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w w w . m e d i a c i o n e s .

n e t

Des-ubicaciones de lo popular
Jesús Martín-Barbero

en conversación con
Hermann Herlinghaus

(en: Contemporaneidad latinoamericana y análisis


cultural, Iberoamericana/Vevuert, Madrid, 2000)

« Menciono de nuevo una pista que debo al historiador E.


P. Thompson, la de estar atento a lo que permanece en
lo que cambia, y lo que cambia en lo que permanece.
Todavía persisten tendencias de estudios que acentúan
solo la continuidad de las fiestas, la artesanías y la
canción popular. Pero no hay modo de separar la pureza
de las transformaciones. Un nuevo enfoque
hermenéutico se interesaría, en cambio, por los
contornos que adquiere el problema de la subjetividad a
la luz de las hibridaciones. Habría que entender la idea
de identidad performativa, con la que estoy de acuerdo,
como un modus operandi en que unas identidades
continuamente redefinen sus fronteras por relación a las
hegemonías. Y aquí la actividad no proviene solamente
de la hegemónica, proviene también de la práctica
subalterna.»
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Hermann Herlinghaus: El cambio epistemológico que


indicaron los nuevos estudios en torno a la modernidad
conlleva un rasgo que no deja de resultar sorprendente.
Pienso en una concepción de cultura popular
radicalmente reformulada que ha recibido uno de sus
mayores estímulos a través de tu libro De los medios a las
mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía. La noción
de lo popular adquiere a través del concepto de las
“mediaciones“ una especie de raíz hermenéutica
alternativa.

Jesús Martín-Barbero: Me gustaría enfocar el problema


hermenéutico en un sentido amplio, y desde ahí llegar a lo
popular como una de las categorías más complejas e inasi-
bles hoy. Están en juego preguntas de envergadura como
¿qué futuro le queda al intelectual?, ¿qué oficios puede asu-
mir?, ¿cómo y desde dónde le corresponde hablar hoy? Bea-
triz Sarlo, por ejemplo, sigue defendiendo el papel de un
intelectual crítico cuyos principios, aunque varias veces
revisados en sus trabajos, anclan en la visión Ilustrada. José
Joaquín Brunner, en cambio, habla del analista simbólico,
cuya tarea interpretativa debe servir no sólo para compren-
der lo cultural sino para interactuar con sus dinámicas y los
procesos de producción cultural. Ambos enfoques recogen
dimensiones necesarias, pero también arrastran ciertos las-
tres que me causan dudas hoy. El analista simbólico se
confunde con el experto especialista y estaría tentado de
hacerse parte de las estructuras y lógicas de la producción;
mientras la llamada “posición crítica” tiende a renovar

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aquel gesto nostálgico que remite al sueño de representar a


los oprimidos.

HH. A lo mejor se puede aludir a un debate “virtual”: un


debate que nunca fue conceptualmente desarrollado en
los centros, el diálogo trunco entre hermenéutica y
deconstrucción. Son obvias las reticencias que desde
ambos lados impidieron un intercambio sostenido.
Mientras tanto, en América Latina se divisan propuestas
que animan a pensar la hermenéutica más allá de sus
paradigmas filosóficos y también de sus cánones de
interpretación textual. Ahí está tu libro, que no solamente
rescribe la historia de un concepto a partir de la querella
entre románticos e ilustrados, sino parece optar por una
especie de “hermenéutica popular” vinculada a las
experiencias “anacrónicas” de la modernidad
latinoamericana.

JMB. Extender las fronteras de la noción de hermenéutica


y aliviarla de algunos esencialismos –que tampoco Gada-
mer parece haber superado–, yendo más allá de mi libro
exigiría dar entrada académica a nuevos lenguajes, nuevos
idiomas como los que experimentan los jóvenes hoy y que
para no pocos críticos se limitan a una sintomotología (pa-
siva) de efectos de los medios sobre unas generaciones que
‘no saben leer’.

HH. Tú hablas de experiencias que incitan también a una


reformulación del concepto de intertextualidad. Se
trataría, en mi percepción, no de considerar una
oposición de códigos sino su interacción –zonas de
contacto– que ayudaría a referir el problema intertextual a
las diversas dinámicas interculturales. En vista de la
heterogeneidad de experiencias y de los múltiples
accesos y usos que permite hoy la “audiovisión
avanzada”, me parece que el problema de las matrices

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culturales, que oscila entre lo discursivo y lo no


discursivo, adquiere ahí una particular complejidad.

