You are on page 1of 44

1

JAVIER MUGUERZA

COSMOPOLITISMO Y DERECHOS HUMANOS


2

Hace escasas semanas, un alto cargo gubernamental de los Estados

Unidos de Norteamérica apostrofaba a los miembros de una representación

de Amnistía Internacional, cuya visita recibía, con las displicentes palabras

que reproduzco a continuación: “Los derechos humanos que defienden

ustedes se han venido abajo junto con las Torres Gemelas de Nueva York

el 11 de Septiembre del 2.001”. De que estaba lejos de tratarse de una

baladronada funcionarial da testimonio un texto publicado poco después

por Michael Ignatieff, quien -en su calidad de Director del Centro

Kennedy de la Universidad de Harvard para la Investigación de la Política

de los Derechos Humanos- concluía planteándose lo mismo bajo la forma,

ciertamente más refinada pero no menos inquietante, de la siguiente

pregunta: “El problema es saber si, tras el fatídico 11 de septiembre, la Era

de los Derechos Humanos no habrá tocado a su fin”. Y una celosa

defensora de estos últimos como Mary Robinson, hasta ayer mismo Alta

Comisionada de la Organización de las Naciones Unidas para los Derechos

Humanos, se creía en la obligación de despedirse de su puesto llamando

nuestra atención con esta enérgica advertencia: “Aunque la vigilancia en la

prevención de atentados terroristas, así como la firmeza de su condena y su


3

castigo, son indiscutiblemente necesarios a la luz de acontecimientos como

la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York el 11 de septiembre

del 2.001, sería sin duda desastroso, y por supuesto contraproducente,

sacrificar en el proceso otras prioridades, como los derechos humanos

mismos”.

Pronunciamientos como los anteriores, que constituyen sólo una

pequeña muestra entresacada de los muchos que cabría traer a colación,

tienden a producir la errónea impresión de que la línea divisoria entre los

siglos XX y XXI -supuestamente marcada por la fecha del 11 de

septiembre del 2.001- ha de entrañar un decisivo cambio de actitud, incluso

dentro de nuestra propia tradición occidental, ante el problema de la

vigencia a escala mundial de los derechos humanos. Y digo que se trata de

una impresión errónea porque el supuesto mismo de que parte carece de

fundamento: el siglo XX y el siglo XXI, del que todavía no sabemos una

palabra, resultan por el momento absolutamente indiscernibles. En cuanto

al acontecimiento que todo el mundo parece estar de acuerdo en tomar

como un hito destinado a señalar el inicio de una nueva época, esto es, el

atentado aéreo del 11 de septiembre del 2.001 contra las Torres Gemelas

neoyorkinas, podría muy bien haberse producido hace unos años -¡en

pleno siglo XX por lo tanto!- si hubiera tenido éxito el primer intento, el

intento abortado, de voladura de las Torres mediante la colocación de

cargas de explosivos en sus cimientos.


4

Puestos a denegar la “indiscernibilidad” de los siglos XX y XXI, es

decir, la imposibilidad de distinguir entre uno y otro, sería sin duda

preferible aceptar el dictamen del historiador Eric Hobsbawm de acuerdo

con el cual el siglo XXI haría ya diez o doce años que ha empezado, puesto

que el siglo XX habría acabado en 1.989 con la caída del Muro de Berlín o,

más exactamente, con el colapso de la Unión Soviética en 1.991. De ahí

que, en su reputada Historia del siglo XX, dicho siglo -ese siglo todavía tan

cercano de nosotros que nos resulta raro llamarle “el siglo pasado”, como

veníamos haciendo hasta ahora con el siglo XIX- haya sido caracterizado

por Hobsbawm como un “siglo corto” (the short twentieth century) que no

sólo habría acabado demasiado pronto, sino que además habría empezado

demasiado tarde, aproximadamente con la Primera Guerra Mundial de

1.914 que daría el cerrojazo a la plácida belle époque en la cual se

perpetuaba la centuria anterior. Y en la caída del Muro de Berlín o en el

colapso de la Unión Soviética tuvo al menos que ver algo la lucha en pro de

los derechos humanos desatendidos por el funesto “socialismo real”, lucha

que hoy habría que proseguir en pro de los derechos humanos asimismo

desatendidos por el no menos funesto “capitalismo real”.

Pero dejemos a los historiadores con sus sutiles cronologías y

periodizaciones, porque no es eso lo que ahora nos interesa. Hace un par de

años nos reunimos, en la Universidad Internacional Menéndez y Pelayo de

Santander, un grupo de universitarios tratando de aclararnos sobre lo que


5

había sido el siglo XX. Además de historiadores, concurrían también otros

científicos y hasta algunos filósofos como yo. Un físico eminente definió al

siglo XX como el siglo de la física cuántica, y un biólogo no menos

eminente lo definió a su vez como el siglo de la biología molecular. Y cada

uno desde su perspectiva, ambos tenían razón, pues la física cuántica y la

biología molecular han sido importantísimas no sólo por sí mismas, sino no

menos por sus consecuencias de orden práctico, como la revolución que

han supuesto las nuevas tecnologías electrónicas de la comunicación o los

espectaculares avances registrados en el terreno de la ingeniería genética.

En cuanto a mí, y desde la más modesta perspectiva de las humanidades,

me tocó defender la caracterización del siglo XX que había hecho suya

Norberto Bobbio como el siglo de los derechos, esto es, “el siglo de los

derechos humanos”. Por su parte, mi buena amiga Victoria Camps

defendería que el siglo XX había sido -para decirlo con las palabras que

dan título a uno de sus libros- el siglo de las mujeres. Y tampoco le faltaba

razón para caracterizarlo así, puesto que en ese siglo de revoluciones

fracasadas que hemos dejado atrás, acaso con más ira que melancolía, la

única revolución que ha salido adelante y sigue en marcha es la

protagonizada por las mujeres bajo el impulso de los diversos movimientos

feministas de los últimos cien años, movimientos todos ellos al servicio de

la emancipación de esa mitad del género humano que las mujeres

representan. Pero, entendidos en tanto que movimientos emancipatorios,


6

dichos movimientos feministas se dejan todos encuadrar en el más amplio

de la lucha por los derechos humanos. Lo que convierte, en fin, al siglo XX

en la culminación de ese período histórico iniciado con la Modernidad y las

primeras Declaraciones de Derechos desde el siglo XVIII en adelante,

culminación cuya apoteosis vendría a escenificarse para Bobbio con la

Declaración Universal de Derechos Humanos aprobada por la Asamblea

General de las Naciones Unidas el 10 de Diciembre de 1.948.

Todo ello es muy cierto, pero tampoco deja de serlo que el siglo XX

-testigo, sí, de la Declaración Universal de 1.948- ha podido por otra parte

ser testigo de las más terribles y masivas violaciones de cualesquiera

derechos humanos conocidas, tal y como lo habrán de recordar por los

siglos de los siglos venideros esas tragedias emblemáticas de nuestra época

que fueron Auschwitz, el Gulag o Hiroshima, por no citar otras catástrofes

acaso no tan significativas pero en cualquier caso constantes a lo largo de

aquel siglo verdaderamente atroz que nos ha tocado en suerte vivir

(volviendo a los historiadores, más propensos por lo común que los

filósofos a ver las cosas por su envés y no tan sólo por su haz, no hay sino

que alabar la perspicacia de Hobsbawm al titular la edición inglesa original

de su “Historia del siglo XX” como The Age of Extremes, esto es, “El siglo

de los extremos” o de los contrastes, donde han encontrado asiendo a partes

iguales lo mejor y lo peor, habiendo tenido que coexistir en incómoda

promiscuidad las mayores esperanzas y la más profunda desesperación).


