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LA PRINCESA QUE NO PODÍA LLORAR

Autora:Silvia Mª Moreno Hernández

En un reino remoto nació una princesa. No era un reino como los demás. Los reinos de las leyendas
siempre están llenos de árboles, simpáticas criaturas, magia, fornidos príncipes que rinden pleitesía a la
belleza… Y, paradójicamente, esas princesas nacidas en tan hermosos reinos siempre están tristes: la
gente las envidia, los problemas las acosan, son víctimas de nefastos acontecimientos que ellas no pueden
controlar… al final, suele surgir un hada de la suerte que las ampara ya que, pese a su escasa capacidad
de resolución, las tristes princesitas alcanzan lo que las demás mujeres apenas llegan a rozar con las
yemas de los dedos: la felicidad.

Pero éste no era el caso de la princesa de la que os quiero hablar. Para empezar, su reino era gris como la
piedra: sin árboles; sin magia; sin simpáticas criaturas; sin príncipes cercanos que la adularan… incluso sin
espejos. Nuestra princesa jamás se había contemplado en un espejo; carecía de cualquier noción acerca
de la belleza o la fealdad. Tampoco era consciente de su rango puesto que los numerosos ataques que
había sufrido su reino habían dejado a su familia sin súbditos. Esta princesa no estaba acostumbrada ni a
dar órdenes ni a recibirlas. Nunca una queja había alterado el rictus de sus labios… sólo conocía la risa. La
descubrió siendo un bebé y, reconfortada por el agradable gorjeo, la siguió repitiendo y disfrutando hasta la
edad adulta.

Otro fenómeno que desconocía era el del llanto. La princesa no podía llorar. A sus padres no les
preocupó, al contrario, llegaron a la conclusión de que habían sido capaces de resguardarla del dolor; su
corazón estaba limpio de temores y heridas…

Pero había un problema; el primer problema de su vida. Se hacía necesario que perpetuara la continuidad
de la corona. La princesa necesitaba un marido y era imposible encontrarlo en aquellas tierras gastadas…
así, con un sencillo vestido y montada en un regio caballo, la enviaron sin protección alguna ni equipaje con
una misión: “Busca un hombre y tráelo contigo”.

La princesa partió.

La tierra del Miedo

Recorrió un buen trecho, sin plantearse la necesidad de comer o beber, cuando reparó en que el paisaje
que la rodeaba había cambiado. Ya no era gris piedra sino blanco, como el hielo. En su reino no existían ni
el calor ni el frío, no había cambios de estación, pero ahora se sentía temblorosa y agarrotada. De pronto,
observó a una bandada de pájaros en actitud de huida. El aire silbaba, las ramas crujían… se echó a reír.

- ¡Silencio! – gritó una anciana, que la había espiado escondida entre los arbustos- ¡me sobresaltas!
¿Es que quieres acabar conmigo?

- No- respondió la princesa, lacónica - ¿Hay hombres por aquí?-

La anciana la miró de arriba a abajo. La princesa estaba cubierta con una fina túnica y algo que recordaba
a una piel de zorro.

- Necesitas comer y abrigarte. Ven conmigo, insensata-

La anciana la condujo a una confortable casa de piedra con su establo en la que ella y su montura se
sintieron inmediatamente más reconfortados. Allí comieron en silencio… hasta que la princesa sintió
curiosidad:

- ¿Cómo se llama este lugar?


- Nos conocen como “Reino del Miedo”. Poco halagador.

- ¿Por qué?

- Una vez entramos en guerra… y el Miedo nos venció- relató- ahora nunca miramos a nadie a los
ojos, nunca confiamos en los demás, nunca abrimos las puertas de nuestras casas…

- ¿Y qué hago yo aquí? – preguntó la princesa, sorprendida.

- Eres una excepción en mi vida… ¿Buscas a un hombre en concreto?

- No sé quién es; pero busco al hombre que habrá de acompañarme a mi reino-

La anciana la miró.

- ¿Cómo se llama tu tierra?

- Olvido.

- Pues hazme caso; pasa la noche en mi casa y mañana, cuando te despiertes, te vas a la plaza
del pueblo y preguntas si hay algún hombre que te quiera acompañar a Olvido.

- Bien- contestó, sin percibir la ironía en la voz de la anciana.

A la mañana siguiente, antes de salir, la anciana le preparó un pequeño hatillo y la advirtió de algunas
cosas.

- No digo que no viajes a la aventura, porque evitarías la oportunidad de que la vida te salga al
paso, pero es conveniente que seas precavida porque la mano de la vida no siempre es benéfica…
llévate un par de mantas, algo de comida y algunas mudas que pertenecieron a mi nieta…

- ¿Qué le pasó a su nieta?- se interesó la princesa.

- El Miedo caló su alma y acabó aterrada hasta por el más simple de los actos… no comía por
temor a atragantarse, no salía de casa por temor a ser asaltada, no hablaba por miedo a
equivocarse y, como suele suceder aquí, un buen día desapareció; consumida por el terror-

La princesa asintió, con seriedad y, sin más despedida, partió.

La plaza no andaba demasiado lejos. Era el centro de la aldea. Observó que la gente solía caminar a
grandes zancadas, como huyendo, aunque no vieran a nadie. En Olvido ella jamás había sentido la
necesidad de huir.

Cuando llegó a la plaza, vio que los aldeanos intentaban no mirarla y hablar entre ellos, fingiendo que
ella no existía… pero ella estaba allí

- ¡Buenos días, aldeanos! – saludó- Busco un hombre que quiera acompañarme hasta Olvido.-

Sólo un muchacho adolescente se atrevió a hablar.

- ¿Olvido es un reino? ¿Cómo se va allí?

- Retrocediendo.
- ¿Y qué se pierde por ir? No me gusta el nombre – dijo, antes de salir corriendo.

Ella siguió insistiendo.

- ¿Hay algún hombre aquí que desee acompañarme hasta Olvido?-

Se hizo el silencio… hasta que habló un señor de gran corpulencia, posiblemente el herrero.

- Montas a caballo. Aquí ninguna mujer monta a caballo. Viajas. Aquí nadie viaja. Hablas con
quien no conoces como si tal cosa; eso es de mala educación. Quieres arrebatarle un hombre a
nuestra aldea; te aseguro que nadie quiere irse de aquí… y, encima, tu nariz es grande… ¡jamás
seguiría a una mujer con una nariz de ese tamaño!-

Lo vitorearon. La princesa permaneció impasible.

