You are on page 1of 11

DERECHO ADMINISTRATIVO II. LECCIÓN 90: LA INDUSTRIA.

1. Ideas generales.

Es cierto que en los últimos años el sector terciario (esto es, el relativo a los servicios) se ha convertido en el gran
protagonista de la economía europea y, por supuesto, también de la española. Y es que, en efecto, este sector representaba
en 1997 más del 66% del Valor Añadido Bruto de la Unión Europea (poco más del 63% en España) y daba trabajo dentro
de este espacio económico a más del 65% de la población ocupada (casi el 62% en España) (Aixalá Pastó/1999/155). A
pesar de esta fuerte tendencia hacia la terciarización de la economía europea y española, el sector industrial sigue
aportando unas cifras de una extraordinaria magnitud. El sector secundario constituye más del 31% del Valor Añadido
Bruto del conjunto de los países de la UE (algo más del 32% en España), porcentaje superior al norteamericano (26%),
aunque inferior al japonés (38%). En todo caso, la Europa comunitaria fue el primer productor industrial del mundo con
unos 3’4 billones de euros en 1996, por encima de EEUU (2’9) y de Japón (2’3). La industria daba trabajo a un 29’4% de
la población europea, porcentaje que se elevaba hasta el 29’9 % en el caso español.

Estos números sirven para demostrar el gran peso que la industria representa para el conjunto de la economía europea, en
general, y española, en particular. Este hecho justifica que los poderes públicos tanto comunitarios como españoles hayan
intervenido históricamente y sigan interviniendo en el sector industrial, a través de distintos instrumentos del más diverso
signo, como: los reguladores del sector en general y de las distintas actividades y productos industriales en particular, los
planificadores, los autorizatorios, los punitivos... No debe olvidarse tampoco que los poderes públicos no sólo ordenan el
sector y vigilan su correcto funcionamiento, sino que participan directamente en la realización de actividades industriales
a través de entes de naturaleza pública, a veces con forma jurídico-pública (entidades públicas empresariales), pero otras,
incluso, privada (sociedades estatales), y son además consumidores de primer orden de los bienes producidos por los
agentes industriales privados a través de la contratación pública.

La intervención administrativa en el sector industrial viene no sólo justificada hoy en día por su gran importancia
económica, sino por la relación que la industria tiene con determinados bienes de interés general cuya protección viene
encomendada a los poderes públicos, tales como la seguridad, la salud pública, la protección del medio ambiente y de los
consumidores, etc.

2. Distribución de competencias.

Un repaso a las materias enunciadas en los arts. 148 y 149 de nuestra Constitución permite fácilmente comprobar que
la materia “industria” no aparece específicamente enunciada como título de reparto competencial entre el Estado y las
Comunidades Autónomas.

Las CC.AA. de primer grado asumieron en sus Estatutos de Autonomía competencias en materia industrial desde un
principio, lo que resultaba posible en base a la cláusula de residualidad del art. 149.3 CE. El techo competencial de todas
las CC.AA. en la materia que analizamos se vio, sin embargo, equiparado tras la promulgación de la LO 9/1992, de 23 de
diciembre, de transferencia de competencias a las CC.AA que accedieron a la autonomía por la vía del art. 143 de la
Constitución, esto es, las CC.AA. de segundo grado. Hoy, por tanto, todas las CC.AA. tienen competencia exclusiva en
materia de industria, “sin perjuicio de lo que determinen las normas del Estado por razones de seguridad, sanitarias o de
interés militar y las normas relacionadas con las industrias que estén sujetas a la legislación de minas, hidrocarburos y
energía nuclear” (art. 2, letra g, de la LO 9/1992). Queda reservada también al Estado la autorización para la transferencia
de tecnología extranjera (art. 9.2 de la citada LO 9/1992).

El ejercicio de la competencia en materia industrial asumida por las CC.AA. en los términos que acabamos de señalar,
habrá de ejercerse “de acuerdo con las bases y la ordenación de la actividad económica general y la política monetaria del
Estado, de acuerdo con lo dispuesto en los artículos 38, 131 y números 11 y 13 del apartado uno del art. 149 de la
Constitución” (art. 9.1 de la citada LO 9/1992).

La materia industria está integrada por una serie de submaterias, y, en principio, el reparto de competencias entre la
Administración estatal y la autonómica puede variar dependiendo de la submateria de que se trate. En unos casos, la
intervención estatal será mínima o incluso inexistente, lo que ocurrirá cuando no estén en juego cuestiones relativas a la
seguridad, a la sanidad o al resto de las funciones de interés general que constitucionalmente habilitan al Estado a
intervenir. En otros casos, sin embargo, las cotas de intervención estatal serán realmente muy elevadas cuando estén en
juego los intereses generales cuya realización está directamente reservada, en todo o en parte, al Estado, como ocurre con
la submateria seguridad industrial.

La calidad es, probablemente, el otro gran ámbito de preocupación esencial (junto con el de la seguridad) de la industria
de nuestro tiempo.

1
Ahora bien, las competencias estatales y autonómicas en uno y otro campo van a variar, sin embargo, de manera radical,
al menos en el diseño de distribución competencial seguido por nuestra Ley de Industria.

En este orden de ideas, el Estado dispondría de competencias normativas en materia de seguridad industrial. En concreto,
dispondría de competencia para fijar las bases. De hecho, la Ley de Industria atribuye carácter básico a los preceptos
relativos a la seguridad industrial -arts. 9 a 18 - (vid. la Disp. Final). Las CC.AA. dispondrán de competencia de desarrollo
de lo básico y, por supuesto, las competencias ejecutivas en su totalidad.

