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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE

Biblioteca Virtual del Paraguay Justo Prieto


LAS INDIAS

www.bvp.org.py ÍNDICE

JUSTO PRIETO

PARAGUAY,
LA PROVINCIA GIGANTE
DE LAS INDIAS

ANÁLISIS ESPECTRAL DE UNA PEQUEÑA NACIÓN MEDITERRÁNEA

Archivo
del Liberalismo

Asunción – Paraguay
1988

Publicación de la colección documental


del "Archivo del Liberalismo",
Asunción, Paraguay.

Consejeros

Doctor Abelardo Ayala


Doctor Justo P. Benítez (h)
Señora María Susana Gondra de Bogado
Señora Carmen Casco de Lara Castro
Señor Aurelio Ramón Insfrán
Doctor Carlos Pastore
Doctor Manuel Pesoa
Doctor Justo José Prieto
Coronel (S.R.) Alfredo Ramos
Doctor Gustavo A. Riart

Proyecto conjunto

Archivo del Liberalismo


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Fundación Friedrich Naumann

Coordinadores

Doctor Armando Centurión


Doctor Alfredo M. Seiferheld
Representante actual de la Fundación
Friedrich Naumann en el Paraguay, profesor Reinhard Kafka

Revisión técnica: Alfredo M. Seiferheld


Realización de la tapa: Martin F. Sannemann
Montaje e impresión: El Gráfico SRL
Hecho el depósito indicado por la ley 95/51
de derechos intelectuales.
Derechos reservados. "Archivo del Liberalismo"
Calle Coronel Sánchez 2778 c/ Bernardino Caballero
Casilla de Correo 1.365
Asunción -Paraguay

"Ciertas omisiones documentales y las interpretaciones preconcebidas han traído hasta


nosotros narraciones patrióticas, noblemente intencionadas, pero reñidas con la verdad. El
Olimpo histórico del Paraguay está lleno de dioses y semidioses y como éstos, tan llenos de
virtudes, vicios y pasiones. Cada uno ha tenido su papel que representar y, fuera de él, ellos
pueden ser o son nulos, incompletos y hasta perniciosos. Los hombres de ayer no fueron
mejores que los de hoy. Los próceres paraguayos tenían menos posibilidades de llegar a la
perfección que los ciudadanos de ahora porque vivían en una sociedad atrasada, sin
instituciones arraigadas, sin clase directora, sin comunicación, sin recursos técnicos, sin
conocimiento del país y de los países, en medio de una sociedad mestiza talvez menos
maleable que la misma naturaleza física.

La consideración de esas deficiencias, de las pasiones incoercibles y egoístas, de la


incesante actitud antagónica dentro de condiciones sociales antijurídicas e inescrupulosas y de
las luchas de intereses de la época respectiva, es la que debe servir de base pura aquilatar sus
actos y deducir juicios. Los criterios y sentimientos del presente poco valen si no son
trasladados a la época en que los hechos fueron provocados". (Justo Prieto).

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Asunción, la muy noble y muy ilustre,

La ciudad comunera de las Indias,

Madre de la segunda Buenos Aires

Y cuna de la libertad de América!

Prolongación americana un tiempo

De las villas forales de Castilla,

En las que floreció la democracia

De que se enorgullece nuestro siglo;

En pleno absolutismo de Fernandos,

En tus calles libróse la primera

Batalla por la libertad; el grande

Y trunco movimiento comunero

Te tuvo por teatro; el verbo libre

De Mompo anticipó la voz vibrante

Del cálido Moreno; el sol de Mayo

Salió por Antequera.

¡Arrodillaos, opresores todos!

¡Compatriotas, entonad el himno!

(Del "Canto Secular", Eloy Fariña Núñez).

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Se han trazado en gris los límites del Paraguay actual, cuyo aspecto aparece un tanto
deformado al seguir los trazos del mapa de Allard, que, como todos los de la época, da al
Continente una configuración defectuosa. (Colección del Pozo Cano). Las disminuciones
territoriales operadas en el curso de los gobiernos de Hernandarias, Rodríguez de Francia,
Carlos Antonio López y Francisco Solano López, llegan a su máximo en 1900. La mitad del
Chaco, virtualmente perdida entonces, fue recuperada por Eusebio Ayala, el Presidente de la
Victoria, en la guerra de 1932-35.

INTRODUCCION

Un país es una entidad que puede estudiarse como naturaleza y como historia. Ninguno
de estos dos elementos pueden darnos por separado su interpretación unitaria. Su vida es una
resultante del suelo y del subsuelo, de sus bosques y de sus campos, de su cielo, de sus
vientos y de sus aguas, de las razas que lo habitan, de las luchas que se desarrollan dentro de
sus fronteras, de sus hombres representativos y de sus muchedumbres. Parafraseando a
Ihering, en cierta manera, su naturaleza es la determinación anticipada de sus destinos, y
éstos, su naturaleza en acción.

Los destinos de un país nacen y toman cuerpo dentro de sus fronteras, como los del
individuo en su fisiología y en su mentalidad. La nación es susceptible de una biografía
animada por el relato de los acontecimientos, de las luchas y de la pugna por la elevación del
espíritu y la realización de la libertad. Ludwig ha comparado al Nilo con una vida humana,

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desde que nace hasta que echa sus aguas en el mar. Una nación, aunque carece de la
posibilidad de desplazarse, es también una fuerza viviente, una expresión dinámica que al
enlazarse con otras por sobre sus fronteras, contribuye a formar la síntesis que se conoce
como humanidad.

El Paraguay ha ejercido en plena infancia una influencia decisiva. Naturaleza virgen


poblada de salvajes, fue el centro y comienzo de la era política y cultural indo-americana. Los
más importantes experimentos biológicos y sociales tuvieron lugar allí. Crisol de razas,
unificación de religiones, moldes políticos y sociales como el feudalismo de las encomiendas, la
República Cristiana Comunista de los jesuitas –en perpetuo equilibrio inestable por falta de
coincidencia de sus fronteras con las de la Provincia– política de aislamiento más completo,
ensayo del totalitarismo más absoluto, todo fue intentado en ese punto de apoyo, “amparo y
reparo de la Conquista”.

El Paraguay tuvo que defender su vida desde los primeros momentos de su existencia.
La Corona de España lo amamantó con amor mientras lo creyó l'homme à la cervelle d´or, de
la leyenda de Alfonso Daudet. Cuando se convenció de que allí no había más que bosques
inmensos y nada de piedras preciosas, lo consideró una mera ruta; luego, como a un niño
expósito, lo abandonó a merced de los conquistadores y de los discípulos de San Ignacio de
Loyola. Hernandarias le asestó el primer golpe cuando ya estaba atado de pies y manos por el
régimen feudal que lo exprimía. El doctor Francia lo secuestró después, y tras la inyección que
Carlos Antonio López dio al cuerpo exánime, Francisco Solano López lo lanzó a la palestra
donde hubo de medir sus fuerzas aún no recuperadas en un torneo desigual. Y sin embargo,
durante esa vida azarosa y accidentada, desde Asunción, ciudad fundada a igual distancia de
los dos océanos y del Amazonas y del Río de la Plata, el Paraguay generó ciudades y
doctrinas universales elaboradas en el intervalo que dejaban las luchas cruentas, y se hizo
símbolo: el de la fecundidad y el desinterés, el del predominio del espíritu sobre la fuerza y el
del ideal de libertad, que en ese pequeño escenario, miniatura del universo entero, dio sus
mártires y sus héroes, gracias a esos adalides, que cual predestinados a una misión, realizan
las etapas de la vida colectiva.

Hubo varios de ellos en el curso de la existencia paraguaya con la particularidad de que,


sin alardes demagógicos ni prédicas de odio colectivo –características inseparables del
despotismo y de la pasión por el mando– fueron los auténticos intérpretes de su tiempo y de
sus muchedumbres: Domingo Martínez de Irala, al realizar la unidad étnica; Antequera, al
predicar el gobierno propio; Carlos Antonio López, al incorporar el país a la vida internacional;
Manuel Gondra, que encarna el respeto a la Constitución, y Eusebio Ayala, que simboliza la

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integridad territorial y la recuperación espiritual.

A través del papel desempeñado por estos enviados del destino, que nunca se sintieron
hombres providenciales, y de los hechos aparentemente contradictorios –ensayos de
feudalismo, de comunismo, de democracia y de fascismo– puede encontrarse la lógica que
preside el desenvolvimiento paraguayo hasta llegar a las puertas de su madurez.

El Paraguay se encuentra hoy en un instante crucial de su proceso vital. La solución de


sus problemas elementales –la afirmación de su independencia lograda en el siglo pasado y la
certidumbre territorial adquirida en 1935–, le ha suministrado la base necesaria para entrar en
un nuevo ciclo de su desenvolvimiento, que será el del bienestar económico y el de su
definición ético-cultural.

Este doble imperativo es avizorado por los hombres de pensamiento e intuido por las
muchedumbres, aunque hasta ahora no se hayan clarificado las aspiraciones ni se haya
logrado trazar la senda que ha de conducir directamente a la Nación hacia el ideal. En estos
momentos el Paraguay está como detenido en una ruta obstruida por una congestión del
tránsito. Idearios, propósitos y programas se cruzan, chocan y forcejean por llegar a la misma
meta. Ellos derivan de todos los grupos –liberales y estatistas, conservadores y
revolucionarios–, los cuales al no encontrar la fórmula de cooperación, se obstinan en tomar la
delantera sin otro resultado que aumentar la confusión en medio de la estéril algarabía. La
nación no podrá salvar el atolladero de las ideas indefinidas si los grupos persisten en
interceptarse el paso empeñados en una batalla de eliminación. .

Para salir de él se necesita algo más que conductores; se requieren certeros intérpretes
de la voluntad general. Los aspirantes a führers, duces o caudillos, que se autoeligen con o sin
plebiscitos, carecen de aptitud para ello. La "nueva" democracia que ellos proclaman no se
funda rompiendo el equilibrio de los poderes y con establecer el «Dominatus» que sustituye a
la voluntad popular por el despotismo de la voluntad-ley.

La democracia debe definirse como la influencia en la cosa pública del "hombre común",
de Henry Wallace, como sujeto y fin de toda organización político-social, Toda acción política
es, no para los partidos, gremios o clases –que todos ellos tienen su función propia en el
organismo social–, sino para el "hombre común» que no es el hombre mediocre ni el
energúmeno que proclama ruidosamente sus derechos y olvida intencionalmente sus deberes.
Es el ciudadano consciente, materia prima de la nación que, rico o pobre, sabio o ignorante,
tiene una clara conciencia del privilegio de ser un hombre capaz de ser libre, de ser depositario
de la soberanía espiritual y de conocer el bien y el mal, como un título habilitante para ser
dirigente o dirigido, para ser rector u obrero, en el engranaje de la vida social.
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La descripción del proceso vital y de sus resultados requiere la determinación de los ciclos
históricos del Paraguay con indicación de su estructura, función y destino peculiares, alrededor
de un eje económico-jurídico en el período colonial y jurídico-político en la etapa nacional.

I. – DURANTE EL ESTADIO COLONIAL.

1) Lucha entre indígenas e invasores por la posesión del territorio, que termina gracias a
la disipación de la quimera del oro. Nace la política, pero el «Estado" –dado que fuera tal en
aquella época– carece de contenido y de formas precisas (1516-1540).

2) Régimen de las Encomiendas y de las Reducciones. Se inicia la era agropecuaria


mientras se realiza la fusión de razas. La economía se funda en la explotación de la tierra y del
hombre, el monopolio y el contrabando, mientras la vida política y social va estructurándose
orgánicamente (1540-1717).

3) Lucha entre dos feudalismos, el económico-político y el económico-religioso. La


conciencia colectiva despierta, y los comuneros aclaman la soberanía del pueblo como
superior a la voluntad real. (1717-1811).

II. -DURANTE EL ESTADIO NACIONAL.

1) Era de los gobiernos absolutos fundados en la voluntad-ley. Durante este lapso, la


política de la violencia secuestra a la nación, liquida los restos de la organización
económico-religiosa, afirma la soberanía política y pierde la independencia geográfica.
(1811-1864).

2) Era de la lucha del pueblo por la definición territorial, en la que se proclaman los
Derechos del hombre y del ciudadano y los principios democráticos, y se sustituye !a
voluntad-ley por la soberanía popular. (1864-1935).

3) Comienzo de la era de las autocracias amorfas en que el poder pretende sustituirse


a las constituciones y a las leyes e interpretar directamente las aspiraciones populares. Los
gobiernos unipersonales están frente a la masa civil, de cohesión debilitada e imposibilitada
de reorganizarse por el aflojamiento de los resortes legales y la supresión de las garantías
elementales. Los partidos quedan adormecidos por la «tregua política" y el civilismo se
refugia en la Universidad y en tierras extranjeras. (1936 a...).

***

Cada país americano tiene su sociología y sus modalidades propias que determinan el

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criterio predominante para su interpretación. Las condiciones históricas del Paraguay son
excepcionales en América, sin que ello signifique que el país sea algo misterioso, como podría
inferirse de relatos de turistas o viajeros antiguos o contemporáneos. Debe, sí, destacarse que
el juicio sobre él escapa a los criterios aplicados invariablemente a los demás países
americanos.

Para definir la personalidad histórica del Paraguay, y su sino al mismo tiempo glorioso y
desventurado, parece haber escrito Víctor Hugo la siguiente estrofa de La leyenda de los
siglos:

C'est la terre sereine, assise près du ciel;

C'est elle qui, gardant pour les pâtres le miel,

Fit connaitre l'abeille aux rois par les piqûres;

C'est elle qui, parmi les nations obscures,

La première alluma sa lampe dans la nuit…

Le mot Liberté semble une voix naturelle

De ses prés sous l'azur, de ses lacs sous la grêle,

Et tout dans ses monts, l'air, la terre, l'eau, le feu,

Le dit avec l'accent dont le prononce Dieu.

En efecto, el Paraguay fue cuna de las primeras luchas por la implantación de la libertad
y de la autonomía gubernativa en el continente. Esas luchas fueron cruentas y sin armisticios,
y le permitieran elaborar una expresión intelectual o artística, económica o religiosa, peculiar
y sobresaliente. El arte fue una mera artesanía, obra material indígena –no espiritual sino
simplemente manual– carente de fisonomía propia y genuina como, por el contrario, lo fue en
México, Perú o Guatemala. La cultura moral o jurídica, sin base universitaria y sin una clase
intelectual ahogada en germen por sucesivos y diversos despotismos, es esencialmente
europea, traslado de una cultura foránea preexistente, cuya aparente originalidad, si así
puede hablarse, consiste apenas en tenues modificaciones explicables sociológicamente,
como un fenómeno de refracción producido al amparo del tiempo y del desplazamiento.

En cuanto a lo económico, el régimen, como "colonial» que era, no presenta


originalidades: explotación exhaustiva de la tierra y del hombre, contrabando y luchas para el
enriquecimiento mediante la comercialización de ciertos productos –en nuestro caso la
yerba-mate.
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Por ello la vida paraguaya reclama una interpretación esencialmente política, factor
más preponderante en nuestro medio, que el artístico, el religioso o el económico.

El valor del hecho histórico deriva de la posibilidad de dar nacimiento a generalizaciones


sociológicas y a la consiguiente interpretación final. Siendo la bibliografía sobre el pasado
paraguayo, abundante pero no totalmente meritoria, los hechos que han de mencionarse son
sólo aquellos cuya autenticidad arraiga en pruebas racionalmente valiosas, desechando todos
los que no pueden ser aquilatados y establecidos científicamente.

Creemos que sobre tales fundamentos, sin pasiones localistas y sin egoísmos patrióticos
puede intentarse la descripción del Paraguay como naturaleza y como historia. Sólo así será
posible llegar a la interpretación científica y reflexiva de ese país cuya personalidad determinó y
determina influencias dentro de los límites trazados por su lengua autóctona y por su amplio
liberalismo, más que por las fronteras dibujadas por sus ríos y montañas.

***

Este libro terminó de escribirse a principios de 1946. Circunstancias del momento


impidieron hasta ahora su publicación. Ellas nos permitieron revisar sus páginas de acuerdo
con algunos trabajos posteriores, como se señala en la Bibliografía.

Buenos Aires, 1951.

CUNA

CAPÍTULO PRIMERO

HÁBITAT

EL RASGO GEOGRÁFICO

Si pudiéramos contemplar desde las alturas a la América del Sud, distinguiríamos en ella
tres rasgos diferenciales que la presentan dividida en otras tantas regiones. La primera abarca,
desde las orillas del Caribe hacia el sud, toda la región ecuatorial regada por los sistemas
fluviales del Amazonas y del Orinoco; es la parte septentrional. La segunda comprende la zona
limitada por el Pacífico en toda la extensión costera, incluyendo la cordillera de los Andes; es la
parte occidental, de aspecto peculiar al igual que la anterior. La tercera comprende el resto: la
parte sud del Brasil, el Paraguay, la Argentina y el Oriente boliviano; es el sistema hidrográfico

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de los ríos Paraguay y Paraná, que comprende desde el Jaurú, el Guaporé y el Momoré, hasta
algunas vertientes de la Pampa y de la Patagonia.

Además de su típico aspecto geográfico, estas tres regiones se distinguen, lógicamente,


por su geología, por su clima, por la fertilidad y posibilidades de su suelo y, como
consecuencia, por su fuerza de atracción demográfica y para las actividades, energía y
eficiencia de sus habitantes.

En la tercera zona está el Paraguay, arrinconado en sus confines posteriores que lo unen
a Bolivia. Ambos países, uno al perder su litoral atlántico y el otro al perderlo en el Pacífico,
forman un solo trozo geográfico, un plano inclinado que comienza en las cumbres andinas y
baja en busca de las aguas saladas.

El Paraguay llega a ellas por el cauce de sus dos grandes ríos que juntan sus aguas en el
límite argentino.

RESEÑA GEOLÓGICA

Cuando en el Paraguay se oye hablar de la Cordillera no se debe pensar en una cadena


de altas montañas. Sucesiones de verdes colinas o montículos que no sobrepasan a los
setecientos metros, son las únicas que rompen las llanuras o las ondulaciones suaves de su
superficie oriental.

En la región occidental la superficie es aún más llana. Un plano suavemente inclinado que
comienza en Bahía Negra a 89 metros 10 centímetros sobre el nivel del mar y termina en el
Pilcomayo a 59.45. Las primeras estribaciones de los Andes, al oeste, no son más que un telón
de fondo que rompe la monotonía de la maraña que crece en un suelo cuyo tránsito continuado
convierte en un lecho de arena. La estructura geológica del Chaco, prolongación de la
formación pampeana, es uniforme; el mar que lo cubriera en otros tiempos dejó, en toda su
extensión, depósitos de sal que afloran cuando el explorador sediento hace perforaciones en
busca de agua. La poca tierra vegetal que allí se encuentra descansa en un lecho de lodo
impermeable; su vegetación, preponderantemente herbácea, ocupa 100.000 km2; su fauna
está reunida por especies, y éstas, separadas de acuerdo con las modalidades del medio.

¿Cuál es la evolución geológica de las modestas alturas de la Región Oriental que se


presentan como rocosas aristas cortantes en la región central del país y en parte de sus
confines? Hundidas por la acción de las grandes conmociones de la época terciaria, muestran
hoy solamente sus crestas pétreas rompiendo la masa de verde selva tal vez después de haber
cumplido un destino: servir de dique o de represa gigantesca para cerrar el paso al mar que se

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extendía al sud, cubriendo las vastas regiones que comienzan en el Chaco y terminan en la
Tierra del Fuego.

Los pocos estudios geológicos que se han hecho de estas regiones no permiten
reconstruir las huellas de los cataclismos y de las sucesivas transformaciones ocurridas en los
tiempos pretéritos. Sin embargo, se da como científicamente establecido que los fenómenos
que han dado al Continente Sudamericano su fisonomía actual datan del período plioceno. Una
compresión producida a comienzos de la época terciaria, de este a oeste, habría dado lugar a
una serie de ondulaciones paralelamente escalonadas desde el Océano Pacífico hasta llegar al
bajío que termina en las playas atlánticas formando una serie de cadenas de montañas.

E. De Bourgade La Dardye, de acuerdo con estas conclusiones de la geogenia


americana, considera como el más importante pliegue formado por las erosiones de aquella
época, lo que él designa como el eje del Paraguay, y como esqueleto de la cuenca del Paraná
en el cual ya existía la sierra de Amambay, de más antigua formación que los Andes: "Con el
nombre de Sierra Seiada, desciende de Mattogrosso, bordea la frontera dEl Paraguay a lo
largo de los 57º 40' de longitud oeste del meridiano de París, con la denominación de Sierra de
Amambay, nombre que pierde al llegar al paralelo 24; a partir de este punto toma una dirección
S.S.O., atraviesa el territorio de la república con el nombre de Cordillera de Urucuty, o de
Caaguazú, o de Villarrica; alcanza el Paraná al nivel del paralelo 27º 20' en Apipé, penetra en
las Misiones argentinas y se pierde insensiblemente en la República Oriental del Uruguay».

Estos son los orígenes remotos de la orografía paraguaya que dejaron en el Cerro
Tacumbú, cerca de Asunción, vestigios de basalto y otros productos volcánicos. Durante el fin
de la época terciaria tuvieron lugar numerosos sacudimientos que produjeron rectificaciones
sensibles en la distribución de los ríos, a lo largo y bajo la zona de influencia del eje
montañoso; aparecen las Sierras de Mbaracayú al este, la Cordillera de los Altos en el centro,
las protuberancias de Misiones más abajo, todas islas volcánicas de distintas edades que no
modifican los terrenos circundantes y no entorpecen las exigencias naturales de la vida
orgánica.

Aparte de lo que se conoce como Cordillera, el territorio presenta elevaciones llamadas


cerros o lomas, serie de colinas que son apéndices de las grandes elevaciones.
Completamente aisladas a veces, semejan islotes que emergen de una verde alfombra.

El más famoso de ellos por su tradición legendaria, impuesta en toda América, es el Cerro
Santo Tomás, que decora los suburbios de Paraguarí. Una de las tantas excavaciones
naturales que presenta es la llamada Gruta de Santo Tomás (Chumé o Sumé en el idioma
guaraní, el Quetzalcóhuatl de los aztecas, el Viracocha de los Incas, el Votan de los indios de
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Guatemala, el Ytzamna de los Mayas). Según la leyenda, ahí fue donde el Santo dubitativo se
habría albergado cuando, en castigo de su poca fe habría sido enviado a estos lejanos confines
para predicar la buena nueva a los guaraníes.

Tal es a grandes rasgos el estrato eruptivo, recubierto por una costra que sirve de asiento
a la civilización del país.

EL SUELO.

La naturaleza descripta con grandilocuencia por Chateaubriand, Bernardino de Saint


Pierre y Alejandro de Humboldt tiene su más exacta expresión en la comarca de 158.000 km2
que se denomina Región Oriental.

En el alto Paraná comienza una capa de la célebre terra roxa, de maravillosa fecundidad,
que Moisés S. Bertoni, un sabio aprisionado definitivamente desde su juventud por la poderosa
sugestión de la jungla paraguaya, considera originada en una descomposición producida en la
«vasta formación jurásica y triásica que se extiende sobre las Misiones Argentinas y los
Estados del Sud del Brasil hasta Minas».

Esta tierra ferruginosa cruzada de arcilla de variados matices revela su edad. D'Orbigny la
llama «terreno terciario guaraniano» y la describe como compuesta de tres capas horizontales.
De ahí se extraían el ocre rojo y amarillo que los Jesuitas usaban para decorar sus templos y la
arcilla negra que los indios utilizaban para fabricar sus cacharros.

La parte cultivable de aquella región es virgen, riquísima de humus proveniente de los


bosques, y se asienta en un lecho de roca de topografía poco accidentada. Siguiendo hacia el
poniente se yuxtaponen a ellas «formaciones de asperones rojos y tierras areno-ferruginosas"
que llegan hasta el Río Paraguay, y pasando por debajo de él se internan a la altura de Villa
Hayes, rompiendo la diferente composición geológica del Chaco, mientras ésta avanza por el
mismo camino, en dirección opuesta hacia Concepción, el Manduvirá y Tapiracuai como para
asentar en este intercambio geológico la unidad político-social de ambas regiones
aparentemente divididas por el Río Paraguay.

Descontando la parte sud de la Región Oriental, en la que se desenvuelve con mayor


intensidad la vida social paraguaya, los terrenos son altos y accidentados. Su vegetación
predominante es arbórea, su fauna igualmente mezclada y diseminada en toda su superficie. El
80% de esta región está cubierta de florestas(120.000 km2), que alternan con mesetas llenas
de palmeras gigantes y de cactus espinosos. Solamente una formación calcárea que
predomina entre el Apa y el Aquidabán quiebra la uniformidad arbórea.

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FUNCIÓN CONSERVADORA DE LA SELVA

Entremos ahora en la selva tan calumniada por turistas y viajeros sensacionalistas, en esa
selva que ha dado árboles de los que sin auxilio de alquitrán se fabricaron barcos más
resistentes que los de Europa, por la misma época, y cuya extraordinaria densidad resiste
todavía la barbarie de nuestra civilización.

La selva tropical es un maravilloso conjunto de capas vegetales superpuestas de salvaje


vigor y de enérgica vitalidad. Árboles enormes, marañas de lianas, arbustos y yuyos sirven de
marco y refugio a innumerables duendes y hadas cuya existencia imaginaria ha creado mitos
pintorescos que superviven en consejas y leyendas de gran sensibilidad.

La selva trastorna los sentidos. Habla a quien la visita en un lenguaje misterioso y


sugestionante. ¿Silencio o rumor? Es difícil discriminar estos elementos antagónicos que se
confunden en el espíritu. Sensación indefinida e indescriptible en que se mezcla el murmullo
del viento, el chasquido de las hojas, el silbar de los reptiles, el zumbar de los insectos o el
aletear de las aves que huyen. «En la sonata de la selva está resumida la sinfonía del
Universo», escribió Eloy Fariña Núñez. Es la emoción más completa. Plenitud y miedo. Paz e
inquietud de misterio. Sugestión verde que aprisiona con suavidad punzante, si cabe la
expresión, para describir esa sensación contradictoria que produce la densa espesura. Es la
selva, en medio de ese concierto extraño de rumores y de fenómenos meteorológicos, donde la
imaginación animista del guaraní primitivo ha sabido concebir y dar existencia a sus mitos, para
traspasarlos después a su posteridad civilizada con los atractivos de su fecunda y variada
sensibilidad.

La selva es una síntesis, con una individualidad propia y con una misión profundamente
humana. Desarrolla la facultad de comprensión y estimula la capacidad de observación, en esa
tendencia invencible del ser humano de escudriñar la causa, de los fenómenos que, a la
superficial observación, se presentan como insondable arcano. Aislándolo de los prejuicios y de
los mezquinos intereses que chocan en las luchas cotidianas, despoja al hombre de su
egoísmo, eleva su espíritu y aguza su inteligencia.

Amantes de la Naturaleza y hombres de ciencia como Bertoni, Emilio Hassler, Juan D.


Anisits o Teodoro Rojas se han visto aprisionados por el encanto de la selva, entre las marañas
inextricables del ysypó (bejucos, enredaderas y trepadoras) de mil variedades, que no abren
sus flores sino cuando han llegado a alcanzar la copa de los árboles tapizados de claveles del
aire, orquídeas y musgos, para contemplar el sol al que se entregan plenamente.

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Por muchos siglos los bosques condicionaron e impusieron su fuerza conservadora a las
tribus autóctonas. En ellos, no solamente las transformaciones del medio se producen con
mayor lentitud; también aíslan a los grupos humanos del contacto con posibles vecinos. Las
tribus guaraníes fueron bloqueadas allí en su estado primitivo durante un tiempo incalculable.
Allí adquirieron esa actitud cohibida y tímida que han transmitido a sus descendientes. Sólo
cuando en esos bosques se abrieron brechas, y los guaraníes se comunicaron con el río,
aquéllos fueron perdiendo su influencia. El estado tribal no puede mantenerse por mucho
tiempo fuera de ese recinto que es defensa y prisión. Por eso los guayakíes encerrados hasta
ahora en las selvas del Alto Paraná, no salieron aún (Bertoni los observó directamente a
principios de este siglo) de esa mentalidad inferior que los hizo irreconciliables enemigos de los
blancos y aún de los guaraníes que mezclaron su sangre con la de ellos.

El bosque ejerció de esta suerte una influencia completa: la contemplativa y la


conservadora.

También constituyó un factor de supervivencia. Su extensión y densidad determinaron


una eficaz protección de la raza guaraní frente a otras más belicosas y crueles. Muchas veces
allí, entre la maraña hostil, quedaron jirones del esfuerzo de tribus sanguinarias y de
conquistadores hispanos que hacían culto de la violencia y del pillaje, contra un grupo étnico
llamado a una trascendental influencia.

Abandonemos ahora el reducto vegetal.

Puede ser que salgamos a bañados o a tierra firme cultivable, horizontal o en declive.
Praderas de acuarela, alfombras de toda clase de gramíneas –trébol o pequeños yuyos–, bajas
o altas, están matizadas de arbustos florecidos, llenos de color y aroma, o de frutales que
ofrecen sombra al viajero, o palmeras que brindan toda clase de provecho al hombre
industrioso. Llanuras, campos rasos y praderas, es el vasto escenario en que la ganadería y la
agricultura prodigan sus dones a quien sabe pedirlos a una Naturaleza generosa y maternal.

ACCIÓN CIVILIZADORA DE LOS RÍOS

El Paraguay es una verdadera Mesopotamia. Las cuatro quintas partes de su perímetro


están trazadas por sus ríos y, dentro, varias decenas de ellos fertilizan su suelo.
Colectivamente constituyen una vigorosa expresión de naturaleza, y cada uno tiene una
individualidad marcada.

La Laguna de los Xarayes, de fabulosa tradición, es la fuente donde nace el Río


Paraguay. En el centro de esta laguna infranqueable se daba por existente el legendario reino

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de Paitití, aquel Eldorado que torturó la mente de miles de aventureros, quienes empujados por
un cruel espejismo, realizaron la proeza de la conquista y de la colonización y que, al llegar al
sitio que señalaban las cartas, no encontraron sino inabordables pantanos. Es la sugestión
irresistible de los ríos fundamentales. Como el Nilo del que los egipcios decían que sus aguas
brotaban del altar de un dios.

El Río Paraguay es navegable desde los 27º en que junta sus aguas con el Paraná hasta
su fuente de los Xarayes, en una extensión de seiscientas leguas. Es la causa eficiente de la
existencia soberana de la nación, su arteria vital, la explicación de su grandeza pasada, la
razón de ser de su independencia, el motivo de doctrinas continentales enunciadas
precozmente, la causa de las guerras sostenidas con sus vecinos y la flecha que indica la ruta
natural de su destino regional. Es la columna vertebral de una civilización.

Han pretendido, historiadores y viajeros, desentrañar su tradición remota y esencial por la


filología de su nombre. Todas las conjeturas, sin embargo, carecen de ese apoyo, y la palabra
Paraguay, indivisible para una interpretación etimológica indiscutible, no es sino la expresión de
un lenguaje que, después de cumplir su período aglutinante, inicia pesadamente el de flexión.

La admiración que ha despertado el Río Paraguay se ha traducido en alabanzas como las


del P. Lozano, quien escribió: «El idioma guaraní desnuda las cosas y las presenta en su
naturaleza. Así la palabra Paraguay, que significa Río Coronado, denominación admirable de
este río famoso, al que de derecho se le debe Corona de Rey entre los ríos más famosos del
orbe… pues no se hallaría otro que tenga reino más dilatado.»

El Río Paraná corre 200 leguas entre campos fértiles en donde se pierde la vista, y entre
bosques de cedros que han sido comparados con ventaja con los del Líbano. Su caudal a
veces se estrecha o se dilata sobre su lecho pétreo y profundo. Las creencias populares
atribuían a sus aguas la virtud de petrificar toda materia vegetal que fuera cubierta por ellas
durante algún tiempo. Fue el eje del sistema que organizó los más importantes núcleos de la
"República Cristiana" gracias a los cuales los heroicos discípulos de San Francisco y los
arrogantes sectarios de San Ignacio de Loyola, en ambas orillas primero, y en paulatino avance
después, se esparcieron tierra adentro para enseñar el catecismo a los nativos.

Los ríos están en la superficie de todo el país. Ciento de ellos desembocan en las orillas
del Río Paraguay, desde el Apa al Paraná, y en las márgenes de éste desde el Salto de Guairá
hasta su unión con el río epónimo. Un cronista escribió que "cada ciudad dispone de un río y
cada hogar de un arroyuelo". Sólo el Chaco tiene pocos ríos. Si no fuera por las aguas
pluviales que descienden de los Andes y que bien pronto se evaporan sin llegar al Río
Paraguay, la Región Occidental sería casi total y perennemente seca.
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LAS INDIAS

A pesar de ello, si observamos el mapa, presenta la superficie de todo el país la


apariencia de un arabesco líquido al que se suman lagos y lagunas que son fuentes de
numerosos ríos que reciben a su vez el caudal de otros.

El Lago Ipoá, inmenso e inexplorado, cuyas aguas viajan a todas direcciones y


enriquecen las del río Tebicuary y los baña dos del Ñeembucú, es uno de ellos. La Laguna
Ipacaraí, nacida de los manantiales de Pirayú para caer en el Río Paraguay por conducto del
Salado, es otra. Alrededor de su origen la tradición ha tejido sus leyendas. En el lecho de sus
aguas se habría asentado antiguamente el poblado indio de Arecayá, castigado por Dios.

Un diluvio habría sepultado a sus habitantes, amenazando el agua asolar toda la


comarca. Pero el Padre Bolaños llegó a bendecirlas, deteniendo la inundación general, que
dejó como recuerdo detonaciones que emergen de su fondo. El terror duró mucho tiempo, y
hace un siglo los habitantes de las cercanías no se aventuraban aún a cruzar la pacífica e
inofensiva laguna.

El Río Pilcomayo, río vagabundo nacido en los contrafuertes andinos, calmo y silencioso,
de azarosa historia, mantuvo un litigio por muchos años con la Argentina. El Pilcomayo o
Aracuay como lo llamaban los nativos –que equivale a Río del Entendimiento, por la pericia
que su curso tortuoso exigía a los navegantes– defendía empeñosamente sus secretos de la
curiosidad e intrepidez de los exploradores, o de la avidez de lograr la ruta más corta al
Potosí. En 1721 el Padre jesuita Gabriel Patiño y Lucas Rodríguez, entraron en él con el
propósito de llegar a la Sierra del Perú y tuvieron que retroceder en 1722 ante el empuje de
los indios que les interceptaban el camino. En 1741 el P. Castañares también tuvo que
desandar lo andado después de infructuosas tentativas. A Casales, pocos años después, mil
azares y, finalmente, un naufragio le convencieron de las dificultades de la empresa. En 1785,
Azara no fue más afortunado; Magariños en 1843, Van Hivel en 1844, no obtuvieron
resultados más felices. En 1882 el Dr. Crevaux encontró la muerte en el mismo intento.
Thonar, Fontana y Feilberg tampoco lograron su propósito.

El Río Blanco, considerado como límite norte del Paraguay en virtud del Tratado de San
Ildefonso, suscripto en 1777 entre las coronas de España y Portugal, desencadenó también
una guerra, delegando en el Río Apa su papel de limítrofe con el Brasil.

En el proceso de la vida paraguaya el río representa el movimiento civilizador frente a la


inercia primitiva que es el bosque y la vida que se desarrolla en su sombrío recinto. Si el
bosque es el elemento conservador, el río es el ritmo del progreso. Es la estática frente a la
dinámica. El bosque es prisión; el río es exponente de libertad, simboliza el movimiento
perpetuo y es agente genuino de civilización. El bosque provoca y estimula la contemplación; el
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LAS INDIAS

río, en su incesante correr, agudiza la inquietud irresistible que incita a los viajes que unen a los
hombres.

Cuando el guaraní selvático se asomó al río, nunca más se separó de él y, hecho


ribereño, nunca volvió a sepultarse en el bosque. Gracias al río descubrió un medio más rápido
de locomoción y dio el primer paso hacia el progreso al descubrir el arte de navegar: su
movimiento estrictamente humano se encontró repentinamente enriquecido con el movimiento
de la naturaleza. Desarrolló en él su inteligencia y el sentimiento del coraje al tener que sortear
tempestades, cascadas, remolinos y peñascos. Y al mismo tiempo encontró en los ríos –
elemento esencial de la vida vegetal que pujante y vigorosa pone su sello característico en el
Paraguay– el agente natural de una nueva actividad: la agricultura, hasta entonces en estado
de intuición, y que transformó su vida basada exclusivamente en la caza y en la pesca.

En el destino de la civilización rioplatense los ríos Paraguay y Paraná han desempeñado


el mismo papel que el Nilo y el Eúfrates en el mundo antiguo. Sin ellos, las regiones bañadas
por sus aguas en ambas márgenes, hubieran sido pedazos de bosques sin historia, y la nación
guaraní habría permanecido vegetando dentro de su mezquino horizonte todo el tiempo que
hubiese sido necesario para que la civilización bajara desde el Orinoco y el Amazonas hasta
las cordilleras de Amambay y Mbaracayú.

Por los ríos paraguayos ha corrido toda la historia del hemisferio sud. La vida política y el
destino de la Nación han estado estrechamente vinculados a ellos. Por el Paraguay, el Paraná
y el Pilcomayo, la naturaleza le señaló su derrotero después que hubieron servido de cauce a
su historia. Ellos y sus afluentes prepararon el nacimiento y el desarrollo de sus ciudades y
pueblos, su desenvolvimiento económico y cultural y sus epopeyas inmortales. La guerra
contra la Triple Alianza, que hizo más infranqueables las barreras de la naturaleza y de los
egoísmos económicos, tuvo como primer escenario sus aguas y sus riberas. Bolivia, después
de ver clausurados sus puertos sobre el Pacífico por la guerra con Chile, y de haber perdido su
acceso al Río Paraguay por el Tratado de Petrópolis, atisbaba el exterior sudamericano
solamente por insignificantes lagunas, por cierto poco útiles como base del tráfico comercial.
De ahí nació otro conflicto que costó miles de vidas a ambos países: por la posesión del Río
Paraguay.

Tal la importancia cada día acrecentada de los ríos paraguayos. Sin embargo, siendo el
Paraguay el primer país que proclamó la libertad de navegación en Sudamérica –antes que lo
hiciera el Congreso de Viena– hoy es una nación prisionera de sus ríos limítrofes.

LUZ Y CALOR EN EL PAISAJE.

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Si del fondo de la tierra surge la vida orgánica, su fuerza dinámica viene de arriba, del
cielo y del sol que iluminan el ambiente formado por sus montañas y sus bosques, sus
praderas y sus ríos.

La luminosidad diurna del cielo del Paraguay es extraordinaria e igual en todas sus
latitudes. Su intensidad se filtra en los montes más tupidos y permite así la coexistencia de
especies vegetales que de otra manera no podrían estar próximas o mezcladas.

Se refleja el sol en los bosques y en el césped, en el plumaje de las aves y en el pelaje de


sus bestias salvajes o domésticas. Este sello –síntesis de calor y de color– impreso en la flora y
la fauna, afina el instinto de sus habitantes y sutiliza su intelecto.

La claridad lunar, a su vez, es tan viva que permite en ocasiones distinguir los caracteres
gráficos y aún leer.

Las lluvias son frecuentes –de 80 a 90 días en el año– y así la sequedad de la


temperatura no actúa sobre el suelo, siempre fértil y fecundo gracias a ellas y a esos "caminos
que andan” y vagan por toda su superficie.

De la atmósfera, de gran diafanidad y pureza, cae durante la noche un rocío que aplaca el
polvo y que, al día siguiente, con el sol, esmalta las hojas húmedas con tonalidades increíbles.
Hay, pues, un perfecto equilibrio de absorción y de evaporación de la humedad cuyo porcentaje
resultante es óptimo para la salud, pues favorece la transpiración y suaviza el cutis.

Así es cómo el exceso de temperatura diurna es compensada por la nocturna, y esta


alternativa constante produce un estado físico tal, que da a quien la experimenta la sensación
de que el calor es inferior al que marca el termómetro.

Demersay observa que el clima del Paraguay no puede inferirse ni de su posición


astronómica, ni de su configuración ni de su altitud, ni de la distribución de las aguas y de los
vegetales en su superficie.

Efectivamente, situado en los límites de la zona tórrida, no tiene su clima la característica


de los países intertropicales o de las regiones templadas, ni admite reglas fijas. Sus
alternativas –no suaves o insensibles– dependen más de ciertos fenómenos atmosféricos
(lluvias, tempestades, vientos) que de la influencia del sol o de su posición en el cenit. La
acción combinada de los bosques, de las montañas, del agua, del sol y de los vientos, de la
tierra roja, de la negruzca o azulada arcilla, o de la blanca arena, es la que determina las
modalidades climatéricas del Paraguay.

Para terminar con el cuadro de esta naturaleza privilegiada, digamos que los efectos del

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viento norte de tan perniciosa influencia en muchas partes, y los del pampero, llegan bastante
atemperados, y no extreman la imperceptible diferencia de clima entre invierno y verano,
únicas estaciones allí prácticamente conocidas.

