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el corazón de José de San Martín desde su más temprana edad.

“El no
había hecho sino nacer en el suelo de América - dice Vicuña
Mackenna -, pero su organización moral, semejante a esas robustas
semillas que no se desvirtúan bajo ningún clima, llevaba en sus
entrarías el germen del más ardiente y exaltado americanismo".

PRIMERAS CAMPAÑAS

Es, sin embargo, José de San Martín, en esta primera juventud, un


oficial del ejército español, y es al servicio de España como hace sus
primeras armas y recibe su bautismo de fuego. Los tiempos son
turbulentos y agitados, y no le faltan, ciertamente, al hombre
arrojado ocasiones para hacer su aprendizaje del arte de la guerra y
demostrar con hechos su concepto del honor. Sólo cuenta el cadete
San Martín quince años cuando figura entre los defensores de Orán
contra un ataque de los moros. Poco después se distinguirá en la
heroica defensa de Colliure; tomará parte en la campaña contra
Portugal, a título de ayudante de órdenes del General Solano, y, en
1797, formará parte de la dotación de la escuadra española en batalla
con una potente fuerza naval inglesa. En el año 1804 San Martín es
ascendido a Capitán y destinado a Cádiz. Allí fue, indudablemente,
donde tuvo ocasión de conocer y tratar a un grupo de jóvenes
americanos - especialmente a Bernardo O'Higgins -, cuyo contacto
despertaría en él, con mayor fuerza, aquel recuerdo nunca extinguido
de la lejana patria de su nacimiento; y esa chispa de amor por la cuna
del otro lado de los mares; y esas ansias de independencia, que los
tiempos parecen (no se olvide que nos hallamos al día siguiente de la
Revolución francesa) tan propicios a avivar.

Más la hora es difícil, amenazadora también para la independencia


española, y San Martín cumple el deber que le dicta esa hora de
España. La invasión napoleónica es un hecho: no es difícil adivinar
que el supuesto tránsito hacia Portugal de las tropas francesas
constituye de hecho una ocupación en regla; la torpeza, las
vacilaciones y disensiones de la familia real, de un lado, y la ambición
del Corso, de otro, han sentado ya en el trono de España a un rey
francés; tampoco hay que ser zahorí para augurar el levantamiento
del pueblo, que no se hace esperar. En efecto, en 2 de Mayo de 1808,
la gesta de los artilleros Daoíz y Velarde, en Madrid, es la señal del
levantamiento de la nación entera contra el invasor. Esta será la
primera guerra de independencia en que luche San Martín.

Y se lanza, desde un principio, a esta lucha contra el invasor con


decidido ardor de soldado y patriota.

Es paradójica, sin duda, al parecer, la actitud de José de San Martín en


este momento de su vida y de la Historia; contradictorio, en opinión
de muchos, el doble impulso que le lleva, de una parte, a sostener
activa correspondencia con quienes sueñan, al otro lado de los mares,
con la libertad de las naciones americanas, ansiosas por emanciparse
de la Madre España, y, por otra parte, a defender, con la espada en la
mano, la independencia de esta misma España materna contra el
invasor. Y, sin embargo, ¿no es una la generosidad, uno el impulso de
libertad y de justicia patria que le mueve, tanto en el sueño de lo
lejano como en el heroísmo de lo inmediato ? Difícil destino el del
hombre honrado, sincero consigo mismo, que se encuentra, un día,
frente a tal dilema, en la encrucijada de tal dualidad.

En los primeros días del levantamiento del pueblo contra los


franceses, presencia José de San Martín uno de los más terribles
episodios de la ira popular desencadenada, de la que está incluso a
punto de ser víctima. Ya se ha dicho que San Martín es ayudante del
General Solano, marqués del Socorro, a la sazón Gobernador de
Cádiz. Por su desdicha, el marqués se hizo sospechoso de
afrancesado y condenó el levantamiento; cuando las turbas quisieron
asaltar el Gobierno Militar, San Martín se puso, como era su deber, al
frente de la guardia, defendió la Comandancia y salvó, por el
momento, la vida de su General. Poco después, sin embargo, los
amotinados capturaban al General Solano en una casa contigua,
donde se había refugiado, y no tardaron en arrastrar su
ensangrentado cadáver por las calles de la ciudad, como trofeo de
victoria. Por su parte, el Capitán Ayudante José de San Martín, a quien
también buscaban los sublevados, pudo salvar su vida gracias al
teniente Coronel don Juan de la Cruz Murgeon, que le ocultó y
salvaguardó en tan peligrosas circunstancias.