La calidad industrial respondería, por el contrario, a otros parámetros de funcionamiento: las CC.AA. dispondrían de
manera exclusiva de todas las competencias tanto legislativas como ejecutivas en esta materia. La propia Ley de Industria
configura el Derecho estatal de la calidad industrial (que, por cierto, en la Ley sólo engloba dos preceptos: los arts. 19 y
20) como Derecho supletorio de la normativa autonómica en la materia.

A pesar de la estricta separación jurídica de las submaterias calidad y seguridad industrial efectuada por la Ley de
Industria, en la realidad práctica ocurre algo bien distinto. Una y otra están estrechamente ligadas. Esta ligazón es tan
íntima que el poder reglamentario ha cambiado de criterio con respecto a lo establecido en la Ley de Industria, subrayando
en la Exposición de Motivos del RD 2200/1995 “ la necesidad de ordenar las infraestructuras de la seguridad y calidad
industriales de forma inseparable y coordinada”.

En todo caso, y a pesar de la nebulosa en la que parece moverse el reparto de competencias en materia de calidad
industrial, lo cierto es que tanto esta submateria como la de la seguridad industrial tienen un contenido económico de
primer orden y, en la medida en que esto es así, su ejercicio está sometido a estrictos límites jurídicos.

El ejercicio de las competencias económicas atribuidas a las CC.AA. (y entre ellas, las relativas a la materia industria) está
sometido, en efecto, a ciertos límites. Los propios Estatutos de Autonomía al atribuir a las correspondientes CC.AA. la
competencia exclusiva sobre la materia industria hacen la salvedad de que habrá de ejercerse “de acuerdo con las bases y
la ordenación de la actividad económica general y la política monetaria del Estado” (vid., además, el citado art. 9 de la LO
9/1992). La referencia a la política monetaria del Estado resulta hoy totalmente obsoleta, pues ha sido cedida por los
Estados miembros a la Unión Europea. Mucho más importante es la referencia al principio de “unidad del orden
económico nacional”.

La unidad del orden económico nacional no significa, no obstante, uniformidad (STC 88/1986, de 1 de julio). Es, por
tanto, necesario buscar un equilibrio entre el principio de la unidad del orden económico y la diversidad de regímenes
jurídicos que es connatural al principio constitucional de autonomía.

Este equilibrio “admite una pluralidad y diversidad de intervenciones de los poderes públicos en el ámbito económico”
(STC 88/1986). En concreto, para que una actuación autonómica en este campo resulte admisible es necesario que
concurran simultáneamente tres circunstancias:

a) La regulación autonómica debe realizarse dentro del ámbito competencial de la Comunidad Autónoma.

b) Esa regulación, en cuanto introductora de un régimen diverso del o de los existentes en el resto de la Nación, debe
resultar proporcionada al objeto legítimo que se persigue, de manera que las diferencias y peculiaridades en ella previstas
resulten adecuadas y justificadas por su fin.

c) En todo caso, debe quedar a salvo la igualdad básica de todos los españoles.

El principio de la unidad del orden económico nacional tiene dos tipos de derivaciones: por un lado, el principio de unidad
de mercado, y, por otro, el de la unidad de la política económica.

A pesar de venir derivados del mismo principio (“unidad del orden económico nacional”), los de “unidad de mercado” y
de “unidad de la política económica” son dos principios distintos (SAINZ MORENO).

a) El principio de “unidad de mercado” está orientado a garantizar que la integración que ha alcanzado el mercado español
no se vea perturbada por acciones en sentido contrario (incluso aunque pudieran gozar de una cobertura competencial más
o menos evidente) de las entidades territoriales dotadas de autonomía, pero tampoco de las propias autoridades estatales.
Debe tenerse en cuenta, también, que el principio de unidad de mercado nos viene impuesto desde la Unión Europea bajo
la vigilancia última del Tribunal de Justicia y del Tribunal de Primera Instancia de las Comunidades Europeas.

2
b) La realización de los objetivos económicos que, fijados expresamente por el propio texto constitucional (arts. 40.1,
130.1, 131.1 y 138.1), son connaturales a la efectiva unicidad del orden económico nacional, no puede alcanzarse
únicamente con el establecimiento y la vigilancia de los elementos estructurales que conforman la unidad de mercado,
sino que obliga a los poderes públicos a dirigir y participar activamente en la ordenación de la economía. Es aquí donde
entra en juego el principio de “unidad de la política económica”, cuyo contenido puede ser sintetizado con las siguientes
palabras del TC, tomadas de su Sentencia 186/1988, de 17 de octubre:

“La competencia estatal en cuanto a la ordenación general de la economía responde al principio de unidad económica y
abarca la definición de las líneas de actuación tendentes a alcanzar los objetivos de política económica global o sectorial
fijados por la propia Constitución, así como la adopción de las medidas precisas para garantizar la realización de los
mismos”.

El principio de unidad de la política económica no puede dar lugar, sin embargo, a que la Administración General del
Estado adopte las medidas unitarias de naturaleza económica que estime oportunas, desconociendo las competencias
atribuidas por la Constitución y los Estatutos de Autonomía a las CC.AA. Lo que debe significar es que el Estado,
ejerciendo su poder de dirección económica, y utilizando sus facultades de determinación de las bases, de coordinación y
de planificación, deberá formular una política económica unitaria, asistido por las CC.AA. y, en su caso, por los agentes
socioeconómicos. Y es que, como escribe MALARET, “la formulación e implementación de determinadas políticas debe
realizarse de forma unitaria para obtener un todo coherente, por encima del carácter fragmentario de las competencias
estatales y autonómicas. Por ello, es necesario articular un nuevo método de elaboración de la política unitaria”.