Las modalidades orográficas e hidrográficas, y las condiciones climatéricas que de ellas


derivan, no determinan diferencias de carácter, de mentalidad o de temperamento en el
paraguayo. Bosque y pradera, montaña y pampa, el medio físico todo, forman una unidad en
su espíritu. Científicos como Lombroso, Hipócrates, Montesquieu, Le Bon, Kaldum, Le Play,
Ratzel y Spencer han anotado en otros países diferentes grados de moralidad, de inclinación a
la delincuencia, de amor por la libertad, de resistencia a la servidumbre, o de su espíritu de
asociación, en concomitancia con aquellas condiciones. Nada de esto ocurre en el Paraguay,
que no presenta siquiera variedades físicas o fisiológicas producidas por un medio físico al cual
se ha acomodado perfectamente una raza: la amalgama étnica de conquistadores y nativos.

EL DESTINO VITAL

En este habitat, el ritmo de la vida humana se aceleró velozmente desde el siglo XVI. En
el sitio en que se alza la ciudad de Asunción se dieron cita hombres y razas que acudían de
todos los vientos. Solís, Mendoza, Irala penetraban por el Río de la Plata. Alvar Núñez apuntó
la proa de sus naves a San Vicente y de ahí, en línea recta, de este a oeste llegó a la Capital
de la Conquista. Alejo García avanzaba por el norte, mientras grandes masas de guaraníes
que habían emigrado hacia el límite oeste después de haber luchado contra las huestes de
Manco Capac, se establecieron en el Chaco apoyando sus tiendas en las primeras
estribaciones de los Andes. Seres selváticos clasificables como anfibios –los payaguaes–
patrullaban en sus barcas impetuosas todo el curso del Río Paraguay y miraban con aversión
curiosa a los intrusos.

Desde el primer día, hombres y armas chocaron. Había una celada en cada recodo y
detrás de cada árbol acechaba la muerte. El escenario se animó cada vez más con el impulso
de la ambición y la marcha cruenta tras la áurea quimera. Asunción, centro de una
circunferencia cuyos radios medían centenares de leguas, era un solo campo de batalla en el
que la espada trató de abrirse paso entre una nube de flechas. Y tras la espada vino la cruz, y
tras la violencia el amor. Las luchas se suavizaron poco a poco y una nueva civilización advino
y con ella la pugna por el poder.

Conquistadores, aventureros, frailes y viajeros seguían desembarcando en las playas de


América. Todos querían explorar el nuevo mundo, esos bosques, en que, al decir de Colón,
"apenas se podía distinguir las flores y las hojas que pertenecían a cada árbol, ríos que se
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confundían con los mares, animales que parecían monstruosos, siquiera porque eran nuevos y
peregrinos».

Y empezó la historia de América y a escribirse esa historia, vista al principio con ojos de
ingenuidad y de superstición.

Los siglos XVI y XVII constituyen una época en que la imaginación predominaba sobre las
verdades de la cosmografía y sobre los progresos de las ciencias naturales. Miles de leyendas
nacían en América y tomaban cuerpo en Crónicas y Diarios: el árbol de la vida y de la muerte,
la incombustible salamandra; la generación espontánea y las metamorfosis, árboles
antropomorfos como la mandrágora, dragones y otros animales monstruosos; palacios de oro y
plata en el Reino de Paitití, relucen y son descriptos en esas páginas influidas por la literatura
en boga, que exacerbaba la afiebrada mentalidad aventurera. He aquí por qué en la
ornamentación de los mapas y en la ilustración de obras de cosmografía y geografía de
aquellos tiempos aparecen, como leit mofiv, sirenas, tritones y otros seres fabulosos, que
traducían el estado de esos espíritus que veían por todas partes prodigios sobrenaturales.

Y al fin y al cabo, en todo esto no hay sino una sola verdad: la Naturaleza, pura, simple y
generosa. Y en medio de ella, el hombre –guaraní-español– que en sí refleja su habitat
opulento y luminoso. En él se encuentra la emoción del panorama contemplado, de la flora y de
la fauna que le nutre, del cielo que lo ilumina, todo ello en un conjunto armonioso que enfrenta
los azares de la historia.

El Paraguay, "el jardín de la América del Sur" a que se refería Bonpland, ha dejado de ser
la tierra misteriosa que describieron viajeros y cronistas. La floresta subtropical, su poderosa
vegetación, su maravilloso florecer y su atmósfera fresca; los lagos y ríos fecundantes, el suelo
montuoso, sus mesetas fértiles, los valles risueños, los llanos y horizontes pintorescos sin otro
límite que el cielo azul y sereno, convidan al extranjero ahuyentado por las guerras y la miseria
de otros continentes, a formar en esas comarcas una nueva patria en medio de una naturaleza
virgen, asentada sobre esa tierra y bajo ese cielo en donde el sol y la luna no se apagan jamás.

En ese habitat montaraz pero atrayente, aquellas legiones de hombres blancos, que
irrumpieron con estrépito desde el siglo XVI, complicaron a los habitantes de tez sombreada,
con problemas por ellos nunca soñados: la noción de la exclusividad de lo tuyo y lo mío. Se
parcelaron tierras y se agrupó a los habitantes para distribuirlos entre los conquistadores. No
se hacían diferencias esenciales entre unas y otros. Se formaban lotes patrimoniales
integrados por «caciques y sus principales, montes y aguadas, pesquerías y cazadores» que
se entregaban a los encomenderos. En la explotación que comenzaba no se iba a distinguir al
hombre de su habitat, todo convertido en utensilios de trabajo y medios de poderío económico
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cotizables en el mercado. La resistencia de los nativos, en un principio tremenda, tuvo que ir


cediendo poco a poco ante una fuerza física superior, o por las consecuencias del amor, o por
el resultado de la disciplina que impuso la ley, otra cosa desconocida para ellos, que no
comprendían cómo los hombres, sometidos a la naturaleza, pudieran dictar leyes al igual que
ella.

Los poderosos invasores apoyaban sus derechos en bulas de los Pontífices de la Iglesia
Católica, que habían otorgado la propiedad de esas tierras cuya ubicación no conocían ni les
preocupaba, pero que ejercían jurisdicción sobre todo lo creado, en nombre y por delegación
de un ser superior. Este no era Tupá, el dios de los dueños naturales de la comarca invadida,
sino el del otro, el de los conquistadores que ostentaban su símbolo en el puño de la espada y
en las velas de sus navíos. Algunos clavaron estacas, de trecho en trecho, como signos
divisorios y excluyentes del señorío así adquirido; otros plantaron largas filas de árboles; los
jesuitas cavaron fosos que marcaban los límites de sus dominios con profundas heridas hechas
en el suelo, grandes zanjones, que también sirvieron para separar y aislar sus feudos y
controlar la entrada y salida en su vasto imperio. En una palabra, una vez sofocada la lucha
que se había empeñado por la tierra entre dos razas extrañas, la pugna iba a trabarse ahora
entre los propios conquistadores. La raza propietaria original ya no contaba. Se crearon las
divisiones administrativas del Rey y sobre ellas se dibujaron las que, sobre el dominio
eminente, trazaban los contornos del patrimonio privado. Las unidades tribales, al mismo
tiempo, perdieron su personalidad. Sus restos dispersos se habían transformado en esclavos o
sirvientes, perpetuos o redimibles. Y como no había minas, hecha esta primera distribución de
la tierra y establecidas las condiciones básicas del señorío de las mismas, comenzó la gran
batalla de la yerba-mate, la que debía de originar guerras y revoluciones sin cuento, que iban a
poner su matiz característico y definitivo en la vida de la nueva comunidad.

***

ESTIRPE

CAPÍTULO II

LA SOCIEDAD TRIBAL

LEYENDA Y PROTO-HISTORIA

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Los guaraníes eran señores del suelo cuando el descubrimiento; «la raza dueña moral del
país, desheredada por la ley del más fuerte”, al decir de Bertoni.

Si bien coexistieron otras razas, la nación guaraní, o sea el conjunto de tribus que hablan
idiomas derivados de un tronco lingüístico común, era la más importante por su número y por la
superficie ocupada. Aún ahora, la toponimia acusa esa influencia desde la Patagonia hasta las
Antillas que habían llegado a invadir, expulsando de allí a sus primitivos habitantes.

Su expansión en la época pre-colombina tiene ésta y otras pruebas semejantes, mas no


evidencias directas. Sus tradiciones son inciertas. No les interesaba la historia e,
individualmente, apenas recordaban las hazañas de sus padres.

Sus fastos prehistóricos abundan en fábulas. Así la llegada de Tupí y Guaraní –dos
hermanos– que desembarcaron con sus respectivas familias en Cabo Frío, estableciéndose en
el Brasil, donde no encontraron seres de su especie. Luego la disputa entre las mujeres de
ambos, por la posesión de un papagayo parlero –tan repetida por los historiadores– que habría
motivado la venida del menor de ellos al Paraguay. Esta versión, carente de todo valor literal,
referida originariamente por el P. Guevara, no pasa de ser una ficción alegórica de sentido
mítico, acogida por la política eclesiástica con el fin de unificar las religiones indígena y
católica, pues no está comprobado que antes de llegar los europeos, los indígenas hubieran
conocido la domesticación de los animales. La aplicación en América de la anécdota bíblica de
la separación de los hermanos Abraham y Lot era apta para sustentar la posición monogenista,
cara a todas las religiones. El supuesto origen común de las tribus Guarani y Tupí sirvió de
ejemplo para extender la teoría en el Nuevo Mundo.

Modernamente, los guaraníes ocuparon desde el Río de la Plata al Delta del Orinoco,
desde las costas del Atlántico a los Andes. La población encerrada dentro de este perímetro es
la que con propiedad puede llamarse Nación Guaraní, y que aparece dividida en muchos
grupos independientes, que adoptaban como nombre colectivo el de sus caciques o el de la
comarca que habitaban. Sus restos puros actuales son los guarayos y los chiriguanos.

No sería racional pretender consignar datos, siquiera medianamente exactos, sobre el


origen de la nación guaraní. Su procedencia es no sólo incierta sino desconocida, y el tema ha
dado lugar a muchas leyendas que denotan más ingenio que espíritu científico. El único dato
serio que puede ser tomado como indicio, a todas luces incompleto, del origen asiático de los
guaraníes es la persistente mancha mongólica que el Dr. Gustavo González, en 1942, ha
observado personalmente en los guarayos actuales del Chaco. Entretanto y a falta de pruebas
confirmatorias es más sensato creer que los antepasados de los guaraníes hayan sido
arrastrados y sepultados por los cataclismos geofísicos de tiempos remotos. Se trata de una
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cuestión que pertenece a la prehistoria, que hasta hoy no ha sido dilucidada científicamente.
Las infinitas hipótesis no pasan, por tanto, de meras inferencias. Antes que referirse a
supuestas migraciones prehistóricas es preferible considerar a la nación guaraní como
relativamente autóctona, por haberse desarrollado fuera de todo contacto durante siglos, y
tomarla con lo que se sabe de ella en la época de la llegada de los conquistadores.

En esta época los guaraníes (carios o caraibes) habitaban en número aproximado a los
150.000 en el territorio del Brasil y del Paraguay, de los cuales solamente unos 50.000 en lo
que propiamente podía considerarse el Paraguay. Los últimos desplazamientos importantes
comprobables se habían producido en épocas cercanas a la llegada de Colón a América. Se
sabe que más o menos entre 1430 y 1450, algo así como medio siglo antes del
descubrimiento, los chiriguanos llegaron al norte del Chaco después de combatir y vencer a las
huestes del Inca Tupac Yupanqui que pretendía subyugarlos, y que los guarayos, en 1531,
pasaron de la región Oriental a las fronteras de Santa Cruz de la Sierra.

En aquel tiempo las epidemias habían asolado estas poblaciones; el aborto era una
práctica consuetudinaria; la fecundidad de las mujeres estaba debilitada por diferentes causas
y las guerras entre las diversas parcialidades, todas belicosas, habían reducido su vitalidad. La
nación guaraní no era un cuerpo compacto y homogéneo bajo la autoridad de un jefe.
Fraccionadas en tribus rivales, bajo distintos nombres, carecieron, lógicamente, de resistencia
frente al conquistador hispano y el usurpador lusitano, enemigos más inteligentes y mejor
equipados y que oponían un propósito firme y claro a la intuitiva defensa aborigen.

Las descripciones que han hecho los observadores directos de los guaraníes actuales nos
revelan que la evolución de su mentalidad y de su organización social y doméstica ha sido muy
lenta o ninguna comparada con la de sus antepasados, también relatada por hombres de
ciencia que los conocieron en otras épocas. Los restos sobrevivientes que, a través de 400
años, no han recibido los beneficios del contacto con la civilización, presentan una identidad,
favorable al conocimiento de lo que fueron los guaraníes, antes y en tiempo de la Conquista. La
regla de la inalterabilidad de los seres autóctonos, sin el influjo de nuevas razas vecinas o
superiores, no es perturbada en este caso por una excepción.

Esto permite desvanecer injustificadas afirmaciones de escritores que sostienen, sin


pruebas, la supuesta antropofagia e idolatría de los guaraníes, conservación de cautivos y
otras rarezas de las cuales no se ha podido encontrar rastro alguno, ni una inclinación que
pudiera constituir un indicio. Los conquistadores han exagerado mucho respecto de ellos para
dar mayor realce a sus correrías y convertirlas en gestas llenas de heroísmo y de esplendor.
Los escritores indigenistas de este siglo recayeron en la misma aberración con fines, ya
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«nacionalistas», ya simplemente literarios.

ORGANIZACIÓN POLÍTICA Y SOCIAL.

Cuando los españoles pisaron tierras americanas, los guaraníes vivían en tribus
independientes, ocultas en los montes, especialmente en los bordeados por ríos o arroyos.
Esas agrupaciones estaban constituidas por familias relacionadas por vínculos de
consanguinidad y de afinidad bajo el mando de un Cacique (Mburuvichá). Su autoridad estaba
asentada en el principio hereditario, pero con frecuencia esta dignidad era discernida al más
inteligente, generoso, valiente, diestro o bondadoso, sobre todo en caso de guerra, pues el
cacicazgo no coincidía rutinariamente, en esa oportunidad, con la comandancia de las huestes.
En tales circunstancias el conductor era designado por una asamblea de jefes de familia, una
suerte de Consejo de Estado, una especie de dictadura electiva que vigila, orienta y protege la
vida da la comunidad, y cuyos miembros, sentados en cuclillas y en círculo, deliberaban para
hacer frente a las emergencias relacionadas con los importantes intereses de la colectividad.
Era un puesto muy codiciado y disputado, y cada candidato lo postulaba encarnizadamente
relatando con elocuencia sus hazañas; pero una vez producida la decisión, todos lo acataban
incondicionalmente.

Estimaban en alto grado su lengua y cuidaban la dicción, ya que la elocuencia podía


elevarlos a la dignidad de cacique. Repudiaban el empleo de la fuerza para la agresión. Sus
guerras eran generalmente defensivas. A nadie servirían las armas para dominarlos,
someterlos o persuadirlos. Solamente podrían conseguir exterminarlos.

El poder del cacique de las épocas normales no es despótico, como lo es en cierto


respecto el del padre de familia; es más bien un juez que dirime los conflictos personales y
organiza colectivamente la vida económica. Es un funcionario que se hace sentir solamente en
asuntos de interés común. La desobediencia a sus decisiones es desconocida, y el que no
quiere reconocer su autoridad puede eludirla solamente pasándose a otra tribu.

Fuera de esto, en la tribu imperaba una igualdad completa, y los españoles notaron
apenas una diferencia poco sensible en el porte de natural nobleza y señorial majestad de los
descendientes de caciques que, por lo demás, no tenían más derechos que aquellos a quienes
podría caracterizarse como plebe.

No se distinguía el Cacique ni por su casa, ni por vestido especial o insignia. No vivía ni


de tributos ni de servicios, y trabajaba como los demás, aunque a veces sus subordinados lo
hacían espontáneamente a su beneficio.

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LAS INDIAS

No había clases aristocráticas, ni casta guerrera o sacerdotal.

A la tribu correspondía la instrucción y cuidado de los niños. Se sentía tanto o más


responsable de ellos que los propios padres. La atención a los ancianos y a los desvalidos
también estaba a cargo de la comunidad, aunque algunas parcialidades los sacrificaban si
llegaban a ser una carga para ellas.

IDEAS ECONÓMICAS

Los guaraníes no conocían la rueda, ni la industrialización de los metales, pero sí el


fuego. Además de los usos corrientes lo utilizaban, así como el humo, en el primitivísimo
sistema de señales.

No concebían la propiedad privada. Campos y ganados eran comunes. Sólo aquellos que
habían abandonado el nomadismo y preferido el establecimiento en un lugar fijo llegaron a
intuir la propiedad individual al advertir las ventajas del trueque de los productos de su
rudimentaria industria con los que le presentaban los recién llegados. Vivían de la caza y de la
pesca y del cultivo de frutos y hortalizas autóctonos, pero no tenían árboles frutales, pues
creyendo que la cosecha agotaba de una vez la tierra, la tribu mudábase cada año de lugar. No
conocían otros medios de locomoción que sus piernas o las piraguas que fabricaban
ahuecando troncos de árboles por medio del fuego. No conocieron las virtudes de las miles de
plantas curativas, que después fueron catalogadas, por primera vez, por el P. Segismundo
Asperger.1

El régimen de producción colectiva hizo que nadie se fatigara produciendo o acumulando


más de lo necesario para sí y para su familia. Su exagerado concepto de igualdad hizo que
todo síntoma de sobresalir individualmente no fuera permitido y se sofocara desde su
nacimiento. Esto los hacía imprevisores y carentes de toda aspiración. Como en todas las
tribus salvajes, la mujer trabajaba y era elemento de transporte para que el hombre pudiera
cazar y guerrear sin trabas.

CONCEPCIONES JURÍDICAS

Los guaraníes no tenían la idea de lo mío y de lo tuyo. Nunca rehusaron dar lo que se les
pedía, y era para ellos cuestión de honor el no requerir sino lo que realmente necesitaban.
Como corolario de la inexistencia de la propiedad privada no conocieron el derecho de
sucesión por causa de muerte. Sus normas eran las del derecho natural y el respeto a las

1
Sin embargo, toda la nomenclatura de las plantas medicinales y sus aplicaciones se obtuvo del guaraní. V. Materia médica
misionera. Padre Pedro de Montenegro. Asunción: www.BVP.org.py (N. de la E.D.)
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decisiones del Consejo de padres de familia y del cacique. Defendían fieramente sus tierras,
que consideraban como parte integrante de su personalidad identificada con la tribu, por
instinto, y no por tener el concepto del derecho de propiedad. El hurto era inconcebible en la
comunidad, y si se apoderaban de algo era sólo por carecer de la idea de propiedad exclusiva,
sin desdeñar, sin embargo, la violencia cuando se trataba de ocupar la propiedad enemiga. Sus
leyes fundamentales más severas eran las que castigaban el robo y el adulterio con las penas
de expulsión o muerte, más legítimas, por naturales, que la privación de la libertad, que para el
indio es inalienable.

ORGANIZACIÓN FAMILIAR

La familia guaraní consistía en la unión monogámica, no siempre perpetua. La libertad


sexual reconocida especialmente a favor de los caciques a quienes los vasallos entregaban
sus hijas si él se las pedía, no llegó a hacer de la poligamia una institución generalizada. Las
parcialidades que la practicaban, lo hacían por peculiaridad ecológica, por inclinación natural,
no por el propósito, que nunca tuvieron, de universalizar una «raza superior” por la supuesta
creencia en el destino ecuménico de su colectividad, como en veces se ha querido sostener en
contra de todas las posibles conclusiones de la investigación científica. Aun en estos casos, la
fidelidad era una regla inflexible vara las mujeres. No se casaban entre parientes próximos,
pero muerto el cacique, su hermano podía tomar como mujer a la viuda aunque, generalmente,
ésta, al llegar a tal estado, se arrojaba de una altura, quedando así, cuando menos, lisiada para
toda su vida. Las tribus eran exógamas y por consiguiente los hijos pertenecían en primer
término a la madre; jamás castigaban a los niños y los adiestraban en trabajos rudos. El ideal
era hacerlos fuertes, valientes y virtuosos y sobre todo capaces de dominar el hambre, la sed y
los sentidos, y de mantenerse imperturbables en los dolores físicos y morales.

El guaraní posee todos los sentimientos e instintos –afecto, compasión, odio–. Es bueno,
afable, franco, hospitalario y fiel a sus propios principios o a los que ha aceptado, y no conoce
la envidia. Pero su semblante severo y triste y su actitud introversa jamás deja traslucir su
estado de ánimo o sus emociones. No hace amistades íntimas. Habla poco y bajo y es ajeno a
los arrebatos de hilaridad o de furia. No pone pasión, ni entusiasmo, ni celo en sus galanteos y,
aun en su aparente indolencia, pone firmeza para satisfacer sus necesidades y lograr sus
deseos.

El derecho, la moral y la costumbre estaban confundidos en las prácticas y ceremonias


muy curiosas de sus noviazgos, casamientos, nacimiento y denominación del niño, recepción
de un huésped, etc. La mujer al llegar a la pubertad tenía que pasar por arduos trabajos y por

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rudas pruebas. Si de ellos salía airosa, si resultaba diestra para las tareas domésticas y de
probada laboriosidad, se le vestía y adornaba con abalorios y se le declaraba apta para el
matrimonio. Los padres preferían que sus hijas quedaran solteras antes que darla por esposa a
un cobarde, y el candidato debía demostrar haber realizado una hazaña para aspirar a la mano
de una doncella.

Era un crimen que la mujer conociera hombre sin haber pasado antes por las pruebas
consuetudinarias, y el hábito del casamiento precoz era observado como una regla tanto por
aquélla como por éste.

IDEAS ANIMISTAS

El guaraní se concebía como un compuesto de cuerpo y alma, y su animismo extendía a


los animales y objetos inanimados el concepto de esa dualidad, atribuyéndoles fuerzas y
poderes especiales. Creían que la muerte natural llegaba solamente con la vejez, y que la
muerte temprana era provocada por algún maleficio. Deducían presagios de los cantos de las
aves, del brote de los árboles, o de la inesperada aparición de determinados animales o de
alguna insospechada vegetación.

La profesión de mago y de augur –payé– estaba casi siempre confundida con la de


médico, cuyos únicos procedimientos consistían en succionar la parte enferma y en algunos
inocentes exorcismos. Respetaban a los padres misioneros, a quienes creían inmunes contra
los sortilegios, pero no así a los hombres de armas. Uno de ellos, Cutiguará, levantó a los
indios contra Ñuflo de Chaves. Otro, el más famoso, fue Overá –Resplandor–, que se tituló
libertador de la Raza Guaraní, hijo unigénito de Tupá y de una virgen. Se decía representante
directo del padre y delegatario de todos sus poderes. Overá, que prometió derrotar a los
españoles con un cometa aparecido en cierta época, fue batido en un combate y desapareció
sin dejar rastros.

IDEAS ESTÉTICAS

En realidad lo estético no llegó a ser idea en el indio guaraní; no se había despegado aún
de sus raíces sentimentales. Era, apenas, una resultante de su sensibilidad excitada por la
naturaleza y por todo cuanto contiene el paisaje, por sus mitos y por sus hábitos. Sus danzas
eran representativas y simbolizaban la defensa del grupo contra los genios maléficos. Sus
juegos y fiestas denotaban un relativamente avanzado carácter social y ellas se verificaban
especialmente al comienzo del verano (ara puajhú o año nuevo), al compás de una música
monorrítmica y animada con fermentación de cereales o frutas de efecto alcohólico. Tenían un

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gran sentido del color y de la línea, y su fuerte inclinación imitativa suplía su inicial torpeza en
los senderos del arte en el cual sobresalen toscos e infantiles diseños de escenas guerreras y
de caza. No tenían ninguna inclinación extraordinaria a la pompa o al lujo, el que apenas se
traducía en los rudimentarios adornos que desde tiempo inmemorial atraen, más bien como
una necesidad "natural" al habitante de la selva.

IDEAS RELIGIOSAS.

El guaraní cree en la inmortalidad del alma. El ser que se desprende de su


cuerpo al morir es un Añang que va hacia el Oriente, al añaretá, una suerte de
Campos Elíseos, de carácter neutral e innocuo donde se reúne con sus antepasados,
y desde allí dirigen los destinos de la tribu y gobiernan los fenómenos naturales. El
espíritu no se aleja; a veces ronda por los alrededores; otras no sale de la tumba, por
lo cual al lado del cadáver, enterrado con la cara vuelta hacia el nacimiento del sol, se
le dejaba un espacio a fin de que ahí pueda estar a sus anchas. No todos los espíritus
son buenos, pues no pierden la virtud ni las pasiones del cuerpo que los contenían en
vida. Esto dio base a los evangelizadores para convertir el Añang en demonio, que no
existió en la concepción religiosa guaraní.

Además de estas almas errantes, existe una corte de espíritus de diversas


categorías, y sus creencias acerca de ellos constituyen un amasijo de supersticiones
que han sido recogidas en una mitología curiosa y pintoresca, el yacy-yateré, invisible y
rubio duende de la siesta; Curupí, dionisíaco genio fecundante; Y-yara, el dueño de las
aguas; Póra, el alma en pena de los muertos; Ca'á pora, proteiforme fantasma
femenino de los bosques; Pombero o Pyragüé, el velludo y cauteloso habitante de la
oscuridad que acecha curioso la vida y milagros de la gente; Y-póra, negro y lúbrico, y
Cuarajhy-yára, dueño del sol, todos ellos mitos antropomórficos, a los que hay que
agregar no pocos monstruos fabulosos.

Aparte de estas supersticiones, manifestaciones de su peculiar postura frente a lo


desconocido, los guaraníes no comprendían más que lo que caía bajo el dominio de
sus sentidos. No empezó a desarrollarse en ellos su inteligencia en estado potencial,
hasta que entraron en contacto con los conquistadores y los misioneros.

IDEA TEOLÓGICA

Para los guaraníes existe un Dios creador: Tupá, a quien aman sin temor, y que es
indiferente a los acontecimientos. No gobierna el universo, ni premia ni castiga a los hombres.
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La única ley del indio es la ley natural; acomodarse a ella le produce prosperidad y felicidad, y
lo contrario le proporciona dolor y sufrimiento. Sus concepciones rudimentarias no le privan de
concebir la religión como sanción práctica de la moral. Su valor está en la coincidencia de la
doctrina con la conducta.

Por eso no alcanzaban a comprender las contradicciones entre la moral religiosa y las
atrocidades de los blancos: “Ustedes dicen que su Dios les ordena amar a todos los hombres,
pero ustedes mienten, nos roban, ofenden a nuestras mujeres y nos matan por cualquier cosa.
El nuestro es mejor que el de ustedes”, decía al doctor Bertoni, en 1877, el Cacique de la
parcialidad sobreviviente Ava-mbyá.

No existe para los guaraníes el demonio, aunque sí los espíritus malignos que acechan su
tranquilidad y de los cuales deben defenderse. Los jesuitas no pudieron convencerlos de la
existencia de un infierno con llamas abrasadoras que, dentro de su concepción objetiva, podían
ser evitadas fácilmente apartándose de ellas. El P. Guevara relata que uno de ellos,
amenazado en el confesionario con las penas eternas, contestó con gran calma: Anichene
añang oyechá co ñeangüéchacájhara pe (no se verá el diablo en este espejo). La lógica
primitiva se rebelaba contra el absurdo de que un Dios de amor se vengara tan
implacablemente.

Eran tan porfiados y tenaces en sus convicciones tradicionales que resultaba imposible
convencerlos de aquello en que no coincidían las dos organizaciones religiosas –la guaraní y la
católica– en acelerado proceso de fusión.

No tenían concepto del pecado ni de la resurrección, aunque creían en la supervivencia


del espíritu y en la inmortalidad del alma. De la vida corporal creen pasar, merced a la muerte,
a otra incorpórea, y como durante su existencia no tienen más sufrimientos que los físicos, esa
vida incorpórea se presenta como la supresión de toda dolencia, y a la vez totalmente exenta
de placer, algo estático y vacío.

No interviniendo, pues, el Creador en los asuntos humanos, los guaraníes no tuvieron


iglesias, ni clase sacerdotal, ni culto, ni ídolos.

Tampoco tenían ideas metafísicas y en cuanto a sus concepciones en el orden científico y


cosmogónico, no salen de los dominios de la leyenda y de la superstición. Viven (como se
expresa Picón Salas respecto de los aztecas) interpretando su cosmogonía y sus mitos a la
manera de un permanente combate . entre las fuerzas conservadoras de la vida y creadoras de
la cultura, contra las de la destrucción.

En su acerbo mitológico –fábula original o adaptada– figura un diluvio anunciado por el


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profeta Tamandaré. Un cocotero colosal dio, durante la inundación, abrigo y alimento a


numerosas familias que así pudieron evitar la extinción de la especie fundada por Tamoi
(abuelo). Este primer antepasado habría venido a enseñarles la agricultura y luego se
habría marchando hacia el Oriente para no volver.

IDEAS COSMOGÓNICAS.

Su noción del espacio cósmico y de los astros se manifiesta por concepciones animistas.
Sus antepasados habían recorrido la vía láctea y la denominaban Tapécué (camino recorrido).
La Cruz del Sur (Ñandú´ipo) señala las huellas del avestruz al bajar a la tierra, y la Luna tiene
como papel principal descender cada mes para amar a las mujeres. Todas las constelaciones
tienen su interpretación que denota un proceso imaginativo fundado en atenta observación. El
eclipse de sol o de luna, por ejemplo, que consideran de mal augurio, se produce al ser
tragados estos astros por un tigre monstruoso, o al ser perseguidos por una jauría. Producido
el fenómeno, en medio de enorme gritería, disparaban sus dardos al aire contra los supuestos
perseguidores.

Los años los cuentan por inviernos –ro'y– y los meses por lunas –yasy–. Su numeración
ordinal no pasa de cuatro. Las cantidades mayores se expresan por manos –po–.

Todas estas tradiciones, que no son conocidas ni por la escritura, ni por jeroglíficos, ni por
caracteres de ninguna clase –que no los tenían–, sino por el relato y el canto, explican esa
psicología y ese exterior hechas de piedra y tiempo, que presenta el indio.

EL IDIOMA, DOCUMENTO VIVO DE LA SOCIOGENIA GUARANÍ.

La lengua del Paraguay primitivo es el guaraní, un dialecto del Tupí, que se hablaba en
todo el Brasil, pero aquélla es la que realmente se ha conservado y enriquecido.

"Yo no sé –dice Fariña Núñez– si según el célebre paralelo del solitario de Yuste, el
italiano sirve para hablar con las damas, el francés con los hombres y el castellano con Dios;
pero puedo afirmar que el guaraní sirve para dialogar con la naturaleza en tono íntimo, llano,
casi familiar”.

Idioma de un pueblo que no llegó a dar por sí mismo los primeros pasos en la civilización
es, posiblemente, el más armonioso y eufónico entre los demás que se hablaron en la América
autóctona. Cada palabra es una definición o una descripción y aun una explicación sintética de
la naturaleza de la cosa designada. Las palabras se componen de monosílabos tan sutilmente
combinados, que parecen el idioma de una raza capaz de madurar reflexivamente, además de

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estar dotada de un espíritu de análisis de sutileza extraordinaria. Guevara juzga que el guaraní
puede clasificarse entre los idiomas más elegantes, expresivos y copiosos, y que «sus voces
son de eficacia persuasiva, ceñidas sin confusión, claras sin redundancia y majestuosas sin
afectación". Se acomoda al ritmo del verso español y a la música. La variedad de matices de
expresión, su riqueza para denotar ideas generales o abstractas, mayor en ciertos respectos
que en muchos idiomas civilizados, revela que en el hombre inculto que lo hablaba existió una
veta fecunda de sentimientos y de la espiritualidad que la educación y la experiencia forman y
definen. Gracias a esto el Padre Bolaños pudo verter a él el Catecismo de la doctrina cristiana,
que desde 1609 se utilizó para la «conquista espiritual". Los únicos idiomas americanos que
con el guaraní pudieron admitir esta prueba decisiva de su riqueza de expresión fueron el
aimará, el quíchua y el azteca.

El lenguaje no es una "entidad ideal" que evoluciona independientemente de los hombres


y de la conciencia que traduce. Su desenvolvimiento está en relación con las necesidades, el
estado de civilización y el destino de la raza que lo utiliza. Se mantiene mientras superviven
los hábitos de pensamiento que le dieron vida y estructura, y de acuerdo con ellos se usa, se
altera o desaparece. El guaraní existe y se conserva por eso: porque hay una comunidad que
piensa a través de él, y con él ha formado una personalidad intelectual que se advierte aún en
la palabra pronunciada o escrita en castellano. Un lingüista podría descifrar en el guaraní las
modalidades del fenómeno paraguayo y seguir paso a paso en su proceso histórico, el juego
de las fuerzas sociales y de las interacciones entre las muchedumbres y sus conductores.

El guaraní y el castellano que se hablan en el Paraguay constituyen la homologación


intelectual de la unión biológica de ambas razas. Si allá se conservan muchas palabras
castellanas ya caídas en desuso en otros países, y se habla con un acento un tanto modificado
por la entonación propia del guaraní, muchas de aquéllas se han incorporado a éste para
completar su posibilidad de expresar conceptos u objetos modernos, como a su turno se
enriquecieron los idiomas de hoy con ayuda del griego o del latín. Existe, además, una
modalidad de la poesía paraguaya en que las últimas palabras de cada verso castellano son
puestas en guaraní para darles mayor dulzura y expresión.

El idioma guaraní explica una incógnita de la sociogenia de la raza que lo habló.


Conjeturas más o menos fundadas, han dado cuerpo a la pretensión de encontrar el origen de
los guaraníes en otras razas o continentes. Y si bien de ese idioma no puede inferirse
científicamente ni su edad, ni su procedencia, ni su entroncamiento preciso, su absoluta
desemejanza con idiomas europeos, asiáticos o africanos demuestra la antigüedad de la raza
guaraní en Sudamérica y que su desarrollo y supervivencia se han operado apartados de las

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demás razas. Algún casual parecido que se ha encontrado entre vocablos del guaraní y otros
idiomas ha sido mera coincidencia y no se han podido enunciar reglas etimológicas que den a
la afirmación una base científica. Sabido es que en el lenguaje es más fácil encontrar huellas
extrañas, antes que en lo físico; más fácil es transformar un idioma que la contextura
antropológica; los rastros foráneos son más indelebles en el habla que en la estructura
craneana, en el cabello o en el orden fisiológico. El no hallarse en el guaraní primitivo vocablos
o raíces extrañas, prueba que la raza vivió dentro de su propio mundo, sin contacto
extraamericano, durante una larga serie de siglos.

La lengua guaraní se ostenta en la toponimia, desde las Antillas a Tierra del Fuego. Los
conquistadores se vieron obligados a aprenderla como un medio de robustecer los resultados
de las uniones, lo que no ocurrió con los demás idiomas. Aniquilada y absorbida la raza
guaraní, su medio de expresión soportó los varios embates que querían extinguirlo. "Verdad es
que los dioses guaraníes han muerto, probablemente al sentirse extraños en su propia patria y
desterrados de ella; pero por encima de los dioses y de las razas, permanece inextinguible el
verbo hecho carne, que significa la voz en que los hombres y los dioses expresaron un día, con
ansia de vibración eterna, su humanidad efímera y dolorosa".

Será muy difícil que el guaraní desaparezca del cuadro lingüístico de América. Más de
cinco millones de hombres, en el Paraguay y los países limítrofes, lo hablan y preservan su
vigor y supervivencia.

ESTRUCTURA HISTÓRICA Y ESPIRITUAL DEL ESPAÑOL.

Sobre la masa guaraní, plástica y fluida, un poco amorfa, anárquica, dispersa y salvaje,
orgullosa y jactanciosa de no haber soportado jamás un yugo extranjero, vino a actuar el
conquistador.

Este advirtió la necesidad de considerar al indio no como un esclavo, sino como un aliado.
Por lo menos había que persuadirle de ello en interés del éxito de la empresa conquistadora.

¿Quién era el conquistador? Un producto sedimentado en mil quinientos años corridos en


un proceso de luchas y de mezcla de razas. En cada español había una historia que comenzó
en Iberia, pasó por Hispania y llegó a España, desde antes de la Era Cristiana hasta los Reyes
de Castilla y Aragón. Las condiciones sociales de España y las revoluciones inmediatamente
anteriores al descubrimiento habían dado lugar a un declassement que había producido un
grupo de nobles venidos a menos cuyo poder económico había declinado y aun desaparecido,
no por causas de natural decadencia, sino como resultado de los acontecimientos que
sacudían violentamente su ambiente social. Perdida su situación preeminente, tampoco podían
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fundirse en la clase productora y menos resignarse a ser artesanos ni a ser absorbidos por la
masa. Todo lo habían perdido, menos ese sentimiento colectivo de ser parte de un "pueblo
elegido”, forjado por sus cualidades heroicas y por un disconformismo inquieto. El
descubrimiento abría ante sus ojos nuevas oportunidades, si no para la expansión nacional
precisamente, sí para la recuperación, en otro escenario, del bien perdido.

Tal el origen de la vasta y temeraria empresa de colonización y conquista que cédulas


reales y concilios presentaban como una cruzada de redención de tribus idólatras, plena de
misticismo y de ideales.

Temperamento antagónico, costumbres exóticas, sueños románticos y heroicos


alternaron con propósitos de lucro y ambición. Leyendas surgidas por generación espontánea
constituyeron el motor de las actividades que iban a transformar al mundo, tras el espejismo del
Cipango legendario y de Eldorado misterioso.

Mientras allá en Europa la visión de la vida se había ampliado y las intuiciones


intelectuales se habían convertido en concepciones científicas de enorme expansión hacia
todos los rumbos, una legión de españoles venía a sepultarse en las selvas de América.
Algunos apuntaron hacia las Antillas donde la proa del descubrimiento había tocado por
primera vez tierras de América; otros avanzaron hasta México y quemaron audazmente sus
naves frente a sus costas; unos se aproximaron al Brasil para perforar el hemisferio sud y
buscar trabajosamente la ruta del Pacífico, hallada por virtud de la casualidad, por Vasco
Núñez de Balboa, más al norte; éstos desembarcaron en el Río de la Plata iniciando la
prodigiosa epopeya con Juan Díaz de Solís; aquéllos realizaron con Magallanes "la aventura
más audaz de la humanidad". América presentaba una confusa superficie de tierra firme en
donde iban cayendo como meteoros luminosos los grandes capitanes de la conquista. Ahí, en
el ignoto continente que cuatrocientos años más tarde había de ser el centro de gravedad del
mundo de la libertad, abrían brechas, a sangre y fuego, con la cruz y con la espada, buscando
que la difusión del cristianismo y el sometimiento de los indios aseguraran la gloria temporal y
espiritual del imperio en donde «no se ponía el sol».

¿Bastaría el impulso poderoso y avasallador, la superioridad de los arcabuces y la fuerza


de la ambición, para la ímproba labor de agrandar los dominios de España o para obtener el
lucro personal?

Ahí, en el Continente recién descubierto, dábase un elemento humano en estado salvaje,


que no había logrado salir de su ignorancia milenaria, que nada sabía de pulir instintos
ancestrales y que si había logrado levantar sus ojos hacia las estrellas, era sólo para atribuirles
una interpretación animista de lo más primitiva.
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Por otro lado, cada factor interviniente en el escenario de la contienda estaba impulsado
por estímulos distintos que daban tono y carácter diverso al encarnizamiento con que cada
uno actuó para sostener su posición. El guaraní vivía un mundo sin dimensiones. El pasado, el
presente y el futuro estaban para él inseparablemente unidos. Eran una sola y misma cosa.
Dentro de su lógica, una lógica universal, por lo demás, ellos eran dueños de las tierras, de los
ríos, de las selvas y de su Dios. No podían concebir que la Santa Sede Apostólica pudiera
haber hecho donación de ellos y de su habitat, a la Corona de Castilla y haber erigido al Rey,
"Señor de las Indias Occidentales, Islas y Tierra firme del mar océano, descubiertas o por
descubrir”. No comprendían ese derecho tan absurdamente denominado cristiano, aplicado
por pontífices y reyes que autorizaba a privar de sus bienes a infieles o idólatras.

Su mentalidad intuitiva juzgó al español como un vulgar asaltante. Por su parte, el invasor
se había forjado su dialéctica: el Rey creía lógico y justo engrandecer sus dominios; los nobles,
recuperar su situación y su influencia, y los religiosos, lograr la conversión –de grado o por
fuerza– de los infieles. El propio Padre Charlevoix ha de confesar que aunque le quisieron
desanimar en la empresa de la publicación de sus memorias, era necesario abordarla «por el
honor de la religión". Sólo para los indios, que sentían en carne propia el atropello, se realizaba
un acto de pillaje. Todos los demás habían olvidado los principios morales milenarios que había
ido definiendo una civilización de carácter universal desde la época de la Roma clásica. Aquélla
era una gloriosa empresa como la de la conquista y colonización de Abisinia en nuestros días,
sin el justificativo siquiera de la necesidad de espacio vital.

