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PIETER COLL
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Pieter Coll Esto Ya Existió En La Antigüedad
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Pieter Coll Esto Ya Existió En La Antigüedad
INDICE
PRÓLOGO ..................................................................................................................................................- 4 -
INTRODUCCIÓN ......................................................................................................................................- 9 -
EN EL PRINCIPIO FUE LA RUEDA.....................................................................................................- 11 -
LINEAS DE TRAFICO REGULAR CON COCHES-CAMA Y COCHES-RESTAURANTE ............- 14 -
VIAJES COLECTIVOS, TODO INCLUIDO..........................................................................................- 17 -
NAVES GIGANTES DE HACE DOS MIL AÑOS ................................................................................- 20 -
LA OCTAVA MARAVILLA...................................................................................................................- 23 -
FAROS COLOSALES..............................................................................................................................- 28 -
EL TRÁFICO MUNDIAL HACE TRES MIL AÑOS ............................................................................- 31 -
A CRISTÓBAL COLÓN SE LE ADELANTARON HACE DOS MIL AÑOS.....................................- 34 -
LOS ANTIGUOS CHINOS CONOCIERON LA BRÚJULA ................................................................- 36 -
EN LA ANTIGÜEDAD YA ERA CONOCIDO UN SISTEMA DE TELEGRAFÍA SIN HILOS.......- 39 -
EL CORREO AEREO TIENE UNA ANTIGÜEDAD DE CINCO MIL AÑOS ...................................- 43 -
GRANDES URBES CON MILLONES DE HABITANTES Y CASAS DE VARIOS PISOS .............- 49 -
EL ABASTECIMIENTO DE AGUA DE LA ROMA ANTIGUA ERA MEJOR QUE EL ACTUAL.- 57 -
CONSTRUCCIÓN DE TÚNELES PARTIENDO DE DOS DIRECCIONES OPUESTAS .................- 60 -
BAÑOS DE LUJO DE DIMENSIONES ÚNICAS .................................................................................- 63 -
LA CALEFACCIÓN CENTRAL MODERNA DATA DE DOS MIL AÑOS.......................................- 67 -
NERÓN YA UTILIZABA UN ASCENSOR...........................................................................................- 69 -
SERVICIO DE TAXIS HACE TRES MIL AÑOS..................................................................................- 71 -
¿DESDE CUÁNDO EXISTEN LOS PUENTES?...................................................................................- 73 -
«LA ASOCIACIÓN DE INGENIEROS» ................................................................................................- 77 -
SORPRENDENTE PERFECCIÓN EN LA PEQUEÑA MECÁNICA ..................................................- 79 -
EL PERÍMETRO DE LA TIERRA Y LA DISTANCIA A LA LUNA, CALCULADOS HACE DOS MIL
AÑOS ........................................................................................................................................................- 86 -
MECANISMOS AUTOMÁTICOS EN LA ANTIGÜEDAD.................................................................- 91 -
RELOJES Y DESPERTADORES EN LA ANTIGÜEDAD...................................................................- 95 -
OPERACIONES QUIRÚRGICAS HACE CINCO MIL AÑOS ..........................................................- 100 -
ESTACIONES TERMALES EN LA ANTIGUA GRECIA .................................................................- 104 -
TAMPOCO LA TENEDURÍA DE LIBROS Y LA TAQUIGRAFÍA SON UNA NOVEDAD..........- 107 -
ALGUNOS DATOS NUMÉRICOS PARA TERMINAR ....................................................................- 110 -
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Pieter Coll Esto Ya Existió En La Antigüedad
PRÓLOGO
«Est o», t odo est o, ciert am ent e, ya exist ió en la Ant igüedad: calefacción
cent ral y t aquigrafía, cañones y t elescopios, correo aéreo y cuart os de baño,
incubadoras y t axím et ros, coches cam a y aut óm at as, ascensores y segadoras
mecánicas... La lista podría alargarse bastante, desde luego. Una curiosa cantidad de
artefactos y de operaciones que parecen «conquistas» de nuestro tiempo y que, en
efect o, lo son cuent an con precedent es rem ot os, y a veces, rem ot ísim os. Los
hist oriadores, m ás at ent os siem pre a narrar bat allas geniales y t rapisondas
palaciegas, han descuidado subrayar debidam ent e est as cosas, y a m enudo las
olvidamos o las ignoramos. De ahí que nos pille un poco de sorpresa un catálogo como
el que Pieter Coll presenta en su libro. Pero la verdad es que, en principio, no debería
sorprendernos demasiado... Al fin y al cabo, los «inventos» en cuestión responden a
necesidades básicas de la vida diaria, que se le plantean al hombre a partir de un nivel
determinado de su desarrollo social. Evitar el rigor del frío en el propio domicilio, dejar
de subir escaleras o comunicarse rápidamente con un corresponsal alejado fueron, sin
duda, aspiraciones t an lógicas en un ciudadano del I m perio Rom ano com o hoy lo
puedan ser en un vecino de Nueva York, de Londres o de Moscú. ¿Por qué no suponer
que aquel antepasado nuestro de hace dos mil años supo encontrar una solución para
las suyas?
Es lo m enos que podríam os hacer: suponerlo. La obra de Piet er Coll nos
obsequia con un am plio repert orio de ej em plos que lo at est iguan y pone a
contribución las referencias m ás dispares: de Sum eria, de Egipt o, de Babilonia, de
Creta, de Asiría, de la India y la China legendarias, toda una toponimia impresionante
por su ancianidad, que nos rem it e a fechas casi inim aginables. En ocasiones, la
«solución» antigua descansa sobre fundamentos teóricos o experimentales que nada
t ienen que envidiar a los ut ilizados por la t écnica m oderna: nos adm ira t ant o la
justeza del cálculo como el tino de la previsión. Otras veces, las «soluciones» apenas
tienen ningún punto de contacto, y la antigua no es sino un expediente primario, de
un empirismo infantil. Pero no importa. Las palomas mensajeras de hace siglos y los
servicios postales en avión de nuestros días, pongamos por caso, no son comparables:
su función, sin em bargo, es idént ica, y bien m erecen ser reunidos baj o el nom bre
com ún de «correo aéreo». Porque en últ im a inst ancia, est o es lo que vale: que la
«necesidad» haya sido sentida, y que se haya procurado satisfacerla de algún modo
eficaz. E incluso, en vez de la «necesidad» directa y más o menos urgente, la misma
fant asía sirvió de est ím ulo y de proyect o: el ext raño e inagot able Leonardo da Vinci
¿no fabuló una «m áquina de volar» que t raducía a su m anera el m it o de Í caro y la
imitación de los pájaros?
No hay que extrañarse acerca de ello: si este mundo es un valle de lágrimas,
com o aseguran las t eologías y cert ifica la biografía de cada hij o de vecino, t am bién
resulta indiscutible que la humanidad se ha pasado la vida se ha pasado la historia
esforzándose por escapar a ese destino inclemente. Toda la retórica proferida en tomo
de la «dignidad hum ana» se reduce a est e punt o, bien m irado. Por de pront o, la
criatura que hoy se autodenomina «hombre» inaugura su situación «a parte» dentro
de la escala zoológica en el preciso momento en que empieza a producir sus propios
medios materiales de existencia o de subsistencia . Y luego, ya todo ha consistido
en ir aumentando la ventaja: ventaja respecto de la naturaleza, que, hostil o pasiva,
ha de ser dominada y explotada. Llámese «civilización» o «progreso», tal es el móvil
específico de la aventura de nuestra especie: lograr un dispositivo cada vez mayor de
com odidades. Escribo est a últ im a palabra a conciencia de su m ediocre cot ización
m oral. Pero sería una bobada, o una hipocresía, rehuirla cuando es exact a e
insust it uible. Digam os, pues, «com odidad» en sus m ás elást icas acepciones. Todos
los «inventos» humanos, desde la rueda y el nudo hasta la aspirina, el televisor y los
chism es de la cibernét ica sin descart ar, y no es paradoj a, la m ism a bom ba
atómica t ienden a esa genérica finalidad: ahorrar m olest ias, ayudarnos a pasarlo
bien.
De hecho, la historia la historia del hombre: no hay otra no es más que un
grandioso intento de corregir, en la medida de lo posible, el caráct er «lacrim ógeno»
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previsto. ¿No sería más justo imaginar que la rueda, o la chispa surgida del pedernal,
y el nudo, y la vasija, fuesen «descubrimientos» sugeridos por una chamba cualquiera,
m ás que frut os del cálculo y de la experim ent ación? De la m áquina de vapor, nos
contaban en la escuela una anécdot a preciosa: no sé qué inglés, sin duda célebre,
m et ido en la cocina de su casa, observó las convulsiones de la t apadera de una
marmita donde hervía el condumio de la jornada, y esa circunstancia le valió más que
todos sus años de estudio. La historia de la Ciencia no ya la de los «inventos», sino
la de la encopetada Ciencia debe contener numerosos episodios de esta clase. ¿No
confesó Flem ing que «descubrió» su penicilina por «casualidad»? El fact or «azar»,
naturalmente, y en esto como en todo la nariz de Cleopatra, por ejemplo , no podía
ser desdeñado.
Y he aquí que llegamos al fondo de la cuestión. Porque si el «azar» decide al
m enos con frecuencia , no había m ás rem edio que propiciarse el azar. Y est o es lo
que hoy se hace, y a gran escala, m et ódicam ent e. «Todos los invent os son
casualidades», dij o alguien, t ras com put ar el porcent aj e de aciert os event uales que
recuerda la historia de las técnicas. «Sí, pero son casualidades que sólo les pasan a los
sabios», apunt ó ot ro alguien, advirt iendo el módulo profesional de los que
«acertaban». Con ello quedaba bastante clarificado el planteamiento. Los «inventos»
todos no son m ás que consecuencias de una m ás o m enos am plia facult ad
combinatoria. Si hay alguien que es incapaz de crear nada de la nada, es el hombre.
Crea si crear es desde «lo dado»: «com binando» lo que, t iene a su alcance.
Huelga decir que su éxito, en este sentido, dependerá de los recursos a combinar y de
su discreción en la m aniobra. Las com binaciones del «sabio» t endrán m ayores
posibilidades de dar algo posit ivo que las com binaciones del lego. Lo oport uno, por
consiguient e, era poner la confianza en el «sabio». Y t odo el em puj e de la
«civilización» m oderna la indust rial reposa sobre est a const at ación. Se ha
procurado, en alguna medida, canalizar las posibilidades «inventivas», facilitándoles
los medios adecuados. Menos de lo debido: es probable es cierto . Pero el caso es
que fueron tomadas en serio.
La seriedad provenía, apunt ém oslo rápidam ent e, del «negocio». De grado o
por fuerza, así t enía que obrar la burguesía. Fij ém onos que t odos los «invent os»
aducidos por Piet er Coll se dist inguen de sus sim ét ricos de nuest ros días en un
extremo esencial: los de la Ant igüedad, nunca o casi nunca t uvieron una expansión
económ ica apreciable; los de hoy, en cam bio, obj et o de la indust ria y del com ercio,
constituyen un elemento excitante del mercado. Coll aduce una explicación que, por
lo demás, es harto sabida: las «civilizaciones» antiguas no derivaron sus «inventos»
hacia un t erreno de prosperidad desem barazada porque la esclavit ud hacía
innecesaria la máquina como medio de producción.
Una sociedad que tiene por base la mano de obra servil y gratuita del esclavo,
¿para qué quiere la m áquina, el «invent o»? Sólo para efect os sunt uarios o
est rat égicos: sólo para conseguir lo que el esclavo no puede dar de sí, sea la
calefacción, el «correo aéreo», o el lanzallamas. Ya se notó, sobre el mapa de Europa,
el cambio de la sociedad esclavista a la sociedad feudal: el siervo de la gleba no era un
esclavo, aunque lo pareciera, y ello redundó lo suyo en el orden de cosas de que
hablamos. Pero mucho más se marcaba la diferencia cuando la burguesía se perfilaba
com o clase ascendent e. La burguesía, con t odos sus privilegios, prescindía de la
sum isión t ot al de sus operarios: t enía que pagarles, poco o m ucho, un salario. La
máquina era un expediente para reducir gastos.
No es im prescindible que m e dem ore en det alles. La m áquina, suplent e del
esclavo y del siervo, debía ser fom ent ada. Nadie ha escrit o nunca except o algún
paniaguado sin relieve un elogio tan sereno y desinteresado de la burguesía, y del
papel hist órico de la burguesía, com o su principal debelador nec nominetur! , en
ciert as páginas por lo dem ás explosivas. Y el elogio se t ranspone en análisis y
explicación, que abarcan lo que venimos indicando. En el haber de la clase dominante
hay que asent ar la m ayoría, o t odas, las delicias «t écnicas» hoy en circulación: los
ant ibiót icos y el cine, los cerebros elect rónicos y los det ergent es, los plást icos y los
libros «de bolsillo» ( «de falt riquera», para hablar correct am ent e en cast ellano) , los
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reactores y las lavadoras mecánicas, la cirugía estética y el radar, los discos de Mozart
y el plástico. ¿Delicias? Sopeso el término y no lo creo exagerado, salvando las ofertas
del fut uro. Y de est as delicias part icipam os t odos. No por condescendencia ni por
derecho: simplemente, en concepto de mercado. Una exigencia intrínseca del negocio
era esa m ism a part icipación. Papinilo caricat urizó: Ford pagaba bien, hast a donde
podía, el pobre, a sus obreros, porque así podrían comprarle coches. El tinglado tiene
est a ley. Y result a que, en resum idas cuent as, la cosa m archa. Sin que ello sea
justificación para nadie.
Ésta es la frontera, si vale centrar la complejidad del tema en una referencia
arbit raria y sim plifícadora: la «calefacción cent ral», en la época del em perador
Const ant ino, podía ser posible com o un luj o com o t odo luj o, excepcional ; en la
act ualidad, ha de ser una aplicación corrient e, de bloque de viviendas, con una
adm inist ración supedit ada al pago colect ivo, y con un disfrut e en los países
«avanzados» asequible como mínimo a las clases medias.
El ascensor de Nerón, y perfeccionado, pert enece a nuest ro dom icilio. Y el
correo aéreo ya no queda a m erced de unas precarias y poét icas palom as. Y... la
diferencia es clara, muy clara, diáfana. Si alguna moraleja tolera el libro de Pieter Coll,
que el lector tiene en sus manos, es ésta. ¿Que esto ya existió en la Antigüedad? Sí.
Las pruebas son cont undent es. Y adem ás, he procurado insinuar en las ant eriores
reflexiones que no podía ser sino así: esto, todo «resto» el libro de Coll existió ya,
t enía que existir con una gloriosa felicidad precursora. Pero exist ió de m uy dist int a
m anera. Lo bueno sería que, de cara al porvenir, la manera siguiese cam biando. Y
más aún: que no sufriera ningún colapso. El hombre, eso que nosotros somos y que,
en un rapt o de abst racción, llam am os «hom bre», puede ir m ás allá. Hecha la
reverencia obligada al pasado hit it as o egipcios, griegos o asirios, sum erios o
chinos , y encajado resignadamente el presente, quedan en pie las oportunidades de
nuestra prosperidad. Que es lo que hay que salvar.
JOAN FUSTER
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INTRODUCCIÓN
Con frecuencia se designa a nuestro siglo como la «Era de la Técnica». Y esta
expresión es correcta, ya que le ha cabido a nuestro tiempo el desarrollo del sistema
de fabricación en cadena, la fabricación de product os en grandes series y la
aut om at ización, aplicada especialm ent e a los procesos indust riales, descubriendo,
adem ás, t oda una serie de t écnicas nuevas. Pero es j ust am ent e est a progresiva
especialización, la preponderancia que adquieren los procedim ient os t écnicos en el
ám bit o de la vida y del espírit u y la desm edida m at erialización de las relaciones
hum anas, lo que ha señalado a nuest ra época el peligro de un progreso t écnico
unilateral. Sobre todo desde la irrupción de la energía atómica en la existencia de los
pueblos, los hombres han visto con más claridad la clase de fuerzas demoníacas que
la capacidad de inventiva técnica de la Humanidad puede desatar.
Pero la «técnica» no es, en modo alguno, una invención de nuestros tiempos.
Ha exist ido ya desde los balbuceos de la hist oria hum ana y puede seguirse su
desarrollo y variaciones desde ent onces hast a nosot ros. La cult ura y la t écnica
m ant enían ent re sí un est recho int ercam bio, perm aneciendo recíprocam ent e la una
subordinada a la otra, ya que, en su más estricto sentido, la técnica no es otra cosa
que el dom inio de la Nat uraleza al servicio de los propósit os del hom bre y de sus
condiciones de vida.
Si examinamos las civilizaciones de la Antigüedad, veremos que todas poseían
su t écnica, y est e prim it ivo dom inio de la Nat uraleza se diferenciaba
fundamentalmente del actual, en que nosotros, obligados por las nuevas necesidades
de los hom bres, hem os buscado y encont rado nuevos cam inos para el
aprovechamiento de las energías naturales. Por esto, en la mayoría de los casos, las
precarias energías y los recursos técnicos de los pueblos cultos de la Antigüedad eran
distintos. A pesar de esta diferencia, con ellos se alcanzaron hace miles de años unos
result ados que, en part e, no han podido ser superados t odavía. Los lim it ados
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conocim ient os físicos de ent onces fueron ut ilizados am pliam ent e hast a la últ im a
posibilidad.
Estas conquistas técnicas de la Antigüedad, que influyeron en el mundo y en la
vida de los hombres que las alcanzaron, son las que han de cobrar nueva vida en esta
obra. Com o es lógico, la im agen que de ellas se ofrece no puede pret ender ser
com plet a. Las pocas m at erias que aquí se t rat an y su com paración con los logros
t écnicos de nuest ro t iem po, represent an solam ent e una pequeña part e de los
invent os y descubrim ient os de que, en el cam po t écnico, se com ponía la vida
cot idiana de la Hum anidad ant igua. Es seguro que t odavía queda m ucho que no ha
llegado hasta nosotros y permanece ignorado.
Pero incluso los pocos ej em plos que en est e libro se pueden ofrecer nos
llenarán de asom bro y adm iración por los result ados conseguidos en épocas t an
distintas a la nuestra. Habremos de reconocer que los hombres de la Antigüedad no
eran del t odo «at rasados» ni «ant icuados». Aunque con ot ros m edios y, a m enudo,
siguiendo caminos diferentes, alcanzaron algunas metas que no desdicen en absoluto
de los result ados t écnicos de nuest ros días. Tam bién aquellas civilizaciones poseían
sus «prodigios» técnicos, algunos de los cuales hoy todavía nos parecen increíbles.
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Una de las reproducciones m ás ant iguas que se conservan de un carro corresponde a una escena de
deportación de cautivos asirios. Se trata de un carretón de dos ruedas, provistas ya con radios, arrastrado
por bueyes.
Seguram ent e no debía ser un placer viaj ar en est os carros, sent ado en una
t abla y recorriendo fragosos cam inos. Así se aprecia claram ent e en est e ant iguo
relieve de piedra que las mujeres, a las que se les permitía hacer uso de este vehículo,
se acurrucan en ellos encorvándose y se cogen agot adas, a los bordes, m ient ras un
esclavo situado tras ellas sostiene una almohada para que puedan apoyar la espalda.
