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ELOGIOS Y

RECONOCIMIE
NTOS DE LOS
HOMBRES
 

Una carta
 
             J. N. Darby
 
 
 
 
 
Mi querido amigo y hermano en Jesucristo,
 
Me resulta muy grato ver su traducción. Me reservo
el placer de leerla, o más bien de que me sea leída,
para momentos en los cuales el Señor nos dice —
como lo hiciera a sus discípulos—: “Venid vosotros
aparte a un lugar desierto, y descansad un poco”
(Marcos 6:31). Pero no puedo abstenerme de
decirle, querido amigo, que el placer que me ha
dado la lectura de su obra se ha visto un poco
disminuido a causa de la opinión demasiado
favorable que ha expresado en su prefacio respecto
de mí. Antes de leer una sola palabra de su
traducción, le obsequié una copia de ella a un muy
querido y sincero amigo, quien me ha hecho saber
que en el prefacio de su obra usted escribe
elogiando mi piedad. El párrafo aludido, después de
leerlo, produjo el mismo efecto tanto en mi amigo
como en mí. Espero, pues, que no tome a mal lo
que le voy a decir sobre este tema, lo cual es fruto
de una muy larga experiencia.
 
El orgullo es el mayor de todos los males que nos
acechan; de todos nuestros enemigos, es el que
más tarda en morir y el más difícil de matar. Hasta
la gente del mundo es capaz de discernir esto.
Madame de Staël, en su lecho de muerte, dijo:
«¿Saben qué es lo último que muere en el hombre?:
El amor propio.» Dios aborrece el orgullo sobre
todas las cosas, porque éste da al hombre el lugar
que pertenece únicamente a Aquel que está por
encima de todos, exaltado sobre todo. El orgullo
interrumpe la comunión con Dios, y atrae Su
castigo, porque “Dios resiste a los soberbios”
(Santiago 4:6). Él “asolará la casa de los soberbios”
(Proverbios 15:25), y se nos dice que vendrá un día
en el cual “la altivez del hombre será abatida, y la
soberbia de los hombres será humillada” (Isaías
2:17). Estoy, pues, seguro, querido amigo, como se
dará cuenta, de que no se puede causar mayor
daño a otro que elogiándolo y alimentando su
orgullo. “El hombre que lisonjea a su prójimo, red
tiende delante de sus pasos”, y “la boca lisonjera
hace resbalar” (Proverbios 29:5; 26:28). Tenga por
seguro, además, que nosotros somos demasiado
cortos de vista para poder ponderar el nivel de
piedad de nuestro hermano; no podemos hacerlo
correctamente sin la balanza del santuario, y eso
sólo está en las manos de Aquel que escudriña el
corazón. “No juzguéis nada antes de tiempo, hasta
que venga el Señor, el cual… manifestará las
intenciones de los corazones; y entonces cada uno
recibirá su alabanza de Dios” (1 Corintios 4:5).
Hasta aquel entonces, no juzguemos a nuestros
hermanos, ni por sus cosas buenas ni por sus cosas
malas, sino con una conveniente moderación, y
siempre tengamos en cuenta que el mejor y más
certero juicio es el que nos formamos de nosotros
mismos cuando estimamos cada uno a los demás
como superiores a uno mismo (Filipenses 2:3).
 
Si le preguntara cómo sabe que yo soy «uno de los
más avanzados de la carrera cristiana y un
eminente siervo de Dios», sin duda usted se
quedaría sin respuesta. Tal vez citaría mis obras
publicadas; pero, mi querido hermano y amigo,
usted que es tan capaz como yo de predicar un
edificante sermón, ¿no sabe que los ojos ven más
lejos de lo que pueden llegar nuestros pies; y que,
lamentablemente, no siempre somos, en todas las
cosas, lo que nuestros sermones dicen que
debemos ser; que “tenemos este tesoro en vasos de
barro, para que la excelencia del poder sea de Dios
y no de nosotros” (2 Corintios 4:7)? No le daré la
opinión que tengo de mí mismo, de lo que yo deseo,
pues de hacerlo, probablemente estaría todo el
tiempo buscando mi propia gloria, y, en procura de
ella, querré parecer humilde, cuando, en realidad,
no lo soy. Preferiría decirle lo que nuestro Maestro
piensa de mí, Aquel que escudriña el corazón y que
habla la verdad, “el Amén, el testigo fiel y
verdadero”, y que a menudo ha hablado en lo más
profundo de mi alma, y le agradezco a Él por ello.
Pero, créame, Él jamás me dijo que yo fuese «un
eminente cristiano, con grandes progresos en el
camino de la piedad». Al contrario, Él muy
claramente me dice que si yo conociera mi propio
lugar, me vería como el mayor de los pecadores, y
como el más pequeño de todos los santos. El juicio
del Señor, seguramente, querido amigo, es el que
tomaría en cuenta, y no el suyo.
 