FUSIÓN ÉTNICA

Desde el descubrimiento del Río de la Plata (Paraná-guasú) por Juan Díaz de Solís, en el
curso de la primera expedición que hizo desde España a San Vicente con Vicente Yáñez
Pinzón –uno de los compañeros de Colón en su primer viaje–, las luchas entre indios y
españoles encontraban apenas muy transitorias treguas.

Ambas costas hasta Asunción se jalonaron con los huesos de los audaces huéspedes,
que encontraban la muerte en las pérfidas celadas de quienes defendían fieramente sus
dominios contra la ambición económica. Largos e ineficaces esfuerzos demostraron que había
que cambiar de táctica y así comenzó con la reglamentación del comercio entre españoles e
indios primero, y se llegó al casamiento después.

En Buenos Aires la raza latina había logrado mantenerse sin mezcla gracias a los
continuos oleajes humanos que venían de Europa; pero entre Buenos Aires y Asunción, centro
de la conquista, había demasiada distancia. No se podía contar con Buenos Aires en caso de

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necesidad. Era menester cimentar uniones entre los indios y los españoles, encargar al amor lo
que la violencia no había podido lograr. En el concepto de Irala, si las uniones eran una
necesidad biológica, también se imponían como un acto político, y con visión genial decretó la
unión de dos razas que con el correr de los años convirtieron los grupos genéticos aborígenes
en una composición demótica. La agregación social rudimentaria se convirtió en una amalgama
compleja que a la vez de llevar la paz indispensable para la colonización, suministró los
factores necesarios para la estabilidad espiritual.

Como consecuencia de las medidas tomadas por Irala, se fundaron ocho colonias que
fueron pobladas por los nuevos matrimonios y las sucesivas generaciones.

Al describir las condiciones sociales de la población así formada, uno de los primeros
historiadores de la conquista, Rui Díaz de Guzmán, nieto de Irala, dice que «ellos tienen gran
valor y ánimo, inclinados a la guerra y a las armas, las cuales manejan con mucho acierto y
destreza… el que no mata al vuelo, de un tiro de bala rasa, aunque sea un gorrión, es reputado
mal arcabucero… Buenos hombres de a caballo de ambas sillas, y para su entretenimiento
doman potros”. En cuanto a ellas, "son de buen parecer, hábiles en la labor y en la costura,
nobles, de condición afable, discretas y sobre todo virtuosas y honradas». Respecto de sus
rasgos físicos, sostiene D'Orbigny que de todas las mezclas de raza ocurridas en América, la
de guaraní y español es la más perfecta: «Es sorprendente la belleza y nobleza exterior, cutis y
ojos claros, nariz y gran parte de sus rasgos españoles. Casi rivaliza con la raza blanca". Es el
nuevo elemento étnico que se incorpora a la vida americana.

RACISTAS, INTRANSIGENTES, ¿TRAIDORES?

Según el empadronamiento hecho por Irala, había 27.000 guaraníes agrupados en 400
encomiendas a 50 leguas a la redonda de Asunción. Estas agrupaciones fueron los núcleos
originarios de la nueva raza.

La postura de los indios en relación con los propósitos de Irala, no fue igual. Había dos
grupos de intransigentes.

Uno de ellos incluía individuos que aún vivían en hordas, o sea en estado pre-tribal. Eran
de una evidente inferioridad. No conocían la agricultura ni la domesticación. Para ellos, la vida
carecía de continuidad. Comenzaba al amanecer y terminaba en la noche, para recomenzar al
día siguiente. Carecían en absoluto de la idea del tiempo y del progreso.

«Racistas" intuitivos, hoscos y feroces, sin admitir trato con los españoles, se refugiaron
en el Brasil y en la Cordillera de Mbaracayú. Huían de la civilización, y ahí, en su último

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reducto, como raza suicida, fueron degenerando paulatinamente. Eran los Pytá-yovái de Santa
Catalina y las hordas Guayakí, Guayaná, Tarumá, Cayguá y Carimá, del Paraguay. Bertoni
clasifica como protomorfas a las dos primeras, y paleomorfas a las demás.

El otro grupo de intransigentes era el de los payaguaes, dividido en dos tribus: sarigüeses
y agaces, que dominaban el Río Paraguay desde los Xarayes hasta Corrientes, con sus
veloces barcas. Fueron los asesinos de Juan de Ayolas. El Gobernador Rafael de la Moneda
consiguió en 1741 concertar con ellos un modus vivendi de paz que, maltrechos pero no
vencidos, respetaron lealmente, estableciéndose en Tacumbú, hasta que se extinguieron por
completo.

Las tribus propiamente guaraníes, por el contrario, fundieron su sangre con la del español.
Para bien de la raza paraguaya en aquella época, no existía aún en la vasta comarca ocupada
por la Nación Guaraní una idea equivalente al «nacionalismo» de hoy. Así pudo escapar la raza
madre a la acusación de traición que le hubieran lanzado las tribus inferiores y degeneradas
como los guayakies y guaicurúes.

EL NEGRO.

A diferencia de lo que corresponde considerar en la mayoría de los países americanos,


de la población paraguaya debe excluirse casi por completo al negro. La distancia del estuario
del Plata mantuvo a esta raza alejada de Asunción, y al indígena y al español apartados de la
mezcla con la raza africana.

Los negros que llegaron al Paraguay no entraron como inmigrantes. Fueron una
mercancía de importación, muy cara por cierto. Eran adquiridos a muy alto precio en Buenos
Aires para ser destinados a tareas serviles en el círculo doméstico de la población acaudalada.
El doctor Francia puso término a ese comercio y a esa importación. Carlos Antonio López, al
liberar los vientres estimuló su aniquilación biológica, su desaparición en el seno de una raza
numerosa y fuerte, que absorbió y fundió sin dificultad a unos pocos individuos de color.
Terminada la guerra de la Triple Alianza, uno de los países vencedores dejó algún aporte
negro, que pronto corrió la misma suerte.

Por eso en la colectividad étnica que puebla al Paraguay debe considerarse solamente el
guaraní y el español.

EL HOMBRE NUEVO.

Una feliz predestinación biológica se realizó con la fusión étnica, pues los rasgos físicos

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del indio se borran rápidamente y apenas perduran en la tercera generación. Otra cosa hubiese
sido si la mediterraneidad de Asunción no la hubiera defendido del negro, cuyos rasgos son
persistentes y que aún después de muchas generaciones resucita el atavismo.

Las cualidades del español y la resignación y la dulzura del guaraní están mezcladas;
pero los instintos y los gustos de la raza a la que se quiso vencer se impusieron y sobreviven
en la población actual. Puede decirse que de los españoles quedó principalmente la envoltura
carnal. Los «vencidos» absorbieron a los "vencedores", imponiéndoles sus medios de
expresión, transformando sus costumbres bajo el imperativo de las condiciones de existencia,
de la aclimatación y de la vida en común.

Como consecuencia de la fusión de ambas razas hubo que declarar españoles a los
mestizos. Mientras no se hizo esto, la colonización fue imposible, pues el indio tenía en la
sangre el principio de igualdad que los españoles no habían traído del otro lado del mar.

En esta forma se creó un pueblo nuevo, orgulloso de sus antepasados autóctonos y


latinos, dispuestos a engrandecer en todo sentido los dominios ocupados. Los nuevos
individuos fueron llamados "hijos del país», denominación corriente hasta hace poco –
equivalente a "criollo" en la Argentina– y aunque en un principio se resistieron a hablar otro
idioma que el materno, después hicieron la concesión de hablar el lenguaje paterno.

Este punto de partida de la población paraguaya ha dejado en ella un sello especial. La


ley de la sangre fue más poderosa que las leyes sociales y que las modalidades peculiares de
los troncos raciales, explicándose así no sólo el carácter del paraguayo, sino también sus
propias instituciones civiles y políticas.

La diferencia a favor del Paraguay, en el cuadro demográfico americano, es notoria. La


raza conquistadora impera en los Estados Unidos de América, y en el Brasil ha puesto su sello
indeleble la raza importada, mientras en otros países hispanoamericanos predomina o abunda
considerablemente el elemento aborigen o está caracterizado por el cosmopolitismo. En el
Paraguay, por el contrario, hay una raza bien definida, típica, que es resultado de la recíproca
imposición de caracteres somáticos y psíquicos en una nueva creación biológica que no fue el
resultado del azar sino de un plan reflexivo.

Así apareció en América el hombre nuevo, el más nuevo. Sea para los otros continentes
la vanagloria de haber sido la cuna del hombre más antiguo.

***

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LAS INDIAS

DESAMPARADA INFANCIA

CAPÍTULO III

DE LA EXISTENCIA TRIBAL A LA ORGANIZACION COLONIAL

LA PROVINCIA GIGANTE DE LAS INDIAS.

Pocos años después de la llegada de Sebastián Gaboto a la confluencia de los ríos


Paraguay y Bermejo y de la fundación del Fuerte de Sancti-Spíritu, como un punto de apoyo a
ulteriores exploraciones, la Provincia Gigante de las Indias se extendía desde las fuentes
remotas de aquel río, en los Xarayes, hasta la Patagonia, de norte a sud, y desde las fronteras
de la capitanía portuguesa de San Vicente, en las orillas del Atlántico (donde en cartas de la
época se escribe Mar del Paraguay) hasta los primeros contrafuertes andinos. En este vasto
perímetro gobernado desde Asunción, estaban encerrados los llanos de Bolivia, Mattogrosso,
San Paulo, Río Grande, el Uruguay y la Confederación Argentina. Dentro de estos confines,
más o menos coincidentes (la geografía de América era aún confusa) con la Capitulación de
1534 entre el Rey y Don Pedro de Mendoza, se desarrolló en un principio la vida de la nación
paraguaya.

LA DISPUTA POR LA TIERRA

Ni la muerte de Solís en el Río de la Plata, ni la de Alejo García y Juan Sedeño en el


norte, ni el exterminio de la guarnición del Fuerte de Sancti-Spíritu, ni la tragedia de Lucía
Miranda entre 1516 y 1530, lograron detener el torrente humano que día por día desembocaba
en las playas americanas.

La disputa por la tierra iba a ser fiera y larga.

En 1530 Gaboto había llegado hasta Angostura, en donde 300 piraguas le interceptaron el
paso con tanto denuedo, que por un momento los indios, que habían llegado a abordar las
naves españolas, parecían ser los vencedores.

Luego la situación se complicó aún más. En 1534 las huestes de España y Portugal
vinieron a librar sus batallas en América por el inmenso habitáculo indígena.

En el mismo año Don Pedro de Mendoza, Caballero de Guadix, firmaba su conocida


capitulación en la Corte y al año siguiente entraba por el Río de Solís, al frente de miles de
españoles y más de un centenar de alemanes, flamencos y sajones, embarcados en catorce
naves con todos los elementos materiales y científicos que la época y la civilización española
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LAS INDIAS

les permitían. Con este ejército y un brillante estado mayor formado por los más grandes
capitanes de la Conquista, Mendoza iba a enfrentar lo desconocido y a difundir en alas de la
fama, audacias, hazañas, crueldades y ambiciones. Iban en pos de ciudades misteriosas a las
que la leyenda prestaba singular atractivo: la ciudad maravillosa de Manoa, Elelín o la tierra de
los Césares o Trapalanda, y Eldorado o fantástico imperio de Paitití, que se decía situado en el
centro de la laguna de los Xarayes, en una isla que ojos humanos no llegaron a ver, aunque
descripta por la imaginación poética del arcediano D. Martín del Barco Centenera y la fantasía
de Ulderico Schmidel.

Como primer jalón, quedó fundado el Fuerte de Buenos Aires, que se inauguró con una
mortandad de personajes y gentilhombres en 1536. Mientras Mendoza y Ayolas se internaban
por los ríos Paraguay y Paraná, se produjo en el fuerte tan terrible hambruna, sólo comparable
con la de Jerusalem en la época de Vespasiano y Tito, y que dio lugar a actos desesperados,
como el de la Maldonada, que luego los cronistas hicieron legendarios. Su comandante
Francisco Ruiz de Galán, para mantener el orden e impedir que sus hombres devoraran los
caballos y aún los unos a los otros, tuvo que ahorcar a varios de sus soldados. Las
expediciones de Ayolas y Salazar y la subsecuente fundación del fuerte al que denominaron
Nuestra Señora de la Asunción en 1538, significaron epopeyas de penurias y sacrificios, y una
nueva “traición de los bárbaros” llevó un ataque al fuerte de Buenos Aires, que tuvo que ser
evacuado, trasladándose su población a Asunción, en tanto Alvar Núñez llevaba la guerra y la
derrota a los guaicurúes en 1542.

Siguieron corriendo ríos de sangre, y esta lucha, que excitaba más y más en los nativos
su sentimiento de libertad, y en la que nadie parecía dispuesto a ceder, no tenía trazas de
cesar. Y no cesó hasta fines del siglo XVI. Salvo cortos armisticios, la guerra guaranítica fue
una de las más reñidas y largas que conoció la Humanidad.

Los conquistadores no querían convencerse de que en estas regiones no habían ríos


auríferos y piedras preciosas. Aún en la época de las Misiones Jesuíticas continuaron
insistiendo en sus quimeras, en notas al Rey, libros, cartas y publicaciones.

No obstante, tras de afanosas búsquedas, de empresas desastrosas, de ser diezmados


por epidemias y por los indios, concluyeron por fijarse en la tierra roja y en los bosques
inmensos, y vieron en ellos al cofre que encerraba riquezas vegetales de toda clase. Las
utopías se disiparon poco a poco y, después de todo, se persuadieron de que no quedaba más
recurso que la explotación de la agricultura y la ganadería, riquezas menos brillantes, es cierto,
pero, por lo pronto, las únicas reales y positivas. ¿Qué otro recurso les quedaba? ¡Si Irala
había comprobado en 1549 que otros españoles habían sido más afortunados que los que
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LAS INDIAS

habían entrado por el Río de la Plata, al llegar por el Pacífico, al Perú y conquistar el Reino de
los Incas!...

LA POLÍTICA DE APASIGUAMIENTO.

Domingo Martínez de Irala había remontado el Río Paraguay en 1543. Dinámico y de gran
talento político, abarcó el problema y lo encaró con medidas prácticas. Aunque las crónicas y la
historia de la conquista registran en sus páginas los nombres de decenas de gobernadores,
muy pocos han quedado –y entre éstos especialmente Irala– en el corazón de los paraguayos.

Las piedras y metales preciosos fueron olvidándose. Don Pedro de Mendoza en 1535
había traído los primeros caballos. Juan de Salazar en 1546 las primeras siete vacas y el
primer toro que llegó a tierras de América, desde Andalucía. Irala, por su parte, había pedido a
España plantas y semillas. Después de una larga y cruenta guerra en que nativos y españoles
se disputaban palmo a palmo la tierra, la paz iba a cimentarse en el trabajo. La población
paraguaya iba a trocar su organización tribal por la colonial.

Ambicioso y organizador como era, Irala empezó a fundar, ya en 1536, varios pueblos
destinados a dar una residencia fija a los indios: Altos, Areguá, Atyrá, Guarambaré, Itá, Ipané,
Tobatí y Yaguarón; pero su política encontró, durante algún tiempo, grandes tropiezos en la
irreductibilidad de los indios.

Llegó un momento en que los españoles tuvieron que rendirse a la evidencia. Las armas
carecían de eficacia para vencer a una colectividad, tan integralmente decidida a defenderse
hasta el aniquilamiento, que había organizado legiones de "mujeres flecheras" que al lado de
los hombres combatían contra los invasores. Los guaraníes demostraban que jamás admitirían
la dominación española, Del Barco Cententera, en una pretensa "Odisea" en que relata la
conquista bajo el título de La Argentina, describe la decisión con que defendían su tierra:

Ibitupuá, o Viento levantado


Aqueste indio se llama, es de gran brío
Magnánimo, valiente y esforzado,
De muy grande valor y señorío.
En grande actitud tiene su Estado
Sujeto por su esfuerzo y poderío:
En toda la comarca es muy temido
Y muchos favorecen su partido.

Entre los suyos hizo llamamiento

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LAS INDIAS

Y desque a todos juntos los tenía,


Les hizo un concertado parlamento,
Diciéndoles el fin que pretendía.
"Aquesta tierra, dice, es nuestro asiento,
A nadie de derecho otro venía
Por tanto el nuestro propio defendamos
Y la vida por él todos pongamos".

Los españoles preparaban para la noche del Jueves Santo de 1540, una procesión de
flagelantes. Era una de las tantas ceremonias que con solemnidad y pompa extraordinaria se
efectuaban periódicamente para impresionar la simpleza indígena y, de esta manera, afirmar la
sumisión perseguida. Los guaraníes habían escogido ese día y oportunidad para el exterminio
total de los españoles. Pero una india desvió el curso de los acontecimientos denunciando el
intento a Juan de Salazar, padre de su hijo. Irala ajustició a los caciques culpables y la conjura
fracasó. El hecho, sin embargo, le sirvió de lección y le indicó la necesidad de cambiar de
procedimientos. Para cimentar la reconciliación, dispuso la unión sistemática de españoles con
indias. Para obtener la cohesión del grupo colonial, la violencia iba a ceder su lugar a la astucia
y al amor. Por su parte, los guaraníes, a medias, aceptaron la medida, pues vieron la
posibilidad de contar con la fuerza de los españoles para destruir a sus tradicionales enemigos
los agaces, guaicurúes y payaguaes, los "corsarios del río", como los llamaba Alvar Núñez.

Mucho tiempo transcurrió antes que la resistencia fuera vencida por completo.
Esporádicos levantamientos de hombres y aun de mujeres guaraníes se producían, y como
consecuencia, asesinatos de españoles, pues ni aquéllos se resignaban a ver sus mujeres
casadas con los españoles, ni éstas que sus hombres quedaran anulados en su acción.

Gracias a los efectos paulatinos de la política de apaciguamiento, se inició la


consolidación del dominio hispano en la Provincia Gigante. Sus principales impulsores fueron
Ayolas, Irala, Ñuflo de Chaves y Alvar Núñez Cabeza de Vaca, quienes, aun cuando
cometieron violencias, pueden ser considerados como benignos en comparación a los
conquistadores de otras regiones, desde México a Chile, cuyas huellas quedaron marcadas
con la ruina y la devastación a sangre y fuego.

Por el mismo tiempo fue solucionado otro problema conexo. La lejanía de la civilización
en que los audaces conquistadores jugaban su vida y su suerte común, no fue suficiente
para mantener entre ellos la unión y la solidaridad. La áspera lucha trabada con la
naturaleza y los aborígenes, las penurias y las zozobras constantes los habían endurecido y
llevado al terreno de las querellas que derivaban en continuos rozamientos entre las
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diversas autoridades. Ellas pudieron llegar a un equilibrio también gracias a las uniones
entre la gente principal, lo cual dio lugar, no a una nueva aristocracia, pero sí a una suerte
de oligarquía, tan característica del Río de la Plata. Irala dio en matrimonio sus hijas
mestizas a Francisco Ortiz de Vergara, Alonso Riquelme de Guzmán, Pedro de Segura y
Gonzalo de Mendoza, y con esta "cadena de amor", como dice Juan Francisco de Aguirre
en su Discurso Histórico, la paz y la armonía quedaron establecidas en la Colonia, al
producirse las condiciones propicias para la nueva organización económico-social.

CAMBIO EN LA ESTRUCTURA SOCIAL.

La fundación de pueblos marca un cambio total de estructura en la composición y en


la constitución de las tribus, que se organizan sobre base agrícola-ganadera. El agregado
gana, por consiguiente, en volumen y densidad, con todos sus derivados. Si bien la
agricultura y la ganadería no son sino procesos de estímulo y encauzamiento de las
fuerzas de la naturaleza, el aumento de los contactos que esas actividades significan,
sobre todo gracias al régimen de trabajo colectivo, produjeron consecuencias sociales de
enorme importancia. Las simples aglomeraciones nómadas y movedizas se integraron
recíprocamente y se convirtieron en grupos coherentes por la sistematización de los
vínculos suscitados por la diversidad de ocupaciones.

Al trocarse la existencia tribal en vida rural, la economía aceleró el ritmo de la


acumulación de bienes y la consiguiente formación de la riqueza. La siembra y la cosecha, la
ganadería y la industrialización de sus productos y el aprovechamiento más completo de los
recursos alimenticios, sugirieron al indio, hasta entonces selvático, una diferente valoración de
los fenómenos cósmicos, una estimación práctica de las diferentes estaciones y una
apreciación general de los utensilios y del empleo de los animales domésticos.

Todo iba dotando a la incipiente comunidad de nuevas bases para su economía, de una
vida más estable y segura y de la noción de la propiedad individual; en síntesis, modificó los
caracteres personales señalándoles las ventajas de una vida social cada vez más desenvuelta.

Así, siquiera en parte de la vasta comarca, terminó la disputa por la tierra que en los
nativos tuvo por objeto la defensa de su supervivencia, y para los españoles dejar expedito el
camino hacia las supuestas riquezas. Las intenciones excluyentes fueron abandonadas, y los
propósitos se refundieron en el régimen de la explotación del agro por la acción de un tipo de
sociedad que, biológica y socialmente, era distinta tanto en sus elementos componentes como
en las miras y esperanzas que cada uno de ellos abrigaba anteriormente.

El cambio de estructura social pudo haber requerido una disciplina férrea para su
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cohesión. Por fortuna, los sentimientos sociales aglutinantes de la nueva sociedad no habían
surgido sensiblemente de la ley del más fuerte sino de la ley de la sangre. La nueva biología y
la nueva cultura produjeron el apaciguamiento y el comienzo de una nueva era. La comunidad
paraguaya salía de su infancia y entraba en la adolescencia.

En este momento se inicia una nueva pugna que durará dos siglos. Dos fuerzas
absorbentes lucharán, categóricas o capciosas, para apoderarse de la incipiente sociedad.

Los gobernadores, por medio de las encomiendas, y los jesuitas por medio de las
reducciones, se disputarán el monopolio de su tutela para regirla y succionarla por sistemas
que no difieren en sus resultados.

Tanto unos como otros establecerán un régimen feudal –que en América se denominará
coloniaje– y que consistirá en la explotación exhaustiva de todos los recursos naturales y
humanos, sin reparar en el empobrecimiento consiguiente de la naturaleza y del elemento
étnico.

EL FEUDALISMO DE LAS ENCOMIENDAS.

A falta de oro con que recompensar los servicios de sus vasallos, el Rey tuvo que
pagarles, aplicando las Instrucciones Reales de 1497, con tierras y los indios que las
habitaban, es decir, con los instrumentos de producción. Las tierras, repartidas con la
supervisión del Adelantado, eran concesiones que se denominaron encomiendas. Unas eran
conocidas con el nombre de yanaconas, y consistían en la explotación de los indios tomados
prisioneros en la guerra, o mejor en las «malocas" o cacerías de indígenas, o de aquellos cuya
resistencia al Evangelio debía de ser vencida por la fuerza. Los deberes del encomendero que
explotaba su trabajo eran vestirlos, enseñarles la doctrina cristiana y asistirlos en su vejez, a
cambio de la servidumbre. Aunque los indios no podían ser vendidos, éste resultaba el sistema
más productivo. El otro tipo se denominaba mitayo. Como indios que habían hecho espontáneo
acto de sumisión o se habían aliado a los españoles, su situación era menos dura, y su
servidumbre, temporal. Eran algo así como colonos que, bajo la autoridad de su cacique,
prestaban por dos meses cada año una especie de servicio personal obligatorio.

El encomendero era, al mismo tiempo, funcionario y empresario. Como tal, en primer


término, representaba al Rey, quien le había «encomendado» el cuidado, instrucción y
bienestar de cierta cantidad de indios. Por instrucción debe entenderse "evangelización", o sea
el sistema que, por oposición al de las armas, había de formar en el nativo una conciencia o
modalidad apta para la servidumbre. En segundo, era un patrón o concesionario para
beneficiarse con el trabajo del indio, el cual no le era entregado en propiedad sino en posesión:
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LAS INDIAS

" …para que os sirvan est contribuyan… e hagan todas aquellas cosas que vos les
mandárades guardando e cumpliendo todas las ordenanzas que fuesen hechas e publicadas al
presente y de aquí en adelante, encargándoos, como sobre ello y en el buen tratamiento es
doctrina de los dichos indios há encargo vuestra conciencia descargándola de S. M. est mía, en
su real nombre”…

No gozaba el encomendero de la delegación de la autoridad real, aunque ésta era


ejercida a nombre del Rey. Jurídicamente el indio era una cosa dada en usufructo, mientras la
nuda propiedad continuaba perteneciendo a la Corona. Tanto fue así que la concesión no era
transmisible por vía sucesoria, y a la muerte del titular los derechos sobre el indio revertían a la
Corona.

Como concesionario, el encomendero debía pagar un tributo per capita, una especie de
canon por el uso de estos elementos de trabajo. La influencia, importancia y posición de una
persona en la sociedad de la época se medía por la suma que en tal concepto abonaba al
Rey.

De acuerdo con las leyes impuestas por Irala, los indios quedaban liberados y adquirían
la condición de españoles, sea pagando un tributo, sea después de dos generaciones, tiempo
que se consideraba suficiente para que ellos supieran bastarse a sí mismos gracias al oficio
aprendido y para adquirir los rudimentos de civilización que les permitieran vivir
independientes.

Este régimen de servidumbre duró más de un siglo (hasta el 17 de mayo de 1803, en que
una Cédula Real lo extinguió); pero con todos sus defectos era preferible a las condiciones
desordenadas y arbitrarias en que se hacía sentir, lógicamente, la acción individual de los
gobernadores, que encontraban para ello estímulos y justificativos, no sólo en su ambición,
sino en las cláusulas autorizadas en un principio por Carlos V que rezaban así: "Reducir a
esclavitud a los indios que no quisieran someterse al vasallaje". Posteriormente, este mismo
emperador, como resultado de la resonante polémica entre Bartolomé de las Casas y el doctor
Juan Giménez de Sepúlveda, rectificó esa política, aboliendo el servicio personal de los indios.
Así quedaron vigentes las ordenanzas reales que disponían que debían ser tratados "como los
demás vasallos libres de estos mis reinos”, las cuales fueron confirmadas por Cédula de Felipe
IV del 14 de abril de 1633. "Que en las capitulaciones se excuse la palabra conquista y usen la
de pacificación y población”, decía la ley VI, Tít. I, Libro IV, de las Recopilaciones de Indias.
Desde entonces quedó reafirmado, por lo menos en la letra, que en vista de "los graves daños
y vejámenes" ocasionados por las encomiendas, el fruto del trabajo de los indios debía ser
estimado y los tributos debían ser equitativos.
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LAS INDIAS

Las leyes de la Corona eran buenas. La práctica de los conquistadores que con
frecuencia no se ajustaba a ellas, fue otra cosa. No podía ser de otra manera a causa de los
fundamentos filosóficos y sociales que el clero –la fuerza más importante de la época– había
dado al derecho de conquista, fundado en la Bula Papal de 1493, que asignaba a los Reyes
de Castilla y de León, sus herederos y sucesores, "Señores desas tierras, con libre, llano y
absoluto poder, autoridad y jurisdicción». En distintas épocas y lugares de América, Fray
Tomás Ortiz, Fray Agustín Avila de Padilla, Fray Gregorio García, Fray Juan Zapata y tantos
otros, decían que los indios tenían que ser considerados como cosas, «bestias, leños, o
piedras”. Desgraciadamente, Bartolomé de las Casas, «el padre de los indios", no podía estar
en todas partes, y esas apreciaciones, ecos lejanos de las desigualdades naturales
sustentadas por Aristóteles antes de la era cristiana, hicieron el ambiente del desventurado
indio y, dentro de él, tomó incremento esa organización metodizada de la explotación que se
denominó encomiendas.

“LIBERTAD, LIBERTAD”

Las frecuentes contradicciones de las leyes de Indias, dictadas lejos del suelo en que
debían regir, modificadas o rectificadas según los informes que llegaban a la metrópoli, traían
frecuentes desequilibrios en la realidad colonial.

Uno de ellos fue la reacción producida por el absolutismo y arbitrariedades cometidas por
Alvar Núñez. Clamoreando ¡Libertad, libertad!, Felipe de Cáceres, Garci-Venegas, Pedro de
Oñate, Francisco de Mendoza y Jaime Resquin se alzaron contra él, so pretexto de la tiranía de
sus actos de gobierno, lo engrillaron y luego lo remitieron a España. Tal la suerte que corrió el
primer "dictador" de Asunción, áspera e impolítico con indios y españoles, arbitrario, tirano y
cruel, que para sostenerse y escarmentar protestas declaraba la guerra a ciertas parcialidades
con falsos pretextos, incendiaba tolderías, arrasaba los campos, ahorcaba o flechaba a los
indios y vendía como esclavos a sus prisioneros.

Schmidel, uno de sus soldados, relata este episodio, que es uno de tantos, y que dada la
poca honra que puede rendir a sus ejecutores, es, sin duda, una expresión de autenticidad
como de cinismo en este cronista caracterizado por sus pocos escrúpulos. "Cautivamos 2.000
muchachos y muchachas, saqueamos el pueblo, y ejecutando lo referido, con gran injuria de
aquellos pobres indios que tan bien nos habían tratado, volvimos al Adelantado [Alvar Núñez],
que aprobó lo hecho».

Efecto de las mismas causas fue una de las más temibles subversiones de la época, la
promovida por Pablo y Nazario Curupiratí, nativos que habían acompañado a Ñuflo de Chaves

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LAS INDIAS

en su expedición hasta los Xarayes. De allá vinieron durante la gobernación de Gonzalo de


Mendoza, yerno de Irala. Cual veteranos de una penosa campaña, llegaron a Asunción con
una mentalidad de postguerra, armados con flechas envenenadas, trofeos en las luchas contra
los Chiquitos, y proclamaron a su vez "libertad y guerra sangrienta contra los españoles".

Pocos años después, Suárez de Toledo, también al grito de libertad, se erigió en Capitán
y Justicia Mayor de la Provincia. En poco tiempo era la tercera vez que retumbaba en la
Colonia el acento subversivo de los siglos.

ASUNCIÓN, METRÓPOLI COLONIAL.

A pesar de estas frecuentes conmociones del espíritu público, Asunción había llegado en
1558 a la cumbre de su prosperidad gracias a la política firme que había suprimido las
disensiones y había satisfecho a los nativos. Desde entonces comenzó a ser un centro de
atracción y una fuerza de expansión. De su seno irán brotando no solamente decenas de
pueblos dentro del perímetro circundado por los ríos Paraguay y Paraná, sino también saldrán
las expediciones que fundarán importantes ciudades: Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes,
Concepción del Bermejo, Santa Cruz de la Sierra… Carlos V le había concedido como "muy
noble» un escudo sobre campo de azul. En el primer cuartel figura Nuestra Señora de la
Asunción; en el segundo, San Blas; en el tercero un castillo, y en el cuarto una palma, un árbol
frondoso y un león. La Real Cédula de 1618 le agregó el título de "muy ilustre” por los
importantes servicios prestados a la Conquista y por haber sido Capital de ocho ciudades. Pero
éstos no son sino episodios decorativos. Más importante es consignar la invariable visión
sociológica de los gobernadores, al colocar jalones para mantener siempre la "metrópoli"
colonial –Asunción– en comunicación con el mar. Este es el testamento de tres siglos de
Coloniaje que las generaciones sucesivas debieron haber ejecutado.

LA YERBA MARAVILLOSA.

Por aquella época comenzó el laboreo de un fruto autóctono y misterioso de las selvas: la
yerba mate, el ilex paraguayensis de Geoffray Saint-Hilaire.

Nadie puede determinar ni la fecha exacta ni quién fue el primero en probarla. El Padre
Montoya refiere en el siglo XVII que indios de ochenta a cien años de edad, a quienes había
interrogado, contestaron que ellos no la habían conocido en su juventud, y que "un insigne
hechicero, amigo estrechísimo del demonio, fue impuesto por el infernal maestro en que
bebiese dicha yerba cuando quisiera escuchar sus oráculos... y que era reputado por hombre
infame el que la tomaba... y que aún se llegó a prohibir su uso con excomunión». Otra leyenda
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LAS INDIAS

atribuía a San Bartolomé o a Santo Tomás la enseñanza del uso de la yerba mate. El Padre
Segismundo Asperger, después de haber elogiado sus cualidades, la llegó a combatir como
perniciosa.

Años después, el laboreo y comercialización de la yerba ha de dar enorme significación y


difundido renombre al Paraguay. Es curioso que desde un principio el codiciado producto haya
dado lugar a tanta riqueza y a tanta miseria al mismo tiempo. Como en la época de los
conquistadores y en la de los jesuitas, que fueron sus principales manufactureros, el contraste
ha de perdurar por muchos años. El Padre Lozano dice que Hernandarias quemó al llegar a
Buenos Aires la primera talega de yerba que sorprendió en poder de los indios que lo
acompañaban, diciéndoles: «No extrañéis esta demostración, porque me mueve a ello el
grande amor que os profeso; pues oigo que me dice presagioso mi corazón que esta yerba ha
de ser fatal ruina de vuestra numerosísima nación, y ¡ojala jamás ninguno de vosotros hubiera
descubierto a los españoles el pernicioso uso de ella, que tan caro os ha de costar en los
tiempos futuros!»

En sus andanzas por el Paraguay, Montoya encontró en los yerbales osarios de indios,
muertos por un sol abrasador, y lo confirma el Padre Lozano al referirse al laboreo de la yerba
mate diciendo: «es el medio más idóneo que pudieran haber descubierto los tiranos para
destruir el género humano o la nación miserabilísima de los indios».

Desde entonces a hoy la explotación de la yerba mate ha producido ingentes riquezas. El


Estado obtiene de ella un importante renglón de recursos. Los particulares han acumulado
inmensas riquezas con ese nuevo tipo de esclavitud. La opinión pública, por sus diversos
modos de expresión, ha proferido su protesta, pero mientras no se difundió el cultivo artificial
de la yerba mate en gran parte del país, todo fue impotente para liberar al nativo de esa
oprobiosa y ancestral servidumbre: en los inhóspitos yerbales del Alto Paraná, los mensú
vigilados por capataces implacables vivían aprisionados por deudas que nunca podían
saldarse, torturados por el hambre y por el agotamiento, degradados por los vicios, hasta que
la edad o las epidemias los consumían por centenares. Es como si, realmente, la codiciada
yerba hubiera traído una maldición sobre los descendientes de los que desoyeron las
supuestas profecías de Hernandarias, que fue en su época uno de los más fuertes traficantes
de este producto.

DECADENCIA DE LA COLONIA

Muerto Irala, las reglamentaciones de las encomiendas fueron letra muerta y comenzó en
la Colonia un momento de sensible regresión. Con razón los españoles e indios lo habían

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LAS INDIAS

llorado diciendo: "Ya se nos ha muerto nuestro amado padre y quedamos todos huérfanos".

El incumplimiento de aquellas disposiciones provocó aún más frecuentes conflictos entre


los indios y los Adelantados sucesivos. Es cierto que éstos carecían del temple a la vez
enérgico, conciliador y humanitario de Irala; pero había una causa más profunda y que requería
una mano más diestra: era la causa biológico-social traída por la aparición del mestizaje al
escenario doméstico y público de la Colonia. Los frutos del primer cruzamiento fueron seres
extraños, inadaptados, sin más consistencia antropológica que su robustez típica, plenos de
defectos, sin otras virtudes privadas y sociales que la de su virilidad. "Hombres de garrote” los
llamaba el P. Rivadaneira. "Mozos perdidos" era el término por el que eran conocidos
especialmente en la cuenca del Plata.

Delitos de toda clase ponían su nota de extravío y desenfreno en estos seres irreverentes
y pródigos, al punto de que un historiador, citado por Fulgencio R. Moreno, Gregorio Alcorta,
calificó al Paraguay como una Babilonia, una "tierra de confusión”. Un soplo de decadencia
parecía haber cruzado sobre la Colonia cada vez más descuidada por la Corte, decepcionada
al no encontrar en aquélla las riquezas soñadas. Constantes rebeliones indígenas alternaban
con “golpes de Estado" españoles.

Algunas tribus se amontaron, y aunque débiles en elementos bélicos para hacer frente a
la autoridad, los suplieron con la astucia. Otros prohibieron a los españoles la entrada a sus
pueblos, convertidos en reductos que defendían encarnizadamente.

El ambiente colonial parecía haber entrado en franco retroceso y los organismos estaban
a un paso de la disolución.

LA VISIÓN DE LAS RUTAS OCEÁNICAS

La política de Irala fue fructífera para el desarrollo colonial y el futuro de la nación. En


primer lugar el espíritu de la comunidad se democratizó, gracias al reconocimiento de los hijos
naturales que, convertido en norma, superó ya en aquellos remotos tiempos, el concepto de la
culpa de los hijos nacidos al margen de las ceremonias matrimoniales. Luego, con el
advenimiento de un nuevo tipo étnico se logró la incorporación de los naturales como vasallos
de la Corona de Castilla. Como consecuencia inmediata de todo ello, sobrevino la firmeza de la
naciente colectividad, que levantó una barrera contra las incursiones portuguesas y la
conversión de los conquistadores y soldados en colonos, en una palabra, el cambio del estado
tribal, por la estructura rural y urbana.

Hay, además, una tarea que denota en él una clara visión del futuro: su esfuerzo por

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romper el aislamiento geográfico de Asunción y por cimentar su porvenir económico.

Si bien la jurisdicción de la Metrópoli colonial llegaba a las playas atlánticas, las


expediciones que se sucedían en busca de las piedras y los metales preciosos prolongaban las
rutas hacia el norte y el oeste, dejando atrás una enorme distancia desierta. Las primeras
poblaciones, Buenos Aires, Corpus Christi y Buena Esperanza, se habían desplazado sobre
Asunción, tras la constante porfía que los conquistadores ponían en llegar al reino de Paitití.

Irala veía en esta tendencia un grave riesgo para el futuro de Asunción. Comprendió que
su misión tenía un doble imperativo. En primer lugar, "abrir las puertas de la tierra», que así se
denominaba en aquella época el establecer en forma permanente las comunicaciones con
España. Con estas miras anhelaba tener un puerto en San Francisco, en las costas del Brasil
actual, y decidió la fundación de Ontiveros que serviría de etapa, y ambos como avanzadas
para impedir las invasiones portuguesas. La Real Cédula del 26 de febrero de 1557 aprobó la
fundación de ambas ciudades como puertos de mar de Asunción. Desgraciadamente esta
Cédula llegó cuando Irala acababa de fallecer, y las naves de Jaime Rasquín, nombrado su
sucesor y dispuesto a ser el ejecutor de los proyectos de Irala, perdieron su rumbo y jamás
llegaron a las costas de América.

El otro impulso de Irala consistió en dar una definición territorial a la raza que había
forjado, constituir un habitáculo sobre un sistema hidrográfico que le asegurara para siempre
una firme vitalidad gracias a los recursos naturales que todo país necesita para su
desenvolvimiento. La estructura de la nación no podía ser otra que la determinada por las
tierras regadas por el Río Paraguay y sus numerosos afluentes, cuyas aguas, después de
recibir las del Pilcomayo, el Bermejo y el Paraná, iban juntas a desembocar en el mar.

Con estas miras, y porque la producción agrícola, superior a las necesidades locales, le
indicaba la urgencia de buscarle una salida, y porque la incomunicación y el aislamiento en que
el desierto que quedaba a sus espaldas dejaba a Asunción, insistía en restablecer las rutas
hacia el mar, repoblando Buenos Aires y fundando Santa Fe, Corrientes y Concepción del
Bermejo. Así entendía satisfacer los imperativos de la economía colonial, los reclamos de su
creciente expansión y los destinos de la comunidad.

Lastimosamente esta política previsora desenvuelta mediante tesoneros esfuerzos y


gracias a la paulatina desilusión de los buscadores de oro, tuvo para el Paraguay un desenlace
imprevisto con el cercenamiento territorial del año 1620, que condenó a la futura nación a una
perpetua mediterraneidad. Desde entonces a hoy tiene actualidad la frase de Pedro Dorantes:
“Quedamos acorralados como estamos”. De haberse realizado la visión de Irala, muy otra
hubiese sido la fisonomía y la historia política del Hemisferio Sur.
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NUEVAS CONDICIONES SOCIALES.

Sea en el gobierno o fuera de él, la influencia de Hernandarias se hace sentir durante más
de treinta años (desde 1590 a 1620). Es el precursor y prototipo del político criollo –dictador o
caudillo– que es dueño de vidas y haciendas en razón de poseer el monopolio de la vida
económica gracias a un rudimentario "aparato estatal" cuyos principales fundamentos estaban
en sus vinculaciones con la Corte lejana, el apoyo jesuítico y su dinamismo, tenacidad y pocos
escrúpulos, sumados a su habilidad demagógica. Con certera intuición adivinó las futuras
consecuencias de la creciente impopularidad de las "encomiendas” y planeó un "nuevo orden”
que aseguraría el triunfo de sus ambiciones. Para ello Hernandarias se valió de los jesuitas y
los jesuitas se valieron de él.

En la “tierra de confusión" las costumbres imperantes eran las "malocas" o cacerías de


indios y las «vaquerías" o cacería de ganado. Ambos fenómenos habían dado lugar a la
transformación de los "mozos perdidos", tipo pre-gauchesco aparecido a fines del siglo XVI, en
los "gauchos", individuos que habían roto con la disciplina de la vida doméstica para seguir un
destino de aventuras sin trabas y hacer una vida sin ley y sin control.