- Me han contado que hay gente tan asustada que desaparece del mundo, sin más… en cuanto a
mi nariz – rió estruendosamente- jamás he visto mi cara, no debe ser muy importante-

Silencio. Nadie dijo nada. A la princesa se le ocurrió que también debían temerle a la risa.

- Si un día os atrevéis, cerrad los ojos. Veréis una infinita oscuridad. Eso es lo que vemos cuando
nos miramos por dentro; lo que aparece cuando nos rendimos al sueño; lo que nos acompaña cuando nos
encuentra la Muerte. Todos llevamos en nuestro interior esa oscuridad… sea como sea nuestra nariz-

Y se marchó, convencida de que ninguno de aquellos hombres le interesaba. “Tal vez”- se dijo- “ni
siquiera sean capaces de dormir… sentir tanto miedo debe ser agotador”.

Así que siguió recorriendo la vía principal, dispuesta a internarse pronto en el bosque helado y salir de la
aldea.

De pronto, le salió al paso un hombre extrañamente ataviado. Ella no gritó al verlo, sólo preguntó: “¿Tú
eres un hombre? ¿Qué es tu indumentaria?”

- Soy un guerrero. Me cubre una armadura, para protegerme, y llevo además un escudo, una
espada, un arco y flechas.

- Tienes mucho miedo a que te ataquen.

- ¡Yo no tengo miedo!- gritó- ¡Soy un guerrero!

- Debe costarte mucho trabajo caminar- reflexionó la princesa- con tanto peso encima-

El guerrero mostró una franca sonrisa.

- Nosotros somos fuertes y muy valientes.

- Supongo- propuso ella- que me acompañarás hasta el Reino del Olvido.

- ¡Claro! – se alegró el caballero- Iré allá donde tan bella dama quiera enviarme-

La princesa rió, muy divertida.


- ¿Bella? Hace poco un aldeano me ha acusado de tener una nariz demasiado grande… pero me
da lo mismo ser bella o tener la nariz grande… - y se detuvo un instante, recordando algo… -
Valiente guerrero, ¿tú duermes?

- ¡No te preocupes, gentil dama! Dormiré con un ojo abierto y otro cerrado, dispuesto a
defenderte.

- Eso no puede ser sano – comentó la princesa, algo preocupada.

Pero se dispusieron, inmediatamente, a caminar hacia Olvido. La princesa se sentía desconcertada; si


defender a una dama era el motivo de existir del caballero, ella debería velar por su salud…

Caía ya el sol cuando un dragón sobrevoló los cielos. Ella admiró al poderoso ser. Seguía la misma
orientación que aquella bandada de pájaros con la que se había encontrado el día anterior.

El guerrero, temblando como una hoja, preparó su arco.

- ¡Escóndete, hermosa!- apeló, nervioso.

- ¿Por qué? Disfruto contemplando a ese animal.

- ¡Voy a atacarle!- la urgió, con el arco en las manos- ¡Estamos en peligro! ¡Ponte a cubierto!

- ¿Atacarle? – se alarmó la princesa - ¿Y qué te ha hecho?

- ¡Es un dragón! ¡Escupe fuego!

- Pues no le ataques- razonó ella, imperturbable- y no deberá defenderse-

Mientras ellos hablaban, el dragón se había alejado de allí. La princesa se dio cuenta.

- ¿Ves?

- Pero, princesa, el peligro no ha pasado. Debemos seguirle y matarlo… es muy peligroso,


entiéndelo, capaz de achicharrar a quien encuentre en su camino. ¿Imaginas que atacara tu
pueblo?-

La princesa rió y su risa desagradó al guerrero.

- No creo que el dragón ataque si no es provocado… además, nada queda capaz de arder en
Olvido. Mi pueblo es de piedra y ceniza-

“Y nada por lo que luchar” – reflexionó el guerrero- “salvo tú misma”. Cada vez se sentía menos
deseoso de acompañarla. Junto a ella se sentía inútil y despreciado, cuando tantas otras habrían dado
un brazo por ser escoltadas por alguien como él.

Siguieron caminando. Ella reparó en que él debía sentirse muy cansado, ya que iba a pie.

- ¿Quieres montar un rato a caballo?- le ofreció, arrepentida por su descuido- Te veo cansado-

Él se encogió de hombros. Realmente se sentía cansado, pero era incapaz de actuar contra su sentido
del honor.
- Si me ofreces compartir la montura, sí. Si pretendes descabalgar del caballo, no. No permitiré
que vayas a pie-

Ella tomó una decisión. Se detuvo.

- No me acompañes, caballero. No veo ilusión en tus ojos, sólo un desquiciante deseo de serme
útil. Odio verte sufrir en mi nombre y odio pensar que vas a ir agrediendo a todo ser más grande que tú
que salga al paso-

El guerrero lo meditó.

- ¿Y si te pasara algo?

- Lo asumo-

El guerrero se echó a llorar. La princesa se quedó asombrada.

- ¿Qué haces? ¿Qué sale de tus ojos?

- No eres una mujer; eres un monstruo – sacó un objeto que estaba escondido en una de sus
botas – pero soy responsable de ti… toma este objeto, es un puñal. Ojalá nunca debas utilizarlo-

Él se alejó, corriendo, como hubiera corrido cualquier aldeano. Ella detuvo sus ojos un momento en la
afilada punta del puñal y, aceptando el regalo, siguió cabalgando con el puñal en su mano… buscando,
de nuevo, una tierra en la que pudiera encontrar al hombre que la acompañara hasta Olvido.

La tierra de la Poesía

Cayó la noche justo cuando volvió a cambiar el paisaje. Ya no era de hielo, al contrario, acababa de entrar
en un vergel. Eligió un claro situado junto a un riachuelo, ofreció una manzana a su caballo, que se fue a
pastar, contento. Ella cenó, confiada, preparó sus mantas y durmió, eso sí, con el puñal en su mano.

Reconoció dos sentimientos nuevos. El primero; agradecimiento hacia la anciana, sus obsequios
resultaban muy útiles. El segundo; el miedo y esa extraña sensación de seguridad al dormir con un arma en
la mano.

No lo pensó más. Cerró los ojos y se sumergió en la oscuridad.

Cuando volvió a abrirlos, se encontró rodeada de gente que la miraba con mucha curiosidad.

