: Dios es
omniciencia, omnipresencia; todo bondad y todo
justicia.
Con estos principios Don Elio lleva una vida
apacible espiritualmente, y agitada en sus quehaceres y
los que le encomiendan sus vecinos, que le remuneran
raquíticamente; con una miseria, pues.
Elio ha conocido las leyendas que se cuentan del
Sauz Prieto, y algunas las rechaza; otras se las atribuye
a su Padre Dios, y así se la lleva, tranquilo, sin
complicaciones, dando siempre gracias al Señor por

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todos los beneficios que este le envía y pidiendo su


perdón por aquellas ofensas y faltas que comete a diario
en su camino por este trozo de vida prestada que ahora
lleva a cuestas.
Continúa su recorrido ya pasadas la Cuesta y la
Cuadrilla. El sol ha terminado su milenaria jornada; se
ha perdido atrás de los cerros de Juanchorrey, dejando
una estela de fuego en el horizonte de allá de la sierra
del Poniente, por la Tinaja y un poco más lejos; allá por
Los Muertos.
Ese horizonte de fuego es la antesala de una noche
negra; negra porque a esta hora no hay cocuyos; la luna
tardará unas tres horas en asomarse allá por las
montañas y laderas de Tepetongo; de tal manera que le
toca caminar un buen rato a oscuras, en tinieblas, se
dice para él, como cuando “mis hijos están en la pansa
de su mamá y tiran pataditas a tientas, a oscuras
porque ellos nunca han visto la luz. Viven en el vientre
de su madre”.
Yo, se dice Don Elio, ahorita estoy en el vientre de
mi madre tierra; pero no puedo parar mi camino, debo
llegar a la medianoche a mi destino: Los Corrales de
Don Antagónico Varela, y entregarle sus cuarenta y

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siete cochinos gordos. Esa es la misión que Dios y este


señor me encomendaron cumplir. Así será.
Convencido pues de que llegará feliz en el
cumplimiento de ese deber, conduce a los cerdos con
cuidados desmedidos; atento a cualquier muestra de
desacato y desobediencia.
Son las doce de la noche.
La luna apenas deja ver su tenue luminosidad
atrás del cerro de la cueva. Elio y sus compañeros
avanzan lentos; ya cansados van por el camino del rio,
el que pasa a un lado de la Huerta del Hoyo; allá, a
mitad de la Huerta esta El Mesquite del Volantín, es un
viejo árbol cuyo follaje entretejido de finas hojas, semeja
una carpa de ese juego tan querido y añorado por todos
los niños en las fiestas de San Juan.
Justamente allí cerca de ese mezquite y en toda la
inmensidad de la noche, curiosamente, sin explicárselo,
Don Elio recibe sensaciones extrañas en sus oídos y
siente que sus miradas se van perdiendo.
Acordes de melodías placenteras y llamativas lo
llevan hacia el árbol. Una luminosidad intensa y
apacible le señala el sendero seguro y lleno de
satisfacciones que no puede descifrar.

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Va seguro. Avanza rápido a integrarse a aquel


paraje de una verdadera y auténtica fiesta campirana :
UN BAILE DE TAMBORA.
¿Un Baile de Tambora? No, que va, es un
fenomenal concierto musical donde diferentes conjuntos
y orquestas ejecutan con fantástica maestría mil
melodías de extraña belleza que acompasa los vaivenes
de las parejas que elegantemente ataviadas disfrutan a
plenitud sus danzas y bailes nunca presenciadas por
ser humano.
Don Elio se va transportando en ese arrobamiento
sensorial, carente de cualquier noción de tiempo,
espacio y razón.
Se desliza cadenciosamente e incursiona en el
disfrute pleno de la belleza musical. Los misteriosos
compaces de melodías exóticas lo confunden y lo llenan
de tranquilidad espiritual: El, Elio el carpintero de
Tepetongo integrado a ese misterio de bellezas y goces
sobrenaturales? El, convertido en propósito y fin únicos
de disfrutar hasta el clímax ese concierto de extrañas
melodías y compaces que lo llevan y traen en un
escenario ajeno a toda lógica; pero hermoso, pleno de
dichas indescifrables y de instantes que flota y se

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sumerge en una atmosfera irreal; fuera de un mundo


que ya no le pertenece, y fuera de él, porque ya no es
Elio.
Ahora es lo que todo hombre es cuando deja de
serlo…

EPILOGO
Es la madrugada del Jueves Santo; las campanas
de la Iglesia doblan con melancólicos tañidos. Llaman a
duelo; alguien en Tepetongo ha muerto.
Los vecinos del pueblo se apretujan en la puerta de
la casa de Don Elio, dejando escapar a medias voces y
con miradas de azoro compungido, diversos
comentarios del suceso.
Allá adentro, gritos desgarradores y llantos de
dolor.
Niños que asustados corren y gritan desesperados
-¡Papá¡ ¡apá! ¡amá!
-Cállese, mijo, su papá está en el cielo. Su apá no
lo oye.
-Pos dicen que Don Antagónico le encomendó ayer
traerle unos cochinos gordos del Ahuizote.

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-No Compadre ¡Le dio un infarto y se quedó muerto


allí sentado!
-Estaba tan fatigado en estos días de cuaresma.
Todo mundo nomás le pedía cosas; todos le
encomendaban resolverles algún problema; sólo le falto
hacerla de Santo Cristo en esta semana mayor ¿No
cree?
-Si, compadre; dicen que hasta Don Antagónico
quería que le trajera unos cochinos de por allá del
Ahuizote.
-Hombres como Elio ya no se conseguirán en
muchos años: tan buen creyente; muy católico, y
siempre tan solidario y trabajador; y sobre todo tan
servicial. Por eso se murió.
¡Que Dios lo tenga en su eterna gloria! Se escuchó
la voz de trueno de Don Mónico Carrillo.
¡Así Sea! Contestaron en coro todos los que ahí se
encontraban.
FIN

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