7

Pero quizás va siendo hora de preguntarnos de una buena vez qué

son los derechos humanos. Son derechos, se dice, que corresponden a todo

ser humano “en virtud de su condición de tal”, como es el caso por

antonomasia de su derecho a la libertad, su derecho a la igualdad o su

derecho, en suma, a la dignidad. Pero, si nos fijamos bien, lo primero que

hay que decir de esos derechos es que, en rigor, no son derechos, o por lo

menos no lo son hasta que no hayan sido recogidos en los textos legales de

algún ordenamiento jurídico, sea a nivel nacional o internacional: así,

cuando aparecen recogidos -bajo la denominación más usual de “derechos

fundamentales”- en las Constituciones de buen número de Estados

contemporáneos, como el nuestro sin ir más lejos; o cuando aparecen

recogidos, según ya ha sido dicho, en la Declaración de la ONU de 1.948 y

en los diversos Pactos de Derechos firmados desde entonces por los

Estados miembros de esa Organización, como los Pactos de Derechos

Civiles y Políticos o de Derechos Económicos, Sociales y Culturales

relativos, respectivamente, a los llamados “derechos de libertad” o

“derechos de” -el caso, por ejemplo, de las libertades de expresión o de

asociación- y “derechos de igualdad” o “derechos a” -el caso, por ejemplo,

del igual acceso a la atención de la salud o la educación-, etcétera. Con

anterioridad, en cambio, a semejante reconocimiento jurídico y su

consiguiente plasmación en textos legales, los derechos humanos no

alcanzarían a ser estrictamente derechos por más que acostumbrasen a ser


8

invocados “como si lo fueran”, tal y como ocurrió en la América del Norte

anterior a la Independencia o en la Francia anterior a la Revolución del

siglo XVIII, donde tales derechos no existían pero eran invocados como si

existieran por independentistas y revolucionarios. Y así ocurrió también en

no pocos países durante buenos trechos del siglo XX, como de nuevo sin ir

más lejos en la España de la dictadura franquista, donde los derechos

humanos eran invocados como si fueran auténticos derechos por la

oposición al Régimen pero sin que éste, pese a la condición de miembro de

la ONU del Estado Español, se hubiese tomado nunca la molestia de

reconocerlos ni recogerlos en ningún texto legal, a no ser de manera

caricaturesca en el denominado Fuero de los Españoles que oficiaba a la

sazón de Ley Suprema, esto es, como remedo de una Constitución.

Antes, pues, de cualquier positivación jurídica, es decir, antes de ser

derecho positivo, los derechos humanos serán sólo, y no es poco,

aspiraciones o más exactamente exigencias morales -exigencias morales

de libertad y de igualdad, así como, en suma, de recibir un trato acorde con

la dignidad humana- que individuos y grupos de individuos desearían ver

jurídicamente reconocidas, esto es, convertidas en derechos sin otra razón

para exigirlo así que su simple condición de seres humanos (como tantas

veces se ha recordado, las pancartas portadas por los seguidores de Martin

Luther King en la lucha por el reconocimiento de los derechos de la

población negra de su país rezaban escuetamente I am a human being, “Soy


9

un ser humano”; y es que, si bien se mira, ¿cómo cabría negar su condición

humana a quienquiera que sea capaz de afirmar por sí mismo que la posee

y esté dispuesto a luchar, e incluso a morir, por demostrarlo?).

Esto sentado, tampoco es cosa de enzarzarnos en cuestiones

puramente verbales y -toda vez que la expresión “derechos humanos” se

ha revelado un arma de probada eficacia reivindicatoria desde hace ya casi

tres siglos- parece aconsejable continuar echando mano de ella, como

haremos en lo que sigue, en lugar de tratar de sustituirla por la de

“exigencias morales” u otras por el estilo, sin duda menos acreditadas a

título histórico y probablemente asimismo menos contundentes en cuanto a

su capacidad de reivindicación.

Pero si la cuestión del nombre carece de importancia, no es ése en

modo alguno el caso de lo que queramos dar a entender con dicho nombre.

Y es importante dejar claro de entrada que los derechos humanos no son

bajo ningún concepto derechos naturales. Esta última expresión peca, entre

otros infortunios, de contradictoria, ya que -como alguna vez se ha

alegado- los así titulados “derechos naturales” tienen bastante poco de

derechos (no son, por descontado, derecho positivo) y menos todavía de

naturales (pues “la naturaleza”, como gustaba de decir un clásico, “no

produce derecho alguno”). La invocación de la naturaleza humana en este

punto podría, en efecto, dar lo mismo de sí para un roto que para un

descosido, esto es, lo mismo podría servir para amparar el supuesto derecho
10

natural de los más débiles a resistirse a la opresión que el derecho, no

menos supuestamente natural, de los más fuertes a oprimirles, pues desde

luego nada hay tan natural como la ley de la fuerza, ya sea que la ejerzan

los animales en la selva o que la esgriman los juristas que redactaron las

odiosas leyes raciales de los nazis, que para ellos no eran sino la

plasmación jurídica de sedicentes leyes naturales como la de la

superioridad de la raza aria. Como sin duda se desprende de este último

ejemplo, nada hay que impida que el derecho positivo -las leyes

promulgadas por los nazis eran, por descontado, derecho en tal sentido- sea

o pueda ser derecho injusto, pero para advertirnos de que el Derecho y la

Justicia no son la misma cosa no es menester sacar a relucir ningún

Derecho Natural, cuando nos basta y sobra con la Ética: las “exigencias

morales” de que antes hablábamos serán, en cuanto previas al Derecho,

exigencias que se hacen en nombre de la Justicia y con vistas a

materializarse, por lo tanto, en lo que se podría llamar el derecho justo a

diferencia del “derecho injusto”, esto es, a diferencia de aquel derecho que,

pese a ser “legal”, consideramos sin embargo moralmente “ilegítimo”,

como en el caso de las injustas leyes raciales de los nazis que

desconsideraban la humanidad de los no-arios. Pero, por lo demás, ni tan

siquiera en el caso del “derecho justo” vendrían a coincidir plenamente el

Derecho y la Justicia, pues siempre nos será dado imaginar un derecho más

justo que el hasta ahora conocido. Por eso constituye un abuso manifiesto
11

de los términos decir que los tribunales se hallan encargados de “impartir

justicia”, cuando lo que habría que decir más bien es que se encargan de

“aplicar el derecho vigente” (e igualmente es abusivo hablar de un

Ministerio de Justicia en lugar de llamarle Ministerio de Asuntos Jurídicos

o echar mano de alguna otra denominación más apropiada). Mientras que,

una vez promulgado y recogido en leyes, el Derecho resulta ser un hecho

de este mundo -como sucede con los Códigos y las restantes instituciones

jurídicas-, de la Justicia cabría decir, en cambio, que no es de este mundo

sino utópica. Así como las utopías no tienen -de acuerdo con su

etimología- lugar dentro del mundo, tampoco la Justicia encontrará nunca

en él su definitiva realización.

Las “utopías” se alejan de nosotros, como la línea del horizonte

cuando avanzamos hacia ella, precisamente en la medida en que tratamos

de alcanzarlas. Lo que explica que, a la pregunta “¿Para qué sirven las

utopías?”, un poeta pudiera responder que “para hacernos caminar hacia

adelante”. Y algo muy semejante vendría a ocurrir con la Justicia. A la

pregunta “¿Para qué sirve la Justicia?” habría que responder, de análoga

manera, que “la Justicia sirve para hacer avanzar al Derecho”, esto es, para

hacerlo “más justo” cada día. O, dicho a nuestro modo, para acomodarlo

cada vez más a esas exigencias, las “exigencias morales” de que antes

hablábamos, en que consisten los derechos humanos.


