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¿Qué es infancia si no es la infancia?

INTRODUCCIÓN

El texto que se presenta a continuación ha surgido a partir de una intención por


comprender la forma en que se ha construido históricamente la infancia. Es el resultado
final de varios intentos por establecer las condiciones históricas que permitan pensar un
estatuto de la infancia. Sin embargo, en la medida en que se ahondó en esta perspectiva,
ella misma fue mostrando que existen dificultades relativas a la cuestión misma que se
busca saber, que no pueden resolverse apelando a elementos historiográficos. Así, se
recurrió a los estudios de Ariès, DeMause, Buckingham y otros autores que si bien
permiten comprender que la infancia es un constructo social, que es cambiante, en suma
que constituye una invención, que supone al mismo tiempo la refiguración de todo el
contexto social, también disgregan el concepto en función de los significados
particulares que ha adoptado epocalmente. Por ejemplo, Ariès, al hacer referencia a la
infancia, pone en relación elementos heterogéneos como el niño, el abuelo, lo que no
habla, que si bien pueden tener conexiones entre sí, no permiten captar el nodo de lo que
puede significar pensar la infancia en el presente.
La pura historia muestra toda una serie de condiciones y elementos que permiten
comprender el surgimiento de la infancia como un concepto que enlaza toda una
diversidad de instituciones, prácticas sociales, sujetos y formas de gubernamentalidad.
Al mismo tiempo, la historia misma muestra que la infancia simplemente se ha tornado
una categoría caduca para comprender el lugar del niño en las actuales sociedades. Pero,
con ello se desestima la posibilidad de que el término infancia contenga aún algún
carácter vinculante, tal vez no en relación directa con el niño, sino en relación con el
sustrato mismo desde el que se constituye lo humano.
Por esta razón la monografía trata de ubicar, en el primer capítulo esos elementos
históricos, planteando el paso de una interpretación del niño configurada alrededor de la
infancia, hacia una interpretación del niño configurada alrededor de su representación
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como sujeto de derechos. Si bien el recorrido histórico que se realiza es importante, lo


esencial del capítulo es que plantea que también el contexto social en el que se
desenvuelve la representación del niño como sujeto de derechos plantea problemáticas
que tienen que ver con la conexión implícita que puede existir entre esta forma de
comprensión y un capitalismo de escala global.
Frente a esta conexión, el primer capítulo concluye planteando que una pregunta
por la infancia que podría ser clave para interrogar la interpretación del niño como sujeto
de derechos. Sin embargo, la cuestión aquí no es traer una representación del niño del
pasado para cuestionar desde ella una representación actual, sino de plantear que la
destitución histórica de la infancia no necesariamente implica la desactualización
completa de la categoría, y por tanto, encontrar en lo actual de la infancia, un elemento
de interrogación del sustrato de la representación del niño como sujeto de derechos: el
sujeto como pivote del orden y la experiencia social.
El segundo capítulo aborda la pregunta misma, buscando desentrañar su lógica,
teniendo en perspectiva el cruce que pueda existir entre la estructura de la pregunta, en
tanto representa la interrogación del sujeto que la escribe, y el hecho mismo de que la
pregunta necesariamente se realiza desde el lugar histórico y social que se busca
problematizar. De esta forma el capítulo toma elementos venidos del psicoanálisis para
establecer que la pregunta requiere de un proceso de elaboración, consistente en destituir
y reconstituir en dos movimiento la pregunta, buscando escuchar el trasfondo de lo que
ella trae, asumiendo, como lo plantea Lacan, que “lo colectivo no es más que el sujeto de
lo individual”. En este sentido no se trata de conducir la pregunta arbitrariamente, sino,
con los elementos del psicoanálisis, llevarla hasta sus propios límites, que son los
mismos límites de quien la enuncia. Este trabajo sobre la pregunta se constituye así en
un proceso de “andar a tientas”, de aprender a ver y reconocer en lo dado, lo que no se
ofrece a primera vista. Por ello el capítulo avanza, más que proponiendo conceptos,
preparando la mirada para captar un rasgo fundamental de la infancia. El capítulo
concluye planteando, a partir de los giros efectuados sobre la pregunta, que si
históricamente la infancia ha sido entendida como una metáfora del niño, también puede
ser esencial pensar que el niño es una metáfora de la infancia.
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El tercer capítulo parte precisamente de esa afirmación, y trata de fundamentarla


mostrando que la metáfora contiene otras posibilidades de designación distintas a la
representación. El pensamiento de la metáfora no implica entonces pensar en que la
infancia tenga que ser definida por un objeto propio, sino que más que una definición, la
infancia constituye una donación realizada por el lenguaje que no puede ser
comprendida más que de manera oblicua. A partir de ello, el capítulo realiza una
interpretación de la infancia poniéndola en relación con el niño y la subjetividad, para
mostrar, en su recorrido, que la infancia es núcleo constitutivo de la subjetividad.
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LA INFANCIA COMO PREGUNTA

Se puede decir que nuestra temporalidad histórica es la de una época que toma
consistencia desde la aspiración a una experiencia radical de la subjetividad. En esta
temporalidad se pueden reconocer dos lugares desde los cuales se plantea la cuestión del
estatuto de la infancia: el primero de ellos es constitutivo de la modernidad y consiste en
proponerla como punto de ruptura entre el orden tradicional y el orden por configurar; el
segundo, aparece en la reinscripción de la figura del niño en la idea de sujeto de
derechos, en el marco de lo que algunos autores denominan como modernidad tardía o
posmodernidad.
En este contexto, es posible preguntar si la comprensión de la infancia se
determina solamente por la función histórica que cumple cada uno de esos dos lugares o,
si por el contrario, esa comprensión tendría que remitirse a la idea de una experiencia
radical de la subjetividad más allá de las formas históricas que ésta adopte. Esto no
quiere decir que se asuma una perspectiva en la que busque comprender la infancia
ahistóricamente, sino más bien comprenderla en una perspectiva diferente de lo que
significa la historicidad, si se lee que la historicidad no se encuentra tanto en el carácter
positivo de lo que se asume como hecho histórico dado, sino en aquel rasgo que da su
sentido a los hechos históricos pero que permanece excluido de ellos. Como lo afirma
Žižek:
Aprehender una situación histórica “en su devenir” (como diría Kierkegaard) no es
percibirla como un conjunto positivo de rasgos (“el modo como son realmente las
cosas”) sino discernir en ella los vestigios de los intentos frustrados de
emancipación. (Desde luego, aludo a la concepción de Walter Benjamin de la
mirada revolucionaria que percibe el acto revolucionario real como la repetición
redentora de pasados intentos emancipatorios frustrados). Sin embargo, en este
caso, la “preponderancia de lo objetivo”, de lo que en Cosa elude nuestra
captación, ya no es el excedente de su contenido positivo por sobre nuestras
capacidades cognitivas sino, por el contrario, su falta, es decir, las huellas de los
fracasos, las ausencias inscriptas en su existencia positiva. Aprehender la
Revolución de Octubre “en su devenir” significa discernir el tremendo potencial
emancipatorio que fue simultáneamente suscitado y aplastado por su actualidad
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histórica. En consecuencia, este exceso/falta no es la parte de lo objetivo que


desborda las capacidades cognitivas del Sujeto, sino que consiste en las huellas del
propio Sujeto (sus esperanzas y deseos aplastados) en el objeto, de modo que lo
realmente “insoportable” en el objeto es la contrafaz o el correlato del núcleo más
íntimo del propio deseo del Sujeto (2005: 101).

En consecuencia con lo anterior, comprender la infancia históricamente implicaría


pensar al mismo tiempo, que la idea de un despliegue pleno de la subjetividad contiene
en su propio núcleo la imposibilidad de su realización; y que en ese sentido, esa
imposibilidad señalaría el punto en el cual la infancia no se cierra completamente en el
significado que se le atribuye historiográficamente. En otras palabras, se señala que la
comprensión de la infancia debe apuntar hacia esas huellas o vestigios que han quedado
velados en el intento (frustrado) de inscribir la infancia en el horizonte de una
subjetividad completamente elaborada.
Para encaminarnos a esa posibilidad histórica, se parte del primero de los dos
puntos históricos señalados, aquel en el que el niño aparece como un rasgo positivo de la
infancia, es decir, en el que la infancia y el niño son lo mismo, pasando luego al segundo
punto, en el cual infancia y niñez no son términos equivalentes, por la entrada en
vigencia de la idea del niño como sujeto de derechos. A partir del desarrollo de estos dos
puntos al final del capítulo se planteará una pregunta dirigida a posibilitar un
movimiento hacia la interpretación de la infancia más allá de su historiografía.

1.1. El niño como infancia

La modernidad puede definirse por la entrada en escena del hombre como sujeto
de la voluntad. Toda la capacidad configuradora de mundo de la tradición se basó en la
separación presupuesta entre el hombre y la voluntad. Frente a ello, la modernidad
plantea la producción de un nuevo espacio social a partir de la conjunción entre hombre
y voluntad bajo la idea de sujeto:
(…) una pretensión del hombre a un fundamento de la verdad encontrado y
asegurado por el mismo, de la cual surge la “liberación” en la que el hombre se
desprende del primordial carácter vinculante que tenía la verdad revelada bíblico-
cristiana y la doctrina de la Iglesia. (…) Ser libre quiere decir ahora que, en lugar
de la certeza de salvación que era criterio de medida para toda verdad, el hombre
pone una certeza en virtud de la cual alcanza certeza de sí como de aquel ente que
de ese modo se coloca a sí mismo como su propia base (Heidegger, 2000:120).
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Como tiempo histórico, la modernidad cobra sentido no a partir de las metas que
traza y puede o no realizar, sino a partir de la consciencia que estructura de sí en cuanto
movimiento que viene de un pasado que se debe superar hacia un futuro, que no
establece, una continuidad con ese pasado, sino que se convierte en producto de una
voluntad no divina. La modernidad es reconocida como el tiempo histórico en el cual la
voluntad del hombre aparece como la instancia que determina una experiencia de mundo
a partir del ordenamiento de dicha voluntad, para que en adelante permanezca a manera
de constante histórica que evidencia la fidelidad del hombre a su propio fundamento. En
palabras de Heidegger:
Dentro de la historia de la época moderna y como historia de la humanidad
moderna, el hombre intenta desde sí, en todas partes y en toda ocasión, ponerse a sí
mismo en posición dominante como centro y como medida, es decir, intenta llevar
a cabo su aseguramiento (2000: 122).