El cristiano más eminente no es precisamente el
que tiene fama y renombre, sino aquel de quien
nadie ha oído hablar jamás; un insignificante obrero
o siervo para el cual Cristo es su todo, y que todo lo
que hace, lo hace para ser visto por su Amo, y
solamente por su Amo. “Los primeros serán
postreros” (Mateo 20:16). Estemos persuadidos,
querido amigo, de que sólo el Señor debe ser
alabado. Él solamente es digno de ser alabado,
reverenciado y adorado. Su bondad nunca es
suficientemente celebrada. El cántico de los
redimidos (Apocalipsis 5) no alaba sino a Aquel que
los redimió con su sangre. No contiene palabras de
alabanza para ninguno de ellos, ni una palabra que
los clasifique en eminentes o no eminentes: toda
distinción se desvanece ante el título común de “los
redimidos”, el cual constituye el gozo y la gloria de
todo el Cuerpo.
 
Hagamos todos los esfuerzos posibles para que
nuestros corazones estén al unísono con ese
cántico, en el cual nuestras débiles voces se
fundirán en aquel día que todos esperamos. Ésa
será nuestra felicidad, como lo es aquí en la tierra, y
lo que dará la gloria a Dios, la cual se ve
menoscabada por los elogios que tan a menudo los
cristianos se otorgan unos a otros. No podemos
tener dos bocas —una para alabar a Dios, y otra
para alabar a los hombres—. Obremos, pues, como
los serafines en lo alto, que con dos de sus alas
cubrían sus rostros en señal de confusión ante la
santa presencia del Señor; con sus otras dos alas
cubrían sus pies, como queriendo ocultar sus
propios pasos, y con las otras dos volaban para
ejecutar la voluntad del Señor, entretanto
exclamaban: “Santo, santo, santo, Jehová de los
ejércitos; toda la tierra está llena de su gloria”
(Isaías 6:2-3). 
 
Espero sepa disculpar mis breves líneas de
exhortación cristiana, las cuales estoy seguro de
que tarde o temprano le serán de gran ayuda, una
vez que vengan a formar parte de su propia
experiencia. Recuérdeme en sus oraciones, y
rogaré al Señor que Su bendición esté sobre usted y
sobre sus labores. Si alguna vez fuese a publicar
una nueva edición de su obra —como espero que lo
haga—, le rogaría que tenga a bien omitir los dos
párrafos sobre los cuales he llamado su atención, y
refiérase a mí simplemente como un hermano y
servidor en el Señor. Eso ya es suficiente honor, y
no precisa adición alguna.
 
J. N. D.
 
Carta escrita por J. N. Darby en 1847, y publicada
en «Words of Faith» 3 (1884), pág. 130-133
 
