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La ciencia y el dr. Pangloss

MIGUEL G. CORRAL

La idea del filósofo Gottfried Leibniz de que vivimos en


el mejor de los mundos posibles atormentaba al doctor
Pangloss, uno de los protagonistas de la obra Cándido, de
Voltaire. Llevada al extremo en un personaje de ficción,
esta percepción conduce al doctor a pensar que no hay
efecto sin causa y, por lo tanto, todo existe porque tiene
un propósito específico. Un ejemplo claro del
pensamiento panglossiano sería que la nariz y las orejas
están en nuestra cara porque tienen la función de sujetar
las gafas.

En la obra de Voltaire, Cándido y el doctor Pangloss


regresan a Lisboa en barco cuando un tercer personaje
llamado Jacobo cae por la borda. Cándido se dispone a
lanzarse al agua para salvarlo. En ese momento, Pangloss
detiene a Cándido porque, según él, la bahía de Lisboa
Una botella de anís del mono
está allí para que Jacobo se ahogue en ella.
donde se caracteriza a Darwin.
Esta caricatura del pensamiento de Leibniz ilustra a la
perfección una de las deformaciones que la Ciencia moderna ha hecho del pensamiento
darwinista. «Nada tiene sentido en Biología si no es a la luz de la Evolución», aseguraba
Theodosius Dobzhansky, genetista de poblaciones y uno de los padres del neodarwinismo
o Teoría Sintética de la Evolución. Esta corriente científica, iniciada en la década de los
50 del siglo pasado, aúna los principios básicos de la Teoría de la Evolución mediante
Selección Natural de Darwin con los últimos avances en el campo de la genética.

El peligro que entraña esta forma de pensar en biología, donde apenas nada es blanco o
negro como sucede en matemáticas, es que le confiere demasiada responsabilidad a la
adaptación biológica y cabe la posibilidad de caer en el mismo error que el doctor
Pangloss en la obra de Voltaire. El peso de la aportación científica de Charles Darwin es
tan grande que, efectivamente, multitud de investigadores buscan el fin adaptativo en el
último de los rasgos de cualquier forma de vida. Los eminentes paleontólogos Stephen Jay
Gould y Richard Lewontin bautizaron esta deformación del darwinismo como el
paradigma panglossiano.

Para evidenciar su postura sin llegar a ridiculizar a sus colegas, como sucedería con la
metáfora del doctor Pangloss, los científicos utilizaron como ejemplo el gran domo de la
catedral de San Marcos en Venecia. Los arcos que sustentan la cúpula dejan espacios entre
ellos llamados tímpanos y que corresponderían a las porciones de un queso cortado en
cuñas. Estos huecos fueron aprovechados por el maestro escultor de la época para colocar
la figura de un evangelista en cada uno de ellos. El mosaico que forman estas figuras es

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tan refinado, tiene tal armonía, que uno podría estar tentado a considerarlo como la razón
de ser del edificio. Sin embargo, y como parece obvio, los arcos son un subproducto
inevitable y necesario de la arquitectura del domo, de otra forma no se sujetaría la cúpula.

Gould y Lewontin explicaban que, de alguna manera, puede decirse que la ornamentación
de la catedral está bien adaptada, pero la causa de esa adaptación no es la decoración sino
la arquitectura abovedada.

Charles Darwin, en su obra El origen de las especies, donde planteó su Teoría de la


Evolución, señaló a la Selección Natural como juez de las transformaciones que se
producen en los individuos en función de si resultaban ventajosas o no desde un punto de
vista adaptativo. Pongamos un ejemplo. Una población de ranas está acostumbrada a vivir
en una charca con una temperatura del agua de 21ºC. Un porcentaje de ellas posee una
modificación genética que les permite vivir en aguas de hasta 17ºC y, además, les tiñe la
piel de rojo. Ante una glaciación, sólo las ranas capaces de vivir en aguas más frías serían
favorecidas por la Selección Natural y sobrevivirían.

El propio sabio británico, cuyo 200 aniversario se conmemora este año, dudaba de la
omnipresencia de este mecanismo. «Ahora admito... que en ediciones anteriores de mi
Origen de las especies probablemente atribuí demasiado a la acción de la Selección
Natural o a la supervivencia de los más aptos... Antes no había considerado de manera
suficiente la existencia de muchas estructuras que no son ni beneficiosas ni dañinas; y
creo que ésta es una de las mayores omisiones hasta ahora detectadas en mi obra»,
escribía Charles Darwin en El origen del hombre, publicado en 1871, 12 años después que
El origen de las especies.

En la anterior charca de ranas, el paradigma panglossiano aparecería en el momento en el


que la disminución de temperatura atrajera a un depredador con temor al color rojo. El
doctor Pangloss y los científicos adaptacionistas (también llamados panseleccionistas)
asegurarían que la nueva pigmentación es una adaptación para esquivar a los
depredadores. Sin embargo, se trata de una característica ligada a otra seleccionada de
forma positiva, debido a la protección térmica que ofrece. Hasta la llegada de este
depredador no era más que una característica neutra, sin ventajas ni perjuicios.