Nada más favorable para el hábil gobernador que combatir aquellas costumbres, dando a
su política el sentido de un plan para reconstituir el hogar y defender la propiedad privada,
convirtiendo el derecho de "vaquear" en un monopolio a su favor.

En otro orden, la confusión no era menos grande. Los extranjeros eran perseguidos en mil
formas. La xenofobia, hábilmente atizada, desembocó en medidas contra la inmigración y el
consiguiente nacimiento del sentimiento regional que, con el tiempo, ha de convertirse en el
nacionalismo hosco y egoísta. De esta manera el acaudalado gobernador favoreció también el
propio monopolio de la producción, venta y tráfico fluvial de la yerba-mate. Por manos de este
infatigable, inteligente y dinámico mercader, el Paraguay quedó aislado del comercio extranjero
y éste, como organización permanente, quedó dentro de la férrea órbita de los jesuitas.

La caída de Hernandarias, al cabo de treinta años de poder, fue un golpe a la política


monopolista que se desarrollaba en la Colonia en perjuicio de los intereses generales.

Decisivo fue el viraje que comportaron para la historia de América aquellas medidas
económicas precursoras del cercenamiento de la Provincia Gigante a cuyo rededor se había
trazado ya el cinturón de hierro que debía formar un pequeño Paraguay asfixiado en la
mediterraneidad. Pero como que la historia dirigida apareció ya entonces, Hernandarias pasó
a la posteridad como gran gobernante. Los intereses que sirvió le habían asegurado una

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propaganda y un prestigio secularmente perdurables.

CERCENAMIENTO DE LA PROVINCIA DEL PARAGUAY.

Coincidiendo con la designación de Fray Martín de Loyola, sobrino de San Ignacio, como
Obispo del Paraguay, Hernandarias, en 1605, pidió al Rey el envío de misioneros que trajeran
la palabra del Evangelio a estas comarcas atan vastas como el Océano”.

El Rey accedió a este pedido y así, por cédula firmada en 1608 por Felipe III, se proveyó
la instancia con el propósito de realizar la conquista espiritual y contribuir a edificar las misiones
y a suavizar los males de las encomiendas, sobre las que habían empezado a afluir copiosas
quejas a la Corte. Hernandarias logró, así, en 1612, el título de "protector de los indios”.

En 1620, otra cédula cercenó la Provincia Gigante. Así se alejó el Paraguay de su litoral
Atlántico y quedó privado de su influencia en la cuenca del Plata. La misma disposición real
creó la Gobernación de Buenos Aires. La jurisdicción de Asunción se contrajo desde entonces
a casi los límites actuales del Paraguay.

En cien años el panorama de la Nación Guaraní se había transformado


considerablemente, y el destino de la colectividad comenzó a definirse con los siguientes
resultados:

1º – La paz entre los indios y los españoles dio lugar a una nueva raza, resultado de la
fusión étnica, la cual sería en adelante la base demográfica de un nuevo país.

2 º – El desvanecimiento de la quimera del oro marcó el género de vida, el papel de la


colectividad en la economía futura del Río de la Plata y señaló su destino agrícola-ganadero.

3 º – La introducción del ganado provocó una enorme y súbita evolución, en primer lugar
porque se introdujo un sistema de locomoción desconocido. El caballo aceleró el ritmo de la
vida, caracterizado hasta entonces por el infatigable andar indígena y el deslizarse de las
piraguas. El ganado vacuno dio nacimiento a una nueva fuente de riquezas y a importantes
actividades industriales.

4º – La introducción de diversos utensilios, entre ellos la rueda, aceleró el proceso


industrial y cultural del nativo y el aprovechamiento de sus capacidades.

5 º – El ensayo de una organización colectiva del trabajo –las enconiiendas–, aparte la


compulsión que implica, tanto en el orden personal como es la explotación a que somete al
indio, como en el orden lucrativo como lo es en el monopolio, le enseñó prácticamente el valor
de la coordinación y de la solidaridad.

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LAS INDIAS

6 º – La proclamación clara y reiterada del grito de libertad y la experiencia de su eficacia


al ser abatida la tiránica prepotencia de Alvar Núñez.

Estos trascendentales resultados ponen de resalto y con nitidez, como frutos de este
período histórico, el lamentable fraccionamiento de la Provincia Gigante en dos porciones
desvinculadas entre sí, pero dependientes de la Audiencia de Charcas.

Hernandarias, al promoverlo en aras de intereses subalternos, tronchó el destino de su


propia patria: Asunción. Siendo el primer "hijo del país» investido de las codiciadas funciones
de Gobernador, encarnó la primera manifestación de una soberanía que debía implantarse
doscientos años después. En él residía una misión histórica de gran trascendencia. En sus
manos estaba una nacionalidad cuyo porvenir él malogró definitivamente. Es el primero de una
larga serie de gobernantes paraguayos que han de ir reduciendo la superficie de la heredad
guaraní. Ningún otro gobernador ha cometido un acto tan perjudicial para nuestro destino.

Con el fraccionamiento de Hernandarias se crearon dos intereses antagónicos: el del


Río de la Plata y el de un vasto hinterland. Al separarse la tierra del mar, se creó en potencia la
disputa entre Buenos Aires, Santa Fe, Corrientes y Concepción del Bermejo, por una parte, y
Asunción, Santa Cruz, Charcas, La Paz, Potosí, Tucumán y Mendoza, por la otra.

Efectuada la desmembración, Asunción se eclipsó. Su comunicación con el mundo


quedó interceptada por la creciente prosperidad del Río de la Plata que el propio Hernandarias
había fomentado. Es cierto que las divisiones que la Corona hacía en sus vastos dominios, y
entre éstas, la que se hizo a pedido de Hernandarias, eran meramente administrativas; pero
ella fue causa de que el doctor Francia, por ambición despótica –ya que su ilustración elimina
toda suposición de ignorancia– traicionara ciento noventa años después el genial designio de
Domingo Martinez de Irala.

Termina, pues, este ciclo de la historia paraguaya con la determinación de un sino fatal.
La Provincia Gigante ya no existe; la madre de ciudades quedará sometida a la tutela de una
de sus hijas.

***

ADOLESCENCIA HERÓICA

CAPÍTULO IV

LA "REPÚBLICA" CRISTIANA
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LAS INDIAS

LA LUCHA ENTRE EL «COMUNISMO» JESUÍTICO Y LAS ENCOMIENDAS

Fray Martín Ignacio de Loyola, a su paso por Buenos Aires, en 1604, había encontrado,
arrojados a sus costas por un naufragio, a los PP. Juan Cataldino y Marcial Lorenzana. Ellos y
los PP. Francisco Martín y Simón Mazeta, fueron los primeros que comenzaron a trabajar en el
Paraguay en la organización sistemática de las doctrinas. Su labor se caracterizó por un
fervoroso celo apostólico, y está evidentemente exenta de las censuras que después se
hicieron a la actuación de los ignacianos.

La explotación de los indios por los encomenderos encontró su contrapeso en estos


predicadores. Pero el primer choque se produjo bien pronto, desde el instante en que el Padre
Lorenzana, desde el púlpito, fustigó a los españoles por haber exterminado una inocente e
indefensa parcialidad, cuyos restos supervivientes fueron puestos a la venta como esclavos.

Cataldino y Mazeta definieron con claridad su actitud en la Ciudad Real dirigiéndose


públicamente a los encomenderos: «No pretendemos en absoluto oponernos a los provechos
que podáis obtener legítimamente del trabajo de los indios; pero vosotros sabéis que la
intención del Rey no ha sido jamás que los tratéis como esclavos, lo que también la ley de Dios
os lo prohíbe... queremos hacer de ellos, primero hombres y luego cristianos y que, atendiendo
a sus propios intereses se sometan de buen grado al Rey... No nos es permitido atentar contra
su libertad, a la cual los indios tienen un derecho natural que nadie les puede negar; nosotros
debemos solamente señalarles que el abuso de ella es perjudicial y les enseñaremos a
mantenerse dentro de sus justos límites. Nos lisonjeará poder convencerles de la ventaja de
vivir en una sociedad disciplinada, obedeciendo a un Príncipe que no quiere ser otra cosa que
su Padre y Protector, y hacerles conocer el verdadero Dios, que es el más estimado de todos
los tesoros. Así aceptarán la sumisión con júbilo y bendecirán el momento en que se
convirtieron en súbditos suyos".

Los padres Cataldino y Mazeta fundaron la primera reducción en 1610 –la Villa de
Loreto–, cuna de la República Cristiana de los guaraníes. Con la cooperación de caciques
sometidos, se fundaron otras destinadas a cumplir el papel de centros auxiliares para reunir
prosélitos.

Tales los modestos orígenes de la República Cristiana, que traería a estas tierras
selváticas y bárbaras, días luminosos para el Cristianismo, dentro de un régimen feudal que,
por su parte, echaría espesas sombras sobre ellos.

La tarea tenía sus posibilidades y sus obstáculos, derivados de las características de

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LAS INDIAS

una colectividad cuya "razón embrutecida no había conservado siquiera casi ninguna huella de
la religión natural".

Un hecho relatado como milagroso por el padre Charlevoix vino con sus relieves
terroríficos en ayuda de los designios de aquellos misioneros. El cacique de la Reducción de
Loreto, uno de los primeros conversos y colaborador de la Misión, había recaído públicamente
en sus ideas y costumbres primitivas, constituyendo un grave peligro para el desarrollo de la
naciente sociedad cristiana. Reconvenciones, exhortaciones y aún las amenazas de los
misioneros no surtieron el efecto de atraer al redil a la oveja descarriada. Y un día la cabaña
del hereje fue pasto de las llamas, siendo él quemado vivo dentro de ella. El hecho fue
interpretado como una manifestación de la cólera divina, y después de este suceso las cosas
se desarrollaron siguiendo el proceso previsto. Los jesuitas entraron a ejercer su ministerio bajo
la autoridad y en representación del Rey, del Consejo de Indias y del Obispo del Paraguay.
Bajo la dirección y control de un superior o Provincial quedaron encargados de las tareas
temporales y las espirituales en las Misiones.

Los indios de numerosos pueblos fueron sometidos al servicio y custodia de la Orden.


Los gobernadores eran los cooperadores de esta obra económico-espiritual con el empleo de
la fuerza o gracias al consentimiento de los indígenas obtenidos por medios más o menos
persuasivos.

Sin embargo, con frecuencia se encontraron abocados a problemas derivados de las


causas principales que habían desprestigiado la evangelización. El régimen cristiano no había
mejorado el trato a los indígenas, y la conducta muchas veces licenciosa de aquellos que los
habían convertido, no constituía, por cierto, un modelo edificante. Además la disciplina, rigidez,
eficacia y el creciente poder de los misioneros pusieron en guardia a los encomenderos y
suscitaron recelos tan serios que amenazaban degenerar en conflictos. De entonces data una
nueva disputa por la tierra, a la que iba a sumarse otro motivo: la posesión del indio que la
trabajaba. Los jesuitas creyeron posible evitarla aplicando su acción tan sólo a los indios aún
no sometidos. Pero avideces y egoísmos no tuvieron límites.

En 1610, al terminar el segundo gobierno de Hernandarias, quedó asegurada la


sumisión completa de los guaraníes. Desde entonces comenzaron a pagar tributos al Rey por
intermedio de los evangelizadores, con la convicción de que ése era el medio de asegurar su
libertad y alcanzar el rango de vasallos de la Corona al igual que los de ultramar. Después, con
motivo de las invasiones portuguesas, se les hizo jurar dependencia y sumisión absoluta a
trueque de la protección del Rey y de la conservación de su territorio. La explotación de su
amor a la libertad y al terruño los condujo así a la servidumbre total.
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LAS INDIAS

Estas promesas no fueron cumplidas hasta 1649. Felipe V los declaró "fieles vasallos" y
"Barrera del Paraguay contra el Brasil".

LA AGRICULTURA MILITARIZADA.

El cuidado espiritual fue paralelo a la explotación del agro y a la preparación de una


milicia adiestrada en el manejo de armas de fuego. Gracias a esto quedaban asegurados el
desenvolvimiento económico y la marcha tranquila de las Reducciones contra los embates de
los indios infieles, la resistencia de los encomenderos, los avances portugueses y las
incursiones de los mamelucos.

El rendimiento de las tareas agropecuarias se distribuyó en tres categorías teóricas: una


para la comunidad (tavamba´e), otra para el provecho propio de los jefes de familia (avamba'é)
y otra para los desvalidos (Tupamba´e), lo que es de Dios o limosna, que se destinaba al
ornato de los templos y al socorro de los desvalidos. Prácticamente, sin embargo, la producción
iba a un solo montón del que se extraía una porción que era distribuida a los naturales de
acuerdo con el principio "a cada uno según sus necesidades”, que se cuidaba de que fueran
siempre pocas y pequeñas. Cada indio recibía de manos del soto-cura el alimento y la ropa
indispensables. Era un sistema de racionamiento en medio de una producción abundante
destinada a la exportación.

Las regimentaciones aplicadas al margen de los fines especificados mataron todo


interés en lograr excedentes en el Avamba'é, y, a causa de ellas, las transacciones se tornaron
casi imposibles. Así se llegó a trocar la propiedad colectiva del indígena en propiedad privada
de la «república" cristiana, que fue denominada "comunista", tal vez por su principal
característica: la inexistencia de la propiedad individual, consecuencia principal de las trabas
impuestas a los padres de familia para comerciar con el superávit que obtuvieren en la
producción. No existía el uso colectivo de la riqueza. La congregación era la única propietaria.
Sus dominios traspasaban las fronteras de las "misiones". Las mejores tierras del Paraguay
eran suyas. El sistema no pasaba de ser una modalidad del feudalismo, por cierto más
acentuado que el de las encomiendas, puesto que éstas no tenían su administración de justicia
propia, como las Reducciones. Los indios veían cómo se recogía y se almacenaba para
transportar río abajo todo cuanto habían producido, sin tener en ello otra intervención ni
participación que la de haber cultivado. Nada, pues, de extraño que hubieran trabajado
solamente por miedo al castigo, y que aún llegaran a odiar al trabajo. En este sentido al
sumarse las Misiones a las encomiendas, no ocurrió ningún cambio sustancial. En el “nuevo
orden» la situación del "pueblo" no había variado en cuanto a progreso y bienestar. La

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consecuencia más importante de esta modalidad ha repercutido indefinidamente en la


formación de la estructura económica del individuo. El "hombre económico» podrá definirse en
la época independiente como el que no produce más de lo que necesita, cansado de producir
para los explotadores. Tal el resultado del régimen de producción y de consumo colectivos.

En la República Cristiana los menores detalles de la vida cotidiana estaban


minuciosamente regulados y tasados. El trabajo, la oración, la comida y el ayuno, la diversión y
la penitencia y hasta las obligaciones conyugales; todo tenía sus horas fijas y sus normas
preestablecidas, aun aquellos derechos y deberes «sobre los cuales guardan silencio hasta los
códigos más minuciosos y arbitrarios, respetándolos como a cosas abandonadas
exclusivamente a las inspiraciones de la conciencia”. Los nativos no fueron enseñados a
pensar ni a actuar por sí mismos. Antes, su existencia estaba diluida en la tribu mientras no se
separaran de ella. En las Reducciones estaban atrapados por un régimen del que nunca
podían zafarse, y en el que tampoco podían desarrollar individualidad alguna. Su nivel
espiritual permanecía igual. Eran siempre pobres de deseos; lo mío y lo tuyo no tenía
significación para ellos; no podían crearse esas nuevas necesidades que constituyen el
impulso indispensable para aumentar el nivel de vida. Como si eso todavía fuera poco, Fray
Tamajuncosa informaba: "Sólo falta encontrar los medios para infundir en el corazón de
aquellos indios... una sugestión gustosa que aniquile el amor que tienen a la libertad y a la
independencia”.

Acalladas sus pasiones por el tesón sistemático de sus dominadores, sus arrestos
llegaron a paralizarse. Vivían en beneficio de la comunidad, privadas de iniciativa y de
oportunidades para aprovechar sus talentos naturales, su habilidad manual y su capacidad
imitativa en plena evolución. El carácter de la enseñanza que se les suministraba no les
predisponía a los altos vuelos. Cantaban maravillosamente en latín, o copiaban manuscritos,
pero sin entender ni uno ni otros. Eran engranajes de una máquina, sin más destino que el de
cumplir una función, y cuando eran castigados, debían agradecer a quienes los azotaban por
haberles enseñado con ello la buena senda. Aguiyevé, Cheavaré, che mbo aracuaá itére (Te
agradezco, Padre mío, porque sabes infundirme entendimiento).

Para acomodarse mejor a este régimen de sumisión absoluta se contaba con los hábitos
militares que habían inculcado en el indio. Cada uno era soldado y agricultor al mismo tiempo.
Luego, se le llenó de recelos respecto de los extraños, y esta desconfianza hizo renacer en él
ese sentimiento de prevención y aun de odio al extranjero, que los españoles habían logrado
desarraigar en amplia proporción.

Las Reducciones eran como plazas fuertes en las cuales un extraño no podía penetrar
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sin permiso de los padres, y esto mismo por un plazo no mayor de tres días, y menos si eran
españoles que poseyendo el idioma guaraní podrían traer a esos sitios de secuestro los ruidos
de fuera.

Los mismos gobernadores y obispos, que a ello tenían derecho, no lo ejercitaban sin
previa autorización. Es cierto que teóricamente, éstos y el Rey tenían autoridad sobre las
Reducciones, pero en su interior, leyes propias y tribunales exclusivos determinaban la
situación y las normas de convivencia, desde los delitos hasta las reyertas conyugales. Es
cierto también que cada pueblo elegía el día de Año Nuevo un gobierno de carácter comunal:
un Cabildo compuesto de Corregidor, Teniente de Corregidor, dos Alcaldes ordinarios, cuatro
Regidores, dos Alcaldes de la Hermandad, un Alguacil Mayor, un Mayordomo y un Secretario.
Pero estando condicionada la elección a la asistencia y a la aprobación de los padres, era un
gobierno puramente nominal. Por lo demás, el papel de estos funcionarios no era de los más
edificantes: presenciar el faenamiento del ganado para la comunidad, vigilar la asistencia de la
gente a la doctrina, a la misa y al rosario, y estar al tanto, para informar, de cuanto en el pueblo
ocurría. En compensación, a veces eran distinguidos con escaños especiales en las iglesias y
con una insignia consistente en un bastón con puño de plata. Este ya no era el Cabildo que
había implantado Irala como un germen de la soberanía, sino una estructura decorativa y sin
vida.

Además de estos funcionarios, se designaban empleados militares, cuidadores de


faenas y maestros principales de artes y oficios, de manera que si el pueblo era pequeño, casi
todos eran funcionarios. Azara revela en su Diario que el pueblo de Itapé estaba compuesto de
catorce familias, de las cuales once hombres trabajaban y los demás eran empleados del
Cabildo.

Los pueblos fundados por los jesuitas eran realizados de acuerdo con un plan constante,
cuyo centro vital, no geométrico, era la Iglesia: calles de N. a S. y de E. a O. Una plaza, un
Colegio, cementerio, Casa Capitular, almacenes, hospital, residencia de huérfanos, viudas y
mujeres de mala vida. Dentro de ellos la Compañía de Jesús realizó su obra singular y
discutida.

GERMEN DE LA LUCHA ECONÓMICA.

Organizada así la república cristiana, iba a poder sostener con ventaja una lucha por el
poder económico. La yerba-mate fue su principal estímulo, al ser el primer producto que abrió
rutas comerciales terrestres y fluviales.

En aquel tiempo los conventos de la Compañía de Jesús habían llegado a ser los
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centros de producción comercial y aun bancario, si así puede llamarse a los préstamos
usurarios, especialmente en especies, concedidos a obispos, cabildantes, gobernadores y
encomenderos. A una institución bien organizada le era fácil aumentar su poderío e influencia
(aun cuando llevaran en sí el germen de su posterior aniquilamiento) en un conglomerado
social en que las actividades lucrativas no habían recibido aún los beneficios de la
especialización y de la división del trabajo. Seculares, regulares y seglares eran, al mismo
tiempo, encomenderos, comerciantes, industriales y funcionarios. Cada uno procuraba manejar
la mayor cantidad de resortes. Así el licenciado Cepeda pudo apostrofar al dominico Francisco
de Vittoria, Obispo del Tucumán, diciéndole que "había olvidado su oficio pastoral tan ajeno del
de mercancía y tratos en que se halla metido".

Frente, pues, al monopolio mercantil de España, edificado sobre el dominio eminente de


las tierras, y de una burocracia de tipo religioso-militar del Monarca, se levantaba el poder
jesuítico sobre algo más práctico: la utilización racional de esas tierras y de miles de indios. Las
Misiones monopolizaban, por tanto, la producción de la yerba-mate, su venta y el tráfico fluvial,
y la Compañía de Jesús trocóse en un partido poderoso de carácter político, religioso y
comercial, como nunca fuera conocido otro.

Ambos monopolios que habían organizado su peculiar sistema feudal, tenían que chocar
temprano o tarde. Frecuentes incursiones de catecúmenos por los dominios de los
encomenderos iban a ser las primeras chispas del incendio que iba a abrazar a los propios
iniciadores.

LA CONQUISTA ESPIRITUAL Y SUS RESULTADOS.

Los jesuitas se emplearon a fondo para el conocimiento del medio físico y el ambiente
social de la Colonia. Tan pronto como llegaron al Paraguay se informaron científicamente de la
región y de sus habitantes. Mientras unos organizaban las condiciones de existencia y
aprendían la lengua indígena, otros exploraban y estudiaban la naturaleza. Algunos recorrían
los ríos, otros se internaban en el vasto Chaco. Fueron ellos los primeros en mandar a Europa
los mapas más exactos.

Perfeccionaron toda clase de cultivos e implantaron los primeros rudimentos de


industrialización y comercialización de la yerba-mate. Instruyeron a los indios en los primeros
pasos de la lectura y escritura, y les enseñaron el canto y la danza. Formaron artesanos
diestros y primorosos. La fundición, el manipuleo de los metales tuvo un gran papel en la
industria de herrería y cerrajería. En talleres y arsenales fabricaban toda clase de instrumentos
y herramientas de empleo industrial, doméstico y bélico. Estatuarios, escultores, carpinteros,

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pintores, fabricantes de embarcaciones, tejedores de lienzo y tintoreros, aprendieron su arte y


su habilidad bajo la dirección de expertos maestros jesuitas, que les enseñaban a copiar e
imitar, no a crear. Así se formaron artesanos expertos pero no artistas inspirados.

En una palabra: en un régimen rígido, de rigurosos racionamientos de alimentos y


vestidos, y en donde se daba mayor papel al trabajo que a la enseñanza, hicieron rendir en su
propio beneficio las cualidades excepcionales del nativo, su destreza y su talento imitativos a
pesar de la escasez de instrumentos adecuados, que la distancia de Europa ponía fuera de su
alcance. Con esta modalidad provocaron el celo y la envidia por todas partes, y aun serios
antagonismos con otras órdenes religiosas empleadas en análogas tareas, con lo que no
pudieron evitar que gobernadores y magistrados, al referirse a la recia actividad de los padres,
arguyeran en su contra que más parecían militares y mercaderes, que religiosos en el
desempeño de una misión espiritual.

La misión investigadora encomendada al General Mathías Anglés y Gortari dio por


resultado una información que abarcaba graves acusaciones como las siguientes:

1º – Que ningún beneficio económico obtuvo la Provincia de los grandes caudales


acumulados por la Compañía de Jesús.

2 º – Que esa acumulación se efectuó a expensas de los vecinos.

3 º – Que las propiedades de la Compañía no pagaban los diezmos y alcabalas a que


estaban sometidas antes de ser adquiridas por ellos.

4 º – Que de tales caudales nada alcanzaba al Reino ni al Rey.

5 º – Que al dejar de percibir el Rey las alcabalas, nada podía invertir la Corona en
asistencia de la Provincia, suscitando la miseria, inquietudes y subversiones de los habitantes.

6 º – Que de todos esos caudales nada utilizaba España, salvo el caso en que hubiera
alguna vinculación con algún negociado cortesano.

7 º – Que gran parte de las cuantías de plata y oro que correspondían a la Corte, iban a
otros reinos, especialmente a Roma, a manos de su General, destinada a obtener bulas y
privilegios tendientes a una más completa explotación de la comarca y sus habitantes.

Pocos asuntos han sido objeto de tantos debates como los actos de los discípulos de
San Ignacio en el Paraguay. Muchos de los acontecimientos de la época han quedado
definitivamente ignorados, pues numerosos documentos, en virtud de sentencias y de órdenes
de ellos mismos, fueron destruidos por el fuego.

Muchos reproches formulados a los jesuitas no carecen de fundamento, y quienes le


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buscan una explicación razonable, no se desplazan de la época en que aquellos hechos se


desarrollaron.

A las congregaciones de Santo Domingo, San Francisco (en cuyo convento se daban
clases de Filosofía y Teología) y La Merced, se les atribuye sin excepción haber desenvuelto
una buena política de caridad y gobierno espiritual. La estada de los jesuitas, aun cuando su
conducta no siempre se caracterizó por tal política, rindió estimables beneficios a la
colectividad: Dejaron allí lo que no es corriente entre los mercaderes: huellas de su ciencia, de
su arte y de su destreza que, aunque no fueron aprovechadas por los indios, lo fueron por la
posteridad. Respecto de la mayoría de los conquistadores no puede decirse lo mismo, sin que
por eso deba silenciarse lo que América les debe por haber echado los cimientos de la
civilización cristiana a costa de sus padecimientos y de sus vidas y a cambio de sus
ambiciones.

Muchos mártires tuvieron en el Paraguay los jesuitas. Y también hubo víctimas de su


codicia y de su intromisión en la política de los gobernadores. Es conocida la venganza ejercida
en la persona de los padres Blas de Sylva, Mateo Sánchez, José Mazon y Bartolomé de
Neibla, muertos por los payaguaes como supuestos incitadores del Gobernador Diego de los
Reyes Balmaceda para el alevoso e injustificado aniquilamiento de varias tribus y el cautiverio
de numerosas mujeres y niños de aquella parcialidad.

Las Reducciones jesuíticas tienen el valor de una organización del trabajo colectivo y de
distribución de la riqueza que constituye una solución –buena o mala como tantas– de un
problema social; y en el choque producido entre aquéllas y los conquistadores, es evidente que
fueron un paragolpes a la avidez de los encomenderos y colonizadores, aunque tanto en unas
como en otros el sistema consistiera en el señorío por un lado, y el vasallaje, por el otro.

El régimen de comunidad fue un episodio no vulgar en la historia de la conquista y de los


ideales de organización social. Ni el nombre de "gobierno teocrático", ni el de "república
cristiana”, ni el de "comunismo» pueden ser exactos como apelativos de ese sistema de
relaciones políticas y sociales en el cual se vivía en medio de un equilibrio inestable, entre
tantos poderes de esencia, eficacia y extensión diversas: el de los Padres, el del Obispo, el del
Rey, el del Gobernador y el del Gobierno propio que a los indígenas se permitía elegir en el
mismo recinto de las Reducciones.

LAS REBELIONES CONTRA LA OPRESIÓN.

Por esto los antagonismos eran frecuentes y a medida que el tiempo transcurría iban en

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constante aumento. Además de romperse con frecuencia la armonía entre dichos poderes,
había luchas entre los jesuitas y otras órdenes, entre aquéllos y los gobernadores, los obispos,
los portugueses y los indios. En 1648 había ya dos partidos bien definidos, el de los jesuitas y
el de los encomenderos. La Colonia era un gran campo de Agramante. Pocos fueron los
Adelantados o Gobernadores que llegaban a retirarse tranquilamente a la vida privada. Casi
todos fueron a su turno asesinados, procesados, ejecutados, desterrados o remitidos a España
cargados de cadenas. El propio Bernardino de Cárdenas, obispo, político y guerrero, que
apoyaba a los encomenderos y tenía el apoyo de las órdenes rivales, y que ya en 1649 expulsó
a los jesuitas, lejos de escapar a la regla, a pesar de su carácter sacerdotal, fue
frecuentemente castigado y humillado por autoridades seculares y eclesiásticas, varias veces
deportado y excomulgado.

Hubo más motines y sublevaciones que gobernadores, y en todo esto los guaraníes eran
utilizados unos contra otros y desangrábanse en los estériles conflictos de ambiciones, de
mando o de lucro, y aun en los originados en absurdas disputas escolásticas.

Autóctonos e "hijos del país” ya estaban cansados y dispuestos a secundar cualquier


movimiento que prometiera liberación. La conciencia colectiva empezaba a despertar.

CAPÍTULO V

LA REVOLUCION COMUNERA

NACIMIENTO DE LA CIUDAD.

El régimen colonial comienza a evolucionar notoriamente a principios del siglo XVIII. El


salvaje se había hecho campesino. La propiedad colectiva de la época tribal no se había
modificado sensiblemente, excepto en perjuicio del nativo que en el curso del doble feudalismo
de los siglos XVI y XVII tuvo que reconocer al Rey como propietario de sus tierras y, además,
pagarle un tributo.

Ya cien años antes, Asunción había recibido el título de Metrópoli colonial, pero ahora
está a punto de adquirir la jerarquía urbana a que su categoría le da derecho. La población iba
sedimentándose biológicamente, la vida nómada había desaparecido como hábito, las
relaciones coactivas entre españoles y nativos volvíanse espontáneas dando nacimiento a
instituciones, mientras la noción de riqueza adquiría poco a poco el valor social que enseñó a la
colectividad despojada, su derecho al goce de los bienes fundado en el vínculo evidente entre
la riqueza y el esfuerzo para crearla.
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Este desenvolvimiento social de la comunidad va produciendo una redistribución


paulatina de la población, la cual se hace más densa gracias a las pequeñas manufacturas e
industrias elementales, al rudimentario comercio de trueque que va generalizándose al rededor
o en las proximidades de las iglesias o de la administración política.

Una constante diferenciación va distinguiendo a la vida rural de la urbana; la división del


trabajo se intensifica y para poner en movimiento las actividades de la ciudad naciente, muchos
–especialmente los jóvenes, materia prima de la vida social– hacen esfuerzos para romper los
lazos que los atan al régimen feudal y para habitar la ciudad, sea como artesanos
independientes, sea como miembros de las milicias o de la burocracia en cierne.

DESAZÓN ESPIRITUAL.

En esta transformación estructural de la sociedad asunceña los factores son varios y


especiales.

La población había llegado a una homogeneidad étnica que la distinguía de la que


habitaba en otras partes de América. Los nativos se consideraban natural y jurídicamente
iguales a los españoles, en razón de su abolengo paterno y de las más rancias disposiciones
que, al declararlos súbditos del Rey, los colocaba al mismo nivel en virtud del vasallaje a una
autoridad común. Aunque, por regla general, los funcionarios políticos y administrativos eran en
su mayoría españoles, la jerarquía que separaba a los gobernantes de los gobernados era sólo
cuestión transitoria que podría ser invertida en sus términos, como en el caso de Hernandarias
y otros mandatarios de menor significación. El ambiente siempre liberal del Paraguay había
evitado la formación de castas. El camino de la oportunidad y de la educación no estaba
vedado a nadie. Había una acentuada capilaridad social que elevaba al aborigen y al mestizo
hasta donde le empujaran sus talentos naturales y sus aspiraciones legítimas.

Así Asunción surge como ciudad populosa para su época, más que Buenos Aires y que
las ciudades de la América sajona, que le iban en zaga en población, organización y como
emporio artístico.

También se levantan lejos o cerca de Asunción otras ciudades en donde los Cabildos
van dando ritmo y tono a la vida política y adiestran a los "hijos del país" para la vida cívica.

Si bien la sociedad feudal no le dio una clase ilustrada, debido a la calidad de los
colegios y a su corto número, la experiencia de tantas clases de opresión dotó al Paraguay de
un espíritu de independencia tan expansivo, que no iba a tardar en aflorar en el ambiente
social.

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LAS INDIAS

Este espíritu había venido forjándose paso a paso desde tiempos remotos y era
fomentado por disposiciones reales originadas en los preceptos cristianos o en el deseo de dar
solución a dificultades derivadas de la lejanía de la Metrópoli: los nativos tenían derecho a
designar gobernador provisorio desde los primeros tiempos de la conquista; en 1605, las
ordenanzas de Alfaro prohibieron el servicio personal del aborigen, extinguiendo así
virtualmente –aunque no en la práctica– el señorío; también se habían concedido privilegios
municipales a los nativos.

Así, la influencia del Trono, por su propia acción, iba diluyéndose en las ciudades
coloniales.

En estas circunstancias había llegado a América un elemento que ya en Europa era un


poder formidable: la Compañía de Jesús, con toda su fuerza religiosa que iba a manifestarse
política, social y económicamente.

Todos aquellos atributos de la nueva ciudadanía se vieron cohibidos por este nuevo
factor que vino a absorber todas las manifestaciones de la vida colectiva. No existían, por
entonces, partidos organizados, pero las ideas iban aglutinando los espíritus y definiendo las
tendencias. Frente a la realidad monárquica, que significaba el poder civil o temporal, apareció
la jesuítica como una energía combatiente con envoltura religiosa o espiritual pretendiendo
asumir el papel de intermediaria entre los nativos y la Corona.

El recelo popular ante una posible reestructuración de las relaciones político-sociales,


aún en estado indefinido y nebuloso, necesitaba una consistencia orgánica y un caudillo que le
diera forma y doctrina. La lucha y la doctrina comunera cuya base está en el derecho de las
ciudades darían a las ideas todo lo que les faltaba para convertirse en acción.

Como es lógico, un partido que empieza a ser no atrae exclusivamente a los


sentimientos desinteresados y a las nobles ambiciones. En la política de todos los tiempos, los
grandes ideales y los elevados propósitos surgen mezclados con apetitos inferiores. Por eso el
movimiento comunero arrastra en sí los descontentos, los recelos, los oportunismos y las
incapacidades que le han de servir de lastre eclipsando, finalmente, las conquistas logradas.

La revolución comunera quería poner al pueblo en posesión de la soberanía a que tenía


derecho. Buscaba el arraigo de sus instituciones fundamentales, como el Cabildo, que
constituía una cabal expresión de autonomía. Los jesuitas, puestos en el trance de abandonar
su neutralidad, en vez de plegarse al pueblo, tomaron el partido del Rey y dieron un cariz más
profundo a la beligerancia de los bandos: el cismático. En realidad, el primer conflicto entre el
Estado y la Iglesia en América, iniciado con Bernardino de Cárdenas, prosiguió con la

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Revolución comunera.

El Paraguay, en el curso de la sangrienta reyerta, vivió sus primeras horas de república


independiente no declarada. Mantuvo el estandarte de la libertad contra las fuerzas del Imperio
español, del Virreinato del Río de la Plata y de la Audiencia de Charcas.

En busca intuitiva de un cambio de estructuración política y social, las masas se habían


levantado ante la poderosa sugestión de los próceres comuneros; pero las aspiraciones
paraguayas en este período de su adolescencia rebelde viéronse desahuciadas en medio de
esa explosión que si bien se había producido prematuramente, si se piensa en el mezquino
escenario americano, minó, sin embargo, el poder real y abatió el sistema de las encomiendas
y el comunismo jesuítico, simultáneamente.

En el fondo del movimiento de Antequera, Mompox y Mena palpitaba toda una historia
que comenzó con el derecho profundamente humano establecido por las Ordenanzas de Alfaro
y culminó en un «nuevo orden» que iba a trasladarse de las conciencias a los hechos.

REPUDIO DEL DESPOTISMO.

La asunción del cargo de Gobernador de la Provincia por don Diego de los Reyes
Balmaceda, acontecimiento no bien recibido por los «hijos del país», fue la primera chispa.
Como todos los grandes movimientos ideológicos, el comunero tuvo orígenes modestos, una
causa ocasional fútil, sin relación con la grandeza de los motivos y de las consecuencias.

Las discordias provocadas por su designación, algunas medidas represivas del


Gobernador y sus muchas tropelías, entre ellas el asesinato de los payaguaes y el secuestro
de sus mujeres, originaron una acusación ante la Audiencia de Charcas, y la consiguiente
investigación encomendada a uno de sus miembros, don José de Antequera Enríquez y
Castro, Caballero de la Orden de Alcántara, Protector General de los Indios, poeta y hombre de
leyes de gran talento e ilustración.

Llegado Antequera a Asunción y reconocido por el Cabildo, comprobó que Reyes era
culpable de abuso de autoridad, malversación de dineros reales y violación de la fe pública.
Una encarnizada pugna en la que el Gobernador era fuertemente apoyado por los jesuitas, se
inició entonces entre Antequera y Balmaceda. Las alternativas fueron múltiples y variadas. Se
formaron bandos. La provincia estaba soliviantada por la explotación y la arbitrariedad, y en la
conciencia pública tomaba cuerpo un capítulo de cargos contra las autoridades. En él se
consiguió en primera línea el soborno de Luis de Céspedes Jeria por los mamelucos, a los que
dejó invadir la provincia del Guairá para destruir sus pueblos y arrear 60.000 habitantes que

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fueron vendidos como esclavos en el Brasil en 1628. Tampoco se pasó por alto que los
gobernadores comerciaban con sus cargos, como Antonio Victorica, que había vendido el suyo,
con aprobación de la Corte, a Diego de los Reyes Balmaceda.

Depuesto por presión popular, Balmaceda acudió en queja a Buenos Aires. El Virrey
ordenó su reposición, en vista de lo cual Antequera proclamó ante el Cabildo una doctrina que
setenta años después Jefferson había de sostener: el derecho y el deber del pueblo a derrocar
al gobierno que sistemáticamente quiere entronizar el despotismo: "El pueblo reservó para sí
una facultad, especialmente en lo que se refiere a las leyes de su gobierno político y a las que
tienen fundamento en el Derecho Natural. El pueblo puede oponerse al Príncipe que no
procede ex aequo et bono». No todos los mandatos del Príncipe deben ser ejecutados. Dos
concepciones políticas se encuentran frente a frente en una lucha cuya primera etapa no se
definirá hasta 1811, proyectándose hasta los tiempos actuales.

ALZAMIENTO DE LOS “HIJOS DEL PAÍS”

Acorde con tales pautas, el Cabildo, en abierta rebeldía contra la tradición absolutista
representada por la Audiencia y los virreyes, dispuso el apresamiento de Balmaceda.
Partidarios de uno y otro bando eran alternativamente cargados de cadenas y libertados. Se
cruzaban acusaciones, intrigas y persecuciones, y se produjeron luchas cruentas. Antequera, a
su vez, fue demandado ante la Audiencia. Los partidarios de éste suscribieron un manifiesto
dirigido al Rey en el que se acusaba a los gobernadores anteriores a Antequera de haber
violado todas las leyes, haber saqueado el tesoro real y oprimido al pueblo. Los jesuitas fueron
compelidos a abandonar el Paraguay en el término de tres horas por orden de los Regidores
Capitán Juan Caballero de Añasco y Antonio de Rego y Mendoza, y los religiosos la cumplieron
saliendo con sus breviarios, sombreros y manteos como único equipaje. A la cabeza de la
comunidad marchaba el ilustre Rector, Padre Restivo, en presencia del pueblo hostil reunido
frente al Colegio ante el cual habían sido emplazadas varias piezas de artillería listas para
hacer respetar el decreto de expulsión, y aun con orden de cañonear el edificio en caso de
resistencia.

Asunción era ocupada alternativamente por uno u otro bando. Mientras uno es el
vencedor, el vencido huye de una ciudad a otra o de Reducción en Reducción. El estandarte
del Rey a veces flameaba al frente de las tropas, y otras, era arrastrado por el arroyo; las ideas
definíanse en virreynalistas y antivirreynalistas, insensiblemente, y las líneas de separación se
tendían sin que muchos protagonistas lo advirtieran con claridad. Los jesuitas acusados como
perturbadores de la paz pública permanecían leales al Virrey; el pueblo, apoyado por otras

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órdenes religiosas, formaba enfrente, con Antequera como jefe, acusado, a su vez, por los
jesuitas como caudillo de los encomenderos, culpable de despotismos y exacciones, y
calificado por el Virrey de Buenos Aires como reo de desacato y rebelde a la Corona por los
hechos cometidos contra los jesuitas. Derrotado después en Misiones, Antequera huyó, y se
refugió en el convento de los franciscanos. Violado su asilo, fue detenido y arrancado de él por
la fuerza como reo de lesa majestad. Ante la Corte, el Presidente no le permitió defenderse; le
impuso silencio y ordenó fuese remitido, engrillado, a la cárcel de Lima.

Su llegada en abril de 1726 había sido precedida de absurdas versiones jesuíticas; el


pueblo, curioso, se reunió en la plaza, para ver a quien "había pretendido hacerse Rey del
Paraguay» bajo el título de Don José I. Era una reacción, sin duda, de la imputación hecha a
los jesuitas de haber pretendido instaurar una monarquía propia, coronando al indio Nicolás
Yapuguay.