Por m uy riguroso que fuese el viaj e en est as condiciones, represent aba una
considerable vent aj a com parado con la m archa a pie de los hom bres que iban a su
lado m aniat ados. Pero se t rat aba de un viaj e verdaderam ent e lent o; ni siquiera
cuando son aguijoneados salen los bueyes de su andar cansino y lento. En esto no han
cambiado los tiempos.
No t iene, pues, nada de sorprendent e que ya ent onces los hom bres se
rompiesen la cabeza pensando qué podrían hacer para aumentar la velocidad de sus
carruajes.
Es un hecho deplorable en t oda la hist oria de la Hum anidad, pero
particularmente en la historia de la técnica, que la guerra ha inspirado muchas ideas
út iles. El inst int o de conservación im pulsaba a los hom bres a ser superiores a sus
enemigos, afanándose constantemente en buscar los medios para modificar cualquier
det alle, con el fin de defenderse m ej or o vencer m ás rápidam ent e a sus cont rarios.
Por desgracia, este espíritu sigue prevaleciendo hoy en día, como lo demuestran los
«sputniks» y cápsulas espaciales, que no hubieran podido ser lanzadas a los cielos de
no haber sido previam ent e desarrollados los pot ent es cohet es, est udiados en su
origen en calidad de mortíferos ingenios.
El arma m ás temida de los hicsos era el caballo Cuando los hicsos invadieron
el Asia Menor, allá por 1750 a. C., su arma más temible eran los caballos. Enfrentados
a los ej ércit os de pueblos andariegos, est as rápidas y m óviles bandadas de j inet es
disfrut aban de la gran vent aj a de una t áct ica basada en at aques fulm inant es por su
m ovilidad m aniobrera. En t ales condiciones, los hicsos apenas encont raron
resistencia.
Pronto se dieron cuenta también de las ventajas militares que ofrecía un carro
de guerra provisto de protección contra las flechas, y arrastrado por veloces caballos.
Explotando el principio de las carretas de bueyes encontradas a los pueblos vencidos,
const ruyeron sus carros de guerra y uncieron a ellos sus m ont uras. Luego
desplazaron hacia at rás los ej es de las ruedas, para evit ar en lo posible el riesgo de
vuelco del carruaje que el aumento de la velocidad llevaba consigo.
Est e carro de guerra, adopt ado m ás t arde t am bién por los egipcios, fue
convirt iéndose en el t ranscurso del t iem po en la m áquina de guerra m ás t em ible de
t oda la Ant igüedad. En el ej e y en los rayos de las ruedas fueron fij adas afiladas
cuchillas, con las que, al girar, aniquilaban a cualquiera que se aproxim ase por los
lados; hasta en la lanza de tiro situaron una pica monumental, afilada por los lados,
que sobresalía formando un ángulo obtuso, con el fin de proteger a los caballos. Este
carro penet raba com o una flecha a t ravés de las filas de los infant es enem igos. Con
t oda razón se ha llam ado a est os carros de guerra los «t anques blindados» de la
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Antigüedad.
Al igual que en las carretas de bueyes perfeccionadas, los yugos para uncir los
caballos estaban unidos en estos carros mediante una barra que, a su vez, se sujetaba
en la lanza de tiro. Las riendas usadas por los hicsos para dirigir a sus caballos de silla
fueron alargadas hast a hacerlas llegar hast a las m anos del auriga, que se m ant enía
erguido en el carro.
Los pesados y lentos armatostes que en un principio eran los carros de guerra,
con el t iem po fueron haciéndose cada vez m ás ligeros y m anej ables. Pront o se
consideraron aptos no solamente para fines bélicos, sino también como elemento de
t ransport e rápido, y así encont ram os en unas ant iguas pint uras funerarias egipcias,
del t iem po de la XVIII dinastía ( 1550 1330 a. C.) , que el acarreo de la cosecha se
reproduce con varios carros, que ya por ent onces servían para t an pacíficos
menesteres.
Carros ligeros y rápidos para viaje, en Grecia. En el curso de las siguientes
cent urias se desarrollaron de est a form a dos t ipos de vehículos. En prim er lugar se
construyó un carro para viaje, ligero y rápido, que disfrutó posteriormente en Grecia
de gran aceptación. A diferencia de los carros ligeros egipcios, en los que el auriga iba
de pie, igual que en los carros de guerra, en los carros griegos tirados por dos caballos,
el conductor se sentaba en la caja del vehículo con las piernas cruzadas, apoyando su
espalda en almohadones. El eje había recuperado su posición central, de forma que el
carro sufría violentas oscilaciones a cada irregularidad del terreno. En este aspecto, la
característica más notable en los griegos era el sistema empleado para la conducción
del vehículo, ya que dirigían a la caballería con una especie de lát igo. Sin em bargo,
igual que en épocas ant eriores, t am bién em pleaban el «aguij ón de boyero» para
arrear a los caballos.
Carros pesados en Italia para transporte de mercancías y viajeros. Además
de est os carros ligeros y rápidos, pront o se em prendió en diferent es países
m edit erráneos la const rucción de ot ros m ás pesados, dest inados indist int am ent e al
t ransport e de m ercaderías o de personas, const it uyendo así una especie de
«furgoneta de la Antigüedad». Particularmente en Italia, se extendió mucho este tipo
de vehículo, dotándolo de un toldo para proteger a los viajeros de los rigores del sol y
de las inclemencias del tiempo.
Con est os vehículos sólidos y m acizos recorrían los rom anos sus prim eras
líneas de comunicaciones. Paulatinamente construyeron una red de calzadas cada vez
m ás densa, en las que, para el cam bio regular de los caballos, est ablecieron unas
estaciones o paradas, distantes entre sí de 25 a 30 kilómetros, que servían al mismo
tiempo como posadas y puntos de enlace.
¿Cuál es el origen de la palabra «post a»? A est as est aciones se las
denominaba posit iae m ansiones, que puede t raducirse aproxim adam ent e com o
«paradas fij as». Del vocablo positiae ha result ado, un m ilenio m ás t arde, la palabra
«posta».
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Mapa de las carret eras rom anas, único que ha llegado hast a nosot ros. Const a de dos part es, y present a,
vist o desde Rom a, el nort e de I t alia y los países que se ext ienden hast a el Danubio. La part e inferior del
mapa constituye un complemento para el sur de Italia y los Balcanes. Los mares han sido reducidos a unas
estrechas franjas.
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Los coches de los romanos tenían ejes delanteros giratorios y un toldo. Con relevos regulares de caballos,
se cubrían recorridos hasta de 300 kilómetros en una sola jornada.
Est e vehículo que los rom anos perfeccionaron const ant em ent e fue el
antecedente inmediato de las diligencias que han venido utilizándose hasta nuestros
días. En m uchos aspect os, las redae eran superiores a las diligencias m odernas. Mil
ochocientos años antes de que nosotros cayésemos en la cuenta de esa necesidad, la
Rom a im perial disponía ya de carruaj es de viaj eros con depart am ent os reservados
para dormir y cocinar. Para que los equipajes no constituyesen molestia, los coches de
viajeros estaban provistos, incluso, de portaequipajes, al igual que nuestros actuales
ómnibus para largas distancias.
En las casas de posta había escribanos y mensajeros para servicios urgentes.
Apart e de t odas esas com odidades, en las casas de post a se podían solicit ar los
servicios de escribanos habilísimos, a los que se dictaba la correspondencia durante el
viaje, pudiendo enviar las cartas a su destino por medio dé rápidos mensajeros que se
sabía podían encont rarse en la próxim a parada. Est a organización al servicio del
viaj ero, int roducida ya en algunos t renes expresos de los ferrocarriles federales
alemanes, existía ya, según acabamos de ver, hace dos mil años.
Así fue com o los ant iguos rom anos consiguieron un elevado grado de
perfección para sus coches de viajeros. Por las descripciones y relatos de viajes que
nos han legado diferentes hombres públicos de la época, así como también escritores
clásicos, sabemos que, mediante relevos de las caballerías efectuados con la debida
regularidad, se conseguían recorridos hasta de 300 kilómetros por jornada.
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adm irar las bellezas de la Nat uraleza. En realidad, est a clase de at ract ivos parecían
impresionar poco a nuestros antepasados, suposición que está justificada por la falta
casi absoluta de una pintura antigua de paisajes. Sobre este particular, parece que los
gigant escos m acizos de los Alpes, et ernam ent e cubiert os de nieve, ant es les
producían pavor que admiración, a juzgar por los testimonios de muchos escritores de
la época. Aquella sibarít ica sociedad solam ent e gust aba de paraj es am ables y
cómodos. Sólo los verdes valles poblados de bosques y las suaves cadenas de colinas
podían incit ar la sensibilidad de un Ovidio o de un Horacio. Por eso, el t urist a de la
Ant igüedad buscaba con preferencia not abilidades hist óricas o de algún significado
cultural. Los romanos se sentían principalmente atraídos por Grecia, la «nodriza» de
su propia cultura. Ensimismados, se situaban ante la Acrópolis, visitaban el Partenón
y admiraban la estatua de oro y marfil de Palas Atenea. Partiendo de Atenas, se solía
cont inuar hacia Salam ina y Marat ón, y, at ravesando el ist m o, hast a Espart a y las
renom bradas pist as de com pet iciones at lét icas de Olim pia. Quien dispusiera de
tiempo y dinero suficientes, buscaba también el Asia Menor: Ilion, la ciudad de Príamo,
el punto donde otrora tuvo lugar la guerra de Troya, era una de las metas preferidas
para el viaje de muchos romanos cultos o de aquellos que deseaban parecerlo. En esto
apenas existe diferencia con los tiempos actuales; lo principal era haber estado allí y
poder referir lo visto al regresar a casa. En todo caso, por aquellos tiempos no existían
cám aras fot ográficas y no era posible hacerse ret rat ar t om ando com o fondo los
monumentos célebres.
Ya se había invent ado la indust ria de recuerdos para el t urism o. ¡Pero
t am bién t enían un recurso! La indust ria de recuerdos para el t urist a ya había sido
invent ada por aquellas fechas y ofrecía a los viaj eros sus product os. Se adquirían
vasos con vist as de los lugares art íst icos visit ados, o pequeñas reproducciones de
est os, que eran fabricados por esclavos en una especie de obj et os, en su m ayoría,
cadena sin fin. Todos eran de tan poco gusto como suelen ser los de hoy, pese a que
el instinto comercial de los fabricantes de recuerdos de entonces siempre encontraba
la forma de introducir nuevas variantes en sus surtidos.
Y también otro de los trucos empleados para exprimir amablemente el bolsillo
a los forast eros t iene su origen en aquellos t iem pos. Todo visit ant e de Egipt o es
seguro que se verá favorecido con una oferta bajo mano para adquirir a un precio muy
vent aj oso un aut ént ico escarabaj o sagrado o cualquier ot ra valiosa pieza de la
Antigüedad. Naturalmente, todas estas «antigüedades» han sido fabricadas en serie
en cualquier sit io, quizás en nuest ro propio país. Un m ercado sem ej ant e exist ía ya
hace dos m il años en los que habían sido cam pos de bat alla de Aquae Sext iae o de
Cannas. En los tiempos del Imperio, los romanos afluían allí a bandadas, y cada uno
de ellos podía apoderarse, previa la correspondient e propina, de un «valioso
recuerdo», quizás una punta de lanza o de flecha, y hasta de una espada rota. Con las
armas halladas en estos campos de batalla, y que fueron vendidas en el transcurso del
tiempo, hubiera habido bastante para equipar a un ejército de millones de hombres.
Según las referencias llegadas hast a nosot ros, ot ro t ant o ocurría en los que fueron
cam pos de bat alla át icos o púnicos. Realm ent e, si nos det enem os a reflexionar en
este aspecto del tráfico de viajeros, vemos que la Humanidad no ha aprendido nada a
lo largo de los siglos.
La im port ancia que t uvo en su época el «Cursus Publicus». Todas est as
consideraciones secundarias nada t ienen que ver con la im port ancia que t uvo el
Cursus Publicus y las posibilidades que ofrecía para el viaje. Esta organización fue de
gran importancia en su época, al hacer posible el cómodo desplazamiento a territorios
a los que hoy sólo podemos llegar con dificultades. Hace dos mil años existían en Asia
Menor y África del Norte carreteras que conducían hacia lugares que, de subsistir, hoy
est arían sit uados en m edio del desiert o. Una de est as líneas part ía del Est recho de
Gibralt ar, at ravesaba Marruecos y Argelia hast a Cart ago, y cubría un t rayect o de
2.300 kilóm et ros. Com o es lógico, est a red de com unicaciones pudo const ruirse
gracias al com plet ísim o m at erial cart ográfico que los est ados m ayores de los
generales rom anos habían acum ulado, señalando con la m ayor exact it ud las
cordilleras, ríos y ciudades, m ediant e un gigant esco esfuerzo de la t écnica
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Embarcaciones de este tipo formaban una flota que la reina egipcia Hatschepsut envió hasta el país de Punt,
de donde regresó trayendo consigo, además de preciosas especias, plantas raras y monos, según aparece
pintado en la cámara sepulcral de la reina.
Para las travesías marítimas casi siempre se empleaban naves movidas a vela
y a remo. Algunas de ellas disponían de alojamiento para más de cien pasajeros con
su correspondiente servidumbre; llevaban una dotación de varios cientos de hombres
para m over los rem os; t am bién poseían buenos com edores, una bibliot eca y varios
baños.
Estas naves de lujo gozaban de la preferencia de las clases acomodadas para
efect uar sus viaj es de vacaciones a Egipt o. Las t ierras del Nilo eran ya en aquellos
t iem pos, durant e el invierno, uno de los punt os de cit a preferidos por las gent es
elegant es. Desde Alej andría se organizaban excursiones a las pirám ides, o se
navegaba hast a Assuan siguiendo el curso del río en dirección ascendent e. Allí no
perdían ocasión de hacer regist rar su nom bre en las list as de ext ranj eros o de
grabarlo en las paredes de nobles edificaciones, vicio al que t odavía hoy siguen
entregados muchos de los que, aisladamente o en caravanas, salen de sus casas con
fines turísticos. Sin embargo, por este conducto sabemos que, hace dos mil años, una
noble dama germánica de la estirpe de los semnonitas estuvo visitando diversas obras
art íst icas; por aquella época, los sem nonit as est aban asent ados en el t errit orio del
Elba m edio. Seguram ent e habría llegado con el Cursus Publicus hasta Rom a, desde
donde, probablem ent e con una de las ent idades organizadoras de viaj es, había
continuado hasta Egipto a bordo de una nave.
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Pieter Coll Esto Ya Existió En La Antigüedad
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conocidos, Ptolomeo Filopátor, rey de Egipto (221 205 a. C.), se hizo construir una
nave de 128 metros de longitud, 17 metros de anchura y un promedio de 28 metros
de altura, llevaba 4 espadillas o remos timoneros, de 18 metros de longitud cada uno,
y su dotación era de 6.280 remeros y marineros y 400 sirvientes esclavos.
Est as cifras no son dadas caprichosam ent e, sino que, dent ro de nuest ras
posibilidades, han sido escrupulosam ent e com probadas. La galera gigant e del rey
Ptolomeo, concretamente, tenía en cada uno de sus lados 200 remos de dimensiones
m uy superiores a lo habit ual, o sea, un t ot al de 400 rem os. Los esclavos rem eros
est aban colocados en 4 hileras superpuest as. Según aum ent aba la longit ud de cada
uno de los rem os, era t am bién m ayor el núm ero de los que lo m anej aban, que,
normalmente, oscilaba entre 4 y 8 hombres.
Contando 80 remos entre las bandas de estribor y babor, en cada una de las
cinco hileras, se obtiene un total de 320 hombres para la hilera inferior, 400 para la
siguiente, y así sucesivamente, hasta llegar a 640 hombres en la hilera superior. Para
un «t urno de rem eros» se precisaban, pues, 2.400 esclavos. Calculando solam ent e
sobre relevos de doce horas, se necesitaban como mínimo 4.800 remeros. Añadiendo
los marineros, guardianes, personal de cocina y resto de los servidores del buque, la
fabulosa cifra aparece plenamente justificada.
Esta nave gigante no era, en realidad, otra cosa que un palacio flotante. Poseía
varios salones, una bibliot eca y un j ardín con piscina para bañarse. En est e
m ast odont e de los m ares había, incluso, arbust os en flor. Los aposent os reales
debieron de ser de una m agnificencia inim aginable, que debió de alcanzar
esplendores fabulosos en el monumental salón de fiestas.
El m ism o m onarca t enía a su servicio ot ra nave algo «m enor» llam ada
thalamegos, o «nave de andar por casa». No estaba acondicionada para la navegación
de alt ura, sino para las t ranquilas aguas del Nilo. Tenía 97,60 m de longit ud, y su
alt ura, incluyendo la t oldilla para defenderse del sol y el baldaquino de honor, se
calcula en 28 m. Los cronistas hablan de esta nave como de una enorme casa flotante
con un lujo indescriptible.
Una nave con surt idores y acondicionam ient o de aire. En el cent ro de la
nave se encont raban los aposent os y salas de fiest as equipadas con t odo aquello
capaz de satisfacer los gustos de un señor caprichoso y ávido de sensaciones nuevas.
Por t odo el cont orno de la gigant esca galera discurría una colum nat a de dos pisos
t ot alm ent e revest ida de m árm ol, que servía de soport e a las t errazas y j ardines.
Durante las calurosas horas del día, el segundo piso se utilizaba como sala de estar y
de reposo. En los m ás diversos lugares aparecían surt idores y, lo que provocaba el
m ayor asom bro en sus cont em poráneos: unos «vent iladores», que com plet aban
eficazm ent e la act ividad de los esclavos encargados de m anej ar los abanicos,
proporcionando una constante y agradable brisa.
La sala principal, situada en el centro de la nave, debió de estar adornada con
sunt uosidad hoy apenas concebible. Sólo fueron em pleadas en ella las m ás caras y
preciosas m aderas. El revest im ient o de las paredes, adornado con ricas
incrust aciones de m arfil, consist ía en olorosa m adera de cinam om o, m at erial
ext raordinariam ent e valioso en aquella época, obt enido por m ediación de
com erciant es persas que lo t raj eron de la I ndia a cost a de grandes penalidades y
pagando su peso en oro. Una especial atención mereció el hecho del suntuoso salón
dispuesto sobre correderas que, en un momento dado, permitían abrirlo hacia un lado
para lanzar sobre los invitados una lluvia de flores.
Part iendo del gran salón y por uno de sus lados, una escalera llevaba a los
aposentos destinados a las mujeres, instalados con la misma magnificencia, mientras
que ot ra se dirigía hacia los est raves de la nave, donde se hallaba el t em plo
consagrado a Venus, const ruido en m árm ol, y cuyas paredes y t echos est aban
adornados con valiosos mosaicos representando episodios de la mitología griega. Los
ornamentos sagrados, fabricados con oro y piedras preciosas, contribuían a aumentar
la suntuosidad del conjunto.
La est ruct ura int erna de la nave respondía asim ism o a la fast uosidad del
ext erior: El casco, e incluso los rem os, fueron const ruidos con m aderas preciosas.
