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Pontificia Universidad Católica de Chile

Facultad de Letras
Curso: Ciudad y novela latinoamericana

Calducho
o Las serpientes de calle Ahumada

Profesor: Danilo Santos


Alumno: Francisco Simon
Fecha: 23-06-2008
El siguiente trabajo pretende realizar una interpretación de lectura de la novela del escritor
chileno Hernán Castellano Girón Calducho o Las serpientes de calle Ahumada. La obra,
aunque publicada en 1998, fue escrita entre 1986 y 1996; al mismo tiempo que, aunque
ambientada en Santiago de Chile, fue redactada en California, EE.UU. Esto, debido a que el
autor se desempeña como catedrático en la Universidad Politécnica de California, luego de
haber salido de nuestro país en 1973. De todas maneras, como acabamos de decir, el texto
tiene como espacio del enunciado la capital chilena, pues su formato es el de una
autobiografía que interactúa con la novela para desarrollarse. Por tanto, no se trata solo de
una obra enmarcada por el testimonio personal y referencial, sino que al incluir el relato
novelesco como parte de su enunciación volverá ficción los acontecimientos narrados.
Novela autobiográfica podría ser el rótulo para denominar esta obra.
De este modo, en el texto se reconstruye el paso desde la niñez a la adolescencia del
protagonista (quien es también el narrador). Las coordenadas espacio-temporales nos
ubicarán en un Santiago de finales de la década de los 40 y principios de los 50; el
protagonista es un estudiante recién ingresado en el Instituto Nacional, que, además, vive
en Simón Bolívar 1998, comuna de Ñuñoa. El relato nos llevará desde 1947 hasta 1955,
aunque no de una forma cronológica, y he ahí un aspecto peculiar de la obra, pues el autor
establecerá desde el comienzo que la historia ha sido estructurada en “ámbitos”, es decir,
“cuerpos del espacio y el tiempo donde se desenvuelven momentos narrativos mayores”
(9); estos ámbitos serán denominados como “Calducho”, cuando la localización de lo
narrado será el colegio. También, otro ámbito es “El topacio caído”, que es el hogar; “Las
mañanitas de Paine”, únicos momentos en que la narración se despega del ambiente urbano,
pero que sirven sobre todo para contrastar con una ubicación rural; finalmente, el último
ámbito es “Las serpientes de calle Ahumada”, en donde se relatan los momentos de
excursión del protagonista por la ciudad. Por su parte, estas unidades serán fragmentadas y
convertidas en “instancias”, es decir, a lo largo de la novela se irán alternando las distintas
instancias, a lo que el autor agrega que “el lector puede optar por una lectura más bien
tradicional siguiendo el orden que sugerimos en el libro, pero ésta no es, ni con mucho, la
única lectura posible” (10). La novela, así, se conforma como una estructura lúdica para su
revisión.
Además, el autor, también desde el comienzo, se ha vuelto un ser ficcional, al
decirnos, en la primera página, que “todos los personajes, aun los que representan personas
vivientes, como el propio autor […] por el sólo hecho de aparecer aquí se transforman en
habitantes del texto, seres ficcionales. […] Lo escrito es aquello rescatado del pozo de la
memoria, y animado con un soplo de vida, completamente nuevo” (5). Por tanto,
nuevamente el texto complica su lectura, pues el relato autobiográfico se clausura, en cierto
sentido, por la declaración por parte del mismo autor de su carácter no real, sino verosímil
dentro la obra; efecto aumentado por el rescate que hace la narración de la memoria,
admitiéndola como el factor clave en la construcción del relato. De este modo, desde el
comienzo de la narración se nos advierte sobre la ficcionalidad de la obra, aunque cargada
de realismo por el recurso autobiográfico.
Como tercer aspecto en la conformación de la novela, debemos agregar una serie de
imágenes, fotografías, además de dibujos, que alberga la escritura, alternando distintos