Se puede decir que la señal esencial de la modernidad, se encuentra en la tendencia


al aseguramiento constante de las condiciones que le permiten avanzar hacia el futuro
proyectado, un movimiento que permite elaborar como presente el ordenamiento de
todas las fuerzas sociales para crear, no el futuro, sino la base firme para ese futuro;
conformando una estructura que se ordena en función de producir de manera
completamente acabada, las condiciones iniciales que le permitan asegurar su propia
productividad.
De acuerdo con lo anterior, el futuro al cual tiende la modernidad, no es sino el
desarrollo infinito de un momento inicial que no lleva por sí mismo a ese futuro que se
busca alcanzar, aunque lo requiera como horizonte (Lyotard, 1989). Por ello, ese
momento inicial contiene una doble operación: se constituye como ruptura radical frente
al orden social que busca superar; e introduce las estructuras institucionales a través de
las cuales hace visible e indudable, que el propio presente hace parte ya de ese futuro
que se espera alcanzar a través de: la democracia, el estado, la escuela, el mercado, la
ciencia, la cárcel, el asilo, la sociedad civil, la familia, las instituciones de protección, el
hospital, entre otras.
Teniendo en el horizonte el despliegue de la subjetividad en la forma de una
voluntad que se asegura constantemente a sí misma, la modernidad supone un sujeto que
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sólo puede producirse como tal en la inscripción de lo individual en lo colectivo,


generalizando el principio que constituye la contradicción inherente a las sociedades
modernas: ni lo individual se colectiviza completamente, ni lo colectivo es el resultado
de una suma de todas las individualidades. Martuccelli lo señala a través de lo que
denomina como “molde del Sujeto”:

Durante mucho tiempo, de manera indisociablemente práctica e intelectual, las


sociedades estuvieron bajo el dominio de un modelo ideal colectivo del Sujeto. Al
lado de un continuo de “ideas colectivas” o de “valores”, comúnmente compartidos,
y sobre los cuales se suponía que descansaba en la integración social, existían
también modelos sucesivos e históricos del Sujeto que participaban en el
mantenimiento de la unidad de las sociedades. (…) Sin embargo, este ideal actúa en
la realidad como una pirámide; todos deben asemejársele pero cada uno lo hará de
manera limitada (395: 2007).

De esta manera, la institucionalidad sólo se hace posible si se busca hacer confluir


en un mismo lugar, lo colectivo con lo individual. Perspectiva desde la cual el sujeto es,
hasta cierto punto, un producto del encuentro entre lo institucional que representa el
orden colectivo, con lo individual que representa el carácter singular de la libertad. Por
lo tanto, el sujeto ni se encuentra plenamente constituido antes de lo institucional, ni
tampoco las instituciones lo toman como algo que se encuentra completamente ausente
del individuo, sino que oscila permanentemente entre ser centro ausente en el individuo
y operar al mismo tiempo como el estatuto que orienta el proceso de su formación.
Esta oscilación lleva a que las instituciones ajusten los procesos de formación del
sujeto a partir de una relación en simultáneo, una que se estructura cuando el sujeto,
como centro que se encuentra ausente en la presencia inmediata del individuo, permite
determinar esa inmediatez de lo individual para operar sobre ella; y otra que se
encuentra para traducir el estatuto de sujeto en un proceso constante de adquisición que
se sitúa en el lugar vacío que se abre cuando se opera sobre lo individual inmediato. De
ahí, que el sujeto no pueda ser concebido como una entidad subsistente, sino como el
punto de anclaje a partir del cual las prácticas institucionales pueden llevar a cabo una
serie de operaciones sobre lo individual no socializado, como afirma Dubet “Foucault lo
percibió claramente al considerar que la promoción del sujeto es el camino a la sujeción”
(2006:43).
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Lo individual no socializado constituye el objeto de las instituciones. En ellas se


observa que el loco se convierte en objeto de la clínica psiquiátrica; el enfermo, del
hospital; el delincuente, de la cárcel; el niño abandonado, de las instituciones de
protección, todas atravesadas por la figura prominente del Estado. Se crea así, “un
espacio administrativo y político que se articula en espacio terapéutico, que tiende a
individualizar los cuerpos, las enfermedades, los síntomas, las vidas y las muertes; y
constituye un cuadro real de singularidades yuxtapuestas y cuidadosamente distintas”
(Foucault, 1990:148).
Las instituciones establecen así un lazo o una mediación entre eso individual no
socializado y la figura del Estado, que encarna la unidad política de lo colectivo.
Convirtiendo una serie de casos particulares en déficits de una normalidad universal,
hacia la cual deben orientarse, los casos particulares se colectivizan y aparece la
“población” como elemento que determina el manejo político del conjunto de los casos
(Foucault, 2006; Popkewitz, 1998). Al mismo tiempo, se configura una identidad
colectiva para eso individual no socializado, posibilitando una operación de orden
pedagógico sobre los casos particulares, que regula continuamente el universo ideal de
significados pedagógicos potenciales, restringiendo o reforzando sus realizaciones
(Bernstein, 1996).
Bajo esta lógica, el niño se convierte en objeto de la Escuela, dada su “falta de
mundo”, su “debilidad” y su “precariedad”. En lo que corresponde a la niñez, la doble
operación se llevó a cabo a través de las instituciones escolares y de la creación de los
roles de alumno y maestro alrededor de los cuales se estructuraron las prácticas
pedagógicas. La acción de orden político da consistencia al colectivo infancia
asignándole un espacio social como grupo poblacional que no se encuentra en capacidad
de hacer parte de los procesos productivos propios de las sociedades industrializadas, ni
de participar en los procesos de deliberación política propios del esquema democrático.
La acción de orden pedagógico conduce a los niños hacia el modelo de hombre
futuro socialmente instituido1, consolidando la identidad del niño como infancia, esto es,
1
Acción a través de la cual autores como Bustelo asignan una significación política a la expresión
“infantilizar”. El uso frecuente de esta expresión designa la fijación del hombre a un estado de irrealidad,
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como inmaduro, ignorante, dependiente, fantasioso, indisciplinado, es decir como lugar


de déficit frente al saber del maestro (adulto), pues en esta relación el pedagogo es, sabe;
el niño aún no es, no sabe; arraigando paulatinamente una serie de supuestos:

(…) de fragilidad o docilidad, correlatos del no ser: el niño es susceptible de


instrucción (por lo tanto dócil); su inteligencia debe enriquecerse (es pobre, es
carente); su mente debe ser robustecida (es frágil); hay que estimularlo a pensar (no
piensa por sí solo; aún no sabe pensar); hay que evitar que aprenda para que no se
olvide mañana lo que aprende hoy (de donde el nuevo pensamiento aparece como
una actividad que lo prepara para el futuro, no para hoy) (Doltò, 1990: 189).

Como lo plantea Corea C. & Lewkowicz I (1999:48), infancia y niñez se hacen


equivalentes entre sí por obra del doble proceso simbólico (político y pedagógico) que se
articula a través de las instituciones educativas. En este sentido, el infans es el niño, en el
contexto de una sociedad que progresa a través del conocimiento y que establece como
núcleo de la subjetividad un saber racional y una mirada secularizada sobre el mundo. El
infans es así, todo lo contrario de ese núcleo de subjetividad:

(…) privado de habla, incapaz de mantenerse erguido, vacilante sobre los objetos de
su interés, inepto para el cálculo de sus beneficios, insensible a la razón común, la
infancia es eminentemente lo humano porque su desamparo anuncia y promete los
posibles. Su retraso inicial con respecto a la humanidad, que hace de él el rehén de la
comunidad adulta, es también lo que manifiesta a esta ultima la falta de humanidad
de la que padece y lo que la llama a ser más humana (Lyotard, 1998:11).

La infancia es el fundamento de lo individual no socializado en el niño, porque


constituye una dimensión fantasmática, preontológica y mítica, porque es palabra que no
se inscribe en la forma argumentativa del discurso, porque es acción que no se organiza
a partir de la proyección de metas y finalidades, sino que tiene valor en sí misma como
forma de experiencia. Como lo afirma Bustelo: “la infancia son los que nacen sin hablar
y no hablan lo que los adultos hablan” (2008:5).
postración, debilidad y desprotección. Sin embargo se encuentran lecturas como las de Bustelo quien
asigna y plantea un nuevo sentido en el cual “infantilizar” el mundo consiste en retornar a la experiencia
prelinguística del hombre: “No equivale al “síndrome de Peter Pan”: la idea de un niño que no quiere ser
adulto permaneciendo en su inmadurez. Ésta es la clásica concepción de casi todos los cuentos infantiles
que colocan al adulto e la posición central y al niño/niña como desarrollándose en un proceso cuya
culminación evolutiva termina en la adultez. En cambio en el País de Nunca Jamás, de J. M. Barrie,
coincide más con la necesidad de “infantilización” de un mundo opresor y su tema central es cómo
cambiar ese mundo. Un mundo donde los niños “vuelan” como negación de la “gravedad” de los adultos.
(2007:85).
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Así, la inmediatez de la infancia interroga la estructura de una sociedad que


asegura su avance a través de una larga cadena de mediaciones, de dispositivos de
inscripción que distribuyen y redistribuyen lo individual, que no se socializa
completamente, hacia márgenes que requieren de prácticas de modulación cada vez más
especializadas. De cierta manera, la infancia consiste en esos márgenes en donde lo
irracional, lo mítico y lo fantasmático resguardan aún un umbral de irrealidad y, por ello,
el despliegue de la subjetividad en la forma de una voluntad de autoaseguramiento
implica el necesario rescate del niño de la tierra de la infancia.
La infancia al quedar acoplada al niño en el contexto de la modernidad (Ariès,
1987), genera la invención de un estado especial que lo liga al orden social como
infante, como el que no tiene palabra, a través de la idea de inocencia, la idea de
docilidad, la idea de latencia o espera (Doltò, 1990). Ideas que al mismo tiempo, señalan
que el niño se constituye en el medio a través del cual la infancia se traduce en
subjetividad: no se opera sobre la infancia, no se opera sobre la subjetividad, sino que se
opera sobre el niño, en su doble condición de peregrino de la infancia y de promesa de
subjetividad.

