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licas, como nos describió un señor el presunto domicilio. Cuan-
do estamos cerca del sitio que coincidiría con esas señas, mi
hermana pata a una mujer, le pregunta sd por allí vive la se-
ñora buscada y la mujer, típica reacción de las mujeres, con-
testa con otra pregunta: ¿La señora que tira las cartas? Como
respuesta no sirve, y seguimos, hasta que el señor que embo-
tella las bebidas alcohólicas asegura que arriba vive la señora
de tal.
Subimos por una estrechísima escalera y damos con varias
puertas, todas iguales, todas cerradas, todas mudas. Golpea-
mos y sale medio rostro de mujer entre dos puertas. No. Acaba
de irse. Fue a coser a casa de una familia amiga. Pero pueden
volver después de las siete, a cualquier hora, porque ella se
acuesta muy tarde.
Paciencia. Volveremos. Pero ahora a buscar al párraco de
Livramento, porque ¿cuál es la posición de la iglesia frente al
caso? En el santuario, según nos han dicho, se venera a Santa
Rita, hay una imagen de la Virgen María, y esos son símbolos
católicos. Mientras el taxi avan/a hacia la iglesia Matriz, donde
debe estar el párroco, el taximetrista comprueba, en parte, ade-
más de la empleada del drugstore, que no lo conocía, lo que
decía FiJippini: que Waldemar no es profeta en su tierra.
—Lo que hace Waldemar es muy relativo. Es como tantos
otros: crían cierta fama por algo que hacen, y después pasan,
como han pasado otros... Ahora ya no se habla de él, ya se
habla poco... Va muy poca gente para allá, cada vez menos...
Pero todo es una cuestión de fe, nada más... Esta es la
Matriz...
Bajamos, pero ésta es una tarde de desencuentros. El pá-
rroco no está y volverá a dar misa a la seis de la tarde, hora
en que estaremos en lo de Waldemar. Después de mucho in-
sistir, la señorita encargada de la santería nos dice dónde está:
en la iglesia de Santa Terezinha, bastante afuera de la ciudad,
y allá vamos. Esta vez la cinta del grabador queda virgen, por-
que el taximetrista se niega a hablar de Waldemar: No me
interesa. No creo en esas cosas.
Hasta que se detiene en un templo demasiado ostentoso
para el barrio en que está enclavado: entramos, y allí nomás a
la izquierda, una puerta, un escritorio, una biblioteca y un
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hombre muy blanco, de ojos celestes, de aspecto germánico.
Es el párroco, finalmente, Aloysio J. Maldaner.
—No puedo hablar... No estoy muy enterado de lo de
Waldemar, y dar una opinión... en fin... Nunca me interesé
en él.
—Pero usted, como párroco de Santana, tendría que tener
una opinión, o por lo menos, ¿cuál es su actitud frente al
fenómeno?
—Bueno. Primeramente yo no puedo tener una opinión
formada de él porque ese caso es como muchos casos pareci-
dos, y habría que hacer cursos de parapsicología para poder
opinar. Si esas curas que dicen que él hace son ciertas, son
curas de fondo nervioso, como son normalmente. Yo no creo
que él esté haciendo curas por el lado biológico, no creo... Y
aunque usted me dice que cada vez se habla más de él, aquí
es todo lo contrario: cada vez se habla menos. Ni siquiera he
oído hablar de él en los últimos tiempos. Al principio, hará
unos dos años, todo el mundo aquí hablaba de él, pero después
tuvo problemas, lo tenían controlado por el lado del gobierno,
fue perseguido por la ilegalidad de ese trabajo, entonces huyó,
se retiró para Rivera, y está trabajando allá... Ultimamente
ni lo he oído nombrar. Cuando usted me pidió una opinión
sobre Waldemar pensé en otra persona, en otro Waldemar.
—Y la iglesia, ¿qué dice?
—Nosotros, con esas cosas, no nos metemos. Si él tiene un
don y hace el bien, que lo haga... Pero nosotros en la iglesia
no hablamos ni en contra ni a favor de él... Cada tanto apa-
recen estas personas, y al principio la gente corre y corre, se
hace ver, y casi siempre en los comienzos se sienten mejor por
la influencia psicológica, como hay casos de gente que va con
problemas nerviosos y se cura, se cura para siempre... Pero
eso pasa, porque así como aparecen, desaparecen, se borran...
Aquí ya nadie habla de él...
—Sin embargo, cada vez vienen más excursionistas...
—Hmmm... Aquí los diarios ya ni hablan de él, y noso-
tros no nos metemos, no nos preocupa.
—Pero tendría que preocuparles. Porque el caso de Wal-
demar involucra elementos filosóficos, éticos, humanos, reli-
giosos que tienen que ver con la iglesia.
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—No. Na. Porque él no implica a la religión- • •
—Pero el templo donde él atiende es coiflo un santuario
de Santa Rita...