tipos de representaciones. Estos funcionan como apoyo al texto escrito: “El lector notará
que, además de algunas ilustraciones hechas a objeto de recrear ciertas atmósferas, ciertas
imágenes difíciles de expresar con palabras, hay algunas fotografías” (10). Distintos
códigos, así, codifican la lectura de la obra, y todas ellas deberán ser leídas por nosotros en
el momento de la decodificación.
Por otra parte, el espacio y tiempo del mundo representado, el Santiago de mitad del
siglo XX, funciona no solo como ambiente de la obra, sino como elemento configurador en
la conformación del sujeto representado. La ciudad actúa moldeando al individuo, a través
de sus discursos, que, para el caso de nuestra interpretación, consideraremos como el
discurso cinematográfico. De esta manera, pondremos de inmediato en relación las ideas
que sostendrán nuestra interpretación de la novela. Si tenemos en consideración que el
narrador nos expone una ciudad desde su memoria, esto es, una lectura de ella, al mismo
tiempo que articulada esta lectura por un discurso que la mediatiza, que será el del cine y su
influencia en el personaje, nos preguntamos si la novela, su enunciación, está también
operada por este relato fílmico. Al fin y al cabo, nos estamos preguntando si la obra como
discurso narrativo está condicionado por el cine en su construcción.
Dice Barthes que la ciudad “es un discurso, y este discurso es verdaderamente un
lenguaje: la ciudad habla a sus habitantes, nosotros hablamos a nuestra ciudad, la ciudad en
la que nos encontramos, sólo con habitarla, recorrerla, mirarla” (260-261); discurso que
inmediatamente sugiere una comunicación pragmática: nosotros habitantes de la ciudad,
solo por vivir y pasearnos a través de ella, la leemos, la actualizamos y reescribimos,
asignándole sentido. Así, la labor que el narrador-protagonista de Calducho cumple sobre
Santiago es una interpretación de la ciudad que recorre y habita; y el hecho de que esta
lectura se produzca desde una narración ulterior, es decir, desde un presente hacia un
pasado, controlada por la memoria, nos permite establecer que la imagen de la urbe será
una reconstrucción de ella, como bien dice Ana Inza Reyes: “el narrador refunda,
reconstruye una ciudad que ya no existe, ó, que existe solo entrañablemente en su memoria,
y que es la ciudad de Santiago de los años 40 y 50”. La ciudad, pues, será presentada desde
una visión subjetiva y distanciada, cuyo enfoque será el de un espacio marcado por la
bipolaridad entre lo conocido y lo desconocido. El protagonista, “capeando” clases, irá
reconociendo su ciudad: “Caminábamos por la Alameda hasta encontrar una calle invitante
para adentrarnos, Amunátegui o San Martín y por allí nos íbamos hasta Huérfanos y
doblábamos a la izquierda, siempre hacia debajo de la ciudad y del planeta” (Castellano
28). El centro de la ciudad será el espacio desde el cual se comienza el recorrido
exploratorio que, sin embargo, conocerá sus límites, las fronteras de la urbanidad: “Carlitos
[un primo del protagonista] nació en una calle del oeste de Santiago, no lejos del centro ni
tampoco cerca, porque ahí prevalece lo oficinesco, mientras que más allá de San Martín se
transforma en pobretón y todavía más allá en prostibulario” (26); “…La Reina, vale decir
en una región lejana y rural puesto que prácticamente estaba más allá de la urbanización de
Santiago por el lado de la cordillera” (317); los espacios de la ciudad estarán muy bien
marcados por lo urbano y lo rural, por lo civilizado y lo ignorado:
Al fin, se atravesaba el paralelo 38 de la calle Matucana, que para muchas
buenas gentes era la última frontera de la civilización, y ya dentro de la
Quinta Normal nos gustaba internarnos también hasta la última frontera de
ella, cerca del lugar donde había dos altas construcciones de hierro como
Torres Eiffel aclimatadas al mundo mapochino (29).