JMB. Estamos asistiendo a una “intercodificación” más


que a una interacción de textos ya acabados y pertenecientes
a medios diferentes. Quiero decir, no se trata solo de consi-
derar las interacciones de cine y literatura, o entre el video y
las diversas gramáticas pictóricas, por ejemplo, sino de
nuevos modos de escribir que responden a un otro cultural
que emerge en la diversidad de las lecturas y las miradas.
Hay, como diría Michel de Certeau (1980), huellas y trayec-
tos de lectura que la modernidad letrada ha marginalizado
sin hacerlos desaparecer. Y éstos entran hoy en alianzas
peculiares con lo que la tecnología y la diversificación de las
matrices hace posible. El maestro de la escuela es todavía
un administrador de una economía de la letra, y trata las
lecturas fragmentarias y sesgadas de los jóvenes como una
aberración. Sin embargo, es la trayectoria heterogénea de la
historicidad de las lecturas lo que puede ser perfilado con
más nitidez a partir de un fenómeno como el hipertexto.
Entre el palimpsesto y el hipertexto hay tanto discontinui-
dades como continuidades; hecho que el hermeneuta tradi-
cional tiende a subestimar cuando favorece una sola parte
de la tradición. Me refiero a aquella tradición que incluye,
por ejemplo, la literatura patrística y que hasta se enriquece
en la Edad Media con las lecturas árabes de Aristóteles y
otros clásicos. En un sentido más general, toda la tradición
retórica bloqueada por la filosofía moderna merecería una
relectura a la luz de las hibridaciones textual-culturales del
presente. El de “leer” es un oficio más antiguo que el libro,
o mejor, que los modos de lectura que siguieron a Gutem-
berg. Posiblemente el desafío que conlleva el fenómeno del
hipertexto no es solamente un replanteamiento de los mo-
dos de leer libros, sino también –como metáfora– de leer la
historia. Walter Benjamin (1976) había propuesto, con una
lectura no lineal del progreso, pensar el pasado a “contra

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corriente”, esto es, no como “lo enteramente pasado” sino


como lo que contiene (al igual que el hipertexto) “lo aún no
realizado”; trazos y rutas presentes solo virtualmente –“vir-
tuales” tanto en el sentido actual como en el tradicional–.
Aquí tenemos un signo de sensibilidad hermenéutica que no
se rinde a la idea de la simple ruptura, fascinante o chocan-
te, y que a su vez hace reflexionar sobre la dinámica re-
lación que hay entre innovación y sedimentación, disconti-
nuidad y continuidad. En vez de “tradición” hablaríamos,
con Ricoeur, de una tradicionalidad en movimiento.

HH. ¿No será que la “batalla de las imágenes” a que


hiciste referencia en relación a Gruzinsky y la historia
cultural latinoamericana, ha sido absorbida hoy por las
diferentes dinámicas operatorias que hacen que los flujos
suspendan cualquier noción de subjetividad?

JMB. Esto no está zanjado aún. Evidentemente la mirada


hermenéutica no puede actuar como instancia capaz de pre-
venir consecuencias de la dinámica sociocultural; ahí está,
por un lado, el límite de un proyecto de comprensión. Pero
un gesto alternativo significaría, por otro lado, fortalecer la
comprensión para que la intervención sobre los procesos no
sea meramente funcional, instrumental o formalista. Pienso
que el mundo tecnológico postindustrial se hace comprensi-
ble no tanto desde sus maravillosas máquinas sino desde la
emergencia de un nuevo sensorium. Una nueva episteme, una
“nueva figura de razón” abre hoy la investigación a la inter-
vención constituyente de la imagen en el proceso del saber.
Virilio denomina “logística visual” a la remoción a que las
imágenes (informáticas) someten los límites y funciones
tradicionalmente asignados a la discursividad y la visibili-
dad: dimensión de cálculo, de interactividad y de nueva
eficacia metafórica (traslación del dato cuantitativo a for-
mas perceptibles, o “legibles”, visuales, sonoras, táctiles).
Estamos ante el reto de asumir la visibilidad de la imagen

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en términos de legibilidad. Si miramos desde la situación la-


tinoamericana, los medios de comunicación y las tecnolog-
ías constituyen un desafío especial para la educación. Me
parece que ahí hay incluso menos prejuicios que en Europa
cuando se trata de asumir como reto conceptual y político
la brecha cada día más ancha entre la “cultura” desde que
enseñan los maestros y aquella desde la que aprenden los
alumnos. Es solo a partir de la asunción de la tecnicidad
mediática como dimensión estratégica de la cultura que la
escuela puede insertarse en los procesos de cambio que
atraviesan las sociedades postindustriales en la periferia.

HH. Volviendo a la necesidad de competencias y lectura


múltiples, ¿de dónde habría que partir si se quiere
vincular la perspectiva hermenéutica con la
comunicacional? Vivimos un tiempo inestable también por
los rápidos cambios de las competencias tecnoculturales.