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NOTA
 
En una empresa, así como en muchos otros ámbitos de la
sociedad, elogiar, ya sea pública o privadamente, el trabajo o
los esfuerzos exitosos de las personas es no sólo práctica
habitual y útil para bien de la empresa en general, sino que
tiene también un efecto directo e importante sobre la
autoestima de la persona y sus motivaciones. Ahora bien, el
problema está cuando trasladamos esta práctica al ámbito de
la asamblea, ya que ésta no es equiparable a un ámbito
empresario ni académico. Sobre este tema, así como sobre
cualquier otro, nos debemos preguntar: “¿Qué dice la
Escritura?” En general la Palabra tiene muchas enseñanzas y
advertencias sobre el orgullo y la humildad. La carne está
siempre dispuesta a envanecerse y sentirse importante, y,
puesto que es incorregible, debemos velar continuamente por
esto, no sólo en lo que respecta a nosotros mismos —ya que
ella tratará siempre de alimentar nuestro orgullo ante nuestras
propias actividades, ya sea que estén a la vista de los demás o
no— sino también en lo que respecta a nuestros hermanos,
cuando, bajo una u otra forma, procuramos elogiar sus
servicios. En el caso específico de hermanos que llevan a
cabo la labor de ancianos en la asamblea, la Palabra manda a
no ignorarlos ni subestimarlos, sino a “conocerlos” (1
Tesalonicenses 5:12), lo cual no se refiere a exaltarlos por el
buen desempeño de sus labores —no se refiere el texto a una
posición oficial, sino a su servicio de amor hacia el Señor y
hacia los santos—, sino que se trata de conocer a los
hermanos que sirven en la obra del Señor a fin de amarlos,
apreciarlos y respetarlos. Sin conocerlos, esto último sería
imposible. Los «hermanos» desde el principio siempre han
sido cuidadosos en este punto, procurando actuar con
humildad y con buena conciencia delante del Señor. Con sólo
mencionar que los primeros hermanos ni siquiera veían bien
colocar las iniciales de sus nombres en artículos de revistas u
otras publicaciones, con la convicción de que el ministerio era
del Señor restándole toda importancia al instrumento humano,
a fin de evitar poner a los hermanos en un pedestal, y dejando
que el lector considere el ministerio delante del Señor con
oración, a la luz de la Palabra y sacara beneficio de él; con el
paso del tiempo firmaron sus escritos solamente con las
iniciales de sus nombres y, por último, pusieron al menos sus
apellidos, lo cual permitía que el lector escribiese directamente
al autor si quisiera hacerle preguntas aclaratorias o a veces
indicarle alguna corrección en privado, lo cual guardaba más
armonía con el ministerio tal como se presenta en el capítulo
14 de 1 Corintios, siempre y cuando la persona o asamblea
que emitiera juicios sobre las actividades de otro hermano
fuese espiritual y no carnal, a fin de evitar celos, orgullo o
prejuicios. Pero eso era todo. Podemos encontrar algo sobre
estos temas en el ministerio de los hermanos, C. H.
Mackintosh, por ejemplo, escribió al respecto: «El cielo será el
mejor y más seguro lugar para oír acerca de los resultados de
nuestra obra.» Éstas son palabras saludables para todos los
obreros. Me estremezco cuando veo los nombres de los
siervos de Cristo exhibidos en las publicaciones periódicas,
con halagüeña alusión a su obra y a los frutos de la misma.
Seguramente aquellos que escriben tales artículos deberían
reflexionar en lo que hacen; deberían considerar que bien
pueden estar alimentando aquello mismo que deberían desear
ver mortificado y subyugado. Estoy plenamente persuadido de
que la senda silenciosa, secreta y velada es la mejor y más
segura para el obrero cristiano. Ello no lo hará menos
fervoroso, sino todo lo contrario. No apagará su energía, sino
que la incrementará y la intensificará» (CARTAS A UN AMIGO
SOBRE LA OBRA DE LA EVANGELIZACIÓN). Cabe señalar
que una de las primeras noticias sobre la obra misionera entre
los «hermanos» se conoce por una carta de alrededor del año
1900 y se refiere a la misión del norte de Kasai en el Congo
(W. H. Westcott). No obstante, si bien estas cartas (que sólo
muchos años después se empezaron a compilar, en algunos
casos, como boletines periódicos para lectura y oración
general) tenían por objeto simplemente dar noticias de la obra
a fin de pedir las oraciones de los hermanos, jamás
pretendieron hacer prominente a ningún servidor ni destacar
su servicio. J. N. Darby escribió también: «Aprenda a luchar
con las almas. Trate de alcanzar sus conciencias. Exalte a
Cristo. Utilice un afilado cuchillo consigo mismo. Hable lo justo
y necesario, sirva a todos, dé a los demás. Ésta es la
verdadera grandeza: Servir sin llamar la atención y trabajar sin
ser visto. ¡Oh, qué gozo es no tener nada, no ser nada y no ver
nada excepto a un Cristo vivo en la gloria, y no tener cuidado
por nada excepto por Sus intereses aquí en la tierra!». Con
ese mismo espíritu de humildad y de abnegación, J. N. Darby
escribió una interesante carta a alguien que había escrito
«opiniones demasiado favorables» en el prefacio de su libro
acerca de él. Que la lectura de esta carta y los principios
generales que en ella se expresan, puedan ser de provecho
para todos los creyentes en un tiempo en el cual la exaltación
del instrumento humano, bajo cualquiera de sus formas, es
práctica habitual en el mundo cristiano, cuando la gloria de
todo lo que hacemos, por gracia solamente, debe ser dada
únicamente a Dios.
 

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