3. Fomento de la industria: modernización y competitividad.

En las últimas décadas estamos viviendo un proceso de apertura de los mercados internacionales de un extraordinario
calado. Y ello no sólo en Europa, donde este fenómeno es particularmente intenso dentro de la Unión Europea y del
Espacio Económico Europeo (que integra tanto a los Estados miembros de la Unión como aquellos otros que siguen
formando parte de la Asociación Europea de Libre Comercio) donde se ha constituido un verdadero mercado común, que,
en términos generales, es equiparable a los mercados nacionales internos de los Estados que forman parte de él. Pero el
proceso de integración de mercados no se detiene a nivel regional europeo, sino que con el fenómeno de la globalización
de la actividad económica se ha ido extendiendo cada día en mayor medida a todos los rincones del planeta de la mano,
sobre todo, y desde el punto de vista comercial, de la Organización Mundial del Comercio. La construcción de un
mercado común mundial está, no obstante, todavía lejos de alcanzar los niveles logrados por el mercado interior
comunitario.

En todo caso, el entorno en el que están llamadas a desarrollar su actividad las empresas españolas no es ya sólo el
nacional, sino cada día más el de los mercados internacionales. Este nuevo marco económico exige una importante
transformación en las estructuras empresariales españolas con el objeto de competir con las empresas extranjeras, muchas
de las cuales han tenido un mayor desarrollo tecnológico y financiero que sus homólogas españolas. Es en este contexto
donde se deben enmarcar las medidas de modernización y de fomento de la competitividad de la industria nacional,
entendiéndose por competitividad “la capacidad de las empresas, sectores, regiones, naciones o áreas supranacionales para
generar, permaneciendo expuestas a la competitividad internacional, renta y empleo de los factores relativamente elevados
de manera sostenible” (E. de M. del RD 1823/1998, de 28 de agosto, por el que se regula la composición y el
funcionamiento de la Comisión para la Competitividad Industrial).

La regulación marco de este tipo de medidas se efectúa en nuestro país por el Título II de la Ley de Industria, consagrada
a la “promoción, modernización y competitividad industriales”.

La Ley en sus arts. 5 y 6 prevé la existencia, en concreto, de programas de promoción industrial, que, elaborados por la
Administración del Estado, se ejecutarán tanto por esta Administración como por las Autonómicas (cada Administración
en el ámbito de su competencia), pudiendo instrumentarse “a través de la concesión de ayudas e incentivos públicos y la
adopción de las medidas laborales y de seguridad social específicas que reglamentariamente se determinen”. Este tipo de
programas estará orientado a “favorecer la expansión, el desarrollo, la modernización y competitividad de la actividad
industrial, mejorar el nivel tecnológico de las empresas y potenciar los servicios y la adecuada financiación a la industria,
con especial atención a las empresas de pequeña y mediana dimensión” (art. 5.1). El establecimiento y la ejecución de los
programas están legalmente sometidos a un doble tipo de condicionamiento:

a) deberán, por un lado, tener especialmente en cuenta “la necesidad de promover un desarrollo armónico del conjunto del
país y de reforzar su cohesión económica y social, favoreciendo el desarrollo de las regiones de bajo nivel de vida, en las
que exista una grave situación de desempleo o resulten gravemente afectadas por el declive industrial o demográfico” (art.
5.2).

3
b) se someterán, por otro, a la normativa, tanto nacional como comunitaria, sobre defensa de la competencia (art. 6.1).

Con el objetivo de fomentar el incremento de la competitividad de la actividad industrial española, la Ley prevé un
segundo instrumento: la creación de la Comisión para la Competitividad Industrial (art. 7, desarrollado por el RD
1823/1998, de 28 de agosto). Este órgano colegiado de carácter consultivo, en el que participan representantes del sector
empresarial, del campo de la ciencia y de las Administraciones públicas, tiene como objetivos el llevar a cabo una
evaluación permanente de la competitividad de la industria española, así como el contribuir al diseño de medidas y
actuaciones orientadas a la mejora de la misma.

Las medidas de fomento de la competitividad de la industria española no se circunscriben, no obstante, exclusivamente al


Título II de la Ley de Industria, sino que se extienden a su art. 20, relativo a la promoción de la calidad industrial. En él se
dispone que la Administración del Estado, en colaboración con las Comunidades Autónomas, fomentará la implantación y
el desarrollo de las infraestructuras para la calidad industrial, esto es, los entes normalizadores, acreditadores,
certificadores..., así como la utilización de normas de calidad por las empresas y por los productos. Estas previsiones
legales encuentran su desarrollo en distintos preceptos del Reglamento de la Infraestructura para la Calidad y la Seguridad
Industrial de 1995, entre ellos, los arts. 12 (que prevé la posibilidad de otorgar subvenciones por parte de la
Administración a los organismos de normalización), 18 (que hace lo propio en relación con los entes acreditadores), 21
(relativo al “fomento de la certificación”), 27 (sobre el “fomento de los ensayos”)...

4. La seguridad y calidad industriales.

El Título III de la Ley relativo a la Seguridad y Calidad Industriales constituye según su propia Exposición de Motivos el
núcleo esencial de la misma. Este Título está desarrollado por el RD 2200/1995, de 28 de diciembre, por el que se aprueba
el Reglamento de la Infraestructura para la Calidad y la Seguridad Industrial. Toda esta normativa pretende ajustar el
derecho español sobre la materia al de la Unión Europea, compatibilizando “los instrumentos de la política industrial con
los de la libre competencia y la libre circulación de mercancías y productos, particularmente a través de la normalización,
la armonización de las reglamentaciones e instrumentos de control, así como el nuevo enfoque comunitario basado en la
progresiva sustitución de la tradicional homologación administrativa de productos por la certificación que realizan
empresas y otras entidades, con la correspondiente supervisión de sus actuaciones por los poderes públicos” (E. de M. del
RD 2200/1995).