También, el narrador dice:


…lugares misteriosos como La Pintana, Huechuraba, y el sitio más
misterioso de todos, Santiago Oeste, una especie de ciudad prohibida donde
se llegaba con un tranvía al cual jamás nadie de la familia osó subir, y que
partía desde el lugar que podíamos considerar no ya el límite extremo de la
ciudad, sino del mismísimo universo tangible: San Pablo con Matucana
(256).

En efecto, estos lugares misteriosos no son nunca pisados ni recorridos por el


protagonista. Allí donde se acaba la urbanidad se acababa la ciudad, el mundo, dejando
establecido el narrador una visión urbana descrita por José Luis Romero en “Las ciudades
masificadas”: “la ciudad contendría ―por un lapso de imprevisible duración― dos
sociedades coexistentes y yuxtapuestas pero enfrentadas en un principio y sometidas luego
a permanente confrontación y a una interpenetración lenta…” (331). Se trata de la ciudad
escindida de la mitad del siglo XX, en la cual se particularizó una sociedad normalizada y
otra anómica, compuestas por los sectores populares e inmigrantes. De modo que el
narrador, aún cuando no pise terrenos desconocidos, implica la existencia de un mundo
tenido como otredad, que correspondería a lo todavía no urbanizado, todavía no
normalizado, prohibido para el sujeto perteneciente al sistema.
Ahora bien, también agrega el protagonista que “lo que pasaba es que el
vagabundaje por las calles del barrio alto, y del barrio bajo después, hasta la Quinta Normal
y más lejos, no pagaba tanto a la conciencia como el llegar al mismo vientre del monstruo,
el centro santiaguino” (Castellano 41). Viaje desde el centro hacia el exterior, que repercute
en una vuelta hacia un centro que, como dice Barthes, “no constituye el punto culminante
de ninguna actividad particular, sino una especie de «foco» vacío de la imagen que la
comunidad se hace del centro” (263). De esta manera, el centro urbano, santiaguino, no
sería por sí mismo ningún núcleo, sino que sería un punto arbitrario de la ciudad
considerado como tal, que es rellenado por los sentidos que se le asignan; y en este sentido,
la Ahumada será el polo central: “No había como escapar a la calle Ahumada, que estaba
situada al norte de todo el mundo por nosotros padecido hasta las tres de la tarde y después,
cuando salíamos del colegio, estaba al norte de nuestra humanidad enclenque, de nuestros
pasos dados y los que estaban por darse” (406). Será esta vía pública la que concentrará la
monstruosidad de la ciudad, maravillosa y atrayente. Por su parte, lo monstruoso se
encarnará en la novela con las serpientes de Chasamán, ayunador que quiere romper la
marca que Mahatma Ghandi habría impuesto, y que se conforma como un espectáculo
imperdible para los santiaguinos: anclado en pleno centro de la capital, un individuo
pretende ayunar por más de 60 días, acompañado de dos grandes boas que decoran su
escenografía. Lo grotesco y espectacular se encuentran en este centro, en esta Calle
Ahumada, punto de convergencia de las multitudes santiaguinas. Y este aspecto de la
ciudad será exagerado con el incendio que afecta a una manzana y que permitirá la salida
de las serpientes hasta la calle:
Ese aerosol de hollín y cascarrias muchas coloreó el cielo de Santiago aquel
día […]; vapor pestilente, venenoso al máximo debido a que el ácido
cianhídrico producido por los muchos rollos y tambores de las películas que
ardieron en el Principal, se desarrollaba y medraba en esos gases de
combustión, de modo que por un momento el centro de Santiago, su cópula
de aire embolsada por designios ecológico-geográficos, fue como una
inmensa cámara de gases, y si no murieron los humanos como moscas fue
porque no volaban como ángeles sino más bien reptaban como las serpientes
de calle Ahumada lo hacían en ese preciso momento, bien aceitadas por su
destino (Castellano 516).