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Para citar sólo otro ejemplo, diremos que la vela y los aparejos estaban teñidos con
púrpura, derroche que se apreciará m ej or aclarando que un kilogram o de est e
colorant e, obt enido de la secreción de ciert os caracoles m arinos, cost aría, en las
condiciones actuales, unos dos millones de pesetas.
Esta larga digresión, que nada tiene que ver con la capacidad técnica del siglo
II ant erior a nuest ra era, ha pret endido únicam ent e dem ost rar el luj o que ya en
aquella época se aplicaba a este tipo de naves, muy superior, desde luego, al de los
más ostentosos yates de nuestros actuales millonarios.
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LA OCTAVA MARAVILLA
También otros Estados de la época utilizaban naves gigantes. El rey Hierón II,
de Siracusa ( 274 216 a. C.) , se hizo const ruir por el sabio de su cort e, el conocido
matemát ico Arquím edes ( aproxim adam ent e 285 212 a. C.) , una serie de grandes
naves, dedicadas en su m ayoría al t ransport e de granos. Uno de est os colosos,
m ovido por la com binación de rem os y velas, y dest inado al uso del soberano, fue
descrito por alguno de sus contemporáneos como la «Octava Maravilla del Mundo».
La nave era una mezcla de elemento de combate, carguero de gran capacidad,
a la vez que un lujoso palacio. Su eslora alcanzaba 108 m, con una manga de 30 m.
Durante más de un año, cientos de esclavos fueron dedicados a su construcción, en la
que se utilizó madera procedente de los bosques del Etna, en tal cantidad que hubiera
bast ado para const ruir 30 t rirrem es, las galeras m ás ut ilizadas por ent onces,
provistas de tres hileras de remos.
En cuant o a sus inst alaciones m ilit ares, la nave parecía m ás una fort aleza
flot ant e que una em barcación dest inada a surcar las aguas. Las const rucciones de
caráct er ofensivo y defensivo, consist ent es en ocho t orres de cinco pisos, cuat ro de
las cuales servían al mismo tiempo como mástiles para las velas, cumplían todas las
exigencias impuestas por el arte de la guerra naval de la época.
La nave de gran tonelaje proyectada por Arquímedes para el rey de Siracusa poseía una colosal capacidad
com bat iva. En un m ást il hueco, en el cent ro de la nave, aparecía la figura de una diosa provist a de un
gigantesco espejo cóncavo, con lo que se provocaba el incendio de las naves enemigas.
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sido inst alado un pequeño gim nasio, am én de num erosos j ardines rodeados de
hiedras y parras. La part e post erior de la nave cont enía los aposent os de luj o. Dos
grandiosas galerías soportadas por fuertes columnas ofrecían una amplia perspectiva
sobre toda la embarcación y el horizonte marítimo.
Una valiosa bibliot eca y bañeras de piedra. La bibliot eca est aba inst alada
con la m ayor riqueza, con sus paredes com plet am ent e recubiert as de m aderas
preciosas. Cont enía una colección de raros m anuscrit os y num erosos inst rum ent os
astronómicos. En las salas de aseo había baños de vapor y bañeras de piedra. Para el
aprovisionamiento de agua potable se disponía de un gran depósito de 780 hectolitros
de capacidad. En otra gran piscina, llena de agua de mar, se mantenía la reserva de
pescado para todo el tiempo que pudiera durar la travesía. Diez establos para caballos
se alojaban en cada una de las bandas de babor y estribor, con lo cual se garantizaba
la continuidad de transporte sobre tierra firme en las diferentes escalas.
Esta nave gigante, en parte, también se destinaba al transporte de mercancías.
En su int erior podía alm acenar 6.000 fanegas de grano, 1.000 ánforas de vino o de
aceit e de oliva y la m ism a cant idad de t inas de arcilla cont eniendo pescado salado.
Partiendo de estos datos, se ha estimado que su capacidad de carga debía ser de unas
4.200 toneladas.
Pocos puert os podían recibir al coloso. El rey Hierón II no pudo disfrut ar
m ucho t iem po de su posesión, ya que había pocos puert os en el m ar Egeo que
pudieran brindar acogida al coloso, y, por último, lo regaló al rey Ptolomeo de Egipto,
el cual le puso el nombre de Alejandría, incorporándolo a su flota de naves gigantes.
Post eriorm ent e sirvió de m odelo para const ruir una serie de em barcaciones del
mismo tipo.
La galera de lujo de Cleopatra. Conocemos detalles de la gigantesca galera
de luj o que em pleara Cleopat ra para ir a Tarso, en el año 41 a. C., al encuent ro de
Marco Ant onio, el sucesor de Julio César. Est a nave llevaba las velas t eñidas de
púrpura, un cast illo de popa cubiert o con relieves de oro y los rem os de ébano
provistos de empuñaduras de plata.
Algo m enos ost ent osa, pero de perím et ro bast ant e m ayor, fue la nave de
recreo de Calígula, de la que en el año 1931 se recuperaron algunos rest os;
considerando únicam ent e el t am año de su quilla, podía com pet ir en cuant o a
dim ensiones con las de cualquier t rasat lánt ico act ual. Las colosales est ruct uras
estaban rematadas por un templo. En el centro de la nave había un jardín con árboles
y t oda clase de plant as, escult uras y un t em plet e circular rodeado de colum nas, en
cuyo cent ro se alzaba la im agen de una diosa. Por est e est ilo est aba const ruido el
castillo de proa, cubierto a su vez por una gigantesca armazón a modo de baldaquino,
bajo la cual se hallaba el diván en el que gustaba sentarse Calígula para observar la
animación de las fiestas celebradas a bordo de su galera cuando él navegaba en ella.
El relat o del despliegue de luj o y grandiosidades concluye con la breve
descripción de est a fast uosa galera. Sin em bargo, los pocos ej em plos expuest os
demuestran que, hace ya dos mil años, existían en el Mediterráneo naves colosales,
cuya tripulación equivalía por sí sola al número de habitantes de una pequeña ciudad.
La m anut ención de est as m uchedum bres y su cuidado exigía, prescindiendo de las
necesidades transitorias impuestas por los destacados invitados, unos espacios, y por
lo t ant o unas dim ensiones que corresponden aproxim adam ent e a las de nuest ros
act uales t ransat lánt icos. Si bien es ciert o que t ales colosos no eran corrient es en la
Antigüedad, sirven no obstante para poner de relieve la elevada capacidad técnica de
aquellos tiempos, cuyos logros provocan nuestra admiración.
Las pequeñas em barcaciones m ercant iles y de guerra. Pese a ello, el
número de las pequeñas embarcaciones destinadas al comercio y a usos militares era
realmente considerable. Existían numerosos «pentarremes», equipados, además, con
uno o dos m ást iles para velas. Tam poco era escaso el núm ero de los «t rirrem es»,
em barcaciones que por ot ra part e eran m ucho m ás corrient es. Exist ían t am bién
embarcaciones movidas exclusivamente a vela, siéndonos conocida su forma por las
numerosas reproducciones que han llegado hasta nuestros días. En este aspecto, es
sumamente expresivo el mosaico hallado en la Casa Quirinale, de Claudio Claudiano,
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Un «crucero ligero rom ano» a su salida de un puert o de Sicilia. Est e «t rirrem e» fue const ruido según las
medidas exactas del original para figurar en la realización de una película italiana.
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FAROS COLOSALES
Para que la localización de est os puert os no ofreciese dificult ades a los
navegant es, surgió m uy pront o la idea de crear unas señales de orient ación que
indicasen la rut a a seguir por los barcos para librarse de los baj os y escollos. Para
cum plir m ej or las funciones de señalización, se erigieron elevadas t orres, visibles
desde gran dist ancia, finalidad que t am bién inspiró la const rucción del «Coloso de
Rodas», considerado en la Antigüedad como una de las Siete Maravillas del Mundo.
Según nos refiere uno de los escrit ores rom anos, Plinio el Viej o, en el libro
XXXVI de su Historia Naturalis, capítulo XXII, este indicador marítimo situado ante la
entrada al puerto de Rodas era una estatua de 34 metros de altura dedicada a Helios,
el dios del sol. Debió ser levantada en el año 300 a. C. por el escultor Chares de Lidos,
el cual em pleó doce años en su m odelado y vaciado. El vaciado en bronce de est a
colosal figura const it uye por sí solo una asom brosa dem ost ración de la capacidad
técnica alcanzada en aquellos tiempos.
Por desgracia, la colosal est at ua fue derribada por un t errem ot o m edio siglo
después, quedando desparram ados sus rest os sobre el t erreno en que había sido
levant ada. En el año 566, los sarracenos recogieron los t rozos que encont raron y,
cargándolos sobre 900 camellos, los llevaron a su país para fundirlos de nuevo. Por lo
t ant o, no t enem os not icia alguna de la form a aproxim ada que t uviera la gigant esca
im agen. Las dist int as versiones gráficas llegadas a nosot ros, aparecidas
principalmente durante el Renacimiento, son producto de concepciones más o menos
fant ást icas. Es m uy discut ible, por lo t ant o, asegurar que el Coloso se erguía
asent ando sus piernas abiert as sobre cada uno de los m uelles que form aban la
entrada al puerto, y se desconoce si sostenía una antorcha o un brasero donde debía
arder una llama alimentada por gas natural, como alguien ha dicho.
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del m ism o hecha por el poet a Lucano (Pharsalia IX, 1.004) y de una descripción de
Estrabón (Geographica XVII, 1,6).
«Señales indicadoras» en
todos los puertos romanos. Por esta
época, los romanos habían construido
de nueva plant a un gran núm ero de
faros, o habían acondicionado las
«señales indicadoras» ya exist ent es,
dot ándolas de los m edios necesarios
para t ransm it ir señales lum inosas.
Puede decirse que, al finalizar el
prim er siglo de nuest ra era, ninguno
de los puertos importantes carecía de
las inst alaciones necesarias para
indicar por la noche la situación de su
embocadura.
Apenas se dispone de informes
fidedignos sobre el sist em a de
iluminación inst alado en los elevados
torreones. Es de suponer que se trataba de simples fuegos que ardían a la intemperie,
o sea, sin estar resguardados con una especie de farol. Así lo indica también el escritor
j udío Josefo ( 37- 95 d. C.) en una descripción de la t orre Faros de Alej andría. Un
equipo de guardianes t enía la m isión de m ant ener encendida durant e t oda la noche
una hoguera de leña en lo alto de la torre cuadrangular. De acuerdo con su descripción,
el fuego se divisaba desde una distancia de 300 estadios, o sea, unos 57 kilómetros.
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Reconstrucción del faro de Alejandría, una de las maravillas del mundo antiguo, construido en el año 285 a.
C.
Otro faro mandado erigir por el emperador Calígula por el año 40 d. C., en las
cercanías de Boulogne, siguió prest ando servicios hast a la m it ad del siglo XVI I ,
derrum bándose en 1644 baj o los efect os del oleaj e. Ot ras dos t orres rom anas,
situadas en Constantinopla y otros puertos del Bósforo, continuaron encendiendo sus
fuegos durante un período de tiempo aproximadamente igual.
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libros de navegación eran secret os, especialm ent e si t rat aban de los espacios
sit uados fuera del Medit erráneo. Las rut as a I nglat erra y Escandinavia, así com o las
que eran seguidas a lo largo de la costa de África para ir a las Indias, fueron durante
largo tiempo un secreto exclusivo de estos pueblos, del cual dependía su prosperidad
y riqueza. Con t oda seguridad que en ellos se darían inst rucciones exact as para la
navegación a vela. Sin duda alguna, ya por entonces se conocían las cartas marinas
que, pese a su primitivismo, debían de registrar ya las corrientes más importantes y
las épocas exact as en que podía cont arse con los vient os alisios y m onzónicos y el
curso favorable de éstos para cada travesía.
Durant e la noche, la orient ación se efect uaba por m edio de las est rellas,
tomando por referencia la Estrella Polar o la Cruz del Sur, según el hemisferio en que
estuvieran situados los mares por los que se navegaba. Durante el día se empleaba la
«varilla de sombra» o «gnomon». Como nos explica Plinio (VI, 33), con esta Varilla se
medía la longitud de la sombra en distintos puntos geográficos y en determinados días;
los valores establecidos en el curso del tiempo se recopilaban en forma de tablas.
Con frecuencia se ha plant eado la cuest ión acerca de qué ot ros m edios de
orient ación podían t ener los ant iguos pueblos m arineros, que pudieran servirles en
forma semejante a las «piedras de navegar» que más tarde poseyeron los normandos
para marcar una dirección determinada.
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parte del Imperio Romano; viajó por España, las Galias, Germania y África. Durante
est e t iem po escribió una serie com plet ísim a de obras gram at icales, ret óricas,
m ilit ares, hist óricas y biográficas, de las cuales sólo conservam os algunos rest os.
Como documentación para su obra cumbre, de la que sólo ha llegado hasta nosotros
Hist oria Nat ural, ut ilizó los m anuscrit os de 516 aut ores, cuyas obras, en núm ero
aproximado de 2.000, se han perdido en su mayoría. Por todo ello, esta obra de Plinio
es una insust it uible fuent e de invest igación para conocer el nivel alcanzado por la
t écnica y las ciencias nat urales en la Ant igüedad; sin las inform aciones en ellas
contenidas, desconoceríamos muchos detalles de cuanto entonces existía.
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apoyo a esta suposición, gracias a que, en unas excavaciones realizadas en los años
cincuent a en un ant iguo cam pam ent o vikingo descubiert o en una isla en las
proxim idades de Est ocolm o, fue encont rada una est at uilla de Buda. ¿Cóm o había
llegado hast a allí la est at uilla? ¿Su localización en aquella isla era product o de una
serie de trueques realizados a través de los continentes y de muchos países, o había
sido llevada por los vikingos, quienes, en t al caso, por lo m enos habrían t enido que
llegar hasta la India?
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Los griegos utilizaron el primer alfabeto telegráfico con estos dos muros almenados de cinco huecos cada
uno.
Así se com unicó a Micenas la conquist a de Troya. Encendida en el m ont e I da, cerca de Troya, la señal
lum inosa conv enida fue vist a desde la isla de Lem nos, transmitiéndola a cont inuación al m ont e At hos, y
desde allí, después de atravesar el centro del Ática, llegó al Peloponeso.
Señales de este tipo debían ser ya conocidas por la Humanidad desde mucho
t iem po ant es, para dar con rapidez la alarm a ant e la aproxim ación de ej ércit os
enem igos. Durant e el día eran sust it uidas por fuegos alim ent ados con ram as
húm edas, para así provocar una fuert e hum areda que a int ervalos regulares era
cubierta con telas mojadas, para de este modo formar señales de humo de duración
determinada. Mediante el uso de señales largas o cortas, combinadas en una sucesión
preestablecida, se transmitían mensajes completos.
Un pequeño pueblo asiático, el persa, llegó a desarrollar un alfabeto completo
con señales de hum o, del cual lo t om aron los griegos. Pero est a t elegrafía ópt ica no
servía para la t ransm isión noct urna, y, dada la im port ancia que a m enudo
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represent aba una diferencia de horas para explot ar con éxit o una vict oria sobre el
enem igo, no cej aron en sus int ent os encam inados a conseguir un m edio de
comunicación que, utilizado durante las horas de oscuridad, permitiese la transmisión
de mensajes inteligibles.
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let ras del alfabet o griego, con el fin de poder t ransm it ir t am bién cualquier texto,
aunque siempre limitando la transmisión a las horas nocturnas.
Podían ser t ransm it idas 14 let ras por hora. De t odas form as est e
procedim ient o era ext raordinariam ent e laborioso, ya que, cuando las let ras no se
sucedían en orden correlativo, era necesario, previa indicación especial a la estación
receptora, proceder a llenar de nuevo el recipiente para poder transmitir alguna de las
let ras sit uadas en las posiciones ant eriores. Según se dem ost ró por experiencias
posteriores, con la utilización de un determinado número de hombres se podía llegar,
com o m áxim o, a una t ransm isión de 14 let ras por hora. Por lo t ant o, est e
procedimiento de «telegrafía nocturna» era excesivamente lento y trabajoso, a pesar
de lo cual resultaba de enorme importancia para las comunicaciones a distancia con
una ciudad sitiada, cuya situación no permitiese la entrada o salida de un mensajero,
en particular cuando era preciso establecer un acuerdo sobre el punto y el momento
en que sit iados y libert adores debían em prender una acción sim ult ánea para
conseguir la rot ura del cerco. Dado que las dim ensiones y divisiones del «barril de
noticias» podían alterarse a voluntad, y que el tamaño y disposición de los recipientes
utilizados sólo eran conocidos por ambos comunicantes, esta transmisión de noticias
podía llevarse a efect o incluso a la vist a del enem igo sin t em or alguno a cualquier
«indiscreción».
Según informa el tratadista militar Polieinos, en una obra dedicada al estudio
de los ardides de guerra (VI, 2) aparecida en el año 162 d. C., los cartagineses habían
llegado a adquirir una not able habilidad en el uso de est e sist em a t elegráfico,
empleándolo incluso durante el día, y avisándose de la apertura y cierre de las llaves
de paso por m edio de señales hechas con banderas. Asim ism o m ej oraron el
procedim ient o en el sent ido de const ruir dos recipient es de vidrio, elim inando la
varilla y el flot ador, habiendo m arcado cada una de ellas sobre 24 líneas anulares
señaladas en el m ism o recipient e. A est os grandes recipient es t ransparent es se les
denominaba «clepsidras». En la época de Aníbal, concretamente en la segunda guerra
púnica (218 201 a. C.), se llegó a situar las letras no por el orden en que figuraban
en el alfabet o, sino de acuerdo con la frecuencia con que aparecían en el lenguaj e
usual, colocando en último término las letras más raramente usadas, y obteniendo así
una m ayor facilidad para la t ransm isión al lim it ar el núm ero de veces que había de
procederse al nuevo llenado de los recipientes.
La telegrafía con antorchas constituyó un nuevo progreso. Pese a todas las
mejoras, algún tiempo después se consiguió un gran progreso con la transmisión por
medio de antorchas ideada por los ingenieros alejandrinos Democleto y Cleopseno, y
más tarde descrita y perfeccionada por Polibio (200 120 antes de Jesucristo).
En est e sist em a de t ransm isión noct urna, la «est ación em isora» consist ía en
dos m uros alm enados con cinco hendiduras sit uadas a ciert a dist ancia ent re sí. El
m uro de la izquierda indicaba la línea de det rás, m ient ras que el de la derecha
señalaba qué lugar de la línea ocupaba la letra que se pretendía transmitir. El nuevo
procedim ient o t elegráfico por m edio de ant orchas est aba basado en un sist em a
alfabét ico dist ribuido en cinco líneas, t al com o reproducim os a cont inuación con
caracteres romanos:
A B C D E
F G H I K
L M N O P
Q R S T U
V W X Y Z
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let ra, siendo únicam ent e las let ras cont adas de est a form a las que sirven para la
interpretación del mensaje. El resto de las letras sólo cumplen una misión de relleno,
y t odo depende de la habilidad del redact or para form ar con ellas, a pesar de la
necesidad de ser fiel al texto real, una carta legible y de contenido verosímil.