La genética moderna ha corroborado la puntualización de Darwin y la visión de los


críticos con el panseleccionismo. El descubrimiento de la pleiotropía, o función doble de
un mismo gen, hace posible que un carácter neutro o incluso desventajoso pueda
mantenerse debido a que está ligado a otro que sí es adaptativo.

Para encontrar el origen del programa adaptacionista no hay que acudir a la obra de
Charles Darwin, sino a la de quienes continuaron su trabajo. Fueron Alfred Russel
Wallace y August Weismann quienes, en el siglo XIX, sobreestimaron el papel de la
adaptación y rastrearon su presencia en prácticamente todos los caracteres. En 1959, el
exceso de júbilo generado por el 100º aniversario de la publicación de El origen de las
especies, provocó que esta tesis se impusiera y se endureciera al calor de la Teoría
Sintética de la Evolución que se gestaba por aquel entonces.

Además del paradigma panglossiano, el darwinismo ha sufrido otras muchas marejadas


que han servido, esta vez sí, para completar la teoría. El modelo de evolución que propuso
el sabio británico era gradual. Pero él intuía que las especies fosilizadas permanecen
estables desde el primer instante en el que aparecen en la escala temporal hasta su
extinción. «La cantidad de eslabones intermedios y de transición entre todas las especies

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vivas y extinguidas ha de haber sido inconcebiblemente grande», escribió. La
paleontología moderna rechazó esta posibilidad. En los años 70, Gould y Niles Eldredge
plantearon la teoría del equilibrio puntuado, según la cual las especies pueden evolucionar
gracias a grandes reordenaciones de su genoma. «Es más fácil subir los peldaños de una
escalera que empujar un cilindro por la cuesta arriba de la Historia de la Vida», decían.

Otra de las grandes aportaciones modernas al darwinismo proviene de la consideración de


que los hábitats no son estáticos en el tiempo. En 1973, el biólogo Leigh Van Valen
enunció su hipótesis de la Reina Roja, basada en la segunda parte del cuento de Lewis
Carrol Alicia en el país de las Maravillas. En el relato, los habitantes tienen que correr
cada vez más deprisa para permanecer en el mismo lugar. Según Van Valen, los
organismos acompañan al ambiente en el que habitan, pero un paso por detrás,
ligeramente mal adaptados y sin alcanzar jamás su meta.

Estos debates, y otros muchos que aún se suceden en la comunidad científica, no alteran el
esqueleto fundamental de la Teoría de la Evolución. El paleontólogo escocés Hugh
Falconer ya adelantó hace 150 años una metáfora que no ha perdido validez: «Darwin ha
puesto los cimientos de un gran edificio, pero no tiene por qué sorprenderse si, en el
progreso de su construcción, la superestructura es alterada por sus sucesores, como en el
Duomo de Milán, del románico a otro estilo arquitectónico».

El trípode sobre el que descansa la Teoría de la Evolución puede resumirse de forma


ofensivamente escueta como: variación de los rasgos dentro de las especies a lo largo del
tiempo, selección natural de los mismos y herencia en las generaciones sucesivas. Y los
tres argumentos permanecen inamovibles hoy en día.

Con el principio, basado en la metáfora de la mano invisible utilizada por el filósofo-


economista escocés Adam Smith, Darwin se oponía a la asunción popular en su tiempo de
una naturaleza benévola. No tuvo problemas con los conceptos de variación y de herencia
de los caracteres de los seres vivos, aunque aún no se conocían los mecanismos genéticos
de la herencia. Pero necesitó de defensas bien estructuradas para argumentar el concepto
de lucha por la vida dentro de la Selección Natural. Al igual que al doctor Pangloss, a la
sociedad victoriana británica de mediados del XIX le costaba aceptar que no vivimos en el
mejor de los mundos posibles.

MARKETING DEL XIX

PEDRO CÁCERES

También en bebidas. La teoría de la evolución conmocionó a la sociedad de la época.


Las ideas de Darwin se simplificaron en una frase, «el hombre desciende del mono», y en
torno a ella creció una polémica que también llegó a España. Prueba de ello es la
fotografía que ilustra esta página, una botella cuya etiqueta data de 1870 y que muestra,
desde entonces, una caricatura del sabio prestando su barba a un simio con cola. El

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bodeguero que fabricaba el conocido Anís del Mono llevó el asunto más popular del
momento a su producto. Parece ser que, en realidad, no pretendió ridiculizar a Darwin,
cuyas ideas aceptaba, sino utilizar su figura como reclamo. Puro marketing. La etiqueta,
de hecho, apela a la maestría del sabio: «Es el mejor. La ciencia lo dijo y yo no miento»,
reza el papel que porta el mono del anís

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