1.2. Un nuevo lugar para el niño

La doble condición del niño como habitante de la infancia y como promesa de


subjetividad, sostiene la base que propone el paso hacia una comprensión del niño
desligada de la infancia. Algunas señales de esta comprensión se anuncian en la
afirmación del niño como “objeto del mercado”, “target”, o sencillamente cuando se
declara “el fin de la infancia” (Postman, 1999, Buckingham, 2002; Noguera, 2003,
Narodowski M, 1999). Estas señales indican una destitución del niño como infancia y su
emergencia como sujeto de derechos.
En este cambio, sin embargo, se debe advertir que no se trata de que el niño como
sujeto de derechos constituya una idea mucho más progresista sobre la niñez y que, por
lo tanto, implique el olvido de la infancia y se relegue a quedar como una categoría
anacrónica. Se trata, por el contrario, de una cuestión mucho más compleja, que tiene
que ver con el emplazamiento de una nueva forma de comprender la subjetividad. En
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este sentido se puede seguir a Lyotard cuando plantea que “(…) lo posmoderno ya está
implicado en lo moderno debido a que la modernidad, la temporalidad moderna, entraña
en sí un impulso a excederse en un estado distinto de sí misma” (1998:34).
Teniendo en cuenta que en la medida en que la modernidad buscó asegurar
totalmente las condiciones iniciales que le permitieran transitar con certeza y
autoevidencia un camino ilimitado de progreso, generó una dinámica económica y
simbólica que se tradujo en el desarrollo desmesurado de la ciencia como forma de
comprensión del mundo y de la economía de mercado como su modo de producción.
Ante este desarrollo desmesurado, el progreso, planteado en el origen de la
modernidad como ideal de legitimación, se transforma en una pragmática que liga la
ciencia con el sistema productivo, con lo cual “se hacen visibles las señales de la
conversión de la ciencia en una fuerza productiva, y de este modo se llega a la
tecnociencia, que constituye un rasgo de lo que se llama capitalismo tardío” (Santos,
1998:99). Así, la ciencia se vuelve más pragmática, rechaza el carácter ontológico y
filosófico de sus preguntas y se aboca a la producción incesante de conocimientos que
intensifican la productividad de un sistema económico de escala global.
Ahora el progreso se entiende como el resultado de la distribución de la riqueza
que tiene lugar como consecuencia de la constitución de un sistema de mercado basado
en la libre competencia. Esto conlleva a la destitución del Estado, en la medida en que al
operar en función de una unidad política, cultural y económica reunida bajo la idea de
Nación, se convierte en un obstáculo para el capitalismo desorganizado, para el mercado
global. Paradójicamente, el Estado, que era el centro estructural de la sociedad moderna,
termina siendo un obstáculo para el progreso que él pretendía asegurar para sus
ciudadanos. El centro estructural de las sociedades contemporáneas se desplaza entonces
hacia el mercado.
Como consecuencia, el Estado se deslegitima. Su función no es ya la de traer el
progreso, sino la de regular la economía en el contexto de un sistema productivo
mundial. La idea de Estado pierde su sentido, y como resultado presenta un déficit para
asegurar el bienestar de sus ciudadanos. El déficit del Estado se traduce,
simultáneamente, en un déficit de la capacidad socializadora de las instituciones (Dubet
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& Martuccelli, 1998). Si en el marco de la modernidad las instituciones representaban al


Estado y llevaban a cabo operaciones para inscribirlo como un principio de organización
colectivo en el registro individual, en el contexto contemporáneo, las instituciones
mismas vacilan entre el mensaje legitimante del Estado, como principio de su acción; y
la presión del mercado, que les exige reconstituirse como clústers en medio de esa
dinámica de explosión/implosión de nodos que caracteriza al capitalismo tardío.
Las instituciones modernas, que configuraron sus prácticas en función de
disciplinar lo individual no socializado, hoy se encuentran frente a la exigencia de
reconfigurar esas prácticas en función del control, como afirma Deleuze, se trata del
paso de las sociedades disciplinarias a las sociedades de control que se expresa a través
de:

(…) las nuevas libertades que participan también de mecanismos de control que
rivalizan con los más duros encierros. (…) si en las sociedades de disciplina
siempre se estaba empezando de nuevo (de la escuela al cuartel, del cuartel a la
fábrica), en las sociedades de control nunca se termina nada (…) el control es a
corto plazo y de rotación rápida, pero también continuo e ilimitado, mientras que la
disciplina era de larga duración, infinita y discontinua (2001: 2-3).

Estas nuevas formas de poder, implican para las instituciones reinventar su propio
funcionamiento. Mientras que las prácticas que agencian un poder disciplinario postulan
un Amo que inscribe el cuerpo no socializado en un cuerpo colectivo a través de la
vigilancia constante y de una amenaza de mutilación, las prácticas de control convocan
un Amo indiferente ante lo individual no socializado, que puede prescindir de él como
un resto que, si rehúsa inscribirse en la lógica del capital, queda como una nada flotante
en los márgenes del sistema. Se plantea de esta manera un nuevo tipo de relación
inclusión-exclusión en la cual:

(…) el funcionamiento de la cultura de la imagen puede prescindir ya de la


dicotomía público–privado porque se ha instaurado otra: la distinción entre mundo
de la imagen y el mundo por fuera de la imagen, famosos e ignotos. (…) La
subjetividad dominante descansa entonces en la dicotomía: sujetos con imagen /
sujetos privados de ella. Los primeros están asociados al éxito y a la trascendencia
social; los segundos son los excluidos, o ignorados (Corea C. & Lewkowicz I,
1999:124).
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Mientras que en el poder disciplinar las prácticas institucionales colectivizaron la


diferencia y apuntaron a moldear las mentes a través del dominio de los cuerpos
(Foucault, 1990), en el control, las prácticas institucionales ceden el lugar a flujos de
deseo y de capital para los cuales la diferencia es altamente valorada por la promesa de
especialización que subyace en ella. A diferencia del disciplinamiento, el control no
busca incluir la diferencia en un solo cuerpo social, sino que apunta a modularla, es
decir, idealizarla para convocar a partir desde allí nuevos lugares de deseo y, por tanto,
nuevos circuitos de circulación del capital (Guattari, 2000).
El paso de las sociedades disciplinarias a las sociedades del control implica, para
las instituciones, que el sujeto ya no es el producto final de sus operaciones, sino que
ellas mismas se hacen dependientes del sujeto como deseo. Las instituciones se
convierten así en soportes del deseo del sujeto y bajo esta misma lógica, su propio
soporte se encuentra en un sujeto que se encuentra en la obligación de desear. De ahí, a
que, si el objetivo de las instituciones modernas y del poder disciplinar era el de producir
el sujeto como un cuerpo socializado, hoy las instituciones se ven instigadas, cada vez
más, a desplazar las prácticas disciplinares que aún persisten y a molecularizar su
estructura, en función de amoldarse a la estructura evanescente del deseo, desestimando
la necesidad de una finalidad institucional propia que no sea la finalidad del propio
campo del deseo subjetivo.
Al tender las instituciones cada vez más a hacer primar el campo del deseo
subjetivo y no ya a la producción del sujeto, la identidad basada en la polaridad normal-
anormal, ignorante-sabio, enfermo-sano, características del poder disciplinar, se
desdibuja de una lógica lugar-no lugar y se desplaza hacia una lógica de reconocimiento
e inclusión, es decir, una lógica de proliferación de lugares anudados en la forma de una
red.
En este contexto, la identidad del niño como infancia se relega a favor de una
identidad del niño como sujeto de derechos y como sujeto de opinión, la cual no toma
forma en el marco de un proceso pedagógico escolar, sino en el de un proceso
pedagógico mediático, por un lado, y político, por el otro.
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El proceso pedagógico mediático se basa en concebir al niño como sujeto actual,


con capacidad de decisión y como un segmento del público con capacidad de consumo,
con lo cual se destituye la imagen del niño como un sujeto futuro que se forma para
tomar decisiones que atañen al bienestar colectivo. Así mismo, la oposición niño-adulto,
que es característica de la infancia y de las prácticas pedagógicas escolares, se anula en
la medida en que tanto niños como adultos son audiencias, es decir, no se encuentran
unos frente a otros, en posiciones mutuamente excluyentes como en el aula escolar, sino
que comparten un mismo lugar frente a los flujos de información y de imágenes de los
dispositivos mediáticos.
No fluye ya conocimiento, sino información y no fluye desde uno que sabe hacia
uno que no sabe, sino desde una matriz que, sistemáticamente, disloca la realidad y la
produce como fantasía distribuyéndola hacia una diversidad de posiciones de deseo. A
diferencia de la Escuela, que instituye la infancia por establecer una asimetría entre el
saber del maestro y el saber del alumno, los medios de comunicación distribuyen un
saber-del-goce que captura al sujeto sin establecer una diferenciación entre niños y
adultos. Se presenta así un desacople discursivo que según Corea C. & Lewkowicz I,
consiste en que

“las diferencias imaginarias supuestas por el discurso –representación moderna de


las significaciones de la infancia – son inadecuadas a la indiferencia supuesta por
las prácticas del mercado”, y por ende los niños actuales “son prácticamente
inadaptados a la infancia” (1999:146).

Por otra parte, el proceso pedagógico político se establece a través de un mandato


supranacional que apela a un reordenamiento del vínculo entre las sociedades y los
niños. A través de la Convención de los Derechos de los Niños se realiza un
reconocimiento del carácter diferenciado de sus derechos, al tiempo que se afirma su
inclusión como sujetos políticos plenamente constituidos. El niño entonces, no es un
material moldeable, sino un sujeto con voz propia que puede decidir sobre sí mismo y
que, por tanto, debe ser escuchado y tenido en cuenta. Aquí también se produce una
anulación de la identidad del niño como infancia. El adulto y el niño se convierten en
interlocutores y el adulto tiene el deber de asignar a la palabra del niño un sentido, más
allá de que ésta logre inscribirse o no en el orden racional del discurso.
¿Qué es infancia si no es la infancia? 15

Ya no es el niño el que debe interiorizar y producir el rol tradicional del alumno,


sino el adulto quien debe producir un nuevo rol y una nueva forma de relación frente al
niño, dado que la política afirma la plena ciudadanía de la niñez. Si el niño es un
ciudadano ya en ejercicio, su palabra no puede ser simplemente rechazada bajo el
argumento de que es irracional, pues con ello se desacredita la democracia. El adulto se
encuentra así en la obligación de garantizar la inclusión del niño como un factor de
construcción de la democracia.
Desaparece el lazo que existe entre infancia y niño como categorías
indiferenciadas, pues si la infancia se caracterizaba por hacer patente la ausencia del
sujeto, esa indiferenciación estalla cuando se postula al niño como sujeto dado, pues
como afirma Corea C. & Lewkowicz I,

(…) el consumo y la comunicación, no detentan la diferencia moderna entre mundo


infantil y mundo adulto que instituyó simbólicamente la niñez. En relación con
estas prácticas, hay dos figuras que detentan la subjetividad actual del niño, la del
consumidor y la del sujeto de derechos, que en el universo mediático aparece bajo
la figura del sujeto de opinión (1999: 24).

Se evidencia con esto que los dos lugares enunciados, los medios de comunicación
y los mandatos supranacionales, se convierten en los núcleos de producción de
representaciones sobre el niño y que estas representaciones disuelven la representación
moderna del niño como infancia. Sin embargo, a nivel pedagógico, la escuela, que
permanece aún como una institución vital para el orden social, recibe de esas dos
instancias un híbrido, una especie de sujeto-ciudadano-consumidor-goce que hace
inviables las prácticas pedagógicas basadas en los roles maestro-alumno:

(…) en una relación escolar desregulada, el maestro debe construir la jerarquía y la


combinación de sus objetivos, y debe también construir una relación escolar que no
le es enteramente dada. Ya no es posible reducir sus conductas a su rol porque
deben, también ellos, construir el sentido de su trabajo, deben exponer sus
investigaciones de utilidades escolares, el sentido educativo que atribuyen a su
trabajo, su integración en un mundo juvenil que recorta ampliamente al de la
escuela (Dubet & Martuccelli, 1998: 60).