- Buenos días – saludó, sin preguntarse si estaba peinada o despeinada-

- Buenas… ¿Quién eres? ¿Te ha pasado algo? – se interesó, solícito, un muchacho.

- No; estaba durmiendo – contestó la princesa, bostezando-

Los curiosos se alejaron, suponiendo inmediatamente que aquella chica sólo era una excéntrica mugrienta
que no tenía nada que contarles. Junto a ella sólo se quedó el muchacho, que intentó justificarlos.

- Se nos hace raro ver a una chica- carraspeó- viajando sola.

- No veo por qué ir acompañada- repuso la princesa- ¿Cómo se llama vuestra tierra?-
El muchacho, con gran orgullo, se sentó junto a ella, sobre la hierba, y con voz suave y clara respondió:
“Bienvenida a la tierra de la Poesía, sus paisajes son bellos, se cultivan todas las artes, la gente es
sofisticada y delicada… y nada nos gusta más que una historia interesante”.

- Me parece estupendo – comentó la princesa, sin mostrar apenas entusiasmo- ¿Hay muchos
hombres en esta tierra?-

Un destello de humor surgió de los ojos del muchacho.

- ¿Cuántos quieres?

- ¡Oh! – exclamó la princesa, poniéndose en pie- ¡sólo uno! Pero que me sirva-

El muchacho no pudo refrenar la risa.

- Que te sirva… ¿para qué?

- Para que me acompañe a Olvido, mi reino.

- Creo que necesitarás ayuda. Ven a mi casa-.

La princesa, sin dudarlo, le siguió.

Él la condujo a una casa de madera, llena de adornos, flores, espejos…

- Muy bonita – alabó la princesa - ¿Dónde están las sillas y las mesas?

- No me gustan, quitan espacio a la habitación.

- Pero son necesarias.

- Con el suelo me arreglo – replicó él, molesto.

- Pues- condenó la princesa- veo que sacrificas la comodidad de tu parte posterior por la estética
de tu salón, pero en fin, tú mismo.

- La estética es lo primero que vemos- le explicó el muchacho, expresándose como si hablara con
una niña pequeña- ¿no te gusta llegar a un sitio y encontrártelo limpio, ordenado, adornado,
pulcro...? ¿no te gusta ver a la gente aseada y elegantemente vestida?- aproximándose más a ella,
añadió - Lo que los demás piensen va a depender de cómo nos vean. No lo olvides.

- Pues – respondió la princesa, alejándose instintivamente otro paso – lo primero que se piensa de
ti es que, o bien ni te sientas ni comes, o bien que eres capaz de sacrificarlo todo por una
apariencia.

El muchacho forzó una sonrisa y le dijo: “Necesitarás mi ayuda; eres ignorante pero yo soy generoso” –
tomó aire – “Espérame, voy a conseguir algunas cosas que vas a necesitar. Tú aséate y disfruta de la
estancia. Te aseguro que, si sigues mis consejos, saldrás de aquí con un hombre bajo el brazo”.

La princesa se rió al imaginarse a sí misma saliendo con un hombre “bajo el brazo”, pero agradeció, cortés,
su generosidad… “aunque se que te dices generoso” – dijo para sí – “porque necesitas saberme ignorante
y necesitada”.
Así que, siguiendo su consejo, se aseó, comió un poco y aguardó su regreso.

El chico no tardó demasiado… pero volvió con tantos presentes que necesitó dos asnos para cargarlos.

- ¿Qué me traes? – se asombró la princesa.

- Vestidos de seda, un corsé, zapatos de tacón, algunas joyas, perfume, algo de maquillaje… y
un espejito pequeño para que, estés donde estés, puedas comprobar si estás deslumbrante o si
necesitas algún retoque-

La princesa a duras penas daba crédito a lo que veía.

- ¿Todo eso lo has comprado ahora?

- Sí, te voy a convertir en una dama.

- Ya soy una dama- replicó algo ofendida- y lo soy de nacimiento, no necesito esos adornos.
Además, no me gusta que te gastes tanto dinero en mí y me causas un problema, porque no sé
cómo voy a llevar ese equipaje-

El muchacho no se inmutó; esperaba esa reacción.

- Déjame hacer y ya verás –

Ella aceptó, por experimentar, no sin prometerse a sí misma que no haría llegar hasta Olvido ni a los asnos
ni a su carga. Una vocecilla interior le susurró: “Da igual cuánto te maquilles; no harás disminuir el tamaño
de tu nariz”.

Él la acicaló como quien cuida un jardín, esculpe una escultura o compone una poesía. Mientras la
arreglaba, recitaba: “Mago quien convierte la madera en un ser incandescente; en una estrella”. Pero la
princesa, en lugar de aplaudir su sensibilidad e ingenio, rió de ese modo tan desagradable y comentó: “Veo
que adornas tanto las palabras como tu casa o, incluso, mi persona… ¿Hace eso más interesante lo que
dices?”.

- ¡Paciencia!- se pidió el joven a sí mismo… y siguió con su tarea.

Finalmente se contempló en el espejo, no con admiración pero sí con interés. Vio a una chica alta, morena,
de rasgos proporcionados, y sana. Llevaba su pelo oscuro recogido en una red y sus facciones
armónicamente resaltadas por el maquillaje.

- No hay nada especial en mi nariz – fue el veredicto de la princesa.

- ¿Qué dices? ¡si estás preciosa!- gritó el muchacho, emocionado- vas a ir conmigo al baile de
esta noche; te voy a presentar en sociedad- le anunció.

- ¿Es que este pueblo no tiene plaza? Sólo quiero preguntar a los hombres si hay alguno
dispuesto a estar conmigo. No creo que sea necesario perder el tiempo en… -

El muchacho se llevó su dedo índice a los labios, en inequívoca petición de silencio.

- Sh. A veces es necesario perder el tiempo para ganarlo-


sí llegó la noche. Él, ejerciendo con ella casi un papel paternal, le daba consejos: “Cuando bailes, déjate
llevar, no guíes. Cuando rías, no enseñes tus dientes. Acompaña tus palabras con una sonrisa. Muévete
con suavidad, no hagas gestos bruscos. No comas toda la comida del plato. Demuestra tu sensibilidad
cada vez que tengas ocasión…”

Ella asentía, pero no asimilaba tanta norma estúpida. Se sintió, por primera vez, hipócrita. Le estaba
sonriendo, más agradecida a su voluntad de ayudar que a la ayuda que le proporcionaba en sí, mientras se
reservaba su opinión sobre toda aquella farsa. “¿Qué es la belleza?”- pensaba –“Algo que alguien decide y
los demás, por inercia, aclaman”. Si se callaba su opinión era porque no quería apenar al poeta… la visión
de las lágrimas en los ojos del guerrero la había impactado mucho.