Cinco años estuvo Antequera en la cárcel de Lima, en donde gozaba de relativa libertad,
como si se le diera oportunidad para escapar. Pero él no la aprovechó, expresando a quienes
le insinuaban rehuir la acción de la Corte, que él había procedido de acuerdo con su conciencia
y documentado debidamente su conducta y que nada le importaban ni su vida en peligro ni sus
bienes confiscados.

Entretanto el Rey dispuso que Antequera fuera juzgado en España, contra la opinión de
los que querían hacerlo en América.

Por entonces ya el Virrey de Lima había encomendado al Oidor de la Audiencia don


Matías Anglés y Gortari la misión de investigar sobre el terreno la verdad de las acusaciones
contra Antequera. Su informe es elocuente sobre el origen del entredicho, las circunstancias
del régimen jesuítico y el valor que tienen en el histórico movimiento los principios proclamados
y las animosidades de las facciones. La causa principal radica, según él, en la incompatibilidad
de la práctica simultánea del apostolado religioso y el ejercicio del comercio. El motivo esencial,
el ideal de autonomía, encuentra así su primer impulso efectivo en este choque de ambiciones.

EL CABILDO, EXPRESIÓN DEMOCRÁTICA.

En 1726, después de la prisión de Antequera, los jesuitas fueron restablecidos; pero la


revolución estaba en marcha; cualquier victoria que no coincidiera con la aspiración de
autonomía debía ser efímera.

Las rebeldías comenzaron nuevamente en Asunción, y los tumultos eran cada vez más
frecuentes y ruidosos. Los partidarios de Antequera aparecieron acaudillados por don
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Fernando de Mompox y Zayas, Abogado de la Real Audiencia, agitador apasionado y


elocuente, prófugo de la Cárcel de Lima, donde había conocido a Antequera.

Apoyado por los rebeldes que actuaban en un poderoso movimiento clandestino,


Mompox empezó por proclamar pública y audazmente un evangelio de la democracia
municipal.

"La voluntad de la Comuna es superior a la del mismo Rey, porque la soberanía del
pueblo es anterior a toda ley escrita". Estas ideas, derivadas del Fuero Juzgo y difundidas de
acuerdo con una técnica revolucionaria, iban invadiendo la provincia. Sólo faltaba la
oportunidad para hacerlas estallar.

La ocasión se presentó cuando fue nombrado Gobernador del Paraguay el Corregidor


del Cuzco don Ignacio de Soroeta, en 1730.

Mompox dio la voz de orden: «Es necesario oponerse a la recepción del nuevo
Gobernador en nombre de la soberanía de la Comuna". El movimiento subterráneo apareció en
la superficie estructurado como un nuevo partido, el de los comuneros. Los "oficialistas"
recibieron de Mompox el mote de contrabandos, o sea escamoteadores del derecho común del
pueblo.

Con Mompox a la cabeza, al grito de "¡Comuna!, ¡Libertad!, el pueblo de Asunción se


apoderó de la calle y exigió la nueva expulsión de los jesuitas. La Comuna era dueña de la
ciudad y dio a Soroeta, aún antes de que llegara a Asunción, orden de destierro. Mompox era
el árbitro de la situación.

EL PRIMER PRESIDENTE AMERICANO.

Frente a la necesidad de regularizar el Gobierno, Mompox constituyó una Junta


presidida por un funcionario con el título de Presidente de la Provincia del Paraguay. José Luis
Bareiro, "hijo del país”, fue designado para el cargo, ese año de 1731.

El instante, sin embargo, era confuso como en todas las revoluciones. Muchos no
alcanzaban todavía a comprender con exactitud las dimensiones ni la naturaleza
profundamente transformadora del movimiento. Había en la superficie una mezcla de
tendencias conservadoras y revolucionarias, en el fondo todas liberales y autárquicas. Por eso
bajo la invocación del interés público, se distingue en medio del alboroto una buena proporción
de intereses creados al rededor del aprovechamiento de la yerba mate, del servicio personal de
los indios en competencia con la organización del trabajo en las Doctrinas, sed de mando, de
honores, ambiciones y rencillas personales, agravada por la vacilación de la Metrópoli en dar

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funciones de autoridad a los "hijos del país». Así es cómo José Luis Bareiro, monarquista
mimetizado, o comunero timorato, ignorante de la misión que los acontecimientos le depararon,
sin advertir que los Comuneros habían depositado en él un gobierno al mismo tiempo
independiente del Rey, de los encomenderos y de los jesuitas, cae en las redes de éstos y
traiciona a Mompox y a la causa de la libertad. Apresa al adalid y lo remite a Lima, vía Buenos
Aires, pero en el camino sus conductores se descubren como sus partidarios y lo ponen en
libertad.

Bareiro no goza mucho tiempo de las consecuencias de su felonía, y en una lucha


sangrienta en las calles es derrocado por el pueblo capitaneado por Bartolomé Galván y Miguel
de Garay; luego huye y se refugia en las Reducciones del Paraná. Garay ocupa la Presidencia
de la Junta y la Provincia continúa prácticamente desvinculada del Virrey, que ya no era tenido
en cuenta para nada. Pero el «Nuevo Orden» no puede afirmarse mientras los jesuitas, que
permanecen fieles al Rey y disponen de legiones militarizadas, estén dentro de la Provincia. El
mismo clero presenta grietas profundas; el padre franciscano Juan de Arreguy sostiene desde
el púlpito la posición de la Comuna. Actúa respaldado virtualmente por la misma Orden.

Mientras esto sucede, en Lima, bajo la influencia de la Compañía de Jesús, Antequera y


Mena, su Alguacil Mayor en Asunción, son condenados al cadalso, contra la orden real que
había dispuesto que los reos y los autos fueran enviados a España. Iban a ser públicamente
decapitados. Pero mientras eran llevados al patíbulo, el pueblo se amotinó en su defensa. En
todas las calles, de todas las puertas y balcones salían gritos hostiles. Un destacamento de la
guarnición hizo fuego sobre la multitud que protestaba contra la injusticia, y tres religiosos
franciscanos que abrían la marcha del pueblo entregaron sus vidas por las ideas que había
promovido la revolución comunera.

Antequera, a caballo, era conducido en medio del tumulto hacia el tablado donde debía
ser ajusticiado. En esas circunstancias los soldados lo asesinaron para evitar que el pueblo lo
libertara. La multitud reaccionó apedreando a los militares. Después, por orden del Virrey, se
alzó el cadáver sobre el tablado, se le cortó la cabeza, y a continuación también fue decapitado
Juan de Mena. Todo fue ejecutado por un verdugo ad-hoc, pues el profesional había
desaparecido.

Ambas cabezas fueron levantadas en alto por el verdugo. El pueblo de Lima,


consternado, rodeado del sañudo ejército del Callao, que continuaba apuntando agresivamente
sobre la multitud con sus arcabuces, contempló silencioso las dos primeras cabezas que
rodaron por la independencia americana.

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EL TRIBUNAL DEL PUEBLO.

1732. La revolución comunera del Paraguay parecía fracasada. Así se creía en Lima;
pero en Asunción ocurría algo inusitado.

Al conocer el pueblo paraguayo la muerte de sus adalides, su furor no conoció límites.


La hija de Juan de Mena, viuda de pocos meses, arrojó sus lutos, se vistió de gala y proclamó
que no se debía sentir aflicción ante una muerte gloriosa en servicio de la patria. El pueblo
volvió a apoderarse de la calle, y en todas partes se oían vibrantes apologías de los mártires de
las libertades públicas.

La Junta Comunera se había constituido en una especie de tribunal del pueblo que
operaba con procedimientos breves y sumarios: se dispuso en el acto la expulsión de los
jesuitas; los Regidores Benítez y Caballero de Añasco, principales culpables de la ejecución de
Antequera y Mena, fueron condenados a muerte, e igual pena quedaba impuesta contra todos
los reaccionarios; los altos dignatarios eclesiásticos quedaron bajo custodia en el Palacio
Episcopal, y las puertas de la Catedral fueron guardadas para que nadie tomara asilo en ella.
Luego, dos mil hombres, al mando del Capitán Roch Insaurralde, cayeron de improviso, hacha
en mano, sobre los colegios y establecimientos jesuitas, y los expulsaron sin darles tiempo esta
vez, siquiera, de tomar sus breviarios. La turba frenética “se sentía implacable en su furor
sacrílego", escribe un cronista jesuita, y añade que la multitud se tapaba los oídos para no oír
la sentencia de excomunión en Coena Domini que les leía el Obispo prisionero.

Los años de 1732 y 1733 fueron una sangrienta sucesión de combates entre el Ejército
de la Comuna y el de los Gobernadores, cuyo propósito fundamental era la restitución de los
jesuitas a sus colegios y Doctrinas. La guerra civil se había desatado con furor y saña. Toda la
Provincia era un fraccionamiento cívico, militar y religioso, pues en ambos bandos revistaban
ciudadanos y tropas regulares que combatían a muerte, y clérigos que se batían con
memoriales y libelos. En ambas parcialidades se hacía derroche de valor y de pasión.

En 1734 el nuevo Presidente de la Provincia, General Cristóbal Domínguez de Obelar,


hizo saber al Gobernador Manuel Agustín de Ruiloba que el Ilustre Señorío de la Comuna no
quería más guerra, pero que la continuaría si a ello era obligado. Ruiloba murió en el último
combate, con el grito de "Viva el Rey". Fue el último eco de un régimen que se desplomaba.

Después se constituyó una junta general para el Gobierno de la Comuna, con el título
Junta de Defensa. La primera medida fue la confiscación de los bienes de las Misiones
Jesuíticas y la de los que permanecieron fieles al Rey. Los jesuitas se vieron obligados a
trasladar sus Doctrinas y Reducciones al otro lado del Paraná. El pueblo dueño de sí mismo,

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deliberaba soberano, demagógicamente. Medio siglo antes de la Época del Terror de la


Revolución Francesa, en el Paraguay fueron puestos fuera de la protección del Nuevo Estado
todos los sospechosos de adhesión al Rey, y los caudillos realistas conocidos, como Ruiz de
Arellano, Montiel, González y Caballero de Añasco y sus familias tuvieron que huir disfrazados
de negros.

Poco tiempo de calma tuvo la Junta. Cuando un ejército al mando de Bruno Mauricio de
Zavala aparecía enviado por el Gobernador del Río de la Plata, y acampaba en las márgenes
del Tebicuary, la Junta Comunera era presa de la anarquía y de una profunda desorientación.
Los adalides liberales eran víctimas del fermento revolucionario propio de las primeras horas
de todo movimiento transformador de la estructura político-social. En tal estado fueron
fulminados por excomuniones y recibieron un Auto Exhortatorio para restituirse a la fidelidad
del Monarca. Las circunstancias no eran propicias para una defensa bien articulada y eficaz.
Bruno de Zavala, con un ejército numeroso reclutado en todo el Virreynato, desde Buenos
Aires a Corrientes, batió fácilmente a los comuneros, que padecían de la desconexión de su
jefatura y de un aislamiento mediterráneo que les impedía proveerse de lo necesario para la
defensa. Muchos miembros de la Junta y otros partidarios conspicuos cayeron prisioneros y
fueron ejecutados. Otros huyeron o fueron desterrados.

EL SUEÑO DEL GOBIERNO PROPIO

Corría el año 1735. Antes de su final, un Te Deum celebraba en la Catedral el regreso


de los jesuitas. El sueño comunero del Gobierno propio se había disipado. Durante dieciocho
años la Provincia había vivido un cuarto de hora de autonomía, desconociendo toda autoridad
que no fuera la del hijo del país designado por el pueblo. La Orden de San Ignacio de Loyola
quedó nuevamente dueña del campo, se reanudaron las luchas entre los "bárbaros" y las
Doctrinas, entre infieles y neófitos; informes y memoriales justificativos de los jesuitas
atravesaban el mar para llegar a la Corona, hasta que el 27 de febrero de 1767 un decreto de
Carlos III los expulsó definitivamente. Este Monarca adquirió el relieve de precursor de la
emancipación y del liberalismo en América, no solamente por esta medida sino también por la
supresión de la diferencia entre clérigos y seglares en cuanto a las gabelas, por la abolición de
gravámenes restrictivos de la iniciativa privada, por haber reducido a la Inquisición a su mínima
influencia, mostrando con todo ello a los habitantes de sus dominios americanos las ventajas
del bienestar asentado en la justicia, la igualdad y la libertad.

El imperio de los jesuitas en el Paraguay duró un siglo y medio. Su eliminación de la


jurisdicción de la antigua Provincia Gigante fue, como en Portugal (1752), en Francia (1762) y

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España (1767), un rudo golpe para el monopolio, la caída de un baluarte alzado contra el
liberalismo que los Enciclopedistas iban sistematizando en todos sus aspectos, para que
estallara en 1789 frente a la Bastilla y se expandiera luego en Europa y América. El liberalismo
paraguayo, gracias a este suceso, se incorporó al movimiento universal. El absolutismo
político, económico y religioso, sistematizado, había caído. Su ulterior resurgimiento, como
arbitraria expresión de los dictadores, sería menos grave.

Observando los hechos desencadenados desde 1717 a 1735, nótase que la Revolución
Comunera ha pasado por tres etapas.

El primer período dura cuatro años (1717-1721) y su figura central es Antequera.


Aparentemente los sucesos constituyen una resistencia popular por una violación de las
normas preestablecidas para la designación de gobernador, que provoca reacciones arbitrarias
y persecutorias por parte de la autoridad rechazada. Antequera recoge los descontentos,
agrupa, concentra y cohesiona los elementos revolucionarios y al enunciar la teoría que ha de
forjar un haz de voluntades y de acción, penetra hasta la esencia del poder y llega a conmover
la autoridad real en sus cimientos. Es una época de tumultos y asonadas que adiestra y
galvaniza a los futuros combatientes.

El segundo período corre desde 1721 a 1725. En esta etapa el pueblo reproduce en
América el conflicto que se desarrolla en España a causa del intento de las ciudades de definir
sus derechos y desintegrar los poderes monárquicos en beneficio de su autonomía. Es el
período doctrinario, la época propiamente revolucionaria. En ella, las rebeldías desarrollan
dinamismo y los ideales son sustentados con la pasión que les es inseparable. Como ocurre
ordinariamente, esa pasión que se desprende de los intereses individuales afectados, de las
injusticias y persecuciones, aglutina a las muchedumbres. Lo justo y lo violento, lo reflexivo y lo
emocional, extremos tan opuestos en momentos normales, encontraron el caudillo en Mompox.

El nuevo adalid expuso las ideas de Antequera, expurgó el concepto comunero al


trasladarlo a América de la idea de nobleza que lo caracterizara en España; pero le faltó tiempo
para estructurar sus formas administrativas, legislativas y judiciales. Al abrir al pueblo las
puertas de la independencia y de la democracia, por conducto del pensamiento liberal, se
rompió el equilibrio tan difícil de mantener entre los ideales doctrinarios y las voluntades o
demasiado fogosas o demasiado débiles y vacilantes; la revolución devoró a sus caudillos y
precipitó la anarquía sobre sus filas. En 1725 la revolución estaba exhausta y aislada,
bloqueada por la Colonia en todos los frentes, monárquico, virreinal, jesuítico y audiencial, y
minada por una poderosa quinta columna. Pero desde entonces la idea comunera invade la
Colonia, desde Lima a Buenos Aires, impuesta por las legiones paraguayas, a veces
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triunfantes, a veces derrotadas.

Sin embargo, el estandarte comunero se mantuvo por diez años más, entre 1726 a
1735, que es su etapa final.

El pueblo, gracias a la prédica y a la acción de Antequera y Mompox, había comprendido


que el Trono no era una divinidad intangible y le hizo sentir desde América su primer
estremecimiento; aprendió que podía disponer de sí mismo y adquirió la noción de su poder y
de sus derechos.

Y cuando en 1735 quedaron postergadas las posibilidades inmediatas del gobierno


propio, la Revolución Comunera legó a todos los próceres de la Independencia Americana el
siguiente evangelio que había proclamado Antequera en la primera fase de la contienda:

Los pueblos no abdican de su soberanía. El acto de delegar sus formas externas y el


ejercicio de la facultad de legislar, residentes en él por razones de naturaleza y suprema
dispensación de Dios, no implica en manera alguna que renuncie a ejercerla, cuando los
procedimientos de los gobiernos le hieren, y falseado su deber, lesionan los preceptos eternos
de la razón absoluta, que está sobre todas las leyes, y por consiguiente es superior a todas las
autoridades.

La fase bélica de la Revolución de los Comuneros, dejó en todo el área de la Provincia


Gigante, desde Lima a la Patagonia, el siguiente resultado: el rebaño humano, gregario e
incoherente, transformado en agregado consciente. La masa se convierte en pueblo y lo que
hasta entonces no era más que una denominación urbana, envuelve un concepto sociológico.
El proceso de la independencia se había iniciado.

CAPÍTULO VI

FIN DEL CICLO COLONIAL

DESPUÉS DE LA EXPULSIÓN DE LOS JESUITAS

La provincia no tuvo calma ni sosiego en ninguna época. En el tablero político-social la


trágica partida por la posesión del indígena, de la tierra y de sus frutos, se desarrollaba bajo
diferentes formas. La posesión de la tierra, el control de la producción, elaboración, tráfico y

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mercado de la yerba mate, la defensa de las Encomiendas, la reposición o la expulsión de los


jesuitas, el sostenimiento del monopolio real, la fundación del gobierno propio, todo era causa o
pretexto de guerra permanente.

Mientras tanto las víctimas, por ambos lados, eran los elementos de la formación
nacional: los autóctonos y los hijos del país. En el ínterin, los indios montaraces, especialmente
los del Chaco, irrumpían poniendo en peligro la civilización en cierne, y los portugueses
clavaban fortines en el territorio de la desmembrada Provincia Gigante en una persistente tarea
de penetración.

En medio de esta anarquía el pueblo no podía prosperar, ni dedicarse a la agricultura; a


la agricultura ni a nada. Como carecía de recursos, no era más que un pobrerío con el arma al
brazo en espera del día de la batalla, y entre una y otra revuelta, sembraba algo, muy poco, y
cosechaba menos, para luego ser expoliado por los impuestos de aduana y de consumo
interno. Careciendo de minas y piedras preciosas, la Corona no tenía interés en enviar
subsidios a los Gobernadores o al Cabildo. La Provincia seguía siendo la Cenicienta de la
Metrópoli, y lo que es peor, destruyéndose a sí misma.

Con el destierro de los jesuitas, la anarquía ya no reconoció diques ni obstáculos.


Producíanse reiterados levantamientos populares promovidos por ellos mismos o por los
intereses lesionados.

Expulsados ellos, que habían venido ejerciendo la ceñida tutela del Paraguay indígena,
sus dominios quedaron vacantes. La Corona tenía que reasumir esa tutela para impedir el
apoderamiento ilimitado de las tierras por parte de sus propios súbditos, en perjuicio de los
indígenas e "hijos del país". Pero aun entre esos dos elementos nacionales había un
antagonismo, ya social, ya de intereses, que se tradujo en una lucha entre ambos por la
propiedad de las tierras cuya posesión de hecho la ejercían los indígenas que en ella habían
sido asentados por las Reducciones. Los audaces hijos del país, nuevo producto biológico,
invadieron esas tierras a pesar de los Virreyes, de los gobernadores y de la resistencia activa
de los indios, y asumieron el papel de los encomenderos.

Su consecuencia fue la superposición de títulos de dominio sobre la propiedad. Como en


los estratos geológicos, en un corte hecho en la historia de la propiedad inmueble, podrían
verse aún hoy huellas del transitorio apoderamiento por los nativos, las encomiendas, los
jesuitas, los hijos del país, y las mercedes reales, constituyendo fuentes fecundas de litigios
interminables.

Los indios se vieron de esta manera, desde los primeros tiempos, como seres errantes y

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sin patria, perseguidos por toda clase de gentes y sistemas: desde los conquistadores
buscadores de oro, hasta los nacidos de madre india y padre blanco o mestizo, los llamados
hijos del país. Era el comienzo del largo peregrinaje a que el destino los había sometido.
Feudalizados primero, en ciertos puntos de la Región Oriental, fueron luego empujados por sus
propios hijos, que los obligaron a vadear el Río Paraguay para arrinconarlos por fin en los
llanos de Ysosog y las primeras elevaciones de los Andes que proyectan su sombra sobre la
planicie chaqueña. Con la detentación de la tierra por esas generaciones jóvenes, los
"naturales", como los llamaba Belgrano, se dividieron definitivamente en "guaraníes" e «hijos
del país", manteniendo para siempre, mediante el idioma, el recuerdo de su vinculación
originaria.

Un informe pasado a don Félix de Azara en 1785 por el Gobernador Gonzalo de Doblas,
da un cuadro de la situación en los años en que se desarrollaron estos acontecimientos: "Los
indios saben que son libres y desertan de los pueblos, sin otro motivo que sentirse oprimidos y
sin la libertad que desean; los que permanecen es porque aún no han adquirido valor para
dejar a su patria, y en la repugnancia que tienen a todo lo que los destina la comunidad, se
conoce lo violentos que están; y así es preciso mucha prudencia y suavidad para gobernarlos”.

Doblas recomienda asimismo un régimen de libertad para los indios, semejante al


reconocido para los españoles, y que los bienes de las comunidades sean adjudicados a los
pueblos y puestos a cargo de mayordomos encargados de hacerlos trabajar con miras a fundar
la propiedad privada; y, sobre todo, suscita un nuevo imperativo: la educación de la juventud.
Es cierto que ella comprendería solamente "el aprendizaje de la doctrina cristiana, las buenas
costumbres, el rezo cotidiano del rosario, a vivir como verdaderos y buenos cristianos, evitando
las pendencias, amancebamientos y hurtos". De cualquier manera, plantear el problema era ya
un paso hacia delante.

Era evidente que la ausencia repentina de las Misiones Jesuíticas había producido un
desequilibrio. La sociedad criolla, anárquica, quedó como una energía desatada, cuya
aplicación y destino dependería de las normas que se dictaren para regir la nueva situación.

LOS LÍMITES INCIERTOS DE LA PROVINCIA.

Por Cédula del 8 de agosto de 1776, el Rey agrupó bajo la jurisdicción del Virreinato del
Río de la Plata, con Buenos Aires a la cabeza, al Paraguay, Tucumán, Potosí, Santa Cruz de la
Sierra y Charcas, y desde el año siguiente a Mendoza y San Juan. Las autoridades de
Asunción quedaron sometidas a Buenos Aires, la ciudad que aquélla había fundado y cuya

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tutela había ejercido durante siglos.

Desde 1782, según la Real orden de Valladolid, Asunción figuró apenas como una de las
ocho intendencias erigidas dentro del Virreinato, y para peor, mal demarcada. Los Tratados de
la época no le dieron límites bien definidos. Así tuvo que heredar todos los pleitos entre las
Coronas de España y Portugal, germen de todas las futuras disputas de fronteras.

La incuria de la Metrópoli era insalvable. Esta tenía nociones topográficas muy


deficientes acerca del vasto imperio, y ello alentaba las sistemáticas usurpaciones de Portugal.
Ni siquiera los reconocimientos de las Comisiones de Límites creadas por el Tratado de 1777
fueron utilizados. El Paraguay se había convertido en la tierra de la confusión. Las obras de
Félix de Azara llegaron oportunamente a divulgar tales circunstancias y pusieron alguna
claridad en la intrincada cuestión.

Las incertidumbres comenzaron por el límite norte del Paraguay. Algunos lo


establecieron en el Río Blanco, otros en el Apa, quienes en el Yguireí, en el Aquidabán, en el
Ypané o en el Ygatimí. Los ríos Yguireí y Corrientes mencionados en el Tratado Hispano-
Lusitano de 1750 eran buscados inútilmente por los demarcadores. Azara quiso sustituirlos por
el Ygatimí y el Ypané-Guasú, respectivamente, pero los portugueses no se avinieron a ello.
Estos, para mantener su posesión por el mayor tiempo posible, hacían poco caso de los
tratados y oponían a la demarcación el mayor número de dificultades y todos los argumentos
imaginables. De ahí también las querellas ulteriores sobre el Chaco, sobre el cual Bolivia y la
Confederación Argentina concibieron supuestos derechos.

Establecido definitivamente el Virreinato de Buenos Aires, en 1777, año siguiente al de


su creación, se implantó el aludido régimen de las Intendencias. La aplicación de este sistema
metropolitano fue promulgada para América con miras a lograr la unificación de tantos poderes
temporales, de establecer una clara relación de los mismos con los espirituales, y de hacer
coincidir las nuevas jurisdicciones con los Obispados. Con él se esperaba obtener mayores
ventajas de los dominios y terminar con los continuos rozamientos, por cierto frecuentes, dentro
de la frondosa organización política y administrativa, y los conflictos producidos entre ésta y la
eclesiástica. Pero en vez de unificación, el resultado fue la creación de la conciencia de los
intereses nacionales por lógica evolución de la conciencia localista.

Virtualmente, las Ordenanzas tuvieron una trascendencia constitucional en el Río de la


Plata. Prácticamente era un ensayo, una tentativa de reajustar los resortes desarticulados por
tantas resoluciones y por la disciplina desquiciada bruscamente al romperse la rígida
organización jesuítica. En realidad la Corona, inconscientemente, provocaba la Independencia,
al reconocerse una especie de mayoría de edad a ocho circunscripciones territoriales en el
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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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momento en que las llamaradas de la Revolución Francesa entraban en América por todas
partes.

AGUDAS CRISIS ECONÓMICAS Y POLÍTICAS.

Al comenzar la corta vigencia de las Ordenanzas de Intendentes (feneció para el


Paraguay el 25 de Mayo de 1810), la situación psicológica de la Colonia requería algo más que
simples modificaciones jurídico-administrativas. El problema era mucho más profundo de lo que
parecía, según lo que afloraba en la superficie. Era el feudalismo lo que estaba en crisis, no
precisamente el mecanismo administrativo. Por lo pronto, en cuanto se refiere al Paraguay, el
espíritu comunero aparentemente dormido, reaccionó en un sentimiento de descontento y de
protesta cada vez más acentuado, y se definía ya como una conciencia nacional bien
caracterizada. En lo que se refiere a las demás provincias rioplatenses, las ideas de Antequera
y Mompox llevadas por las huestes de Mauricio de Zavala, que regresaban triunfantes a la
capital del Virreinato, saturaban con auras de libertad el ambiente en que iban formándose los
hombres de 1810. Las ideas de gobierno propio irradiadas desde el Paraguay se difundían
incontenibles en toda la Colonia. En realidad, el Partido Comunero no había sido derrotado con
la dispersión de sus legiones. Era más fuerte que su propio ejército, y comenzaba ahora a batir
definitivamente a los Contrabandos de toda la Colonia.

El desamparo en que la lejana Metrópoli, preocupada por problemas inmediatos, había


dejado al Paraguay, la opresión económica derivada de arbitrarios impuestos del monopolio
económico y de la imposición de un puerto preciso en una ciudad fundada por Asunción –Santa
Fe–, y todo ello apoyado por un régimen religioso-militar, iba sacudiendo el espíritu público.
Aun faltaba la percepción clara de las soluciones (que luego desembocaron en la emancipación
absoluta), pero existía una sensación colectiva de que con mayor libertad podría hacerse frente
al agudo imperativo de los intereses materiales y concretar la intuición de las necesidades
esenciales.

En la situación en que se encontraba la Metrópoli, halló frente a sí a una colonia


soliviantada por ideas revolucionarias y por las noticias de motines aislados, que se filtraban
burlando la prohibición de la entrada de papeles impresos. Sucesivamente en varios puntos del
continente se produjeron sacudimientos. En primer término el de Miranda, veterano de la
guerra de la emancipación de los Estados Unidos y de la Revolución Francesa, quien
desembarcó en 1806 con un puñado de voluntarios en las costas de Venezuela y luego fracasó
por falta de apoyo; después las Invasiones Inglesas, las cuales también contribuyeron a la
difusión de ideas revolucionarias, haciendo que los criollos argentinos adquirieran una

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conciencia definida de su capacidad para la acción. Y en seguida, en 1809, se producen


levantamientos criollos en Chuquisaca, La Paz y Quito, y aunque sus resultados prácticos son
mezquinos en eficacia, en toda América apunta un nuevo sentimiento vital que hace crisis en
una y en otra parte.

DISGREGACIÓN DEL VIRREINATO.

Ricardo Levene, en su libro La Revolución de Mayo y Mariano Moreno, registra las


primeras manifestaciones concretas del espíritu de independencia producidas en 1805. Felipe
Ferreiro, por su parte, se refiere en un trabajo titulado Ideas e Ideales de los Partidos y
tendencias que actúan en el campo de lo política del Reino de Indias de 1808 a 1810, al amago
de subversión continental que se provocó por medio de la difusión de la falsa noticia de la
vacancia del trono de España. Todos estos prolegómenos habrían definido el problema que
según este historiador se reducía a determinar cuál sería la situación de los virreinatos,
capitanías generales o intendencias una vez desvinculados de España, aunque siempre
permaneciendo consecuentes al juramento de fidelidad a Fernando VII. Chocan en el ambiente
americano variadas fórmulas tendientes unas al mantenimiento de la unidad de las Indias y que
coinciden en la estructuración de Dietas o Cortes americanas, con las que buscan la
disgregación del Reino de Indias y la constitución de varias administraciones.

Las primeras encuentran insalvables obstáculos en los intentos de hegemonías que se


frustrarían con el establecimiento de las Cortes en una de las capitales en desmedro de las
otras. Las últimas son las que por distintos caminos se aproximaron más al espíritu de
emancipación, pues contienen, en principio, la anulación de los propósitos de conservar intacto
el patrimonio real. Así la independencia se realiza, sea al concebirse que la autoridad de
Fernando VII es susceptible de desplazarse sobre sus agentes, sea aplicándose preexistentes
soluciones para casos de acefalía, o sea revirtiéndose la soberanía real a sus legítimos
dueños: los pueblos. Uno de los campeones de la idea es Mariano Moreno, quien proclama el
derecho de los pueblos enteramente iguales y diferentes de los demás» que deben entrar en el
goce de sus facultades «que desde la conquista habían estado sofocados”.

La primera tentativa que tuvo éxito fue la destitución del Virrey Cisneros en Buenos Aires
el 25 de mayo de 1810. Su autoridad pasó a la Junta Gubernativa. Era el comienzo de la
disgregación de los dominios de España, aunque no todos los próceres argentinos lo
advirtieran con claridad.

Entre tantas ideas circulantes, sin embargo, había una bien definida: el propósito porteño
de mantener la unidad del Virreinato. La primera preocupación de la Junta fue la de sujetar a la

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Provincia del Paraguay unida a las otras. La misión –orientada a tal fin– aparentemente
pacífica del Coronel D. José de Espinola, que iba en realidad con el propósito de suplantar al
Gobernador del Paraguay, Bernardo de Velazco, fracasó. La maniobra malograda suscitó una
reacción en Asunción y alarma en Buenos Aires. En el Paraguay se produjo un estado de
subversión, y en la capital del Virreinato se preparó una expedición militar que se confió a Don
Manuel Belgrano, vocal de la Junta, para someter a la Provincia insurgente. Fue el error inicial
de esta autoridad que pretendía obtener un aliado por la fuerza, sin conseguir otra cosa que
revelarle aún más sus posibilidades con la lección elocuente que dan los acontecimientos. En
efecto, la inexistencia de la soberanía real, que hasta el 25 de mayo de 1810 había constituido
el fundamento esencial de la cohesión política, del derecho a mandar y de la obligación de
obedecer, había determinado una vacancia de la autoridad central. Por consiguiente, el lógico
dilema para cada una de las provincias del Virreinato era: o seguir acatando la autoridad de
Fernando VII, o gobernarse por sí mismas. Jurar fidelidad a la soberanía real y acatar al mismo
tiempo a la Junta de Buenos Aires, una autoridad que había suplantado al legitimo
representante del Rey, era absurdo y contradictorio. Y esto lo sabía Velazco y lo
comprendieron objetivamente los jefes, oficiales y soldados que lucharon contra las tropas de
Belgrano, y que posteriormente sostuvieron la situación creada por la revolución del 14 de
mayo de 1811, que fue la prolongación del triunfo de Paraguarí y Tacuarí, pero no todavía la
emancipación de España.

Belgrano había partido de Buenos Aires, al frente de sus tropas, a fines de 1810. El 19
de diciembre cruzó el Paraná, en cuya orilla derecha esperaba encontrar bandos de amigos y
ejército de enemigos. Pero nadie vino a recibirlo ni a interceptarle el paso. ¿Dónde estaba el
importante partido porteñista que según había informado Espínola, actuaría de "quinta
columna" tan pronto como Belgrano cruzara el Paraná?

¿Y los enemigos? Fuera de pequeñas partidas que parecían vigilar sus movimientos
para luego tomar la delantera al invasor, ni Belgrano ni sus tropas encontraron hombre viviente,
y lo que es peor, nada utilizable. En todo el camino y ya apenas a veintisiete leguas de
Asunción iban comprobando una sistemática aplicación de la táctica de "tierra arrasada”. Los
paraguayos habían evacuado el territorio llevando consigo haciendas, víveres y todo cuanto
pudiera ser útil al invasor.

Entretanto el Gobernador Velasco estaba asombrado de los resultados de la


movilización. En dos días tenía mucho más gente de la que podría armar.

En tales condiciones se trabó la primera batalla. El invasor, trabajado por la larga


marcha, sin la colaboración esperada de los presuntos partidarios, a través de un desierto
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deliberadamente preparado, tomó contacto con un numeroso ejército que no tenía más armas
que las de uso personal y su férrea voluntad. Con ellas, éste se proponía anular al adversario
para quedar solo y decidir, libre de presiones extrañas, de los destinos de la patria intuida, que
en su mentalidad estaba aún en estado nebuloso como una quimera indeterminada, densa y
confusa.

¿Se luchaba por fidelidad al Rey, o por sostener a Bernardo de Velasco, el Gobernador
respetado y temido, que muchas veces pareció interpretar el espíritu de la Provincia? ¿O se
luchaba para afirmar una personalidad político-social sin poner el pensamiento anticipado en
ciertos moldes institucionales o en determinados gobernantes?

El hecho es que ese día se eclipsó para Velasco la estrella que lo había guiado en las
guerras del Rosellón y en las invasiones inglesas. Y lo curioso es que esta caída se produjo en
una lucha realista contra otro ejército realista, cuyo resultado fue el triunfo del Paraguay sobre
el Virreinato, o sea la realización de la primera etapa de su emancipación.

Poco tiempo antes, al frente de los mismos criollos paraguayos, con los criollos
argentinos que ahora venían como enemigos, había combatido en Buenos Aires, en 1807,
contra las fuerzas de Beresford.

Tanto él –Velasco– como Belgrano, se disputaban en lucha de recíproco avasallamiento,


la representación del "muy amado Rey Fernando VII", rey destronado en cuyos dominios
reinaba Pepe Botella.

"Nobles fieles y leales paraguayos: Vengo de representante de la Exma. Junta


Provisional Gubernativa de las Provincias Unidas del Río de la Plata que gobierna a nombre de
S. M. el Sr. Don Fernando VII", dice la proclama de Belgrano.

“Heroicos comprovincianos –dice Velasco–: nuestros enemigos, ese puñado de


bandidos enviados por la Junta insurreccional de Buenos Aires, os han hecho el mayor agravio
en creeros capaces de la seducción y el miedo... Moriré con gusto en medio de vosotros y
tendré la gloria de acabar mis cansados días al frente de una provincia heroica y de unos
súbditos amables en cuya defensa me parece un corto sacrificio el de mi vida".

Y en esta ladina lucha de criollos, verdaderamente una lucha fratricida, las acechanzas y
sorpresas se suceden, tanto en las proclamas como en las trincheras, ora en las filas
invasoras, ora en las defensoras.

Una de esas sorpresas estuvo a punto de cambiar el curso de la historia: Velasco es


aislado de sus tropas, súbitamente. Y a pesar de sus esfuerzos desesperados por filtrarse a
través de las líneas enemigas y llegar hasta sus huestes, no pudo reunirse a ellas sino después
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de la victoria, obtenida así sin su intervención.

Afortunadamente, el Coronel Gracia, el Teniente Coronel Cabañas y el Comandante


Gamarra, todos paraguayos, al frente de sus propias unidades, las habían coordinado y así
obligaron a Belgrano a retirarse. Era el 19 de enero de 1811, fecha de dos grandes hechos:
prácticamente la derrota de la «Capital de Buenos Aires" y virtualmente la caída del régimen
español en el Paraguay, primera etapa de la emancipación. Su consumación efectiva era
cuestión de tiempo, de muy poco tiempo.

La capitulación de Belgrano, el 9 de marzo, en Tacuarí, constituye en el Paraguay una


fiel imagen del triunfo argentino sobre los invasores ingleses –en cuanto al estímulo para el
desarrollo de la dinámica revolucionaria–, cuyas bases ideológicas flotaban en ambos
ambientes. Sólo difería en la actitud de los respectivos Gobernadores: Sobremonte había
huido. Velasco no huyó; pero le faltó lo único que cuenta para el guerrero: el éxito. En suma, el
resultado fue el mismo. Y lo fue, felizmente, pues si el Gobernador Velasco hubiera entrado en
Asunción como conductor de las tropas victoriosas, su prestigio no habría sido fácilmente
minado por sus enemigos y la Revolución no se habría producido aún a tan corto plazo, como
ocurrió el 14 de mayo.

Tal como se presentaban los acontecimientos, la segregación paraguaya era ya


inevitable.

¿De quién parte ese sentimiento vital que va invadiendo e imponiéndose en los ánimos
sin que nadie pueda determinar su procedencia?

¿De quién? De cualquiera. De nadie y de todos. ¿Su estallido se deberá a las masas o a
sus conductores? No se puede determinar quiénes serán heridos, afectados y aun eliminados.
Hasta que por fin ese sentimiento, al principio mera intuición, se convierte en concepto y luego
en actos.

Tal ocurría en esos días tormentosos. Miranda, en Venezuela, pudo tener la aspiración
franca y clara de emancipar su país de la Metrópoli porque sus ideas entroncaban con los
acontecimientos norteamericanos de 1776 y los de Francia de 1789.

En cambio en el Río de la Plata, alejados del teatro de aquellos sucesos, sin ideas
claras, solicitados los hombres por los conflictos inmediatos entre nativos y peninsulares, por la
organización del Virreinato y por las contiendas políticas locales, debieron forzosamente incurrir
en constantes contradicciones. Obstaculizados por la herencia religiosa, política, económica y
social de la Colonia, los resultados se impusieron, no obstante, impelidos por el curso
vertiginoso de los acontecimientos.

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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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LAS INDIAS

El propio Belgrano estaba envuelto en este torbellino cuando defendía los derechos de
Fernando VII, después de 1810, lo mismo que el doctor Francia, hasta el Congreso de 1813.
Aun así, para el Paraguay el proceso de clarificación fue más corto, lógicamente: el Paraguay
tenía un elemento étnico más definido, tradiciones regionales más añejas y concretas y una
conciencia más firme de su personalidad política, debido a las enseñanzas y experiencias del
rígido régimen jesuítico y al enclaustramiento geográfico.

Con el golpe de estado del 25 de mayo en Buenos Aires, un orden político ha caído
definitivamente. La organización del Nuevo Estado y su difusión en la América Española
seguirá espontáneamente hasta cubrir toda su superficie. Para ello no hizo falta prédica ni
propaganda, porque el ideal del gobierno propio estaba en todos los espíritus como la meta de
un proceso natural de acuerdo con las leyes de la evolución. El gobierno metropolitano se
hallaba ya en quiebra y había comenzado su liquidación.

LA INDEPENDENCIA

En el Paraguay los acontecimientos corrían por los cauces lógicos. Cuando Velasco
regresó a Asunción encontró que el ambiente había cambiado totalmente para él. En esa lejana
retaguardia se difundía una solapada campaña de murmuraciones que lo presentaban como un
desertor frente al enemigo. Y su principal autor era otro realista que nada de su tranquilidad
había arriesgado en la reciente campaña: José Gaspar de Francia, Doctor en Sagrada
Teología y Catedrático de Vísperas de Teología Dogmático-Moral en el Real Seminario de San
Carlos, de Asunción. Al principio estaban en todas las bocas y en todos los corazones los
nombres de Velasco, De la Cuesta, Gracia, Gamarra y Cabañas como inseparables coautores
de los triunfos de Paraguarí y Tacuarí, pero pronto la campaña de intrigas comenzó a hacer
discriminaciones. El doctor Francia empezó a censurar el acuerdo de Tacuarí, minando así el
prestigio de Cabañas, que había firmado el armisticio, y tan hábilmente maniobraba el teólogo
para escamotear los frutos de la victoria, que todo el movimiento, que tomaba cuerpo, parecía
no tener otro objeto que el de sustituir a Velasco con el Gobernador de Misiones, Teniente
Coronel Fulgencio Yegros.

Velasco volvió al Gobierno, a un Gobierno que a causa de la campaña de intrigas y de


los acontecimientos consumados, había perdido su autoridad y no representaba a nadie: ni al
Rey, ni a la Junta de Buenos Aires, ni al pueblo, y que, además, ya no valía por sí mismo.
Retomó el gobierno, porque no siendo tal para nadie, nadie lo codiciaba dentro del sistema que
se desmoronaba.