—Bueno... Santa Rita es una santa... fo sé que él se
está aprovechando, y eso es para aumentar la fe> Vara aumen-
tar la confianza, y por eso coloca a los santos de por medio,
sobre todo entre los católicos, que son muy de votos de Santa
Rita. ¿Y quién puede probar que no sea justarflente la santa la
que esté ayudando a curar? Además, generalizóte, las perso-
nas que van allá son las que no tienen más r0cursos médicos,
casos desesperados. ..Y la iglesia no toma porción porque no
tiene certeza que eso sea malo, por honestidad científica no se
puede condenar. Por eso no estamos ni a favor m en contra.
Yo, personalmente, no iría, pero yo no puedo prohibir que la
gente vaya.
—Y si viene alguien y lo consulta a usted puede ir, ¿qué
le contesta?
—Hasta que no venga nadie y me cuente algo que está
contra la moral, yo le digo que puede ir. No le prohibo a nadie.
íín 1416 sü marido fue muerto. Rita perdonó gene-
rosamente y se esforzó por alejar de sus dos hijos
todo deseo de venganza hasta pecíír a Dios el sa-
crificio de la vida de ellos antes de verlos un día
homicidas. La heroica oración fue °ída. Quedando
Sola, Rita se consagró enteramente a Dios, que de
Un modo milagroso la colocó en el Convento de las
Agustinas de Cascia, donde pasó 4O años en el ejer-
cicio heroico de todas las virtudes.
(Vida de Santa Rita).
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de aún más cuando el chofer detiene el coche, los demás pasa-
jeros bajan y uno de ellos atina a decir: Me parece que aquél
que anda por allá es Waldemar•.. No sé qué mirar primero:
si aquel lejano personaje de camisa azul que sería Waldemar
o los grupos que se han ido formando sobre las rocas, sobre el
pasto, debajo de paraguas, toldos y sombrillas, adentro de au-
tos y camionetas, ¡y faltan horas todavía para que Waldemar
empiece a atender! Y siguen cayendo, de a poco al principio,
en grandes grupos después: espásticos, paralíticos, ancianas
que muestran sus brazos asediados por extrañas eczemas, una
mujer con la mitad de su cara perfecta y la otra mitad indes-
criptible en su horror, hombres, mujeres y niños que empiezan
a aglomerarse delante de la casa blanca protegida por un alam-
bre de gallinero, gente que saca comida de sus bolsos, que se
intercambia sufrimientos, hasta que llega la noche y todo se
transforma en una gran masa negra, menos el templo, apenas
acariciado por una lechosa luna de agua por fuera y por inquie-
tantes velas adentro, y yo que sigo esperando que aparezca
Waldemar, ahora que no hay ninguna claridad solar, para sa-
ber si el mensajero le dio mis recados, hasta que el mensajero
aparece y sentencia: Nada de entrevistas, y yo que insisto en
verlo aunque sea dos minutos, no para extraerle sus secretos
sino para saber cómo es el Waldemar de todos los días, y el
mensajero que va y viene, infinitas veces, siempre con la misma
cerrada negativa, la negativa absoluta.
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afuera es sobrecogedor: de a uno, como una lista de asistencia
a clase, un señor llama a los que tienen fecha para esa noche,
y así, asistidos por hijos, padres o parientes, los enfermos van
entrando, tomando su sitio dentro del templo del que única-
mente veo sus paredes celestes, me parece, y de pronto, al lado
mío, en el medio de la oscuridad, está el hombre de la camisa
azul. Es él, claro que es él. Pero no parece ver nada, no mirar
a nadie. Mira hacia el templo como un actor que se parara en
la puerta del teatro donde va a actuar.
—Señor Waldemar: perdone la insistencia, pero si usted se
queja de los periodistas hagamos la prueba de borrar esa im-
presión . . .
—No... Usted debería saber que yo no quiero nada con
la prensa...
—Lo sé... Todo el mundo me lo ha dicho... Pero yo no
quiero que me cuente sus secretos...
—No podría contárselos yo... es él... es mi guía quien los
conoce... Yo no sé nada. ..Yo no puedo hablar nada...
—Por eso mismo: yo quiero saber cómo es usted todos los
días, cómo vive, cómo son sus chicos...
—Eso no tiene importancia...
—Tiene sí: usted es un ser humano como cualquier otro
durante el día...
—Eso no tiene importancia...
—Tiene sí: a la gente le gustaría saber cómo llegó a ser
lo que es, qué cosías ha...
—Yo no puedo hablar... Yo no sé nada... Es él el que
sabe... Y él no habla...
—Señor Waldemar: con cinco minutos me alcanzaría...
Espere... No se vaya... ¿Me da un cigarrillo? Me quedé sin
ninguno...
—Con cinco minutos usted no hace nada; ningún periodista
hace nada...
—Déme cinco minutos, nada más, ahora, antes de que en-
tre en el templo y se incorpore... Ya podríamos haber habla-
do algo en este tiempo...
—Imposible.