Un rato después habían entrado en un palacio. Una pequeña orquesta tocaba y los habitantes de aquel
reino se reunían en torno a la mesa, repleta de bandejas con variados tentempiés o salían a la pista de
baile.

Algunos recitaban sus poemas, relataban historias o entonaban novedosas melodías para entretener a los
comensales.

La princesa intentaba disimular. Cualquier acción allí estaba sujeta a unas normas… oscuras e
incomprensibles.

Observaba a los bailarines; sus movimientos se sincronizaban en extraña armonía y no sólo en lo referente
al baile…

“Es la ocasión “- susurró el poeta, sentado a su lado- “que los jóvenes aprovechan para cortejarse. Fíjate
en sus miradas… nadie baila con la pareja que realmente desea… pero, aunque no lo creas, en el fondo
juegan a encontrarse”.

- Mira- confesó la princesa, exasperada- así me va a ser imposible encontrar a nadie… no soporto
estar sentada aguardando a que alguien se fije en mí… y no me parece lo más inteligente-

Así que la princesa, para perplejidad de los comensales, se puso en pie y pidió la palabra. Los bailarines
cesaron en sus giros y la orquesta calló; pendientes de ella.

- Señoras y señoras – comenzó- los puntiagudos zapatos me aprietan; el corsé me impide respirar;
vuestra charla me aburre; no sé bailar vuestra música… y no creo que sea mi misión en esta vida
aprender a soportaros… - hizo una breve pausa- … sino encontrar al hombre que me acompañe
hasta mi reino; Olvido. ¿Algún voluntario?-

Los presentes habían enmudecido. Era la primera vez en el Reino de la Poesía que sucedía algo que
rompiera sus esquemas.

- Ya veo que no hay voluntarios- dedujo la princesa- ni aún con el beneplácito del espejo de mi
amigo –

El poeta la contemplaba, fascinado.

- Pues ya que nadie quiere estar conmigo, tendré que buscar la forma de divertirme en esta
fiesta… ¿Sabéis? ¡Voy a bailar! – anunció, con risas estridentes - ¡con o sin música! ¡con o sin
compañía! Pero – arrojando sus zapatos de tacón - ¡sin zapatos! –

Y danzó… y el poeta, inspirado, obedeció a su impulso de salir a la pista a bailar con ella… hasta que, sin
ser conscientes de ello, se fueron quedando solos.
- Oye – le dijo la princesa – nunca me había divertido tanto. Ya sé para qué sirven vuestras normas
estúpidas; sirven para darse el gustazo de romperlas - y se rió, muchísimo. El poeta ya no
encontraba desagradable su risa

- Sí; acabo de descubrir la belleza que hay en el ejercicio de la libertad-

La princesa le abrazó, conmovida.

- Tú te has puesto a bailar conmigo… ¿Por qué no me acompañas a Olvido?-

El poeta le dirigió una media sonrisa.

- Nunca te comprometas con un poeta… nosotros rendimos culto a la belleza… pero la belleza
siempre es efímera; no podemos dar amor… - le avisó – el poeta necesita ser inspirado, el
aburrimiento lo consume… créeme- añadió, mientras acariciaba su cara con el dorso de la mano-
seré más feliz recordándote, culpándome por no haberte acompañado y dedicándote versos en la
distancia que acompañándote a tu reino.

- No te entiendo – objetó la princesa, muy seria –

- Ya lo harás…-

Volvieron a casa del poeta, callados. Una vez que cruzaron el umbral, ella le dirigió una mirada
interrogante.

- Como seguirás viajando – suspiró – no podrás cargar con todos los vestidos que traje… pero
quiero que elijas uno.

- El rojo- contestó, sin necesidad de volver a mirarlos- es un vestido que me atrae mucho-

El poeta asintió.

- Plasmarás en tu exterior lo que llevas por dentro. Bien – se acercó a la cómoda y sacó un
objeto del primer cajón – Quiero que aceptes este pequeño espejo… cabe en la palma de tu mano-

Ella lo aceptó y lo guardó en su hatillo.

- Y… - salió un instante al jardín, para regresar con una rosa en sus manos- acéptame esta rosa, es
especial, nunca se marchita. Quiero que cada vez que la mires te acuerdes de mí –

La princesa la examinó. Era una rosa extraña, sin espinas, de pétalos grandes de un aterciopelado tono
rojo oscuro.

La princesa se acostó, durmió y, a la mañana siguiente, partió sigilosa, sin despedirse del poeta, con su
caballo y con el equipaje, cada vez más pesado.

La tierra de la Sapiencia

Galopó a lomos de su caballo durante un día entero y, ya cuando caía la noche, reparó en que el paisaje
había vuelto a cambiar. Ya no había árboles, en su lugar flanqueaban el camino grandes extensiones de
cultivos. No le inspiró confianza dormir en mitad del camino ni esconderse en uno de los terrenos, ya que
temía que esa intromisión pudiera ser mal recibida por el propietario de la tierra… así que decidió pedir
hospitalidad en una de las casas que se veían a lo lejos.
La princesa llamó a la puerta. Abrió un matrimonio.

- ¿Quién eres? – preguntó la señora.

- Viajo. Vengo de lejos, acaba de caer la noche y no sé dónde cobijarme. ¿Les importaría
ofrecerme su hospitalidad? Prometo que no molestaré –

Ellos la examinaron concienzudamente. La princesa, a pesar del viaje y del cansancio, estaba limpia y bella
con su nuevo vestido rojo; correctamente peinada, gracias a su espejo, y bien alimentada, al igual que su
caballo.

Agradeció el esmero de su amigo, el poeta, en embellecerla. Podrían haberla considerado peligrosa… “y yo


podría haber llevado malas intenciones, a pesar de la calidad de mis prendas” se dijo.

La atendieron como si de una hija se tratara. Casualmente contaban con una cama libre y con un hueco en
la mesa, así que cenó con ellos.

- Y bien, si no es molestia responder- comenzó a hablar el marido - ¿Qué te ha traído al reino de la


Sapiencia?

- Busco un hombre que me acompañe al Reino del Olvido – respondió, cansada de contar
siempre lo mismo.

