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INTRODUCCIÓN
Se puede decir que nuestra temporalidad histórica es la de una época que toma
consistencia desde la aspiración a una experiencia radical de la subjetividad. En esta
temporalidad se pueden reconocer dos lugares desde los cuales se plantea la cuestión del
estatuto de la infancia: el primero de ellos es constitutivo de la modernidad y consiste en
proponerla como punto de ruptura entre el orden tradicional y el orden por configurar; el
segundo, aparece en la reinscripción de la figura del niño en la idea de sujeto de
derechos, en el marco de lo que algunos autores denominan como modernidad tardía o
posmodernidad.
En este contexto, es posible preguntar si la comprensión de la infancia se
determina solamente por la función histórica que cumple cada uno de esos dos lugares o,
si por el contrario, esa comprensión tendría que remitirse a la idea de una experiencia
radical de la subjetividad más allá de las formas históricas que ésta adopte. Esto no
quiere decir que se asuma una perspectiva en la que busque comprender la infancia
ahistóricamente, sino más bien comprenderla en una perspectiva diferente de lo que
significa la historicidad, si se lee que la historicidad no se encuentra tanto en el carácter
positivo de lo que se asume como hecho histórico dado, sino en aquel rasgo que da su
sentido a los hechos históricos pero que permanece excluido de ellos. Como lo afirma
Žižek:
Aprehender una situación histórica “en su devenir” (como diría Kierkegaard) no es
percibirla como un conjunto positivo de rasgos (“el modo como son realmente las
cosas”) sino discernir en ella los vestigios de los intentos frustrados de
emancipación. (Desde luego, aludo a la concepción de Walter Benjamin de la
mirada revolucionaria que percibe el acto revolucionario real como la repetición
redentora de pasados intentos emancipatorios frustrados). Sin embargo, en este
caso, la “preponderancia de lo objetivo”, de lo que en Cosa elude nuestra
captación, ya no es el excedente de su contenido positivo por sobre nuestras
capacidades cognitivas sino, por el contrario, su falta, es decir, las huellas de los
fracasos, las ausencias inscriptas en su existencia positiva. Aprehender la
Revolución de Octubre “en su devenir” significa discernir el tremendo potencial
emancipatorio que fue simultáneamente suscitado y aplastado por su actualidad
¿Qué es infancia si no es la infancia? 5
La modernidad puede definirse por la entrada en escena del hombre como sujeto
de la voluntad. Toda la capacidad configuradora de mundo de la tradición se basó en la
separación presupuesta entre el hombre y la voluntad. Frente a ello, la modernidad
plantea la producción de un nuevo espacio social a partir de la conjunción entre hombre
y voluntad bajo la idea de sujeto:
(…) una pretensión del hombre a un fundamento de la verdad encontrado y
asegurado por el mismo, de la cual surge la “liberación” en la que el hombre se
desprende del primordial carácter vinculante que tenía la verdad revelada bíblico-
cristiana y la doctrina de la Iglesia. (…) Ser libre quiere decir ahora que, en lugar
de la certeza de salvación que era criterio de medida para toda verdad, el hombre
pone una certeza en virtud de la cual alcanza certeza de sí como de aquel ente que
de ese modo se coloca a sí mismo como su propia base (Heidegger, 2000:120).
¿Qué es infancia si no es la infancia? 6
Como tiempo histórico, la modernidad cobra sentido no a partir de las metas que
traza y puede o no realizar, sino a partir de la consciencia que estructura de sí en cuanto
movimiento que viene de un pasado que se debe superar hacia un futuro, que no
establece, una continuidad con ese pasado, sino que se convierte en producto de una
voluntad no divina. La modernidad es reconocida como el tiempo histórico en el cual la
voluntad del hombre aparece como la instancia que determina una experiencia de mundo
a partir del ordenamiento de dicha voluntad, para que en adelante permanezca a manera
de constante histórica que evidencia la fidelidad del hombre a su propio fundamento. En
palabras de Heidegger:
Dentro de la historia de la época moderna y como historia de la humanidad
moderna, el hombre intenta desde sí, en todas partes y en toda ocasión, ponerse a sí
mismo en posición dominante como centro y como medida, es decir, intenta llevar
a cabo su aseguramiento (2000: 122).