Y, sin embargo, nadie, en esté terreno, menos sospechoso que el


joven Capitán. No en uno, sino en cien encuentros contra el francés,
le hallamos peleando como un león. A él se debe, principalmente, en
23 de Junio de 1808, la acción afortunada de Arjonilla, con la derrota
de la tropa napoleónica. En la gloriosa batalla de Bailán pone a
prueba su valentía y recibe una medalla de honor; en la de Albuera
(1811) es promovido al grado de Teniente Coronel de Caballería,
ascenso que se le otorga, por los méritos desplegados en la acción,
sobre el mismo campo de batalla. Poco después, libre España de
invasores, es destinado al regimiento de Dragones de Sagunto. Pero
en este momento, la carrera del heroico militar español San Martín se
quiebra como tal. No es una deserción: es un cambio de rumbo. O,
mejor, una ciega obediencia al mandato del destino. “Su papel de
soldado de la libertad española ha concluido - dice R. M. Quintana -;
allá lejos le espera una misión histórica al servicio del país que le vio
nacer.”

SAN MARTÍN EN AMERICA

A fines de ese mismo año de 1811 José de San Martín está en


Londres. Ha quedado tras de sí sus naves; se ha liberado de toda
obligación con el ejército español y con España. Va a convertirse en
caudillo de lejanas y jóvenes naciones, en Libertador de un
continente; por el momento, sin embargo, es sólo un conspirador
oscuro en una ciudad extranjera. En Londres entra en relación con los
venezolanos Luis López Méndez y Andrés Bello, el mexicano Servando
Teresa Mier, los argentinos Carlos Alvear y Matías Zapiola. Estos le
acompañan en su regreso al país de su nacimiento: el 9 de Marzo de
1812 desembarcan juntos en la ciudad de Buenos Aires.

La Revolución americana reconoce inmediatamente a San Martín su


grado de Teniente Coronel y le confía, para empezar, la misión de
organizar un escuadrón de caballería, el de los que luego han de ser
famosos granaderos a caballo, los que escribirán con sus hazañas la
verdadera epopeya de la Independencia americana, el cuerpo que
recorrerá triunfalmente toda América, desde el Plata al Chimborazo,
el que dará más ilustres jefes al ejército argentino. Antes de que esto
llegue, la, misión de San Martín se extiende ya a la formación de un
verdadero ejército, organizado, disciplinado, armado. El primer
verdadero ejército de la libertad americana es, indiscutiblemente,
obra de San Martín, desde ese primer día. Lo que resulta tanto más
maravilloso si se piensa que él era, en su propia patria, un recién
llegado, un perfecto desconocido, sin parientes ni amigos. ¿Cuáles
eran, entonces, sus credenciales para la espinosa y difícil misión que
se le confiaba ? Sin duda, las de sus propias virtudes, las que le
acompañaron toda la vida, como señala Ballesteros y Beretta.

“Era sobrio, metódico, paciente, sereno, lleno de calma y


ecuanimidad - explica este insigne historiador -. La austeridad, la
nobleza de intenciones, la pureza de los principios, el desinterés, la
abnegación, y otras mil más pequeñas cualidades completan la figura
eminente de este caudillo de la Revolución americana. Organizador
por excelencia, no descuida los detalles, siquiera los más pequeños;
minucioso y precavido, fraguaba los proyectos lentamente, preparaba
los medios con tenacidad y sin desmayo, y preveía los efectos a larga
fecha” (Historia de España – Salvat Editores).