- ¿Qué te acompañe para qué? – intervino la esposa – tu respuesta es muy ambigua.

- Para casarse conmigo- aclaró- pensé que se daba por supuesto.

- Pues no – comentó el marido – podrías haber querido simplemente un escolta-

La princesa rió.

- Seguro. Me he ido tan lejos sólo para buscar a alguien que me escolte en el camino de regreso-

El matrimonio la miró de tal modo que a la princesa se le quitaron las ganas de seguir riendo.

- Aunque consideres que la gente ha de leerte el pensamiento, nunca está de más dejar bien claro
lo que quieras expresar – la regañó la esposa.

La princesa miró su plato, avergonzada.

- ¿Qué clase de hombre buscas? – preguntó el marido, guiñándole un ojo a su mujer y añadiendo
– tranquila, que yo pienso quedarme aquí.

- Pues… la clase de hombre que quiera venir conmigo. No debe de ser tan sencillo, si lo fuera no
estaríamos manteniendo esta conversación-

Ahora fue el matrimonio el que se rió. La princesa pensó que parecían un mecanismo automático, por su
sincronización.

- Sabrás al menos qué clase de hombre quieres- interrogó la esposa- ¿O no?-

La princesa lo meditó. Sí, tenía algunas ideas sobre lo que no quería.


- No me gustan los guerreros que van a la defensiva, asustados, que pretendiendo protegerme me
ponen en peligro. Tampoco me gustan las personas que, viviendo de las apariencias, se hacen
esclavas de los convencionalismos… ni los poetas; los poetas no saben amar; me lo advirtió un
buen amigo-

Ambos asintieron.

- Pues es complicado lo que pides – razonó el marido – pero ¿sabes lo que es el amor?

- No – negó la princesa, tajante – pero parece un requisito importante…

- Nosotros tampoco lo sabemos – confesó la esposa- y aquí nos tienes.

- ¿Y tú, qué le ofreces a cambio a un hombre? – inquirió él, curioso.

La princesa era la viva imagen del desconcierto.

- ¿Acaso debo ofrecerles algo?

- ¡Claro!- exclamó la señora - ¡quien pide debe ofrecer algo a cambio!-

Ella se tomó unos segundos.

- ¿Y qué tengo yo que un hombre puede desear? – se preocupó la princesa.

- Bueno – la ayudó el marido - ¿Qué traes contigo?

- Mi caballo – enumeró – mis alimentos, unas mantas, prendas de vestir, un espejo, una rosa, un
cuchillo… además – añadió – traigo mi cuerpo, mi necesidad y la oscuridad que se revela cuando
cierro los ojos; una oscuridad que todos conocemos y que no se puede compartir.

- También – le recordó la señora – llevas contigo lo que has aprendido en el camino.

- No es mucho- atajó la princesa – he aprendido que yo también soy capaz de dormir con un
cuchillo en la mano, que la libertad es bella y, ahora… que, a veces, es necesario dejar de caminar
y hacerse preguntas… - sonrió – y tal vez otras cosas más, pero en este momento – estiró los
brazos, bostezando- estoy muy cansada…-

Y, dicho esto, se retiró el dormitorio y su oscuridad, por primera vez, se llenó de recuerdos… dedicó un
pensamiento a cada uno de los seres que se habían cruzado en su camino.

Al día siguiente se despertó con un grito entusiasta: “¡Niña! ¡Hoy encontrarás al hombre que buscas! ¡Ésta
tarde hay reunión en el foro!”.

- ¿No tendré que vestirme de forma especial? – temió la princesa

- No – negó, rotunda la señora – Eso nos da lo mismo. Lo que deberás traer es tu inteligencia.

- Esa, sea cual sea, la llevo incorporada- aseguró la princesa, más tranquila.

Así pasaron las horas. Ella se aseó, comió, paseó por la ciudad y, a la hora convenida, fue acompañada
por el matrimonio anfitrión hasta el foro.
El foro era una gran plaza ajardinada, equipada con toldos y butacas que formaban un gran círculo con el
fin de propiciar charlas en las que todos pudieran participar hablándose a la cara. Cíclicamente a uno de los
habitantes de aquella tierra le correspondía el papel de moderador de la charla. En tal caso, debía situarse,
en pie, en medio del círculo.

Esto le explicaba el matrimonio a la princesa. El marido la alentaba: “hoy soy el moderador, aprovecharé la
sesión para presentarte a mis conciudadanos”.

- Un consejo – advirtió la esposa- no seas directa. Date a conocer, para que valoren
tranquilamente si desean o no ir contigo.

- Bien- aceptó la princesa.

Como de costumbre, aguardaron a que los participantes del foro estuvieran presentes. Después, el marido
salió con la princesa tomada del brazo y, desde el centro del círculo, anunció su presencia: “Hoy quiero
presentaros a mi nueva huésped. Tiene una proposición que haceros. Espero que a alguno de vosotros os
interese”.

La princesa sonrió y, ya sola ante los sapientes, tomó la palabra.

- Gracias a todos por permitirme exponer el motivo de mi visita. Vengo aquí buscando a un
hombre que quiera viajar a Olvido para casarse conmigo. ¿Algún voluntario? – planteó – Podéis
preguntar lo que queráis-

El público cuchicheó. Uno de los jóvenes presentes alzó la mano.

- ¿Qué ofreces?-

Ella, dudosa, intentó responder.

- Sólo puedo ofrecer una cosa… a mí misma.

- Y – la miró con aire maligno - ¿Cuánto vales?-

Se sintió indignada, pero se contuvo, mordiendo levemente su labio inferior.

- ¡Qué impertinente! ¡Soy una mujer, no una yegua!-

Los asistentes cruzaron expresiones interrogativas… hasta que resolvieron bombardearla a preguntas:

- ¿En qué te diferencias de una yegua?

- ¿Creas arte?

- ¿Eres culta?

- ¿Filosofas?

- ¿Crees en Dios?

- ¿Sirves para algo?

- ¿Tienes alguna vocación?


- ¿Y algún vicio?-

Tantas y tantas preguntas que la princesa se quedó inmovilizada, como clavada en aquel epicentro,
descubriendo que nada sabía ni sobre el mundo ni sobre sí misma.

Se alzó otra voz.