(…) privado de habla, incapaz de mantenerse erguido, vacilante sobre los objetos de
su interés, inepto para el cálculo de sus beneficios, insensible a la razón común, la
infancia es eminentemente lo humano porque su desamparo anuncia y promete los
posibles. Su retraso inicial con respecto a la humanidad, que hace de él el rehén de la
comunidad adulta, es también lo que manifiesta a esta ultima la falta de humanidad
de la que padece y lo que la llama a ser más humana (Lyotard, 1998:11).
este sentido se puede seguir a Lyotard cuando plantea que “(…) lo posmoderno ya está
implicado en lo moderno debido a que la modernidad, la temporalidad moderna, entraña
en sí un impulso a excederse en un estado distinto de sí misma” (1998:34).
Teniendo en cuenta que en la medida en que la modernidad buscó asegurar
totalmente las condiciones iniciales que le permitieran transitar con certeza y
autoevidencia un camino ilimitado de progreso, generó una dinámica económica y
simbólica que se tradujo en el desarrollo desmesurado de la ciencia como forma de
comprensión del mundo y de la economía de mercado como su modo de producción.
Ante este desarrollo desmesurado, el progreso, planteado en el origen de la
modernidad como ideal de legitimación, se transforma en una pragmática que liga la
ciencia con el sistema productivo, con lo cual “se hacen visibles las señales de la
conversión de la ciencia en una fuerza productiva, y de este modo se llega a la
tecnociencia, que constituye un rasgo de lo que se llama capitalismo tardío” (Santos,
1998:99). Así, la ciencia se vuelve más pragmática, rechaza el carácter ontológico y
filosófico de sus preguntas y se aboca a la producción incesante de conocimientos que
intensifican la productividad de un sistema económico de escala global.
Ahora el progreso se entiende como el resultado de la distribución de la riqueza
que tiene lugar como consecuencia de la constitución de un sistema de mercado basado
en la libre competencia. Esto conlleva a la destitución del Estado, en la medida en que al
operar en función de una unidad política, cultural y económica reunida bajo la idea de
Nación, se convierte en un obstáculo para el capitalismo desorganizado, para el mercado
global. Paradójicamente, el Estado, que era el centro estructural de la sociedad moderna,
termina siendo un obstáculo para el progreso que él pretendía asegurar para sus
ciudadanos. El centro estructural de las sociedades contemporáneas se desplaza entonces
hacia el mercado.
Como consecuencia, el Estado se deslegitima. Su función no es ya la de traer el
progreso, sino la de regular la economía en el contexto de un sistema productivo
mundial. La idea de Estado pierde su sentido, y como resultado presenta un déficit para
asegurar el bienestar de sus ciudadanos. El déficit del Estado se traduce,
simultáneamente, en un déficit de la capacidad socializadora de las instituciones (Dubet
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(…) las nuevas libertades que participan también de mecanismos de control que
rivalizan con los más duros encierros. (…) si en las sociedades de disciplina
siempre se estaba empezando de nuevo (de la escuela al cuartel, del cuartel a la
fábrica), en las sociedades de control nunca se termina nada (…) el control es a
corto plazo y de rotación rápida, pero también continuo e ilimitado, mientras que la
disciplina era de larga duración, infinita y discontinua (2001: 2-3).
Estas nuevas formas de poder, implican para las instituciones reinventar su propio
funcionamiento. Mientras que las prácticas que agencian un poder disciplinario postulan
un Amo que inscribe el cuerpo no socializado en un cuerpo colectivo a través de la
vigilancia constante y de una amenaza de mutilación, las prácticas de control convocan
un Amo indiferente ante lo individual no socializado, que puede prescindir de él como
un resto que, si rehúsa inscribirse en la lógica del capital, queda como una nada flotante
en los márgenes del sistema. Se plantea de esta manera un nuevo tipo de relación
inclusión-exclusión en la cual:
Se evidencia con esto que los dos lugares enunciados, los medios de comunicación
y los mandatos supranacionales, se convierten en los núcleos de producción de
representaciones sobre el niño y que estas representaciones disuelven la representación
moderna del niño como infancia. Sin embargo, a nivel pedagógico, la escuela, que
permanece aún como una institución vital para el orden social, recibe de esas dos
instancias un híbrido, una especie de sujeto-ciudadano-consumidor-goce que hace
inviables las prácticas pedagógicas basadas en los roles maestro-alumno:
(…) el edificio del poder mismo está dividido desde dentro, es decir, para
reproducirse a sí mismo y contener a su Otro, debe apoyarse en el exceso inherente
que lo cimenta –para ponerlo en términos hegelianos de identidad especulativa- el
Poder es siempre ya su propia transgresión, si va a funcionar, debe apoyarse en una
especie de suplemento obsceno. No basta decir que la Represión de un cierto
contenido libidinal erotiza retroactivamente el gesto de la “represión” –esta
“erotización” del poder no es un efecto secundario de su aplicación a su objeto,
sino es su mismo fundamento negado, su crimen constitutivo, su gesto fundador
que debe mantenerse invisible si es que el poder va a funcionar normalmente
(2005: 86).