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II
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él idioma, (para muchos, el nagó) con qué Waldemar se co-
munica cuando está incorporado. Y así, uno a uno, van pasan-
do todos, hasta que presiento que en cualquier momento tendré
que pasar yo, como deberán pasar todos los que han sido lla-
mados por la lista, y atravesar la cortina beige, esa cortina que
no deja de moverse, y entonces sí, recién ahí, saber qué es lo
que ocurre en esa trastienda rigurosamente vigilada.
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" -4ÍSU penmr en llegar hasta üllá. Lo rrténos hay que espe-
rar hasta mañana, a ver si seca un poco.
Y así, taxi por taxi, hasta que el valiente chofer de un Ford
V-8 accede: Bueno. Por lo menos vamos a probar. Si pasamos
pasamos... Sinó volvemos para atrás. Hasta que llegamos al
famoso charco, y otra vez la lucha titánica entre los neumáticos
y el barro, aquéllo está peor que el día anterior, porque ade-
más del barro hay lagunas y pequeños pantanos. Querer es
poder: el taximetrista está tan entusiasmado con la idea de ver
a Waldemar durante un reportaje que, a las cansadas, y des-
pués de un virtuoso manejo de acelerador, traspasa el fangal.
Nadie podría imaginarse, al llegar hasta las puertas de lo de
Waldemar, en esa mañana, el espectáculo que se vivió allí la
noche anterior, el que se vivirá esta misma noche y las noches
por venir. Sobre el pasto mojado picotean unas gallinas, el canto
ininterrumpido de los canarios aporta una música muy domés-
tica, tan doméstica como los dos chicos que salen a los gritos
dé la casa cuando ven que un auto se acerca.
—¿Está tu papá?
Los chicos no dicen nada, el más grande se mete en la
casa y aparece, un rato después, con Waldemar.
—Buen día... Aquí estoy, como quedamos ayer...
El hombre saluda tímidamente, no dice nada más, y mira
hacia el piso, en actitud totalmente abstraída. Al rato, sin mo-
verse de donde está parado, del otro lado del alambrado, pa-
rece haber tomado una resolución.
—A ver sus documentos...
Le paso el carnet de periodista y parece no conformarlo.
Le paso entonces la cédula, la mira detenidamente, me mira,
y tampoco parece conformarlo. No sé qué otra cosa mostrarle,
hasta que le estiro una tarjeta de visita con nombre, dirección
y teléfono, la estudia más que a los documentos anteriores y
se mete en la casa. ¿Qué pasa?
A los cinco minutos aparece y susurra: Bueno... Trae una
llave, la del candado, y antes de abrir advierte:
—Pase. Pero le quiero decir dos cosas: quiero que vea mi
diploma, y antes de empezar a hablar yo le voy a hacer un
interrogatorio a usted. . .
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Desde el taxi, mi hermana se come las uñas. Hasta que
el hombre me abre, me hace pasar y vuelve a cerrar. Allí no-
más, a dos pasos de esa puerta de barrotes de hierro, se queda
parado, y no me permite ir más allá.
—Yo le agradezco mucho que me conceda esta entrevista,
porque de todo lo que he averiguado hay muchas cosas con-
fusas, hay muchas contradicciones, y solamente usted las puede
aclarar. Además me han dicho que usted ha sufrido ataques,
ataques ¿de quién? ¿Quién lo ha atacado?
—Algunos médicos me atacan por ese poder que yo ten-
go... Un poder que... que. •.
—.. .que está más allá de la ciencia.
—Justamente eso. Lo que no pueden explicar científica-
mente. Yo tengo, por ejemplo, fotografías que yo no voy a re-
velar ahora, sino que voy a revelar cuando él me dé autoriza-
ción, y ese día va a llegar ... Y se van a ver esas intervencio-
nes invisibles delante del público, delante de los que no creen...
Un día va a llegar... Cuando yo esté autorizado por la enti-
dad. .. ahora no puedo... Ahora todo está dirigido por la
entidad.
—Es por eso que usted hace todas las intervenciones secre-
tamente, individualmente...
—Lógico...
—Pero hay personas que no se manejan por sí mismas,
paralíticos, por ejemplo, a quienes usted permite hacerse acom-
pañar pcir alguien aún durante la intervención...
—................................. eh.,, por ejemplo,
cuando entro al templo ahí ya no soy yo... ahí ya es la enti-
dad, ya estoy tomado por esa fuerza... esa fuerza que me do-
mina, ¿comprende? Hay muchos médicos, por ejemplo, que
dicen que yo estudié parapsicología... ¡Yo jamás estudié esol
Yo recibí eso divinamente... para mí es de Dios... Para los
parapsicólogos es una fuerza magnética del espacio y dicen que
son médicos invisibles de otros planetas que actúan.
—Eso. Eso es lo que quería que me dijera. ¿Eso és lo que
explican los parapsicólogos? *
—Sí. Lógico. Pero ése es otro problema... Ellos creen en
eso... yo creo en otra... yo creo en Dios, ellos creen en esa
parte, eso es lo que Usted tiene qué decir ... Ahora, por ejem-
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