Con estas palabras, se hace bien patente el influjo que las normas industriales y sus sistemas de control pueden tener para
el comercio intracomunitario. Pues bien, la filosofía de la normativa tanto europea como española en la materia es
compatibilizar la realización de determinados objetivos (como son la seguridad -entendida en un sentido amplio y
englobando por tanto la protección ambiental- o la calidad), con la preservación de la libre competencia y la libre
circulación de mercancías.

Este equilibrio se consigue preferentemente a través del principio del reconocimiento mutuo tanto de las normativas
industriales como de los sistemas de control practicados en los distintos Estados de la Unión. Tan sólo cuando la
diversidad entre normas concretas sea muy grande entre los diferentes Estados, de tal manera que no pueda jugar el
principio del reconocimiento mutuo, las autoridades comunitarias procederán a la armonización de las legislaciones
nacionales, sustituyendo la normativa europea armonizada a las nacionales divergentes.

La inseparable e íntima ligazón establecida por las Directivas comunitarias de “nuevo enfoque” entre la seguridad
industrial y la calidad, conduce y obliga a la necesidad de ordenar las infraestructuras de la seguridad y calidad
industriales de forma inseparable y coordinada

Pero, ¿en qué consisten la calidad y la seguridad industrial que tan ligadas están? La Ley de Industria nos ofrece una
definición de ambos conceptos.

Se entiende por calidad el “conjunto de propiedades y características de un producto o servicio que le confieren su aptitud
para satisfacer unas necesidades expresadas o implícitas” (art. 8.12º).

Debe tenerse en cuenta, no obstante, que la idea de calidad ya no es sólo característica de los productos y servicios, sino
también de las empresas que los fabrican o los prestan. Por ello junto a las normas de calidad de productos y servicios,
existen normas de calidad empresarial, entre ellas las más célebres son las importantísimas normas de la serie ISO 9000,
que instauran con carácter voluntario un sistema de gestión de la calidad de las empresas. Pues bien, la Ley de Industria
ofrece también un concepto de “sistema de calidad”, que consiste en el “conjunto de la estructura, responsabilidades,

4
actividades, recursos y procedimientos de la organización de una empresa, que ésta establece para llevar a cabo la gestión
de su calidad” (art. 8.13º).

El objeto de la seguridad industrial consiste, por su parte, en “la prevención y limitación de riesgos, así como la protección
contra accidentes y siniestros capaces de producir daños o perjuicios a las personas, flora, fauna, bienes o al medio
ambiente, derivados de la actividad industrial o de la utilización, funcionamiento y mantenimiento de las instalaciones o
equipos y de la producción, uso o consumo, almacenamiento o desecho de los productos industriales” (art. 9).

En las últimas décadas se ha producido en Europa una apelación a los agentes socioeconómicos por parte de los poderes
públicos para que colaboren en las tareas de protección de la calidad y de la seguridad industrial. Los poderes públicos se
reservan para sí la realización de ciertas funciones, como, por ejemplo, la ordenación del sistema mediante la adopción de
normas de regulación general del mismo (como la Ley de Industria o el Reglamento de la Infraestructura para la Calidad y
la Seguridad Industrial), la aprobación de reglamentaciones técnicas obligatorias específicas para determinados productos
o instalaciones industriales, la realización de determinados controles de comprobación del cumplimiento de las
reglamentaciones por los productos a las que son aplicables y la regulación y aplicación de un sistema sancionatorio para
los casos de incumplimiento por productos o instalaciones de la normativa obligatoria.

Este control o evaluación de conformidad de un producto o de una empresa con una norma técnica recibe genéricamente
el nombre de certificación. Esta operación consiste en la acción de acreditar mediante la emisión de un documento que un
determinado producto (certificación de producto) o que una determinada empresa (certificación de empresa) cumple con
los requisitos o exigencias definidos por una o un grupo de normas técnicas determinadas.

La normativa comunitaria, y, en consonancia con ella, también la española, admiten a menudo la certificación por el
productor de sus propios productos bajo su responsabilidad. Cuando esto ocurre nos encontramos ante la técnica de la
autocertificación. Más normal es que el control se realice por una tercera parte distinta del productor o de la empresa. La
certificación por tercera parte puede revestir distintas modalidades:

1º) A veces es realizada directamente por la Administración, revistiendo, además, un carácter obligatorio. Nos
encontramos ante la técnica de la homologación, que jurídicamente se define como aquella “certificación por parte de una
Administración Pública de que el prototipo de un producto cumple los requisitos técnicos reglamentarios” (art. 8.7 de la
Ley de Industria).

2º) Un segundo modelo existe cuando quien realiza la evaluación de la conformidad de un producto o de una instalación
con la reglamentación técnica obligatoria es un sujeto privado (o, eventualmente, público, pero con personalidad jurídica
propia). Estos sujetos tienen técnicamente el nombre de “Organismos de control”.

3º) El tercer modelo consiste en la realización del control por parte de un sujeto privado (o, eventualmente, público, pero
con personalidad jurídica propia) pero tomando como referencia no un reglamento obligatorio, sino una norma técnica
voluntaria. Esta certificación voluntaria se efectúa por las “Entidades de Certificación”. El que esta certificación sea
voluntaria desde un punto de vista jurídico no debe hacer olvidar que, en muchos casos, es impuesta de hecho por el
mercado, que primará a los productos y empresas certificadas en detrimento de las que no lo están.

Para el correcto ejercicio de la actividad de certificación, en tanto que actividad de evaluación y de control de que un
producto o una empresa se han ajustado a la normativa técnica existente en un momento dado, puede ser necesaria la
previa realización de ensayos, de inspecciones o de auditorías que así lo demuestren, por los correspondientes laboratorios
de ensayo y entidades auditoras y de inspección.