- Yo te diré lo que vales. Vales lo que un hombre esté dispuesto a pagar por ti, inútil –

La princesa conoció el odio. Lívida, le lanzó una mirada fulminante y replicó:

- No. Valgo lo que yo esté dispuesta a aceptar… ¡y no os acepto a ninguno de vosotros!-

Tras pronunciar estas palabras, salió corriendo. Arrolló a unos cuantos, furiosa, por abrirse camino. El
matrimonio que le dio hospedaje la siguió.

En el foro, pasada la tensión, siguieron comparando, metafóricamente, la longitud y colorido de sus plumas,
como si nada hubiese sucedido.

- Deberías volver- la regañó el esposo- eres demasiado susceptible.

- Ni hablar- se despidió la princesa – ellos quieren a alguien con quien competir o a quien aplastar,
por vanidad. Yo valgo mucho más, me niego a aceptar ese precio,¡sería rebajarme!-

La señora lo entendió y, sin mediar palabra, le entregó un libro con una pequeña dedicatoria: “A pesar de
lo malo, jamás deseches lo que has aprendido”.

Y así, aceptando el obsequio, la princesa abandonó aquel lugar tan poco acogedor, dispuesta a pasar la
noche en cualquier sitio… menos allí…

“Éste es un lugar en el que creen saberlo todo – concluyó – pero en el que aún ignoran lo único que
realmente importa; el significado de la oscuridad que nos queda cuando cerramos los ojos”.

La tierra del poder

Caía ya la noche cuando la princesa descubrió dos torres enormes y un puente levadizo que bloqueaban el
camino. Distinguía también las figuras de varios centinelas haciendo su guardia y, de pronto, reparó en un
cartel en el que se podía leer “La tierra del Poder”.

- ¿Poder? – se planteó - ¿Poder para qué?-

Sintió una desconfianza instintiva hacia lo que estaba viendo. Si tan difícil resulta entrar, pensó, más difícil
será salir. Pero, según valoró, cabía esperar que ahí la aguardara aquel que habría de acompañarla hasta
Olvido.

- Pasaré la noche fuera – decidió- tal vez el panorama se muestre más amable cuando lo ilumine el
sol-.

Así, buscando un lugar discreto para pasar inadvertida ante los guardias, cenó, dejó pastar a su caballo e
hizo recuento de los regalos recibidos… y descubrió que las provisiones se habían acabado. Sin
preocuparse, se cubrió con las mantas; usó el libro a modo de almohada; se aferró a su puñal bajo las
mantas; tendió a su lado la flor, para que fuera lo primero que vieran sus ojos al despertar y colocó, bajo la
flor, el espejo, para poder ver, después, su aspecto.
Confiada, se rindió en los brazos del sueño.

Cuando volvió a abrir los ojos, a la mañana siguiente, se encontró con un panorama muy distinto al
esperado: su caballo no estaba, sus pertenencias habían desaparecido y ella se encontraba presa en una
celda y encadenada a una pared. Se pellizcó las mejillas, incrédula. Estaba despierta.

Entornó los ojos. La luz era escasa. A duras penas se filtraba un haz luminoso a través de una pequeña
apertura cercana al techo.

Se planteó la posibilidad de gritar pero la rechazó. Su orgullo se lo impedía y, además, sabía que gritando
tampoco iba a lograr nada. Así que, tímidamente, se limitó a preguntar “¿Hay alguien ahí?”.

Escuchó pasos acercándose. Ella volvió a repetir la misma pregunta: “¿Hay alguien ahí?”.

- Has sido detenida- respondió una voz masculina- en nombre del rey-.

- Si tu rey quiere, que me ejecute – instó ella, convencida – y, si no, que me saque de aquí. Dile
que soy la Princesa del Reino del Olvido-

Nadie respondió. Unos pasos se alejaron a gran velocidad. Media hora después estaba desatada y en
presencia del rey.

El salón real la hipnotizó. Jamás había visto nada semejante. El rey estaba sentado en un gran sillón,
llamado trono. Había junto a él unos veinte guerreros – “soldados a su servicio” – dedujo. También había
algunos poetas y juglares, dedicados a entretenerle a él y a unas damas elegantemente vestidas, que
repartían su atención entre los artistas y los servidores del rey – “Deben formar parte de la nobleza”-
analizó.

También había algunos sabios, expertos en diferentes materias, hincando la rodilla ante el rey. Ella se
alegró al verlos postrados, ya que aún permanecía en su memoria la gran vanidad que alimenta el saber.

De repente, todas aquellas gentes dejaron sus afanes y concentraron su atención en ella.

Un sirviente del rey, tras hacer la conveniente reverencia, la anunció: - Ante todos, la que afirma ser la
Princesa del Reino de Olvido -.

- Perdona – le interrumpió la princesa – no lo afirmo; lo soy-

Los cortesanos se llevaron una mano a la boca, esperando una reacción contundente por parte del rey.

- Desde luego, tu orgullo es regio – corroboró el rey.

Los cortesanos siguieron con la mano colocada en su boca.

- Exijo saber por qué se me ha detenido – ordenó la princesa.

- Recuerda, princesa, que aquí soy yo el que hace las preguntas – objetó el rey - ¿Qué haces en
mis dominios?

- Busco un consorte – respondió ella.

Los cortesanos cuchichearon, muy pendientes.


- El único consorte posible de tu alcurnia, que habría que comprobar- aseguró el rey – soy yo.
Mandaré emisarios a tu reino, para confirmarlo.

- Pues – rió la princesa, para un mayor desconcierto de todos- no me apetece casarme con quien
me detiene arbitrariamente, me roba mis posesiones y sólo se digna a escucharme por mi alcurnia.

- Cuidado con tus palabras – advirtió el rey, levantándose del trono y aproximándose a ella- ahora
estás en mi reino y soy en consecuencia tu dueño. Si vives o mueres, si sales o te quedas,
dependerá de mi voluntad.

- No eres dueño ni de las botas que calzas- replicó la princesa – ya que, si todos éstos que te
rodean decidieran dejar de cumplir tus órdenes… ¡estarías perdido!... y mi vida ¿acaso importa?
Estoy destinada a morir, quizá mi destino es que me mates – volvió a reír – eso me hace libre de
actuar como quiera. No te temo-

La princesa se sorprendió de sus propias palabras. Llevaba varios días durmiendo con un cuchillo en las
manos… “pero antes dejaré que me despellejen “se prometió “a permitir que un tirano me doblegue”.