12

Y tal vez sea el momento de aclarar la distinción que existe a este

respecto entre la “condición humana”, sobre la que descansa la índole

peculiar de tales derechos, y la “naturaleza humana” que acabamos de

desechar como su fundamento. La segunda es una categoría biológica que

nos iguala a, tanto como nos diferencia de, los animales, mientras que el de

condición humana es un concepto sociohistórico que -lejos de estar dado

de manera natural- ha habido que construir trabajosamente, a lo largo de los

siglos, en diferentes épocas y diferentes sociedades. De semejante

condición humana no se era plenamente consciente en la sociedad

esclavista de la Antigüedad (que no hubiera podido hacerla extensiva a

todos los seres humanos, pues los esclavos se habrían hallado excluidos de

su disfrute) ni tampoco en la sociedad teocéntrica de la Edad Media (donde

la autonomía de los sujetos morales habría tenido forzosamente que

supeditarse a los Mandamientos heterónomos de la supuesta Ley de Dios),

de suerte que nuestro mundo occidental no acabaría de acceder a una

noción cabal de la misma sino con la Modernidad (por expresarlo

abandonándonos a un cierto etnocentrismo imposible de evitar y del que,

en cualquier caso, es menester cobrar conciencia para poder pasar luego a

hacer algo en orden a superarlo). Es decir, aquella noción cabal de

condición humana presupone -por lo menos, repito, en Occidente- una

ardua travesía desde el Renacimiento, pasando por la Reforma, hasta la

Ilustración, que fue justo el momento, ya en el tantas veces mentado siglo


13

XVIII, en el que se produjo lo que podríamos llamar ahora la invención de

los derechos humanos. Una expresión esta última, la de “invención de los

derechos humanos”, que hay que tomar completamente en serio y, por así

decirlo, en su sentido literal.

Lejos de ser derechos naturales, los derechos humanos han podido

ser caracterizados como “uno de los grandes inventos de la Modernidad”

-así los ha llamado, en efecto, el filósofo argentino Carlos Nino-, ni más ni

menos inventos que otros inventos, científico-técnicos por ejemplo, de la

época, como el invento del telar mecánico o el de la máquina de vapor,

inventos éstos estrictamente contemporáneos del Bill of Rights o Carta de

Derechos del Buen Pueblo de Virginia de 1.776 o de la Déclaration des

droits de l’homme et du citoyen, la Declaración de los Derechos del

Hombre y del Ciudadano de la Asamblea de Francia de 1.789, tal y como la

Revolución Industrial sería asimismo contemporánea de esas revoluciones

políticas que fueron la Revolución Norteamericana o la Revolución

Francesa.

Pero los derechos humanos no sólo han sido un invento de los seres

humanos sino que éstos, además de inventarlos, han tenido asimismo que

hacer algo -o, mejor dicho, mucho- para lograr su instauración. Tras todas

esas Cartas y Declaraciones de Derechos, en las que se materializa la

clásica Teoría del Contrato Social, se ha requerido que concurra un amplio

consenso moral de los miembros de la sociedad acerca de una serie de


14

valores compartidos (como, según antes decíamos, la libertad, la igualdad y

la dignidad, la cual admite concretarse en fraternidad -para completar la

tríada revolucionaria- o solidaridad). Y semejante consenso, o el contrato

levantado sobre él, habrá a su vez sido el fruto de la autodeterminación del

pueblo soberano de los países donde tales Derechos se promulgaban o, más

exactamente, de los integrantes individuales de ese pueblo, puesto que, en

última instancia, la autodeterminación de los colectivos -como los pueblos,

las naciones y demás- pasa inexcusablemente por la autodeterminación de

los individuos que los integran.

Ahora bien, aquel “consenso” al que acabamos de aludir es una

muestra o una plasmación de la capacidad de autodeterminación de los

individuos, pero no es en modo alguno la única posible y ni siquiera acaso

sea la decisiva en materia de derechos humanos. Para empezar, las Cartas y

Declaraciones de Derechos incorporadas a las Constituciones de los

Estados Unidos de Norteamérica recién independizados o de la Francia ya

revolucionaria no fueron fruto del consenso de toda la sociedad, sino más

bien por el contrario del disenso de un sector de la misma (la burguesía

emergente, en nuestro caso) que se sentía excluido del vigente consenso

previo, esto es, del orden colonial impuesto por la Corona británica en los

territorios americanos de ultramar o del orden estamental, privilegiador de

la aristocracia, garantizado por el antiguo régimen de la Monarquía

absoluta en Francia. Pero, por si eso fuera poco, el nuevo consenso o pacto
15

social resultante de ambas Revoluciones, la norteamericana y la francesa,

constituyó a su vez un orden excluyente de otros sectores de la sociedad,

como la población esclava en el primero de ambos casos o las clases

trabajadoras –campesina y obrera- en el segundo (y, como las feministas

saben bien, también en este caso se excluyó a las mujeres: a la francesa

Olympia de Gouges le costó jugarse la cabeza en la guillotina la simple

idea de proponer una “Declaración de Derechos de la Mujer y de la

Ciudadana” en paralelo a la de los varones y, de hecho, el acceso pleno de

las mujeres al sufragio no se produjo en Francia hasta 1.944, tras la

liberación de la dominación alemana en la segunda Guerra Mundial y como

premio a la colaboración femenina en el esfuerzo bélico). Además de la

conquista por las clases asalariadas de sus derechos civiles y políticos (los

llamados “derechos humanos de la primera generación”), el siglo XIX y

parte del siglo XX hubieron de presenciar también buen número de

revoluciones obreras y campesinas -desde la de la Comuna de París de

1.871 a las Revoluciones Rusa y China propagadas bajo el signo del

comunismo a lo largo de la pasada centuria, amén de las más moderadas,

pero quizás por eso también más perdurables, luchas sindicales de

inspiración anarquista o socialdemócrata que prosiguen en nuestros días-,

todas ellas directa o indirectamente inductoras de la consolidación de los

derechos económicos y sociales (los llamados “derechos humanos de la

segunda generación”) de los trabajadores, así como de la generalización de


16

los beneficios de los sistemas de seguridad social en mayor o menor

medida aneja al incremento de la prosperidad en los países desarrollados. Y

se necesitó una cruenta Guerra de Secesión para que la Constitución

norteamericana reconociera en el siglo XIX los derechos de los antiguos

esclavos negros, derechos cuyo pleno disfrute -cosa ciertamente distinta de

su mero reconocimiento legal- no se produciría hasta un siglo más tarde, ya

en la segunda mitad del XX, después de que los pueblos colonizados

hubieran conquistado su independencia y, con ella, sus derechos culturales

(los llamados “derechos humanos de la tercera generación”, como el

derecho a la propia lengua y demás elementos constitutivos de la identidad

de su cultura), derechos que desde las colonias pasaron luego a ser

reivindicados, dentro de las respectivas metrópolis, por las minorías

marginadas, esto es, excluidas una vez más en sus correspondientes

sociedades, como en el caso, por ejemplo, de las minorías étnicas, pero

también, por extensión, de otras muchas minorías, desde minorías

religiosas a las de género o preferencia sexual, etcétera, etcétera, etcétera.

Como se desprende de la historia de la lucha por todos esos

derechos, lo verdaderamente relevante en ella no parece haber sido tanto el

consenso acerca de la justicia del reconocimiento de los mismos cuanto el

disenso ante la injusticia de su falta de reconocimiento, disenso

protagonizado en cada caso por los individuos y grupos de individuos

(burgueses, trabajadores, pueblos colonizados, minorías metropolitanas,


17

etc.) excluidos del disfrute de los derechos en cuestión, comenzando por el

disfrute del que Hannah Arendt consideraba el primero y más básico de

todos los derechos humanos, a saber, el derecho a ser sujeto de derechos,

como no lo eran en su día los parias de la India y tampoco lo han sido

cuantos fueron llamados por analogía “los parias de la Tierra”,

concentrados en nuestros días en amplias zonas del Segundo y Tercer

Mundo (África, Asia, Latinoamérica) e incluso del denominado Cuarto

Mundo, por designar de esta manera a los sectores más míseros y

deprimidos de nuestro propio Primer Mundo.