JMB. A veces cito la experiencia de los alumnos y egresa-


dos del Departamento de Comunicación en la Univer-sidad
del Valle. La Universidad tiene una pequeña productora de
televisión que hace varios programas semanales para el
canal regional Tele-Pacífico. El programa más importante
ha sido Rostros y rastros, diseñado y realizado por un profe-
sor egresado del Departamento en cooperación con los
estudiantes. El programa se ha dedicado a explorar las
posibilidades discursivas del documental a partir de la for-
mación cinematográfica. Hoy los jóvenes estudiantes de
comunicación tienen una sensibilidad postnacional. Se han
formado en una estética por la que pasan tanto el japonés
Ozú como Dreyer y Bergman, y por supuesto Tarantino.
Pero ahí se encuentran también los latinoamericanos, desde
Emilio “Indio” Fernández hasta Glauber Rocha y Arturo
Ripstein. Con esa sensibilidad híbrida, en la que entran tam-
bién los diseños electrónicos, los estudiantes exploraron la
ciudad de una manera muchísimo más rica de lo que cual-

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quier investigación académica puede hacerlo. Fue ahí que


recién logramos conocer la ciudad desde los márgenes; már-
genes encarnados en la más inesperada diversidad de los
personajes de la calle… por ejemplo, en la historia del Tea-
tro Municipal contada por el tramoyista, un viejo de ochen-
ta y ocho años que todavía sube y baja los telones en el
escenario y que durante los años treinta fue ayudante de los
Hermanos Acevedo –los primeros que hicieron cine en
Cali–. Es esa la intermedialidad que vincula las gramáticas
de los medios con las narrativas de la memoria, y de repente
vemos que la experiencia audiovisual es capaz de relacionar
generaciones que pensamos irreconciliablemente distantes.

HH. Lo marginal se articula en diversos niveles; parece


que se trata de una categoría más flexible que la de lo
popular. Quisiera agregar unas observaciones. La
narrativa moderna de América Latina, llamada también
literatura del boom, fue percibida desde las instituciones
literarias europeas como “fuente de juventud” dentro de
un modernismo que ya estaba en profunda crisis de
legitimidad. Pero en esa literatura latinoamericana, si se
la examina desde un ángulo intercultural, se divisan no
pocas matrices populares. Incluso hoy, una literatura que
entró en un canon “neovanguardista femenino” está
vehementemente atravesada por lo marginal y lo popular.
Pienso en Diamela Eltit, desde Lumpérica pasando por El
padre mío, hasta Los trabajadores de la muerte. El nombre
de la narradora chilena cobró legitimidad desde
categorías probadas y en sus novelas habla una hibridez
impactante: narración fragmentada, simbología religiosa,
presencia de lo oral y lo performativo en textos
estéticamente complejos. Luis Rafael Sánchez, de Puerto
Rico, da otro ejemplo importante con sus novelas La
guaracha del macho Camacho, La importancia de llamarse
Daniel Santos, o su cuento “La guagua aérea”. La
literatura chicana está llena de narraciones híbridas. Creo
que enfocar la integración de elementos populares como

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artificio estilístico o “intertextualidad posmoderna” no


corresponde a las exigencias de un análisis cultural de los
textos. En relación al concepto de las mediaciones tú
hablas de una heterogeneidad de matrices. ¿Qué piensas
de una revaloración cultural de la escritura?

JMB. Hay un aspecto que se desprende de la misma expe-


riencia de Cali que comenté. El Ulyses de James Joyce es
uno de los grandes hipertextos que, sin embargo, queda
enraizado en esquemas interpretativos tradicionales, y los
críticos siguen tratando de descifrarlo en las claves de “la
novela”. Yo siento hoy que lo que se expresa en la expe-
riencia de Rostros y rastros o en las radicales relecturas de
textos re-conocidos por el hermeneuta, y aún en la lectura
fragmentaria y a la vez intertextual, es una mirada más
acertada al proyecto de comprensión que la que ofrecieron
los métodos propiamente hermenéuticos, sea a nivel de
técnica de exégesis o de visión filosófica.

HH. El cambio del estatus epistemológico de una


empresa hermenéutica se indica, por ejemplo, en una
creciente desconfianza frente a un concepto de
intertextualidad que no es fundado interculturalmente.
Los teóricos que contribuyeron a la institucionalización de
la categoría de intertextualidad en los años sesenta –
Bachtin, Kristeva, Barthes, Eco– eran conscientes del
problema. Pero en Europa esta noción fue redomesticada
filológicamente en los decenios posteriores. Percibo que
tu libro De los medios a las mediaciones propone,
nuevamente, una de sus aperturas más rigurosas. Lo
importante del libro consiste en este sentido en
problematizar las zonas de contacto como ámbitos hasta
ahora subestimados, los intersticios, las mediaciones de
que tú hablas y que se despliegan entre medios,
discursos y prácticas sociales.