A falta de gobierno, había un pensamiento rector que por fin iba a triunfar. Y los patriotas

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preferían regir ese pensamiento vivo a presidir una burocracia muerta. Era el sentimiento de
independencia y de autarquía por el que la raza guaraní había luchado impotente a partir de la
llegada de los españoles, desde el Río de Solís a los Xarayes. Era el de Irala cuando alentó la
conspiración contra la tiranía de Alvar Núñez; el de Pablo y Nazario Curupiratí al proclamar
"libertad y guerra sangrienta contra los españoles» y el de Martín Suárez de Toledo cuando se
erigió en Capitán y Justicia Mayor de la Provincia. Pronunciamientos prematuros e indefinidos,
sin duda, que no tuvieron claridad sino en la mente de los comuneros cuando exigieron el
gobierno propio, democrático e independiente, nacido del pueblo, hacía ochenta años.

Tal el contenido de la conjura que estalla en la noche del 14 de mayo de 1811, un


pronunciamiento silencioso, sin tribunos ni manifestaciones, con apenas un bando que dos días
después lanzaba el Gobierno Provisional, asegurando que la Provincia sería conservada bajo
la soberanía de Fernando VII. Era un golpe cuartelero netamente antiporteño; todavía no la
independencia. Pero por lo pronto quedó cumplida la primera etapa: la segregación del
Paraguay del Gobierno de Buenos Aires, y la proclamación del gobierno propio.

Con el movimiento del 14 de mayo de 1811, son dos ya los países americanos que
declaran su decisión de emanciparse. Ambos pronunciamientos son al comienzo simples
golpes palaciegos que no transforman más allá de la superficie de la sociedad,
pronunciamientos que "reemplazan el ápice de la pirámide, pero dejan intacta la base", como
diría Noël-Pierre Lenoir, si en su Sociología de la Revolución hubiera analizado estos dos
acontecimientos.

En realidad, ellos son los síntomas premonitorios de una conmoción más profunda que
abre su propio camino con un cambio material del régimen administrativo, por la fuerza, para
luego, desde ese día, comenzar a actuar en profundidad, dinámicamente, desde el fondo a la
superficie.

Esa conmoción, una revolución en el sentido verdadero y trascendental del vocablo,


estribaba en la transformación espiritual operada desde Lima a Buenos Aires, por la doctrina y
la acción de los comuneros de Asunción. La independencia paraguaya y la argentina tienen un
remoto origen común, por lo que no está conforme con la realidad histórica atribuir a Belgrano
el haber llevado ideas de libertad y de emancipación desconocidas de los paraguayos, con una
proclama hecha expresamente en nombre de la "Exma. Junta Provisional Gubernativa de las
Provincias Unidas del Río de la Plata que gobierna a nombre de S. M. el Sr. Don Fernando VII".
Tanto en Buenos Aires como en Asunción, pese a la dificultad de las comunicaciones, existía
una autoconciencia similar que se reveló y actuó como tal en el momento oportuno.

Pero en cada caso, en el golpe de estado del 25 de mayo de 1810, como en el del 14 de
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mayo de 1811, existiendo esa común razón suficiente, los motivos impulsores fueron distintos.
En el primero la decisión vino de las luchas en que, por el dominio económico de las rutas
marítimas, estaban empeñadas España, Inglaterra, Portugal y Francia. El extenso litoral
marítimo de América era el punto de mira de esas ambiciones enderezadas a extender esa
influencia sobre las islas y tierra firme de este Continente.

El Paraguay, en cambio, arrinconado lejos del mar, estuvo inmune de esas batallas
piráticas que dieron nacimiento al comercio internacional moderno. Él concibió, preparó y
realizó su independencia sobre una base ideológica ecuménica. Su idea de libertad por largo
tiempo difusamente intuida, quedó concretamente formulada en el curso de la Revolución
Comunera. Y cuando esa idea estalló, fiel a su estirpe espiritual, apareció como un exponente
del movimiento libertador universal, como las revo luciones norteamericana de 1776 y la
francesa de 1789, de las que la comunera (1717-35) ha de citarse como antecedente obligado,
especialmente en cuanto a la formulación clara de los principios de autonomía y democracia.

LAS PRIMERAS DISPUTAS POR EL PODER.

El resultado inmediato del golpe fue una transición que más parecía una transacción,
puesto que se mantuvo en el cargo al Gobernador Velasco en una Junta que integraron el hijo
del país, doctor Gaspar de Francia y el español Juan Valeriano Ceballos. Pero en los días
subsiguientes, Velasco es acusado por sus colegas –tan realistas como él– de querer entregar
la Provincia a la dominación portuguesa, lo cual constituía lo peor para los paraguayos, que no
olvidaban la destrucción del Guairá, Igatimí y Alburquerque por los bandeirantes. Primero había
sido señalado como desertor, y luego algo así como un «vende patria". Los porteñistas, por su
parte, sindicaban tanto a Velasco como al Cabildo de pretender la separación completa de la
Provincia "para abandonar a un pueblo tan generoso e ilustrado como Buenos Aires”. La táctica
de Francia logró de esta manera unir a los dos partidos contra Velasco y, como consecuencia
de estos hechos, éste y los Capitulares, casi todos españoles, cayeron. Fue éste el primer
signo de hostilidad contra España. El mando quedó en manos de Francia y de Ceballos. En el
Congreso de la Provincia, realizado el 17 de junio, ambos dirigían una arenga que expresaba
"protestamos nuevamente una firme adhesión a los augustos derechos de Fernando VII".

El momento seguía siendo confuso. Los hechos consignados están lejos de configurar
una hábil maniobra política con vistas a dar nacimiento a una nación independiente. Los
mentores no tenían por qué ser forzosamente limpios, sagaces y perfectos, en flagrante
contradicción con las condiciones sociológicas imperantes. Ni Francia ni sus colegas
sospechaban que estaban en una contienda emancipadora cuyo curso era irresistible. El

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pasado colonial no podía desvanecerse en pocos días. Ese lastre espiritual, tortuoso y ladino,
es el que predomina en el discurso de Francia, que revela en el orador el afán de poner en
evidencia su superioridad sobre sus colegas, con el fin de no ser estorbado por ellos en el plan
que ulterior y paulatinamente ha de poner en práctica para quedarse solo en el poder,
aspiración esencial a cuyo servicio pondría después lo que para él era accesorio: la
independencia.

Al día subsiguiente el Congreso creó una Junta de Gobierno bajo la Presidencia de


Fulgencio Yegros (la integraba también Francia), dejando constancia de que la Junta “no
reconoce otro soberano que el Señor Don Fernando VII". El abogado Mariano Antonio Molas y
el Pro. Manuel Antonio Corbalán representaban el reverso absoluto de esta postura realista. El
primero adelantó una proposición esencialmente americana al sostener que los cargos
políticos, para los cuales los españoles ya quedaban inhabilitados, debían otorgarse a
cualquier americano aunque hubiera nacido en otra provincia, siempre que uniformara sus
ideas con la Junta Revolucionaria. Lo que no impidió que la comunicación dirigida el 20 de julio
a la Junta de Buenos Aires, al proclamarse que la Provincia del Paraguay se gobernará
independientemente de ella, exprese el propósito de "defender la causa común del Señor Don
Fernando VII". La Junta de Buenos Aires, en nota de fecha 28 del mismo, contestó que "si es la
voluntad decidida de esa provincia gobernarse por sí y con independencia del gobierno
provisional, no nos opondremos a ello». Fue el primer reconocimiento de la primera etapa de la
independencia.

La segunda, la independencia de España, aún estaba en cierne; pero la vida colonial del
Paraguay había terminado virtualmente.

Ella duró doscientos setenta y seis años. Actuaron durante ese lapso, sesenta y ocho
gobernadores, sin contar los interinos y provisorios y muchos que no llegaron a posesionarse
del cargo.

***

JUVENTUD ARROGANTE

CAPÍTULO VII

EL SALDO DE LA COLONIA

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LAS INDIAS

EL ASIENTO GEOGRÁFICO

Al salir el Paraguay de ese estado feudal de tipo religioso-militar en que vivió a través de
las Encomiendas y del comunismo jesuítico, la nación, geográficamente es la unidad de dos
regiones diferentes unidas de modo indisoluble por debajo del río epónimo por la trabazón de
ensambladuras geológicas. Mantiene un leve contacto con los Andes, pero está sin litoral
Atlántico y muy lejos del Amazonas y del Río de la Plata. Su asiento ya no abarca siquiera la
cuenca hidrográfica completa del Río Paraguay y sus afluentes. Las condiciones de su
desenvolvimiento como nación iban a tener, pues, graves y constantes inconvenientes. Ya los
había tenido. La derrota comunera no reconocía otra causa inmediata que el cerco que
asfixiaba el espacio en que se libraban las batallas. El aislamiento sería también muy pronto el
motivo directo de las dictaduras, que al inaugurar el período nacional iban a matar por sesenta
años esa vocación por la libertad que fue la característica colonial desde el golpe contra Alvar
Núñez hasta las asambleas tumultuosas que vitoreaban a Fernando de Mompox.

EL POTENCIAL DEMOGRÁFICO.

En su superficie mediterránea vive una raza, producto del cruzamiento, que por la
cristalización del etnos y la definición precisa del demos, constituye una unidad biológica y
moral.

Según Renger y Longchamps, al finalizar el estadio colonial, la población, que totaliza


200.000 habitantes y en la que forman solamente 800 españoles, se distribuye así:

Paraguayos de más de una generación .... 69.06 %

Mestizos, negros y mulatos .........................20 “

Indios ...........................................................10 “

Españoles ......................................................0.04 “

El porcentaje de españoles era ínfimo ya por aquel tiempo, a pesar de las enormes
multitudes hispanas que habían cruzado el mar para dirigirse a las Antillas, a Panamá, a
México, al Pacífico, al Río de la Plata y para dar la vuelta al Mundo. América estaba
absorbiendo la savia de la Metrópoli. El éxodo consistía especialmente en la nobleza
desarraigada, pero no dejaba de ajustarse a la ley natural: los inmigrantes y conquistadores
constituían la parte más audaz, dinámica y viril del lugar de origen.

Entretanto las provincias iban asimilando la cultura hispano-católica, saturándose de su


técnica, de su sangre y de su energía pletórica y, forzosamente, hubo de erguirse altiva y hasta
altanera frente a la Corona preocupada en sostener tremendas luchas políticas y religiosas
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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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dentro y fuera de sus confines.

Tanto el gobernante, como el misionero, el colono y los "hijos del país" se sintieron
íntimamente fundidos en la nueva entidad que iba adquiriendo conciencia de sí misma.
Mientras los conquistadores querían hacer de América una España de ultramar, el
indoamericano aspiraba a una personalidad propia. La impracticabilidad de aquel propósito
hizo inevitable la segregación política.

El cuadro de Renger y Longchamps, que ninguna otra comarca pudo igualar en aquella
época, es causa y efecto de un complejo psicológico. El mestizo desde la primera generación
se sintió partícipe de las cualidades del padre español y de la madre indígena. Su condición no
le molestaba, y así no sentía odio hacia sus progenitores y al mismo tiempo gozaba de la total
simpatía de sus ascendientes.

Esta afinidad creó la más amplia tolerancia entre las razas originarias, estimuló la
intensificación del cruzamiento, aseguró la estabilidad del agregado dándole una cohesión
cada vez mayor. Solamente dos razas que no sienten repugnancia para unirse pueden dar
nacimiento a una comunidad en que sus miembros tienen el orgullo de su origen y la
conciencia de su capacidad de realizar.

OPINIÓN PÚBLICA Y DESPLAZAMIENTO DEMOGRÁFICO.

En el ocaso de la colonia, ya existía en el Paraguay una fuerte opinión pública. El doble


lenguaje había contribuido a un rápido intercambio de experiencias entre los habitantes y a la
coincidencia del pensar y del sentir general. Las conciencias particulares desembocaron en un
mestizaje psicológico, produciéndose así una unidad de concepción en todos los aspectos de
la vida social, cuya tónica era pronunciadamente nativa dentro de formas de organización
privada y pública española.

La experiencia de los intermitentes despotismos había castigado tempranamente a la


nación. La colonia, además, era un hervidero de pasiones. La Historia está tan llena de
informes, documentos, excomuniones, procesos y libelos tan contradictorios, armas con que se
batían el poder civil, el eclesiástico y el económico, que muchas veces es difícil desentrañar la
verdad. Esta anarquía y aquel despotismo habían producido muchas emigraciones, aparte de
la deserción en masa de las parcialidades que no querían someterse. La opresión de las
encomiendas y el régimen jesuítico habían producido desplazamientos importantes. La
emancipación también produjo después el éxodo de los españoles descontentos o
perseguidos. Siempre que la mitad del Paraguay lucha en el interior, la otra mitad se desplaza
o es desalojada. El paraguayo si no puede vencer la opresión abandona el país para continuar
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luchando desde afuera. De este modo se explican los desplazamientos constantes en el curso
de su historia. De esta manera el Paraguay fundó muchas ciudades a su rededor y siempre
suministró enormes contingentes de población a los países vecinos. Su fatalidad o su misión
histórica sigue consistiendo en sembrar su espíritu a centenares de leguas a la redonda.
Hernandarias, Francia y los López pudieron reducir sus dominios territoriales, pero no pudieron
asfixiar su aliento vitalizador. Los despotismos contemporáneos continúan empujando fuera de
sus fronteras a los exponentes intelectuales de la nación que fundan en extrañas tierras,
ciudadelas intelectuales donde se lucha por la cultura y por la libertad.

DEMOCRACIA ÉTNICA.

Las bases para el desarrollo de una democracia étnica adquiere robustez dentro de sus
límites. Ya no puede decirse que la comunidad sea una mera formación indoamericana ni una
prolongación de Europa. Es una fusión con entidad propia, susceptible de ser peculiarmente
caracterizada.

Su civilización incipiente, en todas sus manifestaciones, muestra esa interior trabazón de


dos culturas diametralmente opuestas, mejor dicho, del maridaje de una incultura (en el sentido
de una fuerza en potencia sin formas de exteriorización), con una cultura tradicional,
sedimentada. Ahí se fundieron dos concepciones de vida, una aislada, sumida en sí misma, y
otra ecuménica, cuyas raíces se encuentran en diferentes complejos sociológicos.

Al incorporarse la comunidad paraguaya a la civilización, llevaba dentro de sí dos


alientos directores: la secular tradición española y la pura energía indígena, fusionadas. Ambas
tradiciones, hechas unidad, se exteriorizaban en un ambiente social que tenía sus acentos
propios en las instituciones, buscando a tientas e intuitivamente las bases de la democracia
que se iría desarrollando en el futuro.

Sus características son la igualdad y la libertad ya insinuadas en el panorama social que


presentaba la liquidación del ciclo colonial.

La herencia de los dos tipos coexistentes de feudalismo fue el espíritu militar, pero un
espíritu militar sui generis, pues no estaba al servicio de un Estado expansivo.

Cada encomienda y cada Reducción tenía su organización para el ataque y la defensa.


Era en este sentido cada una un pequeño Estado, pero en conjunto no podía llamarse a eso
una "nación en armas", sino el desarrollo de ese tipo homérico de hombre: el que es a la vez
agricultor y soldado, y que sirve como sostén en casos de conflictos de un feudo contra feudos
rivales. Al luchar encarnizadamente unos contra otros defendían los derechos de su grupo con

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el cual estaban identificados sin sentirse encadenados a él. Así esta estructura social de tipo
religioso- militar fomentaba, antes que la cohesión de la maquinaria Estado, la exaltación de la
personalidad, que es la clave para el estudio de su vida turbulenta.

FUNCIÓN DEMOCRÁTICA DE LOS CABILDOS.

Fruto de estas modalidades político-sociales es el prestigio que el Cabildo, como


institución, alcanzó en el Paraguay, como en toda la Colonia.

El Cabildo es un exponente de autarquía y semilla de la democracia por sus funciones,


aunque no por su origen. Sabido es que sus miembros no eran elegidos por el pueblo sino
escogidos por los salientes entre los vecinos poseedores de bienes raíces. Las designaciones
podrían haber sido a veces resultado del juego de influencias, pero aun así nadie pudo negar a
la Institución su papel de único sostén de los intereses locales contra el absolutismo ambiente,
el defensor de la libertad y del bienestar de los vecinos y de la libre permanencia de los
extraños dentro de las villas y pueblos.

La lectura de las Actas Capitulares revela que en los Cabildos se consideraban muchas
veces asuntos nimios, caseros, pero también denota que ahí germinó el impulso emancipador.

Los Cabildos en América actuaron dentro de la jurisdicción que les concedía la


Legislación de Indias, y también fuera de ella, con aplauso de la Comunidad: sin perjuicio de su
labor administrativa, hacían suspender castigos, aplicados por autoridades de superior
jerarquía; enviaban procuradores a la Corte para impetrar gracia o conmutación; intervenían
para morigerar el rigor de la ley y la disminución de impuestos. Para realizar un control activo,
para enfrentar al Gobernador y aun resistir al mandato real, no hacían alardes demagógicos
aunque trataban de congraciarse con el pueblo, en prudente medida.

Su poder era más decisivo de lo que a la distancia parece. Hernandarias, uno de los
gobernadores más influyentes y de mayor prestigio, tuvo que inclinarse y confesar sus yerros
ante el Cabildo.

En 1721, el Cabildo de Asunción increpó a Reyes Balmaceda por su conducta en el


cargo, y cuando éste reaccionó disolviéndolo, ya fue fácil a Antequera agitar al pueblo, que se
levantó en defensa de lo que consideraba garantía de sus intereses.

Un Cabildo abierto de Corrientes suspendió a Bonifacio Barrenechea en su cargo de


Capitán de guerra para evitar que partiera con su ejército en protección de los jesuitas, y el
hecho dio nacimiento al grupo Comunero en aquella provincia.

Desde mucho antes de la independencia, esas modestas instituciones empezaron a


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ejercitar la soberanía de las muchedumbres que después iba a suplantar a la soberanía real.
La revolución argentina se proclamó en su salón de sesiones, y ante él se profirió el grito: "El
pueblo quiere saber de lo que se trata.

"La sociabilidad del Plata –dice M. A. Montes de Oca– debe mucho a los Cabildos que,
aunque sojuzgados en diversas ocasiones, conservaron como en arca santa el lema
irreverente de los comuneros paraguayos: la autoridad del pueblo es superior a la del Rey,
argumento que en boca de los patriotas del año 10 derrumbó el edificio del sistema colonial”.

EL ESPÍRITU DE IGUALDAD.

Contrariamente a lo ocurrido con los Cabildos, los gremios, cuya cerrada y jerarquizada
organización se pretendió importar en el siglo XVI, no lograron arraigo alguno. Las
corporaciones de artesanos no tuvieron éxito ni como sistematización del trabajo ni como
criterio para distinguir los oficios considerados viles de los que eran dignos de los caballeros.
Asimismo muy corta vida tuvieron en el Paraguay las disposiciones que castigaban con multa o
destierro a los que formaban parte de los gremios no autorizados o "ilegales".

Las circunstancias en que se desenvolvía la democracia intuida tampoco permitieron


que los españoles implantaran o siquiera conservaran la nobleza. Tales jerarquías y
desigualdades no pudieron subsistir en una naciente comunidad en que había sido superado el
concepto de la culpa de los hijos naturales, y en la que todos tenían derecho a ser funcionarios,
soldados y agricultores, pudiéndose señalar muchos que fueron todo eso al mismo tiempo.

En la Colonia no hubo originariamente aversión al extranjero; pero tanto los


encomenderos como los jesuitas porfiaron por introducir, sin perjuicio del sentimiento de la
hospitalidad, el prejuicio del "extraño" que aún hoy subsiste en el lenguaje y en el concepto. El
"extraño" era el que no formaba parte de la encomienda, de la reducción o de la comunidad. Si
en ellas el "extraño" era el que podía soliviantar los ánimos trayendo los ruidos del exterior, en
la familia de hoy es alguien a quien y con quien no se puede tener toda confianza. El "extraño"
no tiene acceso en la intimidad, no se habla en su presencia sino de cosas evidentemente
triviales, lo cual no impide que en la actitud del dueño de casa resalte el sello de hidalguía que
se pone en el agasajo. Sin embargo, con el tiempo se convierte en el fundamento del falso
nacionalismo interesadamente creado y explotado.

Tales las bases de la democracia profundamente saturada de liberalismo e igualdad que


nació y se desarrolló en el Paraguay.

Al producirse la independencia no había, sin embargo, una clase directora importante


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que pudiera encauzar el nuevo espíritu por caminos trillados. El germen del poder
personalísimo en política, los moldes patriarcales en lo jurídico-social, el sistema del monopolio
en lo comercial y la tendencia catequista, más que .evangélica, de la enseñanza no prepararon
a los adalides ni a las masas para triunfar de las sorpresas que acechaban en cada recoveco.

He aquí por qué la nación caería muy pronto en las redes de la reacción, que con verbo
demagógico usaría como etiqueta las palabras República e Independencia para encubrir un
fondo de despotismo esclavista.

LAS BASES MORALES DE LA NACIÓN.

Al doblar el codo histórico de la vida colonial, un crecido acervo de tradiciones adquirían


consistencia en rápido y fecundo desarrollo, constituyendo el verdadero y permanente lazo
social

que hizo posible la constitución de una nacionalidad.

Las tradiciones constituyen el exponente de la tensión humana que condensa sus


luchas, sus experiencias, sus aspiraciones y su filosofía rudimentaria para adquirir personalidad
social, y proteger la vida física, económica y espiritual de los ciudadanos.

En el Paraguay ellas empezaron a tomar cuerpo desde la llegada de los españoles al


Río de la Plata.

La conquista trajo una cultura organizada en lo social y en lo material. Tan diferentes


eran las modalidades antropológicas de ambos elementos étnicos, como sus costumbres y
concepciones: idioma, idea del mundo y de la vida, su derecho, su moral, su religión, sus
formas de gobierno, su economía, su técnica educacional y bélica.

Los conquistadores se consideraban inmensamente superiores a los nativos. No tenían


por qué estudiar las instituciones de esos salvajes, puesto que todos ellos debían ser barridos;
no veían motivos para conocer su vida y su pensamiento, los cuales debían de ser superados.
Los veían como simples obstáculos que había que eliminar en la búsqueda de los metales
preciosos, o bien utilizarlos como elementos de trabajo.

Los indios, por su parte, carentes de una noción científica del mundo y de la vida, eran
como una materia plástica, expuesta y dispuesta a ceder a la insistencia y a la fuerza que no
podían resistir. Con el contacto constante, violento primero y pacífico después, en un proceso
en que la tolerancia crecía en razón inversa al antagonismo, también se produjo el mestizaje
del pensamiento. Es así cómo no se puede hablar propiamente de un hombre americano, como
tampoco puede denominarse arte americano a la grabación de una cultura ya definida, en una
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página casi blanca, pero sí puede hablarse de un resultado americano.

Las relaciones de convivencia, la religión, la decoración de los templos, la agricultura y la


ganadería, la revolución de los comuneros, no significa una síntesis esencial, una personalidad
original, sino una mezcla. Si puede hablarse (por comodidad de lenguaje) de una cultura
guaraní, no debe olvidarse que ésta era tan vasalla como la raza, como los indios lo eran en las
encomiendas y en las reducciones: una rudimentaria manifestación del espíritu primitivo en
estado de servidumbre. Usando la palabra cultura en el sentido de una síntesis de hábitos,
costumbres e instituciones, la que se conoce como paraguaya no pasa de ser,
sociológicamente, más que la cultura hispana que ha sufrido el fenómeno de la refracción por
la influencia del medio a que ha sido trasladada.

TRADICIÓN ECONÓMICA.

El panorama económico del Paraguay al fenecer el coloniaje estaba caracterizado por


las consecuencias de un sistema del más genuino tipo mercantilista. El objeto de toda creación
de riqueza era acrecentar los bienes del Soberano, sin consideración al de los súbditos.

No es extraño, pues, que las actividades económicas no hubieran consistido en una


cooperación entre el conquistador o colonizador y el nativo. Las mentalidades eran, además,
totalmente opuestas: por parte de éste no existía la idea más elemental de riqueza; por la de
aquéllos, aunque no hubiera ideal económico había una firme ambición económica. Las
encomiendas y el "comunismo» significaban esfuerzos sin estímulo por un lado y decisión
lucrativa por el otro. Apenas existía una coordinación compulsiva de actividades, que terminó
en un monopolio absoluto de todos los valores.

Esta falta de vinculación económica impidió la formación de una unidad psicológica entre
los numerosos hijos del país y el pequeño grupo de españoles. Los antagonismos étnicos y
sociales no pudieron atenuarse a causa de la carencia de un interés común en el trabajo y en
la producción. Las uniones sexuales habían producido una nueva raza que luego enfrentó a
sus opresores que carecían de la visión necesaria para hacer evolucionar el régimen del
trabajo y del comercio, y forjar así la solidaridad que podría haber mantenido por más tiempo el
dominio hispano en tierras de América.

Entre los hechos que con más fuerza provocaron la emancipación del Paraguay, figuran
los económicos, cuyo proceso puede ser estudiado en la historia de la moneda. La
organización del cambio durante la época colonial era de lo más original.

El Rey pagaba a los conquistadores con encomiendas. Pero como paralelamente a la

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explotación de la tierra y del indio, el espejismo del oro continuaba obsesionando el sueño y la
vigilia de tanto aventurero, las transacciones se hacían pagándose las compras con moneda
que no podía ser más incierta y aleatoria: el oro que se buscaba y estábase seguro de
encontrar. Un convenio de la época contenía ordinariamente esta cláusula: "...que nos
obligamos a pagar en esta provincia del Río de la Plata, del primer oro o plata, piedras o perlas
o cualquier cosa de valor que Dios nos diere y se nos repartiere como conquistadores desta
Provincia...». Las especulaciones, tan fácilmente concertadas, llegaron a tan elevado número y
condición que la ilusoria moneda sufrió también los fenómenos de la inflación y de la
desmonetización. Nadie creyó a la larga en la posibilidad de materializar las promesas, las
minas no se hallaban por ninguna parte, y tuvieron que idearse otros arbitrios. "visto que no hay
oro ni plata ni otras cosas en la tierra para poder contratar... ", decía una resolución de
Hernandarias, que iba a dar una solución de emergencia al problema.

El comercio con los indios requería un signo monetario especial cuya eficacia no habrían
tenido las propias monedas de oro y plata; y en consecuencia se excogitaron ciertos productos
que luego de cotizados, desempeñaban el papel –y lo eran realmente– de mercadería
intermedia: el hierro, primero (especialmente anzuelos, escoplos, cuchillos) y después –
denotando el nacimiento de una industria colonial–, el lienzo. Posteriormente otros objetos
útiles adquirieron curso legal, una capacidad adquisitiva y un poder liberatorio. “...Y que
ninguno los pueda desechar por sus dichos precios... ", rezaba el acta del 3 de octubre de
1541.

Los pesos y los reales no eran más que una expresión verbal para fijar el valor de una
transacción; el precio, una referencia al volumen o peso de la mercancía intermedia. Se había
restaurado la economía primitiva.

En la misma forma se ajustaban no solamente las cuentas provenientes de la


compraventa, sino también los sueldos y salarios, las capitulaciones y aun los honorarios
profesionales, los numerosos y varios impuestos y los tributos per cápita.

Pero como esta moneda deleznable no podía atesorarse, se cambió –en cuanto lo
permitía el sistema de las encomiendas y de las reducciones– por lo que era permanente: la
tierra. El latifundio tiene su nacimiento en este original sistema económico.

Antes de 1779 no llegaron monedas de oro y plata al Paraguay. Hasta entonces los
españoles no se habían convencido de que no había más remedio que importar lo que habían
venido a explotar con el propósito de exportar.

En cuanto al comercio exterior, nada tan mezquino. Los puertos de Buenos Aires y de

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Montevideo no fueron abiertos a la navegación extranjera hasta 1778. Las relaciones


comerciales de las Colonias del Río de la Plata, no siendo con la Metrópoli, se limitaban a un
insignificante intercambio entre las provincias del Virreinato o con los portugueses de San
Paulo. La Metrópoli era la única compradora y proveedora de la Colonia. En todas las ciudades
del litoral, desde Asunción a Buenos Aires, los reclamos por la libertad de comercio se habían
convertido en un clamor revolucionario.

En las postrimerías del coloniaje la tradición económica llegó a ser, por estos cauces, un
rígido monopolio comercial que no pudo enseñar las ventajas de la cooperación, y menos
despertar en la colectividad un ideal de solidaridad y de bienestar.

TRADICIÓN POLÍTICA.

La Política Colonial descansaba sobre dos instituciones que, a través de su desarrollo,


infundieron las energías formativas del pueblo: el sufragio y el Cabildo. El primero representó la
soberanía de la comunidad colonial y delineaba los contornos democráticos del próximo
Estado. El segundo representaba la garantía de la soberanía individual, es decir, el liberalismo
del futuro ciudadano y de la sociedad que su conjunto había de formar al afirmarse la
independencia.

Carlos V, un monarca representativo del absolutismo europeo, en 1537, había puesto en


manos de sus súbditos el formidable derecho de elegir eventualmente sus gobernantes: "... que
hagáis juntar los dichos pobladores y los que de nuevo fueren con vos, para que habiendo
primeramente jurado de elegir persona cual convenga a nuestro servicio y bien de la dicha
tierra, elijan en nuestro nombre por Gobernador y Capitán General de aquella provincia la
persona que según Dios y sus conciencias pareciere más conveniente para el dicho cargo... y
el que así eligiesen todos en conformidad o la mayor parte de ellos, use y tenga el dicho
cargo..."

El Cabildo, por su parte, dio nacimiento a la ingerencia del pueblo en el gobierno a fin de
ir moldeando su destino mediante la garantía de la libertad, el cuidado de su bienestar y el
consiguiente germinar de su democracia.

Es cierto que a veces, prácticamente, la actividad gubernamental no estaba en los


gobernadores, sino en los que poseían los resortes económicos (descendientes de los
conquistadores, militares en su mayoría) que influían sobre la masa rural. Los cabildantes, por
su parte, en ciertas épocas y dentro de ciertas condiciones inevitables, eran apenas "adornos
en las procesiones”. Sin embargo, Carlos V, con las dos instituciones mencionadas, había
creado virtualmente una serie de repúblicas en su vasto imperio, porque aquéllas, aún
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deficientemente organizadas, crearon y desarrollaron a través de los ciclos históricos el hábito


mental de la autonomía y de la libertad, que en el futuro se trocó en realidad. Esto explica que
con frecuencia las autoridades que nombrara la Corona, les fueran devueltas por América
cargadas de cadenas.

Dentro de este ambiente funcionó hasta el día de la emancipación un complejo


organismo político-administrativo creado en ultramar para el Gobierno de las Indias y el trato a
los nativos:
o
1 – La primera autoridad estaba representada por el Real y Supremo Consejo de Indias,
que sustituyó al Consejo de Castilla, que la Corte había creado a fin de manejar por sí misma
las Colonias. Al Consejo de Indias, la Corte dio poderes ilimitados. Le estaba subordinada la
Casa de Contratación de Sevilla, a cuyo cargo quedaron los asuntos de rutina.
o
2 – Los Virreyes, en quienes la Corte delegaba una parte de las atribuciones soberanas.
Tenían el poder civil, militar y administrativo.
o
3 – Las Audiencias, o Cancillerías Reales de Indias. Aunque sus atribuciones eran
esencialmente judiciales, uno de sus miembros debía interinar el cargo en caso de muerte del
Virrey. Sus funciones les permitían ser un contrapeso de la autoridad omnipotente de éste. Sus
atribuciones políticas eran, pues, de emergencia y muy transitorias.
o
4 – Los Gobernadores e Intendentes nombrados por la Corona, los Virreyes o las
Audiencias, según el caso.
o
5 – Los Corregidores o Subdelegados.
o
6 – Los Cabildos o Ayuntamientos, calcados sobre el modelo peninsular, y los Alcaldes.
Tenían a su cargo el manejo de fondos municipales, la administración interior de los pueblos, la
seguridad de los ciudadanos, los reglamentos de policía y la justicia ordinaria.

Con el funcionamiento de este organismo las colonias quedaron sometidas a un régimen


de señorío y vasallaje que fue así el sistema normal de relaciones políticas entre españoles y
nativos. Simbólicamente su soporte estaba en el Rey y en el Consejo de Indias, pero
prácticamente la fuerza que lo sostenía era un absolutismo de tipo militar. Felizmente llevaba
en sí el germen de su propio aniquilamiento.

Para que el indio no advirtiera el cambio de gobierno no se abolió el cacicazgo, cuyas


pocas funciones fueron correlacionadas con las de las autoridades españolas. Así nada
parecía cambiado en el sentido político; inclusive se daba al nativo la impresión de que era él

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quien designaba sus autoridades locales, pero lo que no pudo ocultarse al indio fue la pérdida
de su libertad, el derecho de correr a su albedrío por esa tierra que los blancos huéspedes le
habían quitado.

Toda la época colonial fue una alternativa de despotismos de los gobernantes y de


rebeliones de los gobernados para recuperar los fueros de su personalidad. No estaban
impulsados en sus levantamientos por cánones o principios definidos. Asimismo, lo económico
era más impulso que causa esencial. Los nativos vivían instintivamente su democracia, que era
étnica, pero no civil.

Las subversiones, en ininterrumpido ritmo, se prolongaron en las etapas posteriores. Ni


la pena de muerte en la horca, o por el garrote o por descuartizamiento con que las leyes de
aquellas épocas castigaban los delitos políticos, pudieron contener las rebeldías. Siglos
después, el Decreto-Ley de Defensa del Estado intentó reprimir esos mismos delitos con el
fusilamiento, sin lograr sofocar el liberalismo ancestral. Todo esto explica que, por reacción, el
espíritu de libertad se haya extendido a todas las manifestaciones de la vida paraguaya
entonces y ahora. Los mismos partidos, sea cuál fuere su denominación o la época en que les
tocara actuar, están saturados de la filosofía liberal y de su espíritu, especialmente en sus
masas populares, ya que no siempre en su jefatura. Los intentos hechos en el Paraguay para
fundar partidos de opresión jamás han podido ni podrán perdurar.

TRADICIÓN JURÍDICA.

La tierra, moneda y principal bien patrimonial, traza la parábola de la trayectoria jurídica.


El siglo XVIII (y aun desde 1696 a 1803, para ser más precisos), es una época de
transformaciones profundas. El encomendero empieza a desaparecer y las tierras, por
vacancia o por decreto, son recuperadas por la Corona; el servicio personal de los indios queda
abolido como consecuencia, lo que no quiere decir que desaparezca enteramente, pues el Rey
está demasiado lejos para imponerse. La Corona recupera su soberanía sobre indios y tierras,
y numerosos pueblos surgen a la vida comunal configurando una nueva unidad jurídica, una
diferenciación progresiva de la simplemente urbana, consistente hasta entonces en el
gregarismo indígena de las encomiendas y reducciones. Con ello también se facilita la difusión
de la sangre blanca, ya que esto que fue impulsado por los españoles había sido obstaculizado
por los jesuitas con su actitud de mantener aislados a los indígenas de todo contacto extraño.

Ese estado revolucionario se afirma con la cédula de 1803 que da por terminado el
sistema de explotación con la reabsorción de las encomiendas vacantes o no, por la Corona.

A cada pueblo se dota de un campo comunal de cuatro leguas de superficie para uso de
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todos. Bosques, aguas y frutas silvestres de toda la comarca pertenecen a todos los
habitantes. Nuevas relaciones jurídicas de trabajo van a nacer. Todos iban a tener derecho al
reparto, uso o usufructo de las tierras, e iban a ser defendidos de los avances de quienes, hijos
del país o españoles, pretendían invadir las tierras comunales y volver a someter a los
indígenas a la servidumbre.

Durante la Colonia, la estructura jurídica estaba constituida por tres fuentes principales:
el Derecho Natural, el Consuetudinario y los dogmas de la Iglesia.

El Derecho Positivo indiano residía en las Cédulas Reales y en las prescripciones


especiales de la Corona, en los Decretos y Ordenanzas reales o virreinales, y en las
instrucciones. El cuerpo total de ellos formó la Recopilación de las Leyes de Indias.

Estas leyes estaban imbuidas del noble espíritu de los Reyes Católicos. Sus bases
generales estaban inspiradas en la solidaridad humana y en declaraciones generales –si bien
elementales– de las que arrancan los derechos del hombre definidos siglos después. La
naturaleza de la legislación colonial coincidía con lo proclamado por la Ley de Partidas al
estatuir que “muestran cómo los hombres se aman unos a otros, queriendo cada uno para el
otro su derecho, guardando de non facer lo que non querría que a él ficiese". Isabel la Católica
en su codicilo anexo a su testamento, encargaba a sus sucesores «que no consientan ni den
lugar a que los indios vecinos y los moradores de las dichas islas y tierra firme, ganadas y por
ganar, reciban agravio alguno en sus personas ni bienes".

Pero tan humanos preceptos fueron olvidados por la codicia. El recuerdo de Antón
Montesinos, Francisco de Vitoria y Bartolomé de las Casas iba esfumándose y otras leyes se
sancionaron para sostener sistemas que los reyes, desde la distancia, no podían evitar.

Las Capitulaciones también podían ser consideradas como una fuente del Derecho
Positivo, pues aunque eran esencialmente un conjunto de estipulaciones contractuales entre el
Rey y los conquistadores, también reglaban indirectamente la situación de los nativos.

En realidad, tan sólo aquellas tres fuentes primordiales constituían el Derecho Indiano en
el sentido estricto. Lo que llamamos Derecho Positivo no era otra cosa que un conjunto de
fórmulas de convivencia oportunistas y variables que posteriormente dieron lugar a normas
jurídicas mediante la jurisprudencia, la exégesis y la generalización. Todas esas leyes eran
interpretadas y aplicadas a su talante y sin recato por virreyes y magistrados que iniciaban de
esta manera a los nativos en las prácticas antijurídicas e inmorales y en el desprecio a la ley.

Tan vasta organización jurídica no pudo, por tanto, alcanzar consistencia en la turbulenta
Colonia. Las leyes de la Metrópoli eran muchas veces desconocidas o modificadas por el

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pueblo por propia autoridad antes que ser acatadas tal como habían sido promulgadas. Aun sin
poder legislativo, virtualmente el Paraguay se dio sus leyes desde muy pronto. El pueblo vivía
en un permanente Cabildo abierto, si no en estado de permanente rebelión.

Tales las consecuencias directas del régimen político imperante. De él deriva como
lógica reacción el más exacerbado individualismo que pone su nota bravía en todas las
relaciones de convivencia. Este sentimiento existió en la Colonia, antes que en Europa se
hubieran concretado las teorías que hicieron famosos a los enciclopedistas. Surgió como una
impetuosa inclinación a la ilimitada exaltación de la dignidad y de la personalidad humanas.
Nació durante el ciclo tribal en la lucha diaria contra la naturaleza, por las inclemencias del
batallar cotidiano contra los factores cósmicos para la obtención de los medios de subsistencia.
Tomó cuerpo en el estadio nacional, reflexivamente, por la desconformidad con el régimen
opresor, contra el despotismo de la autoridad y de la organización económico-religiosa.

Otros factores más contribuyeron a dar aplomo a los «hijos del país" para los
pronunciamientos de su instintivo individualismo: su conciencia igualitaria, que se había
impuesto logrando ser considerados como españoles mediante la decisión de Cédulas Reales
por las cuales la Corona, adoptando normas verdaderamente revolucionarias, les había dado la
misma situación jurídica que la de todos los vasallos de ultramar. Así cayeron, sin haber
alcanzado vigencia, algunas disposiciones civiles que establecían distinción entre libres y
siervos, nobles y plebeyos, naturales y extranjeros.

El orden jurídico se establece así sobre esas bases: arriba, el rudo y porfiado
despotismo; abajo, como contrapeso, la frase significativa del aragonés: «Nos, valemos tanto
como vos, y juntos valemos más que vos". De aquí nació el espíritu de rebeldía que aún hoy es
el común denominador de muchas repúblicas latinoamericanas.

En lo económico, en lo político y en lo jurídico la tradición es, por tanto, el residuo de las


relaciones sociales fundadas en el Señorío contumaz y en el vasallaje libertario. Es la base del
liberalismo paraguayo, obligado a estar siempre alerta contra la pretensión de los despotismos
francos o disimulados.

TRADICIÓN ARTÍSTICA.

Este orden de ideas se traduce en el folklore, es decir, en las leyendas, tradiciones


populares, la música, la poesía y la danza.

Al fin del ciclo colonial hay inmensas lagunas en esta zona espiritual.

La cultura española ha puesto a un lado el pensamiento social extremadamente

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rudimentario del guaraní. Pueblos errantes, con organización política y doméstica confundidas,
sin ciudades ni templos, han recibido muchas veces el mote de "pueblos sin historia”; y así
como fueron fácilmente desalojados por conquistadores organizados, la nueva cultura los
desalojó igualmente de su mundo espiritual.

El folklore, como expresión anónima de una síntesis social, carece de carácter personal.
Es algo incorpóreo, algo que, aun que nacido de alguien, al pasar por el crisol social, ha
perdido todo rastro de individualidad, toda reminiscencia de su creador: es una obra de la
sociedad.

