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—Está parado, descalzo, concentrado, de brazos cruzados.

Yo le cuento lo que yo vi: yo vi entrar a un señor, pasó atrás


de la cortina donde está Waldemar, se paró a más o menos a un
metro y medio de él, Waldemar levantó la mano así y lo trajo
sólo con la mano, haciéndole sólo así... y se vino el hombre
p'adelante... Waldemar se llevó la mano a la cabeza y empezó
a gritar, a hablar en lengua...
—¿Quéeee?
—Empieza a hablar en lengua... Y le grita: "blua, bluj,
bij, buaf, y sacude y sacude las manos y sacude los pies y
lo tira al suelo... Es un poder infinito que él tiene... Ahora
le viá decir una cosa: yo vi hablar a un mudo.
—¡¿Cómo?l
—Si, señor. Yo vi hablar a un mudo. Creo que fue el 18
de noviembre. ¡Eso sí que fue algo fabuloso! Lo hizo hablar.
Lo habia operado el primero de noviembre, le hizo un corte
acá, y ese día que él lo corté el tipo no podía tragar, entonces
le paralizó totalmente la cara, con tocarlo... Ese día fue asom-
broso: toda la gente gritaba y lloraba... Lo tuvieron que sa-
car desesperado al hombre pafuera... Entró p adentro, se
paró frente a él y Waldemar le pegó como quien castiga a un
animal, así, jno? y él tipo se agachó, y lo que el tipo se agachó
Waldemar le pegó un...

2. — Oh poderosa Santa Rita, abogada en los casos


desesperados, seguro del poder de tu protección yo
recurro a ti. Bendice mi firme esperanza de conse-
guir por tu intercesión la gracia que tanto necesito.
Pater, Ave, Gloria
(Triduo o Novena).

Faltan tres horas, todavía, para la partida del ómnibus


hacia Villa Qoqueiro. Si nos movemos con prisa podremos ob-
tener dos preciosos testimonios sobre Waldemar: el de su ma-
dre, y más importante aún, el del párroco de Livramento. Siem-
pre bajo lluvia, y mientras mi hermana no pierde oportunidad
de meterse en cuanto cuchitril con vidriera existe en la ciudad
con el pretexto de comprarse un pilot, marchamos hacia la casa
que está arriba de un local donde embotellan bebidas alcohó-

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licas, como nos describió un señor el presunto domicilio. Cuan-
do estamos cerca del sitio que coincidiría con esas señas, mi
hermana pata a una mujer, le pregunta sd por allí vive la se-
ñora buscada y la mujer, típica reacción de las mujeres, con-
testa con otra pregunta: ¿La señora que tira las cartas? Como
respuesta no sirve, y seguimos, hasta que el señor que embo-
tella las bebidas alcohólicas asegura que arriba vive la señora
de tal.
Subimos por una estrechísima escalera y damos con varias
puertas, todas iguales, todas cerradas, todas mudas. Golpea-
mos y sale medio rostro de mujer entre dos puertas. No. Acaba
de irse. Fue a coser a casa de una familia amiga. Pero pueden
volver después de las siete, a cualquier hora, porque ella se
acuesta muy tarde.
Paciencia. Volveremos. Pero ahora a buscar al párraco de
Livramento, porque ¿cuál es la posición de la iglesia frente al
caso? En el santuario, según nos han dicho, se venera a Santa
Rita, hay una imagen de la Virgen María, y esos son símbolos
católicos. Mientras el taxi avan/a hacia la iglesia Matriz, donde
debe estar el párroco, el taximetrista comprueba, en parte, ade-
más de la empleada del drugstore, que no lo conocía, lo que
decía FiJippini: que Waldemar no es profeta en su tierra.
—Lo que hace Waldemar es muy relativo. Es como tantos
otros: crían cierta fama por algo que hacen, y después pasan,
como han pasado otros... Ahora ya no se habla de él, ya se
habla poco... Va muy poca gente para allá, cada vez menos...
Pero todo es una cuestión de fe, nada más... Esta es la
Matriz...
Bajamos, pero ésta es una tarde de desencuentros. El pá-
rroco no está y volverá a dar misa a la seis de la tarde, hora
en que estaremos en lo de Waldemar. Después de mucho in-
sistir, la señorita encargada de la santería nos dice dónde está:
en la iglesia de Santa Terezinha, bastante afuera de la ciudad,
y allá vamos. Esta vez la cinta del grabador queda virgen, por-
que el taximetrista se niega a hablar de Waldemar: No me
interesa. No creo en esas cosas.
Hasta que se detiene en un templo demasiado ostentoso
para el barrio en que está enclavado: entramos, y allí nomás a
la izquierda, una puerta, un escritorio, una biblioteca y un