Si el sujeto racional es el doble del sujeto del consumo, quiere decir, que cada uno
se constituye a sí mismo por las operaciones que pretende ejercer sobre el otro. Por ello,
también es parte de la ficción suponer que el sujeto obsceno siempre corresponde con
otro distinto a sí mismo: porque soy sujeto pensante allí donde estoy excluido del goce
del otro, y allí donde el goce es mío, no tengo por qué advenir como sujeto pensante,
como si el goce ya presupusiera su propia racionalidad en el ejercicio del derecho de
gozar.
Este desdoblamiento y aparente oposición entre el sujeto pensante-crítico y el
sujeto del goce, configura una modulación de lo mismo que hace aparecer al sujeto de
derechos como incuestionable en sí, pues su oscilación entre deseo y pensamiento lo
configura, precisamente, como campo de experiencia autorreferido, esto es, como
certeza autoasegurada. Y aquí aparece una pregunta que es necesario realizar para
destrabar la cuestión de la infancia más allá de afirmarla como una identidad superada:
esa incuestionabilidad, ese consenso en torno al sujeto de derechos, por su misma
incuestionabilidad ¿no merece ser cuestionada?
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significante que dice que falta uno, que falta un significante, pero, para decirlo, la
pregunta misma es ya un significante. Así podemos entender qué significa esta
expresión, utilizada por Lacan una sola vez, que el significante de la transferencia
en la histeria es la pregunta” (2007: 65).
En primer lugar hay que decir que el plano del significante es un plano lógico. Es
decir, que en el plano del significante aparece el pensamiento en su realidad irreductible,
y, casi, su oposición, al conocimiento y a la comprensión. El carácter lógico de este
plano tiene que ver, no tanto con lo que se conoce como la lógica tradicional, que define
las reglas que determinan el enlace entre proposiciones para establecer la verdad de un
predicado, sino con la atribución de un saber inscrito en el seno mismo del lenguaje:
(…) ello supone no confundir saber y conocimiento, porque hay saberes sin
conocimiento. En su definición lacaniana, el inconsciente es un saber que no se
sabe, que no tiene conocimiento de sí. El saber inconsciente se desprende de la
articulación de los significantes: pero no se trata de que las palabras se
correspondan con nosotros, sino de que se corresponden entre sí. Nosotros sólo
podemos seguir, y a duras penas, la correspondencia que mantienen entre ellas
(Miller, 2007: 217).
precisamente, nunca concuerda con ese algo que piensa. El fundamento de esta distancia
se puede apreciar en el punto en el cual el pensamiento apunta a convertirse en objeto de
sí mismo: al tratar de pensarse a sí mismo como pensamiento, es decir, al tratar de
pensar la esencia misma del pensar, el pensamiento se encuentra con un límite, y es el
carácter de objeto que cobra para él su propia presencia. Es decir, que el pensamiento se
encuentra con su propio significante como el límite que se le impone, en la medida en
que él ya está nombrado como “pensar”.
Con ello se entiende que el cruzamiento entre pensamiento y objeto no se dé entre
el pensamiento y un objeto empírico, sino entre el pensamiento y los significantes que lo
desdoblan como un objeto para sí. Como lo plantea Heidegger:
(…) la forma del pensamiento, la forma en el estricto sentido dialéctico del aspecto
formal qua verdad del contenido: lo “no pensado” de un pensamiento no es algún
contenido trascendente que se sustrae a la captación sino su forma misma. Por ello,
el encuentro entre un objeto y su categoría es un encuentro frustrado: el objeto
nunca puede corresponder plenamente a su categoría, puesto que su misma
existencia, su consistencia ontológica depende de esta no-correspondencia. El
objeto es, en cierto sentido la no-verdad encarnada, su presencia inerte llena un
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El carácter lógico del plano significante tiene que ver, entonces, con que el
pensamiento, una vez disuelve el objeto al cual está referido, se encuentra con la
identidad que existe entre sí y el significante y con el límite que comporta dicha
identidad. El significante, en este sentido, comporta un trasfondo de infinitud que hace
que siempre se sustraiga al intento de ser pensado completamente (Baudrillard 2001).