Una vez superado exitosamente por una empresa o un producto el correspondiente procedimiento de certificación, el
organismo de certificación concederá el derecho a utilizar las llamadas “marcas de conformidad” con las normas técnicas.
Estas marcas se materializan, en su caso, mediante la colocación de etiquetas acreditativas sobre cada uno de los concretos
productos que se quieren comercializar. Mediante las marcas de conformidad, y eventualmente mediante las
correspondientes etiquetas, el consumidor podrá fácilmente comprobar que el producto que compra se ajusta a las normas
preestablecidas al objeto de asegurar su calidad, seguridad, respeto al medio ambiente, etc.

La acreditación es el instrumento realmente esencial en el modelo de calidad y de seguridad establecido en Europa, así
como para el correcto funcionamiento del mercado interior comunitario. La acreditación consiste en el reconocimiento
formal de la competencia técnica de una entidad para certificar, inspeccionar o auditar la calidad, o un laboratorio de
ensayo o de calibración industrial” (art. 8.11º de la Ley de Industria). Esta tarea es realizada por las entidades de
acreditación.

5
Sin la correspondiente verificación del cumplimiento de las condiciones técnicas exigidas para su funcionamiento, en que
consiste la acreditación, las entidades de certificación, los laboratorios de ensayo y calibración y entidades auditoras y de
inspección no podrán integrarse en el sistema de infraestructuras de la calidad diseñado por la Ley. Otro tanto ocurrirá en
el ámbito reglamentario de la seguridad y de la protección ambiental con los organismos de control y los verificadores
medioambientales.

El RD 2200/1995, apartándose en alguna medida de la Ley de Industria, realiza un rediseño de la infraestructura para la
calidad y la seguridad industrial. Partiendo de la idea plasmada en su E. de M., y a la que ya hemos aludido con
anterioridad, de la “inseparable e íntima ligazón” entre calidad y seguridad, diseña una infraestructura construida sobre
tres pilares: uno común para ambas, otro específico para la calidad, y un tercero para la seguridad.

a) La infraestructura común estaría conformada por dos tipos de entes: los organismos de normalización y las entidades de
acreditación. Su carácter de infraestructura común determina que ambos tipos de entes puedan participar tanto en el
campo de la calidad como en el de la seguridad, o lo que es equivalente, tanto en el ámbito voluntario como en el
reglamentario obligatorio.

Los organismos de normalización son, según el art. 8 del RD 2200/1995, “entidades privadas sin ánimo de lucro, cuya
finalidad es desarrollar en el ámbito estatal las actividades relacionadas con la elaboración de normas, mediante las cuales
se unifiquen criterios respecto a determinadas materias y se posibilite la utilización de un lenguaje común en campos de
actividad concretos”.

El único organismo reconocido en España es la Asociación Española de Normalización y Certificación (AENOR).

Las entidades de acreditación son, por su parte, “entidades privadas sin ánimo de lucro, que se constituyen con la finalidad
de acreditar en el ámbito estatal a las entidades de certificación, laboratorios de ensayo y calibración y entidades auditoras
y de inspección que actúan en el campo voluntario de la calidad, así como a los Organismos de control que actúen en el
ámbito reglamentario y a los verificadores medioambientales, mediante la verificación del cumplimiento de las
condiciones y requisitos técnicos exigidos para su funcionamiento” (art. 14).

En el RD 2200/1995 se designa a la Entidad Nacional de Acreditación (ENAC) como entidad de acreditación (D. Ad. 3ª).

b) La infraestructura acreditable para la calidad está configurada por cuatro categorías de entes: las entidades de
certificación, los laboratorios de ensayo, las entidades auditoras y de inspección y los laboratorios de calibración
industrial. Para poder desempeñar sus actividades deberán ser previamente acreditadas por una entidad de acreditación,
requiriéndose para ello que se trate de “entidades públicas o privadas, con personalidad jurídica propia” que cumplan las
normas que les sean de aplicación de la serie UNE 66.500, normas que son la transposición a España de las normas
europeas EN 45000. En otros términos, para poder ser acreditadas este tipo de entidades deben cumplir los mismos
requisitos que el resto de sus homólogas europeas, contenidos en unas normas técnicas comunes, las ya citadas EN 45000.

c) La infraestructura acreditable para la seguridad industrial estará constituida por los organismos de control y por los
verificadores medioambientales.

Los Organismos de control son, según reza el art. 41 del RD 2200/1995, “entidades públicas o privadas, con personalidad
jurídica, que se constituyen con la finalidad de verificar el cumplimiento de carácter obligatorio de las condiciones de
seguridad de productos e instalaciones industriales, establecidos por los Reglamentos de Seguridad Industrial, mediante
actividades de certificación, ensayo, inspección o auditoría”.

Estos organismos requieren para poder operar:

- Ser acreditados por una entidad de acreditación.

- Una vez acreditados, deberán obtener una autorización de actuación expedida por “la Administración competente en
materia de industria del territorio donde los organismos inicien su actividad o radiquen sus instalaciones”. Estas
autorizaciones tendrán validez para todo el territorio del Estado.

- Una vez autorizados, estarán obligados a comunicar a las autoridades competentes en materia de industria los datos
necesarios para su inscripción en el Registro de Establecimientos Industriales.

6
El control de la actuación de estos Organismos corresponde a “la Administración pública competente en materia de
seguridad industrial en cuyo ámbito desarrollen su actividad, a la cual corresponderá imponer, en su caso, las sanciones
por las infracciones en que el Organismo pueda incurrir en el ejercicio de su actividad, comunicándolo a la
Administración que lo haya autorizado por si procediera suspender temporalmente o revocar la autorización” (art. 48).