Todas estas cualidades de San Martín se ponen de manifiesto por vez


primera en el combate de San Lorenzo (3 de Febrero de 1813),
trabado cerca del monasterio de este nombre, situado en la orilla
izquierda del Paraná. En ese lugar de San Lorenzo reciben su
bautismo de sangre y fuego los granaderos de San Martín. Es la
primera victoria del hijo de América en tierra americana. Nombrado
Coronel Mayor, en premio a ella, San Martín es destinado al mando
del ejército del Alto Perú. Es una tarea titánica; el país es vastísimo; el
ejército todavía pequeño e inconexo, aún no bien disciplinado; las
comunicaciones difíciles, cuando no imposibles. Ante la evidencia de
que la ruta del Alto Perú es impracticable, San Martín concibe la
osada idea de atravesar la Cordillera de los Andes, libertar ci Chile e
invadir el Perú por vía marítima. No se trata ya de emancipar a una
sola nación, sino a todas sus hermanas; literalmente, a un mundo.

Es preciso adoptar tácticas nuevas, distintas y más vastas. San Martín


escribe, por aquellos días, a un amigo suyo, Nicolás Rodríguez
Peña: “La patria no hará camino por este lado del Norte, como no
sea en una guerra puramente defensiva. Ya le he dicho a usted mi
secreto. Un ejército pequeño y bien disciplinado en Mendoza para
pasar a Chile y acabar allí con los godos, apoyando un gobierno de
amigos sólidos para acabar con la anarquía que en todo el país reina.
Aliando las fuerzas pasaremos por el mar a tomar Lima. Ese es el
camino y no este que ahora se sigue, mi amigo. Convénzase usted de
que, hasta que no estemos sobre Lima, la guerra no acabará”.
(Tucumán, 12 de Abril de 1814).

Estas palabras habían de ser proféticas. Nada, sin embargo, parece


darles base. La situación del país - de los países - es verdaderamente
crítica. Nombrado Gobernador intendente de la provincia de Cuyo
(agosto de 1814), se instala San Martín en Mendoza, donde empieza a
reunir a los llaneros, al objeto de formar ese ejército autóctono de
liberación con el que sueña. Mejora la administración civil de la
provincia, se hace querer de cuantos le rodean; la gentes del llano, al
conjuro de su influencia, aportan a la causa de la libertad hombres,
ganados y tesoros. Mas ¿es posible que, ni aun con todo esto, llegue a
realizarse esa loca empresa de cruzar los Andes? Los políticos de
Buenos Aires se asustan o escandalizan ante la magnitud de la tarea.
Pero cuando Alvear destituye a San Martín de su cargo de
Gobernador, el Cabildo y su pueblo se niegan resueltamente a recibir
al substituto y San Martín es confirmado en su cargo.

Hasta 1816 permanece en Mendoza, realizando una labor agotadora,


minuciosa, indescriptible. En el campamento del Plumerillo, bajo la
hábil dirección de fray Luis Beltrán, se funden cañones, fusiles,
espadas. Los propietarios de la provincia de Cuyo ceden sus esclavos
a San Martín para que vayan a engrosar el ejército expedicionario; los
indios pehuenches prestan su colaboración al futuro libertador. En
algunas regiones de Chile aparecen partidas insurgentes. En la tropa
improvisada de San Martín, al lado del abogado marcha el pastor de
ovejas.

EL PASO DE LOS ANDES

Esta abigarrada tropa alcanza, en Septiembre de 1816, los 2.000


hombres; a fines de año se ha duplicado. Tiene por estandarte el azul
y el blanco de la Virgen del Carmen; al mando de San Martín, cuenta
con aguerridos oficiales. ¿Para qué aguardar más? San Martín tiene,
de nuevo, la intuición de su destino, la sensación de que la hora ha
llegado al fin.

En el mes de Enero de 1817 se emprende la pasmosa aventura, y el


ejército inicia su marcha para atravesar la cordillera. San Martín lo ha
divido en tres cuerpos, que por diversas gargantas han de cruzar los
Andes. Con precisión matemática se realizan las sabias
combinaciones estratégicas que darán por resultado la liberación de
Chile. ¿Qué importan los rigores de la temperatura invernal en
aquellas profundísimas gargantas, qué la fatiga, la enfermedad ni el
hambre? Las tres columnas avanzan, día y noche, hacia su osado
objetivo; no faltan escaramuzas en la ruta, pero la táctica despegada
por San Martín en el famoso “paso” será elogiada por todas las
escuelas militares del mundo y su figura será siempre evocada.

