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MIGUEL G. CORRAL
El peligro que entraña esta forma de pensar en biología, donde apenas nada es blanco o
negro como sucede en matemáticas, es que le confiere demasiada responsabilidad a la
adaptación biológica y cabe la posibilidad de caer en el mismo error que el doctor
Pangloss en la obra de Voltaire. El peso de la aportación científica de Charles Darwin es
tan grande que, efectivamente, multitud de investigadores buscan el fin adaptativo en el
último de los rasgos de cualquier forma de vida. Los eminentes paleontólogos Stephen Jay
Gould y Richard Lewontin bautizaron esta deformación del darwinismo como el
paradigma panglossiano.
Para evidenciar su postura sin llegar a ridiculizar a sus colegas, como sucedería con la
metáfora del doctor Pangloss, los científicos utilizaron como ejemplo el gran domo de la
catedral de San Marcos en Venecia. Los arcos que sustentan la cúpula dejan espacios entre
ellos llamados tímpanos y que corresponderían a las porciones de un queso cortado en
cuñas. Estos huecos fueron aprovechados por el maestro escultor de la época para colocar
la figura de un evangelista en cada uno de ellos. El mosaico que forman estas figuras es
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tan refinado, tiene tal armonía, que uno podría estar tentado a considerarlo como la razón
de ser del edificio. Sin embargo, y como parece obvio, los arcos son un subproducto
inevitable y necesario de la arquitectura del domo, de otra forma no se sujetaría la cúpula.
Gould y Lewontin explicaban que, de alguna manera, puede decirse que la ornamentación
de la catedral está bien adaptada, pero la causa de esa adaptación no es la decoración sino
la arquitectura abovedada.
El propio sabio británico, cuyo 200 aniversario se conmemora este año, dudaba de la
omnipresencia de este mecanismo. «Ahora admito... que en ediciones anteriores de mi
Origen de las especies probablemente atribuí demasiado a la acción de la Selección
Natural o a la supervivencia de los más aptos... Antes no había considerado de manera
suficiente la existencia de muchas estructuras que no son ni beneficiosas ni dañinas; y
creo que ésta es una de las mayores omisiones hasta ahora detectadas en mi obra»,
escribía Charles Darwin en El origen del hombre, publicado en 1871, 12 años después que
El origen de las especies.
Para encontrar el origen del programa adaptacionista no hay que acudir a la obra de
Charles Darwin, sino a la de quienes continuaron su trabajo. Fueron Alfred Russel
Wallace y August Weismann quienes, en el siglo XIX, sobreestimaron el papel de la
adaptación y rastrearon su presencia en prácticamente todos los caracteres. En 1959, el
exceso de júbilo generado por el 100º aniversario de la publicación de El origen de las
especies, provocó que esta tesis se impusiera y se endureciera al calor de la Teoría
Sintética de la Evolución que se gestaba por aquel entonces.
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vivas y extinguidas ha de haber sido inconcebiblemente grande», escribió. La
paleontología moderna rechazó esta posibilidad. En los años 70, Gould y Niles Eldredge
plantearon la teoría del equilibrio puntuado, según la cual las especies pueden evolucionar
gracias a grandes reordenaciones de su genoma. «Es más fácil subir los peldaños de una
escalera que empujar un cilindro por la cuesta arriba de la Historia de la Vida», decían.
Estos debates, y otros muchos que aún se suceden en la comunidad científica, no alteran el
esqueleto fundamental de la Teoría de la Evolución. El paleontólogo escocés Hugh
Falconer ya adelantó hace 150 años una metáfora que no ha perdido validez: «Darwin ha
puesto los cimientos de un gran edificio, pero no tiene por qué sorprenderse si, en el
progreso de su construcción, la superestructura es alterada por sus sucesores, como en el
Duomo de Milán, del románico a otro estilo arquitectónico».
PEDRO CÁCERES
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bodeguero que fabricaba el conocido Anís del Mono llevó el asunto más popular del
momento a su producto. Parece ser que, en realidad, no pretendió ridiculizar a Darwin,
cuyas ideas aceptaba, sino utilizar su figura como reclamo. Puro marketing. La etiqueta,
de hecho, apela a la maestría del sabio: «Es el mejor. La ciencia lo dijo y yo no miento»,
reza el papel que porta el mono del anís