Los verificadores medioambientales son, por último, entidades públicas o privadas o personas físicas, independientes de la
empresa sometida a verificación, que tienen como cometido el “examinar las políticas, programas, sistemas de gestión,
procedimientos de evaluación y de auditoría y declaraciones en materia de medio ambiente industrial, así como realizar la
validación de estas últimas” (art. 5, letra b y 49 del RD 2200/1995).

Pieza fundamental en el diseño del sistema español de Seguridad y de Calidad Industrial es el Consejo de Coordinación de
la Seguridad Industrial. Es, en concreto, un órgano administrativo colegiado creado por el artículo 18 de la Ley de
Industria con el objeto de “impulsar y coordinar los criterios y actuaciones de las Administraciones Públicas en materia de
seguridad industrial”.

5. La propiedad industrial.

Bajo el nombre de propiedad industrial se agrupan una serie de derechos sobre creaciones del espíritu, en materia de
inventos técnicos que puedan ser objeto de explotación, y de signos identificativos de empresas y de sus productos.

Se trata con ello de proteger a quienes los crean, los adquieren de ellos, e incluso a quienes los consumen; pues mediante
la protección otorgada se impide su utilización fraudulenta, asegurándose por un lado el disfrute de lo que legítimamente
se tiene, y por otro la identificación de la autenticidad del autor, de la legitimación del productor y de la identidad del
producto.

Se atribuye ese poder en que consiste la propiedad industrial, mediante la concesión de una exclusiva de utilización y
explotación, que hace la Administración de acuerdo con lo que se regula para cada uno de los casos o manifestaciones del
derecho; en ella es característica, y en general determinante, la inscripción en un Registro especial, de la Propiedad
Industrial, que depende del Ministerio de Industria y Energía. Sus certificaciones constituyen los títulos de la propiedad
industrial.
Son cuatro las manifestaciones típicas de este tipo de propiedad industrial:
a) Las patentes de invención. Reguladas en la Ley de Patentes y Modelos de Utilidad, de 20 marzo 1986, modificada por
la 10/2002, de 29 de abril, para la incorporación al Derecho español de la Directiva 98/44/CE, relativa a la protección
jurídica de las invenciones biotecnológicas.
Son concesiones de inventos nuevos, que implican una actividad inventiva, relativa al descubrimiento de lo que no existía
(que puede ser un producto o un procedimiento), y susceptibles de aplicación industrial.
Se obtiene la patente, esto es el reconocimiento y protección de la titularidad del invento o creación, o modelo de que se
trate, por medio de su inscripción en el referido Registro, cuando reune los requisitos de ser nueva (lo es cuando no está
comprendida en el estado de la técnica accesible al público), y de ser susceptible de aplicación industrial (lo es si puede
ser fabricado o utilizado en cualquier clase de industria, incluida la agrícola).
Consecuencia de la inscripción, y con certificación de ella, se concede la patente con una duración de veinte años
improrrogables.
Las invenciones laborales fueron objeto de regulación especial en los arts. 15 a 20 de la Ley, y por su vinculación a las
actividades de las empresas o de sus trabajadores, tienen su sede propia en el Derecho del Trabajo.
b) Los modelos de utilidad. También regulados en la Ley de Patentes y Modelos de Utilidad. Son los modelos de utilidad
“las invenciones que, siendo nuevas e implicando una actividad inventiva, consisten en dar a un objeto una configuración,
estructura o constitución de la que resulte alguna ventaja prácticamente apreciable para su uso o fabricación”.
La protección de los modelos, que comprenden las mismas facultades que atribuyen las patentes de invención, se concede
por un plazo de diez años, que es improrrogable.
c) Los modelos y dibujos industriales y artísticos. Están regulados en lo que resta vigente del Estatuto de la Propiedad
Industrial de 26 julio 1929, que había sido convalidado modo por Ley de 16 septiembre 1931.
Se considera modelo industrial "todo objeto que pueda servir de tipo para la fabricación de un producto Y que pueda
definirse por su estructura, configuración, ornamentación o representación”. Se ha subrayado que en estos modelos,

7
industriales, a diferencia de los de utilidad, lo que se protege es la forma, sin necesidad de que ésta represente una mejora
o innovación respecto a las existentes.
Se considera dibujo industrial una “disposición o conjunto de líneas y colores, aplicables con un fin comercial a la
ornamentación de un producto”.
Unos y otros, modelos y dibujos, se considerarán artísticos cuando reproduzcan una obra de arte, por lo que para
registrarse se exige respeto a ella y autorización de su autor o titulares. Se protegen por una duración de diez años,
renovables por otros diez.
De especial relevancia en esta materia ha sido la Ley 20/2003, de 7 de julio, de protección jurídica del diseño industrial,
dictada con la intención de culminar el proceso de reforma y actualización de la normativa española sobre propiedad
industrial, que se inició en la década de los 80 del siglo XX. Se establece en ella el régimen jurídico de la protección de la
propiedad industrial del mismo, articulada a través de tres figuras: 1) Diseño: la apariencia de la totalidad o de una parte
de un producto, que se derive de las características de, en particular, las líneas, contornos, colores, forma, textura o
materiales de un producto en sí o de su ornamentación; 2) Producto: todo artículo industrial o artesanal, incluidas las
piezas destinadas a su montaje en un producto complejo, el embalaje, la prestación, los símbolos gráficos y los caracteres
tipográficos, con exclusión de los programas informáticos; y 3) Producto complejo, un producto constituido por múltiples
componentes reemplazables que permitan desmontar y volver a montar el producto; estableciéndose como mecanismo de
protección un Registro de diseños, llevado en la Oficina Española de Patentes y Marcas., con una minuciosa
reglamentación en dicha Ley.

d) Los signos distintivos: Bajo esta rúbrica común se comprenden tres manifestaciones de ellos, que vienen
reglamentadas en la Ley 17/2001, de 7 de diciembre, de Marcas; y que persiguen la diferenciación de los mismos, con el
fin de obtener el uso exclusivo de los referidos signos, que son los siguientes:

1) Las marcas. Determina la Ley que lo son «todo signo o medio que distinga o sirva para distinguir en el mercado,
productos o servicios de una persona, de productos o servicios idénticos o similares de otra persona». Tiene su titular la
carga del uso de la marca en España, que puede realizar otro, con su consentimiento expreso.