El más grave tropiezo lo encuentran los expedicionarios a mediados


de Febrero en la cuesta de Chacabuco. En el camino de Aconcagua
cierran el paso al ejército de San Martín unos 2.000 realistas al mando
del Brigadier Maroto. Mas San Martín conoce a tiempo la posición del
enemigo y planea, con precisión certera, un ataque simultáneo de
flanco y de frente. Entablado el combate el 12 de Febrero, los
realistas se mantienen firmes, resistiendo con entereza los embates
de las tropas libertadoras. El valor derrochado por uno y otro
adversario prolonga la lucha, mas, finalmente, el citado ataque de
flanco obliga a los realistas a ceder el campo.

Maroto retrocede hasta Santiago; los restos de su ejército capitulan


en la hacienda de Chacabuco. Las tropas expedicionarias continúan
su marcha victoriosa hacia la capital y, como final del parte que ponía
feliz remate a tan señalada jornada, escribe San Martín las siguientes
memorables palabras:

“Al ejército de los Andes queda para siempre la gloria de decir: en


veinticuatro días hemos hecho la campaña, pasamos las cordilleras
mas elevadas del Globo y dimos la libertad a Chile.”

Llegado el ejército vencedor a la capital, el cabildo abierto de


Santiago proclama Dictador Supremo del territorio al General San
Martín. Pero él no acepta.

RENUNCIACIONES

Toda la existencia de José de San Martín es un constante tira y afloja


entre el impulso y el renunciamiento. Donde el peligro, la dificultad, la
necesidad le impulsan a avanzar, a vencer, el objetivo conseguido, la
victoria alcanzada, el provecho próximo y la gloria al alcance de la
mano le dejan frío, indiferente y le inclinan a renunciar
olímpicamente. La renunciación parece el lujo supremo de este
espíritu selecto, siempre tan rico en el dar como parco en el pedir. Por
otra parte, su existencia se ciñe a la sencillez más absoluta y austera.
He aquí cómo, punto por punto, la describe uno de sus biógrafos más
notables.

“Se levanta de madrugada a trabajar hasta el mediodía - dice -;


almuerza de pie y su ración consiste en puchero, postres caseros, dos
copas de vino y una taza de café; fuma un cigarro negro, al que es
muy aficionado; duerme una breve siesta bajo el corredor de su casa,
sobre cuero crudo, porque es muy fresco; se levanta después para
seguir trabajando hasta la noche, en que su cena es frugal. Durante
la jornada conversa y escribe; revisa hombres y animales; inquiere
armas, provisiones y utensilios en el campamento; sale, a veces, por
el campo a conocer la tierra y las gentes. En la velada familiar juega
una partida de ajedrez y a las diez de la noche se retira a dormir.”

Este cuadro coincide muy bien con la conocida y bellísima semblanza


trazada por José Martí, cuando dice:

“San Martín, grande y sereno, alto y de tez obscura; de soberanos,


penetrantes ojos; de selvoso y negrísimo cabello; la nariz prominente
y aguileña; los labios finos, llenos siempre de enérgicas y vívidas
palabras; y en su levita azul con charreteras y pantalones de galón de
oro, militar imperante, austero y culto, de tan visibles dotes, que con
oírle hablar aparecía su superioridad considerable entre, sus
contemporáneos, y tan tierno y profundo en sus afectos, que, de ver
tan grande hombre, se consolaban los demás de serlo.” Y, sobre todo,
cuando añade: “Triunfó sin obstáculo, por el imperio de lo real aquel
hombre que se hacía el desayuno por sus propias manos, se sentaba
al lado del trabajador, veía porque herrasen la mula con piedad, daba
audiencia a las muchas gentes que a verle venían en la cocina - entre
puchero y el cigarro negro -, dormía al aire, en un cuero tendido.”