Fácil fue, por tanto, la desaparición de gran parte del folklore guaraní. En la actualidad
sólo se manifiesta en unas pocas leyendas, fábulas y cuentos escritos en castellano que son
expresión de la raza, de su cosmogonía, de sus costumbres y de su elemental organización.

Los versos en idioma guaraní, hoy conocidos, no constituyen folklore. Son expresiones
modernas en que la lengua es mero soporte idiomático sobre el que se edifican realidades o
motivos, experiencias o complejos contemporáneos.

Lo mismo puede decirse de la música y la danza, que en nada nos recuerdan las que
han sido descriptas por viajeros y cronistas.

Versos, músicas y danzas de hoy son manifestaciones sociales solamente por lo que el
artista transmite a través de su espíritu, su visión de lo social; pero en la expresión hay mucho
más de su propio espíritu que del complejo colectivo que intenta traducir. Es una personal
postura ecológica, si trasladamos esta palabra de lo biológico a lo humano y espiritual. La
música y su letra, como también las danzas, son apagados exponentes del fondo social a
través de nítidas individualidades que las han creado y puesto su sello, esté o no su origen
cubierto por el anonimato. En tales creaciones aparece, no la remota y pura intimidad de la
raza sino el poderoso dinamismo de su autor.

El hecho de la rápida difusión popular que adquieren a veces, no es suficiente para dar
el carácter de folklore a lo que, con intención o sin ella, no pasa de ser una ingenua imitación a
la que falta lo principal: el fondo étnico o alma autóctona en su expresión unitaria e indivisible.
Es apenas una expresión «paraguaya» en el sentido definido que tiene esta palabra cuando se
denota con ella a la nueva "raza"; la expresión espiritual en potencia desarrollada por el
estímulo español, una especie de atavismo que se traduce en las modalidades de la
concepción religiosa; en la peculiaridad psíquica, en el ritmo, en la decoración, en las
industrias, en las leyendas y en los mitos.

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TRADICIÓN RELIGIOSA.

Al llegar los españoles, la mentalidad indígena era una maraña de concepciones


panteístas y animistas muy diferentes de las que aquéllos pretendían inculcarles. La habilidad
de los misioneros salvó todos los obstáculos gracias a la natural plasticidad de la mente
indígena, y así lograron una unidad religiosa. La "conquista espiritual" en el Río de la Plata fue
un éxito en cuanto evitó muchos actos de barbarie que se habían hecho consuetudinarios en
otras comarcas. Los misioneros asumieron ante los indios el papel de intérpretes de la religión
vernácula. Tupá, el Dios creador de los guaraníes, indiferente y despreocupado de la suerte y
de la conducta de sus criaturas, se asimila gracias a la exégesis, sin violencia alguna, al Dios
de los Cristianos, al que cada uno, indio o español, había dado antes un nombre distinto,
aunque equivalente. En la querella promovida por Fray Bernardino de Cárdenas con motivo de
algunas expresiones usadas por el Padre Bolaños en su Catecismo Guaraní aprobado por el
Santo Sínodo, previo informe del P. Martín de Loyola, dice el Voto del Licenciado Gabriel de
Peralta, Deán de la Catedral de Asunción: "En cuanto al nombre de Tupá, tiene menos
dificultad porque significa propiamente Dios, como Deus en latín, el Criador de todas las
causas, el Padre Universal de todos, la fuente y origen de todo lo criado, como bien lo prueba
la demostración presentada a que se remite”.

El mismo lenguaje confirma la amalgama de los credos, pues la iglesia o templo, gracias
a la invención jesuítica de un vocablo apropiado, viene a ser Tupaó, o sea literalmente Casa de
Dios, como la bendición o acto de invocar la protección de Dios –desconocido entre los
guaraníes– es Tupanói, textualmente invocar a Dios. El pase de una creencia a la otra, en
realidad viene a ser un reajuste de dos organizaciones teológicas; se verifica insensible y
suavemente sin la cruenta intervención de los métodos inquisitoriales, y las creencias de hoy
muestran al alma paraguaya leve e íntimamente saturada de una concepción equidistante de
las creencias fusionadas. Lo prueba el fatalismo activo sin el temor a Dios del paraguayo
moderno, sentimiento enraizado en una estructura anímica idéntica a aquella en que reposa la
resignación del indio que no esperaba la protección ni temía el castigo de Tupá.

Los duendes de la mitología de los guaraníes conviven en la mente de los ciudadanos


de hoy, con los santos e imágenes a las cuales ellos reconocen como un amuleto de nuevo
cuño. El fanatismo reviste nuevas formas, pero en esencia es el mismo. El heroico misionero
inculcaba al indio el temor al infierno, pero no pudo iniciarle en la filosofía cristiana ni tuvo
tiempo de enseñarle a disfrutar de las dulzuras del cristianismo. Le dio más catecismo que
evangelio. De esta suerte la cosmogonía guaraní es sustituida por un politeísmo de almanaque.
El bautismo no llegó a convertir al nativo en un cristiano auténtico.

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Todo esto explica que aun hoy sobreviva la esperanza en los milagros, la confianza en
ciertos santos que hacen de "abogados", el desconocimiento del significado místico del
sacrificio del Nazareno por la redención de la Humanidad y el obrar rectamente por simple
temor a la ira de Dios o para hacerse acreedor a su clemencia y perdón.

TRADICIÓN INTELECTUAL.

La mentalidad autóctona era una página en blanco. Las afirmaciones o conjeturas de


escritores o ensayistas que han consignado lo contrario no pueden ser sostenidas por los
métodos conocidos. El indio no tuvo concepciones científicas ni produjo caracteres
ideográficos. Apenas si diseñaban algunas escenas de caza o pesca, o reflejos de la
naturaleza circundante que rehúsan toda interpretación jeroglífica, siquiera sea elemental. Sus
nociones de medicina e higiene fueron groseramente empíricas. Algunos investigadores de
estas ramas, llevados por su pasión a la autoctonía, renunciaron generosamente en favor del
indio el mérito de sus propios descubrimientos.

La tradición intelectual fue elaborada en el Río de la Plata por mentalidades dogmáticas,


hidalgos sin instrucción y gentes de moral deficiente. Quienes no adolecían de estos defectos,
que también los hubo, por su poco número no pudieron tener mayor influencia en los orígenes
de la formación de la mentalidad paraguaya. Leer poco, escribir mal y orar sistemáticamente
era toda la actividad escolar impartida en aulas conventuales. La enseñanza era rígidamente
dogmática, de acuerdo con el Libro I, Títulos II al XXIV de las Leyes de Indias. Así pudo
sostenerse por mucho tiempo el sistema de vasallaje.

Todo conocimiento elemental o superior estaba vigilado y al servicio de la Iglesia. El


comercio de libros hallábase monopolizado y su contenido debía ceñirse a los moldes
preestablecidos. La conciencia social no encontraba impulso en los colegios. Se forjaba gracias
a los acontecimientos, en las luchas por la libertad, en los gritos de liberación y en las prédicas
políticas. Monopolizado el acervo científico por los clérigos, la masa permanecía huérfana de
él. Sólo tomaba cuerpo su conciencia política al impulso de tanta guerra en el curso de la cual
formaba su rudo aprendizaje de libertad.

Al fenecer el coloniaje, el Paraguay carecía de letrados, y los pocos que habían nutrido
su intelecto en Córdoba o en Lima, nada tenían que hacer con su ciencia, pues no hallaban en
una masa ignara la estrecha correspondencia que es indispensable entre las multitudes y sus
conductores. A la necesaria cultura espiritual sustituía una incipiente experiencia cívica
adquirida en sus rebeliones y guerras contra las sucesivas tiranías.

Muchos libros aparecieron en la Colonia, sobre el Paraguay. Historiadores, cronistas y


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viajeros escribieron, comentaron y documentaron sus viajes. Pero estos comentarios, historias
o narraciones, se produjeron lejos del país sin que ellos entraran en la esfera de la tradición
intelectual paraguaya.

La actividad intelectual en el Paraguay podría ser representada por el Real Colegio


Seminario de San Carlos, fundado en 1783 por Pedro Melo de Portugal y por algunos hombres
de valer –no todos ellos paraguayos–, los Padres Bolaños, Del Techo, Restivo, Asperger,
Lozano, Charlevoix, Dobrizhoyffer y Ruiz de Montoya, etc.; Ruiz Diaz de Guzmán, Azara,
Aguirre, Pedro Vicente Cañete, el indio Nicolás Yapuguay, Martín del Barco Centenera y
Ulderico Schmidel, estos dos últimos los escritores más fantasiosos de la conquista.

Si el intelecto del paraguayo presentaba en sus blancas páginas algunas chispas de luz,
su espíritu iletrado ardía y siguió ardiendo en las épocas posteriores con el fuego de las
inquietudes ciudadanas. La conciencia social que había despertado con la trascendental
resolución de Irala –padre del etnos paraguayo–, adquirió continuidad y perfeccionamiento
indefinido gracias al desarrollo de las manifestaciones sociales sintetizadas en las tradiciones.

Desgraciadamente las condiciones opresivas del régimen feudal no permitieron la


aparición de épocas que pudieran calificarse como jalones intelectuales típicos. En una
sociedad en que las fuerzas de opresión y las de rebelión estaban en constante y mutuo
acecho, no fue posible planear una era creadora, científica, artística o económica.

Así fue durante la Conquista y la era colonial. Así seguirá aún durante mucho tiempo,
porque si el año de 1811 encontró al Paraguay con una robusta tradición política fundada en el
liberalismo, la sustancia intelectual colectiva era nula. La élite era ínfima; estaba concentrada
en la capital y no podría, eventualmente, evitar los efectos de las palabras y de las maniobras
de un hábil demagogo. Así quedó demostrado al poco tiempo, cuando la dictadura perpetua fue
establecida por los votos de los diputados del campo, contra los inútiles esfuerzos de los de la
ciudad, a pesar de coincidir todos en espíritu liberal y democrático. La revolución de la
independencia, como movimiento social renovador, había terminado, se había disgregado. Los
nuevos problemas no alcanzaron la categoría de teorías concretadas. Sobrevino la
contrarrevolución y a su cabeza estaba el doctor Francia. Aunque no se volviera a la
dependencia de España o a la del Virreinato, el progreso social quedaba estancado. La acción
del dictador iba a encaminase a desfalcar la obra revolucionaria, cuya amplitud ideológica –el
liberalismo de 1789– era mucho más vasta que el aniquilamiento del vínculo con la madre
patria, simple requisito formal de la transformación social que se operaba.

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CAPÍTULO VIII

LA LUCHA ENTRE EL ESTADO Y LA NACION

NACIMIENTO DEL ESTADO.

Con la declaración de la Independencia por el Congreso de 1813 surge el Estado


paraguayo. La nación va a organizarse políticamente. Hasta entonces, en la cuenca de los ríos
Paraguay y Paraná no hay sino una comunidad de sangre, una raza que vive en esa región o
sale a combatir fuera para la defensa de confines lejanos desde los Xarayes en los albores de
la Colonia, hasta Montevideo y Buenos Aires, en la época pre-independiente.

Los vínculos sociales en relación con la tierra son tan flojos y los límites tan indefinidos
que no puede hablarse siquiera de una comunidad territorial. La raza hispano-guaraní
pertenecía a su Encomienda o a su Reducción hasta poco tiempo antes. A lo sumo se sentía
ligada a su ciudad o a su pueblo por el lazo político local de los Cabildos. La tentativa de
relacionarse en virtud de un sentimiento político nacional se había esfumado con el revés
sufrido por la Revolución Comunera.

Al producirse la Independencia –y no antes– iba a constituirse en Estado, en el sentido


moderno de la palabra: la nación agnática o semiterritorial iba a entrar en los moldes de un
imperium organizado.

El Estado, que es una "forma", debe estar, como tal, supeditado a la Nación y a su
servicio. En el Paraguay comenzó siendo un molde violento de la Nación, y de forma se
convirtió en esencia. Los tres hombres que gobernaron al país hasta 1870 podían decir: "El
Estado soy yo". Sometieron a la Nación a la prepotencia del Estado, con resultados
desastrosos para la comunidad, con la leve excepción del primero de los López, que usó del
mando para reincorporar a la nación postrada por la larga tiranía del doctor Francia.

En su primer medio siglo de existencia el Estado paraguayo ni forjó, ni organizó, ni


tradujo la voluntad política de la comunidad. Por el contrario, aprisionó a la Nación, estranguló
su liberalismo, ahogó su voz y la precipitó en una guerra de aniquilamiento.

Dos recias figuras históricas que adquirieron relieve continental, resaltan en el período
que se inicia con la caída del régimen colonial. Ambos actúan con procedimientos distintos,
dentro de la situación emergente de la Revolución de Mayo. El doctor José Gaspar de Francia
secuestrando a la nación, Carlos Antonio López abriendo de par en par sus puertas a la

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civilización. Ninguno de ellos dotó de soberanía al pueblo para que hiciera conocer su voluntad.
Ambos la interpretaron a su albedrío.

Bajo los dos gobiernos se cumplió el proceso de segregación territorial, primero, y de la


independencia política del Paraguay, después: una coincidencia que no autoriza a la Historia y
a la posteridad a concederles una igualdad de trato. Fueron ellos tan diametralmente opuestos,
que no puede glorificarse a López sin vituperar al doctor Francia. No puede concederse a
ambos la calidad de próceres de la independencia sin atribuir idénticos efectos a dos cosas tan
diferentes como el enclaustramiento y la liberación.

La emancipación política paraguaya se efectuó y se consolidó a pesar del despotismo


del doctor Francia, como lo prueban los documentos y la lógica. La independencia es fruto del
progreso social, una etapa de la vida colectiva, es un resultado inevitable y desvinculado de las
intenciones de los gobernantes, como el hombre crece y alcanza su mayoría de edad con o
contra la voluntad de sus padres o tutores.

Algunos cronistas del pasado dedujeron lo contrario y sostuvieron lo ilógico con meras
inferencias, sin aportar prueba alguna. Seducidos por las versiones de la «historia patriótica",
como de nomina Xenopol a estas nobles desviaciones del espíritu, han ido repitiendo tan
injustificada cuanto absurda afirmación, contribuyendo así a la formación de lo que Fulgencio
R. Moreno llama "la leyenda de Francia en el Paraguay».

Creer que no había más arbitrio que el despotismo, y que el enclaustramiento y la tiranía
fueron indispensables para concluir la obra de la Revolución, equivaldría a negar el valor del
movimiento comunero, a desconocer las ideas libertarias, y a cerrar los ojos a las
consecuencias evidentes del triunfo de los patriotas sobre Manuel Belgrano, y por fin, a la
realidad y fuerza de los factores sociológicos que habían forjado una condición social innegable
en la tierra de los guaraníes.

La conciencia que el pueblo adquirió de su poder en aquella oportunidad, era suficiente


para garantizar y sostener su independencia. Desarmarlo, envilecer o esclavizar a sus
habitantes, fue un procedimiento, el más propicio, al triunfo de las contrarrevoluciones. En los
graves momentos en que el éxito del pronunciamiento emancipador dependía de la conducta
de los próceres, el doctor Francia destruyó la aguerrida milicia popular que triunfó sobre
Belgrano y apresó y eliminó a sus jefes.

En tales condiciones sólo la anarquía y la debilidad de las provincias del Virreinato


salvaron al Paraguay de un nuevo sometimiento al extranjero o evitaron que fuera a formar
parte de una Confederación o de una República Federal, como una provincia, y no como

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Capital, como en tal caso debió ser, dado el papel histórico desempeñado en los trescientos
años anteriores.

Carlos Antonio López, en cambio, con su acción civilizadora y su ilustración poco común,
consolidó la independencia, al hacer entrar al país en la comunidad internacional. Si su
gobierno fue deficiente en algunos aspectos, se debe, en primer término, a la ineficiencia del
centralismo administrativo, fatal herencia del régimen dictatorial, que perduró un poco por rutina
e inercia y, principalmente, porque la supresión de los centros de cultura por la tiranía del
doctor Francia había impedido la formación de hombres instruidos que hubieran podido
colaborar en la tarea del eminente estadista.

El doctor Francia, además de interrumpir la formación natural del Paraguay, lo condenó


para siempre a la dependencia geográfica y económica, no por falta de visión, que se le debe
suponer dada su versación académica, sino por no interesarle otra cosa que el ejercicio del
poder. Cuando Carlos Antonio López lo recibió, muchas de las grandes aberraciones del
pasado ya no tenían remedio.

GOLPES Y CONTRAGOLPES.

La primera tentativa contrarrevolucionaria fue la encabezada por Bernardo de Velasco y


el Cabildo, que conspiraban con los portugueses, al día siguiente de la Revolución. Velasco es
expulsado con los capitulares, casi todos españoles, quedando en el poder sus dos colegas,
Francia y Ceballos.

Francia, entretanto, maniobraba cautelosamente. El ejército no adivinó en él al enemigo


peligroso y decidido que con el tiempo iba a lograr su anulación y práctica supresión, y le sirvió
de dócil instrumento para la obtención de sus planes. A los tres meses, apenas, de su
desempeño del mando en la Junta, puso a prueba sus fuerzas poniendo su retiro en uno de los
platillos de la balanza, alegando su desconformidad por la intervención de algunos militares en
las decisiones gubernamentales. No bastaron las peticiones reiteradas para que cediera, hasta
que un pronunciamiento militar promovido por el Comandante Antonio Tomás Yegros, el 2 de
septiembre de 1811, exigió la destitución del vocal Bogarín y la reincorporación de Francia.
Este accedió dejando constancia de que la ingerencia de los cuarteles para los cambios
políticos es siempre ilegítima. ¡Y de qué manera lo hace! Aceptando y aprovechando los
resultados del golpe a su favor, actúa frente a los revoltosos, como un domador dentro de la
jaula. Su nota del 3 de septiembre al Cabildo, dice entre otras cosas, que aquéllos, "por su
misma profesión de militares creados y nombrados por la Junta de Gobierno establecida por la
Provincia y que están a sueldo de ella, deben ser los primeros que den ejemplo de

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subordinación y fidelidad al cumplimiento de las deliberaciones ... ¿Qué sería de la Junta y de


la Provincia si a cada instante los oficiales, prevalidos de las armas, hubiesen de hacer temblar
al Gobierno para obtener con amenazas las exigencias de su arbitrio?..."

Los militares oyen desde los cuarteles los chasquidos del látigo, entre acres censuras y
estridentes apóstrofes formulados con audacia y coraje.

Resuelto a afirmarse en el poder, Francia usó dos semanas después del más atroz
procedimiento de terror, valiéndose nuevamente de los mismos cuarteles. Hizo salir de uno de
ellos a una unidad armada aclamando al Gobernador Velasco. Algunos españoles se plegaron
a la asonada. Entonces, de otro cuartel, salió otra unidad que ametralló a la primera.

Todas sus ansias estaban concentradas en la captura definitiva del poder a cualquier
costa. Fulgencio Yegros, Pedro Juan Cavallero y Fernando de la Mora –sus compañeros de
Junta– lo ponen al descubierto en una admonición que le dirigen y que se protocoliza mediante
copia remitida al Cabildo al expresarle que sus arbitrariedades "han descubierto y hecho ver
que Vd. nada menos que trata de –separar sus intereses de los de la Patria, bajo el pretencioso
y decantado título de amor a ella». El futuro dictador no olvidará jamás el desafío y más tarde
ha de ejercer su venganza. Por lo pronto se retiró del Gobierno "irrevocablemente*, haciéndolo
saber a Belgrano por carta.

Entretanto la Junta Yegros-Cavallero-de la Mora (en el único atisbo de liberalismo de


aquellas horas de confusión) desarrolla su plan administrativo y cultural. Fue un breve
resplandor, un parpadeo luminoso apenas, en esa larga noche que bien pronto iba a hacer aún
más densas sus sombras. Los postulados liberales de Fernando de la Mora se traslucen en la
obra de gobierno y especialmente en el orden cultural. Se crean instituciones docentes,
humanistas y castrenses; la instrucción, por fin, obedece a concepciones y a métodos; se
suprime el castigo corporal como procedimiento pedagógico; se declara abolida la inquisición y
se independiza la justicia, símbolo primario de la soberanía. Desde entonces los litigantes ya
no han de someter a la Audiencia de Buenos Aires los fallos de los jueces de Asunción. En
realidad ésta es la independencia y no el golpe de cuartel de 1811, expresión de ansias
libertarias concentradas contra el porteñismo.

Entretanto Francia maniobraba aviesamente. Contra los verdaderos próceres y


organizadores de la vida independiente levantaba una atmósfera hostil, acusándolos de
españolismo, porteñismo o portuguesismo –etapas todas de su política fluctuante–. Al mismo
tiempo con su habilidad demagógica no le fue difícil hacer creer a la opinión pública
rudimentaria –en su mayoría, campesina, sobre la cual apoyaba su política– que él era la única
esperanza de realización de los principios liberales y de la soberanía soñada por los
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comuneros. Hábil demagogia que un siglo después aun persiste en las zonas instintivas e
irreflexivas del alma nacional.

DE ESPAÑOLISTA, A ANEXIONISTA Y A “PATRIOTA”

Cuando las batallas contra Belgrano, Francia se había agazapado en la retaguardia sin
cooperar en la defensa de la Provincia. También estuvo ausente del pronunciamiento del 14 de
mayo de 1811, pero se presentó después a recoger los frutos de la Revolución. El 17 de junio
reitera su "fidelidad al amado Rey Nuestro Señor Fernando VII", y el 20 de julio suscribió una
nota a la Junta de Buenos Aires en la que expresaba, en nombre de la Provincia, "su voluntad
de unirse con esa ciudad y demás confederados y principalmente con las que comprendían la
demarcación del Antiguo Virreinato". En menos de un mes había vuelto sus ojos a Buenos
Aires. Si Buenos Aires hubiera aceptado esta idea del doctor Francia, el Paraguay hubiera
escapado de su tiranía para caer después bajo otra análoga: la de Rosas.

Se encontraba en perpetua fluctuación entre todas las ideas y todos los procedimientos
en beneficio de su idea fija.

Pero el pueblo tomó enérgicamente la dirección de su destino y obligó al doctor Francia


a seguir por ese cauce. Su espíritu anexionista fue anulado y él fue arrastrado por el irresistible
espíritu comunero de la colectividad paraguaya.

Así fue cómo pocos días después, el 12 de octubre de 1811, autorizaba con su firma el
Tratado entre la Junta Gubernativa y los plenipotenciarios argentinos Manuel Belgrano y
Vicente Echeverría, por el cual si se obtuvo de Buenos Aires el reconocimiento verbalista de la
total independencia política, se perdió por completo la independencia económica futura.

Desde entonces quedó definitivamente marcado el destino mediterráneo del Paraguay.

El 30 de septiembre de 1813, el Congreso General proclamó la Independencia


paraguaya de España como de cualquier otro país y se inauguró el Gobierno Consular que se
integró con Francia y Yegros. La carrera de Francia se afianzaba, al ir reduciéndose cada vez
más el número de gobernantes ejecutivos. La proclamación de la primera república
sudamericana creó un Estado, pero la dictadura iba a mantener al ciudadano en la esclavitud.
En el recinto del Gobierno Consular, Francia había hecho colocar dos sillas curules. El ocupó la
que llevaba el nombre de César y dejó a Yegros la que tenía el de Pompeyo. El acto simbólico
pronto iba a trocarse en maniobras efectivas y eficaces.

EL SECUESTRO DE UNA NACIÓN.

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En octubre de 1814 obtuvo ser nombrado Dictador, por "aclamación de la generalidad


del Congreso a excepción de uno u otro disidente», a moción de Mariano A. Molas y otros
diputados. El pueblo no sabía que la Dictadura era una magistratura sin límites. El doctor
Francia copiaba a Roma, y los nuevos ciudadanos creían ingenuamente en el supuesto peligro
público que iría a desaparecer con el gobierno unipersonal a la usanza latina.

De esta manera el gobierno de la república quedó convertido en una monocracia


absoluta, pues aunque el dictador tuvo ministros, éstos no eran tales y la historia ha rehusado
registrar sus nombres y sus actos.

Un acto de protesta encabezado por oficiales y sargentos motivó el confinamiento de sus


componentes en los fuertes de la frontera. El doctor Francia aprovechó la coyuntura para crear
en su reemplazo una guardia pretoriana. Todos los que ingresaban en el nuevo "Batallón de
Granaderos" prestaban previamente juramento de fidelidad al Dictador. La característica
especial del flamante cuerpo militar era la de cumplir servicios especiales de policía secreta.
Preparada así la máquina del despotismo, extremó las persecuciones y vejámenes contra los
españoles; les prohibió casarse con paraguayas de raza blanca y hablar de política, y
finalmente, los fulminó con la muerte civil; restableció los monopolios a la usanza colonial,
nacionalizó la institución eclesiástica y echó las bases de su plan de dominio absoluto
clausurando las escuelas, y abriendo campos de confinamiento, destruyendo el inmenso
programa cultural y de organización del país que habían planeado y puesto en ejecución
Yegros, Cavallero y de la Mora.

En 1817 fenecía el mandato de Francia y el Congreso fue convocado para el 1º de


octubre. A pesar de que durante el desempeño temporal de la magistratura su energía iba
revestida de una aparente rectitud, la oposición del pueblo a la reelección era evidente. La
detención de muchos ciudadanos y de cuatro sacerdotes y frailes fue la piedra de toque
demostrativa de la fuerza del Dictador. Muchos diputados propusieron la reelección ad vitam de
Francia, alegando que él había sostenido la independencia del Paraguay contra las
acechanzas de los porteños y de los portugueses, y de que era necesario seguir
defendiéndola. Pero Acuña y Molas asumieron la representación del pueblo para oponerse a
una ley que se "aparta por completo de la forma republicana-liberal, puesto que la dictadura
perpetua que se proyecta es una monarquía con máscara republicana". Fue el último conato de
una revolución desbaratada. La reacción contra-revolucionaria iba a triunfar definitivamente.

Al abrirse el Congreso, cuatro compañías de infantería habían formado frente al edificio.


Al clausurarse, el doctor Francia era Dictador vitalicio, aunque su título decía "perpetuo". Como
todos los tiranos, creíase eterno y reivindicaba para sí la perpetuidad de la patria.
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El público recibió consternado la noticia. Muchos ciudadanos emigraron. Los que


expresaron su descontento fueron sin demora encarcelados.

Ese día el Paraguay desapareció para la humanidad, como si un cataclismo cósmico lo


hubiera borrado del planeta. La historia no menciona un ejemplo análogo de secuestro de toda
una nación.

Las condiciones especiales del país hicieron posible el éxito de Francia en su plan de
encierro, equivalente a una continuación de la política de aislamiento de las Reducciones
jesuíticas. Estas estaban rodeadas de profundos fosos artificiales y centinelas militarizados. El
feudo del doctor Francia estaba naturalmente defendido. Al sud y al este circundaban al país
ríos profundos; inmensos bosques desconocidos al norte, y al oeste los misteriosos desiertos
del Chaco en donde los payaguaes indómitos y otras tribus nómades eran como centinelas
amenazantes que recorrían el litoral con sus veloces piraguas. No había siquiera caminos ni
medios de transporte y toda piedad o ayuda al que quería huir de la vasta prisión era negada
por la temida venganza del déspota.

Sería erróneo afirmar que el pueblo se reunió al rededor de Francia para sostener, así
enclaustrada, la independencia. El pueblo nunca rodea a los tiranos y menos a costa de su
libertad. El doctor Francia no fue un exponente social del pueblo paraguayo, aunque sí lo era
del ambiente continental en aquellas horas en que la fuerza y la violencia suplieron al talento y
a la reflexión que la didáctica colonial no había creado. Era el período iniciado por Francia y
Rosas dentro del cual han de actuar Páez en Venezuela, García Moreno en el Ecuador, Belzú
y Melgarejo en Bolivia, Castilla y Prado en el Perú, regencias, imperios y triunviratos en México
hasta llegar a Porfirio Díaz.

No hay pruebas de ninguna clase de que el pueblo, ni tan sólo un hombre, en vida de
Francia, haya manifestado, siquiera por condescender o halagar al Dictador, su conformidad
con la política de aislamiento. Siempre le faltaron los turiferarios que en todas las épocas y
países se esfuerzan por congraciarse con el usufructuario de la suma del poder.

El sostenimiento de la emancipación no requería el encierro. Efraím Cardozo lo


demuestra al hacer notar que la idea de la reconstitución del Virreinato, objetivo de la política
argentina durante la época de la independencia y la era dictatorial, use hizo sentir
pacíficamente, con actos diplomáticos y sin amagos de violencia”. Ejercitábase una política de
entendimiento, y Rosas admiraba y elogiaba al doctor Francia. Por su parte, Pedro de Angelis,
vocero periodístico de aquél, dedicaba al dictador paraguayo artículos laudatorios. La Gaceta
Mercantil, órgano oficial del dictador argentino, hablaba del "rosismo" del Paraguay, debido a
"la buena disposición que el doctor Francia mantuvo siempre para los esclarecidos generales
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San Martín y Belgrano, y que aumentó mucho hacia la administración del General Rosas», todo
lo cual venía a ser un eco no lejano de aquella sugestiva carta del 19 de enero de 1812 en la
que Belgrano estimulaba con inusitado interés al doctor Francia a permanecer en el gobierno y
a "no abandonar el timón de la patria".

LA TIRANÍA.

Desde entonces ya no hubo distinción entre actos públicos y privados, a los efectos de la
reglamentación y vigilancia personal ejecutados por el Dictador. Los próceres de la
Independencia, que vieron la pendiente por la que se deslizaba el doctor Francia, tramaron una
conjura para eliminarlo. Pero esta reacción del liberalismo paraguayo fue traicionada. Una
"gestapo" implacablemente organizada acechaba en cada hogar, en cada calle, en cada rincón.
Los conspiradores fueron descubiertos por la violación del secreto de la confesión.

Uno de los conspiradores justificaba su actitud alegando que Francia «atropellaba todos
los derechos de la comunidad. A una violencia inicua tratamos de oponer una violencia justa.
Repeler la fuerza con la fuerza es un derecho natural común a todos los vivientes.» ¡Tal el
terrible apotegma libertario lanzado por la conciencia viril de un pueblo, en su santo afán por
arrancar a la Nación de las garras de la tiranía!

Desde entonces, 1819-20, comienza la era de los fusilamientos, de los cautiverios en


lóbregos calabozos, de las torturas en la Cámara de la Justicia en que los verdugos eran indios
salvajes. La saña del déspota se cebó especialmente en los autores de la independencia,
prefiriendo a aquellos adversos a la política de aislamiento. Fulgencio Yegros, Pedro Juan
Cavallero, los Montiel, los Iturbe, los Acosta, Baldovinos, Noceda, Arostegui, Galván y decenas
más, entre los que figuraban varios diputados que habían sido propulsores de la reelección y
de la dictadura vitalicia, fueron las primeras víctimas de la lucha contra la tiranía. Los siguieron
Fernando de la Mora y Mariano Antonio Molas.

El despotismo se organizó desde entonces despiadadamente con una técnica diabólica.

La delación y el espionaje –en el ejército, en el clero, en los hogares y en las calles–, las
multas, la confiscación y la extorsión, adquirieron el carácter de instituciones regulares. El terror
se apoderó de los habitantes. Una profunda noche cayó sobre la nación secuestrada por el
tirano que padecía del delirio del poder. El doctor Francia no quiso el mando para libertar una
nación. Si luego de ser un hecho consumado, aceptó la independencia del país fue para ejercer
un despotismo sin límites.

El sistema de gobierno era el del más absoluto totalitarismo. Hubo una confiscación casi

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general de las tierras. Los bienes del clero y de las comunidades religiosas revirtieron al
Estado, corriendo así la misma suerte que los de los enemigos reales o supuestos del Dictador.

El monopolio estatal era completo. Se implantó una especie de racionamiento en todo.


El comercio, la ganadería y las industrias pasaron a disposición o registro directo del Estado.
Las multas, las confiscaciones y el servicio personal por tiempo indefinido sustituyeron al
impuesto como fuentes de recursos fiscales. Desorganizó al Ejército y al Clero, no porque ellos
estuvieren declaradamente en contra suya, sino porque temía y rechazaba todo lo que fuera
una organización. Antes que suprimirlos encontró más útil anularlos dividiéndolos por medio del
espionaje. Los establecimientos educacionales fueron clausurados parque según decía él:
"Minerva debe dormir mientras Marte vela”. En la precaria organización escolar de tipo militar
se enseñaba a los niños el "Catecismo patrio reformado», cuyo principal resultado tendía a la
permanencia del despotismo. Se persiguió al extranjero. «Los ingleses y generalmente todos
los europeos, arruinan a las otras naciones con su comercio", sostenía el doctor Francia, como
una reacción por el fracaso de sus propósitos de conseguir por intermedio de los hermanos
Robertson, que Inglaterra le trajera a Asunción, en sus propios barcos, armas y pertrechos, a
cambio de yerba y cuero. Los españoles fueron expulsados. La falta de comercio terminó por
envilecer el precio de productos como el tabaco, la yerba mate y el ganado, destruyéndose las
clases productoras y comerciantes en estado incipiente pero lógicamente progresivas; los
cascos de cien embarcaciones de diversos tonelajes se abrieron en los puertos por la acción
del sol. Trescientos setenta y cinco mil paraguayos vivían en la esclavitud el año 1831.

Tardíamente volvió sus ojos al Brasil para paliar los efectos de su desastrosa política.
Pero las licencias otorgadas eran obtenidas después de engorrosos trámites y del examen de
la procedencia del dinero y mercaderías y jamás se otorgaban a los descendientes de
españoles de la primera generación, ni a los parientes de sospechosos o presos y tampoco a
quienes casualmente coincidiera con éstos en el apellido. El largo transporte por tierra a través
de las selvas de ambos países, el alto precio que el Dictador asignaba a las mercaderías
paraguayas –lo que era exactamente retribuido en cuanto a las suyas por los brasileños, a los
efectos del trueque–, y los altos impuestos de importación y de consumo, hacían llegar las
mercaderías a Asunción con un precio astronómico y muchas veces ya no aptas para el
consumo.

Sin luchas de clases, éstas desaparecieron en el Paraguay ante la igualdad en la


servidumbre. Ni en la organización judicial había jerarquías. La Única instancia era el Dictador.

Para completar el panorama agréguese la arbitrariedad como regla de ver la vida, el


honor y los bienes de los habitantes y el absoluto desconocimiento del Derecho de Gentes. En
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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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el Primer Congreso, Francia había pronunciado un discurso acorde con los conceptos de la
época. Habló de que el derecho natural protegía "una libertad proporcionada a la capacidad de
los pueblos, y de la necesidad de poner una valla inexpugnable contra los abusos del poder”.
Nunca se ha visto nada tan contradictorio como sus palabras y sus acciones.

Como todos los déspotas, azuzó los sentimientos nacionalistas atacando a los
extranjeros. Francia los pintaba como seres despreciables e inferiores, y al Paraguay como
víctima de aquéllos. El sabio Aimé Bonpland fue confinado por muchos años, sin que un amago
de Bolívar de conquistar al Paraguay para libertarlo de su cautiverio tuviera éxito.

Como todos los tiranos, identificó al Estado con su persona. Un complot contra el
Gobierno era una traición a la Patria. Tal cual ocurriera en la época de los jesuitas, la máquina
gubernamental era el producto del despotismo y del aprendizaje violento del arte de obedecer.
Desaparecieron los Cabildos. El Dictador los abolió en 1824, y con ello sepultó el germen
democrático que había sido causa y contenido de la Revolución de los Comuneros.

También desapareció la institución judicial, la cual quedó prácticamente a cargo del


Dictador, y las cárceles se llenaron de presos, especialmente de carácter político, para quienes
no había proceso ni humanidad.

Así el Paraguay perdió definitivamente su conciencia colectiva. El pueblo reducido a la


servidumbre y a la impotencia aumentó día por día el poderío del déspota Setecientos presos
albergaban las cárceles en 1839. La nación había dejado de ser en el concierto del mundo.
Solamente sus perfiles territoriales habían quedado en los mapas.

Francia falleció en 1840. Un tiro de cañón –a la usanza jesuítica en los casos graves–
anunció al pueblo el fin de la tiranía. Al ser inhumados los restos del Supremo Dictador
Perpetuo en la Iglesia de la Encarnación, el sacerdote cordobés Manuel Antonio Pérez
pronunció una oración fúnebre justificando todas sus atrocidades.

LA EMANCIPACIÓN, IMPULSO CONTINENTAL.

La independencia de las naciones americanas no fue un fenómeno local, sino la


irrupción del liberalismo dentro de las condiciones sociales del coloniaje. La del Paraguay
arrancaba de movimientos y de impulsos definidos que pueden observarse en las remotas
profundidades de su historia. La caída de Velasco fue un episodio más; pero la madurez de las
ideas, en el momento en que se produjo, le dio una gran trascendencia.

Por eso la independencia no esperó caudillos que vinieran a provocarla y menos


necesitó de un redentor providencial que usufructuara los acontecimientos so pretexto de

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orientarlos. Si Yegros, Francia y Cavallero no hubieran deseado la emancipación paraguaya de


España, ella no por eso hubiera dejado de producirse en el momento oportuno. América no
podía comprender la soberanía real ni los derechos de un monarca lejano. Para pugnar por su
liberación, los nativos sentían antes que nada sus impulsos de masa proletaria que era
esclavizada en el suelo del que se sentían dueños por derecho natural, desde mucho antes
que se escribiera el Contrato, de Rousseau, a cuya glosa era tan aficionado el doctor Francia.
De la misma manera tenía que ocurrir y ocurrió la segregación del Virreinato. Frente a la
preeminencia que Buenos Aires tenía por virtud de esa organización y que el Paraguay miraba
lógicamente como una cosa artificiosa, estaba el papel cumplido por Asunción, su tradición
multisecular que no podía ser borrada por decretos ni cédulas reales.

SE PIERDE LA INDEPENDENCIA GEOGRÁFICA Y ECONÓMICA.

Acerca del papel de Francia en los acontecimientos de la época, Gualberto Cardús


Huerta da un juicio que puede ser documentado y racionalmente sostenido: «En tal sentido es
sólo una forma pintoresca de la expresión aquella de que Francia fue el autor de la
Independencia paraguaya, no habiendo sido propiamente otra cosa que uno de sus servidores,
tal vez igual a los otros, e inferior a la altura de las circunstancias políticas de su época, porque
no supo sacar para el país todas las ventajas posibles –que le correspondían de pleno
derecho–, impulsándolo hacia afuera de su escondite, y tuvo la desgraciada ocurrencia de
sepultarlo en el desierto con rumbo a la regresión salvaje y no ponerlo de frente al nuevo
porvenir".

El concepto expresado y los hechos en que se apoya no pueden discutirse. Un


fenómeno de trascendencia en la vida de las colectividades, como lo es la independencia, que
cambia fundamentalmente la estructura social, jamás ha sido obra de un solo hombre. La
sustitución del régimen colonial por el de la soberanía nacional comporta un cambio de tal
magnitud que requiere la correspondencia entre las masas y un núcleo director. Una nación no
es solamente el territorio inerte y desierto. La integran el elemento humano y las tradiciones.
Ninguno es menos importante que el otro y la elaboración de cada uno se efectúa a través del
tiempo y no en un solo minuto por la acción del hombre fuerte. Aún las tradiciones, con ser un
elemento incorpóreo adscripto a los elementos tangibles y materiales de la nacionalidad, los
iguala en importancia. Ellas unen las generaciones del pasado con las del presente y con las
del porvenir. Las masas actuales no hacen otra cosa que ejecutar el mandato de los muertos y
seguir la ruta que aquéllos han iniciado para el futuro.

El esquema histórico del Paraguay demuestra claramente que su voluntad de fundar y

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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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sostener un gobierno propio fue muy anterior al doctor Francia. Fueron esas muchedumbres
superpuestas y desaparecidas en el correr de tres siglos, las que obligaron al primeramente
españolista y luego anexionista, a rectificar su conducta y, como consecuencia, a sostener la
independencia absoluta e inevitable de la República. El espíritu paraguayo, como en todo
momento revolucionario, estuvo situado entre dos mundos: el pasado que debe ser destruido, y
el futuro que debe forjarse sobre la base de la cultura, de las aspiraciones de la nación y del
bienestar de las generaciones venideras. Esta vocación es la que debe ser orientada y regida
por el adalid. Pero el doctor Francia no superó ni el régimen de las encomiendas ni el de las
reducciones, sino en cuanto a la tiranía y a la esclavitud en que mantuvo al pueblo. Se limitó a
perpetuar el sistema anterior, bajo un mecanismo administrativo diferente. Dio las espaldas a lo
por venir.

Los próceres de la independencia de un país tienen una misión definida que cumplir. La
emancipación, como mandato de la historia, es la que traza los límites y señala la
trascendencia de ese designio. El Paraguay era la nucleación de mayor fuerza histórica en la
conquista que se inició por el Río de Solís. Era nada menos que «La Capital del imperio
español en el Río de la Plata", como la denominó Carlos Antonio López. Según Mouchez, era
el único capaz de civilizar el centro del continente sudamericano, demasiado distante de Río de
Janeiro y de Buenos Aires.

Son estas circunstancias las que indicaban el destino de la Provincia Gigante de las
Indias. Su rumbo histórico estaba trazado por Irala y Garay, que habían convertido a Asunción
en el «amparo y reparo de la Conquista» con una jurisdicción que se extendía del Amazonas al
Plata y desde los Andes al Océano Atlántico.