En conclusión, la destitución de la categoría infancia se da, a nivel político, porque


ya no son el Estado y su agencia productora de infancia, la escuela, quienes ordenan el
campo de representaciones sobre el niño, sino los medios de comunicación y la
¿Qué es infancia si no es la infancia? 16

legislación transnacional. Y a nivel pedagógico, esa identidad no se produce, porque de


hecho el niño se encuentra inscrito en una diversidad de imágenes identitarias, sin que se
encuentre ya en la necesidad de elaborar una identidad institucional.

1.3. La pregunta por la infancia

Según lo visto, la infancia y la subjetividad se enlazan como dos términos


constitutivos en el marco de una misma experiencia histórica, por la mediación que
establece entre ellos su convergencia en torno a un mismo objeto de referencia: el niño.
En principio la infancia y la subjetividad no se relacionan entre sí más que por la
presencia del niño como una constante sobre el cual se superponen dos características
identitarias que son radicalmente diferentes entre sí (Corea C. & Lewkowicz I, 1999).
Lo que puede significar, al mismo tiempo, que el término niño diverge también con los
otros dos términos y que es esa divergencia el fundamento que posibilita su lugar como
constante. En este sentido, ninguno de los términos contiene al otro, (la subjetividad a la
infancia, la infancia a la subjetividad, la infancia al niño, el niño a la subjetividad) sino
que más bien es ese juego de remisiones el que crea la ficción necesaria de un algo que
permanece.
Las sociedades modernas, al asignar al niño la categoría infancia extraen su cuerpo
de las lógicas de socialización propias de las sociedades de la tradición, para implicarlo
o proponerlo como parte constitutiva de una nueva configuración de mundo. En este
contexto la asignación de la categoría no es inocente: si bien se incluye al niño en el
proyecto social emergente, es a través de una categoría que lo vuelve disponible,
manejable y de la cual él se encuentra enajenado. Esto quiere decir, que no es el niño
quien produce la categoría que lo lleva a hacer parte del orden social, sino que es una
instancia exterior al niño quien la produce y, a través de ella y de las prácticas
disciplinarias, lo obliga a proponerse como el soporte permanente de esa identidad.
Sin embargo, es claro que el niño como tal no puede producir de manera absoluta
una identidad propia que coincida, punto por punto, con la identidad propuesta como
infancia. En consecuencia, la infancia se agota hasta destituirse, pues no se trata ya de
que el niño deba producir(se) a partir de ella, sino de que aparece la necesidad de una
¿Qué es infancia si no es la infancia? 17

nueva identidad acoplada a la forma del lazo social dominante. En consecuencia, no se


cuestiona ya al niño en la imposibilidad que tiene para subsumirse completamente en la
identidad que se le propone desde el orden social, sino que se cuestiona la identidad
misma.
La posibilidad de que se cuestione la infancia como identidad propuesta para el
niño, presupone el cuestionamiento del Estado como instancia productora de
identidades. Como lo plantea Lewkowicz “si cambia la institución interpelante y cambia
la subjetividad interpelada, estamos en otra coyuntura histórica, precisamente aquella en
que la infancia, prácticamente, no se produce (2004: 187).
El cuestionamiento de la infancia como forma identitaria no es, sin embargo, el
resultado de un lugar de enunciación propio del niño, sino de la aparición de un nuevo
poder configurador de las relaciones sociales. Este poder es el capitalismo tardío, que
promueve una nueva identidad, la del niño como sujeto de derechos.
Lo esencial a tener en cuenta aquí es que tanto el Estado como el capitalismo
tardío se constituyen en lugares de enunciación que se instituyen a sí mismos a través de
aquello a lo cual designan. El Estado se dice a través del niño al designarlo como
infancia: el Estado protege a los débiles, el Estado prepara un futuro para sus
ciudadanos, el Estado educa a los sujetos, el Estado une. Y de la misma manera, el
capitalismo tardío se dice a través del niño al designarlo como sujeto de derechos: el
sujeto es realidad inmediata a garantizar, su inmediatez es la del deseo, y por tanto el
deseo es “la realidad” misma del orden social. En ese orden de ideas, la sociedad al
mismo tiempo, exacerba el deseo hasta llevarlo a los extremos de lo obsceno y luego,
gracias a su propia lógica tiene que garantizar, a través de la legislación, la contención
de los goces posibles que en principio se encuentran anunciados para el sujeto en su
enunciación como sujeto de derechos.
Si se sigue esta lógica, es decir, si la afirmación del sujeto de derechos en el niño
es la afirmación tanto del individuo en su inmediatez como de un orden social basado en
la circulación obscena del deseo que transcurre en los márgenes por “fuera” de la
conciencia pública de los individuos, entonces, el sujeto de derechos puede leerse como
¿Qué es infancia si no es la infancia? 18

una especie de amalgamiento del sujeto pensante, propuesto por la modernidad, y el


sujeto del goce, propio del capitalismo “sin fricciones”.
Así, la suposición de que el sujeto de derechos es incuestionable en la medida en
que aparece como lo único que se opone al avance desenfrenado del capitalismo, se
revelaría como una pura ficción propia del mismo capitalismo. La idea de un sujeto
crítico, que se opone al capital es el reverso ideal del sujeto obsceno del consumo y no
simplemente su antagonista, tal como lo afirma Žižek:

(…) el edificio del poder mismo está dividido desde dentro, es decir, para
reproducirse a sí mismo y contener a su Otro, debe apoyarse en el exceso inherente
que lo cimenta –para ponerlo en términos hegelianos de identidad especulativa- el
Poder es siempre ya su propia transgresión, si va a funcionar, debe apoyarse en una
especie de suplemento obsceno. No basta decir que la Represión de un cierto
contenido libidinal erotiza retroactivamente el gesto de la “represión” –esta
“erotización” del poder no es un efecto secundario de su aplicación a su objeto,
sino es su mismo fundamento negado, su crimen constitutivo, su gesto fundador
que debe mantenerse invisible si es que el poder va a funcionar normalmente
(2005: 86).

Si el sujeto racional es el doble del sujeto del consumo, quiere decir, que cada uno
se constituye a sí mismo por las operaciones que pretende ejercer sobre el otro. Por ello,
también es parte de la ficción suponer que el sujeto obsceno siempre corresponde con
otro distinto a sí mismo: porque soy sujeto pensante allí donde estoy excluido del goce
del otro, y allí donde el goce es mío, no tengo por qué advenir como sujeto pensante,
como si el goce ya presupusiera su propia racionalidad en el ejercicio del derecho de
gozar.
Este desdoblamiento y aparente oposición entre el sujeto pensante-crítico y el
sujeto del goce, configura una modulación de lo mismo que hace aparecer al sujeto de
derechos como incuestionable en sí, pues su oscilación entre deseo y pensamiento lo
configura, precisamente, como campo de experiencia autorreferido, esto es, como
certeza autoasegurada. Y aquí aparece una pregunta que es necesario realizar para
destrabar la cuestión de la infancia más allá de afirmarla como una identidad superada:
esa incuestionabilidad, ese consenso en torno al sujeto de derechos, por su misma
incuestionabilidad ¿no merece ser cuestionada?
¿Qué es infancia si no es la infancia? 19

Según lo que se expuso anteriormente, la niñez como infancia es cuestionada por


la figura de la niñez como sujeto de derechos. ¿Esto querría decir que cuestionar la
figura de la niñez como sujeto de derechos requiere de la construcción de una nueva
identidad para el niño que la rebase?, ¿o requiere cuestionar el hecho mismo de que se
plantee como una posibilidad la producción de una nueva identidad para el niño? Y si
este cuestionamiento es esencial, ¿desde qué lugar o de qué forma puede ser llevado a
cabo sin que entre sus presupuestos se cuente con una forma, implícita o explícita de
pensar el niño?
La respuesta a esto último puede encontrarse en la misma lógica de lo que se ha
dado históricamente. El niño como infancia ha sido “superado” por el niño como sujeto
de derechos. ¿Esto significa que no se puede volver a traer una pregunta por la infancia,
no ya identificada con el niño, ni adscrita a los atributos que le señaló la modernidad,
sino por los posibles significados que se puedan articular sobre la infancia una vez que,
históricamente, se ha desestimado la fusión de esta identidad con el niño?
Precisamente, por el hecho de que el sujeto de derechos desestima al niño como
infancia, ¿no se abre así la posibilidad de pensar la infancia, no remitida al niño, sino
remitida a sí misma como la pregunta que toma forma en la imposibilidad que aparece
para esa categoría de ser reconocida como una identidad? Se pregunta entonces, ¿Qué es
infancia si no es el niño?, ¿qué es infancia si no es la infancia?
¿Qué es infancia si no es la infancia? 20

DESTITUCIÓN DE LA PREGUNTA POR LA INFANCIA

El anterior capítulo concluye formulando una pregunta por la infancia. Esta


pregunta hace suyo el reconocimiento de la caducidad de esta categoría para designar al
niño en el actual tiempo histórico, pero al mismo tiempo, ve en esa caducidad la apertura
de un espacio para pensar la categoría por fuera de la dominación de la representación
del sujeto como autoaseguramiento y voluntad y, de su reverso, es decir, la idea de una
subjetividad plenamente puesta en el deseo y el reconocimiento.
La pregunta indaga por la posibilidad de realizar una interpretación de la infancia
que convoque escucharla desde su alusión como infans -sin palabra, sin habla- sin que el
infans sea identificado con el niño. En ese sentido, se plantean dos cuestiones: ¿qué es
infancia (qué experiencia puede resguardar el término aún para quien lo indaga) si no es
la infancia (si la experiencia de designar al niño se encuentra agotada históricamente)?;
y ¿quién o qué puede aún ser infans, si el infans ya no se encarna en la figura del niño?
Al plantear la pregunta en el contexto de primacía de la representación del niño
como sujeto de derechos, se realiza en la posición de un síntoma o de un lapsus, es decir,
del retorno y aparición de un elemento extraño que cuestiona el orden de realidad en el
que emerge, sin revelar el sentido de su cuestionamiento. En este caso, la pregunta
interroga que la representación plenamente aceptada del niño como sujeto de derechos
no apunte a extraer las consecuencias y los límites que se derivan de su enunciación;
pero lo hace sin estar en capacidad de derivar desde su propio lugar de enunciación esas
consecuencias y límites. Lo sintomático en la pregunta es que mantiene la posibilidad de
un saber, señalando la falla en otro saber. Como lo afirma Alain Miller,

“(…) una pregunta es también una afirmación, la afirmación de una falta en el


saber. El sujeto histérico muestra esta falta a través de la pregunta, repitiéndola
para mostrarla de la manera más aguda y, al mismo tiempo, hace surgir la
dimensión de un saber (…) a través de la pregunta el sujeto se hace representar
ante el saber constituido. Presentarse con el significante de la pregunta es la manera
en que el sujeto se dirige hacia el saber. El significante de la pregunta es un
¿Qué es infancia si no es la infancia? 21

significante que dice que falta uno, que falta un significante, pero, para decirlo, la
pregunta misma es ya un significante. Así podemos entender qué significa esta
expresión, utilizada por Lacan una sola vez, que el significante de la transferencia
en la histeria es la pregunta” (2007: 65).