Uno de sus renunciamientos lo detalla Carlos R. Centurión:

“En 1812, como jefe del Regimiento de Granaderos a caballo,


renunció a la mitad de su escaso emolumento a favor del Estado. Es
el principio de una cadena de honor que hoy es orgullo del ejército
argentino. En los comienzos de 1815, el Directorio lo designó General
de brigada, en despacho firmado por Alvear. El agraciado declinó el
ascenso, expresando en una carta famosa: jamás aceptaré nuevos
ascensos. Vencida España, haré dejación de mi empleo para
retirarme a pasar mis enfermos días en la soledad”.

“En 1816 - continúa la enumeración - renunció a la mitad de su


sueldo como Gobernador de Mendoza. En la misma época se negó a
aceptar la donación de doscientas cincuenta cuadras que el Cabildo
de aquella ciudad hiciera a su hija Mercedes, sugiriendo que se
reservasen dichos terrenos para premiar a los oficiales del Ejército de
los Andes que se distinguiesen al servicio de la patria.”.“En 1817,
después de Chacabuco, San Martín fue elegido para ejercer el
gobierno de Chile. Fiel a su norma, declinó el honor. Fue electo, en
consecuencia, el General Bernardo O'Higgins como director de su
patria.”

“En días posteriores a aquella victoria, el Libertador resolvió


emprender un viaje a Buenos Aires. El Cabildo de Santiago, al ser
informado, votó la suma de diez mil pesos para obsequiarle como
viático. El premiado rehusó el obsequio y “destinó el dinero para la
creación de una biblioteca pública que perpetúa la memoria de la
Municipalidad". “La ilustración y el fomento de las letras - dijo
entonces - es la llave maestra que abre las puertas de la abundancia
y hace felices a los pueblos.” “El Gobierno de Buenos Aires, con
motivo de recibir el parte y los trofeos de Chacabuco, comunicó a San
Martín su ascenso a Brigadier General. El héroe declinó nuevamente
el honor. El Cabildo de Santiago, atento a que el Libertador había
rechazado la suma a que ya hicimos referencia, insistió en su
propósito y le donó una chacra en la vecindad aledaña de aquella
ciudad. Y esta vez aceptó el obsequio, más para que se destinase una
parte de sus productos al hospital de mujeres y otra a costear un
vacunador para combatir la viruela. Por dos veces, además, hizo
renuncia al cargo de comandante en jefe del Ejército de los Andes,
antes de la campaña del Perú, y, conquistarla la independencia de
este país, en Agosto de 1821 prometió hacer lugar al gobierno que
los pueblos del Perú tuviesen a bien elegir, cuya forma y modo
determinarán los representantes de la nación peruana, promesa que
cumplió un año después.”

Después de Chacabuco, no es, pues, San Martín quien queda al frente


de los destinos de Chile, sino su amigo y compañero de armas, el
chileno O'Higgins. El será quien firme el Acta de declaración de la
Independencia chilena (2 de Febrero de 1818) y la lea solemnemente
ante las tropas. Pero la resistencia del ejército realista es, en Chile,
más obstinada que en parte alguna. Y el anhelo de libertad de los
“Independientes” no se detiene ante ninguna posible frontera: les es
preciso ir siempre más allá, más allá. La misión de San Martín no ha
terminado con el paso de los Andes: ahora es nombrado Generalísimo
del que se denomina “Ejército Unido de los Andes y de Chile”, y,
aunque se encuentre enfermo y algo cansado, su estrella no le
permite reposar.

El 19 de Marzo de 1818, hallándose acampados los “soldados de la


libertad” en la llanura de Cancha Rayada, caen sobre ellos, de noche
y por sorpresa, cuatro mil realistas al mando del intrépido Ordóñez.
La derrota es inevitable y el descalabro de las tropas de América muy
serio. O'Higgins queda herido y San Martín realiza esfuerzos
sobrehumanos para reunir a los dispersos y continuar adelante. Aún
no está todo perdido; aún puede reorganizarse el “Ejército Unido” con
unos cinco mil valientes. La única consigna posible es avanzar
siempre, avanzar.

DE LA BATALLA DE MAIPÚ A LA ENTREVISTA DE GUAYAQUIL

“El sol que comienza a asomar en la cordillera va a ser testigo de


nuestra victoria.”

