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MARIO VARGAS LLOSA - EL CASO PINOCHET

CON la sentencia del juez británico Ronald Bartle se ha dado un paso más hacia
la extradición a España del general Pinochet para ser juzgado por crímenes
cometidos contra los derechos humanos durante los 17 años de la dictadura que
presidió. Se trata de un acontecimiento histórico que trasciende largamente la
circunstancia chilena y que debe ser saludado con alegría por todos los millones
de seres humanos que, en el ancho mundo, son o han sido perseguidos, maltratados
o silenciados por sus ideas, y por quienes no se resignan a que la cultura y las
costumbres democráticas sean el privilegio de apenas un puñado de países en
tanto que la barbarie del despotismo y la autocracia sigan imperando en las tres
cuartas partes restantes del planeta.
Quienes, sin ser partidarios de los regímenes dictatoriales, cuestionan el
derecho de España y el Reino Unido de juzgar al exdictador chileno, alegan una
serie de razones que, creo, no resisten un análisis en profundidad. La más
socorrida de estas razones es pragmática: el acoso internacional a Pinochet pone
en peligro la transición chilena hacia la democracia y puede desestabilizar al
gobierno actual, crispar y exacerbar la vida política e, incluso, provocar un
nuevo golpe de Estado. Este catastrofismo no está avalado por los hechos. Por el
contrario: la realidad es que el enfrentamiento entre partidarios y adversarios
del juicio a Pinochet fuera de Chile, aunque de gran virulencia, es
protagonizado por sectores radicales minoritarios, y que una mayoría de la
sociedad chilena lo sigue a la distancia y con creciente indiferencia. Mucho más
intenso es el debate nacional con motivo de las próximas elecciones, en el que
-algo que suelen omitir las informaciones internacionales- el "caso Pinochet''
ha dejado de figurar en primer plano, se diría que por un tácito (y muy sensato)
acuerdo entre los principales candidatos, Lagos (de centro izquierda) y Lavín
(de centro derecha).
No hay un argumento serio que justifique los lúgubres vaticinios de que el "caso
Pinochet'' vaya a destruir la democracia chilena. Por el contrario, como acaba
de mostrarlo `The New York Times' en un reportaje sobre el estado de la justicia
en ese país, el procesamiento de Pinochet en España ha significado una
reactivación de las iniciativas legales en Chile contra los crímenes y abusos
cometidos durante la dictadura, y en los últimos doce meses veintiséis oficiales
acusados de estos delitos han sido encarcelados por orden judicial. Este es un
síntoma clarísimo de una mayor disponibilidad y libertad de los jueces chilenos
para actuar sobre este tema, adquiridas gracias a la remoción del obstáculo que,
para el normal desenvolvimiento de la justicia, significaba la presencia del
senador vitalicio dentro de uno de los órganos rectores del Estado chileno. En
vez de debilitarla, la acción internacional contra Pinochet contribuye a
perfeccionar y acelerar una democratización ya firmemente enraizada en Chile.
Otra de las razones alegadas en contra del procesamiento de Pinochet por el
juez Baltasar Garzón es de tipo nacionalista: la violación de la soberanía
nacional que significaría juzgar al exdictador fuera de su propio país. Este es
un argumento de un anacronismo contumaz, que ignora la realidad histórica
contemporánea signada por la globalización, es decir por la sistemática erosión
de las fronteras y del concepto decimonónico del Estado-nación. La economía se
encargó de ser la punta de lanza de la gran ofensiva moderna contra esa visión
estrecha, excluyente y particularista de la soberanía, incompatible con la
interdependencia que el desarrollo de la ciencia, la técnica, la información, el
comercio y la cultura ha establecido a finales del siglo veinte entre todas las
sociedades del mundo. ¿Por qué la justicia quedaría excluida de este proceso
generalizado de internacionalización de la vida contemporánea? De hecho, no lo
está. Nadie objeta que los delincuentes comunes, o los traficantes y
contrabandistas, sean perseguidos y sancionados judicialmente fuera de sus
"patrias"; por el contrario, lo normal es que los gobiernos soliciten la acción
mancomunada de los otros países contra sus delincuentes (por ejemplo, en lo que
atañe al terrorismo). ¿Por qué los crímenes y abusos contra los derechos humanos
constituirían un caso aparte? ¿Son acaso menos graves desde el punto de vista
ético o jurídico estos delitos?
La importancia del "caso Pinochet'' es, precisamente, que sienta un precedente
para acabar con la impunidad de que hasta ahora han gozado sinnúmero de
tiranuelos y sátrapas, que, luego de perpetrar sus fechorías y pillar la
hacienda pública hasta amasar cuantiosas fortunas, se retiraban a disfrutar de
una vejez magnífica a salvo de toda sanción. Ahora, de Baby Doc al general
Cedras, de Idi Amín a Menghistu, de Fidel Castro a Sadam Hussein, y tantos otros
de la misma estirpe, saben que no podrán vivir tranquilos, que vayan donde vayan
y estén donde estén la justicia puede llegar hasta ellos y obligarlos a
responder por sus crímenes. El efecto disuasivo que esta perspectiva tendrá
sobre los candidatos a golpistas no debería ser soslayado.
