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¿Se puede separar la obra de la vida? Goethe dijo alguna vez que la poesía
nace de las circunstancias. Creo que tenía razón. Al menos en mi caso: todo lo
que he escrito —incluso lo que parece más desprendido de la ocasión, el tiempo y
el lugar— ha sido producto de las circunstancias, respuesta a un estímulo exterior
e interior. El monólogo del poeta es siempre diálogo con el mundo o consigo
mismo. Así, mis poemas son una suerte de biografía emocional, sentimental y
espiritual. Sin embargo, al reunir en un libro una selección de los que he escrito
durante cincuenta años, me he dado cuenta de que se trata de la biografía de un
fantasma. Mejor dicho, de muchos fantasmas. Los poemas que figuran en El
fuego de cada día, escritos hace cuarenta o veinticinco años ¿realmente los
escribí yo? ¿Soy el mismo? Este libro ha sido escrito por una sucesión de poetas,
todos se han desvanecido y nada queda de ellos sino sus palabras. Mi biografía
poética está hecha de las confesiones de muchos desconocidos. Andamos
siempre entre fantasmas.
Entre la persona más o menos real y la figura del poeta, las relaciones son
a un tiempo íntimas y circunspectas. Si la ficción del poeta devora a la persona
real, lo que queda es un personaje: la máscara devora al rostro. Si la persona real
se sobrepone al poeta, la máscara se evapora y con ella el poema mismo, que
deja de ser una obra para convertirse en un documento. Esto es lo que ha ocurrido
con gran parte de la poesía moderna. Toda mi vida he luchado contra este
equívoco: el poema no es confesión ni documento. Escribir poemas es caminar,
como el equilibrista, sobre la cuerda floja, entre la ficción y la realidad, la máscara
y el rostro. El poeta debe sacrificar su rostro real para hacer más viviente y creíble
su máscara; al mismo tiempo, debe cuidar que su máscara no se inmovilice sino
que tenga la movilidad —y más: la vivacidad— de su rostro.
Eliot dijo que la poesía es impersonal. Quiso decir, sin duda, que el arte
verdadero exige el sacrificio de la persona real en beneficio de la máscara viva.
Corregí mis poemas porque quise ser fiel al poeta que los escribió, no a la persona
que fui. Fiel al autor de unos poemas de los cuales yo, la persona real, no he sido
el primer lector. No intenté cambiar las ideas, las emociones y los sentimientos,
sino mejorar la expresión de esos sentimientos, ideas y emociones. Procuré
respetar al poeta que escribió esos poemas y no tocar lo que, con inexactitud, se
llama el fondo o el contenido; sólo quise decir con mayor economía y sencillez.
Mis cambios no han querido ser sino depuraciones, purificaciones. Y quien dice
pureza, dice sacrificio; obedecí a un deseo de perfección. Por supuesto, es posible
que no pocas veces me haya equivocado. Escribir es un riesgo y corregir lo escrito
es un riesgo mayor.
No sé por qué escogí como título El fuego de cada día. Pero si lo supiera,
no lo diría. Un título debe, al mismo tiempo, revelar y ocultar la materia del libro. Si
pierde su misterio, deja de ser un título y se convierte en una etiqueta. Sin
embargo, puedo decir algo: la poesía es (o debería ser) lo que es la oración para
el creyente: un acto cotidiano. Como saludar, cada día, al sol que nace y dar las
gracias a la vida por estar vivos.
Referencia bibliográfica:
Octavio Paz, “La poesía como acción de gracias”, en Presencia Literaria, Bolivia
(domingo 23 de mayo de 1993), p. 1. Este artículo fue previamente publicado en
La Nación de Buenos Aires.