Son palabras de San Martín, al romper el alba del día 5 de Abril de


1818, en la árida y desierta llanura de Maipú.

En ese lugar y en ese día se juegan, en efecto, los destinos del


movimiento liberador. Se ha considerado, no sólo histórica, sino
también científicamente, ésta de Maipú la primera gran batalla
americana. “Por las marchas estratégicas que la precedieron - ha
dicho un ilustre técnico en la materia -, como por las hábiles
maniobras tácticas sobre el campo de batalla, así como por la
acertada combinación y empleo oportuno de las armas, es
militarmente un modelo notable.” De una y de otra parte, así por los
realistas españoles al mando de Ordóñez y de Morla, como por los
soldados de la Independencia conducidos por San Martín y por
O'Higgins, se derrocharon en los llanos de Maipú ardimiento y
heroísmo. El ocaso vio, en efecto, la victoria del “Ejército Unido”, que
afianzaba así la independencia de Chile. Consecuencia inmediata de
la batalla de Maipú sería la de Boyacá; más tarde sólo podrá, en
trascendencia, equiparársele la de Ayacucho, que dará fin a la
emancipación de la América que un día fue española.

La independencia de Chile, sin embargo, no basta. América es una,


esta América que se cree mayor de edad y ansía emanciparse. Hay
que llevar el aliento de la independencia, la buena nueva de la
libertad, siempre más allá, más allá. “Hasta que no estemos sobre
Lima, la guerra no acabará” - había dicho San Martín-. Es preciso,
indispensable, pues, pasar al Perú. La empresa es larga, penosa, y
está erizada de peligros y dificultades. Se necesita, para acometerla,
nada menos que una escuadra, y los expedicionarios apenas si
cuentan con una fragata mercante inglesa, adquirida con esfuerzo
merced al tesoro naciente, y un bergantín español apresado a los
hispanos en Valparaíso.

En este mismo puerto, sin embargo, llega a embarcar un día el


ejército de San Martín (20 de Agosto de 1820) rumbo a las costas del
Perú. Desembarcado en las playas de Pisco, una división se interna
por las sierras, levanta a las poblaciones, que en su mayoría van
uniéndose a la causa de la independencia americana, y, al mismo
tiempo que el cuartel General se instala en Huaura, un hábil trabajo
de zapa por parte de los invasores va minando incluso las propias
filas realistas. ¿A qué seguir? Lima, la Ciudad de los Reyes, está
seriamente amenazada un año después; las insurrecciones de los
limeños contra el Virrey se suceden un día y otro día; en el verano de
1821 se inician, por parte de España, negociaciones para pacificar el
Perú, y en la hacienda de Punchauca se entrevistan San Martín, el
caudillo argentino, y La Serna, el Virrey español.

San Martín abraza al Virrey, su contrincante, con estas nobles


palabras: “Mis deseos están cumplidos, General, pues uno y otro
podemos hacer la felicidad de este pueblo.” En apoyo de estas
palabras, mientras se cumplía como condición indispensable la
independencia del Perú, unida a la de sus hermanas de América, San
Martín no regatea soluciones. Propone, entre otras, y en honor de La
Serna y de España, la formación de una regencia de tres miembros
presidida por el virrey y el envío a España de dos representantes que
gestionarán el establecimiento de una monarquía constitucional en el
Perú. Pero el tiempo se pierde en inacabables dilaciones, la
aceptación no llega, y los contendientes toman de nuevo las armas.
El Virrey se ve obligado ci abandonar Lima el 6 de Junio de 1827,
confiando a la hidalguía de San Martín más de mil enfermos que
quedaban en la capital.

GUAYAQUIL

Es en este momento de su historia y de la Historia cuando el destino


de San Martín se cruza con el de Bolívar.

Bolívar entró en la ciudad de Guayaquil el 11 de Julio de 1822. La


victoria de Pichincha, lograda por sus huestes, le abría las puertas de
la ciudad; el Cabildo y la Asamblea, por libertador le reconocen y
proclaman. Pocos días después, el 25 de Julio, arriba San Martín al
puerto de Guayaquil en la fragata Macedonia. No sólo su aportación a
la causa de la independencia americana ha sido portentosa, sino que
sus contingentes de soldados han engrosado, con frecuencia, las
fuerzas de Bolívar, y algunos jefes ilustres que operan en Venezuela y
Colombia (así el Coronel Lavalle, el General Santa Cruz y otros)
proceden de las filas de San Martín. Mas la política, los partidismos e
intrigas envenenan el ambiente, y el país fluctúa entre sanmartinistas
y bolivaristas.