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JMB. En los últimos años mi reflexión ha tocado por


ejemplo el fenómeno del rock en América Latina, sobre
todo el rock que hacen los jóvenes de clase media y baja. Se
trata de una práctica en que la intertextualidad remite, tanto
o más que a textos, a sensibilidades: a la mezcla de sonori-
dades musicales con las de la ciudad, con su ruidos y
velocidades. La palabra adquiere en el rock un estatuto de
“embrague” –en el decir de Jakobson, palabra que sirve
para interferir/enganchar en la línea sintagmática las claves
paradigmáticas–: mientras se está hablando en un nivel
aparece una palabra que introduce otro nivel de realidad. La
palabra en el rock tiene otras funciones que en el bolero,
que incluso solía integrar poemas modernistas… no es co-
mo la palabra que aparece en el bolero, no tiene las mismas
funciones. En el rock la palabra hace ruido, es decir, el
ruido no viene solo de la batería, hay un ruido que es pala-
bra en el sentido que ruido tiene en la teoría de infor-
mación. En ésta el ruido impide la comunicación por que
no es palabra, antes bien, es el agujero en la información
donde la palabra se pierde. Pero en el ejemplo dado se ob-
serva una palabra que, al sonar como ruido sirve de “em-
brague” posibilitando la conexión con otros ruidos a través
de los cuales habla la ciudad.

HH. La palabra se hace factor antidenotativo a favor de un


“otro” que es el empoderamiento cultural. Es una palabra
empoderada en un gesto excéntricamente performativo.

JMB. Cierto, es la palabra que rompe con la función de-


notativa; al menos como único modo de significar, y ahora
la palabra chilla, golpea, ensordece, se precipita, nos acelera
o nos rompe performativamente.

HH. Cabría referirse también a la importancia cultural de


las matrices narrativas que “circulan”. ¿Cómo interactúan
medios y sensibilidades a través del encuentro y el

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reciclaje de narrativas? Históricamente hay nexos fuertes


entre narratividad y performatividad, aunque la
modernidad centrada las haya marginalizado. Hoy el
encuentro de diversos medios con gestos y voces y usos
no ha dejado de fortalecer nuevamente la noción de
performatividad cultural. Esto le confiere a la narratividad
un peculiar estatus de frontera, una condición transversal.
Narrar no es necesariamente literarizar, narrar es una
práctica cultural. Quizá el concepto de hibridación
cultural pueda ganar en comprensión y precisión al
explorar esta especie de narraciones. Designa un
fenómeno diferente del concepto de transculturación, tal
como fue formulado por Ángel Rama y Antonio Cornejo
Polar. Las narraciones tienen que ver con una
“interculturalidad actuante”.

JMB. Estoy plenamente de acuerdo. Nos percatamos cada


vez más de modos de leer e imaginar que muestran lo re-
ductivo del canon dominante que se desarrolló a partir de la
galaxia Gutemberg. Siempre hubo narración y lectura fuera
del dominio filológico. Hasta hoy se observa que hay textos
narrativos en Colombia que sólo pueden ser leídos al ser re-
contados por un intérprete que actúa de mediador entre la
recitación y la performatividad del relato. Los relatos han
mantenido su poder social. Hay un número cada vez más
grande de chamanes indígenas en la ciudad de Cali que
hacen las veces de psicoanalistas: leen los sueños o las pe-
sadillas de la gente y su lectura actúa performativamente
sobre los cuerpos. Otra pista por investigar más hondamen-
te es el uso de la telenovela en su re-narración. La gente,
especialmente de los barrios populares –y de una parte de la
clase media relativamente grande– llega a disfrutar plena-
mente las telenovelas cuando las narra, transformando lo
visto en un relato de experiencia, en que se mezcla inextri-
cablemente lo que ocurre en el relato con lo que sucede en
la vida. Se empieza por contar un capítulo de una telenove-
la a una vecina que no lo vio, y al poco tiempo la cadena
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sintagmática del relato conecta con las narraciones de la


vida y proyecta las unas sobre las otras.

HH. ¿Sostienes que lo que se negocia interculturalmente


no es tanto la significación de textos diferentes sino el
“sentido” (un otro hermenéutico) de la relación de los
usuarios con los textos?

JMB. El hermeneuta tradicional buscaba la significación


subyacente o estructural del relato, mientras hoy buscamos
comprender el sentido que cobra el texto al ser leído y res-
tructurado en los bordes de su estatus fijo. Quiero decir que
ese “sentido” no remite ni a un interior (según el semiotis-
mo estructuralista) ni a un exterior (en una cierta acepción
sociológista) del texto sino a un tercer espacio. La relación del
sujeto que lee con el texto remite a los niveles de la memo-
ria, es decir, a los ritmos y los relatos que a su vez atra-
viesan lo cotidiano. Esa fue la enseñanza que nos dejó la
investigación que hicimos en Cali sobre la telenovela y sus
usos sociales en barrios populares, usos que son colectivos y
a la vez individuales. Hay una especie de trayecto narrativo
de la emoción en que vida y telenovela se intersectan. En la
re-narración que hacen los unos para los otros todo cuenta:
la gestualidad, el tono, la alusión, y fragmentos del pasado
de cada uno que aparece recontado en los comentarios. De
esta manera, el sujeto al narrar lee. La telenovela deviene
un espejo en que la gente se mira para ver cómo ve. Y es un
constante disparador de expectativas: facilita la re-narración
cotidiana de los deseos de ser feliz.