Este procedimiento de cifra ya fue empleado hace 3.000 años por los hindúes,
fenicios y judíos. Los cartagineses empleaban un método distinto. Sustituían en toda
ocasión la letra clave por otra diferente, que aparecía en el alfabeto en el lugar tal o
cual. Com o la dist ribución de los lugares correspondient es a las let ras válidas podía
variarse en cualquier m om ent o, una cart a escrit a por est e sist em a result aba
dificilísim a de descifrar. Aineias fue m ás lej os t odavía al proponer un procedim ient o
consist ent e en sust it uir las let ras por núm eros, para lo cual bast aba con t ener
conocimient o del orden de la dist ribución de acuerdo con una clave previam ent e
comunicada al destinatario.
La «rueda post al» de Aineias. Ot ro sist em a sum am ent e ingenioso es el
descrito en el citado capítulo c. 31, que podemos designar con el nombre de «rueda
postal». Este sistema tenía la ventaja de poder ser lanzado, con una flecha o con una
catapulta, fuera de los muros de una fortaleza sitiada.
Un pequeño disco de madera contenía en su borde 24 agujeros y dos más en
el cent ro. La posición de est os dos aguj eros, referida al radio que los at ravesaba,
servía para det erm inar en cada caso las prim eras let ras, que, a su vez, podían ser
convenient em ent e cifradas. El rest o de las let ras se ext endía hacia la derecha o
izquierda siguiendo el orden que cada una ocupaba en el alfabet o. Para descifrar el
mensaje había que pasar un hilo por los agujeros de las letras correspondientes a la
comunicación, destinándose el agujero del centro para pasar por él el hilo cuando se
llegaba al final de una palabra. También se introducía por este agujero el hilo una vez
terminada la transmisión del mensaje.
El destinatario, que, como es lógico, era conocedor del significado atribuido a
cada uno de los aguj eros, solam ent e t enía que hacer pasar el hilo a la inversa,
t om ando not a de cada una de las let ras y sit uándolas en orden inverso al en que
aparecían. Cada palabra debía ser separada de las ant eriores con un guión t ant as
veces como el hilo aparecía pasado a través del agujero central.
Entre otros métodos de cifrado, Aineias cita también el sistema de puntos, en
el que cada una de las letras está representada por puntos o por rayas. Este sistema,
procedente de Oriente, asimismo fue empleado con mucha frecuencia por los fenicios
y los j udíos. Podem os considerar t al t ipo de escrit ura cifrada, usado también por el
emperador Augusto, como una especie de antecesor de nuestro alfabeto Morse. Junto
a los procedimientos que podríamos llamar visibles, existían otros de carácter oculto.
Por ej em plo, con t int as de com posición secret a se escribía el m ensaj e invisible, y
luego, encima, se redactaba otra comunicación con texto completamente diferente. El
dest inat ario hacía aparecer la escrit ura secret a som et iendo el papel a la acción del
calor o t rat ándolo con cloruro férrico. A pesar de la seguridad que est e sist em a
proporcionaba, los grandes secretos de Estado se comunicaban con textos cifrados.
También hemos de considerar sorprendentes los resultados obtenidos con los
m ensaj eros encargados de t ransport ar las com unicaciones. Solía ocurrir que los
territorios que habían de atravesar hasta alcanzar su destino se hallaban desprovistos
de albergue, siendo con frecuencia m ont añosos y poco t ransit ables. En el ant iguo
Egipt o, así com o en Nínive, con est os fines, fueron est ablecidas unas est afet as de
corredores, las cuales disfrutaban también de una protección especial en otros países.
Filippides recorrió un trayecto de 200 kilómetros en un día y una noche. Los
m ensaj eros rápidos ut ilizados en aquella época daban un rendim ient o difícilm ent e
igualado después. Los griegos encont raron una solución sum am ent e práct ica para
cubrir la dot ación de est os puest os de m ensaj eros, para lo cual dest inaron a su
servicio a aquellos corredores que habían resultado vencedores en las competiciones
olímpicas; uno de ellos, llamado Filippides, recorrió un trayecto de 200 kilómetros en
el curso de un día y una noche. Adem ás de los corredores pedest res, los rom anos
crearon un servicio de j inet es post ales, hom bres j óvenes acost um brados a cabalgar
descalzos y sin estribos. Inicialmente, el servicio estaba reservado para el transporte
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confirma la existencia en Grecia, en el siglo V a. C., del correo cursado por medio de
palom as. De la m ism a época se sabe que un habit ant e de la isla Egina, llam ado
Tauróstenes, informó a su pueblo natal de la victoria por él alcanzada en los juegos de
Olimpia, noticia que se recibió el mismo día del hecho, transportada por una paloma.
Nada tiene, pues, de sorprendente el que también los romanos empleasen las
palom as para la rápida t ransm isión de not icias im port ant es y de ciert a ext ensión, y
son Marcial y Plinio quienes nos inform an m inuciosam ent e sobre est e part icular. El
último de dichos escritores relata con gran lujo de detalles la forma en que, durante el
sitio de Mutina (43 a. C.), Décimo Junio Bruto enviaba sus mensajes al campamento
del cónsul simplemente atándolos a las patas de las palomas.
El correo aéreo de los faraones; pint ura m ural exist ent e en el sepulcro de Ram sés III, en la que se
representa el sistema utilizado para comunicar al faraón una noticia importante.
La afición de los romanos a las palomas mensajeras. Por esa época aumentó
de t al m anera la afición a las palom as m ensaj eras que se const ruyeron t orreones
dedicados exclusivamente a la cría y adiest ram ient o de est as aves, a la vez que era
llevado un cuidadoso registro genealógico de los ejemplares más notables.
Hubo palomas por las que se llegó a pagar hasta 400 denarios, equivalente a
unas 1.500 peset as oro. Los gladiadores rom anos solían em plear palom as para
informar a sus deudos de las victorias obtenidas en los combates. De los escritos de
Plinio también se desprende que, bajo el mando de Julio César, los ejércitos romanos
ut ilizaban palom as m ensaj eras para enviar not icias desde dist int os punt os de las
Galias, especialmente cuando se hallaban en campaña.
No hay duda de que es necesario proceder a un reajuste de nuestros conceptos
en lo que se refiere a algunas cosas de la Antigüedad. Por ejemplo, el correo no era
t an lent o y prim it ivo com o generalm ent e se cree. Sabem os que las palom as
m ensaj eras pueden recorrer hast a 90 kilóm et ros por hora, o sea, que superan el
rendim ient o real de un t ren expreso, t eniendo en cuent a, adem ás, que vuelan
siempre eligiendo la ruta más corta.
El «correo aéreo con palom as», ent re los árabes. No conocem os
demasiados detalles acerca del uso de las palomas mensajeras en el Imperio Romano,
y t am poco sabem os si su aplicación se hizo en gran escala o sim plem ent e fue un
capricho pasaj ero. Lo eficaz que puede result ar un «correo aéreo por m edio de
palomas» lo demostraron los árabes unos siglos más tarde. Cruzando todo su imperio,
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durante la minoría de edad de su hijo. Estas terrazas con jardines, consideradas como
una de las Siet e Maravillas del m undo ant iguo, debieron de cubrir, si los inform es
conservados al respect o son fidedignos, una, superficie de unos 50.000 m et ros
cuadrados. Se trataba de un conjunto de edificaciones de planta cuadrangular que, en
form a de pirám ide, se alzaban en la m argen derecha del Eufrat es, dispuest os de t al
forma que cada terraza se encontraba algo adentrada con respecto a la situada en el
plano inferior, edificaciones que alternaban con grandes columnatas.
Las plataformas construidas en estas terrazas estaban cubiertas con grandes
losas de piedra, unidas ent re sí por m edio de bet ún asfált ico; sobre las losas fueron
colocadas t oda una serie de t uberías im perm eabilizadas t am bién con asfalt o,
cubiert as por un revest im ient o de dos hileras de ladrillos cocidos, igualm ent e
aglom erados con m at erial asfált ico. Sobre t odo ello, se dispuso un revest im ient o de
plomo de un centímetro de grueso, que servía de soporte directo a la mejor tierra de
cultivo que pudo encontrarse, con un espesor tal que permitía arraigar cómodamente
a los árboles más robustos.
En la t erraza superior se const ruyó un est anque, alim ent ado con agua del
Eufrates elevada por num erosas norias; desde el est anque, el agua iba pasando de
una t erraza a ot ra, para form ar innum erables surt idores. Durant e la noche, y en los
ilum inados j ardines en los que se disfrut aba, a la vez que del arom a de las m ás
variadas flores, de una hermosa vista sobre toda la ciudad, debieron de celebrarse las
fiestas más esplendorosas.
La mayor construcción de Babilonia: la torre de Babel. Pero este conjunto de
palacios con sus num erosos j ardines no llegaba a ser la m ayor const rucción de
Babilonia, ya que tal distinción estaba reservada a la famosa torre de Babel, citada en
la Biblia. Según el relat o del prim er libro de Moisés ( Génesis, 11,7) , Dios confundió el
lenguaje de sus constructores, y, entonces, éstos se dispersaron en todas direcciones.
Rigiéndonos por las not icias de origen babilónico y griego llegadas hast a nosot ros y
por los result ados de las excavaciones realizadas por el arqueólogo alem án Robert
Koldewey, la alt ura de est a t orre dest inada a t em plo era de 90 m et ros. La base
formaba un cuadrilátero de 90 metros por cada lado, sobre el que se erguía un zócalo
inferior de 33 m et ros alt ura, rem at ado por seis pisos superpuest os; a la plat aform a
primer zócalo se llegaba desde la parte anterior por medio de tres grandes escalinatas,
desde las que partían, conduciendo a cada uno de los pisos, otras escaleras abiertas
por la parte exterior de los muros. Al final, culminando todos los pisos, se alzaba una
torre piramidal dedicada a templo para el culto de Marduk, el dios de Babilonia. Esta
torre est aba revest ida con resplandecient es ladrillos de cerám ica azul y su t ej ado
cubierto con láminas de oro.
En est e t em plo se dispuso un lecho gigant esco dest inado al dios que, por lo
vist o, y según creencias de aquellos t iem pos, pernoct aba en él. Tam bién form aba
parte de las instalaciones del templo un trono colosal, con un gran escabel de oro puro
a sus pies, ante el cual había una mesa del mismo metal y de parecidas proporciones,
sobre la que los creyentes tenían la costumbre de depositar sus ofrendas. Según los
datos facilitados por Herodoto, que visitó el torreón del templo en el año 485 a. C., los
obj et os de oro para ornam ent ación y cult o t enían un peso t ot al de 800 t alent os. De
acuerdo con las m edidas de la época, un t alent o pesaba aproxim adam ent e 27
kilogramos, por cuanto los 800 de referencia equivalían a un peso total de 21.600 Kg.
Descripción de la torre del templo. Conquistadores posteriores arrebataron
los t esoros e int ent aron dest ruir la t orre del t em plo, pero los reyes babilónicos
Nabopolasar ( 626- 605 a. C.) y Nabucodonosor II (604- 562 a. C.) procedieron a su
reconst rucción. Por últ im o, Jerj es, conquist ador de Babilonia en el año 480 a. C.,
intentó destruir la pirámide del templo, por considerarla símbolo de la ciudad, pero su
obra de aniquilamiento tampoco llego a ser totalmente realizada.
Alejandro Magno (356- 323 a. C.), que pasó por estos lugares con ocasión de
su expedición a la India, impresionado por el colosal montón de ruinas, dedicó 10.000
hombres, trabajando en duras jornadas, a retirar los escombros, con el propósito de
dejar al descubierto la parte que todavía se conservase. Llegó a dedicar a esta tarea
t odo su ej ércit o, pero, al cabo de dos m eses, hubo de reconocer que necesit aba
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Hace 3.500 años, los agentes de policía redactaban el atestado antes de emprender la persecución del
delincuente.
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Est os sist em as fueron conservados al correr del t iem po, m ereciendo ser
adopt ados post eriorm ent e por ot ros pueblos, ent re los que figuran el griego y el
romano. En una orden de arresto que ha sido hallada procedente del puesto de policía
de Alej andría, dict ada en el año 145 a. C., no solam ent e se det allan los dat os
generales, adem ás de la «filiación», sino que t am bién se reproducen los obj et os
robados mediante un dibujo esquemático.
Un «procedim ient o sum arísim o» de los t ribunales para delit os m enores.
Cuando era capturado el delincuente, inmediatamente era abierto el correspondiente
proceso. Para los delit os m enores, t am bién se em pleaba en el ant iguo Egipt o una
especie de «procedimiento sumarísimo». En una cámara sepulcral de la XVIII dinastía
(1550 1350 a. C.) figura la representación gráfica de uno de estos juicios. Según se
describe en aquellas pinturas, debió tratarse de una relativa acumulación de trabajo
en la j ornada j udicial; los delincuent es, m aniat ados, aparecen en dos filas de diez
hombres cada una, y, junto a ellos, los agentes de la policía aguardan con el atestado
escrito en el que se contienen las circunstancias del hecho de que se les acusa. Ante
el juez iban compareciendo sucesivamente cada uno de los policías y el preso de cuya
cust odia est aba encargado; det rás del j uez, convenient em ent e colocados en cuat ro
estanterías, aparecen los 40 rollos que com ponían el Libro de los Cast igos, código
penal de la época en el que estaban recopilados los principios legales a que habían de
atenerse los jueces.
Para los delit os leves, la pena consist ía en un cast igo corporal, o bien en un
det erm inado período de t rabaj os forzados en beneficio del faraón. En el dibuj o se
represent a la form a en que dos condenados eran conducidos para ser som et idos al
castigo impuesto. Por regla general, este procedimiento sumarísimo debió de ser muy
eficaz, ya que son num erosas las referencias llegadas a nosot ros procedent es de
distintas fuentes, en las que se alaba la tranquilidad y el orden que reinaba en la gran
ciudad de Tebas.
Epitafio para un jefe de policía Todo esto permite apreciar que la policía del
ant iguo Egipt o est aba capacit ada para cum plir las funciones que se le habían
encom endado, realizándolas en una época que no se nos ocurriría asociar con un
satisfactorio orden público. Incluso, en un período de disturbios como el que significó
la transición del antiguo al nuevo imperio (2190 2140 a. C.), durante el reinado de
los llamados «Herakleopolitanos», se escribió como epitafio en el sepulcro del jerarca
Tefj eb, especie de j efe de policía en una provincia egipcia: «Todo el que se veía
obligado a pernoct ar en una carret era cant aba sus alabanzas, ya que se sent ía t an
seguro como un hombre dentro de su casa, pues la vigilancia de los agentes de policía
era su mejor protección.»
Una patrulla de policía egipcia del año 2600 a. C., sobre el rastro de un delincuente.
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personaje que les sigue es un «agente judicial», que ha recogido del lugar donde se
com et ió el robo cam pest re la hoz abandonada por el ladrón, llevando en su m ano
izquierda el papiro donde se contienen todos los detalles del hecho.
Hace 4.000 años, los asirios conocían ya las caract eríst icas de las huellas
digitales. Hoy en día diríam os que bast aba con fot ografiar las huellas digit ales
dejadas en el mango de la hoz para identificar inmediatamente al autor del delito, y ya
no se concibe cualquier investigación de las brigadas criminales en la que no se utilice
este recurso. La mayor parte de los organismos policíacos lo adoptaron al principio del
presente siglo, a pesar de que, por muy sorprendente que parezca, hace 4.000 años,
los asirios conocían ya las peculiaridades de las huellas digitales, haciendo uso de ellas
para det erm inados fines. En los docum ent os redact ados con escrit ura cuneiform e
sobre tablillas de arcilla, hacían imprimir en el barro aún húmedo la huella del pulgar
derecho de los firm ant es a cont inuación de su nom bre com plet o, para de ese m odo
salir al paso de posibles falsificaciones.
La im port ancia adquirida por el uso de huellas se aprecia claram ent e en
algunas t ablillas de arcilla deposit adas hoy en el Museo Brit ánico, en Londres,
procedent es de la «cancillería» del rey Sham shiadad I ( 1748- 1716 a. C.) . Dichas
tablillas contienen una detallada información acerca de distintos hechos ocurridos en
la cort e egipcia; en la act ualidad, t al inform ación se hubiera conocido por la
denominación de «informe confidencial», como delicado eufemismo para designar un
acto de espionaje.
Esas t ablillas aparecen firm adas, pero t am bién figura en ellas la huella del
pulgar de quien redactó el informe. Dado que entonces la escritura estaba a cargo de
esclavos, este signo de identificación revestía particular importancia para certificar la
aut ent icidad del com unicado, pero ello presupone al m ism o t iem po la exist encia de
una especie de archivo en el que estuvieran registradas las huellas digitales de todos
los em pleados asirios, con el fin de com probar en un m om ent o dado su legit im idad.
De no ser así, no cuesta trabajo imaginar con qué facilidad podían enviarse a Babilonia
inform es falsos, ya que t am bién exist ía ent onces, y hay varias fuent es que lo
demuestran, una especie de contraespionaje.
Com o es lógico, result a sum am ent e dudoso el que t ales huellas digit ales
fuesen em pleadas en aquella época para la ident ificación y capt ura de los
delincuent es, ya que no exist e dat o alguno que perm it a suponerlo. Lo que result a
rigurosam ent e ciert o es que ya conocían a grandes rasgos las principales
peculiaridades de las huellas digitales, de lo cual también se encuentran indicios en la
antigua China.
Los ant iguos chinos firm aban sus docum ent os m arcando en ellos sus huellas
digitales. Al igual que entre los asirios, también los chinos de la Antigüedad, desde
m ucho ant es de nuest ra era, acost um braban firm ar sus cont rat os im prim iendo la
huella de sus dedos al lado del nom bre. Ent re las ruinas de un ant iguo m onast erio
situado en las cercanías de Khotan, poco antes de la Segunda Guerra Mundial, fueron
encontrados numerosos contratos firmados en esta forma.
En este sentido, es definitiva la cláusula que aparece al final de un contrato de
préstamo, redactado en el año 782 d. C., y que dice así: «Las dos partes contratantes
lo encuentran justo y equitativo, y, en prueba de ello, añaden a la firma la huella de su
dedo pulgar».
Esta huella digital no sólo tenía carácter simbólico, sino que, sobre todo, servía
para efectos de identificación, a fin de que, incluso si el deudor se había presentado
bajo un nombre falso, pudieran establecerse «características personales» preventivas.
Pero esto también significa que ya se tenían algunos conocimientos sobre las formas
caract eríst icas de las huellas digit ales; que se sabían int erpret ar sus diferent es
form as, y que t am bién se disponía de m edios para dem ost rar la ident idad de dos
huellas impresas por una misma persona.
Tales conocim ient os, y, probablem ent e, est o será lo m ás sorprendent e para
nuest ros crim inalist as, los aplicaron t am bién los chinos para el esclarecim ient o de
hechos delict ivos. Durant e el reinado del em perador T'ai- Tsu ( 1368 1398 d. C.) se
consiguió descubrir a un asesino por este medio; el asesinato había sido cometido por
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envenenam ient o, y fue posible ident ificar al crim inal por el reconocim ient o de las
huellas del pulgar y del índice que habían quedado m arcadas en una copa de plat a.