Por este carácter infinito, el significante siempre convoca un objeto, invocando, al
mismo tiempo, un exceso espectral del mismo. El objeto constituye siempre más que lo
que parece ser en sí mismo, se desdobla y su presencia positiva da lugar a un vacío en el
que no desaparece, sino en el que se encuentra consigo mismo como límite constitutivo
de la realidad y, por ello mismo y de algún modo, fuera de ella. En este sentido, Lyotard
afirma que,
“Una visión recta y focalizada siempre se rodea de una zona curva en que lo visible
se reserva, sin estar pese a ello ausente. Disyunción incluyente. Y no hablo de la
memoria que pone en juego la vista más simple. La visión actual conserva en sí la
vista tomada un instante antes desde otro ángulo. Anticipa lo que tendrá lugar
dentro de un momento. De estas síntesis resultan identificaciones de objetos, pero
nunca consumadas, a las que una vista ulterior siempre podrá solicitar deshacer. En
esta experiencia el ojo siempre está, por cierto, en busca del reconocimiento, como
puede estarlo el espíritu de una descripción completa del objeto que procura pensar,
sin que pese a ello el observador pueda decir nunca que lo reconoce perfectamente,
dado que el campo de presentación es en cada ocasión absolutamente singular y una
vista verdaderamente vidente no puede olvidar que, una vez “identificado” el objeto
visto, siempre queda un resto por ver. El “reconocimiento” perceptivo no satisface
nunca la exigencia lógica de descripción completa (1998: 25).
plantea J.A. Miller “el sujeto psicótico no puede acceder a la tranquilidad del yo no
pienso, no tiene esa posibilidad que le da su falso ser al sujeto” (2007: 45).
En el registro de la comprensión el pensamiento se enajena en su objeto. Es decir,
que el objeto aparece como un mediador evanescente entre el pensamiento como “en sí”,
y el pensamiento como algo “para sí”. En tanto opera como mediador, el objeto no
acerca al pensamiento a sí mismo sino que, precisamente, mantiene la distancia mínima
a partir de la cual consigue postergar el encuentro del pensamiento consigo mismo, que
como se sabe, implica su colapso, tal y como ocurre en la psicosis en donde:
(…) lo que está en juego no es la realidad. El sujeto admite, por todos los rodeos
explicativos verbalmente desarrollados que están a su alcance, que esos fenómenos
son de un orden distinto a lo real, sabe bien que su realidad no está asegurada,
incluso admite hasta cierto punto su irrealidad. Pero, a diferencia del sujeto normal
para quién la realidad está bien ubicada, él tiene una certeza: que lo que está en
juego –desde la alucinación hasta la interpretación- le concierne. (Lacan, 1984,
110)
Se entiende así que Kant afirme que el conocimiento tiene un rasgo de finitud
(Agamben, 2001), mostrando que esta finitud no tiene que ver con la imprecisión de las
medidas o de los procedimientos, de los errores a los que puede estar sujeto el proceso
de construcción de conocimiento, sino con la estructura esencial del conocimiento
mismo: a la necesidad de ir más allá del objeto y, al mismo tiempo, de mantener su
anclaje en él.
De aquí se sigue que existe siempre una alteridad estructural entre el plano del
significante y el plano de la significación, entre un significante y la comprensión que lo
envuelve. La significación del significante es su proyección como “marco de realidad”,
mientras que el significante se encuentra en el límite en el cual la realidad se sustrae.
Perdida la significación de un significante, es decir, perdido el objeto, el significante
“desaparece” de la realidad, y sin embargo, se hace más patente en el pensamiento.
En este sentido, el significante puede desaparecer para el conocimiento, para la
comprensión, pero no así para el pensamiento. En este caso el significante no significa,
no se da a comprender, pero hace pensar “(…) de todos modos se deja nombrar y, una
vez nombrado, puede ser pensado…” (Heidegger, 1989: 49).
Sólo porque hace pensar, el significante no se anula junto con la destitución de la
significación, sino que se traspasa en un punto espectral que se mantiene al margen de la
comprensión, pero a su vez, amenaza “virtualmente” la aparición de cualquier nueva
comprensión o significación.
¿Qué es infancia si no es la infancia? 27
implica que no exista un objeto propio, una forma propia de la infancia. Y frente a ello,
el interrogante se limita a señalar esa posibilidad.