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hombre muy blanco, de ojos celestes, de aspecto germánico.
Es el párroco, finalmente, Aloysio J. Maldaner.
—No puedo hablar... No estoy muy enterado de lo de
Waldemar, y dar una opinión... en fin... Nunca me interesé
en él.
—Pero usted, como párroco de Santana, tendría que tener
una opinión, o por lo menos, ¿cuál es su actitud frente al
fenómeno?
—Bueno. Primeramente yo no puedo tener una opinión
formada de él porque ese caso es como muchos casos pareci-
dos, y habría que hacer cursos de parapsicología para poder
opinar. Si esas curas que dicen que él hace son ciertas, son
curas de fondo nervioso, como son normalmente. Yo no creo
que él esté haciendo curas por el lado biológico, no creo... Y
aunque usted me dice que cada vez se habla más de él, aquí
es todo lo contrario: cada vez se habla menos. Ni siquiera he
oído hablar de él en los últimos tiempos. Al principio, hará
unos dos años, todo el mundo aquí hablaba de él, pero después
tuvo problemas, lo tenían controlado por el lado del gobierno,
fue perseguido por la ilegalidad de ese trabajo, entonces huyó,
se retiró para Rivera, y está trabajando allá... Ultimamente
ni lo he oído nombrar. Cuando usted me pidió una opinión
sobre Waldemar pensé en otra persona, en otro Waldemar.
—Y la iglesia, ¿qué dice?
—Nosotros, con esas cosas, no nos metemos. Si él tiene un
don y hace el bien, que lo haga... Pero nosotros en la iglesia
no hablamos ni en contra ni a favor de él... Cada tanto apa-
recen estas personas, y al principio la gente corre y corre, se
hace ver, y casi siempre en los comienzos se sienten mejor por
la influencia psicológica, como hay casos de gente que va con
problemas nerviosos y se cura, se cura para siempre... Pero
eso pasa, porque así como aparecen, desaparecen, se borran...
Aquí ya nadie habla de él...
—Sin embargo, cada vez vienen más excursionistas...
—Hmmm... Aquí los diarios ya ni hablan de él, y noso-
tros no nos metemos, no nos preocupa.
—Pero tendría que preocuparles. Porque el caso de Wal-
demar involucra elementos filosóficos, éticos, humanos, reli-
giosos que tienen que ver con la iglesia.

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—No. Na. Porque él no implica a la religión- • •
—Pero el templo donde él atiende es coiflo un santuario
de Santa Rita...
—Bueno... Santa Rita es una santa... fo sé que él se
está aprovechando, y eso es para aumentar la fe> Vara aumen-
tar la confianza, y por eso coloca a los santos de por medio,
sobre todo entre los católicos, que son muy de votos de Santa
Rita. ¿Y quién puede probar que no sea justarflente la santa la
que esté ayudando a curar? Además, generalizóte, las perso-
nas que van allá son las que no tienen más r0cursos médicos,
casos desesperados. ..Y la iglesia no toma porción porque no
tiene certeza que eso sea malo, por honestidad científica no se
puede condenar. Por eso no estamos ni a favor m en contra.
Yo, personalmente, no iría, pero yo no puedo prohibir que la
gente vaya.
—Y si viene alguien y lo consulta a usted puede ir, ¿qué
le contesta?
—Hasta que no venga nadie y me cuente algo que está
contra la moral, yo le digo que puede ir. No le prohibo a nadie.
íín 1416 sü marido fue muerto. Rita perdonó gene-
rosamente y se esforzó por alejar de sus dos hijos
todo deseo de venganza hasta pecíír a Dios el sa-
crificio de la vida de ellos antes de verlos un día
homicidas. La heroica oración fue °ída. Quedando
Sola, Rita se consagró enteramente a Dios, que de
Un modo milagroso la colocó en el Convento de las
Agustinas de Cascia, donde pasó 4O años en el ejer-
cicio heroico de todas las virtudes.
(Vida de Santa Rita).

A las cinco de la tarde, ya todos están al pie del ómnibus.


Una briosa conversación revela el nerviosismo de los que de-
butan y el desasosiego de los que vuelven. En tre estos últimos,
M, Z,, la chica de( la que me habló Filippini, parece muy se-
rena, salvo cuando ve el grabador y estira la mano como para
tapar el micrófono. Finalmente, convencida de que no hay
nada de malo en lo que pueda decir, accede Í
—¿En qué siente la mejoría?