Probablemente hubiera caído en el olvido este episodio de no haber sido elegido por el
poet a y pint or Chiu- Ying com o t em a de una de sus obras, reflej ándolo m ediant e la
im agen y la palabra escrit a, obra que post eriorm ent e llegó a m anos de un
coleccionista europeo.
La instrucción de una causa por procedim ient o sum arísim o era corrient e hace 3.000 años. En las dos
escenas superiores del relieve esculpido sobre piedra caliza, aparecen los det enidos m aniat ados y los
agent es de policía con el at est ado en la m ano. En el cent ro se ve al j uez que pronuncia la sent encia. A la
derecha, figuran dos reos a quienes se acaba de condenar y que son conducidos para sufrir el cast igo de
apaleamiento. Ante ellos, en cuatro estanterías, aparecen los rollos de la Ley, que representaban el código
penal de los antiguos egipcios.
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La m ayor part e de los acueduct os rom anos const aban de dos o t res
canales conduct ores de agua superpuest os. El dibuj o represent a la
sección transversal del acueducto construido por el pretor Maído en el
año 145 a. C.
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Algunas
veces sucedía,
como en este
caso, que dos
acueductos se
cruzaban en
su recorrido.
El dibujo es
una
reconstitución,
pudiendo
apreciarse en
su parte
derecha un
punto en el
que aparecen
superpuestos
los tres
canales de
conducción
de que
constaba el
acueducto
«Marcia Juli
a», situado al
sureste de
Roma.
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acueducto de tres pisos, llamado «Pont du Gard», en Nimes, Francia, y los 119 arcos
del antiguo acueducto romano en Segovia, cuyas instalaciones fueron construidas con
idénticos fines.
También en Alem ania exist ían acueduct os sem ej ant es; la inst alación para el
abastecimiento de aguas de la «Colonia Agrippinensis», la Colonia actual, tenía 77,6
kilómetros de longitud para conducir el agua de las fuentes de las montañas Eifel.
Todas las construcciones romanas para conducción de aguas son semejantes,
ya est én sit uadas en el nort e de África, en Francia o en España. Desde un depósit o
colect or, part ía la t ubería de conducción hacia la ciudad; el agua se deposit aba, en
primer lugar, en el llamado castellum, nombre dado a los depósitos, casi siempre de
varias plantas, instalados para facilitar la sedimentación de todas las impurezas que
pudiera arrastrar el agua y que no hubieran sido retenidas ya en el colector. Desde la
cámara superior del castellum salía el agua de nuevo para volver a ser clarificada en
diferent es depósit os dist ribuidores que funcionaban por el sist em a de rebosadero,
para llegar desde allí a los baños públicos, fuentes públicas o a las casas particulares.
Diferent es hallazgos, t ales com o los efect uados en Pom peya, nos han
permitido saber que el agua no llegaba solamente a las fuentes o a un punto único en
cada casa, sino que, desde allí, seguía a t ravés de t uberías de plom o gradualm ent e
más delgadas, a las distintas habitaciones. Según han demostrado otros hallazgos en
el palacio de Tiberio, en la isla de Capri, al final de cada tubería de agua había en las
habitaciones un grifo o llave de paso semejante en su sistema y funcionamiento a los
que ut ilizam os ahora. En cada edificio disponían, adem ás, de una llave de paso
principal, con la cual cerraban la circulación del agua cuando había de procederse a
una reparación en las tuberías del interior.
Tam bién en Rom a se pagaba el agua. Sabem os con t oda cert eza que en
Rom a t am bién se pagaba el agua consum ida en las casas, em pleando para ello
exclusivam ent e una unidad m onet aria «quinario», que correspondía a una cant idad
de agua equivalente a 420 litros cada 24 horas. Con todo y con eso, se trataba de una
retribución harto módica, si se tiene en cuenta los cuantiosos dispendios exigidos por
las obras y el enorme beneficio que esta comodidad representaba.
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Con ant erioridad a esa época, los pueblos m ás civilizados del Asia Menor
t uvieron que disponer ya de est ablecim ient os especialm ent e dedicados a los baños
públicos. En la antigua ciudad asiria de Assur, en las proximidades de la actual Kal'at
Shergat, en la orilla derecha del Tigris, han sido encontradas grandes salas con pilas
de arcilla y tuberías, que eran utilizadas como cuartos de baño 2.300 años a. C.
También exist ían por ent onces aut ént icas bañeras, com o las descubiert as
junto al Eufrates, en el palacio del rey sumerio Ilum- Ishar, en las cercanías de Mari;
las dos bañeras son de arcilla cocida y tienen una forma muy parecida a la de nuestras
bañeras actuales.
El «adm inist rador de los cuart os de baño de los faraones». Tam bién en
Egipt o se observaban idént icas cost um bres Exist en j eroglíficos en los que
repet idam ent e se m enciona a un «adm inist rador de los cuart os de baño de los
faraones». Los hallazgos efectuados en el templo sepulcral del rey Sahud, en Abusir,
han demostrado que no solo disponían de bañeras, sino también de duchas, las cuales,
al parecer, servían para el «cuidado corporal» de los sacerdot es encargados de los
sacrificios.
En este templo sepulcral se hallaron, además, en cinco lugares diferentes, los
restos de unas tinas de piedra caliza dotadas de una tubería de cobre que conducía al
ext erior; y, por si fuera poco, en alguna de ellas se encont ró un t apón para obt urar
ese paso, consistente en una pieza cónica de plomo con una anilla de cobre, unida a
una cadena de bronce para facilit ar su ext racción. Podem os, pues, decir que por
entonces ya se conocían los lavabos actuales, con una forma muy semejante a la que
hoy les dam os. Parecidas inst alaciones para baño y lavabo se han descubiert o en
antiguos edificios particulares egipcios, como los excavados en Tell- el- Amarna.
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Se llama sauna, vocablo finlandés, a los baños de vapor muy utilizados en los pueblos nórdicos. (N. del T.)
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Las termas del emperador Diocleciano, en Roma, 295 d.C. El dibujo reproduce una antigua maqueta.
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Suspendido de un cable, el
ascensor se deslizaba guiado ent re cuat ro
carriles de madera de gran resistencia. En
la parte inferior del piso debió de tener un
cojinete cuadrado de cuero de un metro de
espesor, aj ust ado com o un t apón a un
pozo de paredes gradualm ent e m ás
est rechas; caso de perpet rar un at ent ado
contra la vida del em perador cort ando el
cable del ascensor, ést e se hubiera
precipitado hacia abajo, pero el cojinete de
aire habría act uado de am ort iguador con
un am plio m argen de seguridad. El m ot or
para hacer funcionar el ascensor consist ía
en una polea y un cable manejado por tres
esclavos. Al oír la señal de una campanilla,
t iraban del cable o lo solt aban, según
t uvieran que subir o baj ar el ascensor, de
acuerdo con las señales de la cam panilla.
Unas marcas de pintura hechas en el cable
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les indicaba cuándo habían llegado a la altura conveniente. Pese a su simplicidad, este
sistema no debía ser demasiado fácil, si se tiene en cuenta que el ascensor instalado
en el palacio de Nerón había de salvar una altura de cuarenta metros.
Ot ras inst alaciones sem ej ant es fueron post eriorm ent e const ruidas en
diferentes palacios y en algunos de los edificios de varios pisos destinados en Roma al
alquiler de viviendas. Así pues, no es sorprendent e que en el Coliseo, el grandioso
anfit eat ro rom ano t erm inado en el año 80 d. C., se int roduj ese est a clase de
inst alaciones. Las salas dest inadas a los gladiadores y las j aulas para las fieras
salvajes, como ya hemos dicho, estaban situadas varios pisos por debajo del nivel de
la arena, y es lógico que se deseara ahorrar la fatigosa ascensión por las escaleras a
los gladiadores em but idos en sus pesadas arm aduras. Est os ascensores facilit aban
también considerablemente el traslado de las fieras hasta la superficie. En total, en el
Coliseo han sido descubiertos doce pozos para montacargas, cada uno de los cuales
desem boca en un cort o pasillo que conducía al rest o de las inst alaciones
subterráneas.
En las ruinas del anfiteatro de Tréveris también fue encontrado, en el año 1909,
el pozo correspondiente a una instalación de ascensor- montacargas.
A part ir de aquella fecha nada nuevo ha vuelt o a saberse acerca de est as
inst alaciones. Con la confusión originada por las em igraciones de los pueblos y la
caída del I m perio Rom ano, t am bién se perdió la oport unidad de conocer las
caract eríst icas de m uchas inst alaciones t écnicas de la Ant igüedad. Solam ent e en el
relato de viajes hecho por Lutbrando de Cremona, quien, en el año 941, visitó la corte
del emperador bizantino Constantino VII, se contiene una referencia al hecho de que
este emperador se hacía conducir hasta su trono con la ayuda de una cabria.
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indicadora que giraba sobre un disco numerado. Hallando la diferencia de las lecturas
correspondient es al principio y final de la carrera, era fácil calcular la dist ancia
recorrida, pero era indispensable efectuar el cálculo, dado que el «reloj» funcionaba
inint errum pidam ent e a lo largo de 32.400 kilóm et ros ant es de volver a repet irse la
num eración, pareciéndose en est e aspect o a nuest ros act uales cont adores de gas y
agua.
Ot ra variant e del «hodóm et ro» es la cit ada por el arquit ect o e ingeniero
rom ano Vit rubio Pollio en su obra De Archit ect ura com puest a de 10 t om os y
terminada en el año 25 a. C. Pese a tratar principalmente del arte de la construcción
y de cuest iones generales est ét icas y práct icas con ella relacionadas, dedica varios
capítulos a la descripción de aparatos mecánicos.
El reloj taximétrico descrito en esta obra se asemeja al mencionado por Herón,
con la diferencia de que combinaba el antiguo mecanismo egipcio de las bolas con el
cont ador capaz para 32.400 kilóm et ros para est ablecer direct am ent e el precio de la
carrera a base de las bolas caídas durant e el recorrido. Con est e aparat o debía ser
muy difícil estafar al cliente.
Tan com plet o cont rol se seguía a base de que la rueda post erior, cuyas
revoluciones indicaban el cam ino recorrido, est aba provist a de un ciert o núm ero de
aguj eros circulares, sobre los cuales se colocaba en un punt o det erm inado una caj a
llena de bolas, ajustadas a un tubo de salida, calculado para admitir el deslizamiento
de una sola bola cada vez. En el curso de la rotación, al aparecer un agujero bajo el
tubo, una de las bolas se deslizaba dentro para caer finalmente en una caja de metal.
El ocupante del taxi oía el ruido de las bolas al caer, y podía ir calculando mentalmente
el importe del viaje hasta aquel momento. Al terminar el recorrido, bastaba sacar el
cajón y contar las bolas. Tantas bolas en la caja, tantas leguas se habían recorrido. A
no ser que hubiese bolas en la caj a ant es de em prender la carrera, no podía haber
discusión en el precio, ya que el mismo pasajero había oído cómo iban cayendo.
El inconvenient e de calcular la dist ancia recorrida en t axi a base de rest ar la
diferencia del disco contador en movimiento constante, fue posteriormente eliminado
por un desconocido oficial de ingenieros, quien inventó un contador que podía ponerse
a «cero» ant es de iniciar cada viaj e, de form a que a cada ciert o núm ero de
revoluciones, hacía m overse un disco num erado, apareciendo el núm ero en una
ventanilla. A cada diez cambios así efectuados, aparecía en la ventanilla del contador
el núm ero correspondient e al siguient e orden de unidades. Est o dem uest ra que los
romanos conocían el llamado «arrastre por decenas», tal como se usa hoy en día en
nuestros taxímetros y en todas las máquinas de calcular.
Est e cont ador t rabaj aba con t ant a precisión que los «reloj es t axím et ros»
rom anos se ut ilizaron t am bién para m edición de las longit udes en las carret eras y
determinar así la distancia entre las diferentes poblaciones.
Como el contador estaba dividido en función de la legua romana (1.000 pasos
dobles), reunía excelentes condiciones para realizar con relativa exactitud la medición
de las vías de comunicación del Imperio Romano, siendo reconocido el interés de su
uso por la im port ancia est rat égica que t enía aplicado para det erm inar los
movimientos de tropas, a la vez que también servía para trazar mapas más precisos,
alguno de los cuales ha llegado hasta nosotros.
Vit rubio m enciona un «cuent am illas» para el m ar. A est e respect o, es
int eresant e lo que nos dice Vit rubio en la obra cit ada ( libro X, 9, 5 7) sobre un
«cuentamillas» para travesías marítimas. «Las naves», expone, «ya sean veleras o de
remo, son provistas en una de sus bandas con ruedas de paletas de un determinado
tamaño. El movimiento de la nave hace girar las ruedas y cada revolución de éstas va
contando el número de millas cubierto.»
Est e procedim ient o elaborado en la Ant igüedad, y que, según opinión de los
t écnicos, debió de funcionar con bast ant e exact it ud, no fue obst áculo para que el
sistema de corredera, inventado en el año 1577 por el grabador en cobre Humphrey
Colé, fuese el único ut ilizado en los siglos siguient es. Hem os de acept ar que el
conocimiento sobre la «rueda contador marítima» descrita por Vitrubio fue uno más
de los muchos perdidos durante la Edad Media.
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Puente de piedra construido por los chinos sobre el río Min, durante el reinado del emperador Wu- Wong, en
el año 1050 a. C. Es uno de los mayores y más antiguos puentes del mundo, con una longitud superior a
900 m y una altura de 19 m sobre el nivel de las aguas.
Algunos siglos más tarde, aproximadamente por el año 700 antes de Cristo, se
const ruyeron t am bién los prim eros puent es de piedra en Babilonia. Se t rat a de
construcciones en forma de arco que, como han demostrado recientes excavaciones,
2
Entre otros, existe en España la localidad de Vadocondes, en la provincia de Burgos. (N del T.)
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se adelant aron en varios siglos a las const rucciones abovedadas propias de los
sumerios.
El primer puente construido por los romanos sobre el Tíber, el «Pons Publicus»,
era de madera. Construido durante el reinado del legendario Anco Marcio (686 a. C),
cada año era destruido en el curso de una ceremonia religiosa, para a continuación ser
restablecido de nuevo. Pese a su escasa importancia, este puente ocupa un lugar en
la historia gracias a su heroico defensor, Horacio Cocles, quien, en el año 507 a. C.,
resist ió en él la arrem et ida de los et ruscos, hast a que sus com pañeros pudieron
contener la invasión, momento en que el héroe saltó a las turbulentas aguas del Tíber,
alcanzando felizmente la otra orilla.
El «Pons Salarius», sobre el Anio, terminado a principios del siglo VI a. C., fue
el prim er puent e rom ano de piedra, dot ado ya con las bóvedas de m edio punt o
caract eríst icas de los puent es rom anos, si bien dichas bóvedas son de procedencia
etrusca. Como en muchos otros puentes construidos después por los romanos, en su
centro, a modo de enorme portal, se levantaba una torre cerrando el paso, disposición
defensiva con la cual fueron dotados la mayoría de los puentes tras el episodio de la
famosa defensa de Horacio Cocles.
Som et idos a m últ iples m odificaciones en el t ranscurso del t iem po, se han
hecho diversas tentativas para reconstruir el aspecto original de los puentes romanos,
basándose, en algunos casos, en las reproducciones que figuran en las m onedas
puest as en circulación para conm em orar la apert ura de alguna de aquellas
construcciones y honrar a su constructor. Gracias a estas reproducciones, nos ha sido
perm it ido conocer el aspect o original de un puent e m andado const ruir por el
emperador Augusto (30 a. C.- 14 d. C.).
La form a original de ot ro puent e t am bién m uy ant iguo, el act ual «Pont e di
Sant 'Angelo», ha llegado hast a nuest ro conocim ient o igualm ent e por m edio de las
m edallas conm em orat ivas. Con el nom bre de «Pons Aelius», fue m andado const ruir
por el em perador Adriano en el año 136 d. C.; est aba enriquecido con colum nas y
estatuas, y atravesaba el Tíber en dirección al monumental mausoleo del emperador,
conocido hoy por «Cast illo de Sant 'Angelo». Las colum nas han desaparecido, y
algunas figuras, concret am ent e las del ángel, de donde se deriva su act ual
denom inación, fueron colocadas algunos siglos después en lugar de las ant iguas
esculturas que lo adornaban.
El primer puente romano de piedra, el «Pons Salarius», sobre el Anio, presenta ya la bóveda de medio
punto tomada de los etruscos, y estaba guarnecido con una torre que lo cerraba por completo a mitad de
su recorrido.
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En m uchos casos, los arquit ect os rom anos dem ost raron una ext raordinaria
capacidad t écnica; obligados con m ucha frecuencia a la im provisación, acert aron a
dar a sus creaciones un funcionalism o perfect o. Tom em os com o ej em plo la
com binación realizada en Nim es, sur de Francia, al aprovechar un acueduct o que
atravesaba el Garona con arcadas de tres pisos, para la construcción de un puente. Se
limitaron a ensanchar convenientemente la hilera inferior de arcadas y tendieron una
calzada por encima del canal conductor del agua.
Los prim eros grandes puent es que exist ieron en Germ ania t am bién fueron
obra rom ana. Todavía exist en sobre el Rin y el Danubio m uchos de est os ant iguos
puent es, sin los cuales, poblaciones com o Colonia, Tréveris y Coblenza no hubieran
llegado a alcanzar el desarrollo conseguido en el curso de los tiempos3 . Durante largo
t iem po, el Rin t razó la front era del I m perio Rom ano, y m uchos de est os puent es se
construyeron por razones militares, sirviendo para seguridad de las avanzadas o para
emprender expediciones guerreras.
Tales puent es m ilit ares eran const ruidos con m at erial pert enecient e a la
int endencia del ej ércit o rom ano, y podían ser desm ont ados en cualquier m om ent o
para instalarlos en algún otro lugar donde fuesen más necesarios. Cuándo la obra era
de gran im port ancia, t al com o lo requería el cruce del Rin o del Danubio en m uchos
punt os de su curso, ent onces se const ruían a base de elem ent os prefabricados,
m inuciosam ent e proyect ados con arreglo a cuidadosos cálculos para asegurar su
capacidad de sustentación. El tendido del puente propiamente dicho era realizado por
los oficiales de ingenieros rom anos sin int errupción. Aplicando est e sist em a, la
construcción del puente de César sobre el Rin, se llevó a cabo en diez días, a base de
3
Asimismo en España se conservan muchos puentes de construcción romana. Uno de ellos, el de Martorell,
en las cercanías de Barcelona, seguía abierto a la circulación hasta su destrucción, en 1939, por razones
militares de la contienda. (N. del T.)
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Puente de barcas sobre el Danubio, correspondiente al reinado de Trajano, año 100 d. C. Dibujo del relieve
existente en la Columna de Trajano, en Roma.