Como significante de una falta en la comprensión del niño como sujeto de


derechos, la pregunta simplemente señala una incompletud. En este sentido la pregunta
es estéril. Para el campo de la comprensión o del significado, la pregunta simplemente es
ininteligible. Sin embargo, en el plano del significante, la pregunta –en su carácter de
significante- representa a un sujeto para otro significante (Zizek, 1998: 38), lo cual
quiere decir que contiene las condiciones de su propia reflexividad.
Ahora bien, para pasar de la pregunta por la infancia a una interpretación de la
infancia se requiere realizar un trabajo de elaboración en torno al síntoma,

“(…) un trabajo consagrado a pensar lo que se nos oculta constitutivamente del


acontecimiento y su sentido, no solo por el prejuicio pasado, sino también por las
dimensiones del futuro que son el pro-yecto, el pro-grama, pro-spectiva e incluso la
pro-posición y el propósito de psicoanalizar” (Lyotard, 1998: 35)

El trabajo de elaboración, como se plantea desde el psicoanálisis no se lleva a cabo


adjudicando un significado al síntoma, buscando su comprensión o su direccionamiento,
sino propiciando un desplazamiento de su “energía” hacia otro significante. Así, el
trabajo de elaboración del síntoma se realiza en un espacio distinto al del significado, en
un espacio significante, pues como plantea Lacan (2006:35) “el significante sólo se
postula por no tener ninguna relación con el significado”, y en el cual el síntoma, al
dejar de estar referido a una instancia exterior a él –el saber-, se vuelve reflexivo sobre sí
mismo.
En función de esto se debe realizar, primero, el paso de la pregunta del plano del
significado al plano del significante, verificando la consistencia de este paso; y una vez
emplazada en ese plano lógico, propiciar una segunda destitución, esta vez lógica.
En este sentido se trata de realizar una doble negación sobre la pregunta, tal y
cómo ella está formulada. Una negación de la negación (hegeliana) que, según Žižek, no
consiste
(…) en algo que se pierde y se recupera, sino sencillamente en un proceso de pasaje
desde el estado A al estado B: la primera, inmediata negación de A niega la
posición de A sin abandonar sus límites simbólicos, de modo que debe seguirla otra
¿Qué es infancia si no es la infancia? 22

negación, la cual niega el espacio simbólico común de A y su negación inmediata


(el reino de una religión es primero subvertido por una herejía teológica; el
capitalismo es primero subvertido en nombre del “reino del trabajo”). La brecha
entre la muerte “real” negada del sistema y su muerte “simbólica” es esencial: el
sistema tiene que morir dos veces (Žižek, 2005: 81-82).

Según esto y en la medida en que la pregunta por la infancia tiene la forma de un


síntoma, en adelante se trata de: a) situarla en el plano significante, b) convocar un
momento de reflexividad del síntoma, y c) extraer las consecuencias de la reflexividad
del síntoma para una interpretación posible de la infancia.
Para llevar a cabo la primera negación se puede empezar realizando una distinción
entre el plano del significado y el significante, con el fin de establecer, lo que se puede
esperar del pasaje de la pregunta a este último plano, en términos de aquello que viene a
constituirse en el punto nodal de la pregunta.

2.1 El plano del significado y el plano del significante

En primer lugar hay que decir que el plano del significante es un plano lógico. Es
decir, que en el plano del significante aparece el pensamiento en su realidad irreductible,
y, casi, su oposición, al conocimiento y a la comprensión. El carácter lógico de este
plano tiene que ver, no tanto con lo que se conoce como la lógica tradicional, que define
las reglas que determinan el enlace entre proposiciones para establecer la verdad de un
predicado, sino con la atribución de un saber inscrito en el seno mismo del lenguaje:

(…) ello supone no confundir saber y conocimiento, porque hay saberes sin
conocimiento. En su definición lacaniana, el inconsciente es un saber que no se
sabe, que no tiene conocimiento de sí. El saber inconsciente se desprende de la
articulación de los significantes: pero no se trata de que las palabras se
correspondan con nosotros, sino de que se corresponden entre sí. Nosotros sólo
podemos seguir, y a duras penas, la correspondencia que mantienen entre ellas
(Miller, 2007: 217).

En este sentido se encuentra un cruce entre el pensamiento y los significantes, que


indica que el pensamiento no es distinto al objeto pensado, pero que, al mismo tiempo,
objeto y pensamiento mantienen entre sí una distancia irreductible. El pensamiento es
siempre, pensamiento de algo. El pensamiento siempre piensa sobre algo, pero
¿Qué es infancia si no es la infancia? 23

precisamente, nunca concuerda con ese algo que piensa. El fundamento de esta distancia
se puede apreciar en el punto en el cual el pensamiento apunta a convertirse en objeto de
sí mismo: al tratar de pensarse a sí mismo como pensamiento, es decir, al tratar de
pensar la esencia misma del pensar, el pensamiento se encuentra con un límite, y es el
carácter de objeto que cobra para él su propia presencia. Es decir, que el pensamiento se
encuentra con su propio significante como el límite que se le impone, en la medida en
que él ya está nombrado como “pensar”.
Con ello se entiende que el cruzamiento entre pensamiento y objeto no se dé entre
el pensamiento y un objeto empírico, sino entre el pensamiento y los significantes que lo
desdoblan como un objeto para sí. Como lo plantea Heidegger:

Kant recurre a una comprobación inmediata al exponer esta oposición. Y no omite


la caracterización detallada de la estructura propia a dicha oposición. Hay que notar
bien: no se trata aquí de un carácter de oposición en el ente; sino que se trata más
bien de una oposición previa del ser. Lo ob-jetivo de los objetos “lleva en sí” una
coacción (“necesidad”). Esta relaciona de antemano todo lo que sale al encuentro,
reduciéndolo a una concordancia; en comparación con la cual puede presentarse
también como no-concordante (En: Žižek, 2006:37).

La aprehensión de los objetos empíricos se hace posible, entonces, en el punto de


cruce entre el pensamiento y los significantes a través de los cuáles se despliega. Por
ende, el objeto nunca se aprehende en sí, lo cual no significa que se reduzca al
pensamiento. Efectivamente, no se puede negar la existencia positiva del objeto
empírico, pero esa positividad del objeto no se da de manera independiente al
pensamiento, sino que se constituye como positividad por la estructura misma del plano
significante. En este sentido, Žižek afirma, al referirse a las categorías, que vienen a ser
sinónimo de los significantes, que constituyen

(…) la forma del pensamiento, la forma en el estricto sentido dialéctico del aspecto
formal qua verdad del contenido: lo “no pensado” de un pensamiento no es algún
contenido trascendente que se sustrae a la captación sino su forma misma. Por ello,
el encuentro entre un objeto y su categoría es un encuentro frustrado: el objeto
nunca puede corresponder plenamente a su categoría, puesto que su misma
existencia, su consistencia ontológica depende de esta no-correspondencia. El
objeto es, en cierto sentido la no-verdad encarnada, su presencia inerte llena un
¿Qué es infancia si no es la infancia? 24

agujero en el campo de la verdad, por lo cual el pasaje a la “verdad” de un objeto


entraña su pérdida y la disolución de su consistencia ontológica (1998: 196).

El carácter lógico del plano significante tiene que ver, entonces, con que el
pensamiento, una vez disuelve el objeto al cual está referido, se encuentra con la
identidad que existe entre sí y el significante y con el límite que comporta dicha
identidad. El significante, en este sentido, comporta un trasfondo de infinitud que hace
que siempre se sustraiga al intento de ser pensado completamente (Baudrillard 2001).
Por este carácter infinito, el significante siempre convoca un objeto, invocando, al
mismo tiempo, un exceso espectral del mismo. El objeto constituye siempre más que lo
que parece ser en sí mismo, se desdobla y su presencia positiva da lugar a un vacío en el
que no desaparece, sino en el que se encuentra consigo mismo como límite constitutivo
de la realidad y, por ello mismo y de algún modo, fuera de ella. En este sentido, Lyotard
afirma que,

“Una visión recta y focalizada siempre se rodea de una zona curva en que lo visible
se reserva, sin estar pese a ello ausente. Disyunción incluyente. Y no hablo de la
memoria que pone en juego la vista más simple. La visión actual conserva en sí la
vista tomada un instante antes desde otro ángulo. Anticipa lo que tendrá lugar
dentro de un momento. De estas síntesis resultan identificaciones de objetos, pero
nunca consumadas, a las que una vista ulterior siempre podrá solicitar deshacer. En
esta experiencia el ojo siempre está, por cierto, en busca del reconocimiento, como
puede estarlo el espíritu de una descripción completa del objeto que procura pensar,
sin que pese a ello el observador pueda decir nunca que lo reconoce perfectamente,
dado que el campo de presentación es en cada ocasión absolutamente singular y una
vista verdaderamente vidente no puede olvidar que, una vez “identificado” el objeto
visto, siempre queda un resto por ver. El “reconocimiento” perceptivo no satisface
nunca la exigencia lógica de descripción completa (1998: 25).

La estabilidad de la realidad, de los objetos empíricos no es pues una función de


los significantes, sino de la significación. En consecuencia, la significación no se
moviliza en el registro del pensamiento sino en el registro de la comprensión. En este
contexto se entiende la afirmación de que el pensamiento es, fundamentalmente,
pensamiento inconsciente y que tenga un carácter de imposición sobre el sujeto y un
trazo de delirio en unas coordenadas que no son las de la representación, tal como lo
¿Qué es infancia si no es la infancia? 25

plantea J.A. Miller “el sujeto psicótico no puede acceder a la tranquilidad del yo no
pienso, no tiene esa posibilidad que le da su falso ser al sujeto” (2007: 45).
En el registro de la comprensión el pensamiento se enajena en su objeto. Es decir,
que el objeto aparece como un mediador evanescente entre el pensamiento como “en sí”,
y el pensamiento como algo “para sí”. En tanto opera como mediador, el objeto no
acerca al pensamiento a sí mismo sino que, precisamente, mantiene la distancia mínima
a partir de la cual consigue postergar el encuentro del pensamiento consigo mismo, que
como se sabe, implica su colapso, tal y como ocurre en la psicosis en donde:

(…) lo que está en juego no es la realidad. El sujeto admite, por todos los rodeos
explicativos verbalmente desarrollados que están a su alcance, que esos fenómenos
son de un orden distinto a lo real, sabe bien que su realidad no está asegurada,
incluso admite hasta cierto punto su irrealidad. Pero, a diferencia del sujeto normal
para quién la realidad está bien ubicada, él tiene una certeza: que lo que está en
juego –desde la alucinación hasta la interpretación- le concierne. (Lacan, 1984,
110)

La comprensión y la significación constituyen entonces el umbral mínimo de


consistencia de la realidad, de primacía del objeto sobre el pensamiento. En este sentido,
la comprensión y la significación tienen como correlato el conocimiento, que avanza
sólo por el lado del objeto deshaciéndolo y reconstituyéndolo progresivamente. Lo
esencial del conocimiento es, que posibilita la constante mutación y emergencia del
objeto, en formas cada vez más complejas, que salvaguardan la realidad en su
anudamiento a los significantes, pero que al mismo tiempo se acercan peligrosamente al
carácter paradójico y perverso del objeto:

La misma paradoja opera en el fundamento mismo de la física cuántica: la distancia


respecto de la “cosa misma” (la imprecisión constitutiva de nuestras mediciones, es
decir, la barrera de la “complementariedad” que nos impide realizar
simultáneamente mediciones distintas) forma parte de la “cosa”, y no es sólo un
defecto epistemológico, para que aparezca lo que (percibimos como) la “realidad”,
algunos de sus rasgos tienen que quedar sin especificarse (Žižek, 2001: 71).