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de aún más cuando el chofer detiene el coche, los demás pasa-
jeros bajan y uno de ellos atina a decir: Me parece que aquél
que anda por allá es Waldemar•.. No sé qué mirar primero:
si aquel lejano personaje de camisa azul que sería Waldemar
o los grupos que se han ido formando sobre las rocas, sobre el
pasto, debajo de paraguas, toldos y sombrillas, adentro de au-
tos y camionetas, ¡y faltan horas todavía para que Waldemar
empiece a atender! Y siguen cayendo, de a poco al principio,
en grandes grupos después: espásticos, paralíticos, ancianas
que muestran sus brazos asediados por extrañas eczemas, una
mujer con la mitad de su cara perfecta y la otra mitad indes-
criptible en su horror, hombres, mujeres y niños que empiezan
a aglomerarse delante de la casa blanca protegida por un alam-
bre de gallinero, gente que saca comida de sus bolsos, que se
intercambia sufrimientos, hasta que llega la noche y todo se
transforma en una gran masa negra, menos el templo, apenas
acariciado por una lechosa luna de agua por fuera y por inquie-
tantes velas adentro, y yo que sigo esperando que aparezca
Waldemar, ahora que no hay ninguna claridad solar, para sa-
ber si el mensajero le dio mis recados, hasta que el mensajero
aparece y sentencia: Nada de entrevistas, y yo que insisto en
verlo aunque sea dos minutos, no para extraerle sus secretos
sino para saber cómo es el Waldemar de todos los días, y el
mensajero que va y viene, infinitas veces, siempre con la misma
cerrada negativa, la negativa absoluta.

El Jueves Santo de 1441, durante un éxtasis, Rita


fue milagrosamente herida en la frente por una es-
pina del Crucifijo delante del cual oraba.
El 22 de mayo de 1457, cargada de méritos. Dios
la llamó a Sí. Fue proclamada Beata en 1937 y
canonizada en mayo de 1900. Hoy día, es invocada
especialmente en los casos desesperados. Su cuerpo,
milagrosamente conservado, reposa en su Santuario
en Cascia, en Italia.
(Vida de Santa Rita).

De todas maneras, me quedaré. Aunque no lo vea a Wal-


demar, cosa a esta altura casi segura, lo que está pasando aquí

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afuera es sobrecogedor: de a uno, como una lista de asistencia
a clase, un señor llama a los que tienen fecha para esa noche,
y así, asistidos por hijos, padres o parientes, los enfermos van
entrando, tomando su sitio dentro del templo del que única-
mente veo sus paredes celestes, me parece, y de pronto, al lado
mío, en el medio de la oscuridad, está el hombre de la camisa
azul. Es él, claro que es él. Pero no parece ver nada, no mirar
a nadie. Mira hacia el templo como un actor que se parara en
la puerta del teatro donde va a actuar.
—Señor Waldemar: perdone la insistencia, pero si usted se
queja de los periodistas hagamos la prueba de borrar esa im-
presión . . .
—No... Usted debería saber que yo no quiero nada con
la prensa...
—Lo sé... Todo el mundo me lo ha dicho... Pero yo no
quiero que me cuente sus secretos...
—No podría contárselos yo... es él... es mi guía quien los
conoce... Yo no sé nada. ..Yo no puedo hablar nada...
—Por eso mismo: yo quiero saber cómo es usted todos los
días, cómo vive, cómo son sus chicos...
—Eso no tiene importancia...
—Tiene sí: usted es un ser humano como cualquier otro
durante el día...
—Eso no tiene importancia...
—Tiene sí: a la gente le gustaría saber cómo llegó a ser
lo que es, qué cosías ha...
—Yo no puedo hablar... Yo no sé nada... Es él el que
sabe... Y él no habla...
—Señor Waldemar: con cinco minutos me alcanzaría...
Espere... No se vaya... ¿Me da un cigarrillo? Me quedé sin
ninguno...
—Con cinco minutos usted no hace nada; ningún periodista
hace nada...
—Déme cinco minutos, nada más, ahora, antes de que en-
tre en el templo y se incorpore... Ya podríamos haber habla-
do algo en este tiempo...
—Imposible.