En sintonía con esta tesis del disenso que he estado exponiendo, el

filósofo mexicano Luis Villoro ha insistido recientemente en la prioridad

ética de nuestra percepción de la injusticia -así como de nuestra lucha

contra ella- sobre la nunca acabada percepción de la justicia y la inacabable

lucha en su favor. Y es que si la Justicia, como antes se dijo, no es de este

mundo sino utópica y nadie ha visto jamás su faz completa, las injusticias

en cambio de este mundo son inmediatamente perceptibles y todos

podemos conocer de manera inequívoca su rostro, pero especialmente

quienes las padecen, lo que les legitima y por añadidura nos legitima a los

demás para tratar de erradicarlas. Pero de la sucesiva conquista de los

derechos que hemos visto -derechos de la primera, la segunda y la tercera

generación, a los que hoy se añadiría una cuarta generación de derechos

humanos representada por los derechos medioambientales, como el derecho


18

a un agua o un aire no contaminados- no debieran extraerse conclusiones

ingenuamente progresistas.

A diferencia del progreso científico y tecnológico, que -de no ser

por nuestro mal uso del mismo y sus posibles consecuencias catastróficas,

como en el caso de un desastre nuclear- no dará por sí solo marcha atrás ni

nos devolverá a la barbarie de la Edad de Piedra, el progreso en el ámbito

de los derechos humanos está lejos de ser irreversible y todo lo conseguido

en varios siglos se puede desandar en poco tiempo, como sobradamente lo

demuestran las bárbaras matanzas producidas en las guerras que han tenido

lugar en el planeta desde 1.948, la fecha de la proclamación de la

Declaración Universal que llenaba de orgullo a Bobbio y le llevaba a ver en

ésta el resultado de un consensus omnium gentium, es decir, de un consenso

de todas las naciones a lo largo y lo ancho de este mundo.

Pero con ello entramos ya de lleno en el problema del

cosmopolitismo, esto es, en el problema de la vigencia de los derechos

humanos “a lo largo y lo ancho de este mundo” que es el nuestro, problema

cuyo abordaje ha de imponernos un cierto cambio de estrategia por las

razones que diremos: si hasta ahora nos hemos venido preguntando qué

clase de derechos eran esos derechos que llamábamos “los derechos

humanos”, quizás lo que hayamos de preguntarnos a continuación será más

bien qué clase de seres son los “seres humanos” a los cuales

acostumbramos a decir que corresponden esos derechos.


19

Pocos años después de la Revolución Francesa de 1.789, el pensador

contrarrevolucionario Joseph de Maistre criticaba a los derechos humanos

-los droits de l’homme promulgados por la Asamblea revolucionaria de

Francia- asegurando que, a lo largo de su vida, había tenido la ocasión de

tropezarse con franceses, italianos o rusos, pero no se había tropezado

nunca con “el hombre” supuestamente portador de esos derechos. Al

afirmar tal cosa coincidía aparentemente con el filósofo antiguo Diógenes

de Sínope, también llamado el Cínico, quien -enemigo de Platón y las

ideas platónicas- iba diciendo por las calles que no encontraba a el hombre,

esto es, al correlato de la correspondiente idea platónica, ni siquiera

buscándolo con un candil. Pero la coincidencia entre ambos no pasa de

aparente, puesto que -a diferencia de De Maistre- Diógenes no se habría

contentado con encontrar a un griego, un persa o un egipcio, esto es, no se

habría contentado con menos que encontrar a un hombre, a un individuo

singular con nombre propio, en lugar de a un representante de esta o la otra

nacionalidad.

La diferencia es importante y merece ser atendida con algún

detenimiento. Lo que quería decir De Maistre era que el hombre o el ser

humano resulta sin duda demasiado abstracto como para podérnoslo

tropezar andando por las calles, por las que sólo circulan en rigor “hombres

concretos” tales como franceses, italianos o rusos. Pero Diógenes habría

replicado a esto que, puestos a “concretar”, ¿por qué contentarnos con


20

franceses, italianos o rusos, o para el caso con griegos, persas o egipcios?

O, dicho de otro modo, ¿por qué contentarnos con menos que los todavía

más concretos individuos que respectivamente respondan, en vez de a estos

o aquellos gentilicios, a los concretísimos “nombres propios” de Fulano,

Mengano o Zutano? Esos son los hombres concretos con los que en

realidad nos tropezamos por las calles antes de saber si se trata de

franceses, italianos o rusos, cosas que a lo mejor ninguno de ellos querría

ser, o bien porque Fulano viaja con pasaporte falso, o bien porque

Mengano desea cambiar de nacionalidad, o bien porque Zutano se

considera apátrida, o vayan ustedes a saber por qué.

Si traigo a colación esa pequeña trifulca filosófica, por lo demás

completamente imaginaria, entre De Maistre y Diógenes es porque tal vez

un individualismo como el de éste nos suministre un buen recurso del que

servirnos para vertebrar un cierto cosmopolitismo, cosmopolitismo que por

mi parte desearía contraponer -a la manera de un tertium quid- a las dos

posiciones hoy prevalecientes, además de polémicamente enzarzadas entre

sí, dentro de la filosofía moral y política contemporáneas. Me refiero, esto

es, al universalismo, por un lado, y al comunitarismo por el otro. El

“universalismo” -proclive a hablar del hombre, o el ser humano, como si

“el” hombre fuese alguien con quien pudiéramos tropezarnos por la calle-

sostendría que los derechos humanos son aquellos que corresponden al

hombre “en cuanto hombre” y no en cuanto miembro de esta o la otra


21

comunidad (es decir, no en cuanto francés o egipcio, o en cuanto cristiano o

musulmán, o en cuanto occidental u oriental, que es a lo que efectivamente

apunta la deseable universalidad de los derechos humanos, pero cuya

formulación peca sin duda de “abstracción”, pues para nada tiene en cuenta

la obligada vinculación de los seres humanos a un éthos comunitario

determinado). La gente, por el contrario, acostumbra a vivir en

comunidades que imponen a sus miembros una determinada nacionalidad,

una determinada religión, unos determinados usos y costumbres, etcétera.

Eso es lo que vendría a sostener el “comunitarismo”, que -en la línea de

De Maistre, pero de acuerdo también con Aristóteles- insiste en que los

seres humanos adquieren su humanidad “en cuanto miembros de una

comunidad”, comunidad que les impone, por lo tanto, una “concreción”

específica, la cual afecta, por lo pronto, al ámbito al que se circunscribe el

disfrute de sus derechos humanos (dado que lo que se entienda por tales no

tendría por qué ser lo mismo en Occidente que en Oriente ni según que un

hombre haya nacido o viva en esta o la otra comunidad, comenzando por

las comunidades nacionales, es decir, por las “patrias”, que serían

precisamente aquellas comunidades en cuyo seno se forja de ordinario el

éthos de cada quien). Y en contraste, finalmente, con las dos anteriores, el

“cosmopolitismo” representaría ahora una tercera alternativa destinada a

superar por igual el exceso de abstracción del universalismo al uso -que

prescinde de la insoslayable inserción del individuo en alguna comunidad-


22

y la insuficiente concreción del comunitarismo asimismo usual, para el que

el ser humano más concreto imaginable sería el ser humano en su

condición de miembro de una comunidad y, por más señas, de una

comunidad nacional, olvidando así el comunitarismo que la individualidad

hace a los seres humanos más concretos aún que su nacionalidad, que es lo

que explica, tanto o más que la crítica al universalismo abstracto, la

necesidad que el cosmopolitismo tiene de verse complementado por el

“individualismo”. Así pues, el cosmopolitismo, con su defensa matizada de

los fueros tanto del individuo como de la comunidad, se encuentra en

situación de superar a un mismo tiempo al universalismo, para el que la

comunidad no sería nada, y al comunitarismo para el que la comunidad lo

sería todo.