Ahora, al pasar la pregunta del plano del significado al plano del significante,
realizando así la primera negación, debe aparecer una relación modificada del
significante con el objeto, pues en este plano la pregunta no está referida a un saber al
cual falla, al cual resiste, sino frente a la destinación que hace de sí como significante, a
la postulación que realiza de sí como significante posterior con el cual se enlaza. Esto es
lo esencial en el plano significante. En el plano del significado no aparece el dolor del
síntoma, sino el señalamiento de la falta en el otro (Miller, 2004). Entre tanto en el plano
significante es el dolor el significante con el cual se enlaza la pregunta: el dolor sentido
en la pregunta es significante y es distinto a la pregunta misma.
Y este significante contiene la clave para vislumbrar si en este plano la relación
entre el significante infancia y la falta de objeto es sustancialmente distinta. En este
momento puede decirse que el dolor en la pregunta es el significante de una relación
infinita del significante infancia con un objeto desmesuradamente extenso. No es que
falte el objeto, sino que la falta del objeto de la realidad (Miller, 2003), del objeto
histórico, ha abierto una zanja por la cual se cuela un objeto excesivo. La pregunta por la
infancia, en el plano significante, mantiene una relación con un objeto desorbitante, esto
es, con el trazo espectral del objeto de la realidad, con el niño como ficción y fantasma
que no obstante se impone a la pregunta:
Y luego, el niño real, correlato causal o de memoria de nuestro mirar, en todo caso
referencia necesaria en su repetirse, en su representarse continuamente igual a sí
mismo, ¿No es –al mismo tiempo- lo que imaginamos y su exacto opuesto, con una
pesadez y maldad, a veces con una diversidad no por cierto bella ni idealizable, sino
brutal y rechazable? Y al mismo tiempo, ¿no es muchas otras cosas también
diferentes, también complicadas y contradictorias? (Rovatti, 1990: 78)
Aquí hay que ir más allá de la reducción “lacaniana” clásica del motivo de un doble
a una relación en espejo imaginaria: en su carácter más fundamental, el doble
encarna a la Cosa fantasmagórica en mí; es decir, la asimetría entre yo y mi doble
es, en última instancia, la que hay entre el objeto (corriente) y la Cosa (sublime). En
mi doble, no me encuentro simplemente a mí mismo (mi imagen en el espejo) sino,
antes que nada, lo que “en mí [es] más que yo mismo”: el doble es “yo mismo”,
aunque –para expresarlo en términos spinozianos– concebido bajo otra modalidad,
la del otro, cuerpo sublime, etéreo, una pura sustancia de goce eximida del circuito
de la generación y la corrupción. Antes de ser “negado” en su Nombre, el “padre”
designa una Cosa así, que es “en mí más que yo mismo” (Zizek, 1994: 155)
encontrarse ubicado en un más allá del objeto histórico perdido no se puede convertir en
objeto de conocimiento para la pregunta.
El niño como doble fantasma coincide plenamente con la infinitud del significante
infancia y cualquier determinación del mismo sólo se puede llevar a cabo por la vía del
advenimiento de otro significante, que es precisamente lo que la forma de la pregunta
rechaza.
En este punto se requiere, entonces, la realización de una segunda negación de la
relación entre la pregunta y el objeto, con la cual se debe destituir, definitivamente, el
punto de soldadura entre la infancia y el niño. Con esta segunda negación se repite la
destitución histórica del objeto niño, sólo que ahora como destitución lógica. Esta
destitución se hace necesaria porque,
(…) cuando algo pasa a ser “para sí”, nada cambia en realidad en esa entidad, que
se limita a afirmar reiteradamente (observa y remarca) lo que ya era en sí misma.
De modo que la negación de la negación no es más que la repetición en su
expresión más pura. En el primer movimiento se realiza un cierto gesto que fracasa;
después, en el segundo movimiento, sencillamente se repite este gesto (2005: 84).
La destitución lógica del niño en tanto que objeto fantasmático debe conducir,
ahora, a destituir también la pregunta y a recoger en ella los elementos esenciales que
permitan dar curso a una interpretación de la infancia que acoja la verdad de los rasgos
espectrales del objeto, lo que al mismo tiempo debe mostrar la posibilidad de una
interpretación de la infancia por fuera de la remisión histórica al niño, pero que debe
explicar el por qué esa remisión tuvo lugar en una época cuyo punto de gravedad es la
constitución de una experiencia completa de la subjetividad.