- Estos saltarían a un palacio ardiendo si yo se lo ordenara – aseguró el rey - ¿tus súbditos no te son
leales?-

Los cortesanos rieron, convencidos de que eso era lo que el rey deseaba de ellos.

- No hay súbditos en mi reino – el rey alzó una ceja y se aproximó más, pero la princesa no
retrocedió – pero somos más dueños de nuestros actos que ninguna de otras las personas que he
conocido-

El rey la señaló con su índice. Su resumida barba temblaba, de exasperación.

- Llevadla al cuarto de invitados. Será mi huésped. Si la información que ha dado es cierta, se


convertirá en mi esposa. Si es falsa, será ejecutada-

La princesa no objetó nada. Tampoco realizó ninguna reverencia cuando fue trasladada a sus nuevos
aposentos.

Su nueva situación era extraña. Estaba en plena libertad de moverse y observar, ya que la seguridad del
palacio era proporcional al íntimo miedo del rey de perder su poder. Los sirvientes que le servían los
alimentos la miraban con una extraña mezcla de admiración y compasión, pero se negaban a dirigirle la
palabra… todos menos uno de los soldados, que la primera noche se coló en su habitación.

- ¿Vienes a intentar dañarme de alguna manera? – espetó la princesa, sin temblar.

- No, aunque si me han dejado entrar aquí – explicó el soldado, quitándose el yelmo para que
viera en su expresión su sinceridad – es porque piensan que voy a maltratarte.

- ¿Y por qué no me atacas? – preguntó la princesa.

- ¿Qué piensas hacer? – replicó el guerrero, con otra pregunta – Sabes que nadie vuelve del reino
del Olvido… los emisarios serán devorados por la niebla.

- ¿Cómo sabes eso?-

El guerrero esbozó una media sonrisa.


- He viajado mucho… y he hablado con mucha gente… quienes van a Olvido, nunca vuelven.

- Si eso sucede- explicó la princesa – es porque esos viajeros rechazan el Olvido, luchan contra
él… y entonces, aunque crean vencer, porque Olvido es una tierra vencida de antemano, acaban
perdiéndose.

- Morirás entonces – se compadeció el guerrero.

- ¿Seguro? – se interrogó ella.

- El rey es despiadado – se lamentó el guerrero… y abandonó la habitación.

Con el paso de los días, la princesa observó que los guerreros le eran leales al rey por miedo y por inercia:
nunca habían probado a no serle leales. Además, en ocasiones su lealtad les suponía beneficios, así que
¿qué más daba que estuvieran o no de acuerdo con lo que éste les ordenara? Los poetas les cantaban a
las damas porque las damas eran nobles, no porque realmente las consideraran bellas. Los sabios
renunciaban a su espíritu crítico para amoldar el saber a lo que el rey deseaba. Ella había conocido bien a
esos tipos de personas, que tenían sus virtudes y sus defectos, pero resultaba lamentable verlos degenerar
por el afán de complacer a una autoridad… “Pero el poder” – se recordaba – “sigue sin garantizar el control
cuando vadeamos el vacío que tenemos por dentro”…

- Además – le explicó otra noche al guerrero – yo he tenido un guerrero a mi servicio, un poeta al


que inspiré y un matrimonio de sabios que me hospedaron… y jamás ejercí ningún poder sobre
ellos… ¡qué triste pensar que todo lo que te rodea es una mentira!-

Transcurrieron diez días y los emisarios no regresaban. Ante todo el reino se anunció que, en cuanto
despuntara el alba, la osada visitante será ahorcada.

La princesa no durmió aquella noche. No era miedo lo que sentía, sino frío y algo de tristeza… su misión
había fracasado, pero se iría con la tranquilidad de haber hecho lo posible por evitarlo. No sentía necesidad
de descansar, puesto que pronto descansaría a la fuerza. Debía aprovechar el tiempo en velar su propio
cuerpo y templar su alma. Le ofrecieron un último banquete, que ella rechazó con una sonrisa tranquila en
los labios “no quiero morir saciada, sino sintiendo cada fibra de mi ser, quiero estar plenamente consciente
de mi cuerpo”.

Ciertos pensamientos la tentaron… “Ojalá viniera un héroe a rescatarme”… “Ojalá un poeta me cantara
que soy la más valiente; la más hermosa”… “Ojalá alguien reconociera la sabiduría de mis actos”… “Ojalá
tuviera suficiente poder para aniquilar a este payaso”…

Fue fuerte y los desechó uno por uno.

Llegó el alba.

Entró el verdugo, cubierto con la capucha, ya que él no da la cara sino las manos; ejecuta órdenes.

Fue atada y conducida hasta la horca.

Allí estaba toda la ciudad. Ella iba a servir de escarmiento público; a alimentar, con más violencia, la
irracional sumisión de aquella gente.

El rey, desde el estrado, preguntó, deseoso de verla arrodillarse, pedir clemencia, llorar…

- ¿Tienes alguna última voluntad que pueda cumplir?-


El verdugo la desató, ella no tenía escapatoria.

- Me voy a ir- anunció- y tienes dos opciones; mandar a alguien a que me mate por el camino o
dejarme marchar. Adiós-

Y se marchó. Nadie la detuvo.

EL DESENLACE

La princesa había caminado sin correr, sin alterarse, pero cuando cruzó el puente levadizo y se supo fuera
del castillo, gritó, borracha de triunfo… hasta que se impuso la verdad: estaba tirada en el camino sin
regalos, sin víveres, sin mantas y sin caballo.

Ya no podía avanzar más hacia el norte. El único camino que le quedaba era el de regreso a su reino.
Recordó, no sin esfuerzo, que cuando partió de su reino sólo tenía su caballo y la ropa que llevaba puesta.
Reunió entonces la resolución que le faltaba y echó a andar.

Había recorrido un par de kilómetros cuando sintió sed. Siguió el murmullo del río hasta que llegó a él y,
cuando se inclinó a beber, escuchó un relincho tan familiar que su corazón dio un vuelco de alegría; aquel
relincho sólo podía pertenecer a su caballo.

No le costó mucho descubrir a su fiel compañero de fatigas atado a un árbol y, junto a él, abandonado, su
hatillo.

La princesa lo revisó exhaustivamente. No le faltaba nada y había extras: provisiones nuevas y un báculo
dorado con el emblema de un dragón.

Ella echó un vistazo alrededor e intentó escuchar algún sonido que la alertara de la presencia de cualquier
extraño. No captó nada. Arriesgándose, sacó el puñal de su hatillo, desató a su caballo y partió rauda, sin
atreverse ni a felicitarse por su buena fortuna.