Pero, por lo demás, también deseo dejar claro de paso que -por

insuficientes que estas “comunidades nacionales” nos parezcan, y por muy

crítica que sea en la actualidad la situación de la Nación-Estado o del

Estado nacional- lo cierto es que, hoy por hoy, no nos es dado minimizar en

modo alguno su importancia. Desde luego, las comunidades nacionales no

son las únicas que existen y, además de ellas, las hay también

subnacionales -entre las que destacan nacionalidades minoritarias

incrustadas dentro de una más amplia comunidad nacional, como sucede

por ejemplo con nuestras históricas Comunidades Autónomas- o

supranacionales, desde asociaciones de naciones por el estilo de la


23

Comunidad Europea actual a la comunidad humana en su conjunto si cabe

hablar de cosa tal. Pero insisto en que hoy por hoy -y sin por ello hacer de

menos a las aspiraciones soberanistas de nuestras Comunidades gallega,

vasca o catalana, ni tampoco olvidarnos del recorte que la redacción de una

futura Constitución europea vendrá a suponer para el soberanismo de los

Estados regidos por la misma- tan sólo las comunidades nacionales, como

el Estado español entre ellas, parecen revestir en grado suficiente los

atributos de la “soberanía política”.

Algo que en cualquier caso no acontece con “la comunidad humana

en su conjunto”, ya que -incluso si la entendiésemos como una concreta

comunidad real, y no como esa vagorosa comunidad ideal que

abstractamente designamos bajo el rótulo de “la humanidad”- semejante

comunidad cosmopolita no sería en rigor una comunidad “cosmopolítica” o

políticamente soberana: ni está claro por ahora que el cosmos sea una pólis,

es decir, una sociedad cuyos miembros sean ciudadanos de un “Mundo-

Estado” o Estado mundial (cosa bastante más indeseable, siquiera sea en

las actuales circunstancias, de lo que hayan podido serlo en el pasado sus

predecesoras la Ciudad-Estado o la Nación-Estado), ni mucho menos se

halla a nuestro alcance la posibilidad de una utópica pólis sin politéia, esto

es, de una “ciudadanía sin Estado” que nos permita proclamarnos

“ciudadanos del mundo”, como no sea por el momento sino a título

puramente retórico.
24

Pero si el cosmopolitismo, pese a todo, se ha de constituir en una

alternativa tanto frente a la abstracta humanidad del universalismo

abstracto cuanto frente a la concreción comunitarista de las simples

comunidades nacionales, ¿qué es lo que habremos de entender bajo

semejante término?

Por mi parte, no es la primera vez que reconozco no estar en

condiciones de ofrecer una definición del mismo. Nietzsche ya advertía que

sólo nos es dado definir aquello que carece de historia; y el cosmopolitismo

o, por mejor decir, la comunidad cosmopolita habrá de ser una comunidad

ubicada en el tiempo, y asimismo naturalmente en el espacio, como

cualquier otra “comunidad histórica”. De modo que, a falta de una

definición, echaré mano a este respecto de una metáfora por la que confieso

sentir desde hace años una cierta predilección, no siendo ésta tampoco la

primera vez, ni habrá de ser la última, que me sirvo de ella.

Se trata de la metáfora del economista Kenneth E. Boulding según la

cual los seres de nuestra especie seríamos “pasajeros” de lo que dio en

llamar la Spaceship Earth, esto es, la Aeronave Espacial Tierra. Lo que

trata de transmitir dicha metáfora es la idea de que la Aeronave transporta

como pasaje a la totalidad de la especie humana, esto es, a la comunidad

humana en su conjunto de que antes se hablaba, comunidad ahora

interpretable como una comunidad de comunidades. Y en semejante

comunidad se darían cita entonces a la par “lo universal” y “lo


25

comunitario”, puesto que no es sino el hecho de viajar en la Aeronave

Espacial Tierra lo que coaliga a todos los seres humanos bajo un destino

decisivamente más común que el de su inserción en cualesquiera otras

comunidades en que puedan hallarse insertos, comunidades estas últimas

asimismo incluidas, según se acaba de indicar, en el pasaje.

De entre las muchas mercancías transportadas en la Aeronave

Espacial Tierra en tanto que metáfora de este planeta, quizás ninguna

abunde tanto como los conflictos -conflictos, supongamos, relativos a la

categoría de los asientos asignados, a la distribución de los víveres

disponibles, al abastecimiento de los distintos tipos de servicios, etc., etc.,

etc.-, pero de entre los que sobresalen los que en un sentido amplio cabría

calificar como “conflictos morales”, esto es, relativos a los mores, a las

reglas morales o pautas de conducta que presiden la vida de una comunidad

y de las que depende, entre otras cosas, la visión que se tenga en ella de los

derechos humanos; lo cual plantea el problema, también entre otros varios,

de cómo puedan coexistir entre sí las diversas comunidades involucradas

en la travesía: por lo que se refiere, en especial, a los derechos humanos, el

conflicto moral más grave sería el que atañe a la vigencia o la conculcación

de esos derechos, tanto si su vigencia o su conculcación tienen lugar a

título intracomunitario -esto es, en el seno de tal o cual comunidad- cuanto

si tienen lugar a título intercomunitario y como consecuencia de un

conflicto entre dos o más comunidades; y todo ello, en suma, hace pensar
26

que los derechos humanos -recuérdese lo dicho hace un buen rato acerca

de la innegable “contextualización” sociohistórica de la invención de esos

derechos, pero también de su no menos innegable capacidad de

“desbordar” cualquier contexto y dejarse plasmar en una Declaración de

alcance planetario- acaso constituyan el mejor banco de prueba sobre el

que calibrar la pretendida superioridad del cosmopolitismo, así como del

individualismo llamado a vertebrarlo, frente a la falsa disyuntiva del

comunitarismo y el universalismo.

Para el comunitarismo, toda moral sería no sólo una moral

comunitaria, sino que vendría a ser, en última instancia, una “moral

patriótica” en algún sentido más o menos fuerte del vocablo. Patriotismos,

como se sabe, los hay de muchas clases, desde el que Samuel Johnson

caracterizara en su día como “el último refugio de los bribones” hasta el

“patriotismo constitucional” de Dolf Sternberger del que tanto hablan hoy

nuestros políticos (por regla general, sin tener mucha idea de lo que están

hablando), pasando por el “patriotismo republicano” de Charles Taylor,

cuyas raíces remonta Maurizio Viroli al Cicerón que identificaba la patria

no con la natio, o lugar de origen (al que los individuos “pertenecen”, lo

quieran o no, por el hecho de haber nacido allí), sino con la res publica o

conjunto de las instituciones a las que los individuos prestan, en cuanto

miembros de una sociedad, su voluntario asentimiento y en cuyo

funcionamiento “participan” por tanto activamente. Pero el patriotismo del


27

comunitarismo extremo -tal y como podría representarlo en nuestros días

un Alasdair MacIntyre- es, sin duda, el peor de los patriotismos

imaginables, según el cual todo individuo habría de estar dispuesto no sólo

a morir, sino a matar, en defensa de los valores patrios de la comunidad

nacional de pertenencia, puesto que la moral patriótica consiste en la

lealtad a la propia nación que se le exige a un patriota tal y como a otro

patriota de otra nación cabría exigírsela respecto de la suya. De donde se

desprende que, en semejante comunidad nacional, quedaría excluido de

puertas para adentro el “pluralismo valorativo intracomunitario” (pues los

valores patrios habrían de ser homogéneos y no se toleraría la disidencia),

mientras de puertas para afuera cualquier “conflicto de valores

intercomunitario” tendría que ser abandonado a la lógica militar de los

conflictos bélicos (pues los valores de dos patrias enfrentadas serían

irremisiblemente heterogéneos y nada habría entre ellos, ni podría haberlo,

de común). En resumidas cuentas, pues, quien en el interior de una tal

comunidad rehusase a ésta su lealtad se convertiría sin más en un traidor y

consiguientemente en pasto de la represión, en tanto que el choque de

lealtades contrapuestas, trasunto no infrecuente de un choque de intereses

nacionales, desembocaría en la guerra entre aquellas comunidades que se

enfrentan a cuenta de sus respectivas morales patrióticas, con lo que el

resultado de esta versión extrema del “patriotismo comunitarista” tendría

que ser de un modo u otro la violencia.