La apoteosis del incendio al final del relato quiere producir un efecto que dote de
sentido a la narración misma, y también a la ciudad: las serpientes sueltas son el correlato
de los habitantes de la capital, que también serpentean por entre las calles; monstruos todos
sumidos en ese hervidero de individuos despersonalizados que es la masa. Y las boas
funcionan como metáfora pedagógica para el protagonista, en tanto dice que “era trágico
ser bueno en ese mundo, casi tanto como en éste, y se pagaba caro aunque no lo
supiéramos. El ayunador nos estaba develando esa verdad […] al transportarnos a un
mundo de serpientes y ratones que devoraban y eran devorados vivos y donde nada se
podía hacer para invertir el orden” (412). Así es como el centro de Santiago, la calle
Ahumada precisamente, se configuran como un espacio catárquico para el personaje, pues
es allí donde lo feo, lo grotesco, lo monstruoso enseña y revela una verdad que construirá la
hermenéutica a través de la cual la ciudad será objeto semiológico, interpretable. La
realidad urbana, entonces, filtrada a través de la memoria del autor, se delata subjetiva,
visión personal del protagonista que la escribe.
Sin embargo, habíamos dicho que esta visión tiene un discurso que la domina, que
nosotros hemos definido como el cinematográfico. En efecto, dice la voz del relato que,
luego de los vagabundeos por la capital, omitiendo clases, “casi siempre se remataba en el
cine, y así en esos años adquirimos o fuimos adquiriendo la única cultura accesible y
factible, la cinematográfica […] era igual que asomarse al mundo o, mejor, poseer por fin
un mundo, nosotros que no teníamos ninguno” (42). El cine se vuelve el lenguaje
dominante para comprender la realidad, y se conforma como un nuevo modo para
experimentar la existencia. En efecto, distintas son las claves otorgadas por la novela para
deducir esto; dice el narrador que “las películas, cortas y largas, nos iban formando el alma,
como también los libros de aventuras y las novelas que mi madre atesoraba y que yo
también leía” (48); “con todo lo obvio y lo melosamente adecuado para pasar una tarde de
domingo, estas comedias fueron una parte importante de nuestra educación musical, un
sistema de vasos comunicantes que dio como resultado lo que seríamos para siempre en
esta vida, en lo bueno y en lo malo” (147); “y como si no fuesen más que fotogramas de esa
gran película que el Tata Dios estaba filmando desde un cielo que estaba aquí mismo con
nosotros como pareja protagónica, empezaba a estrechar y a tocar a la Rosa…” (326). La
percepción de la realidad se hace en función de la cultura que educa los sentidos y las
mentes; el cine difundirá un distinto modo de revisar las experiencias sensibles. Al
respecto, dicen Gilbert Cohen-Seat y Pierre Fougeyrollas que “la información visual, lejos
de reflejar y de expresar pasivamente, por decirlo así, las relaciones fundamentales que
unen al hombre a su medio y a los individuos entre sí, tiende a determinarlos, a
sobredeterminarlos, de una manera a la vez compleja y general y decisiva” (11). Por tanto,
lo que esta información visual hace, encarnada en el cine (la televisión aún no ha llegado al
país), es violentar la manera en que los individuos se comunican; el discurso fílmico
penetrará el discurso anterior, y se conjugará con él para establecer una nueva percepción y
recepción del entorno. Las imágenes, poco a poco, se convertirán en soporte de la
interacción, y el espacio de la imaginación será delimitado por las imágenes tópicas:
Nuestra generación, nacida como lectora, esto es manipuladora y también
usuaria de la imaginación, iba mutando hacia el otro dominio, el voyeurista,
que no usaba la imaginación sino que la fijaba en una forma de nuevo código
visivo y modular al cual ella se adscribía con gusto, porque estábamos a
caballo entre dos mundos y dos epistemas, como que la verdad no fuese sólo
desnuda sino que se desnudara a propósito para serlo (Castellano 148).

Entonces, en la novela se presenta el paso de la imagen al servicio de la escritura a


la escritura de la imagen, que por su concentración significativa se vuelve herramienta
comunicativa mucho más poderosa y persuasiva. La imagen puede disfrazar las verdades de
un modo mucho más disimulado, pues nos presenta, nos muestra, aparentemente sin
mediación los hechos. Por lo mismo el protagonista describe su mundo narrado como el de
una transición, pues efectivamente durante los 50s la modernidad recién entraba en crisis,
mientras se gestaba el paradigma de lo posmoderno, que cuestionaba el valor de verdad de
las imágenes, considerándolas como otro tipo de representación. El mundo continuaba
siendo bipolar, en tanto período posguerra mundial, ahora enfriada, que tiene su
representación nacional en la bipolaridad social de lo conocido/desconocido, mencionada
anteriormente.
Ahora bien, hemos de decir que la imagen cinematográfica no era nueva a mediados
del siglo XX, sino que para esta época su influencia se había vuelto mucho más pesada.
Hollywood ya funcionaba como industria exportadora de rostros y estrellas, y las películas
habían dejado de ser mudas y cortas, para operar como catapultas de ensueños, y
pedagogías de la experiencia, de su modo de vivenciarla.
Pues bien, hasta ahora hemos revisado la novela de Castellano en su nivel más diegético;
hemos revisado el modo en que la ciudad es leída, y también cómo la influencia del
lenguaje fílmico determinó la forma de sentir, de leer esa ciudad. Sin embargo, ahora
quisiéramos formalizar la manera en que el discurso cinematográfico opera en el nivel de la
enunciación de la narración. Para esto, atraeremos el pensamiento de John Berger, para
entender cómo la imagen del cine, a partir de la creación de la cámara, revolucionó el modo
de ver la realidad. Partiendo de la base de que los conocimientos, creencias o técnicas
poseídas por los individuos afectan la forma en que la experiencia real es concebida, Berger
argumenta que la invención de la cámara tuvo su principal relevancia en tanto modificó las
relaciones que los sujetos establecían con su espacio-tiempo, pues desechó o relativizó la
visión a través de la perspectiva:
Según la convención de la perspectiva, no hay reciprocidad visual. Dios no
necesita situarse en relación con los demás; es en sí mismo la situación. La
contradicción inherente a la perspectiva era que estructuraba todas las
imágenes de la realidad para dirigirlas a un solo espectador que, al contrario
que Dios, únicamente podía estar en un lugar en cada instante.
Tras la invención de la cámara cinematográfica, esta contradicción se puso
gradualmente de manifiesto (Berger 23-24).