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II

. En el medio de la noche, una de esas noches preñadas de


azul —las noches que el pintor Juan Storm ha conseguido rein-
ventar sobre el plano en su terrible infinitud— empieza a caer
sobre la solitaria casita blanca una lechosa claridad lunar, y
bajo esa luz, despaciosa, angustiosamente, caminan las som-
bras, de un lado para otro, murmuran cosas entre sí, se prestan
linternas y se intercambian lamentos, siempre caminando, de
un lado para otro, mientras a lo lejos, después casi sobre la
casita blanca, destellan faros de automóviles, cada vez más a
medida que avanza la noche, y poco a poco la Corte de los
Milagros se instaura en esa recóndita Villa Qoqueiro que en
cualquier momento cambiará de nombre, y poco a poco, tra-
tando de no llevar a nadie por delante, de no pisar a nadie, de
no agregar otro sufriimento más a los que siempre esperan, me
arrimo hasta la puerta del templo.
No creo haber sentido nunca, como esa noche, la respi-
ración de la Esperanza tan cerca mío. ¿Cómo haré para entrar?
Hasta ahora, todos los que han pasado han sido nombrados
en la puerta, uno por uno, de acuerdo a una lista que el dicha-
rachero don Chico (suegro de Waldemar y cancerbero-juglar
del templo) ha ido leyendo con acotaciones que todo el mundo
festeja con silenciosas sonrisas. Pero en un momento don Chico
nombra a alguien una, dos, tres veces, un señor que no aparece,
y entonces me atrevo: Soy yo, le digo, y ya he traspasado la
raya blanca que han marcado delante de la puerta para que
nadie atrepelle, y ya he pasado el álambrdo, y estoy casi en
la puerta, y por suerte el señor nombrado no aparece, no apa-
reció nunca, y ya estoy adentro.
Es reconfortante ver caras otra vez, por más que esas ca-
ras estén fuertemente exageradas en sus rasgos por el potente
farol a mantilla que preside el templo, un cuadrilátero de unos
quince metros de largo por ocho de ancho, una simple estancia
con ventanas de hierro laterales y, allá al fondo, una abertura
en medio punto cortada por una cortina beíge que se mueve
continuamente. Delante, una mujer con pañuelo celeste en la
cabeza escucha atentamente lo que ocurre atrás de la cortina:
es la intérprete de la que todos me han hablado, la que traduce

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él idioma, (para muchos, el nagó) con qué Waldemar se co-
munica cuando está incorporado. Y así, uno a uno, van pasan-
do todos, hasta que presiento que en cualquier momento tendré
que pasar yo, como deberán pasar todos los que han sido lla-
mados por la lista, y atravesar la cortina beige, esa cortina que
no deja de moverse, y entonces sí, recién ahí, saber qué es lo
que ocurre en esa trastienda rigurosamente vigilada.

Cuando la cortina se abre está él. Una túnica sencilla, des-


calzo, la pierna derecha le tiembla ininterrumpidamente, los
ojos perdidos, y las manos, esas manos por las que tanto cla-
man ios desahuciados de la vida, que empiezan a palpar, jun-
tas, desde la frente hacia abajo, primero las cejas, después los
párpados que me resisto a bajar, después los pómulos, bordean
los labios, llegan al mentón, se pierden en el cuello, presionan-
do irregularmente, según el lugar, bajando bajando bajando, y
yo que tiemblo porque me pueda descubrir alguna dolencia que
creo no tener, y las manos que presionan ahora un poco más
fuerte, un poco más, hasta que se detienen a la altura del hí-
gado y el hombre que dice algo que la intérprete traduce
como desórdenes o inconvenientes de menor grado, y yo que no
veo la hora de salir de allí hasta que la cortina se abre y apare-
cen otra vez los rostros expresionistas del farol a mantilla,
todos sentados, hieráticos, y pasa otro... Tal como me habían
dicho, cinco minutos bastan. Pienso que debo haber estado me-
nos tiempo, de todas maneras. Me quedo un rato más adentro
del templo pero necesito aire: la noche se ha vuelto más pesada,
flota un aire caliente, y la luna ha sido devorada por go-
mosas nubes.

