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El mito del pacto y de la bilateralidad concertada entre Puerto Rico y Estados Unidos bajo el ELA
murió terminantemente con la guerra fría. Son otros tiempos y ante la prepotencia internacionalista de
Bush, es absurdo imaginar a un imperio avasallador y atropellante negociar de iguales con una isla
caribeña. Los supuestos políticos que hicieron posible el Estado Libre Asociado han expirado, y
Puerto Rico no es estado, ni libre, ni asociado. Es una ficción operativa que sobrevive más por default
que por mérito, ante la ausencia de algo que lo sustituya. Es el statu quo, y como tal, no enciende
pasiones en los jóvenes, con precarias lealtades más de tradición y reacción, que de convicción. A los
jóvenes, el ELA resulta tan anacrónico como la insignia de un hombre con una pava. Una vieja muralla
esperando el embiste externo final que la acabe de hacer sucumbir. Sin futuro, sin proyecto, sin
horizonte.
El país necesita nuevas fórmulas para replantear su futuro. Sin ellas, seguiremos como el proverbial
pueblo judío, girando en el desierto, sin hallar la tierra prometida. Es tiempo de romper viejos moldes,
de desdeñar convenciones anacrónicas, de poner las opciones en la mesa, y reconfigurarlas con
valentía y con conciencia de lo que sucede en el resto del mundo.
La única estadidad posible es la estadidad radical. Una que en vez de propulsar la incorporación
sumisa y asimilada de Puerto Rico a Estados Unidos, proponga osadamente la creación del primer
estado hispano en una nación estadounidense crecientemente hispanizada. Un estado puertorriqueño,
hispanoparlante, de identidad y cultura propia, afín a la prédica de diversidad estadounidense, que sea
el orgullo y la emblemática afirmación de la creciente conciencia hispana en el continente. Un estado
que elija a ocho congresistas puertorriqueños que multipliquen la influencia y el alcance del
crecientemente prominente caucus hispano, y que le brinde a la nación hispana estadounidense sus
dos primeros senadores.
Un estado que defienda valerosamente el derecho y la potestad de ser puertorriqueño aun dentro de
Estados Unidos, y que asuma con dignidad las causas democráticas más pluralistas. Seguramente, la
afirmación del deseo de Puerto Rico de ser un estado radical puertorriqueño dentro de Estados
Unidos generará grandes oposiciones y resistencias entre aquellos que asumen la americanización
defensiva de Estados Unidos, pero también generará múltiples apoyos solidarios entre todos los
grupos llamados minoritarios, en los compañeros hispanos del continente, y entre amplios sectores de
la opinión pública mundial. ¿Podrá negarse a estas alturas a Puerto Rico el derecho de ser hispano
dentro una nación que en varios lustros será predominantemente hispana y afroamericana? Sería una
gran contradicción a la esencial noción de una nación que incorporó como suyas las expresiones
culturales de las etnias y nacionalidades que se fundieron en su territorio.
Por otra parte, la única soberanía posible es también una radical. Una afirmación de la nación
puertorriqueña en vínculo con el Caribe y con los millones de hermanos puertorriqueños e hispanos en
el continente. Una nueva fórmula de alianza sin ambigüedades, con derechos y responsabilidades
compartidas en términos equitativos. Sin jaiberías, sin limbos, sin dame sin dar, sin oportunismos. Con
mecanismos implícitos para incubar la soberanía plena como meta compartida de la nación
puertorriqueña y la metrópolis estadounidense. La plataforma para privarnos de las cargas y los
privilegios del ELA, y abrirnos a los beneficios y responsabilidades de la interacción infinita y sin
cortapisas con el Caribe, el hemisferio y el mundo. Cesar la prédica de la soberanía de resistencia y
advenir a una soberanía en acción y afirmación. Las oposiciones son también previsibles, pero
pueden ser neutralizadas con las solidaridades hispanas, estadounidenses y mundiales implícitas en
el deseo soberano de una nación madura con pleno, innegable e inalienable derecho internacional a la
autodeterminación.
Éstos son los nuevos trillos del status puertorriqueño. Es alejarnos de los viejos caminos que no van a
ningún sitio, porque no tienen a dónde llevarnos, y abrir una nueva senda en línea recta a nuestro
destino. Es terminar con la ceguera voluntaria y captar las posibilidades en toda su amplitud. Es dejar
de tirar piedras a la luna, de cantar boleros al mar, y no colocar más ofrendas en la tumba de las
extintas opciones de status. Es que no hay flores suficientes para resucitar a los difuntos. Y en el
proceso, nos arriesgamos a marchitar a nuestras nuevas generaciones en el marasmo de la inacción y
el inmovilismo.
Y al cabo, ambos trillos son paralelos y tienen amplias plataformas compartidas. El fracaso de uno nos
llevará inexorablemente al otro. Sólo el rechazo de una oferta de estadidad radical nos puede llevar a
negociar una verdadera soberanía plena. Y sólo el rechazo de una soberanía radical nos puede llevar
a negociar una estadidad con verdadera identidad puertorriqueña. RD