28

En cuanto a las razones que, al parecer, avalan dicha posición,

habríamos de buscarlas en la crítica comunitarista del universalismo rival,

según el cual las reglas o preceptos morales han de regir para cualquier ser

racional con la misma universalidad con que lo hacen las reglas de la

matemática. Refleje o no fielmente tal punto de vista las posiciones de un

John Rawls o un Jürgen Habermas, semejante versión asimismo extrema

del universalismo resulta difícilmente sostenible, toda vez que las reglas

morales y las reglas de la matemática se hallan lejos de funcionar de

idéntica manera. Un talibán y, generalizando, un fundamentalista religioso

de ese jaez puede ser un fanático, pero no es necesariamente irracional; y

mientras que no hay duda de que se rige por las “reglas de la matemática”

de cualquier otro ser racional -gracias a lo cual puede, por ejemplo,

aprender a pilotar un avión-, no es, en cambio, seguro que se rija por las

mismas “reglas morales” que a otras personas asimismo racionales les

impiden secuestrar aviones y estrellarlos contra un edificio sin importarles

lo que pase con las víctimas de sus actos. Las reglas de la matemática son

efectivamente universales y su aprendizaje está abierto a todo el mundo, en

tanto que las reglas morales no son universales en la misma medida y,

añadirían los comunitaristas, han de aprenderse necesariamente en el seno

de una comunidad determinada, de suerte que lo que aprendemos cuando

aprendemos esas reglas morales -a diferencia de cuando aprendemos las

reglas de la matemática- no será nunca “la moralidad como tal” sino tan
29

sólo un muy determinado tipo de moralidad dentro de un muy determinado

tipo de comunidad, en la que nos hallamos confinados por nuestro

aprendizaje y fuera de la cual careceríamos de razones para comportarnos

moralmente. ¿Qué es lo que hay entonces de aceptable, y qué es lo que

falla, en el precedente argumento comunitarista? Como ya ha sido

concedido, el aprendizaje de la moral tiene poco que ver con el de la

matemática, la universalidad de cuyos contenidos no admite parangón en lo

que se refiere a los mores o pautas de conducta de los seres humanos. Pero

pensemos en una analogía más a nuestra medida, como vendría a ser el

caso del lenguaje, esto es, el del aprendizaje de una lengua. Cuando

aprendemos a hablar en nuestra lengua, lo que aprendemos es “un”

lenguaje y no “el” lenguaje, de análoga manera a como aprendemos “una”

moral determinada y no “la” moral en cuanto tal, pero, si nos fijamos bien,

lo que aprendemos cuando aprendemos nuestra lengua es a “comunicarnos

lingüísticamente” mediante ella y, por lo tanto, mediante cualquier otra

que asimismo podamos aprender a partir de ella o desde ella; y algo muy

semejante vendrá a ser lo que ocurra cuando aprendemos la moral de

nuestra particular comunidad, a saber, que con ella aprendemos a

“comportarnos moralmente”, aprendizaje que asimismo nos sería dado

reproducir -a partir de esas experiencias o desde esas experiencias- en

cualesquiera otras comunidades en las cuales podamos insertarnos o

imaginarnos que lo hacemos. Como habría dicho Ortega entre nosotros, la


30

mirada moral arroja siempre una “visión en perspectiva”, pero la

concreción de semejante perspectiva no tendría por qué aprisionarnos ni

obligarnos a ver el mundo a través de un agujero. Antes bien, la vida moral

puede ser contemplada desde múltiples perspectivas, algunas de las cuales,

por lo menos, se hallarían a la disposición de un mismo agente moral que

podría compararlas y elegir una de ellas, tal y como diversos agentes

morales podrían no menos elegir y compartir una y la misma perspectiva.

Y es que, contra lo que parecen creer los comunitaristas, los agentes

morales no se hallan adscritos a una determinada perspectiva con el mismo

tipo de sujeción insuperable con que lo estaban los antiguos siervos a la

gleba.

Así lo puso Aranguren de relieve a propósito del perspectivismo

orteguiano, al que tenía por superior no sólo al comunitarismo, sino

también al universalismo abstracto, pero al que complementaba con la

observación de que -allí donde la comunidad se muestra con frecuencia

incapaz de trascender su horizonte cultural y se convierte de este modo en

“sociedad cerrada”- los individuos y grupos de individuos inconformistas

(el caso, eminentemente, de los disidentes a que antes nos referíamos)

podrían en cambio contribuir a la ruptura de, y con, semejante cerrazón,

esforzándose por transformar a esa sociedad en “sociedad abierta”, tanto

hacia adentro (negándose los individuos, por ejemplo, a reducir su

moralidad individual al éthos prevaleciente en la comunidad, que es en lo


31

que consiste lo que a mí me gusta llamar el “individualismo ético”) cuanto

hacia fuera (por ejemplo, confrontando los propios mores con los de otras

comunidades y tratando los individuos de comprender de esta manera los

ajenos desde una “óptica pluricultural”, si es que no entremezclándolos

unos con otros y fomentando, así, su influencia mutua y hasta su mutua

hibridación, esto es, su mestizaje, que es en lo que, a fin de cuentas, vendría

a desembocar el cosmopolitismo).

En lo tocante a los derechos humanos, hice constar en su momento

que hablaba acerca de ellos desde mi propia tradición occidental, por lo que

no podía evitar el incurrir -una incursión acaso menos peligrosa cuanto

más consciente se sea de estarla cometiendo- en un cierto etnocentrismo.

Pero la peligrosidad de la misma subiría de grado, hasta tornarse

intolerable, si se llegara a convertir en un obstáculo para la no

necesariamente repudiable internacionalización de esos derechos humanos

incorporados por nuestra moderna tradición occidental. El miedo al

etnocentrismo está más que justificado, puesto que la peor propaganda que

cabría hacer en el Tercer Mundo de los derechos humanos exportados

desde el Primero consiste, en efecto, en presentarlos como no más que un

subproducto del neocolonialismo. Pero la internacionalización de nuestros

derechos humanos moderno-occidentales no sólo no tendría por qué

parecernos repudiable, sino que -como alguna vez se ha dicho- podría

oficiar a la manera de un saludable contrapeso con que paliar las


32

desastrosas consecuencias inducidas en sociedades dependientes y

subdesarrolladas por la expansión no menos etnocéntrica de la economía

capitalista de mercado, con la secuela del imperialismo de los mercados

financieros envuelta hoy en el fenómeno de la globalización. Dada la al

parecer inexorable globalización de esos mercados, ¿por qué no habríamos

de intentar asimismo la de los derechos humanos que pudieran contrarrestar

siquiera sean algunos de sus efectos perniciosos?

Ahora bien, un individualismo ético que se precie no podría confiar

en una efectiva internacionalización o “globalización” de tales derechos

humanos sin individuos dispuestos a luchar por ellos: quizás no todas las

culturas sean individualistas, y de muchas que no lo son cabría aprender no

poco en nuestro mundo occidental por lo que se refiere a los valores de la

cooperación y la ayuda mutuas, pero en todas ellas habrá, o podría

haberlos, individuos y grupos de individuos disidentes -pensemos, por

ejemplo, en Nelson Mandela o Aung San Su Khi, y antes que nadie

Mohandas Gandhi, así como sus respectivos seguidores- que hagan valer

su inconformismo y hasta su insumisión frente al sistema establecido (¿y

no estarán deseando hacerlo los habitantes de Bangla-Desh, Corea del

Norte o Etiopía que, sin necesidad de haber leído a Amartya Sen, echan de

menos tanto una mayor abundancia de recursos cuanto una organización

más democrática de sus correspondientes sociedades que les hubiera


33

permitido prever, controlar y superar las insoportables hambrunas

padecidas durante años?).