“Conocimiento” implica habitualmente una dialéctica entre sujeto y objeto, un


campo de representación donde el sujeto domina el juego, ya que el sujeto ha
construido el marco de representación y lo ha proyectado en el mundo. Esto
presupone el privilegio del sujeto y del estatus inferior concomitante del objeto,
¿Qué es infancia si no es la infancia? 26

incluyendo el objeto científico. Pero el conocimiento gobierna sobre la verdad y las


relaciones causales, no sobre la apariencia o ilusión. En el dominio de la ilusión, el
conocimiento ya no es lógicamente posible, porque sus principios y postulados no
pueden funcionar. Y esto no es únicamente una percepción metafísica. En la
actualidad las microciencias están en un punto en donde el objeto como tal ya no
existe (…) En otras palabras, pueden verificar, únicamente, la forma en que el
objeto juega con su propia objetividad. Ésta es la perversa estrategia del objeto;
quizá es una forma de venganza. Aparentemente, el objeto es un embaucador,
frustrando todos los protocolos del experimento del sujeto, para que el mismo
sujeto pierda su posición como sujeto (Baudrillard, 2002: 65).

Se entiende así que Kant afirme que el conocimiento tiene un rasgo de finitud
(Agamben, 2001), mostrando que esta finitud no tiene que ver con la imprecisión de las
medidas o de los procedimientos, de los errores a los que puede estar sujeto el proceso
de construcción de conocimiento, sino con la estructura esencial del conocimiento
mismo: a la necesidad de ir más allá del objeto y, al mismo tiempo, de mantener su
anclaje en él.
De aquí se sigue que existe siempre una alteridad estructural entre el plano del
significante y el plano de la significación, entre un significante y la comprensión que lo
envuelve. La significación del significante es su proyección como “marco de realidad”,
mientras que el significante se encuentra en el límite en el cual la realidad se sustrae.
Perdida la significación de un significante, es decir, perdido el objeto, el significante
“desaparece” de la realidad, y sin embargo, se hace más patente en el pensamiento.
En este sentido, el significante puede desaparecer para el conocimiento, para la
comprensión, pero no así para el pensamiento. En este caso el significante no significa,
no se da a comprender, pero hace pensar “(…) de todos modos se deja nombrar y, una
vez nombrado, puede ser pensado…” (Heidegger, 1989: 49).
Sólo porque hace pensar, el significante no se anula junto con la destitución de la
significación, sino que se traspasa en un punto espectral que se mantiene al margen de la
comprensión, pero a su vez, amenaza “virtualmente” la aparición de cualquier nueva
comprensión o significación.
¿Qué es infancia si no es la infancia? 27

2.2 Primera negación: el pasaje de la pregunta por la infancia del


plano del significado al plano significante.

“I’ll be your mirror” “Yo seré tu espejo” no significa


“yo seré tu reflejo” sino “yo seré tu ilusión”.
Baudrillard

En el plano del significado la pregunta por la infancia, en la forma en que está


formulada –¿qué es infancia si no es la infancia?- apunta a establecer cuál es la
consistencia objetual de la infancia, una vez que el niño, marcado en su distancia con el
despliegue de una subjetividad plena, no constituye ya su contenido. En este sentido la
pregunta mantiene abierta una brecha que no permite que se configure totalmente la
afirmación de que el término infancia designa una representación histórica del niño
superada por la interpretación del niño como sujeto. En el plano del significado la
pregunta por la infancia apunta a la restitución de un objeto propio para este significante.
La negación que se lleve a cabo sobre la pregunta, al pasarla del plano del
significado al plano significante, debe mostrar, entonces, que esa relación que mantiene
la pregunta con la falta de objeto del significante infancia cambia sustancialmente. Vale
la pena entonces precisar aún más esa falta de objeto: el significante infancia está
desposeído de objeto de referencia, no cumple ninguna función de significación propia,
independiente a la representación dominante del niño. Ante ello la pregunta, al colocar
en relación de contigüidad al significante infancia como sujeto y predicado en su forma
de enunciación (¿qué es infancia si no es la infancia?) hace patente la falta de
significatividad planteada. Pero al mismo tiempo, por la introducción de la negación
como conector entre los dos significantes, y la afectación del segundo significante por
un artículo determinado, la pregunta señala hacia otra significación posible, hacia la
posible existencia de un objeto propio de ese significante.
De esta forma la pregunta hace suya tanto la desposesión del objeto niño en
relación con el significante, como el hecho mismo de que esta desposesión no es
absoluta, es decir, no se cierra completamente. La pregunta asume, de este modo, que la
falta del objeto –en la forma del niño- es una falta temporal, no constitutiva, y que si
bien la forma pudo haberse perdido de manera irremediable, esto no necesariamente
¿Qué es infancia si no es la infancia? 28

implica que no exista un objeto propio, una forma propia de la infancia. Y frente a ello,
el interrogante se limita a señalar esa posibilidad.
Ahora, al pasar la pregunta del plano del significado al plano del significante,
realizando así la primera negación, debe aparecer una relación modificada del
significante con el objeto, pues en este plano la pregunta no está referida a un saber al
cual falla, al cual resiste, sino frente a la destinación que hace de sí como significante, a
la postulación que realiza de sí como significante posterior con el cual se enlaza. Esto es
lo esencial en el plano significante. En el plano del significado no aparece el dolor del
síntoma, sino el señalamiento de la falta en el otro (Miller, 2004). Entre tanto en el plano
significante es el dolor el significante con el cual se enlaza la pregunta: el dolor sentido
en la pregunta es significante y es distinto a la pregunta misma.
Y este significante contiene la clave para vislumbrar si en este plano la relación
entre el significante infancia y la falta de objeto es sustancialmente distinta. En este
momento puede decirse que el dolor en la pregunta es el significante de una relación
infinita del significante infancia con un objeto desmesuradamente extenso. No es que
falte el objeto, sino que la falta del objeto de la realidad (Miller, 2003), del objeto
histórico, ha abierto una zanja por la cual se cuela un objeto excesivo. La pregunta por la
infancia, en el plano significante, mantiene una relación con un objeto desorbitante, esto
es, con el trazo espectral del objeto de la realidad, con el niño como ficción y fantasma
que no obstante se impone a la pregunta:

Y luego, el niño real, correlato causal o de memoria de nuestro mirar, en todo caso
referencia necesaria en su repetirse, en su representarse continuamente igual a sí
mismo, ¿No es –al mismo tiempo- lo que imaginamos y su exacto opuesto, con una
pesadez y maldad, a veces con una diversidad no por cierto bella ni idealizable, sino
brutal y rechazable? Y al mismo tiempo, ¿no es muchas otras cosas también
diferentes, también complicadas y contradictorias? (Rovatti, 1990: 78)

Se ve ahora qué es lo que no muestra la pregunta en el plano de la significación,


pero que constituye su exceso en el plano del significante. La pregunta se dirige a la
representación del niño como sujeto de derechos indagando como entra, en el
significante sujeto, el lado perverso del objeto, así como su lado más sublime. Y ese
¿Qué es infancia si no es la infancia? 29

objeto sublime y perverso a la vez es lo que la pregunta contiene y designa en su dolor y


en su imposibilidad:

Aquí hay que ir más allá de la reducción “lacaniana” clásica del motivo de un doble
a una relación en espejo imaginaria: en su carácter más fundamental, el doble
encarna a la Cosa fantasmagórica en mí; es decir, la asimetría entre yo y mi doble
es, en última instancia, la que hay entre el objeto (corriente) y la Cosa (sublime). En
mi doble, no me encuentro simplemente a mí mismo (mi imagen en el espejo) sino,
antes que nada, lo que “en mí [es] más que yo mismo”: el doble es “yo mismo”,
aunque –para expresarlo en términos spinozianos– concebido bajo otra modalidad,
la del otro, cuerpo sublime, etéreo, una pura sustancia de goce eximida del circuito
de la generación y la corrupción. Antes de ser “negado” en su Nombre, el “padre”
designa una Cosa así, que es “en mí más que yo mismo” (Zizek, 1994: 155)

Ahora se puede “leer” de forma distinta la pregunta: ella, en el plano significante,


se encuentra en relación con el duplicado del objeto de la realidad, un objeto-niño,
evanescente y al mismo tiempo desproporcionado, una presencia puramente espectral.
Esta presencia espectral se refleja, en la pregunta, en la reiteración del significante
infancia, y en el hecho de que el conector entre los dos lugares que ocupa el significante
sea una negación:
¿Qué es infancia si no es la infancia?

El segundo término representa el objeto de la realidad. La negación representa su


destitución, y el primer término retiene aún el fantasma del objeto como presencia de su
propio vacío, operando como su significante. De este modo, la pregunta por la infancia
cumple con la condición lógica del plano significante: el develamiento de un cruce entre
el significante y el objeto, sólo que no por el lado de la comprensión o significación,
sino de la producción de una “invención”, que mantiene un umbral mínimo de realidad.
La pregunta se propone como mediadora entre el objeto fantasmático y la falta de un
nuevo objeto que colme esa infinitud, por ello el lugar que ocupa como interrogación: no
es el “objeto propio” de la infancia, pero al menos, al colocarse en ese punto, difracta el
rasgo espectral del objeto, reflejando sus contornos, disipando su exceso.
La primera negación de la pregunta conduce así a la explicitación del objeto
salvaguardado por ella: un niño fantasma, un niño sin contornos. Este objeto, al
¿Qué es infancia si no es la infancia? 30

encontrarse ubicado en un más allá del objeto histórico perdido no se puede convertir en
objeto de conocimiento para la pregunta.
El niño como doble fantasma coincide plenamente con la infinitud del significante
infancia y cualquier determinación del mismo sólo se puede llevar a cabo por la vía del
advenimiento de otro significante, que es precisamente lo que la forma de la pregunta
rechaza.
En este punto se requiere, entonces, la realización de una segunda negación de la
relación entre la pregunta y el objeto, con la cual se debe destituir, definitivamente, el
punto de soldadura entre la infancia y el niño. Con esta segunda negación se repite la
destitución histórica del objeto niño, sólo que ahora como destitución lógica. Esta
destitución se hace necesaria porque,

(…) cuando algo pasa a ser “para sí”, nada cambia en realidad en esa entidad, que
se limita a afirmar reiteradamente (observa y remarca) lo que ya era en sí misma.
De modo que la negación de la negación no es más que la repetición en su
expresión más pura. En el primer movimiento se realiza un cierto gesto que fracasa;
después, en el segundo movimiento, sencillamente se repite este gesto (2005: 84).