Con ello cae el objeto (a) y el objeto mediador entre la pregunta y el objeto (a): el
niño en su aspecto sublime y obsceno. En este sentido, se ha llevado a cabo una doble
repetición de la destitución histórica del niño, en la cual,
¿En qué sentido el niño es una metáfora de la infancia? ¿qué se puede entender
aquí por metáfora? La metáfora se distingue de la representación, no tanto por algo que
fuera su estructura interna o estatuto, sino por el pensamiento que involucran. El
pensamiento representativo se propone capturar el objeto, busca el objeto por fuera del
significante que lo propone ya como algo dado en el mundo (García, 2005).
Existe así una previedad del significante que la representación trata de invertir.
En este sentido, si el significante se encuentra ya dado en el mundo, si se encuentra ya
propuesto desde esa previedad constitutiva del lenguaje que se preserva de cualquier
indicio de realidad, la representación busca instaurar esa realidad como la matriz de todo
lenguaje, desde un pensamiento “que trata de reducirlo todo a simples cosas o entes,
aislables, definibles, utilizables, manejables” (Rovatti, 1990: 16).
Por su parte, la metáfora, si bien no pretende usurpar la previedad del
significante, tampoco busca imponer un campo previo al lenguaje, a partir del cual se
pueda establecer la verdad contenida en un enunciado. La metáfora plantea la
posibilidad de una reflexividad que se lleva a cabo en el punto en el cual el significante
mismo se encuentra atravesado por su propia previedad, y que ese cruce constituye la
apertura difusa y sin contornos de eso que se llama mundo.
La metáfora, en este sentido, es la expresión de un pensamiento que asume que
Pues justamente el hecho de que haya una infancia, es decir, que exista la
experiencia en cuanto límite trascendental del lenguaje, excluye que el lenguaje
pueda presentarse a sí mismo como totalidad y verdad. Si no existiese la
experiencia, si no existiese una infancia del hombre, seguramente la lengua sería un
“juego” con el sentido de Wittgenstein, cuya verdad coincidiría con su uso correcto
según reglas lógicas. (…) La verdad no es entonces algo que pueda definirse en el
interior del lenguaje, aunque tampoco fuera de él, como un estado de cosas o como
una “adecuación” entre éste y el lenguaje: infancia, verdad y lenguaje se limitan y
se constituyen mutuamente en una relación original e histórico-trascendental”
(Agamben, 1990:71).
Por eso mismo, porque la reflexividad deja por fuera la infancia que la hace
posible, la historia no es un camino progresivo, sino, como dice Agamben (1990: 74),
discontinuidad, epokhé, pues “lo que tiene su patria originaria en la infancia debe seguir
viajando hacia la infancia y a través de la infancia”.
¿Qué es infancia si no es la infancia? 40
CONCLUSIONES
La infancia no constituye primordialmente una forma identitaria del niño, una
forma histórica de designación del niño, sino que designa la condición de previedad en
la que permanece la experiencia frente al lenguaje. El lenguaje es siempre habla
proferida, dirigida a una experiencia que no aparece fundamentalmente como un pasado,
sino como el espacio velado del mismo lenguaje. El niño como metáfora de la infancia,
incorpora el sin-habla que se encuentra en el centro mismo de esa experiencia.
Es decir, que el sin-habla del niño no es sólo una condición de inmadurez frente
al discurso de los sujetos considerados adultos, sino que es una experiencia que
transforma el lenguaje en tanto que código social, en habla y en reflexividad. En este
sentido, la infancia implica que no hay un lenguaje del lenguaje, sino que el lenguaje
mismo se encuentra constantemente topándose con los límites de la experiencia que lo
atraviesa.
La idea de un sujeto plenamente reflexivo por una referencia al lenguaje como
instancia de totalización de la experiencia es la base entonces, de cualquier
representación del niño. Tanto la identidad histórica del niño como infancia, como la
identidad histórica del niño como sujeto de derechos, parecen pensar el niño sólo en la
medida en que se busca clausurar cualquier brecha en la subjetividad que conecte con la
infancia como experiencia que interroga el orden social.
La representación del niño como infancia lo hace proyectándolo como un
individuo irracional y necesario de protección, en el cual se busca preservar un sujeto
futuro. La representación del niño como sujeto de derechos lo hace buscando colmar los
vacíos que genera la experiencia con la inmediatez de la vivencia.
¿Qué es infancia si no es la infancia? 41
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