Hay quienes argumentan que en vez de disuadir a futuros dictadores, el acoso
judicial a Pinochet va a incitar a los que ya usurpan el poder a atornillarse en
él, a no cometer la imprudencia que cometió el exdictador chileno abandonando un
gobierno que lo hacía invulnerable a las sanciones. Quienes eso piensan, tienen
una idea arcangélica de los dictadores, pues creen que estos se retiran del
poder porque un día se vuelven buenos o demócratas y que hay que incitarlos a
que experimenten esta conversión moral y política garantizándoles de antemano la
futura impunidad. La verdad es que nunca en la historia un dictador ha dejado de
serlo por voluntad propia, por una súbita transformación espiritual, ideológica
o ética. Todos quisieran eternizarse en el poder (también muchos gobernantes
demócratas, desde luego), y si no lo consiguen es, sencillamente porque no
pueden, porque una situación determinada los empuja en un momento dado, de
manera irresistible, a partir. Ni Fidel Castro ni el coronel Gaddafi ni Sadam
Hussein ni sus congéneres van a acortar un solo minuto su permanencia en el
poder porque cese el hostigamiento legal a Pinochet.
Otra de las razones esgrimidas en contra del procesamiento a Pinochet es el del
distinto rasero con el que ciertos medios de comunicación y ciertos
intelectuales y políticos juzgan a los dictadores: ¿por qué las satrapías de
izquierda no les merecen el mismo repudio que las de derecha? ¿Ha sido acaso más
cruel y sanguinario en sus diecisiete años de dictador Pinochet con sus
adversarios que Fidel Castro en sus cuarenta años de tiranuelo con los suyos?
Cualquier persona medianamente informada sabe que, aunque de distinto signo
ideológico, ambos personajes son responsables de indecibles abusos contra los
más elementales derechos humanos, lo que debería traducirse en una idéntica
condena y acoso por parte de la comunidad internacional democrática. Sin
embargo, ya lo sabemos, en tanto que ni un solo gobierno democrático defendió a
Pinochet, sólo un ínfimo número de gobiernos de esta índole se atreve a llamar a
Fidel Castro lo que en verdad es: un pequeño sátrapa con las manos manchadas de
sangre. Y una veintena de presidentes y primeros ministros iberoamericanos se
dispone, dentro de unos días, en un grotesco aquelarre político, a viajar a La
Habana a abrazarse con el repugnante personaje, y a legitimarlo, firmando con
él, una vez más, sin que les tiemble la mano ni se les caiga la cara de
vergüenza, una declaración a favor de la libertad y la legalidad como el marco
adecuado para el desarrollo de la comunidad iberoamericana.
Desde luego que esta doble moral (esta "hemiplejia moral" la llama Jean François
Revel) para tratar a los dictadores según sean de derecha o de izquierda es
indignante, sobre todo en la boca, la pluma y la conducta de los cínicos que, a
la vez que la practican, se llaman demócratas o, escarnio supremo, progresistas.
Sin embargo, traducir esta indignación en una propuesta de exoneración de toda
culpa a Pinochet ya que (por el momento) no se puede castigar de la misma forma
que a él a Fidel Castro, de carta blanca para los desafueros de los dictadores
fascistas ya que los dictadores comunistas suelen ser menos vulnerables que
aquéllos a la sanción internacional, es lo mismo que proponer que, como no
existe una justicia universal y absoluta, la humanidad renuncie a toda forma de
justicia, incluso relativa y parcial. Esa es una actitud fundamentalista y
maniquea incompatible con la realidad humana social, en la que simplemente no es
posible aspirar a la perfección y a lo absoluto en ningún orden. En el dominio
penal siempre será preferible que un asesino sea juzgado y sancionado, aunque
otros muchos escapen al castigo por sus crímenes. Lo mismo vale para los delitos
contra los derechos humanos. El "caso Pinochet'' es alentador desde el punto de
vista moral, jurídico y político porque abre las puertas para que, en el futuro,
otros dictadores -no importa de qué signo ideológico- sean acosados y
sancionados por sus crímenes, y también porque, en este caso particular, unas
víctimas concretas de torturas, asesinatos, cárcel y despojos están recibiendo
una legítima aunque tardía reparación. Esta es una buena nueva para todas las
víctimas de persecuciones y atropellos en los cinco continentes, un indicio de
que, por fin, comienza una nueva era en la historia de la humanidad en la que
los grandes criminales políticos podrán ser llevados a los tribunales a
enfrentarse con sus delitos, sin que puedan escudarse detrás de la "soberanía
nacional" o las amnistías que se concedieron ellos mismos cuando estaban en el
poder para pasar al retiro con la conciencia tranquila y los bolsillos llenos.
Que haya tocado a un exdictador de derecha y no de izquierda ser el primero de
lo que -depende de todos nosotros y no sólo del juez Baltasar Garzón- será en el
porvenir una larga lista de sátrapas sancionados, es un detalle circunstancial
que no afecta para nada la trascendental importancia de lo alcanzado en el plano
de la justicia con el "caso Pinochet.'' Depende de los genuinos demócratas, de
los verdaderos amantes de la libertad y la legalidad en el mundo entero, que lo
ocurrido con Pinochet no sea una excepción sino una regla, no una mera victoria
de la "izquierda", sino un primer acto efectivo de justicia para reducir
drásticamente los asesinatos y torturas políticas en el mundo, cometidos no
importa por quién ni con qué pretexto religioso o político. De alguna manera,
poniendo a Pinochet en el banquillo de los acusados, los jueces españoles y
británicos han llamado a comparecer junto a él a todas las efigies de una
luctuosa e inmemorial dinastía.

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