En este sentido, el apoyo moral y material a la disidencia interna de

aquellos países en que no se respetan los derechos humanos me parece hoy

por hoy lo decisivo, y desde luego más recomendable que la adopción de

medidas de presión externa, económicas por ejemplo, que pudieran

repercutir negativamente sobre las poblaciones inocentes afectadas. Y, por

supuesto, dicho apoyo me parece asimismo menos arriesgado que el

recurso a la injerencia de otros países con el fin de imponer coactivamente

esos derechos, aun cuando se tratase de una coacción ampliamente

respaldada por la comunidad internacional y no tan sólo -como es lo más

frecuente- por un grupo de naciones poderosas o, lo que aún sería peor, por

la potencia hegemónica imperante, siempre proclive a reemplazar el

Imperio de la Ley por la Ley del Imperio. Nada de lo cual obsta, por lo

demás, para aplaudir calurosamente el envío de contingentes, civiles o

militares, de interposición entre facciones opuestas en litigio con el fin de

lograr la pacificación u otros fines humanitarios, y no digamos la iniciativa

de instituir tribunales internacionales para penalizar el genocidio u otros

crímenes contra la humanidad, como es el caso de la reciente institución de

una Corte Penal Internacional de tan problemático presente como,

confiemos, prometedor futuro.


34

Puesto que se impone retornar, ya para despedirnos, a la Aeronave

Espacial Tierra, quisiera por mi parte recordar una vez más la conveniencia

de que -entre los manuales de instrucciones para sus pilotos (y no hay que

olvidar que, como ha dicho Marshall McLuhan, en la Aeronave no viajan

propiamente pasajeros, sino todos formamos parte de la tripulación: On

Spaceship Earth we are all crew)- figure un conocido opúsculo de Kant.

Como muchos de ustedes habrán ya adivinado, se trata de su célebre

texto “Hacia la paz perpetua” (Zum ewigen Frieden) de 1.795, cuyo título

ya nos pone sobre aviso de que la Paz perpetua, como la Justicia plena, no

es para Kant sino una utopía, algo hacia lo que tendemos y hemos de

perseguir incesantemente, pero a sabiendas de que nunca lo alcanzaremos

en este mundo. Y digo en este mundo porque el título se lo sugirió a Kant,

como es sabido, el letrero que figuraba en la fachada de una posada

holandesa: el letrero decía “La paz perpetua”, pero lo interesante era el

grabado que ilustraba dicho rótulo, a saber, ¡el dibujo de un cementerio!

Para que la paz perpetua hubiera de ser posible en este mundo, y no en esa

otra vida de los camposantos, se requeriría según Kant una “ciudadanía

mundial” en que la humanidad se organizase exclusivamente en función de

los dictados de la conciencia de los ciudadanos, es decir, a base de

preceptos puramente morales y sin que para nada mediase ni la coacción de

las leyes jurídicas ni la coerción del poder político, dándose así lugar a una
35

auténtica “cosmópolis”, o sociedad sin Estado a escala universal, como la

que ha sido siempre el sueño de los visionarios ácratas.

Pero Kant, que era bastante más realista que todo eso, se contentaba

con el sueño también bastante más modesto de la vigencia planetaria del

Derecho Internacional en un mundo constituido como una confederación de

pueblos libres y organizado a la manera de una Liga de Naciones (o, como

hoy se diría, una organización horizontal del mundo que respetase la

diversidad de culturas y civilizaciones que lo habitan, en lugar de un

Superestado o Estado mundial, esto es, un Imperio que -imponiendo a

dicho mundo una Administración centralizada y unidireccionalmente

vertical- acabaría arruinando toda posibilidad de cosmopolitismo y dejando

inermes a los individuos ante las impersonales instancias transnacionales

encargadas de su gobierno).

Por expresarlo de otro modo, Kant sería hoy un decidido partidario

de las Naciones Unidas, de las que no en vano fue su opúsculo un

precursor. Pero Kant reconocería asimismo que las Naciones Unidas

actuales se hallan ciertamente muy lejos del modelo que él tenía en mente.

La ONU u Organización de las Naciones Unidas tendría por cometidos

principales la protección de los derechos humanos y la preservación de la

paz en el mundo, cometidos no siempre compatibles entre sí, puesto que en

ocasiones el primero impone a la Organización su intervención armada en

este o aquel punto del planeta. En cuyo caso la estructura de la misma


36

comienza a descubrir sus grietas. Hay ocasiones en que una intervención

urgentemente necesaria en una zona del globo puede llegar a verse

bloqueada por la interposición del veto de una de las grandes potencias en

su Consejo de Seguridad, mientras que, en otras ocasiones, algunas de esas

potencias pueden urgir en tal Consejo una intervención innecesaria o

contraproducente antes de que el pleno de la Asamblea General llegue a

reunirse a tiempo de revocar dicha resolución. Lo que aún es más, tampoco

faltan ocasiones en las que las resoluciones de la Organización tienden a

maquillar con posterioridad lo que en principio fueron decisiones

unilaterales de la potencia hegemónica, la cual, junto con sus adláteres, ha

llegado incluso otras veces a realizar intervenciones bélicas al margen de

las Naciones Unidas, cuando no desoyendo impunemente sus

recomendaciones en contrario. Los vetos sobre la cuestión de Palestina, la

guerra del Golfo, los bombardeos de Serbia durante el conflicto de Kosovo

o el curso de los acontecimientos en Afganistán y países vecinos servirían

para ilustrar, entre otras ilustraciones posibles, los casos que se acaban de

mencionar. Contra el pronóstico de Kant, y desde luego contra sus deseos,

el mundo presenta hoy una configuración más o menos imperial, lo que

evidentemente dificulta su configuración en un futuro como una auténtica

Liga o Sociedad Confederada de Naciones. Mas, comoquiera que ello sea,

de las Naciones Unidas hay que decir hoy día que aunque estén lejos de

constituir una condición suficiente para la protección de los derechos


37

humanos y la preservación de la paz a nivel mundial, constituyen al menos

una condición necesaria de una cosa y otra. No hay que dejar por tanto de

luchar por mejorarlas, cualesquiera que sean las dudas al respecto de

Danilo Zolo, pero antes hay denodadamente que luchar por preservarlas a

toda costa.

Y si se me pidiera, ya para terminar, un brevísimo balance de lo que

he querido dar a entender por cosmopolitismo, concluiría -tomando en

préstamo un título del filósofo peruano Miguel Giusti- que no hay un

cosmopolitismo sin “alas” (las alas que nos permitan sobrevolar los

particularismos e instalarnos en una dimensión universal), pero que

tampoco hay un cosmopolitismo sin “raíces” (las raíces que nos permitan

dar arraigo en el aquí y el ahora de una comunidad, y por lo pronto una

comunidad nacional, a la individualidad que somos y que nos constituye).

Si el cosmopolitismo con alas habría de ser global y el

cosmopolitismo con raíces habría de ser local, cabrá decir, sirviéndonos de

un neologismo de reciente acuñación, que el cosmopolitismo no podría ser

sino glocal. Cuando a Diógenes, de quien antes hablábamos, le preguntaron

de dónde era, respondió que era kósmou polítes, esto es, que tenía por

patria al mundo entero, aunque, eso sí, lo dijo en griego, pues en alguna

lengua hubo de aprender a expresarse. Y lo que el cosmopolitismo nos

daría es la oportunidad de tener tantas patrias como lenguas, cosa que,

según pienso, no habría que echar en saco roto en un país multilingüe como
38

el nuestro ni tampoco a propósito de una lengua patrimúltiple como la que

estamos ahora usando.

