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EL RENACIMIENTO Y SU ÉPOCA1
B) La pasión por los clásicos -a los que se admira por encima de todo- no está reñida
con el espíritu de renovación que ilumina a los artistas renacentistas. Al mismo tiempo
que surge el coleccionismo de obras de la Antigüedad, que son utilizadas como
inspiración directa, los artistas no se sienten obligados -como afirmara Alberti- a seguir
los preceptos clásicos si su razón le aconseja emprender una vía diferente. Esa
conciencia de estar creando algo nuevo provoca en los teóricos y en los artistas -cuando
ambos no confluyen en la misma persona- una auténtica obsesión por la
experimentación de fórmulas de proporción matemática, de aplicación de la geometría a
la representación de la profundidad, de un nuevo tratamiento de la luz, etc.
D) El concepto de belleza se desprende con toda lógica del punto anterior: si durante la
Edad Media lo bello procedía de la divinidad -que era la personificación de la belleza en
su grado máximo-. en el Renacimiento será la captación del orden del universo a través
del número y de la proporción. Volveremos a encontrar, pues, los viejos principios
clásicos de la simetría y de la armonía; según Alberti, «la belleza es una especie de
armonía y acuerdo entre todas las partes, que constituye un todo construido según un
número fijo,, una cierta relación, un cierto orden, tal como el principio de simetría que
es la ley más elevada v perfecta de la naturaleza- lo exige». Este concepto de belleza se
basa en la naturaleza, pero el artista no se limita a copiarla literalmente, sino que la
somete a un proceso de selección ante los diferentes modelos que ésta le proporciona,
los modelos más perfectos. El paso siguiente será la creación de un prototipo idealizado
o canon que dispone las principales medidas del hombre tal como había establecido
Policleto. El fraile matemático Luca Pacioli restauró la célebre «sección áurea» de la
ciencia antigua en su libro De Divina Proportione, escrito en 1497.
H) Todos estos cambios son también posibles por la transformación que sufre el
mercado del arte. La clientela se amplía a la aristocracia y a la burguesía enriquecida y
el arte deja de ser definitivamente monopolio de la Iglesia y del monarca. Surge así la
figura del mecenas que financia grandes empresas artísticas, que sirven de acicate para
el desarrollo del arte y revierte en beneficio del comitente que ve aumentado su
prestigio social (los Médici en Florencia, Montefeltro en Urbino, los Sforza en Milán).
De esta manera, papas, reyes, altos signatarios, aristócratas y burgueses adinerados
compiten por conseguir los favores de los principales artistas que, de nuevo -como en la
Antigüedad-, se convierten en dispensadores de la gloria de sus clientes, gloria en la que
ellos mismos participan. El viejo sistema gremial resulta inservible para este nuevo
mercado y poco a poco los artistas irán creando su propia estructura organizativa; nacen
los talleres, donde diversos especialistas -pintores, orfebres, escultores- realizan sus
encargos al margen del circuito corporativo todavía imperante. Bajo la tutela del
maestro, el taller es también un centro de enseñanza, donde se combina sabiamente la
práctica del arte y la formación intelectual de los aprendices. Por último, la creación de
diversos centros artísticos en Italia y en Europa permite a los artistas la movilidad de
una ciudad a otra o de un país a otro; es el caso de Leonardo, que sirvió a varios
mecenas, siendo el último Francisco I de Francia, país donde falleció. El papa julio II
tuvo en Miguel Ángel y en Rafael a sus dos artistas más selectos. El artista se ve ahora
ante un público escogido e instruido que sabe apreciar su obra, para ello debe esforzarse
a fin de atraer a los más importantes príncipes y dignatarios, creando un espíritu
competitivo desconocido en los gremios medievales.
La luz era concebida como una luz natural, en atención a la premisa de la pintura
renacentista de representación de la realidad; ya no se trata, como en el Gótico, de una
luz emanación del orden sagrado, sino de un instrumento de ordenación de la naturaleza
representada y del espacio plástico creado en la obra. Es, pues, una luz física la que
inunda la composición creando contrastes reales tal como son captados por el Ojo
humano. Los fondos de oro, que tan extensa utilización tuvieron en el Gótico con un
valor simbólico, dejan poco a poco de usarse y en su lugar aparecen paisajes y
arquitecturas inundadas por una luz local.
F) En la confluencia del interés científico por la perspectiva y por la luz surge entre
numerosos pintores una pasión por la búsqueda de nuevas fórmulas que den solución a
sus constantes preocupaciones por resolver sus problemas pictóricos: resurge así el
escorzo -abandonado desde la Antigüedad-que llega a veces a formas rebuscadas que
hoy día incluso nos parecen artificiosas. Ya hemos visto a Paolo Ucello que,
obsesionado por la perspectiva, en el panel de los Uffizi -una de las tres partes de su
famosa obra la Batalla de San Romano (h. 1456)- hasta las quebradas lanzas que yacen
en tierra están colocadas de modo que apunten hacia el común punto de lejanía; en el
suelo, los caballos caídos aparecen escorzados de tal manera que casi nos resulta difícil
reconocerlos. Pero el que llevó al máximo extremo esta preocupación fue el maestro
paduano Andrea Mantegna (1431-1506), que en su utilización del escorzo llegó a
auténticos alardes, como en su Cristo Muerto (visto por el espectador desde la planta de
los pies), o en la decoración del techo de la Cámara de los esposos del Palacio Ducal de
Mantua, donde una serie de personajes en escorzo contemplan desde lo alto a los
espectadores.
G) El definitivo problema con el que tuvieron que enfrentarse los pintores renacentistas
fue el de la composición. Si el estudio de la naturaleza saciaba la búsqueda de la
veracidad pictórica, la perspectiva cubría la creación de un espacio científico, la luz y el
color daban pie al volumen y al concepto del cuadro como espejo de la realidad, la
composición debía establecer el nexo entre todos los elementos, imprimiendo a la obra
una sensación de equilibrio y armonía. Los pintores comenzaron entonces a establecer
esquemas geométricos, fundamentalmente el triángulo, donde inscribir las formas. Uno
de los primeros en crear la idea de composición armónica fue el escultor y pintor
Antonio del Pollaiolo (1431-1498) que en su cuadro El martirio de San Sebastián creó
un esquema muy equilibrado en forma de triángulo agudo combinado con el círculo. La
misma composición triangular perseguirían Botticelli (1445-1510) en La primavera, o
Rafael Sanzio (1483-1520) en sus numerosas Madonnas.