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Monte Salviano, realizándolo por medio de 40 pozos verticales, alguno de los cuales
llegó a alcanzar 130 m et ros de profundidad. Una desgracia ocurrida durant e el act o
inaugural fue considerada com o un m al presagio, haciendo que la obra perdiera el
favor, y, por t ant o, el apoyo del em perador. Tam poco los sucesores de ést e
consiguieron llevar a t érm ino el gran proyect o, pese a que la part e m ás pesada del
t rabaj o est aba ya realizada. Num erosos t rabaj os de desecación de t erreno fueron
realizados bajo el gobierno de Druso (38 a. C. 9 d. C.): en la llanura del Po, en la
Cam pagna y en Holanda, en la desem bocadura del Rin. Las obras allí realizadas no
solam ent e exigían una ext raordinaria capacidad en la t écnica de canalización y
drenaj e, sino t am bién un exact o y cuidadoso conocim ient o de t opografía y
agrimensura, tanto más meritorio al ser aplicado con los medios de que entonces se
disponía.
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Los antiguos egipcios eran grandes gast rónom os y t enían predilección por el asado de ganso. Llegaron a
poseer incubadoras art ificiales inst aladas en las cercanías de Tebas. Dibuj o según un relieve en piedra
hallado en el sepulcro de Ti (2650 a. C.).
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agricult ura int roduj eron los rom anos diversas m áquinas y ut ensilios; el
repetidamente citado naturalista y almirante romano Plinio, en su Historia Naturalis,
da cuenta de que en algunas haciendas, principalmente en las situadas en las Galias,
para la siega del t rigo se em pleaban «grandes bast idores m óviles, provist os de
agudos dientes en sus costados y movidos sobre dos ruedas. El trigo segado caía en
una gran caja, y todo el vehículo era impulsado por dos bueyes uncidos detrás».
Durant e largo t iem po se ha puest o en duda la exact it ud de est a descripción,
atribuyendo a Plinio haber dado rienda suelta a su fantasía al referirse a un artefacto
superior a todo lo conocido en su tiempo; pero, no hace mucho, el arqueólogo belga
Fouss encontró en Buzenol, al sur de Bélgica, un relieve procedente del siglo II, en el
que se reproduce la m áquina de segar descrit a por Plinio, con la única diferencia de
estar movida por mulas en lugar de bueyes.
No terminan aquí los sorprendentes descubrimientos hechos sobre los medios
de explot ación agrícola ut ilizados en la Ant igüedad. Nuevam ent e es Plinio, en la
misma obra (libro 10, capítulo 75), quien nos informa de las incubaciones artificiales
em pleadas ya por los ant iguos egipcios. Repit am os al pie de la let ra: «Eran unos
hornos o est ufas hechas por albañiles, com puest os cada uno de ellos por cuat ro
cámaras planas, en cada una de las cuales podían colocarse varios miles de huevos.
Dos cámaras de incubación aparecían situadas una sobre la otra, unidas entre sí por
una abert ura circular. De cada una de las cuat ro cám aras part ía ot ra abert ura que
conducía hasta el pasillo existente en el centro de la estufa.»
Para la incubación, seguim os ent erándonos, prim eram ent e se colocaban los
huevos en la cám ara inferior, m ient ras que en la cám ara inm ediat a se m ant enía
encendido un fuego a base de paja y carbón vegetal, que ardía en los canales situados
alrededor de la pared. Al décim o día se apagaba est e fuego y ent onces los huevos
eran trasladados a la cámara superior, encendiendo un nuevo fuego en la tercera de
las cám aras, hast a ent onces vacía. Para la cont inuidad del ciclo, se int roducían
huevos frescos en la cámara más baja, y de este modo se utilizaban alternativamente
los cuatro espacios de incubación, aprovechando la temperatura que se mantenía en
ellos constantemente. El aire enrarecido salía por la chimenea de escape de humos,
existiendo en el pasillo una abertura para entrada de aire fresco, regulable a voluntad.
El «departamento de envíos» de una granja dedicada al cultivo de gansos, en las cercanías de Tebas. Los
gansos cebados eran conducidos a este «departamento» y colocados de dos en dos en cestas de mimbre
provistas de un recipiente con agua.
Los egipcios no tenían conocimiento alguno del termómetro, pero algún medio
debieron de t ener a su alcance para m ant ener exact am ent e la t em perat ura para la
necesaria incubación, ya que, según nos dice el hist oriador griego Diodoro, en su
Bibliot eca Hist órica, concluida en el año 54 a. C., obt enían unos sorprendent es
result ados de polluelos vivos. En un principio, sólo se ocupaban de la m uy difícil
incubación de huevos de las aves acuát icas, de las que exist ía gran dem anda en las
«granjas avícolas» de Tebas.
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polveras para las dam as, form an part e de la colección, com plet ada con num erosos
artículos destinados al ornato de las casas romanas que, por su belleza y buen gusto,
rivalizan ventajosamente con los nuestros.
Cont inuam os denom inando «rom anos» a ciert os vasos de color de crist al
tallado. Casi t odo cuant o fue creado en la Ant igüedad, t ant o en bronce, m árm ol,
arcilla o cristal, era de una belleza tal que ha sido capaz de sobrevivir al paso de los
siglos. Un determinado tipo de vasos de color de cristal tallado hoy son conocidos bajo
la denom inación de «rom anos», con lo cual, sin saberlo, se rinde hom enaj e a los
primeros artesanos que se dedicaron a la manufactura de estos delicados vasos para
vino. Una gran cant idad de ellos eran fabricados en la Colonia Agripina, ciudad que
aún conserva parte de su nombre primitivo, y en la que, al principio de nuestra era,
existía una importante industria vidriera que exportaba sus productos a toda Italia.
El cristal «Vintretum», tallado, producido entonces, no ha vuelto a conseguirse
jamás, y está considerado como el cristal más artístico fabricado en todas las épocas.
Quizás haya algo de cierto en la leyenda que asegura haberse descubierto a la sazón
el cristal forjable y que un emperador romano había hecho decapitar al inventor ante
el temor de que el oro y la plata perdiesen su valor, desplazados en el aprecio de las
gentes por el nuevo material.
Muchos de los obj et os encont rados en las ant iguas fort alezas rom anas est án
relacionados con las artes bélicas: desde el práctico y eficaz equipo de los legionarios
hasta las catapultas para lanzamiento de flechas y piedras construidas en los mismos
cam pam ent os; m ereciendo ser cit adas apart e las ligeras cat apult as de cam paña
capaces de lanzar con toda precisión bolas de piedras de 40 libras a una distancia de
350 m et ros. En lo que al peso y alcance de t iro se refiere, las cat apult as pesadas,
palintonon superaban ampliamente esas marcas.
«Polibolon», la am et ralladora
de los ant iguos griegos. Es m uy
poco conocido el det alle de que los
ant iguos disponían de una especie de
ametralladora, llamada polibolon. Tan
t em ida arm a la inventó en el año 200
a. C. el m ecánico griego Filón de
Bizancio. El polibolon, o «cargador
m últ iple», basado en un ant iguo
invent o de Dionisio de Alej andría, es
uno de los m uchos ej em plos
demostrativos de lo que los ingenieros
de la Ant igüedad eran capaces de
conseguir con sus escasos m edios.
Con su m ovim ient o basculant e, el
t rípode y el asient o para el t irador, el
polibolon recuerda asom brosam ent e
las caract eríst icas de nuest ras
am et ralladoras, siendo t am bién su
m ecanism o de una sorprendent e
modernidad.
El cargador m últ iple, usado
para disparar en rápida sucesión una
flecha t ras ot ra, est aba at endido por
un solo hombre, el cual sólo tenía que
t ensar cada vez que disparara la cuerda del arco m ediant e una ligera rot ación del
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volante tensor. Este volante accionaba a la vez una cadena sin fin que, tomando una
flecha del depósito, la dejaba caer en el cilindro giratorio situado debajo, el que, a su
vez, al dar la vuelta, introducía la flecha en una canal de carga del artefacto. El cilindro,
una vez descargado, continuaba girando hacia arriba para volver a recoger una nueva
flecha mientras se disparaba la anterior.
El sistema parece algo complicado, pero funcionaba en mucho menos tiempo
del que se tarda en describirlo. La precisión de tiro y rapidez de los disparos debía ser
algo asom brosa a j uzgar por el relat o de dist int os aut ores. Por el hecho de est ar
servido el cargador m últ iple por un solo hom bre, es fácil suponer la «pot encia de
fuego» de que disponía una sola sección de esta clase de «ametralladoras».
Arquím edes const ruyó un cañón de vapor. Es ciert o que por ent onces
t odavía no se había invent ado la pólvora, por lo m enos en Europa, puest o que en
China ya se conocía, pero se t rabaj aba int ensam ent e sobre las posibilidades de
construir armas de mayor alcance. Al igual que más tarde lo hiciera Leonardo da Vinci,
a Arquím edes se le ocurrió la idea de const ruir un cañón de vapor; para poderlo
disparar, introdujo en una hornilla una tercera parte de un grueso tubo de bronce; lo
cargó por el ot ro ext rem o con una bala de piedra de 36 kilos de peso. Al ponerse el
t ubo al roj o, el art illero, m ediant e una especie de esclusa, deposit aba en su int erior
una cierta cantidad de agua que, al transformarse en vapor, desarrollaba una presión
capaz de arrojar la bala a una distancia no inferior a 100 metros.
Obuses de piedra y proyectiles de plomo. En sus luchas, los hombres de la
Antigüedad no sólo ut ilizaban balas de piedra, flechas o dardos, sino que t am bién
em pleaban, com o ahora hacem os, proyect iles de plom o. En su Guerra de las Gallas
(libro 7, cap. 81), César da cuenta del terror provocado entre los galos con el uso de
sus proyectiles de plomo.
Los pueblos de la Antigüedad tenían también sus «armas secretas», una de las
cuales, sin duda alguna, era el t em ido «fuego bizant ino». Su prim era aplicación,
realizada con una especie de «lanzallam as», aparece localizada en la época
inm ediat am ent e ant erior al nacim ient o de Crist o. El lanzam ient o se hacía ent onces
proyectando sobre el contrario aceite m uy fluido, previam ent e calent ado, con el cual
se impregnaban antes de encenderlos los brulotes que habían de ser arrojados. Esta
clase de lanzallam as eran fij ados en la proa de las naves, para arroj ar desde allí el
aceit e inflam ado sobre la nave enem iga. Más t arde se consiguió el m ism o efect o
aproximando a la embarcación atacada una especie de sifón, o sea que casi no existía
una diferencia notable con la temida arma de nuestros días.
El «fuego griego» decidió una batalla. Algunos siglos más tarde, en el año
670 d. C., cuando los árabes, acaudillados por el califa Muawij ah, pusieron sit io a
Constantinopla con un ejército de 100.000 guerreros y una flota gigantesca, el «fuego
bizantino» o «fuego griego», como también se le denominaba, resultó decisivo para
poner fin a la guerra. El gran quím ico e invent or Callínicos había m ej orado
considerablem ent e el m at erial em pleado con el lanzallam as, logrando, m ediant e la
adición de una part e de colofonia, ot ra de azufre y seis de salit re, una m at eria
inflamable de fuego inextinguible con agua. Los incendios provocados por el invento
de Callínicos entre las naves del atacante, y los proyectiles impregnados con el nuevo
m at erial que fueron lanzados sobre el cam pam ent o del enem igo, lo arrasaron t odo:
murieron 30.000 árabes y, durante 400 años, esta «arma secreta», cuya composición
no llegó a ser divulgada, preservó al Occidente contra nuevos ataques.
Aunque en una forma algo distinta, también fue conocido en la Antigüedad el
em pleo de gases com o arm a m ort ífera. La dificult ad de expulsar al enem igo de una
posición fortificada, obligó a usar métodos de combate parecidos a los desarrollados
en nuest ros t iem pos con los procedim ient os de la guerra quím ica. Ent re los m ás
ant iguos gases de guerra cit ados en la hist oria, en prim er lugar figura el azufre,
empleado por las propiedades sofocantes de su humo para arrojar al enemigo de sus
posiciones. Este medio de combate es citado ya por Tucídides (460 395 a. C.) en su
Hist oria de la guerra del Peloponeso. Adem ás del azufre, exist ieron t am bién ot ras
materias combustibles, fumígenas y silenciosas.
La artesanía de la Antigüedad. Pero volvam os de nuevo a los hallazgos de
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nuest ro cam pam ent o de Saalburg, no t odos t an bélicos com o los últ im am ent e
descrit os. Allí han sido encont rados t odavía rest os pert enecient es a las art es del
vestido y del mantenimiento del ejército romano. Se han encontrado husos con lana,
telares, batanes y tinas de tintorero para el paño, los correajes y las sillas de montar.
De nuevo ha surgido a la luz una zapatería completa, capaz de satisfacer los gustos de
las damiselas más exigentes y sometidas a los caprichos de la moda actual. En ella se
hubieran podido reparar cóm odam ent e los alt os t acones y cualquier desperfect o del
corte de los zapatos más delicados, mejorándolos en lo que a la calidad de los cueros
teñidos se refiere.
I gual m odernism o se adviert e en los obradores dedicados a ot ros oficios. Se
han conservado la panadería, las cocinas, y hasta un molino equipado con la moleta
simple, la típica muela romana movida a mano, pero dotado al mismo tiempo de una
muela de casi dos metros de altura, para ser arrastrada por caballerías; también han
sido hallados los rest os de un m olino m ovido por agua. El ya varias veces cit ado
Vit rubio nos ha descrit o det alladam ent e uno de est os m olinos, con sus diversas
instalaciones, la tolva, la muela corredera, muela fija, el sistema de transmisión y la
rueda de paletas o turbina para proporcionar la fuerza motriz necesaria, descripción
que encaj aría perfect am ent e con cualquiera de los bucólicos m olinos que t odavía
podemos encontrar en cualquier valle perdido entre las montañas de no pocos países
Técnica m ilit ar rom ana, según Vit rubio. Vit rubio, el oficial de ingenieros
rom ano, ha dej ado ext ensas inform aciones sobre m uchos aspect os de la t écnica
militar romana. No se limitó a citar los distintos elementos auxiliares empleados para
el sit io de una plaza, t ales com o «t ej ados de prot ección», «t ort ugas» y t orres
fort ificadas para at acar los m uros, sino que incluye en sus descripciones diferent es
grúas de caballete, de trípode, de cangilones y giratorias. Para mover alguno de estos
colosos, dadas las proporciones gigant escas de las edificaciones rom anas, algunas
veces se empleaban animales de tiro, pero otras eran movidos por hombres: esclavos
o caut ivos de guerra dedicados al arrast re de pesados t ornos y cabrias. I ncluso
existían grúas de pescante de una sola columna como las que vemos hoy dedicadas a
la construcción de altos edificios.
La capacidad de elevación que debieron poseer est as ant iguas grúas queda
señalada por un solo ejemplo, entre los muchos que se pudieran citar.
El pant eón de Teodorico, en Ravena. El rem at e del fam oso pant eón de
Teodorico, en Ravena, construido en el año 515, está formado por una sola losa. Tal
como hoy se encuentra, completamente labrada, pesa 276 toneladas, calculándose su
peso aproxim ado en brut o en unas 400 t oneladas. No parece haber sido en aquella
época un problem a dem asiado difícil de solucionar el t raslado hast a Ravena del
enorm e bloque sin labrar. Las piedras em pleadas en la const rucción del t em plo de
Baal, en Baalbek, t enían un peso m ucho m ayor, habiéndose calculado en 1.000
t oneladas el de una de ellas, hallada t odavía en la cant era. La est at ua sedent e de
Ramsés II, t ransport ada a Assuan Tebas en el año 1250 a. C., pesaba 887
toneladas.
De todo ello hemos de deducir que no debió de resultar demasiado complicado
para los ingenieros de entonces hacer llegar el bloque de 400 toneladas hasta el lugar
donde debía ser labrado. Pero, ¿cómo consiguieron elevar hasta lo alto del panteón la
losa de 276 toneladas, con un diámetro de 10,88 metros y una altura de 3,06 metros?
La elevación y colocación de una mole semejante representaría en nuestros días una
ardua t area, de cuyas dificult ades puede darnos idea el hecho de que el fam oso
«Enrique el Largo», la enorme grúa flotante del puerto de Hamburgo, tiene una fuerza
máxima de 250 toneladas.
Observando det enidam ent e la gran losa, se adviert en en ella doce est ribos
anteriormente considerados como parte de los adornos; cortos y compactos, son de
una ext raordinaria robust ez. No cabe duda de que debieron ser ut ilizados para el
levantamiento de la piedra, en cuya operación, cada uno de estos cáncamos, si damos
fe a los cálculos realizados post eriorm ent e, debió est ar som et ido a un esfuerzo de
tracción de 23 toneladas. Es muy verosímil que en cada uno de ellos fuese colocada
una grúa o aparej o de elevación, una vez t ransport ada la losa labrada hast a la
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Tierra sobre la Luna, dedujeron la forma redonda de nuestro planeta. Esto no es una
simple suposición, sino algo que está específicamente confirmado en algunas tablillas
de arcilla actualmente depositadas en el Museo Británico de Londres. Además de las
explicaciones cont enidas en el t ext o, aparece un dibuj o en el que se m uest ra a la
Tierra con form a redonda y circundada por el halo solar. ¿Sabían t am bién los
babilonios que la Tierra es un cuerpo esférico? Hast a la fecha no est am os en
condiciones de responder a esta pregunta, si bien no deja de ser notable que, en una
represent ación de la Tierra exist ent e en Londres, en la que aparece burdam ent e
trazado un mapa de Mesopotamia («el país entre ríos») con sus ciudades, se aprecian
claramente unas líneas semicirculares longitudinales y transversales, formas que sólo
pueden aplicarse a una esfera.
Pít ágoras ( 580- 500 a. C.) , nuest ro conocido desde la edad escolar por su
célebre teorema, ya había reconocido en su época que la Tierra es una esfera que se
m ueve en el espacio. Casi al m ism o t iem po, aproxim adam ent e en el año 500 a. C.,
Heráclito, filósofo y astrónomo de Éfeso, afirmó que la Tierra tiene un movimiento de
rotación.
Alejandría, la «capital del saber». Estas teorías también eran conocidas por
los sabios de Alej andría, la «capit al del saber», fundada por Alej andro Magno en el
año 332- 331 a. C., y en la que se habían reunido sabios procedent es de t odas las
part es del m undo civilizado, los cuales t enían a su disposición una grandiosa
biblioteca que, con sus 700.000 manuscritos, estaba considerada como la mayor del
mundo en aquellos tiempos.
Uno de los bibliot ecarios que allí prest aban sus servicios fue el m at em át ico
Erat óst enes ( 275- 195 a. C.) , quien redact ó diferent es t rabaj os m at em át icos y
geográficos, confeccionando, ent re ot ras obras, un «m apa ret iculado graduado»
según los ant iguos dat os egipcios, m ediant e el cual, al parecer, dem ost ró que la
ciudad de Syene, en las cercanías de la act ual Assuan, est aba sit uada exact am ent e al
sur de Alej andría. Dado que t al lugar se encont raba, como él dice, «en el t rópico de
Cáncer» y, por lo t ant o, al m ediodía, el Sol proyect a sobre él sus rayos
com plet am ent e perpendiculares, concibió la idea de calcular el perím et ro t erráqueo
basándose en est os dat os, form ulando a la vez la afirm ación de que la Tierra t enía
forma circular.
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Pieter Coll Esto Ya Existió En La Antigüedad
podía ser producida por una curvat ura de la superficie t errest re, lo cual significaba
tanto como que la Tierra era una esfera y no un disco.