2) El nombre comercial. Se entiende por tal «el signo o denominación que sirven para identificar a una persona física o
jurídica en el ejercicio de su actividad empresarial, y que distinguen su actividad de las actividades idénticas o similares».
En la solicitud de inscripción en el Registro deberá especificarse la actividad empresarial que pretende distinguirse con
ella.

3) El rótulo del establecimiento. Es «el signo o denominación que sirve para dar a conocer al público un establecimiento y
para distinguirlo de otros destinados a actividades idénticas o similares».

El registro de estos rótulos tiene efecto para un ámbito territorial delimitado: el del término o términos municipales que se
consignen en la solicitud para la inscripción.

La normativa que en la Ley se establece para las marcas, es aplicable a los modelos y signos distintivos, salvo en lo que a
ellos resulten incompatibles. Y en cuanto a la duración de estos derechos, que se adquieren por inscripción en el Registro,
se acreditaran por Certificación de la misma, y se pueden transmitir a otros, se fija en diez años renovables.

6. Régimen de la reconversión industrial.

La situación de crisis económica puede afectar a determinados procesos productivos, cuyo funcionamiento deficiente
incide negativamente en el desarrollo económico del país. El Estado se ve en la obligación de intervenir con el fin de
reestructurar dichos sectores económicos, porque a él le corresponde la responsabilidad de garantizar el correcto
funcionamiento del sistema económico en su totalidad, para lo que deberá encauzar convenientemente las decisiones
económicas tanto de los agentes públicos como de los privados. Un instrumento útil para la solución de la crisis de
determinados procesos productivos es, pues, la política de reconversión industrial, medida de carácter estructural que
abarca a todo un sector económico, imponiendo una acción global y de conjunto.

La reconversión industrial supone, como destaca Malaret, el ejercicio por el Estado de su poder de dirección del proceso
económico en un determinado ámbito sectorial, la industria, y en relación a un número reducido de empresas, las que
pertenecen a sectores que deben modificar su estructura productiva y el tipo de bienes fabricados. Este proceso de
reconversión es ordenado por el Estado en cuanto que tales sectores ocupan una determinada posición en la estructura
económica del país. El principal objetivo de la reconversión industrial es, por tanto, dirigir y facilitar los ajustes de las

8
estructuras productivas, lo que obligatoriamente exige un planteamiento temporal, la fijación de unos objetivos y
prioridades y el mantenimiento de unas decisiones a medio y largo plazo, lo cual se realizará de forma integrada dentro de
algún tipo de medida de programación. Como ha precisado el TC, «aunque no quepa, desde la perspectiva constitucional,
identificar de modo absoluto el. concepto de reconversión industrial que se deriva de su regulación legal y el de la materia
reestructuración de sectores industriales (...) cuando de reestructuración de sectores industriales hablamos, lo es para
referimos a determinadas situaciones, en cierto modo excepcionales, que se caracterizan por la necesidad de hacer frente a
procesos de obsolescencia de determinados sectores o subsectores de la industria mediante medidas, que no son las
ordinariamente exigidas para el desarrollo de las empresas» (STC 186/1999, de 14 de octubre, FJ 7).
Con todo, junto al carácter sistemático y globalizador de esta medida, canalizada a través de los correspondientes planes
sectoriales de reconversión y, subsiguientemente, los planes individuales de cada empresa, hay que destacar una segunda
nota característica de los procesos de reconversión industrial, ligada a la caracterización técnica del tipo de actividad
administrativa que acompaña a estos supuestos. Se trata de la voluntariedad para los agentes económicos afectados de
acogerse a las medidas de reconversión, aunque realmente en muchos casos acogerse a dichas medidas significará la única
posibilidad viable de subsistir en el mercado. Sin embargo, es legítima la opción de cesar en la actividad, ya que la
libertad de cesación forma parte del contenido esencial del derecho a la libertad de empresa consagrado por el artículo 38
CE. Es decir, no existe ningún deber que obligue al empresario a continuar realizando indefinidamente una actividad de
carácter económico, configurándose incluso (art. 37.2 CE) el derecho constitucional de los empresarios a adoptar medidas
de conflicto colectivo.