La destitución lógica del niño en tanto que objeto fantasmático debe conducir,
ahora, a destituir también la pregunta y a recoger en ella los elementos esenciales que
permitan dar curso a una interpretación de la infancia que acoja la verdad de los rasgos
espectrales del objeto, lo que al mismo tiempo debe mostrar la posibilidad de una
interpretación de la infancia por fuera de la remisión histórica al niño, pero que debe
explicar el por qué esa remisión tuvo lugar en una época cuyo punto de gravedad es la
constitución de una experiencia completa de la subjetividad.

2.3 Segunda negación: la destitución de la relación entre la


pregunta por la infancia y el niño como objeto fantasmático
Si la primera negación se apuntaló en la necesidad de una transformación de la
pregunta en su relación con la falta de objeto, y dio como resultado que lo primordial en
la pregunta no es que efectivamente el objeto falte, sino que se encuentra anudada a un
objeto fantasmático que exige otro objeto de la realidad que recorte su exceso; la
¿Qué es infancia si no es la infancia? 31

segunda negación debe apuntalarse en la reconstitución, destrucción o transformación de


ese anudamiento.
Se trata entonces de realizar una nueva destitución del objeto niño en relación
con el significante de la pregunta, lo que debe propiciar la reflexividad del significante,
es decir, el anudamiento con su propia estructura, la cual debe hacerse patente, no ya en
la forma de un síntoma, en la forma de un dolor como significante del anudamiento entre
la pregunta y el objeto, sino con la entrada en juego de un nuevo significante que
represente esa reflexividad de la pregunta.
La cuestión ahora consiste en saber si la negación se realiza sobre el niño en su
doble carácter obsceno y sublime, o si este doble carácter se encuentra, por decirlo así,
encerrado en una estructura mucho más fundamental, que sería aquello que la negación
tendría que fracturar. La opción es la segunda, pues sólo se puede destituir al niño como
objeto obsceno y sublime de la pregunta en la medida en que en su centro se encuentre
un elemento que permita llevar a cabo esa operación, por decirlo así, desde adentro, algo
en el objeto que funcione como un más allá del objeto, o lo que Lacan denomina como
objeto (a) “un cuerpo sublime, evasivo, que está “hecho de nada”, un puro semblante sin
sustancia (Safouan, 2005).
Con esto se puede hacer explícita la posibilidad misma de la segunda negación:
se trata de enfrentar a la pregunta, no con el trazo sublime y obsceno del objeto niño
(con ese trazo ya se encuentra enfrentada) sino con la “nada” que se encuentra en el
núcleo de ese objeto, y que es a la vez lo recortado por el aspecto desmedido del objeto
con el cual se anuda la pregunta.
La pregunta se encuentra con la nada y hace así una “experiencia” de destitución
del objeto (a) que es al mismo tiempo una experiencia de destitución de sí misma. El
objeto (a) es la pregunta en su propia falta de consistencia, falta de consistencia que no
es una carencia, sino la forma en que la pregunta se produce para sí misma como objeto
de disfrute. Este disfrute de la pregunta sobre sí misma es lo que se rompe en esta
segunda negación.
¿Qué es infancia si no es la infancia? 32

Con ello cae el objeto (a) y el objeto mediador entre la pregunta y el objeto (a): el
niño en su aspecto sublime y obsceno. En este sentido, se ha llevado a cabo una doble
repetición de la destitución histórica del niño, en la cual,

La primera repetición es repetición de lo Mismo, que se explica por la identidad del


concepto o la representación; la segunda es la que comprende la diferencia y se
comprende a sí misma en la alteridad de la Idea, en la heterogeneidad de una
“apresentación”. La una es negativa, por defecto del concepto, la otra es afirmativa
por exceso de la Idea. La una es hipotética, la otra categórica. La una estática, la
otra dinámica. La una es repetición en el efecto, la otra en la causa. (Deleuze, 1988:
71).

La última repetición de la destitución del objeto trae consigo la reflexividad de la


pregunta en cuanto significante. ¿En qué consiste esa reflexividad? En que el
significante se vuelve otro para sí mismo, sólo que ahora no bajo la forma de ser su
propio objeto (que es lo característico del síntoma) sino en cuanto que recoge sus
propias trazas a partir de la experiencia de destitución acaecida, que sin embargo, no se
propone como instancia totalizadora de las trazas, sino que constituye una más de ellas.
En este sentido Zizek (1998:21) plantea que la reflexividad, “nunca podrá coincidir
plenamente consigo misma en un autorreflejo perfecto: el texto siempre se refleja-en-sí-
mismo con una perspectiva distorsionada, desplazada, “sesgada”, en síntesis, con una
perspectiva remarcada”.
En este sentido la experiencia de destitución de la pregunta puede permitir
“reflejar” su historia, es decir, colocar la traza del objeto en el contexto de la nueva
experiencia. La experiencia, en este sentido, opera como mediador entre la pregunta por
la infancia como significante, y un significante nuevo que adviene: el niño, sólo que ya
no como objeto incrustado en la pregunta, sino como fragmento de su historia. De esta
forma la relación entre infancia y niño cambia: no es ya el niño el objeto de la infancia,
sino que el niño se convierte en indicio de la infancia, en significante de la infancia. O
como lo plantea Rovatti (1990: 88) no es que la infancia sea una metáfora histórica del
niño, sino que el niño es una metáfora de la infancia:

Niño imaginario, niño real, niño metafórico, ya no son escindibles: solamente el


juego de las remisiones entre uno y otro puede dar sentido a la imagen de la
¿Qué es infancia si no es la infancia? 33

infancia como figura de la nietzscheana “transvaluación”, nuevo comienzo,


potenciación de un hombre que se eclipsa. Precisamente, porque no hay
transvaluación sin imagen; y tal vez no sea posible imagen sin infancia”

El niño es entonces, una forma de la infancia y no ya la infancia es una forma


identitaria del niño. Con ello queda entonces situado el punto a partir del cual se puede
establecer una interpretación de la infancia por fuera de la referencia a su función
histórica como modo de designación de la niñez.
¿Qué es infancia si no es la infancia? 34

INFANCIA, NIÑO Y SUBJETIVIDAD

Los animales no entran en la lengua: están desde siempre en ella.


El hombre, en cambio, en tanto que tiene una infancia, en tanto que no es
hablante desde siempre, escinde esa lengua una y se sitúa como aquel que,
para hablar, debe constituirse como sujeto del lenguaje, debe decir yo.
Agamben

¿En qué sentido el niño es una metáfora de la infancia? ¿qué se puede entender
aquí por metáfora? La metáfora se distingue de la representación, no tanto por algo que
fuera su estructura interna o estatuto, sino por el pensamiento que involucran. El
pensamiento representativo se propone capturar el objeto, busca el objeto por fuera del
significante que lo propone ya como algo dado en el mundo (García, 2005).
Existe así una previedad del significante que la representación trata de invertir.
En este sentido, si el significante se encuentra ya dado en el mundo, si se encuentra ya
propuesto desde esa previedad constitutiva del lenguaje que se preserva de cualquier
indicio de realidad, la representación busca instaurar esa realidad como la matriz de todo
lenguaje, desde un pensamiento “que trata de reducirlo todo a simples cosas o entes,
aislables, definibles, utilizables, manejables” (Rovatti, 1990: 16).
Por su parte, la metáfora, si bien no pretende usurpar la previedad del
significante, tampoco busca imponer un campo previo al lenguaje, a partir del cual se
pueda establecer la verdad contenida en un enunciado. La metáfora plantea la
posibilidad de una reflexividad que se lleva a cabo en el punto en el cual el significante
mismo se encuentra atravesado por su propia previedad, y que ese cruce constituye la
apertura difusa y sin contornos de eso que se llama mundo.
La metáfora, en este sentido, es la expresión de un pensamiento que asume que

“(…) las cosas no se pueden mirar ya directamente a la cara, so pena de tergiversar


la función del pensamiento; ya no podemos pretender que la verdad sea una
adecuación entre nuestro pensamiento y las cosas, porque ahora sabemos que de la
¿Qué es infancia si no es la infancia? 35

adecuación (limitadora e ilusoria, antes aún que imposible) no emana verdad


alguna, y que si queremos perseguir la verdad de algo debemos ir a buscar esa
verdad no precisamente en plena luz, sino en esa zona en la que necesariamente
juegan luz y sombra; y no ya a la manera de objetos o entes (y de leyes que los
expliquen), ni tampoco en el renovado (y también metafísico) sueño de hallar allí
una dimensión completamente otra, un mundo sumergido en las profundidades, que
“es”, pero está fuera de nuestro alcance” (Rovatti, 1990:17).