HH. A pesar de lo comentado, tú hablas hoy menos de lo


popular que en los tiempos en que escribiste tu
importante libro…

JMB. Recuerdo que cuando estaba escribiendo De los me-


dios a las mediaciones ya sentía reservas al distinguir fenó-

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menos que no estaban en realidad tan separados. Pienso en


las premisas con que demarcaba lo popular, lo culto y lo
masivo. Pienso que era necesario emprender una demarca-
ción historizadora pero que no fuera maniquea sino un
análisis de los modos de relación conflictivos, modos de
hibridación que entrelazaban dominación y resistencia, que
dejaban de ser polos distantes. Hoy, en cambio, se presencia
un mayor desgaste de la idea de lo popular por el manoseo
a que el propio mercado la ha sometido. En los años cin-
cuenta comenzaba a circular el paradigma norteamericano
que identificaba lo popular con la cultura de masa, y la
reacción en América Latina tendió hacia el otro extremo: lo
popular no tenía nada que ver con cultura de masa. En ese
tiempo fui de los pocos que se atrevieron a decir que lo
masivo “sí tiene que ver” con lo popular. Sin embargo, ha
llegado un momento en que ya no son los teóricos nortea-
mericanos sino el mercado mismo el que se ha apoderado
de esa palabra para denominar la masividad del consumo.
Incluso desde el mercado se efectúan análisis que nos habría
gustado practicar como investigadores y trabajadores de
campo: saber diferenciar e interpelar a los diferentes mundos
de vida populares.

HH. Esto quiere decir también que hay nuevas y más


precarias figuraciones de lo popular...

JMB. Para nombrarlas harían falta otros desplazamientos


conceptuales. Hasta los conceptos descentradores que uti-
lizábamos ya no logran describir bien las situaciones frag-
mentadas de lo cultural. Pero si nos hundimos en el mo-
vimiento de fragmentación, lo que quedaría de lo popular
serían únicamente residuos o, en el mejor de los casos, su
reducción al ámbito de la recepción y el consumo. Es im-
portante, por un lado, diferenciar ese ámbito a partir de la
noción de los usos que nos ha legado Michel de Certeau; por
el otro, es importante seguir preguntando por lo popular en

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los niveles de producción y creación si se quiere analizar los


cruces y espacios intermedios. Brunner ha señalado este
problema a partir de su texto “Notas sobre cultura popular,
industria cultural y modernidad” que García Canclini y
Roncagliolo publicaron en el volumen Cultura transnacional
y culturas populares (1988).

HH. Y García Canclini problematizó a su vez la posición


de Brunner en el ensayo “Los estudios culturales de los
ochenta a los noventa“ (1991/1994).

JMB. Néstor captó bien lo que estaba implícito en el libro


de Brunner, Barrios y Catalán – Chile: transformaciones cultu-
rales y modernidad (1989)– con respecto a uno de los más
importantes problemas del debate latinoamericano. Y un
notable número de libros de los noventa ha agudizado el
problema: ¿A qué lleva la tentación indudablemente grande
de atribuir subjetividad y creatividad a los sectores popula-
res sólo en el ámbito de los usos y los modos de apro-
piación? Yo sigo creyendo que hay también ‘producción
popular’, una producción que cada vez tiene menos que ver
con purismos, autenticidades o autoctonías. Es una produc-
ción híbrida no solo en sus contenidos sino en sus formas y
aun más en sus modos de hacerse, de desplegarse. Es el
caso, por ejemplo, de la reterritorialización y el rediseño de
tecnologías en determinados contextos locales y sociales.
Hay una hibridación popular-internacional en las dinámicas
que describe Renato Ortiz; y al mismo tiempo hay redes en
las cuales se produce lo popular vinculado a lugares y territo-
rios. El programa Rostros y rastros da un ejemplo de cómo
una mirada “dialógica” que hace hablar lo popular urbano,
incluso en los sectores más marginados, se encarna en una
producción atravesada al mismo tiempo por la sensibilidad
y los imaginarios transnacionalizados de los jóvenes que
producen el programa. Pero estos jóvenes a su vez asumen
seriamente las raíces culturales de Cali y su región, las ma-

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trices narrativas y las memorias locales. Frente a la historia


y la memoria oficiales que ha escrito y recogido la burguesía
de Cali, estos jóvenes escriben audiovisualmente una histo-
ria alternativa sin nostalgia. Aquí se realiza un otro sentido
de lo popular que no tiene que ver con la producción de
objetos ni con la mera apropiación; que se desarrolla acti-
vamente a través de otros modos de habitar y experimentar
la ciudad, de vivirla y re-narrarla.