Dado que los 7 1/5 grados son la quincuagésima parte de una circunferencia
de 360 grados, la totalidad de la esfera debería tener un perímetro igual a 50 veces la
distancia que separa Alejandría de Syene. Siendo esta distancia aproximadamente de
5.000 estadios (800 kilómetros), llegó a la conclusión de que el perímetro terráqueo
debería medir 50 x 800 = 40.000 kilómetros, o 250.000 estadios. Más tarde calculó
con m ayor aproxim ación la dist ancia ent re Alej andría y Syene, obt eniendo con los
nuevos datos un resultado de 246.000 estadios para el perímetro terráqueo, a los que
corresponden casi exact am ent e 39.459 kilóm et ros. Según los últ im os cálculos, el
perím et ro t erráqueo, m edido sobre los polos ( Erat óst enes lo calculó en dirección
norte sur) , es de 39.710 kilóm et ros. Vem os, pues, lo asom brosam ent e cerca que
hace 2.200 años estuvo el gran matemático de acertar con sus cálculos el verdadero
perímetro de la Tierra. La diferencia de 251 kilómetros, atribuible en su mayor parte
a la imperfección de los instrumentos de medición entonces utilizados, no disminuye
en modo alguno el valor de su descubrimiento.
Otros descubrimientos y deducciones demuestran también la gran semejanza
que en muchos aspectos existía entre la idea que los antiguos tenían del mundo y la
que nosotros poseemos.
El filósofo griego Anaxágoras (500- 428 a. C.) expresó la opinión de que la Luna
era sem ej ant e a la Tierra en su est ruct ura superficial, exist iendo en ella m ont añas,
abismos y llanuras parecidos a los de nuestro planeta.
Aristarco: «Del t am año y dist ancia del Sol y de la Luna» Ot ro ast rónom o
griego, Arist arco, que vivió por el año 270 a. C. en la isla de Sam os, afirm ó que la
Tierra gira alrededor del Sol. En la única de sus obras llegadas hasta nosotros, Tratado
sobre las m agnit udes y las dist ancias del Sol y de la Luna, int ent ó det erm inar la
relación de las dist ancias del Sol y de la Luna con respect o a la Tierra m ediant e un
procedimiento correcto y genialmente concebido.
El result ado a que llegó Arist arco fue confirm ado dos siglos después por el
ast rónom o griego Hiparco de Nikaria ( 190- 120 a. C.) , basándose en un asom broso
procedim ient o de cálculo por m edio del cual det erm inó la dist ancia de la Luna.
Part iendo de los inform es recogidos sobre un eclipse solar vist o desde Alej andría,
durant e el cual el Sol había sido cubiert o por la som bra de la Luna en 4/ 5 de su
superficie, en tanto que el eclipse había sido completo en el Helesponto (los actuales
Dardanelos), y calculando la diferencia de latitud de los dos puntos de observación y
los ángulos con los que la Luna se había desplazado aparent em ent e con respect o al
Sol, Hiparco calculó la distancia media de la Luna con relación a la Tierra en 77 radios
terráqueos. Tomando en consideración otros eclipses solares observados más tarde,
m odificó est e cálculo para dej arlo fij ado en 59 radios t erráqueos. Según nuest ros
últimos cálculos, el valor exacto es de 60,4 radios terráqueos.
Hiparco comprobó también que la distancia entre nuestro planeta y su satélite
no es siempre la misma. Dejó asimismo establecido que la Luna no se mueve siempre
con la misma velocidad, sino que su movimiento se acelera cuando se encuentra más
cerca de la Tierra. El diámetro de la Luna también lo calculó exactamente, llegando a
la conclusión de que corresponde a 3/11 del diámetro terráqueo.
No son ést os los únicos descubrim ient os not ables realizados por Hiparco.
Mediant e cuidadosas observaciones ast ronóm icas, det erm inó t am bién, con m ucha
mayor exactitud que sus predecesores, la duración del año solar, calculándolo en 365
días, 5 horas y 55 m inut os, con sólo un error de 6 1/2 m inut os. Asim ism o calculó la
desigual duración del día y de la noche, ya est udiada por el ast rónom o babilónico
Kidunnu ( 314 a. C.) . La aparición de una nueva est rella en la const elación de
Escorpión le inspiró para redactar un catálogo de estrellas fijas.
Al igual que su gran colega Erat óst enes, Hiparco enseñaba en la fam osa
universidad y «emporio de ciencias» de Alejandría. Fue uno de los primeros sabios de
la Antigüedad, y acostumbraba utilizar sistemáticamente la trigonometría. Compuso
para los astrónomos una tabla de senos, pronto aplicada también como instrumento
perfecto para comprobaciones topográficas.
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Hiparco em pleó una ret ícula. Hast a ent onces, t odas las observaciones
astronómicas habían sido hechas ut ilizando una regla a escuadra, de la que colgaba
una plomada, cuyo conjunto era aplicado a un visor ranurado, pero Hiparco sustituyó
este dispositivo por una retícula. Para evitar las perturbaciones de la luz lateral, colocó
la ret ícula en el int erior de un t ubo, con lo cual form ó un inst rum ent o que
exteriormente tenía gran semejanza con nuestros actuales telescopios.
Con mucha frecuencia ha sido planteada la cuestión de si los antiguos pueblos
civilizados poseyeron o no un telescopio. Aun aceptando el supuesto de que la vista de
los hombres primitivos fuera mejor que la nuestra, es más que dudoso que pudieran
percibir con sus sentidos naturales todos los fenómenos astronómicos de que nos han
dejado mención.
¿Cóm o sabían que Sat urno est á rodeado por anillos? Por ej em plo, el dios
asirio Nisroch, personificación de Saturno en la mitología del país, figura en todas sus
imágenes circundado siempre por un anillo. ¿Sabían ya entonces que Saturno tiene un
anillo? Tam bién inform aron sobre Sat urno en el sent ido de que se t rat aba de t res
estrellas, una grande y dos más pequeñas. A Saturno se le acusaba de «devorar a sus
hij os ant es de que ést os llegaran a los t res años de edad», haciendo referencia con
ello a las dos estrellas pequeñas que aparecen a su lado, y no podemos dudar que esta
leyenda está inspirada en una observación astronómica muy precisa, ya que éste es el
período en que los anillos de Saturno experimentan el máximo desplazamiento lateral
y present an hacia nosot ros únicam ent e su arist a est recha, desapareciendo
completamente de nuestra vista.
Según las leyes ópt icas, est a observación es práct icam ent e im posible de ser
realizada a simple vista. En 1610, Galileo consiguió llegar a ver el anillo de Saturno, es
decir, cuando dispuso de un t elescopio, aunque de pocos aum ent os. Sin em bargo,
únicamente pudo apreciar con él la estrella principal con dos débiles discos a los lados.
Al cabo de un año y medio de observaciones continuas, estos discos también habían
desaparecido: «Sat urno había devorado a sus hij os.» Ést a no fue la única de sus
sorpresas y descubrim ient os, y creyó necesario escribir a Kepler com unicándole el
result ado de sus observaciones; al cabo de algún t iem po, Sat urno present aba la
apariencia de est ar com puest o por una est rella grande y dos est rellas m enores, t al
como ya lo habían visto los babilonios.
El telescopio quizá fue un secreto de los sacerdotes y astrónomos asirios. No
son éstas las únicas razones que existen para suponer que los asirios conocían algún
inst rum ent o equivalent e al t elescopio. Sus sacerdot es represent aban siem pre a la
diosa Mylit t a, en la que sim bolizaban a Venus, con un crecient e de est rellas,
fenóm eno que t am poco podían apreciar a sim ple vist a. En ningún sit io se ha
descubiert o indicio alguno de la exist encia de t al «t elescopio», a pesar de que los
ant iguos t em plos est aban sat urados de num erosas reproducciones de t odos los
obj et os usuales. ¿Se t rat aba, quizá, de un secret o cust odiado celosam ent e por los
sacerdotes y los astrónomos asirios?
El hallazgo por el arqueólogo inglés sir Aust in Henry Layard, durant e sus
excavaciones en la ant igua Nim rod, la célebre ciudad en ruinas de Mesopot am ia, de
una lent e planoconvexa con foco de 105 m m , const it uyó una aut ént ica sensación.
¿Teníamos allí la clave del secreto?
Diferencia de opiniones en t orno al «t elescopio im posible». Est e hallazgo
suscit ó una viva diferencia de opiniones sobre el «t elescopio im posible». A pesar de
todo, no se llegó a otro resultado que al establecido por el astrónomo R. A. Proctor, en
su obra Sat urno y su sist ema. Según ést e, los conocim ient os ast ronóm icos de los
caldeos que habitaron en esta parte del territorio babilónico, eran tan superiores a la
ciencia astronómica de otros pueblos, incluida la de los que surgieron más tarde con
civilizaciones superiores, que no pueden j ust ificarse sin la exist encia de un m edio
semejante.
Asim ism o sabem os que el pulim ent o de lent es no era una práctica
ext raordinaria ent re los pueblos de la Ant igüedad. Nerón usaba una esm eralda
pulim ent ada para aliviar su m iopía, y asim ism o eran conocidos ot ros crist ales de
aum ent o. Séneca ( 4 a. C.- 65 d. C.) , el fam oso m aest ro de Nerón, inform a en sus
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Quaest iones nat urales, t raducidas librem ent e por Observaciones sobre Ciencias
Naturales, que «... hasta las más minúsculas e indescifrables inscripciones aparecen
grandes y claras mirándolas al través de bolas de cristal llenas de agua».
Aristót eles hace m ención de los crist ales ust orios. Aún es m ás ant igua la
alusión a una de est as lent es que se encuent ra en la com edia Las nubes, del poet a
griego Aristófanes (445- 388 a. C.), lo que demuestra que los griegos ya conocían los
crist ales ust orios o de aum ent o. Parece sum am ent e ext raño que ningún sabio de la
Ant igüedad se decidiera a const ruir con est os crist ales de aum ent o un inst rum ent o
para la observación de los seres m inúsculos de la Nat uraleza, algo equivalent e a un
microscopio. ¿Acaso sucedió como con el telescopio, y solamente los caldeos habían
llegado a construir un instrumento cuyas características eran mantenidas por ellos en
el más riguroso secreto?
¡Con telescopio o sin él, los conocimientos de la Antigüedad en el terreno de la
astronomía son verdaderamente sorprendentes, y tan admirables como sus grandes
edificaciones y como las Pirámides, que tanto nos impresionan!
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también numerosos autómatas con figura de animales. En Noctes atticae (X, 12), el
escritor Aulo Gelio (170 d. C.), basándose en una detallada descripción hecha por el
filósofo Favorino, nos inform a de una palom a art ificial capaz de volar. Según se
desprende de sus palabras, se t rat aba en est e caso de «alcanzar una posición de
equilibrio en el aire, manteniéndose en movimiento por la circulación de aire a presión
en su interior». Por mucho que se ha especulado sobre la construcción de esta paloma,
atribuida al mecánico Arquitas de Tarento en el año 390 a. C., sólo se puede suponer
con cert eza que debió de t rat arse de un m ecanism o aut om át ico capaz de im it ar los
movimientos de un pájaro.
Parece ser que llegaron a existir varios «pájaros mecánicos» en la Antigüedad.
En el año 180 a. C., Pausanias, en su obra Periegesis (VI, 20), entre otros autómatas,
habla de un «águila de bronce» que se elevaba por sí sola en el aire.
Figuras mecánicas en los desfiles conmemorativos. En varias ocasiones se
presentaron también figuras mecánicas de las características descritas con motivo de
desfiles conmemorativos, tales como el celebrado en honor de Demetrio Palero en el
año 307 a. C. En est e desfile despert ó gran curiosidad un caracol que avanzaba
automáticamente. Cuarenta años más tarde, en una procesión celebrada para honrar
al dios Dionisos, figuraba una orquest a t ot alm ent e m ecánica, con t im baleros y
cim baleros. Tam bién exist ían las reproducciones de galeras que, im pulsadas por
rem os m ecánicos, se deslizaban sobre el agua. Ot ros aut óm at as consist ían en una
especie de plant as de generación espont ánea que crecían a la vist a de los
espect adores, y cuyas flores abrían y cerraban sus cálices, y m uchos ot ros t ipos de
gran variedad.
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Años m ás t arde,
Ctesibio mejoró todavía más
est e reloj de agua,
incorporándole un sist em a
elevador aut om át ico en
sust it ución de la com puert a
de salida de agua. Esto tenía
la vent aj a de que el agua
salía bruscam ent e,
moviendo con mayor rapidez
la t urbina y elim inando el
ret raso ocasionado
ant eriorm ent e por el
engranaj e de t ransm isión.
En ot ras palabras: el reloj
funcionaba con m ayor
precisión gracias a la rapidez
con que se producía el
cam bio de fecha al llegar la
medianoche.
Es int eresant e
observar que, 2.000 años
después, el m ism o
procedim ient o de
aspirador- elevador fuera aplicado por el quím ico Franz von Soxhlet al invent ar el
aparato que lleva su nombre, tan usado en nuestros laboratorios.
Trescient os años después de Ct esibio, el ya t ant as veces cit ado Vit rubio
int roduj o una nueva m ej ora. Unió el flot ador con una crem allera, engranada en una
rueda de doce dientes, de forma que a cada hora que pasaba avanzaba un diente. En
las ruedas se había colocado una saeta que giraba en función del avance de la rueda
dentada, deslizándose sobre un cuadrante en el que se habían marcado las doce horas.
El conjunto tenía una gran semejanza con las esferas de nuestros relojes actuales, si
bien ofrecían el inconvenient e de que la saet a horaria avanzaba a salt os al pasar de
una hora a otra. Mediante una reducción de 48 dientes, correspondiendo en grupos de
cuatro al tramo recorrido por la cremallera en cada hora, Vitrubio perfeccionó su reloj
de forma que también pudiera marcar los cuartos de hora.
Relojes de agua públicos instalados por los asirios 640 años a. C. Al tratar de
reloj es, no dej a de ser int eresant e recordar que ya los asirios, en el año 640 a. C.,
instalaron relojes de agua públicos. El censor P. Cornelio Escipión Nasica hizo colocar
en varias plazas de Rom a, en el año 159 a. C., algunos de los reloj es horarios y
fechadores inventados por Ctesibio; tampoco es, pues, un invento de la Edad Moderna
el «reloj público», con la part icularidad de que los de la Ant igüedad señalaban,
además, la fecha exacta del día.
Vit rubio no se conform ó con invent ar el reloj de saet a horaria, sino que
t am bién const ruyó diferent es reloj es art íst icos adornados con figuras dot adas de
movimiento, aplicando en ellos uno de los descubrimientos iniciados por Arquímedes
trescientos años antes. Arquímedes había introducido un sistema de ruedas dentadas
accionado por el flotador para conseguir que, por el pico de un cuervo colocado junto
al reloj, cayese una bola en un recipiente metálico sonoro, produciendo así una señal
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acúst ica indicadora del paso de las horas en los reloj es de agua. Vit rubio com plet ó
est e carillón, añadiéndole num erosas figuras sim bólicas. Uno de sus reloj es se
com ponía de la colum na dest inada a señalar las horas y los días, cuyas puert as, al
abrirse, dejaban salir jinetes armados, que daban saltos con sus caballos; pájaros que
t rinaban com o los de un reloj de cuco; una figura de la Muert e, sim bolizando, al
parecer, la irreversibilidad de las horas pasadas, y otros muchos detalles de este tipo.
El «Reloj de Hércules», de Gaza, sorprendente obra de arte mecánico. Como
m uest ra de las obras art íst icas creadas en com binación con diferent es sist em as
mecánicos, bast a cit ar el renom brado «Reloj de Hércules», de Gaza, t an original y
com plet o que apenas pueden com parársele las m aravillosas obras de m ecánica
construidas en la Edad Media para adorno de diferentes catedrales y torres. El reloj de
agua había sido construido adoptando la forma de un edificio de la época, es decir, con
la fachada de doce vent anas y doce puert as. La hilera superior eran las «doce
vent anas de la noche», alum bradas consecut ivam ent e por una luz que avanzaba de
izquierda a derecha, sin ningún otro adorno artístico, por considerar que nada había
que ver durant e la noche. Baj o las vent anas est aba sit uada la «hilera de las doce
puertas del día», sobre cada una de las cuales había un águila con las alas plegadas,
extendiéndolas al llegar a la hora completa, momento en que se abrían las hojas de la
puert a sit uada debaj o y aparecía la figura de Hércules, m ost rando el t rofeo del
prim ero de sus «t rabaj os», la piel del león, y ent onces el águila se inclinaba para
coronar desde arriba al héroe con la corona de laurel del vencedor. Hércules hacía una
inclinación y volvía a ent rar en su celda, cerrándose las puert as t ras él. Y así
continuaba sucesivamente durante las doce horas del día, presentando la sucesión de
escenas representativas de los doce trabajos de Hércules.
Siendo de conocimiento general durante la Antigüedad la leyenda de los doce
trabajos de Hércules y el orden en que habían sido ejecutados, bastaba con fijarse en
el que aparecía representado en un momento determinado para saber a qué hora se
refería. Para quienes lo ignorasen, el art ist a había agregado un m ecanism o de
percusión, cuyos sonidos se percibían perfect am ent e en t odo el ám bit o de la plaza;
est e m ecanism o represent aba de nuevo la figura de Hércules, en t am año m ayor,
golpeando un batintín con la clásica clava.
A derecha e izquierda, cobij ados baj o ot ros pequeños t em plos, se veían
nuevos dioramas representando a Hércules ejecutando otras de sus hazañas. Sobre el
t ej ado de los t em plet es se alzaban sendas figuras de t rom pet eros, dest inadas a
señalar el principio del día, el de la derecha, y el final de la jornada o principio de la
noche, el de la izquierda. Todas estas figuras tenían movimiento, siendo cada una ya
de por sí una verdadera obra de arte mecánico.
Com o el reloj carecía de cuadrant e horario y no había posibilidad de saber,
para cualquiera que lo consult ase ent re horas, la últ im a que había señalado, el
const ruct or del reloj había previst o est a cont ingencia, resolviéndola con ot ra
originalidad. Ante las doce puertas del día se deslizaba Helios, el dios del Sol, y, en un
momento dado, mediante su posición, era posible saber cuál de las puertas había sido
la última en abrirse y cuánto faltaba hasta el momento de la apertura de la siguiente,
con lo cual podía estimarse también los minutos transcurridos.
Con t odo y ser el «Reloj de Hércules» una obra m aest ra de m ecánica,
com parable y superior a los reloj es art íst icos de la Edad Media y del Renacim ient o,
aún se vio superado por los reloj es ast ronóm icos, de los que en la Ant igüedad
exist ieron varios, si bien ninguno de ellos ha llegado com plet o hast a nosot ros. Los
dat os que poseem os son bast ant e im precisos, y durant e m ucho t iem po no hem os
podido saber en qué forma funcionaban.