Se entiende, entonces, que la pregunta por la infancia, si bien se plantea en el


campo de la representación, esto es, en el contexto de una interpretación dominante del
niño como sujeto de derechos, surge también como un salto en este campo, el cual
resiste el cierre propuesto sobre la infancia por la idea de que es una identidad del niño
superada históricamente. La pregunta contiene, entonces un punto de pasaje del
pensamiento representativo al pensamiento metafórico, en donde no se trata ya de buscar
el “objeto propio” de la infancia, sino de “hacer que se presente” ese cruce entre la
previedad del lenguaje y el punto en el cual el significante mismo no queda del todo
sometido a esa previedad, pero tampoco sale completamente de ella hacia la
representación.
Decir que el niño es metáfora de la infancia significa afirmar que un pensamiento
de la infancia debe apelar al pensamiento metafórico para rastrear sus propias huellas,
pero que además, el niño mismo no se considera aquí un atributo dado, un ente que
responde a la infancia como una categoría genérica, sino que él mismo está por ser
pensado al interior de esa metáfora que es la infancia.
En este punto el niño, como metáfora de la infancia señala que ésta constituye su
fundamento, pero que, al mismo tiempo, el niño va más allá de su fundamento
diferenciándose de él, porque él mismo encarna una posibilidad que no se agota sólo en
la infancia:

La elección de la figura del niño muestra el intento de situarse en la encrucijada


entre el dato natural y el dato antropológico, en el punto mínimo de
antropomorfismo donde por cierto el hombre está ya por entero presente, pero
todavía no ha cobrado rigidez simbólica, ni ha llegado a escindirse (Rovatti,
1990:87).
¿Qué es infancia si no es la infancia? 36

El niño se sitúa así entre el espacio y el tiempo en el cual lo simbólico mismo


eclosiona en la figura del mundo, y el espacio y el tiempo en el cual esa eclosión, esa
experiencia simplemente ya se encuentra perdida, olvidada, por estar reservada a darse
sólo una vez en toda su radicalidad. Referirse a la infancia es hablar, entonces de esa
experiencia en la cual el mundo aún no se concreta, sino que permanentemente está
definiendo sus perfiles, sus contornos, sin que ellos aún delimiten una figura definida
(Mannoni,1994). Referirse a la infancia es hablar de una instancia, no de un momento o
una etapa cronológica, de una instancia en la cual la penumbra de lo casi dado es todo
aquello con lo que se cuenta para que lo dado, el lenguaje, entregue un mundo.
Podría decirse, en este sentido, que la infancia constituye el núcleo de la
subjetividad por comportar una reflexividad, un pliegue del lenguaje sobre sí mismo en
el cual se aloja una experiencia decisiva, que no queda en el pasado, que no se supera,
que, como lo afirma Lyotard no cesa de inscribirse. Y eso que se llama sujeto, y que se
ha anclado como destino del niño, destino tanto temporal como político, es la apelación
a una reflexividad no anclada en esa experiencia de que el mundo, como tal, es
intangible en sus principios, y sin embargo, no es un caos infundado.
Se puede entender así que autores como Agamben (2000) señalen que no hay
quien piense más que el niño, pues en la medida en que su fundamento es la infancia, el
niño se constituye en el lado reflexivo de esa reflexividad previa que se da en el
lenguaje, en un juego de dos reflexividades que se metaforizan y se traslapan entre sí:
En contraste se entiende la oposición que se establece, en una época dominada
por la idea de un sujeto que se hace evidente en su autocerteza, entre la imaginación y el
conocimiento (Foucault, 1987). La imaginación, propia de la infancia, no tiene que ver
entonces con un estado regresivo del pensamiento, sino que es la forma misma en que el
mundo se deja percibir sin ser nunca el punto de vista de un sujeto, sin reducirse a ser
conocimiento:

Infancia y lenguaje parecen así remitirse mutuamente en un círculo donde la


infancia es el origen del lenguaje y el lenguaje, el origen de la infancia. Pero tal vez
sea justamente en ese círculo donde debamos buscar el lugar de la experiencia en
cuanto infancia del hombre. Pues la experiencia, la infancia a la que nos referimos
no puede ser simplemente algo que precede cronológicamente al lenguaje y que, en
¿Qué es infancia si no es la infancia? 37

un momento determinado, deja de existir para volcarse en el habla, sino que


coexiste originariamente con el lenguaje, e incluso se constituye ella misma
mediante su expropiación efectuada por el lenguaje al producir cada vez al hombre
como sujeto (Agamben, 2000: 66).

Si la infancia es el núcleo de la subjetividad, no lo es tanto en cuanto soporte de


una reflexividad posterior, mucho más elaborada, sino en cuanto su propia reflexividad
trae consigo una experiencia que no puede ser reintegrada. En este sentido, la infancia es
la posibilidad misma de la reflexión, del pensamiento, en tanto que el lenguaje no puede
concretarse en una instancia puramente lógica que pueda universalizar la experiencia
implicada en la reflexividad. Por ello,

Pues justamente el hecho de que haya una infancia, es decir, que exista la
experiencia en cuanto límite trascendental del lenguaje, excluye que el lenguaje
pueda presentarse a sí mismo como totalidad y verdad. Si no existiese la
experiencia, si no existiese una infancia del hombre, seguramente la lengua sería un
“juego” con el sentido de Wittgenstein, cuya verdad coincidiría con su uso correcto
según reglas lógicas. (…) La verdad no es entonces algo que pueda definirse en el
interior del lenguaje, aunque tampoco fuera de él, como un estado de cosas o como
una “adecuación” entre éste y el lenguaje: infancia, verdad y lenguaje se limitan y
se constituyen mutuamente en una relación original e histórico-trascendental”
(Agamben, 1990:71).

La idea de sujeto, aquella que lo liga a un pensamiento completamente acabado,


desplegado en su totalidad, es pues, la subjetividad sin experiencia, la subjetividad
derivada de una experiencia constitutiva fundante, que en adelante, avanza sin que la
experiencia se vuelva a atravesar en su camino.
De aquí que el experimento y la vivencia se emplacen hoy como sustitutos de la
experiencia para el sujeto. Se trata, así, de una subjetividad sin infancia, que pretende
arribar a un universo ontológicamente estable y positivo que se expande por todos los
desfiladeros por los cuales se cuelan las huellas de un universo preontológico co-
extensivo.
En este sentido, si el niño es una metáfora de la infancia, también se puede
pensar que el loco constituye otra metáfora de la infancia, en la medida en que para él el
universo ontológico positivo que se expande para borrar las huellas de la infancia,
coincide en algún momento con una de esas huellas y, se invierte a partir de ellas
¿Qué es infancia si no es la infancia? 38

(Guattari, 1996). Se trata entonces, de una irrupción de la infancia no por el lado de la


reflexividad, sino por el lado del carácter delirante de un sujeto que pretende positivizar
completamente el mundo.
Si el infans en el niño es el callar constitutivo de la experiencia por el hecho
mismo de que en la experiencia el lenguaje aún no tiene facultad para serlo, el infans en
el loco es el callar de la positivización completa del lenguaje, que se vuelve pura
experiencia de positivización. En este sentido Lyotard se refiere al infans como aquello
que no habla, pero hace hablar: el código, la lengua no habla sino en la medida en que
está atravesada y despojada de una experiencia en la cual el lenguaje aún no es diferente
del mundo con el cual emerge.
De esta forma, si parece que el sujeto es cada vez más consistente, si cada vez se
configura un mundo más racionalizado, no es porque el sujeto despliegue una capacidad
constitutiva para pensar, sino porque piensa contra la infancia. Es decir piensa contra la
experiencia de una reflexividad que se da por fuera de él, que le antecede, que le sucede,
pero que nunca acaece en el lugar en el cuál el sujeto la quisiera desplegar. La
representación, la universalidad, la técnica, la ciencia, se constituyen allí donde la
infancia interroga el orden existente, y ellas operan realizando una especie de mapeo, de
suplantación de un territorio que no obstante les es ajeno. Por ello afirma Agamben
(1990:63) que “el sujeto trascendental no es más que el “locutor” y el pensamiento
moderno se ha construido sobre esa aceptación no declarada del sujeto del lenguaje
como fundamento de la experiencia y del conocimiento”.
Infancia y subjetividad constituyen, entonces un envés cuyo destino nunca es la
conformación completa y totalizada de un sujeto cierto de sí mismo. La subjetividad es
la reflexividad que se repite por la experiencia que la inunda, una experiencia que no se
encuentra en el pasado, sino que se distiende, que es siempre un por-venir, porque no
queda completamente inscrita en sí misma y que por tanto, comienza siempre de nuevo.
Por ello, afirma Agamben que la infancia no puede ser concebida como un estado
psicológico de ese sujeto cierto de sí mismo, o como su pasado histórico, sino que como
tal, pensar la infancia obliga a
¿Qué es infancia si no es la infancia? 39

(…) renunciar a un concepto de origen acuñado en base a un modelo que las


mismas ciencias naturales ya han abandonado, y que lo piensa como una
localización en una cronología, una causa inicial que separa en el tiempo un antes-
de-sí y un después-de-sí (1990: 67).

En este sentido, la idea de un sujeto que se desenvuelve linealmente, trazando de


antemano su propio derrotero, que atraviesa el campo de la historia como si este
estuviera dado de manera prefigurada, no es otra cosa sino el resultado de haber tomado
al sujeto cartesiano despojándolo de la experiencia de locura que se encuentra en su
fundamento: de la infancia que lo hizo posible:

(…) el sujeto no es ya la luz de la razón opuesta a la materia prima impenetrable,


opaca (de la Naturaleza, la tradición…) Su núcleo, el gesto que abre el espacio para
la luz del logos, es la negatividad absoluta, la “noche del mundo”, el punto de
locura total en el cual vagan sin ninguna meta las apariciones fantasmagóricas de
los “objetos parciales. En consecuencia, sin ese gesto de repliegue no hay
subjetividad; por ello Hegel tiene todas las razones para invertir el interrogante
convencional de cómo es posible la caída/regresión en la locura: la verdadera
pregunta es cómo puede el sujeto salir de la locura y llegar a la normalidad” (Zizek,
2001: 46).

Por eso mismo, porque la reflexividad deja por fuera la infancia que la hace
posible, la historia no es un camino progresivo, sino, como dice Agamben (1990: 74),
discontinuidad, epokhé, pues “lo que tiene su patria originaria en la infancia debe seguir
viajando hacia la infancia y a través de la infancia”.
¿Qué es infancia si no es la infancia? 40

CONCLUSIONES
La infancia no constituye primordialmente una forma identitaria del niño, una
forma histórica de designación del niño, sino que designa la condición de previedad en
la que permanece la experiencia frente al lenguaje. El lenguaje es siempre habla
proferida, dirigida a una experiencia que no aparece fundamentalmente como un pasado,
sino como el espacio velado del mismo lenguaje. El niño como metáfora de la infancia,
incorpora el sin-habla que se encuentra en el centro mismo de esa experiencia.
Es decir, que el sin-habla del niño no es sólo una condición de inmadurez frente
al discurso de los sujetos considerados adultos, sino que es una experiencia que
transforma el lenguaje en tanto que código social, en habla y en reflexividad. En este
sentido, la infancia implica que no hay un lenguaje del lenguaje, sino que el lenguaje
mismo se encuentra constantemente topándose con los límites de la experiencia que lo
atraviesa.
La idea de un sujeto plenamente reflexivo por una referencia al lenguaje como
instancia de totalización de la experiencia es la base entonces, de cualquier
representación del niño. Tanto la identidad histórica del niño como infancia, como la
identidad histórica del niño como sujeto de derechos, parecen pensar el niño sólo en la
medida en que se busca clausurar cualquier brecha en la subjetividad que conecte con la
infancia como experiencia que interroga el orden social.
La representación del niño como infancia lo hace proyectándolo como un
individuo irracional y necesario de protección, en el cual se busca preservar un sujeto
futuro. La representación del niño como sujeto de derechos lo hace buscando colmar los
vacíos que genera la experiencia con la inmediatez de la vivencia.
¿Qué es infancia si no es la infancia? 41

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