Cuando estuvo segura de haber avanzado un gran trecho, hizo un alto en el camino, se detuvo, comió un
poco y se dispuso a dormir…

Justo antes, sintió el impulso de contemplarse en el espejo… pero no se fijó en su cara sino en unos ojos
amarillos que la espiaban, semiocultos en unos matorrales. Ella, tensa, volvió a aferrarse a su puñal…

Entonces el lobo la atacó y ella, por instinto, ensartó el puñal en el corazón del lobo. Su vestido quedó
manchado de sangre.

Ver el cuerpo sin vida del animal, verlo sangrar, no la hizo sentirse más tranquila; al contrario… por primera
vez las lágrimas empañaron sus ojos. Y lloró…

Lloró por la pérdida de una vida; lloró porque el lobo sólo respondía a su instinto; lloró porque fue su afán
de asirse al puñal lo que desencadenó el ataque del lobo; lloró por descubrir que los ataques más certeros
siempre llegan por la espalda; lloró por su vestido rojo, triste premonición, su vestido manchado de
sangre… y, en el fondo, de alegría. Junto al lobo murió un temor; el temor a no tener sentimientos. Por fin
había conocido las lágrimas… “Sólo por eso mi viaje ha merecido la pena”.

Mientras lloraba, otro ser la estaba espiando. Decidió revelar su identidad con delicadeza, colocando las
manos sobre sus hombros.

- Por fin has conocido las lágrimas, princesa. Eres admirable-


Ella se dio la vuelta, sorprendida. Era un hombre, su cara le resultaba familiar pero desconocía de qué.

- ¿Qué tiene de admirable llorar? – pero le abrazó, porque necesitaba abrazar a alguien.

- No llorabas cuando supiste tu vida amenazada… y, sin embargo, lloras por haber acabado con
la vida de un lobo-

Ella se separó de él con brusquedad.

- ¿Quién eres?

- Supongo que no me reconoces sin armadura. Soy aquel soldado del rey que charlaba contigo –
respondió – aunque no sólo soy eso… en realidad, soy otro caminante como tú. También busco
algo…

- No me lo digas- sonrió la princesa – buscas una consorte para compartir tu reino.

- He viajado durante años. He ejercido todos los oficios y me he inventado otros tantos… - relató-
y he conocido muchas princesas… y ninguna me mereció respeto nunca.

- Siéntate conmigo – pidió la princesa. Él obedeció.

- … ¿Tú tienes algo que ver con lo que ha sucedido con mis pertenencias?

- Sí- reveló él – yo escapé detrás de ti, discretamente. Quería encontrarte para devolvértelas pero
ya ves… las encontraste tú primero.

- Entonces- dijo ella, sacando el báculo del dragón – esto te pertenece… al igual que los víveres.

- ¡No!- negó el hombre con energía- son tuyos.

- ¿Por qué?-

Se miraron a los ojos.

- Yo siempre viajo con doble ración de víveres en mi equipaje, por si apareciera alguien en el
camino con quien compartirlo – miró de soslayo el cadáver del lobo- y ahora he querido compartirlo
contigo… en cuanto al báculo… tiene un doble significado. Es, por un lado, un emblema de poder…
y por otro, el icono que representa al peregrino. Además ¿Ves el dragón?

- Me gustan los dragones – contestó la princesa, con la mente vagando en el pasado.

- Los dragones son como tú. Merece ser tuyo… así que, antes de irme, se lo sustraje a un tirano
de nuestro mutuo conocimiento-

Ambos rieron.

- ¿Sabes? – dijo el hombre – En mi reino nadie conoce la risa.

- ¿Cuál es tu reino?
- Se llama “Recuerdo”. Es vecino del tuyo. Nadie puede reír porque todos se aferran al pasado y
los recuerdos siempre tienen un sabor amargo o de nostalgia… como imaginarás, no viene mucha
gente a visitarnos-

La princesa le escuchaba, con gran atención.

- Imagino. Sigue.

- Yo buscaba la risa…

- Y alguien- dedujo la princesa- con quien compartir lo que te sobraba.

- Dicho así, parece utilitarista… - tomó su mano- pero sólo compartiendo lo que tenemos nos
sentimos más felices… eso no significa que haya que dar esperando algo a cambio, al contrario.
Sólo los regalos nacidos del corazón tienen valor.

- He sido muy egoísta… la gente últimamente me ha dado mucho y yo jamás he correspondido a


ninguno de sus regalos… claro que – razonó – creo que nunca he recibido un regalo que fuera
totalmente altruista…

- Nadie es perfecto – sonrió el hombre- empezando por mí… Princesa… ¿Me permitirás
acompañarte hasta Olvido?-

La princesa, que ya se había rendido, no esperaba la proposición del hombre. Las dudas la aguijonearon:

- No te conozco… no eres ni bello ni feo, no sé si eres príncipe o vasallo, no sé si eres valiente o


cobarde, si eres inteligente o torpe, si eres poeta o prosaico… ¿Qué me ofreces?

- A mi persona… a ratos soy valiente y, a ratos, cobarde, cometo errores pero en ocasiones tal
vez resulte inteligente, soy poeta cuando me conviene y prosaico cuando es necesario… no soy
perfecto, pero quedaré en tus manos… cuando quieras, estaré a tu lado… y cuando no, estarás
sola. No seré yo quien bloquee tu desarrollo personal… - la princesa se toqueteaba el pelo, nerviosa
– y, por cierto… me llamo Andrés.

- Sólo me queda una duda – musitó la princesa, pensativa - ¿Qué es lo que queda cuando, por la
noche, cerramos los ojos?

- Sólo queda lo que realmente importa…-

Ella, impulsivamente, le besó.

- Acepto- fue su respuesta – Y, por cierto, me llamo Telma.

Ambos enterraron al lobo. Decidieron que el puñal fuera enterrado junto al lobo. Sobre su tumba, un
pequeño túmulo de piedras que indicara la presencia de la tumba y, a sus pies, la flor sin espinas, de
belleza eterna, para que siempre quedara allí memoria de lo sucedido.

Después, la princesa de Olvido y el príncipe de Recuerdo marcharon juntos, anexionaron sus reinos y,
como se supone que han de acabar los cuentos de príncipes y princesas… vivieron felices y comieron
perdices… ¿O no?

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