He aquí algo de lo que jamás se haría responsable José de San Martín.


Es algo en lo que todos los historiadores y biógrafos están de perfecto
acuerdo. El mismo, muchos años después, en 1848, y en carta al
General Ramón Castilla, presidente del Perú, así decía, como en un
testamento autobiográfico: “En el período de diez años de mi carrera
pública, en diferentes mandos y Estados, la política que me propuse
seguir fue invariable sólo en dos puntos, a saber: Primero, de no
mezclarme en absoluto en los partidos que alternativamente
dominaron en aquella época en Buenos Aires, a lo que contribuyó mi
ausencia en aquella capital por el espacio de nueve años. El segundo
punto fue el de mirar cc todos los Estados americanos, en que las
fuerzas de mi mando penetraron, como Estados hermanos,
interesados todos en un santo y mismo fin. Consecuencia de este
justísimo principio, mi primer paso era hacer declarar su
independencia y crearle una fuerza militar propia que la asegurarse.”
(José Pacífico Otero: “La ideología de San Martín”, 1934).

Al embarcar en Valparaíso para libertar al Perú, proclamaba: “El


General San Martín jamás derramará la sangre de sus compatriotas y
sólo desenvainará la espada contra los enemigos de la independencia
Sudamericana.”

No derramar la sangre de sus compatriotas. He aquí algo que importa


puntualizar en la famosa entrevista con el gran Bolívar. En ella, desde
luego, Bolívar le ha recibido cordialmente, pero no ha dejado de
apresurarse a señalar que Guayaquil se halla en suelo de Colombia.
Bolívar es ambicioso; San Martín no lo es. Bolívar quiere ser único y
absoluto; San Martín lo quiere todo para América y nada para sí. No
hay que decir que la suerte está echada.

La entrevista duró, sin embargo, más de dos horas y media. ¿Qué


ocurrió en ella? Todos los historiadores de América han tratado
largamente de este hecho; he aquí cómo se refiere a él Sarmiento,
que se lo oyó contar al propio caudillo argentino:

“San Martín creyó haber encontrado la solución de sus dificultades -


dice - y como si contestase al pensamiento íntimo del Libertador, le
dijo “Pues bien, General; yo combatiré bajo vuestras órdenes. No hay
rivales para mí cuando se trata de la independencia americana. Estad
seguro, General, venid al Perú; contad con mi sincera cooperación;
seré vuestro segundo.”

“Mas Bolívar – añade un comentarista – pareció vacilar un momento,


y, en seguida, como si su pensamiento hubiera sido traicionado, se
encerró en el círculo de imposibilidades constitucionales que
levantaba en tomo de su persona, y se excusó de no poder aceptar
tan generoso ofrecimiento. La hora mala, la hora obscura, la hora
aciaga de San Martín había sonado. No seria el, ciertamente, menos
grande en la sombra de lo que había sido a la :radiante luz.”

“Bolívar y yo no cabemos en el Perú – escribe él mismo a un amigo


íntimo–. He comprendido su disgusto por la gloria que pudiera
caberme en la terminación de la campaña. El no excusaría medios
para entrar en el Perú, y tal vez no pudiese yo evitar un conflicto. Que
entre, pues, Bolívar en el Perú; y si asegura lo que hemos ganado, me
dará por muy satisfecho, porque, de cualquier modo, triunfará
América.”