Es decir, la perspectiva aseguraba al espectador, por ejemplo de una pintura, que al


situarse al frente de ella él se encontraba en el centro del universo. La imagen establecía la
atemporalidad de la imagen, pues ella se encontraba intacta al paso del tiempo, y su
representación dependía del ojo que la miraba. Con la creación de la cámara fílmica, la
perspectiva se desvaneció como punto eje de la mirada, y ahora se hacía manifiesto que la
perspectiva en realidad pertenecía al interior de la imagen, y el punto de fuga era el lugar, el
instante, desde el cual el artista realizaba su imagen, siendo él mismo un espectador situado
en un contexto específico; “pero la perspectiva organizaba el campo visual como si eso
fuera realmente lo ideal. Todo dibujo o pintura que utilizaba la perspectiva proponía al
espectador como centro único del mundo. La cámara –y sobre todo la cámara de cine– le
demostraba que no era el centro” (Berger 24), le demostraba al espectador que toda
representación visual provenía de un ojo subjetivo y humano.
Es, entonces, el momento en el que debemos pensar cómo el narrador-protagonista
de la novela, que nos relataba cómo el cine educaba su cultura, narra esta novela, su
historia, articulándola a través de un modo de ver influenciado por el lenguaje
cinematográfico. Si dejamos en claro cómo la cámara fílmica resolvía el problema de la
perspectiva revelando una visión subjetiva detrás de ella, no podemos evitar preguntarnos
ahora de qué manera nuestra novela estructura la historia a través de un ojo y una escritura
influenciada por este medio de comunicación masivo. Dice Ana Inza que en Calducho
“como en el artículo de costumbres, no es como todos puedan ver sino como el narrador ve
[…] entonces, el valor adquirido por la ciudad es el propio de una imagen única, subjetiva y
significativamente afectiva por parte de su observador”. Por tanto, la narración del
protagonista se ve influenciada por el relato cinematográfico pues ambos utilizarán visiones
subjetivas para representar la realidad. La narración de la novela habría podido optar por
una enunciación en clave omnisciente, representando la misma realidad de una forma
distinta. Sin embargo, el uso de un “yo” que cuenta tiene la función de esclarecer la
dimensión única registrada por el relator de su entorno. Así es que cuando leemos no
podemos confundir la realidad “real” con la ficcional, pues en el momento en que quien
habla se trata de un observador autorreferente, de inmediato que la presentación del mundo
corresponde a su interpretación de ella, como asimismo lo sabemos de una cámara fílmica.
A esto se agregan las fotografías y dibujos insertos en la novela, que pretenden ayudar,
potenciar la lectura, en tanto las palabras pueden volverse insuficientes.
Las películas, nutriendo el discurso novelesco, coinciden entonces en la manera en
que la realidad es vista y representada: desde un yo que nos presenta su subjetividad, de
ninguna forma una imagen fiel y confiable del mundo. Así es como es narrado que
Por calle Ahumada se salía hacia el dolor y hacia el terror y el tedio […]
pero sobre todo era la libertad, noción novísima y resplandeciente, beso de
hada que buscaríamos besar después, durante el resto de nuestra vida, con el
gesto con que Espartaco habría recibido a la muerte en su cruz, tan
compenetrado en su papel histórico como ya entonces hasta se habrá
parecido a Kirk Douglas en la película de Stanley Kubrick: por calle
Ahumada se llegaba a todas partes (406).