HH. Es un problema que Diamela Eltit ha asumido en sus


varias escrituras: el problema de un otro popular que
establece sus existencias entre lo emergente y lo residual.
Es una de las escritoras más conscientes de los bordes de
lo discursivo y, desde otro lado, de los recursos narrativos
en las prácticas performativas.

JMB. Mientras las políticas culturales tienden a identificar


lo popular con lo arcaico o con lo residual recuperado por
la hegemonía, lo que ahí aparece es lo residual no recupera-
do junto a elementos de lo emergente, algo que también es
de mucha relevancia para la joven narrativa colombiana. Se
hace estallar la “voz” que habla en el “relato de la nación”
para hacer emerger la multitud de voces de que esta hecho
el tejido de la historia. Un estudiante me descubrió las dife-
rentes memorias que guardaba una casa de Cali, construida
por un aristócrata en el siglo pasado. Esta casa fue converti-
da más tarde en asilo público de ancianos, y en la contem-
poraneidad la adquirieron unos nuevos ricos provenientes
del narcotráfico cuyos (malos) gustos se asemejaban a esti-
los de clase media-baja. Posteriormente la casa ha pasado a
manos de una institución pública gestionada por una señora
de la burguesía caleña que ha sabido valorar las hibridacio-
nes que habitan y constituyen a esa casa como lugar.

HH. ¿Cómo dimensionarías conceptualmente la relación


asimétrica entre lo popular y lo masivo hoy? Me parece
que la idea de identidades performativas, es decir, tácticas
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y empoderadoras en el sentido de Michel de Certeau,


sigue siendo un desafío conceptual.

JMB. Menciono de nuevo una pista que debo al historia-


dor E. P. Thompson, la de estar atento a lo que permanece
en lo que cambia, y lo que cambia en lo que permanece.
Todavía persisten tendencias de estudios que acentúan solo
la continuidad de las fiestas, la artesanías y la canción popu-
lar. Pero no hay modo de separar la pureza de las trans-
formaciones. Un nuevo enfoque hermenéutico se interesar-
ía, en cambio, por los contornos que adquiere el problema
de la subjetividad a la luz de las hibridaciones. Habría que
entender la idea de identidad performativa, con la que estoy
de acuerdo, como un modus operandi en que unas identi-
dades continuamente redefinen sus fronteras por relación a
las hegemonías. Y aquí la actividad no proviene solamente
de la hegemónica, proviene también de la práctica subalter-
na. En ese sentido Bourdieu afirmó que el “gusto popular”
no es entendible sino por oposición al gusto de la élite, pero
al mismo tiempo el gusto popular no se reduce a su matriz
negativa, tiene sus propias matrices y su creatividad ex-
céntrica que es difícil de reconocer porque no cabe en el
esquema tradicional de la dominación y la subalternidad.
Cuando presenté una de mis primeras conferencias sobre
esta problemática, en México en el año 1978, llamó la aten-
ción mi propuesta de un cambio de mirada. Invertí la
fórmula “la comunicación es un proceso de dominación”,
lugar común en el que todos estábamos de acuerdo enton-
ces, formulando su revés: “la dominación es un proceso de
comunicación”. Es obvia la alusión a Gramsci y a la nece-
sidad de estudiar la dominación como proceso de compli-
cidad y seducción. Para analizar complicidades, es decir
relaciones ambivalentes por su dinámica cultural, la explica-
ción no basta y se necesita, en términos hermenéuticos, en-
foques más versátiles de comprensión. Se trataba de un des-
plazamiento que iba del habla a la comunicación: un des-

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plazamiento de enfoque que va de la heideggeriana morada


del ser, como escribí una vez, a unas mediaciones que ca-
racterizan los desbordes socioculturales del habla. En la
lógica de lo popular, el dominado o subalterno actúa en el
campo del adversario, y al invertir su orden lo transforma.
Dentro de esta lógica habría que enfocar el sentido de las
relaciones entre popular y masivo. Hoy se hace mucho más
difícil entender los modos a través de los cuales lo popular
fecunda -–¡qué escándalo!– lo masivo. Hay una especie de
lugar común entre teóricos de nuestro tiempo según el cual
de lo popular solo quedan fragmentos y residuos, no en la
acepción de Raymond Williams, sino en el sentido de lo
desechable. En relación al melodrama televisivo he plan-
teado hace varios años que lo masivo posibilita una me-
diación en que se rearticula y, en cierto sentido, se recom-
pone lo popular. Mientras tanto, la situación ha cambiado
en la medida que cualquier expresividad popular es coopta-
da muy rápidamente. Creo que esta situación podría meta-
forizarse a través de un desplazamiento que va de la carna-
valización a la parodia, y numerosas veces a retóricas pre-
fabricadas pero intercambiables. Esto significa, a nivel de
recepción, que hay cada vez ‘menos’ que contar a la vecina,
menos en el sentido de una rememorización narrativa como
exigencia cotidiana. Sin embargo, pienso que el doble discur-
so, el discurso lúdico/subversivo, no desaparece, pero es
más difícil de conceptualizar.