De modo que ser cosmopolita es saber levantar el vuelo, pero sin

renunciar a las raíces. Y es estar enraizado, pero sin dejarnos por ello

recortar las alas. Que es la única manera en que los seres humanos, y no tan

sólo sus derechos, podrían llegar a ser verdaderamente humanos, esto es,

tales que nada humano les sea ajeno.

Pero, dejando la última palabra a los individuos, sólo en ellos

encarna esa común condición humana que trasciende a las etnias y a los

territorios, a las culturas y a las civilizaciones; y sólo de ellos cabría, pues,

esperar, a través de su lucha en pro de los derechos humanos, que

semejante condición común acabe por prevalecer sobre las

discriminaciones étnicas o territoriales y las hostilidades culturales o

civilizatorias.

Y de los individuos, si de alguien, ha de partir también el impulso

inicial para ascender, peldaño tras peldaño, en la empeñosa y secular tarea

de construcción de la cosmópolis.

Para decirlo con las palabras de Alexander Pope en un fragmento

archifamoso de su poema “Ensayo sobre el hombre” (Essay on Man, IV,

361 y ss.) que libérrimamente traduzco a guisa de conclusión:

“Dios derrama su amor desde el todo a las partes,

pero el alma humana ha de hacerlo


39

desde el individuo hacia el todo.

La afirmación de sí suscita el despertar de la conciencia

a la manera de una piedrecilla arrojada a un estanque:

desde el centro agitado de las aguas

emerge, así, un estrecho círculo,

al que seguirá luego otro más ancho

para expandirse en otro y otro más....

Parientes, vecinos, amigos

serán por ellos abrazados y el abrazo

se extenderá después a su país,

así como, tras éste, a otros países,

para abrazar por fin a todo ser humano”.


40

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

Aramayo, R.R.- Muguerza, J.- Roldán, C. (eds.), La paz y el ideal

cosmopolita de la Ilustración (En el bicentenario de “Hacia la paz

perpetua”), Madrid, 1.999.

Aranguren, J.L.L., Moralidades de hoy y de mañana, Madrid, 1.974

(recogido en Obras completas, ed. de F. Blázquez, Madrid, 6 vols.,

1.994-97, vol. III).

Bernstein, R.J., Hannah Arendt and the Jewish Question, Cambridge,

1.996.

Bobbio, N., L’etá dei diritti, Turín, 1.990 (hay trad. cast. de R. de Asís

Roig, Madrid, 1.991).

Boulding, K.E., “The Economics of the Coming Spaceship Earth”, en G. de

Bell (ed.), The Environmental Handbook, Nueva York, 1.970, pp.

95-110.

Camps, V., El siglo de las mujeres, Madrid, 1.998.


41

Cortina, A., Ciudadanos del mundo (Hacia una teoría de la ciudadanía),

Madrid, 1.997.

Chomsky, N., 11/09/2001, Nueva York, 2001 (hay trad. cast. de C. Aguilar,

Barcelona, 2.001).

Garzón Valdés, E., “Derecho y moral (Planteamiento del debate)”, en R.

Vázquez (ed.), Derecho y moral. Ensayos sobre un debate

contemporáneo (J. Malem, F. Salmerón, R. Alexy, N. Mac Cormick,

J. Muguerza, E. Bulygin, N. Hoerster y U. Schmill), Barcelona,

1.998, pp. 19-58.

Gimbernat, J.A., Los Derechos Humanos (A los cincuenta años de la

Declaración de 1.948), Madrid, 1.998.

Giusti, M., Alas y raíces (Ensayos sobre ética y modernidad), Lima, 1.999.

Habermas, J., Die Einbeziehung des Anderen, Francfort del Main, 1.996

(hay trad. cast. de J.V. Velasco, con Introducción del mismo,

Barcelona-Buenos Aires-México, 1.999).

Habermas, J.- Rawls, J., Debate sobre el liberalismo político (incluye, en

traducción de G. Vilar, los textos de Habermas “Politischer

Liberalismus. Eine Auseinandersetzung mit Rawls” -procedente de

Die Einbeziehung des Anderen, cit.- y Rawls “Reply to Habermas”,

The Journal of Philosophy, XCII, 3, 1.995), Introducción de F.

Vallespín, Barcelona-Buenos Aires-México, 1.998.


42

Hobsbawm, E., Age of Extremes (The Short Twentieh Century 1.914-

1.991), Londres, 1.994 (hay trad. cast. de J. Faci, J. Ainaud y C.

Castells, 1.995).

Hobsbawm, E.- Polito, A., Intervista sul nuovo seculo, Milán, 1.999 (hay

trad. cast. de G. Pontón, con Prólogo de J. Fontana, Barcelona,

2.000).

Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Deusto, La

Declaración Universal de Derechos Humanos en su cincuenta

aniversario (Un estudio interdisciplinar), Bilbao, 1.999.

Isegoría. Revista de Filosofía Moral y Política, 22, Septiembre 2.000

(Globalización y derechos humanos).

Kant, I., Zum ewigen Frieden, Werke, Akademie Ausgabe, vol. VIII (hay

trad. cast., entre otras, de J. Muñoz, con Introducción del mismo,

Madrid, 1.999).

MacIntyre, A., “Is Patriotism a Virtue?”, The Lindley Lecture, University

of Kansas, 1.984 (hay trad. cast. de T. Fernández Auz, Bitarte, 1,

1.993, pp. 67-85).

Muguerza, J., “Los peldaños del cosmopolitismo”, en Aramayo-Muguerza-

Roldán (eds.), La paz y el ideal cosmopolita de la Ilustración, cit.,

pp. 347-74.
43

Muguerza, J., “La lucha por los derechos”, Revista Internacional de

Filosofía Política, 15, Julio 2.000 (Ideales políticos de la

humanidad), pp. 43-60.

Muguerza, J., El puesto del hombre en la cosmópolis, Lección inaugural

del Curso 1.999-2.000, Universidad Nacional de Educación a

Distancia, Madrid, 2.000 (recogido asimismo en A. da Silva

Estanqueiro Rocha, ed., Justiça e Direitos Humanos - Justice and

Human Rights, Braga, 2.001, pp. 215-59).

Muguerza, J., “El derecho de intervención en pro de los derechos

humanos... y en su contra”, Revista de Occidente, 236-237, Enero

2.001 (Las intervenciones humanitarias), pp. 35-48.

Muguerza, J., “Ética pública y derechos humanos”, en E. Díaz - J.

Muguerza, Seminario sobre Ética Pública y Estado de Derecho

(comentarios de A. García Santesmases, F. Laporta y C. Thiebaut),

Fundación Juan March, Madrid, 2.002, pp. 67-100, 140-50.

Nino, C.S., Ética y derechos humanos, Buenos Aires, 1.984.

Nussbaum, M., “The Limits of Patriotism”, en J. Cohen (ed.), On Love of

Country, Boston, 1.994 (hay trad. cast. de C. Castells, Barcelona,

1.996), pp. 8-28.

Puleo, A. (ed.), La Ilustración olvidada (La polémica de los sexos en el

siglo XVIII), Presentación de C. Amorós, Barcelona, 1.993.


44

Rawls, J., “The Law of Peoples”, en St. Shute - S. Hurley (eds.), On

Human Rights, 1.993, Nueva York (hay trad. cast. de H. Valencia -

Villa, Madrid, 1.997), pp. 41-82.

Taylor, Ch., Philosophical Arguments, Cambridge, Mass., 1.995.

Thiebaut, C., Los límites de la comunidad, Madrid. 1.992.

Villoro, L., “Sobre el principio de la injusticia: la exclusión (VIII

Conferencias Aranguren)”, Isegoría, 22, Septiembre 2.000, pp. 103-

42.

Viroli, M., For Love of Country, Oxford, 1.995 (hay trad. cast. de P. Alfaya

MacShane, Madrid, 1.997).

Zolo, D., Cosmopolis, Cambridge, Mass., 1.997 (hay trad. cast. de R. Grasa

y F. Serra, Barcelona, 2.000).

You might also like