Cuando salgo, mi hermana está pegada al alambrado, con


cara de desconcierto y de fingida tranquilidad, según la ilumi-
na el mínimo reflejo del farol de adentro. Sin abandonar la
linterna, me alcanza un sandwich y no pregunta nada: hace
siete horas que estamos allí, y convinimos en que es mejor
esperar un par de horas más: entre las cosas que me permitió

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" -4ÍSU penmr en llegar hasta üllá. Lo rrténos hay que espe-
rar hasta mañana, a ver si seca un poco.
Y así, taxi por taxi, hasta que el valiente chofer de un Ford
V-8 accede: Bueno. Por lo menos vamos a probar. Si pasamos
pasamos... Sinó volvemos para atrás. Hasta que llegamos al
famoso charco, y otra vez la lucha titánica entre los neumáticos
y el barro, aquéllo está peor que el día anterior, porque ade-
más del barro hay lagunas y pequeños pantanos. Querer es
poder: el taximetrista está tan entusiasmado con la idea de ver
a Waldemar durante un reportaje que, a las cansadas, y des-
pués de un virtuoso manejo de acelerador, traspasa el fangal.
Nadie podría imaginarse, al llegar hasta las puertas de lo de
Waldemar, en esa mañana, el espectáculo que se vivió allí la
noche anterior, el que se vivirá esta misma noche y las noches
por venir. Sobre el pasto mojado picotean unas gallinas, el canto
ininterrumpido de los canarios aporta una música muy domés-
tica, tan doméstica como los dos chicos que salen a los gritos
dé la casa cuando ven que un auto se acerca.
—¿Está tu papá?
Los chicos no dicen nada, el más grande se mete en la
casa y aparece, un rato después, con Waldemar.
—Buen día... Aquí estoy, como quedamos ayer...
El hombre saluda tímidamente, no dice nada más, y mira
hacia el piso, en actitud totalmente abstraída. Al rato, sin mo-
verse de donde está parado, del otro lado del alambrado, pa-
rece haber tomado una resolución.
—A ver sus documentos...
Le paso el carnet de periodista y parece no conformarlo.
Le paso entonces la cédula, la mira detenidamente, me mira,
y tampoco parece conformarlo. No sé qué otra cosa mostrarle,
hasta que le estiro una tarjeta de visita con nombre, dirección
y teléfono, la estudia más que a los documentos anteriores y
se mete en la casa. ¿Qué pasa?
A los cinco minutos aparece y susurra: Bueno... Trae una
llave, la del candado, y antes de abrir advierte:
—Pase. Pero le quiero decir dos cosas: quiero que vea mi
diploma, y antes de empezar a hablar yo le voy a hacer un
interrogatorio a usted. . .

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Desde el taxi, mi hermana se come las uñas. Hasta que
el hombre me abre, me hace pasar y vuelve a cerrar. Allí no-
más, a dos pasos de esa puerta de barrotes de hierro, se queda
parado, y no me permite ir más allá.
—Yo le agradezco mucho que me conceda esta entrevista,
porque de todo lo que he averiguado hay muchas cosas con-
fusas, hay muchas contradicciones, y solamente usted las puede
aclarar. Además me han dicho que usted ha sufrido ataques,
ataques ¿de quién? ¿Quién lo ha atacado?
—Algunos médicos me atacan por ese poder que yo ten-
go... Un poder que... que. •.
—.. .que está más allá de la ciencia.
—Justamente eso. Lo que no pueden explicar científica-
mente. Yo tengo, por ejemplo, fotografías que yo no voy a re-
velar ahora, sino que voy a revelar cuando él me dé autoriza-
ción, y ese día va a llegar ... Y se van a ver esas intervencio-
nes invisibles delante del público, delante de los que no creen...
Un día va a llegar... Cuando yo esté autorizado por la enti-
dad. .. ahora no puedo... Ahora todo está dirigido por la
entidad.
—Es por eso que usted hace todas las intervenciones secre-
tamente, individualmente...
—Lógico...
—Pero hay personas que no se manejan por sí mismas,
paralíticos, por ejemplo, a quienes usted permite hacerse acom-
pañar pcir alguien aún durante la intervención...
—................................. eh.,, por ejemplo,
cuando entro al templo ahí ya no soy yo... ahí ya es la enti-
dad, ya estoy tomado por esa fuerza... esa fuerza que me do-
mina, ¿comprende? Hay muchos médicos, por ejemplo, que
dicen que yo estudié parapsicología... ¡Yo jamás estudié esol
Yo recibí eso divinamente... para mí es de Dios... Para los
parapsicólogos es una fuerza magnética del espacio y dicen que
son médicos invisibles de otros planetas que actúan.
—Eso. Eso es lo que quería que me dijera. ¿Eso és lo que
explican los parapsicólogos? *
—Sí. Lógico. Pero ése es otro problema... Ellos creen en
eso... yo creo en otra... yo creo en Dios, ellos creen en esa
parte, eso es lo que Usted tiene qué decir ... Ahora, por ejem-

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