Por otro lado, por el propio carácter de la reestructuración, que comporta una redimensión «a la baja» de la capacidad
productiva instalada, así como reducciones importantes de plantilla, resulta conveniente alcanzar un cierto grado de
entendimiento entre las partes implicadas, que pueda garantizar la aceptación de tales medidas -no se olvide su carácter
voluntario-, a la vez que resulta necesario articular medidas paralelas de promoción industrial en las zonas de mayor
incidencia de la reconversión. No obstante, aun sin la existencia de un consenso, la Administración puede aprobar el plan
de reconversión (art. 3.1 y 2 Ley de Reconversión y Reindustrialización de 26 de julio de 1984).
El régimen legal de la reconversión industrial lo encontramos en la Ley de Reconversión y Reindustrialización de 26 de
julio de 1984 (LRR), mediante la cual se regula la política de reconversión de sectores económicos en crisis, determinando
un procedimiento estructurado en una serie de fases sucesivas, que finaliza con la elaboración de los planes o programas
de reconversión correspondientes a cada empresa, dentro de las condiciones generales establecidas en el plan sectorial y
en el correlativo Decreto de declaración del sector en reconversión.
El sistema descansa, por tanto, en una actuación «en cascada» en la que la LRR delimita el marco general,
correspondiendo al Gobierno, con la participación de los agentes económicos interesados y de las Comunidades
autónomas afectadas, dotar de contenido a la política de reconversión, determinando los objetivos a alcanzar y
especificando las medidas dispuestas para ello. La participación de las Comunidades autónomas viene dispuesta por los
artículos 2.1 y 3.3 LRR, con el fin de que puedan suministrar sus previsiones acerca de la problemática, objetivos y
medios de la reconversión, a la vez que son informadas sobre la elaboración y negociación de los proyectos de plan. En
opinión de Malaret, el papel asignado a las Comunidades autónomas en las distintas leyes de reconversión industrial, no
responde ni a su posición constitucional ni a la función económica que desarrollan en la concepción actual de la política
industrial, a pesar de que el TC ha reconocido que la ejecución de los planes de reconversión industrial es tarea común o
responsabilidad común del Estado y de las Comunidades autónomas para la consecución de objetivos comunes (STC
29/1986, de febrero, y STC 199/1989, de 30 de noviembre).
La determinación de los objetivos y la concreción de los medios y de las técnicas a utilizar se lleva a cabo a través del
instrumento de la planificación, que será aprobada por Real Decreto. La elección de los tipos de beneficios acordados se
ha de realizar en función de la situación específica que se quiere combatir, de tal manera que si la crisis es debida a la
necesidad de reestructurar el aparato productivo las ayudas más indicadas serán las subvenciones y el crédito oficial. Sin
embargo, en crisis de carácter financiero las ayudas se concretarán generalmente en aplazamiento del pago de las deudas
tributarias y de la Seguridad Social, así como en los beneficios fiscales.
Comprobamos, por tanto que la instrumentazación jurídica de la reconversión industrial se caracteriza, por un lado por la
participación de los interesados en el proceso de reestructuración y, por otro, por la flexibilidad del procedimiento –de
carácter voluntario, y la intercambiabilidad de las técnicas y mecanismos de actuación. Además, como hemos tenido
ocasión de ver, responde al esquema típico de al planificación económica y de la ordenación de la actividad económica
mediante incentivos, preferentemente de carácter económico. Nos encontramos aquí con la técnica de fomento del
desarrollo económico, por la que a través de estímulos positivos de carácter económico o financiero a ciudadanos y
empresas, se pretende orientar sus actuaciones económicas de cara a la consecución de un interés público, como lo es la
reconversión de sectores industriales en situación de crisis estructural. Destaca en estos supuestos, como sabemos, la idea
de colaboración frente a la de imposición, por cuanto se trata de medidas que ofrecen los poderes públicos a fin de
conseguir determinados objetivos económicos de interés general, decidiendo libremente el interesado si acepta dichas
medidas.

9
Bibliografía:

Álvarez García, V.: La Normalización Industrial, Editorial Tirant lo Blanch, Valencia, 1999.

Bermejo Vera, J.: Derecho Administrativo. Parte Especial. Editorial Civitas, Madrid, 2001.

Bellido Barrionuevo, M. y otros: Derecho Administrativo II. Parte Especial, Editorial Universitas, Madrid, 1998.

Álvarez García, V.: “Normalización Industrial y Medio Ambiente”, en AA. VV.: El Derecho Administrativo en el Siglo
XXI. Homenaje al Profesor Dr. D Ramón Martín Mateo”, Editorial Tirant lo Blanch, Valencia, 2000.

Malaret i García, E.: Régimen Jurídico de la Reconversión Industrial, Editorial Civitas, Madrid, 1991.

Alonso Ibáñez, M. R.: La Ordenación Jurídica de la Promoción Industrial del Estado, Editorial Civitas, Madrid, 2000.

Álvarez García, V.: “La capacidad normativa de los sujetos privados”, REDA, nº 99, 1998.

Álvarez García, V.: “Introducción a los problemas jurídicos de la normalización industrial: normalización industrial y
sistema de fuentes”, RAP, nº 147, 1998.

Álvarez García, V.: “La filosofía de la política del “nuevo enfoque” en la Unión Europea: La remisión a normas técnicas
voluntarias y sus excepciones”, Noticias de la Unión Europea, nº 174, 1999.

Álvarez García, V.: “La protección del medio ambiente mediante las técnicas de la normalización industrial y de la
certificación”, REDA, nº 105, 2000.

Álvarez García, V.: “La aplicación de las reglas del derecho de la competencia en el mundo de la técnica”, RAP, nº 152,
2000.

Malaret i García, V.: “Una aproximación jurídica al sistema de normalización de productos industriales”, RAP, nº 116,
1988.

10
ÍNDICE

1. IDEAS
GENERALES…………………………………………………………………………………………………..…1

2. DISTRIBUCIÓN
DE COMPETENCIAS……………………………………………………………………..….. ….……................1

3. FOMENTO
DE LA INDUSTRIA:
MODERNIZACIÓN
Y COMPETITIVIDAD……………………………………………………………………………………...……...3

4. LA SEGURIDAD
Y LA CALIDAD
INDUSTRIALES…………………………………………………………………………………………………..4

5. LA PROPIEDAD
INDUSTRIAL…………………………..…………………………………………………………………………7

6. RÉGIMEN
DE LA RECONVERSIÓN
INDUSTRIAL………………………………………………………………………………………….…………..8

BIBLIOGRAFÍA………………………………………………………………………………………………………10

11

You might also like