HH. Es interesante que en varios países latinoamericanos,


y también en España, hay grandes fiestas o procesiones
religiosas que perduran sin calzar en una mera
comercialización.

JMB. En Perú, ante todo en los pueblos andinos, hay fies-


tas que mantienen una teatralidad burladora desde los tiem-
pos de la colonia. Sus protagonistas indígenas comienzan
con una ceremonia católica y después, con las mismas ves-

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tiduras, y los mismos santos que llevan en los hombros,


hacen otra ceremonia en la que invierten el sentido de la
fiesta en una especie de blasfemia. Lo que ahí está en juego
no es un mero cuestionamiento de la autoridad. La repre-
sentación no se agota, por ejemplo, en la antítesis de “lo
español”. La antítesis acaba siendo una mimesis atada a la
lógica de lo dominante; se trata de una reelaboración del
sentido de la hegemonía, bien sea como suspensión o como
deconstrucción. Uno de los ámbitos claves de esa reelabora-
ción es hoy la música. En Colombia la música popular
atraviesa profundos cambios. La “antigua” música nacio-
nal, la cumbia –aún tenida por tal en el resto de América
Latina– deja de serlo. Sigue bailándose en la Costa Atlánti-
ca, en ciudades como Cartagena, Santa Marta, Barran-
quilla, pero desaparece prácticamente en las otras partes del
país. Y el vallenato, música rural y provinciana se va impo-
niendo en poco tiempo como nueva expresión urbana y
nacional de la música popular. Pero los vallenatólogos no
dejan de sufrir por esto. El vallenato, en la medida que se
hace nacional y urbano, se contamina de otros ritmos y
acoge nuevos instrumentos. Uno de sus mejores exponen-
tes, Carlos Vives, comenzó su carrera en una serie de
televisión que contó la vida de un gran compositor de valle-
natos. Después formó su propio grupo e introdujo flauta
indígena, elementos de percusión, y ritmos caribes como el
reggae. Dio expresión a una música popular urbana cuya
modernidad consiste en su capacidad negociadora con es-
tilos y elementos de la música trasnacional. Hoy, la gente
joven de todo el país acoge y baila el vallenato. El éxito de
Carlos Vives se ha extendido por América Latina, al mundo
latino norteamericano y a España. Su éxito está sin duda
ligado a una cadena de radio y televisión perteneciente al
dueño de la más grande empresa de refrescos del país, y
hasta juega en la publicidad con un título, “Colombiana“,
que actualiza uno de los más antiguos vallenatos “La gota
fría”. Pero atravesando el trayecto mercantil globalizador

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de esta música, el carnaval de intertextualidades e inversio-


nes de sentido, tanto como la afirmación de identidades
como diferencia cultural sigue operando. El mercado opera
sus mecanismos de comercialización y rentabilización, y al
mismo tiempo posibilita que las generaciones jóvenes de
Colombia transformen una música como nacionalmente
suya.

HH. Esto significa que una música fuertemente híbrida se


hizo nacional.

JMB. Observamos una reorganización de lo nacional en


clave de diversidad e interacción cultural. Hasta la nueva
Constitución colombiana del año 1991 afirma que no hay
una sola manera de ser colombiano sino varias y muy dife-
rentes. Habría que colocar lo nacional entre comillas, por-
que lo que lo convoca, en tiempos de globalización, pasa
por lo que Renato Ortiz denomina lo popular-internacional:
de la música al fútbol. Lo nacional, desdibujado por los
movimientos de lo global y de lo local, se encuentra a la vez
inmerso en procesos de recomposición en que operan nue-
vos mecanismos de diversificación cultural. Hay varias crí-
ticas del concepto de hibridación cultural que le reprochan
un enfoque biológico y organicista. Pero García Can-clini
sostiene que se trata de un concepto histórico. Cuando se da
una hibridación cultural, no se puede predeterminar cuál
será el resultado. Hay un alto grado de indeterminación que
debe estar en el contenido de este concepto. La hibridación
no es comparable a síntesis ni a mezcla de componentes. En
este marco de referencias, la dialéctica de Hegel sería in-
aplicable a América Latina. Las culturas precolombinas no
fueron la tesis, ni la cultura del conquistador la antítesis, ya
que la síntesis no funciona. En Latinoamérica conviven
matrices culturales precolombinas, ingredientes plenamente
coloniales, procesos de innegable modernidad y rasgos de
postmodernidad. Las culturas latinoamericanas articulan,

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en su condición histórica, múltiples destiempos. Al mismo


tiempo y más allá del continente, la hibridez es un rasgo
histórico de la modernidad que produce diferentes formas
de interculturalidad. La modernidad no es pensable unita-
riamente, ni bipolarmente. Hablar de culturas híbridas es
hablar de polisemia y politeísmo.