Más allá de lo dicho, notemos la comparación entre los sujetos “de carne y hueso”,
y el personaje de la película de Kubrick. El narrador ya no puede zafarse de pensar la
realidad a través del cine.
Pues muy bien, creemos que ha llegado el momento de reunir las distintas aristas de
nuestra interpretación, que son varias, para hacerlas converger, porque consideramos que
nuestra propuesta de lectura aún no logra concretarse, y solo una cierta luz difusa la
ilumina. Hemos mencionado distintos conceptos interrelacionados, tales como memoria,
ciudad masificada, semiología urbana, lenguaje cinematográfico y cámara. Creemos
necesario ahora sintetizas, así, las ideas expuestas. Partiendo de la base de que la novela
está conformada por un relato basado en los alcances y rescates de la memoria, propusimos
que la construcción que se hace de Santiago debe ser tenida también como un recuerdo. Al
mismo tiempo, esta refundación de la ciudad la escindirá en dos fragmentos, que
corresponden a lo conocido y a lo desconocido, a lo civilizado y normalizado en contraste
con una población y urbe santiaguina no-civilizada, anómica, afuera de los límites urbanos
conocidos por el narrador. Esta es la distinción que convertirá al Santiago de mitad de siglo
en una ciudad masificada, pues aun cuando no se nos narre las migraciones campo-ciudad,
ni tampoco se describan los márgenes poblados de la urbe, su ausencia los delata. Y
también la masificación ciudadana se revela en la importancia del cine como medio de
comunicación dedicado especialmente a las multitudes. Es de esta manera en que el autor-
narrador-protagonista recrea un Santiago conocido por los vagabundeos a través de él. La
ciudad será leída semióticamente, es decir, como un conjunto de signos no solamente
lingüísticos, que interactúan en la inteligibilidad de nuestra urbe. Sin embargo, esa lectura
urbana no se realizará desde un discurso meramente escrito, sino que el narrador se verá
influenciado por el discurso fílmico para representar su mundo: la técnica de la cámara de
cine se encarna en su ojo, que observa y lee su entorno. Por lo tanto, si al comienzo nos
preguntábamos si podíamos pensar en que la novela oficiaba su mirada sobre Santiago por
medio de una óptica cinematográfica, ahora podemos contestar que sí lo hace, pues la
narración, al determinar desde su principio su carácter de reconstrucción memorial, hace lo
mismo que la cámara fílmica: deniega el imperio de la perspectiva omnisciente, y coloca en
cada sujeto no solo la posibilidad de observar imágenes, sino de producirlas. La memoria,
al igual que la técnica del cine, coloca en una subjetividad la responsabilidad de
representar, teniéndose desde un comienzo como una narración parcelada y no total de la
realidad.
Bibliografía.

• Barthes, Roland. “Semiología y urbanismo”. La aventura semiológica. Traducción


de Ramón Alcalde. Barcelona: Paidós, 1993.

• Berger, John. Modos de ver. Traducción por Justo G. Beramendi. Barcelona: G.


Gili, 1974.

• Castellano Girón, Hernán. Calducho o Las serpientes de Calle Ahumada. Santiago


de Chile: Editorial Planeta Chilena, 1998.

• Cohen-Seat, Gilbert y Pierre Fougeyrollas. La influencia del cine y la televisión.


Traducción por Juan José Utrilla. México: Fondo de Cultura Económica, 1980.

• Inza Reyes, Ana. “Ciudad y memoria en “Calducho o Las serpientes de Calle


Ahumada””. Santiago: Facultad de Humanidades y Filosofía de la Universidad de
Chile, 2004. Publicado virtualmente por Cybertesis.
http://www.cybertesis.cl/tesis/uchile/2004/inza_a/html/index-frames.html

• Romero, José Luis. “Las ciudades masificadas”. Latinoamérica: las ciudades y las
Ideas. México: Siglo XXI, 1976.

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