LA SENDA OSCURA

La estrella de San Martín, al parecer, ha declinado. El 20 de


Septiembre de 1822 rinde su mando ante el Congreso Constituyente
Peruano. Atraviesa Chile en la mayor penuria y seriamente enfermo.
Pasa a Mendoza, donde reside unos meses y donde recibe las más
tristes noticias de toda su existencia. Su amigo O'Higgins ha sido
arrojado de Chile; Bolívar se ha constituido Dictador: en el Perú,
desgarrado por la guerra civil; en Buenos Aires se le llama cobarde, y
su joven esposa, doña Remedios de Escalada de San Martín, acaba de
morir (Agosto de 1823). Sin vacilar ni un día, San Martín va a buscar
a su hija y con ella embarca rumbo a Europa.

No puede volver a España; pasa a Bélgica y luego a Francia. Su salud


es precaria; su situación económica, todavía más. Un hombre sin
patria; un soldado de fortuna. sin contrata. (No obstante, jamás en
todo el transcurso de su existencia fue tan grande como en esos años
de su oscuridad y su dolor.) Todavía, sin embargo, encuentra en su
soledad un verdadero amigo: don Alejandro Aguado, marqués de las
Marismas (1785-1842), militar, industrial y banquero, que en su
primera juventud fue compañero de San Martín en las campañas
contra las tropas de Napoleón. Aguado se muestra generoso con su
amigo y le regala una quinta en la aldea de Grand-Bourg, a orillas del
Sena. Transcurren allí, en la oscuridad, los últimos años de su vida. Es
una total noche obscura. Su muerte, también obscura y recatada, no
ocurre allí sin embargo, sino en Boulogne-Sur Mer, el día 17 de Agosto
del año 1850.

Por el momento su muerte pasa inadvertida. Poco a poco, no


obstante, la luz empieza a hacerse en tomo a la memoria del hombre
de los Andes y de Maipú, del caudillo de la independencia americana.
Su patria le hace justicia y su bibliografía crece sin cesar, formando
verdaderas montañas de papel manuscrito o impreso, en que se
estudian, no sólo sus hechos, sino también las cualidades de su
carácter. He aquí cómo le ve el gran historiador americano
Bartolomé Mitre en su obra titulada Historia de la Independencia
Sudamericana:

“El carácter de San Martín – dice – es uno de aquellos que se imponen


a la Historia. Su acción se prolonga en el tiempo y su influencia se
transmite a la posteridad como hombre de acción consecuente. El
germen de una idea por él incubada se deposita en su alma y es el
campeón de esa idea. Como General de la hegemonía argentina
primero, y de la chileno-argentina después, es el heraldo de los
principios fundamentales que han dado su constitución internacional
a América, cohesión a sus partes componentes y equilibrio a sus
Estados independientes. Fiel a la máxima que reguló su vida, fue lo
que debía ser, y, antes que ser lo que no debía, prefirió no ser nada.
Por eso vivió en la inmortalidad.”

Nosotros preferimos, sin embargo, a cuantas páginas se hayan escrito


sobre el Libertador argentino, esa tan breve y tan sencilla en que el
poeta Martí resume de este modo toda su existencia:

“Un día, cuando saltaban las piedras en España al paso de los


franceses, Napoleón clavó los ojos en un oficial, seco y tostado, que
vestía uniforme blanco y azul; se fue sobre él, y le leyó en el botón de
la casaca el nombre del cuerpo: “¡Murcia!” Era el niño pobre de la
aldea jesuita de Yapeyú, criado al aire entre indios y mestizos, que
después de veintidós años de guerra española empuñó en Buenos
Aires la insurrección desmigajada, trabó por juramento a los criollos
arremetedores, aventó en San Lorenzo la escuadrilla real, montó en
Cuyo el ejército libertador, pasó los Andes para amanecer en
Chacabuco; de Chile, libre a su espada, fue a Maipú a redimir el Perú;
se alzó protector en Lima, con uniformes de palmas de oro; salió,
vencido por sí mismo, al paso de Bolívar avasallador; retrocedió;
abdicó; cedió a Simón Bolívar toda su gloria; pasó solo por Buenos
Aires; se fue a Europa, triste; murió en Francia, con su hija Mercedes
de la mano, en una casita llena de flores y de luz. Escribió su
testamento en una cuartilla de papel, como si fuera el parte de una
batalla; le habían regalado el estandarte que el conquistador Pizarro trajera a
América hace cuatro siglos, y él le regaló el estandarte, en su testamento, al Perú.”

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