Hace poco t iem po, en las cercanías de Salzburgo, la ant igua I uvavum de los
rom anos, la casualidad conduj o al hallazgo de un fragm ent o correspondient e a una
gran placa de bronce, en el que aparecían los nom bres de cuat ro const elaciones;
concretamente, las de Piséis, Aries, Tauro y Géminis. Debajo figuraban los nombres
de los m eses rom anos Mart ius, Aprilis, Maiius y I unius. En el ot ro lado se habían
grabado los signos del Zodiaco correspondientes a estas constelaciones. Encima había
representada una parte del espacio celeste con las estrellas fijas entonces conocidas,
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bajo una representación simbólica: la Andrómeda, Perseo con el arpa, el Cochero con
las dos Cabritas en los brazos. Sobre todo el conjunto se trazaron diferentes círculos
para representar el trópico de Cáncer y el de Capricornio.
Est e fragm ent o ha servido de base para, después de grandes trabajos,
reconstruir el reloj astronómico, habiendo llegado a la conclusión de que todo el reloj
represent aba los m eses m ediant e diferent es discos y círculos, desde el t rópico de
Capricornio, situado en el exterior, hasta el círculo interior que representa el trópico
de Cáncer. Mediant e ot ras esferas, referidas exact am ent e a la lat it ud geográfica de
Salzburgo, se podían apreciar las horas del día y de la noche, con las variaciones
correspondientes a cada época del año.
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art e del m édico, se recom ienda j uiciosam ent e colocar al enferm o en una posición
cómoda y dejar la curación en manos de la Naturaleza. Muchas de las prescripciones
sorprenden por su ext raordinario aciert o, com o se dem uest ra especialm ent e en la
corrección de las luxaciones, evidenciando unos completos conocimientos anatómicos.
Para una luxación de mandíbula, se facilitaba al médico indicaciones exactas de dónde
y cóm o había de colocar las m anos para rest ablecer la m andíbula dislocada en su
posición correcta. Para las luxaciones de clavícula y omóplato se recomienda colocar
al pacient e en posición supina y abrirle los brazos, «a fin de t irar de los om óplat os
hasta que la parte dislocada encaje por sí misma en la posición correcta».
Para una fract ura de cráneo, se recom ienda al m édico haga const ruir unas
grandes pinzas de madera almohadilladas, para sujetar con ellas la cabeza del herido,
que a cont inuación debe ser colocado en posición sedent e, debiendo perm anecer
completamente inmóvil entre dos apoyos, hasta que se advierta la curación. De todas
las indicaciones cont enidas sobre heridas de cráneo y de cerebro, se saca en
consecuencia que los ant iguos egipcios est aban perfect am ent e ent erados de las
funciones del cerebro. Tam bién se dice en el t rat ado que los m ovim ient os de los
diferent es m iem bros dependen del funcionam ient o de los hem isferios cerebrales del
lado opuesto.
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En el siglo V a. C. se
preocupaban ya de los átomos.
Leucipo ( siglo v a. C.) y Dem ócrito
( 460 a. C.) enseñaron que la vida es
un proceso est rict am ent e m ecánico,
im puest o por el m ovim ient o de
partículas pequeñísimas, indivisibles e
invariables, a las cuales llam aron
át om os, alum brando así el principio
que está dando nombre a nuestra era.
Hipócrat es, lum inaria de la
medicina. Est as bases t eóricas fueron el punt o de part ida para el progresivo
desarrollo de la incipiente ciencia médica, cuyo fundador fue Hipócrates (460- 377 a.
C.) . El llam ado «j uram ent o hipocrát ico» cont inúa siendo hoy el fundam ent o que
gobierna la conducta de todos los médicos. Hipócrates escribió diversos tratados, de
los cuales, el Libro de los pronósticos y los relativos a las enfermedades epidémicas,
con 42 hist oriales com plet os, cont inúan ej erciendo una evident e influencia. En el
curso de la hist oria de la m edicina han exist ido m uchas escuelas de m édicos
caract erizadas por el cult ivo de los pensam ient os hipocrát icos. Est os grupos son
conocidos en la medicina moderna bajo la denominación de «neohipocráticos».
Los m ét odos de diagnóst ico, y en general la m ayoría de los conocim ient os
adquiridos por Hipócrat es, aún conservan en gran part e su validez. El principio
m áxim o de los por él est ablecidos era: «Apoyar siem pre la acción curat iva de la
Nat uraleza, sin obst aculizarla j am ás», es uno de los precept os m ás im port ant es
seguidos por la clase médica de hoy.
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Estaciones
t erm ales de luj o de
fam a int ernacional.
También era m uy
renom brada la cura de
aguas de Epidauro. El
recint o sagrado
dedicado en las
cercanías de est a
ciudad al cult o de
Esculapio, dios de la
medicina, era uno de los más elegantes lugares en los que se hacía la cura de aguas
en el mundo antiguo. Apenas podemos imaginarnos la magnificencia del templo en el
que los enfermos ofrecían sacrificios al dios para impetrar la salud, así como el lujo de
los baños, de los dormitorios y de los campos de deporte. El «teatro de las Termas»,
conservado aún, era uno de los recursos em pleados para dist raer a los bañist as y
hacerles olvidar sus padecimientos. Como diríamos hoy, el balneario era una estación
termal de lujo de fama internacional. Las inscripciones de acción de gracias grabadas
en las proximidades del templo dando fe de las curaciones logradas, proceden tanto
de griegos com o de rom anos, africanos, asiát icos o españoles. Todo el m undo
civilizado y pudiente de la época se daba cita en Epidauro, ciudad del Peloponeso.
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También había ot ros elegant es est ablecim ient os de aguas m edicinales, t ales
cómo los de Hierápolis, en Asia Menor. Todavía manan allí fuentes minerales calientes
sumamente carbónicas. Este balneario, olvidado desde hace tanto tiempo, poseía en
la Antigüedad grandiosos palacios dedicados a los baños, lujosos hoteles y, superando
en est o a Epidauro, dos t eat ros. Los elegant es bañist as de la época ni siquiera
necesitaban salir de su hotel para hacer la cura de aguas: unos canales revestidos con
losetas de m árm ol conducían la calient e agua m ineral direct am ent e hast a los
departamentos de lujo, instalación de la que poquísimos de los más caros balnearios
disponen hoy.
Más ant iguos y renom brados t odavía eran los m anant iales t erm ales de la
ciudad de Him era, en la cost a nort e de la isla de Sicilia, a los que se at ribuyen
verdaderos milagros en la curación del reumatismo; y eran muchos los dolientes que,
sin asust arse por las dificult ades del viaj e, acudían allí en busca de rem edio o alivio
para sus males. Himera fue completamente destruida por los cartagineses en el año
409 a. C., y nunca más volvió a resurgir, pero aún se encuentran monedas y medallas
conmemorativas que demuestran la preferencia de que gozó este balneario hace más
de 2.500 años.
Además de estas fuentes minerales calientes, se conocían también otras aguas
cuya fam a se ha conservado a t ravés de los t iem pos, gozando hoy del m ism o
predicam ent o que en la Ant igüedad. Tam bién ent onces se conocía el poder curat ivo
de los baños de lodo sulfuroso, aplicándolos para el t rat am ient o del reum a y de las
enfermedades propias de la mujer. Se conserva una ánfora griega, del siglo V a. C.,
decorada con una escena en que se representa a varias mujeres tomando su baño.
Com o nos inform a el filósofo griego Epict et o ( 50- 138 d. C.) , los m édicos
ant iguos t am bién enviaban a sus pacient es a ot ros clim as m ás benignos. Los
t uberculosos iban al nort e de África y a Egipt o, o bien se les recom endaba la
perm anencia en zonas m ontañosas alt as y diet as a base de leche; para est os
enfermos se consideraba sumamente favorable el clima de altura de que se disfrutaba
en el balneario de St abia, en las cercanías de Pom peya. Est á com probado que,
durant e el I m perio Rom ano, el sur de I t alia se hallaba m at erialm ent e invadido de
estaciones termales, de las cuales había más de ochenta solamente en esta parte de
la península.
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Con est os m edios de pago se evit aba el riesgo de llevar consigo una gran sum a de
dinero que pudiera serles robada durante el viaje, precaución igual a la que dio lugar
a introducir de nuevo las letras de cambio de las mercantilizadas ciudades de la Alta
Italia en el siglo XII de nuestra era. Mientras las letras de cambio o compromisos de
pago equivalentes eran ya de uso corriente entre los antiguos babilonios, los primeros
cheques y transferencias bancarias aparecen en la época de Cicerón.
Desastre financiero provocado por el cobre. Las súbitas rachas de pánico en
la Bolsa, fenóm eno t an frecuent e en la im placable lucha económ ica y financiera de
nuest ro t iem po, t am poco eran desconocidas en la Ant igüedad. Reinando el faraón
egipcio Tolomeo II (287 247 a. C.), monarca que convirtió a Alejandría en el núcleo
central de la civilización helenista, se produjo un colosal desastre que conmovió hasta
sus cim ient os el com ercio m undial del cobre. La relación ent re la plat a y el cobre,
est ablecida en aquella época aproxim adam ent e en el valor de 1: 1, experim ent ó en
poco tiempo una alteración decisiva, en el sentido de que el valor del cobre descendió
vert icalm ent e a 1/ 3 de su nivel ant erior. Las consecuencias de est e t rast orno
económ ico ocasionaron la ruina de m uchos pot ent ados, produciendo enorm es
perjuicios financieros.
Est as oscilaciones de «la Bolsa» no fueron las únicas conocidas en el mundo
ant iguo. Cada guerra ocasionaba una dism inución en el aprovisionam ient o de
m at erias prim as, part icularm ent e en lo que se refiere a m ercancías dé luj o,
encareciendo sus precios. Durante las tres guerras persas mantenidas en el siglo V a.
C., el precio de la seda india se elevó a 210.000 peset as el kilo. Las necesidades
sunt uarias de aquellos t iem pos debieron de ser de proporciones inconcebibles para
nuest ra m ent alidad act ual, cuando podían perm it irse sem ej ant es desem bolsos para
adquirir un solo vestido.
En circunst ancias norm ales, la seda era ya uno de los art ículos m ás caros.
Reinando August o, figura regist rada en los libros de un m ercader la ent rada de una
partida de seda púrpura a unas 60.000 pesetas el kilo, si bien se trataba de la calidad
m ás cara de t odas las por ent onces exist ent es. Est e precio queda j ust ificado si
pensam os que la púrpura era un colorant e ext raído de unos caracoles m arinos,
necesitándose 10.000 de ellos para obtener solamente unos gramos, por lo cual, los
gast os de obt ención de un kilogram o de colorant e alcanzaba el precio de 750.000
peset as. I ncluso la lana t eñida con púrpura cost aba alrededor de 18.000 peset as el
kilogramo.
Cuando se pagaban tales precios, es fácil pensar que el negocio dejaba amplio
m argen de beneficio para los com erciant es, quienes se sent ían est im ulados a
mantenerse, como vulgarmente se dice, «al frente de sus negocios», emprendiendo
viaj es periódicos y m ant eniendo una act iva correspondencia com ercial. Para hacer
más cómodas las tareas del dictado de la correspondencia y documentación mercantil,
ya era utilizada por entonces una especie de estenografía.
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del mundo de las finanzas y de la burocracia reclamaban con apremio el uso de una
escritura más rápida.
«Manual de piedra» en la Acrópolis de At enas. Aunque sólo parcialm ent e,
hemos llegado a conocer las reglas de este método estenográfico. A mitad del siglo IV
a. C. fue erigido en la Acrópolis de Atenas un monolito en el que aparecían grabadas
las reglas de est a escrit ura rápida. Algunos fragm ent os de est e «m anual de piedra»
han sido hallados, pese a que durante largo tiempo formaron parte de los materiales
empleados en la construcción de una vivienda turca. Al continuar las investigaciones,
en las proximidades de la ciudad de Salona, más tarde llamada Amphissa, en la Grecia
cent ral, fue encont rada una lápida sepulcral con la figura de un j oven que había
result ado vencedor en un concurso m undial de est enografía. Sobre est a «figura
yaciente de Asteris», como se le ha llamado, se ve todavía el epitafio, junto al busto
parcialmente destrozado del fallecido, el cual tiene a su izquierda una de las tablillas
enceradas em pleadas ent onces para la práct ica t aquigráfica; aún son legibles,
grabados en la piedra, varios signos abreviados, si bien desconocemos lo que pueden
significar, ya que los fragm ent os del «m anual de piedra» hallados en At enas no son
suficientes para descifrarlos.
La posición de la mano derecha, tal como aparece en el busto semidestruido,
perm it e suponer que em puñaba el est ilo de cobre con el que se t razaban sobre las
tablillas enceradas los signos estenográficos. Por otros hallazgos diferentes, también
sabem os que las t ablillas enceradas t enían un aspect o de cuadrícula, con el fin de
facilit ar la colocación de los signos en sus respect ivos espacios y hacer con ello m ás
rápida su interpretación.
Varias de est as t ablillas y ot ras copias est enográficas realizadas en papiro
pertenecientes a la civilización alejandrina han sido halladas en el arenoso suelo del
Egipt o m edio. Aunque algunas de ellas est án en buen est ado de conservación, sólo
han podido ser descifradas en parte.
Hace algunos años, el invest igador inglés H. J. M. Milne hizo un sensacional
hallazgo que facilitó la traducción de alguno de estos textos estenográficos. Por pura
casualidad, t ropezó con los fragm ent os de dos papiros alej andrinos, procedent es, al
parecer, de una especie de t rat ado de est enografía, en cada una de cuyas páginas
figuraba, cuidadosamente trazado con la escritura griega normal, el significado de los
signos est enográficos, dando en cada caso la palabra com plet a. Se confía poder
ut ilizarlos para dar un paso m ás en la int erpret ación de un gran núm ero de signos,
completando el resto de acuerdo con la lógica. Los romanos recibieron de los griegos
las bases de la escritura abreviada, pero no tardaron en desarrollar un sistema propio.
Marco Tulio Tiro, esclavo libert o y am igo de Cicerón, creó con ellos una especie de
estenografía en el siglo I a. C., a la cual hoy llamaríamos «escritura parlamentaria».
Est e sist em a de escrit ura rápida, conocido con el nom bre de «anot ación t irónica»,
constaba casi exclusivamente de abreviaturas de palabras, terminaciones y prefijos;
debió de alcanzar una gran difusión en los siglos siguientes, pues fue introducido en
las escuelas romanas como disciplina de enseñanza normal, y eran muchos los padres
que, viviendo en el campo, solían enviar a sus hijos a un buen profesor de escritura
abreviada para que adquiriesen el art e y dest reza necesarios para poder opt ar
después a un empleo público.
Orígenes em pleaba siet e est enógrafos. El sist em a de escrit ura abreviada
cont inuó usándose durant e m uchos siglos. Los discursos y los libres debat es
ent ablados en el Senado quedaban regist rados de esa form a, y así han llegado a la
post eridad. No solam ent e se dict aban las cart as, sino libros ent eros; y, ya en plena
era cristiana, los testimonios de los mártires y las actas de los sínodos eclesiásticos se
conservaron de esta forma. Sabemos que el Padre de la Iglesia Orígenes (185- 254 d.
C.) ocupaba const ant em ent e a siet e est enógrafos, a los cuales dict aba
alternativamente sus escritos.
No es m uy grande la diferencia que exist e ent re los at areados Padres de la
I glesia, los com erciant es y los polít icos de épocas pasadas, con sus escribanos y
copist as, y los act uales negociant es, escrit ores y direct ores de em presa que dict an
sus cartas, discursos y obras a estenógrafos casi exclusivamente del sexo femenino.
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dirigentes de Roma, con lo cual alcanzó una máxima personalidad política. Su forma
de act uar se dem uest ra en el ej em plo de su proceder con Julio César, personaj e
fam iliar a t odos los est udiant es de bachillerat o por la lect ura de su Guerra de las
Galias. Al iniciar su carrera política, César, al igual que muchos otros jóvenes políticos,
era pobre y, al recibir su primer nombramiento importante como procónsul en España,
se hallaba est rechado por las deudas. Los cam bist as y usureros rom anos habían
presentado contra él reclamaciones por un valor total de 2.000 talentos y no querían
dejarle marchar mientras no garantizase el pago de su deuda. Craso salió fiador y, a
su regreso de España, César cum plió religiosam ent e sus com prom isos, siendo, a
partir de entonces, un hombre rico. Supo utilizar en su propio provecho la fórmula de
Craso; se aseguró el apoyo del tribuno popular Cayo Escribonio mediante el pago de
sus deudas, que ascendían a unos 120 millones de pesetas.
César favoreció al erario público. A pesar de sus intereses particulares, Julio
César tuvo siempre presentes las necesidades del erario público. Al finalizar la guerra
del Ponto y de Numidia, hizo ingresar en las cajas del Estado romano tesoros por valor
de unos 5.000 m illones de peset as, conduct a no dem asiado im it ada por t ant os
caudillos victoriosos, anteriores o posteriores a él. César opinaba que para poder vivir
bien, era necesario que el Estado también pudiera vivir con desahogo.
Tales act os de prudencia, de t an direct a repercusión sobre la sociedad,
parecen anticuados, pese a que su validez no se ha extinguido en el transcurso de los
siglos, y solemos dejarlos en el olvido cuando estudiamos la historia de la Humanidad,
basándonos únicam ent e en la cronología, en las guerras o en algunos otros
importantes acontecimientos.
También suele falt arnos la sensibilidad necesaria para j uzgar con sensat ez y
suficient e reflexión las épocas que dist an de nosot ros varios m iles de años. Las
profundas convulsiones de los últimos cien años continúan dominando nuestra mente
y nuest ros recuerdos y, en lo que a nuest ra vida part icular se refiere, podemos
estudiar los acontecimientos año por año. Sin embargo, para períodos que se cuentan
por m iles de años, ni siquiera nuest ra fant asía es lo bast ant e poderosa, y no
conseguimos establecer una relación de afecto y comprensión con los hombres de la
Antigüedad al faltarnos el hilo que podría unirnos a ellos.
Los hom bres de la Ant igüedad «no habían nacido ayer». Al ocuparnos
som eram ent e de la t écnica, las leyes, las cost um bres y los obj et os direct am ent e
relacionados con los seres que hoy todavía nos son útiles y familiares, en el presente
libro hemos intentado aportar algunos datos susceptibles de facilitar el conocimiento
de t an rem ot as épocas. Profundizando en la int im idad de las gent es de épocas
ant iguas, vem os que se t rat aba de hom bres de carne y hueso, con t odas sus
cualidades y defect os, apreciando en ellos una disposición únicam ent e definible
diciendo que «no habían nacido ayer», con lo cual se alude a su extraordinario ingenio
y capacidad para explotar todas las posibilidades a su alcance.
Aunque con ot ros m edios, solucionaron m uchos problem as t écnicos con
sorprendent e habilidad; descubrieron num erosas leyes físicas absolut am ent e
irrefutables; elaboraron conceptos a los que sigue respondiendo nuestra mentalidad
m oderna. En el cam po t eórico, incluso penet raron en la est ruct ura de la m at eria y
conocieron la última unidad indivisible: el átomo.
Tales consideraciones son las que deben quedar en nuestro ánimo al concluir
la lect ura de est e libro, que, a causa de su brevedad, habrá sido, sin duda, un guía
im perfect o, ya que son m uchas las referencias y elem ent os que han quedado
excluidos, si bien, habrá servido, como mínimo, para dar una impresión aproximada
de todo cuanto se hacía y se conocía hace unos 2.000 años.
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