HH. Quisiera pedirte un comentario sobre la situación y la


vigencia de los nuevos movimientos sociales en América
Latina.

JMB. Me parece que presenciamos un cierto período de


desencanto en relación a estos movimientos. En un primer
momento se ha enfocado la sociedad civil en movimiento,
es decir, también en su vitalidad cotidiana. Una buena parte
del pensamiento sobre el tema ha conducido a una poten-
ciación de la idea de la sociedad civil. Ha dado legitimidad
a nuevas dimensiones del cambio social, distanciándolo de
la unifinalidad que lo identificaba con la “toma del poder”,
con la toma del Estado. Pero la contracara de esa ganancia
se está convirtiendo en un problema serio. A medio camino
entre el Estado y las instituciones formales de la política, los
nuevos movimientos están incidiendo en la fragmentación
de lo social que profundiza la dificultad de hallar una nueva
forma de articular las diferentes luchas. Y las posibilidades
reales de pluralizar y reinventar la política no dan motivo
para la euforia.

HH. ¿Hay un desencanto que concierne al mundo popular


como fuerza vitalizadora de estos movimientos?

JMB. Quisiera referirme en particular a los movimientos


que surgen en o atraviesan el barrio. La cultura de barrio ha
encontrado uno de los análisis más agudos en el libro La
construcción simbólica de la ciudad (1996) de Rossana Regui-
llo. El barrio popular continua existiendo, sigue desplegan-

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do sus lógicas, pero éstas sufren cada vez más la penetra-


ción de lógicas hegemónicas. El barrio no solamente es
reapropiado por la política hegemónica –y por una política
cultural que potencia ciertas fiestas barriales para cambiar-
les de sentido–, sino que el barrio mismo comienza ser un
espacio más difuso y a la vez más permeable a movimientos
externos como lo son, por ejemplo, las sectas. Si yo volviera
a hacer, hoy en día, la investigación que se resume en
“Prácticas de comunicación en la cultura popular“, que
forma parte del libro Procesos de comunicación y matrices de
cultura (1988), las conclusiones serían otras. El barrio popu-
lar es funcionalizado por las lógicas dominantes en la
dinámica misma de su incorporación a la modernidad ur-
bana, empezando por ejemplo con la regulación del tráfico
o la higiene. Es decir, funcionalmente va siendo adecuado y
reconvertido en un espacio normal y normalizante. Al mis-
mo tiempo los movimientos barriales de hoy tienen, más
que antes, rasgos de dispersión y desubicación. Pero un
fenómeno que se mantiene vivo en el barrio es la dimensión
cultural de la socialidad. El alcalde de Bogotá Antanas Mo-
ckus propuso en 1996 un programa para introducir cambios
en las relaciones entre los ciudadanos y la ciudad, una rede-
finición de los lazos de pertenencia en términos de lugares y
de imaginarios. La violencia urbana tiene una de sus fuen-
tes más poderosas en la inseguridad psíquica que se siente
en unas ciudades que van destruyendo los referentes de la
memoria colectiva. De esta manera, la ciudad potencia lo
violento en la medida que deja perdidos a los ciudadanos en
esos ‘no-lugares’, de los que habla Marc Augé.

HH. Dentro de ese marco de referencia, ¿qué papel


atribuyes a las subjetividades femeninas?

JMB. La tematización teórica al respecto es relativamente


reciente en América Latina, y aún no ha logrado permear –
con excepciones como el trabajo de Nelly Richard y la Re-

Des-ubicaciones de lo popular - entrevista


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vista de Crítica Cultural, o la revista mexicana Debate Feminis-


ta– el grueso de las ciencias sociales. Una cierta ausencia de
la mirada desde lo femenino se hace manifiesta también en
los nuevos estudios culturales. Hace poco, en un encuentro
en Sterling, Stuart Hall nos llamaba la atención sobre ese
déficit. La introducción de una mirada de género como
mirada diferencial que no corresponde a un discurso de
meras oposiciones, produce desconcierto en nuestras latitu-
des académicas. En las prácticas cotidianas hay un ma-
chismo aun muy fuerte, y la autorreflexión teórica desde los
paradigmas dominantes no está libre de ese fenómeno. El
machismo no es solo cuestión del hombre, es parte del fun-
cionamiento de la hegemonía, y de complicidades tenaces.
Si se relaciona esa problemática con lo popular, buena parte
de la reflexión sigue presa de aquella tradición europea que
pensó lo popular como lo infantil, lo sentimental y, por
ende, lo femenino. A mí me han interesado, desde el tiempo
en que escribí De los medios a las mediaciones, las tensiones
entre lo femenino y lo popular. Y ahí se observan en la ac-
tualidad, me parece, numerosos desencuentros entre expec-
tativas teóricas y experiencias prácticas que son, a su vez,
altamente reveladoras.

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