Frente a ella estaba Buenos Aires con su ambición de declararse heredera única de la
Corona en el Río de la Plata. Pugnaba por convertir el régimen administrativo del Virreinato en
una estructura política de la cual formaría parte el Paraguay. Es decir, hacer de algo que había
caducado, una entidad nacional artificial que vendría a anular comunidades naturales e
históricas.

Esta situación no fue cabalmente advertida o no pudo ser afrontada con eficacia por los
autores de la independencia, que todo lo dejaron al arbitrio del doctor Francia, eclipsándose
prontamente el amago de liberalismo de la Junta Yegros-Cavallero-De la Mora, después de
despertar efímeras ilusiones en el pueblo. A ello se sumó la indiferencia de los militares, que en
inoportuno renunciamiento en una cuestión atinente a la soberanía, dejaron la revolución en
manos de un hombre que no tenía otras normas y principios que las de un maquiavelismo
imposible de ascender a la categoría de doctrina.
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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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Así Francia, ya solo en el poder, no vio el mandato de Irala ni el de Garay, sino la


«patria» de Hernandarias, la "república" de los jesuitas. Despreció territorios, esclavizó a los
ciudadanos. Por su parte, las tradiciones que exigían un gobierno propio e independiente de
todo poder extraño, fueron sus aliadas en sus planes. Sobre la base del juego de todos estos
elementos de la nacionalidad debe valorarse el papel del Dictador Francia en la emancipación
paraguaya.

No bastaba la independencia política consumada en 1813 y pregonada por Francia


hasta su muerte con voz, a veces estentórea, a veces pueril, siempre demagógica. La
responsabilidad de los próceres y del Ejército revolucionario –que recae íntegramente sobre
Francia por haberse quedado solo–, era hacer radicar la soberanía conquistada dentro de sus
límites naturales. Cuando se pretende algo (como en este caso la independencia de un país),
lo más elemental es precisar claramente el alcance de las pretensiones. ¿Hasta dónde
llegaban los derechos territoriales paraguayos? He aquí lo que jamás interesó al doctor
Francia. Nada le importó el futuro, renunciando al litoral marítimo y condenando por siempre al
Paraguay a la mediterraneidad. Ya que abandonó graciosamente y como res nullius las zonas
atlánticas, podría por lo menos haber determinado en definitiva los límites con el Brasil,
Argentina y Bolivia. Pero todo lo abandonó a sus sucesores.

Frente al problema, que el Dictador Rosas agudizó hasta llevarlo a un punto crítico,
Carlos Antonio López tuvo que escribir vehementes artículos que constituyen una rotunda
condenación a la política del doctor Francia. Ambos López, padre e hijo, tuvieron que afrontar
el conflicto durante los primeros treinta años siguientes, con grandes pérdidas. Cien años
después debía corresponder a Eusebio Ayala salvar el Chaco, cuyos límites habían sido
descuidados por aquéllos.

El proceso es bien claro.

En el tiempo transcurrido desde los reveses sufridos por Belgrano y la revolución del 14
de mayo, el Gobernador Velasco, para prevenir eventuales ataques que harían peligrar la
seguridad de la Provincia, había ordenado la ocupación de Corrientes por las fuerzas
paraguayas. Dos semanas después del golpe, el gobierno provisorio presidido por el doctor
Francia dispuso su evacuación, confesándose él, posteriormente, como autor responsable de
la orden. Fue el primer renunciamiento con todas las consecuencias de una traición. El ulterior
arrepentimiento llegó demasiado tarde, cuando Ferré no le dejaba «vivir en reposo», para
recuperar el cual no vaciló en ofrecerle en venta los pueblos de Yapeyú y La Cruz.

En efecto, las armas porteñas habían quedado totalmente melladas después de la


campaña de Paraguarí y Tacuarí. El propósito de someter al Paraguay y de reclutar allí diez mil
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hombres para las necesidades de la capital del Virreinato, había fracasado.

No obstante, Belgrano fue nuevamente enviado al Paraguay, por la Junta de Buenos


Aires, aunque esta vez en misión diplomática, acompañado de Vicente Echeverría. El resultado
fue el Tratado del 12 de octubre de 1811 por el cual se reconocía la independencia del
Paraguay y se le dejaban los territorios entre el Paraná y el Uruguay, con lo que se conservaba
la navegación de este último río. El Tratado estipula –por parte de Belgrano y Echeverría–:
"debiendo en lo demás quedar por ahora los limites de esta provincia del Paraguay en la forma
en que actualmente se hallan». Por su parte, Francia prometía en nombre del Paraguay a
"auxiliarse y cooperar mutua y eficazmente con todo género de auxilios... a fin de aniquilar y
destruir a cualquier enemigo que intente oponerse a nuestra justa causa y común libertad". Y
esto que parecía un doble triunfo fue un doble fracaso. En primer lugar porque la
compensación prometida por la Junta –los auxilios mutuos convenidos con Buenos Aires– no
fueron otorgados en forma que se impidieran acusaciones por parte de ésta, y evitaran dudas
acerca de la lealtad del Paraguay en el fiel cumplimiento de su primera promesa internacional.

Lo que se llamó la «Cuestión de auxilios» dio lugar a un movido entredicho en que las
partes se hacían mutuas reconvenciones, en el que la historia, sin necesidad de dar un fallo en
el pleito, tiene que ver las consecuencias del aislamiento geográfico de «esta antigua, vasta y
respetable provincia de la Asunción”,como la designó Carlos Antonio López. Además, el doctor
Francia no intentó lograr las compensaciones territoriales legítimas a cambio de lo prometido,
cosa que le hubiera sido fácil si se tiene en cuenta el hecho de que el reconocimiento de la
independencia no fue regateado por Buenos Aires. Durante el período comprendido entre 1810
y 1816, en que la Revolución del 25 de mayo estaba en peligro, no era difícil obtener la plenitud
de los indiscutibles derechos de Asunción. El Paraguay, potencia bélica sin par del Río de la
Plata, era el único que podía proporcionar los auxilios pedidos con la urgencia necesaria: tenía
milicias aguerridas, con plena conciencia de su poderío, adquirida en el reciente triunfo sobre
Manuel Belgrano, y una masa dispuesta a todo. Basta recordar el parte que el mismo Belgrano
dirigió desde el Paraguay a la Junta de Buenos Aires, en cuanto mencionaba que los
paraguayos habían venido a atacarlo “venciendo imposibles", y que "las mujeres, los niños, los
viejos, los clérigos, y cuantos se dicen hijos del país, están entusiasmados por su patria".

Esto lo sabía perfectamente el doctor Francia, pues así lo recalcó a Somellera en la


disputa que separó a ambos amigos y motivó la detención y el destierro del último por orden
del primero. Su posición en las negociaciones no se debió, pues, a ignorancia de las
circunstancias, tan propicias al éxito de una voluntad que estuviera dispuesta a resolver de una
vez para siempre la desventajosa posición mediterránea del Paraguay.

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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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LA SIEMBRA DE DISPUTAS FUTURAS.

Los años corrieron. En 1832 ya no existía aquel aguerrido ejército que había batido a
Belgrano veintidós años antes. La dictadura lo había arrasado y el aislamiento había menguado
el espíritu cívico y también aniquilado su capacidad de reacción. El gobernador correntino
Ferré, aprovechándose de la situación, ocupó Misiones sin resistencia alguna en represalia de
la negativa del Paraguay de establecer el tráfico comercial con Corrientes.

El dictador que fusiló a tantos, so pretexto de conspirar contra él, se limitó a propinar una
insustancial reprimenda al Delegado de Itapúa, a cuya vigilancia estaba encomendado el
territorio invadido, y poco después él mismo ordenó la evacuación del campamento del Salto,
después de arrear el ganado, sin dejar entretanto de vejar a los militares a quienes imputaba
defecciones y flojedad.

Desde entonces quedó disminuida la soberanía sobre las Misiones Orientales, que
posteriormente quedaron sometidas a un simple statu quo, primer paso hacia su pérdida
definitiva. El aislamiento, por tanto, no servía para defender la independencia, si es que esta
situación jurídico-política se considera, como es lógico, inseparable del concepto de integridad
territorial. A lo sumo servía para impedir que se filtraran en el Paraguay las ideas de liberación
que podían poner en peligro la permanencia de la dictadura.

La contienda sobre el Departamento de Candelaria o Misiones Orientales, que


correspondían de pleno derecho al Paraguay por múltiples títulos, preparaba para el futuro una
mutilación sólo comparable con la del litoral Atlántico. Su pérdida constituiría en el futuro un
desmedro de la soberanía paraguaya al quedar sometida a cualquier contingencia de la política
comercial o internacional de la Argentina.

El litoral del Río Paraguay, al norte entre los ríos Apa y Blanco, con su inmenso
hinterland al este, tampoco fue defendido por el doctor Francia en la medida de lo necesario.
Fuera de algunas incursiones esporádicas de los mamelucos, nadie turbaba la posesión
tranquila que habían ejercido plenamente los anteriores gobernantes paraguayos. Pero el
aislamiento franciano, la destrucción de su ejército y la esclavitud en que sus habitantes eran
mantenidos, estimularon al imperialismo brasilero, y lo que siempre se había considerado como
práctica y jurídicamente dependiente del gobierno de Asunción, empezó a ser
sistemáticamente codiciado por el vecino. Un nuevo litigio habíase engendrado por la incuria de
Francia, y comenzó a tejerse la trama que desencadenó la guerra de 1864-70. Así se perdió el
litoral norte. El Río Paraguay corrió desde entonces, en gran parte, por tierras que habían
perdido su nombre.
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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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Otro litigio se había originado en el Tratado que Francia firmó en 1811 con Belgrano y
Echeverría. El futuro Dictador aceptó aquella redacción, que luego sirvió de base a la Argentina
para no reconocer los límites del Paraguay y adjudicarse en 1870 gran parte del Chaco (entre
el Bermejo y el Pilcomayo), en el peor de los casos, materia litigiosa, sin aparente desmedro de
aquello de que "la victoria no da derechos". La frase, «por ahora" del art. 4º del Tratado del 12
de octubre ya mencionado, denota al más desaprensivo que aun lo reconocido como límite era
una falaz apariencia de desprendimiento y tenía un carácter meramente precario, como
fronteras provisorias sujetas a posterior revisión. Era un simple statu quo de posesiones. El
propósito no podía ser más claro, y los términos en que está redactado hace notorio que
cualquier modificación que se hiciere sería en perjuicio del Paraguay. El Tratado secreto de la
Triple Alianza y la guerra de 1864-70 fueron el desquite de Belgrano por los reveses de sus
tropas en Paraguari y Tacuarí.

SITUACIÓN JURÍDICA DE LAS COLONIAS ANTE LA CADUCIDAD DEL PODER


REAL.

En el «DEBE» del doctor Francia figuran, por tanto: la pérdida del litoral Atlántico y la
siembra de disputas futuras, todas resueltas en forma adversa para la nación. Tiene algo en su
«HABER» con la oprobiosa esclavitud en que mantuvo a su país; haber enseñado
prácticamente al paraguayo el valor de aquello que –como el aire– se estima solamente en el
grado en que se lo pierde: el valor de la libertad.

Las condiciones políticas de las provincias y las bases jurídicas de su situación eran
propicias para que la constitución de las nuevas nacionalidades hasta entonces no definidas,
entraran en la vida libre con los límites exigidos por su tradición y por su futuro. Pero a Francia
no le interesaba la independencia geográfica y económica futura del Paraguay, sino la
emancipación política para que quedaran sus actos fuera de toda censura. Ella le era más fácil
de obtener, y aun suficiente para ejercer su poder omnímodo.

En efecto, al instaurarse el juicio ab-intestato de la Corona de España, el territorio y las


autoridades de ambas provincias, Paraguay y Buenos Aires, permanecían ligadas a la misma
soberanía. Ambas habían pregonado y jurado fidelidad al Rey Fernando VII. La ordenanza de
intendentes que había fijado las jurisdicciones de las dos provincias no había creado títulos
irrevocables ni demarcaciones definitivas y permanentes, sino tan transitorias como la
solicitada en 1606 por Hernandarias y cualesquiera otras anteriores o posteriores. Las diversas
demarcaciones establecidas por Cédulas Reales respondían a necesidades momentáneas, a
simples comodidades administrativas, y sobre todas las fracciones imperaba la soberanía

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indivisa e indivisible del Rey. Las delimitaciones hechas a pedido de Hernandarias, o por las
Cédulas que demarcaban las Reducciones Jesuíticas, o por la creación del Virreinato, o por las
ordenanzas de Intendentes, no tenían valor político ni internacional, puesto que eran hechas
dentro de un patrimonio indiviso. Eran de similar trascendencia práctica y análoga naturaleza
jurídica a las Capitulaciones otorgas a los conquistadores. Al ordenarlas, el Rey no pensaba
que esas tierras alguna vez saldrían, en todo o fraccionadas, de sus manos. No eran como los
Tratados de Tordesillas o de San Ildefonso, por ejemplo, en que se ratificaban o desplazaban
soberanías, en que se las adquiría o renunciaba. El caso de las provincias de Paraguay y de
Buenos Aires era el de dos herederos en iguales condiciones, ninguno de los cuales puede
adjudicarse de facto o por propia autoridad, una porción de bienes en perjuicio y sin
consentimiento del otro. Hubiera sido preferible que el doctor Francia en vez de aislarse para
ejercer el poder dictatorial, hubiera llevado a la práctica, lealmente, la palabra paraguaya
empeñada de aliarse con las provincias necesitadas, para luchar por la emancipación común y,
merced a la caducidad del poder real, reivindicar o defender lo que le señalaban sus títulos
históricos antes que se adoptara el principio del uti-possidetis. Pero si él porfió en permanecer
ajeno a los hechos y disensiones de las provincias del Plata, no fue porque peligrase la
independencia política del Paraguay, sino porque con ello arriesgaba su poder personal. Al
contrario –y esto es lo que Francia no advirtió–, el riesgo estaba precisamente en mantenerse
solo, indiferente, rodeado de territorios que continuaban bajo el dominio de España y Portugal.

Francia traicionó de esta manera el mandato de la historia. Enajenó la independencia


geográfica a cambio de una declaración que nada agregó a la voluntad y a la decisión de los
paraguayos. En una palabra: enajenó la independencia económica de la nación para poder
tiranizarla.

Con la misión de Nicolás de Herrera, que venía a Asunción "para tratar sobre el estado
en que deben quedar ambos territorios en sus relaciones políticas y mercantiles, afianzar la
alianza sobre bases efectivas, y hacerle las demás comunicaciones de que estoy encargado”,
se presentó y se perdió la última coyuntura de situar a la nación dentro de sus límites
históricos. El Paraguay quedó enclaustrado en su mediterraneidad y la raza prisionera, lejos del
mar, a cuyas playas había asomado durante siglos.

Algunos historiadores han intentado explicar el gobierno del doctor Francia como influido
por ciertos laudables principios actualmente axiomáticos. Se ha dicho así que el doctor Francia
era sostenedor del principio de la autodeterminación de los pueblos, de que era firme partidario
de la causa de la independencia de todas las provincias y que no intervino en las querellas
interprovinciales por ser devoto de la política de prescindencia. Nada de esto puede sostenerse

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científicamente, aparte de que no puede hablarse en términos «internacionales» en una


querella simplemente interprovincial. No sólo no existen documentos justificativos de lo que se
le atribuye, siquiera sean emanados de fuente unilateral, sino que todos sus actos de gobierno
demuestran que ninguna importancia concedió al pueblo o a las instituciones. Nunca auscultó
su voluntad, ni buscó su autodeterminación, ni jamás le interesó lo que ocurría alrededor de la
provincia "descarnada" del Paraguay. "Pays de pura gente idiota –escribía en 1822 al delegado
de Itapúa–, donde el Gobierno no tiene a quién volver los ojos, pays que define al hombre sin
patria ni Dios, como un pueblo de tapes hecho la mofa y el desprecio de otros payses”.

Es cierto que a veces hablaba de doctrinas liberales y fustigaba al Ejército. Pero sus
hechos disentían de sus palabras. Aquellas expresiones no pasaban de ser manifestaciones
delirantes del sopor de una nación aherrojada que el propio tirano no podía menos que
proclamar por su propia boca para oprimirla cada vez más.

Lo único que Francia cuidaba, era rehuir todos los problemas que pudieran perturbar la
permanencia y la integridad de su poder. Así también se explica la inútil dramaticidad de las
negociaciones con Ferré en 1827. «Así dejó pasar de lado el Supremo aquella oportunidad que
se presentó al Paraguay de acaudillar diez provincias, de pesar en el concierto platino»,
concluye Julio César Chaves después del examen y comentario de los documentos pertinentes
al entredicho con Corrientes.

Por el lado del Brasil, se repitió el caso. Varias oportunidades tuvo, sea para definir
límites con ese país a cambio de las concesiones que se le solicitaban, especialmente con
motivo de la misión Correa da Cámara en 1824, sea en ocasión de la guerra del Brasil con las
Provincias Unidas del Río de la Plata por la posesión de la Provincia Cisplatina. Todas las
desaprovechó, excepto las de ostentar, en oposición con su conducta, la pueril manía de exigir
el reconocimiento expreso de la independencia política paraguaya, que existiendo de facto y en
forma definitiva, en nada mejoraría con una declaración más, salvo que en ella se hubiesen
delimitado claramente las fronteras de la nueva República, que era lo que Francia nunca
planteó.

Con la batalla de Ituzaingo el apoyo del Paraguay perdió toda importancia y, con ella, la
última posibilidad de mejorar su posición geográfica y cimentar su futuro económico. El ideal
del doctor Francia nunca fue más allá de su idea fija de asegurar el predominio absoluto sobre
un lote cualquiera de territorio.

DEL LIBERALISMO AL ABSOLUTISMO ECONÓMICO.

Consecuencia de la aberración inicial de Francia fue también el brusco retraso de la


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política económica iniciada con la caída del régimen español.

El principal estímulo del pueblo para sacudir el yugo de la Metrópoli fue la conciencia
económica que se formó paulatinamente como una reacción contra el régimen mercantilista.

La primera Junta paraguaya, expresión del nuevo ideal económico de bienestar fundado
en la convicción de que el fruto del trabajo corresponde a quien ha puesto su esfuerzo creador
para la producción, implantó la doctrina liberal en todos los aspectos de la vida económica.
Decretó el comercio libre de todos los frutos y productos, no sólo dentro del país sino también
con las provincias vecinas. Pero la mediterraneidad a que la política franciana condenó para
siempre al Paraguay bien pronto anuló los propósitos de fundar el liberalismo económico que
como polo opuesto del mercantilismo iba a servir, por contraste, como una enseñanza por
demás elocuente para que cada uno pudiera estimar el fruto de su esfuerzo y el valor de la
libertad económica y política.

Buenos Aires, situado al cabo de nuestras rutas terrestres y fluviales, pronto debió
comenzar su sistema de hostilidad económica, y cuando Francia quiso aplicar a los ríos la
doctrina del "camino libre” ya era demasiado tarde para hacerse oír, enclaustrado por ríos sin
doble hinterland y que no desempeñaban ya otro papel que el de ser otras vallas más para
encerrar con sus cauces a un pueblo para el que pronto iba a empezar la era del martirio.

Así mató el Dictador el comercio y las industrias agropecuarias, sin siquiera volver al
sistema mercantil. Ya no hubo desde entonces sistemas propios ni foráneos. Era una
economía totalitaria destinada irremediablemente a empobrecer por igual al Estado y al pueblo,
sin otras normas que las caprichosas y circunstanciales, como aquella famosa medida de
combatir la plaga de la garrapata: ordenando el exterminio de gran parte del ganado de la
república.

Yegros, De la Mora y Cavallero, como miembros de la Junta Gubernativa, fueron los


únicos que en aquella época se esforzaron por establecer y aplicar el liberalismo como filosofía
política de múltiples aspectos. Sus designios quedaron fallidos desde que Francia asumió el
poder unipersonal.

CAPÍTULO IX

LA LUCHA POR LA AUTONOMIA NACIONAL

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LA ANARQUÍA MILITAR

El Dictador Francia nada había dejado previsto para después de su muerte. Días antes
destruyó gran parte de su archivo personal, u oficial, si se quiere.

El deceso del Supremo marcó el fin de la tiranía organizada, aunque no de la dictadura,


si se considera como tal la concentración de poderes en una sola mano, sea dentro de la ley o
fuera de ella. El acontecimiento no produjo ni reacciones violentas ni sentimentales en el
pueblo. No hubo conmociones sangrientas y prolongadas; no hubo repudios al sistema que
caía ni a quien lo encarnara, ni persecuciones ni venganzas.

En el sentir de la masa, el doctor Francia, como consecuencia de sus hábiles posturas


demagógicas personificaba no solamente la tiranía sino también la afirmación de la autarquía y
de la independencia de la nación, de toda influencia extraña. Sin embargo, ese conglomerado,
que esencialmente odiaba la tiranía y era espontáneamente celoso de la emancipación, no se
sintió perturbado por la desaparición de aquella figura que unía aparentemente una dualidad
incompatible, y la caída del régimen despótico no provocó ningún cambio en la orientación
emancipadora, y ni pueblo ni gobierno volvieron los ojos hacia Buenos Aires.

Al desvanecerse en el aire el tiro de cañón que anunciaba la muerte del tirano, el fiel de
fechos Policarpo Patiño convocó a los comandantes de cuartel, quienes se constituyeron en
Junta Suprema Gubernativa Provisoria. Bajo la presidencia del Alcalde Manuel Antonio Ortiz, la
integraban los Comandantes Cañete, Arroyo, Pereyra y Maldonado.

Patiño, implacable y sanguinario instrumento de la tiranía, que aspiraba a ser presidente


de la Junta, y no llegó a ser sino su secretario, conspiró contra ella, siendo apresado. Al día
siguiente se le encontró ahorcado en su celda.

La Junta militar abrió las puertas de las mazmorras de Francia, pero bien pronto perdió
su popularidad al no tener otra preocupación que la de usufructuar el poder y mantenerlo
distribuyendo el magro patrimonio fiscal entre sus partidarios. Pero en el reparto de ese caudal
había hijos y entenados, y muchos oficiales y soldados fueron imprudentemente olvidados.

La reacción no se hizo esperar. El 22 de enero de 1841 el Sargento Romualdo Duré, al


frente de setenta y cinco hombres, marchó sobre la Casa de Gobierno y apresó a la Junta de
Comandantes. Un tiro de cañón anunció al pueblo el cambio de gobierno.

La nueva Junta, presidida por Juan José Medina, tenía por misión convocar al Congreso
que debía dictar una Constitución y elegir de acuerdo con ella a sus magistrados.

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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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LAS INDIAS

Pero a los veinte días otro tiro de cañón anunciaba al pueblo que tenía un nuevo
gobierno, el del Subteniente Mariano Roque Alonso, que adoptó el título de Comandante
General de Armas y designó secretario a Carlos Antonio López.

Todo se hacía y resolvía en los cuarteles y, naturalmente, no todos estaban conformes


con el encumbramiento de Alonso. Se sucedieron los procesos, arrestos y confinamientos en el
Chaco y puntos lejanos del Alto Paraguay. Ortiz pagó sus quince días de presidencia con un
confinamiento en Misiones, pero los miembros militares de la Junta recuperaron sin tardanza
su libertad.

Así como el doctor Francia apoyó los comienzos de su gobierno en los campesinos,
Carlos Antonio López los apoyó en los militares hasta que su férrea voluntad le indicó que ya
no eran indispensables soportes de ninguna clase fuera del aparato estatal propio de los
tiempos que corrían. Las condiciones para este paulatino cambio de frente le eran favorables,
ya que contaba con el acervo político que heredó del doctor Francia: el poder omnímodo,
tradición ineluctable, cuyo peso los paraguayos soportaban calladamente y cuyas raíces se
hallaban en las encomiendas y en las reducciones. Por eso, López estuvo siempre presente en
las reuniones del cuartel de San Francisco. Se captó la confianza de los militares maniobrando
por sí y por intermedio de sus amigos con vistas a influir en el próximo Congreso y,
subsiguientemente, a resolver los problemas planteados por la anarquía desatada. A ello se
debe que la fuerza, factor decisivo y fatal, en el proceso existencial paraguayo, haya podido ser
encauzada después, por Carlos Antonio López, en el sentido de su eficacia y con resultados
fecundos dentro de los cuadros de un ejército sui-generis.

El primer Congreso después de la desaparición de la Dictadura Perpetua se reunió el 12


de marzo de 1841 en la Iglesia de San Francisco, al lado del cuartel. En la Sacristía, un pelotón
de soldados del Comandante Alonso custodiaba al Soberano Congreso que él mismo presidía.

La designación de las autoridades recayó en Carlos Antonio López y el Comandante


Mariano Roque Alonso, con el título de Cónsules. La propuesta y la aclamación se sucedieron
con tanta rapidez, que apenas pudo reaccionar el Diputado Juan Bautista Rivarola, quien
insinuó, con toda cautela, la necesidad de establecer previamente una Constitución, que era el
motivo primordial de la convocatoria. Pero el Presidente le interrumpió vivamente,
significándole que los tiempos no estaban para Constituciones y que para salvar a la patria no
era menester más que un gobierno fuerte. El Congreso, ante tal advertencia, firmó el acta y se
disolvió. El ambiente continuaba siendo propicio al predominio de los hombres considerados
providenciales. La opinión pública, que aun no había reaccionado y continuaba abatida por el
largo despotismo recientemente sufrido, veía con indiferencia todos estos vertiginosos cambios
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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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LAS INDIAS

de gobierno. Estaba aún demasiado atontada por la tiranía para poder valorar la ley por encima
del hombre.

Afirmado el primer Cónsul –López–, abrió las puertas del país, a pesar de los militares,
inclinados a seguir la política de aislamiento del doctor Francia. De él habían heredado su
hosco «nacionalismo», y aún lograron imponer que no se exteriorizaran opiniones en contra o
en favor de Francia. Nada querían saber del aporte extranjero ni tener con él cualquier clase de
contacto comercial o cultural. Pero López pudo capear temporales y proseguir el adelanto del
país en todos los órdenes con mano paternalmente férrea, y sin dejarse impresionar por
patrioterismos ni prejuicios, adoptó el Código de Comercio español de 1829, y aunque abolió
las Leyes de Indias, continuó manteniéndolas como base de las instituciones patrias.

Entretanto, la tradición de despotismo y las rebeldías que son su consecuencia, se


manifestaban esporádicamente. El Sargento Duré, que había sido ascendido a Teniente y
honrado por un bando de la 2ª Junta, que le declaraba benemérito de la Patria, no se sentía
satisfecho con tales honores. Sus protestas fueron reprimidas por el confinamiento primero, y el
fusilamiento después. Molas y Zalduondo fueron apresados en ese período de anarquía que
rompía y restablecía el equilibrio, alternativamente, hasta que el Congreso de 1844 dictó la
primera Constitución.

EL “GOBIERNO FUERTE POR LA LEY”.

Este primer instrumento político consagraba grandes prerrogativas presidenciales. La


separación de poderes era más aparente que real. En el capítulo de “derechos de los
ciudadanos" se consigna el deber de jurar obediencia al Jefe del Estado y no figura la palabra
libertad.

No obstante, López, electo para ejercer la presidencia de la República por diez años, de
acuerdo con sus disposiciones, en ese período echó las primeras bases que irían
desentumeciendo el espíritu nacional.

El Comandante Mariano Roque Alonso, entretanto, pasó sin pena ni amargura a la vida
privada. Siempre reconoció la superioridad de su colega, y nunca había pretendido ocupar el
primer sitio. La posteridad aun no ha reconocido los méritos de este militar sin ambiciones
egoístas que supo cooperar sin presionar con los cuarteles.

Bajo el Gobierno de Carlos Antonio López, el Paraguay ingresó en la comunidad


internacional. Pero las condiciones internas y externas eran ya totalmente distintas a aquellas
en que el doctor Francia había comenzado a actuar. El Paraguay se hallaba acuciado por dos

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graves problemas: el Brasil ambicionaba determinadas partes de su territorio y la Argentina le


disputaba su independencia. Si en 1811 el Paraguay podía ser respetado y temido por el
espíritu militar de sus Fuerzas Armadas, las circunstancias lo encontraban ahora desarmado
moral y materialmente. El Ejército que antes hubiera podido recuperar los dominios coloniales
hasta las playas atlánticas, ya no existía; el de ahora difícilmente podría defender la superficie
desmedrada sobre la que el Dictador Francia reinara tantos años. Además era menester darle
una organización que, al mismo tiempo que prepararle para sus funciones específicas,
colaborase en la tarea de sacar al Paraguay de la miseria y del atraso, y ponerlo a cubierto de
las tentativas de cualquier conquistador afortunado.

Los materiales eran toscos y dispares. La tiranía había sustraído al pueblo de su


tradición de libertad y le había hecho perder el hábito de ser libre. Considerábase arriesgado
aplicar de golpe la doctrina liberal propia de países con una conciencia social desenvuelta que
ya estaba en boga en las naciones de la Europa Occidental.

Del Gobierno antijurídico y de fuerza tuvo que pasarse al «gobierno fuerte por la ley".
Este abordaría la ardua tarea de destruir "la obra de tres siglos”, como decía el propio López.
En realidad, en el desarrollo de su acción gubernativa, no era la ley, sino su voluntad
personalísima la que se traducía en fortaleza.

Con aquella mira creó un ejército capaz de sostener la independencia y de respaldar los
primeros impulsos hacia la vida civilizada. Lo organizó en la escuela del trabajo, con finalidades
prácticas, eficaces y patrióticas, como un instrumento de producción. En época o país alguno
se vio una concepción y una realización más semejante a las de Esparta. En las filas regulares
los oficiales hacían la misma vida que los soldados. La nación entera era un ejército
frugalmente sustentado por el Estado, productivo, industrioso, que construía obras públicas,
explotaba los bosques, la ganadería y el transporte en beneficio exclusivo de la patria. Ese
ejército se fabricaba sus propias armas y buques de guerra y mercantes. Era una vasta
colmena que a lo largo de los veinte años que duró en total el gobierno de Carlos Antonio
López no tenía tiempo para pensar en conjuras, pretender ingerencias en la política o pesar
con las armas de la nación, en provecho propio, en las actividades comerciales e industriales
del país.

Pero las armas ya no podían pesar para que el Paraguay readquiriera sus límites
jurídico-naturales. Los países que lo rodeaban, mejor organizados y con sus convicciones
patrióticas ya arraigadas, con superficies y límites determinados, por lo menos en el campo de
sus ambiciones, y la enunciación de la doctrina del uti possidetis, eran realidades que impedían
una fácil revisión de su posición geográfica. De nada valía lo que sostenía El Paraguayo
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Independiente: que “la división territorial que había sido creada y era mantenida por el poder
real, quedó sin valor y sin existencia, en virtud del mismo y propio hecho que engendró la
separación e independencia de aquel poder». Las armas sólo servían para dar una relativa
autoridad a la diplomacia, y ésta tenía que cimentarse más en las fuerzas morales que en las
otras.

INCORPORACIÓN DEL PARAGUAY A LA VIDA INTERNACIONAL.

La soberanía nacional no la del pueblo era la preocupación fundamental de López. Para


exhibirla y robustecerla, era menester el ingreso del país a la comunidad internacional, y esto, a
su vez, imponía la desaparición de los últimos vestigios de la xenofobia. El Decreto del 20 de
mayo de 1845, que rectificó radicalmente la política hostil del doctor Francia, es una verdadera
carta de los derechos del extranjero. Establece la igualdad de trato con las demás naciones,
libertad y facilidades idénticas de comercio a nacionales y a ciudadanos o súbditos de otros
países, tanto en el interior del país como en los puertos; protección y seguridad de los
extranjeros, a quienes se declara exentos de contribuciones extraordinarias y autorizados a
profesar su propia religión; inviolabilidad de sus bienes y de su capital en tiempo de guerra y
aun en caso de rompimiento de relaciones con el país de origen; equiparación a los nacionales
en el pago de impuestos de exportación, libre disposición de sus bienes, garantía de los bienes
yacentes y de los derechos de herederos y acreedores residentes en el exterior, etc.

Con visión americanista concede a los mismos la ciudadanía, con los derechos civiles y
políticos inherentes, si inventaren o introdujeren una industria, o se hubieran herido al servicio
del país, o hubieren desempeñado puestos científicos, literarios e industriales en la República,
o hubieren prestado otros servicios importantes o hubieren adoptado un niño paraguayo o
desposado una mujer de dicha nacionalidad. "De todos los síntomas exteriores que revelan la
ignorancia, la pobreza, el atraso moral de un pueblo o de una fracción de él, ninguno más
infalible que la prevención, los celos, la envidia contra el extranjero y el deseo de verle retirarse
del país... sólo el que reconoce su nulidad propia para influir en el progreso de su patria, clama
contra la influencia de la cultura extranjera". Así comentaba maravillado El Comercio del Plata,
de Montevideo, en 1846, esas innovaciones sorprendentes en aquella época.

De esta suerte pudieron concertarse numerosos tratados que incorporaron al Paraguay


al movimiento universal. Las tramitaciones del entredicho con Inglaterra, con motivo de la
agresión al cañonero Tacuarí, fueron aprovechadas para la exposición de notables doctrinas de
convivencia internacional, lo mismo que en oportunidad de la mediación entre la Confederación
Argentina y Buenos Aires que culminó en el pacto de San José de Flores.

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Realizada esta labor previa se abordaron los problemas de orden económico, financiero
y administrativo y los del orden moral, social, intelectual y eclesiástico.

Pero su tarea interna debía encontrar muchos escollos dejados en lo externo por la
dictadura. El principal era la tenaz oposición de Rosas al reconocimiento de la independencia
paraguaya. El Paraguay, arguyó el Dictador argentino, "incorporándose a la Confederación
formaría una gran nación que impondría respeto a los extranjeros”. El Paraguay era batido con
las armas que el doctor Francia había entregado al adversario en 1811.

López llevaba a cuestas los errores de su tiránico antecesor, y las situaciones sólo
habían de afrontarse con palabras que si traducían conceptos jurídicos, eran ineficaces para un
éxito político.

CONSECUENCIAS DE LAS ABERRACIONES FRANCIANAS.

La política internacional de López no seguía rumbos definidos ni marchaba a paso firme.


No podía ser de otra manera con la tara que había dejado una política atrabiliaria y de
enclaustramiento. El Brasil y la Argentina se disputaban la hegemonía del Río de la Plata, y
López tuvo que fluctuar circunstancialmente entre una y otra; las disputas limítrofes con ambos
países no le dejaban un momento de reposo. El talento de López, con ser esclarecido, no
podía abarcar todo el panorama, y el despotismo franciano no había producido una clase
directora capaz de hacer frente a las difíciles contingencias. López estaba virtualmente solo, y
no le era posible explotar en beneficio de su país el hecho de que Brasil sostuviera en Europa y
América que la Independencia del Paraguay y del Uruguay eran indispensables para el
equilibrio político en el Río de la Plata.

La política brasilera, por lo demás, tenía un norte bien definido: su expansión territorial a
todos los vientos. Para realizarla no omitía medios. Como base de sus pretensiones alegaba,
según el caso, ora el Tratado de San Ildefonso, ora la teoría del uti-possidetis o sostenía la
caducidad de todos los tratados que antes de 1810 habían concertado límites entre las
Coronas de España y Portugal. Desde su negativa a ratificar el Tratado de 1844, el Brasil
intentó realizar y robustecer sus ocupaciones al norte del Río Apa. La situación llegó a un punto
crítico el año siguiente y comenzó entre Paraguay y Brasil una carrera armamentista.

En el mismo año de 1845, las cuestiones de límites pendientes con la Argentina se


complicaron con la negativa de Rosas a reconocer la independencia paraguaya. Una
complicación de poca gravedad, ya que su oposición era pasiva; Rosas no solamente carecía
de fuerzas para someter al Paraguay, sino que abrigaba serios temores de que el gobierno de
este país prestara ayuda a sus enemigos, como se estilaba en aquella época, en que los
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caudillos pedían ayuda extranjera para llegar al poder.

La opinión argentina estaba, sin embargo, bien dividida. José Rivera Indarte, Florencio
Varela, Domingo Faustino Sarmiento y Manuel Derqui apoyaban con libros y revistas los
derechos del Paraguay a la Independencia. Entretanto Tomás Guido, por orden de Rosas la
combatía ante la Cancillería del Brasil.

López resuelve cortar toda discusión con Rosas expresando que «ni los principios ni la
arrogancia de la violencia o de la fuerza” pueden más que esta verdad: «que el siglo de las
conquistas ya pasó». «El Paraguay conoce lo que puede y vale, él juró su independencia,
renueva anualmente su juramento y sus hijos aman su tierra, que para ellos es sagrada. El
pueblo paraguayo es inconquistable, puede ser destruido por alguna potencia, mas no será
esclavizado por ninguna”. Desde esta carta que dirigió a Rosas, en todos los documentos es
colocada la leyenda «Independencia o muerte", y se decreta la «medida grande y gloriosa» del
servicio militar obligatorio.

El 11 de noviembre de 1845 queda suscripto el pacto entre Paraguay y Corrientes.


Aquella república ayudará a esta provincia en la guerra contra Rosas, y ésta en cambio
promete no deponer las armas mientras el Paraguay no consiga el reconocimiento efectivo de
su independencia, la libre navegación por el Paraná y el Plata y la integridad de su territorio,
que comprende las Misiones al Sur del Paraná desde el Aguapey y Loreto y, en el Chaco, entre
el Bermejo y Fuerte Olimpo.

El 4 de diciembre López declara la guerra a Rosas, con la salvedad de que ella iba
contra el tirano y no contra el pueblo argentino, «guerra justa y santa –dice– que cesará luego
que él respete la justicia de los pueblos y los preceptos del Creador". Recuerda López que,
como «en la aurora de la Independencia", se encuentra nuevamente en el trance de pelear por
ella; y que por esta vez no se esperará al enemigo «en nuestros lares, sagrado territorio de la
patria, sino que irá a su encuentro para forzarlo a retroceder sobre sus criminales pasos».

"El Virreinato de Buenos Aires decía López en la declaración de guerra es una institución
de la Metrópoli que caducó con la caída del sistema colonial. Desde entonces hasta el
presente, la sociedad y destino paraguayos han formado una entidad totalmente soberana y
distinta de las Repúblicas del Plata... Ambos países eran colonias que se libertaron del
cautiverio común y lo hacían con el mismo e igual derecho... No tenían entre sí vínculo alguno.
Los coloniales cayeron rotos. Extinguida la delegación del trono español, no sobrevivió
Virreinato ni autoridad alguna. Los derechos de fundación, posesión o división colonial...
pertenecían a España. Disuelta la sociedad española de la América y restablecidos los socios
al estado de su libertad natural, se organizó el pueblo paraguayo como nación soberana... Era
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preciso crear un nuevo pacto de asociación, nuevos depositarios del poder..."

Formula su exposición invocando a la Divina Providencia y pidiendo la atención del


mundo. Pero este llamado llegaba con un retraso de más de treinta años. La ambición de poder
del doctor Francia empezaba a surtir sus efectos con la serie de trabas que la Confederación
Argentina, apoyada por Oribe en el Uruguay, ponía a la navegación y al comercio por la única
salida que el Paraguay conservaba a causa del gobernante que encontró difícil o sin interés
defender dos puertas. Estas trabas serían renovadas, de tiempo en tiempo, eternamente, bajo
diversas formas y múltiples pretextos, sea por la Confederación, sea por la República
Argentina, contra el país preso en su mediterraneidad. ¿Qué importaba ya que López hubiera
proclamado la libertad de todos los ríos, como derecho de tránsito jus in re, que subsiste sea
cual fuera su propietario, desde la época en que el Paraguay Colonial lo gobernaba todo?

El estado de guerra declarado no duró mucho tiempo gracias a la mediación de los


Estados Unidos, pero las relaciones políticas y comerciales con la Confederación Argentina no
se restablecieron antes de la caída de Rosas, sino seis años después, en 1852. Volvieron
posteriormente a interrumpirse, una y otra vez, todo por la misma causa original. Las guerras
que asolaron al Paraguay, perdidas o no, han tenido origen en la pseudo-política franciana que
ya no estaba en manos de López rectificar. Los paraguayos quedarían siempre aprisionados
como en las Encomiendas, como en las Reducciones y como en los tiempos del Supremo
Dictador. En ese año de 1852 terminó la pugna que el Paraguay sostuvo por su independencia
con la Argentina, mediante el Decreto de reconocimiento firmado por Justo José de Urquiza.
Pero al mismo tiempo el Paraguay se despojaba del territorio misionero de la izquierda del
Paraná, en el tratado simultáneamente autorizado por López.

SOBERANÍA E INTEGRIDAD TERRITORIAL, CONCEPTOS INSEPARABLES.

Pero si López defendió y consolidó la Independencia política y la autonomía del


Paraguay, también incurrió en imperdonables omisiones en la determinación definitiva de los
confines paraguayos en cuanto ello estuvo a su alcance. Tampoco tuvo éxito en la defensa de
la porción territorial que había sido puesta bajo su gobierno, a pesar de lo fácil que era sostener
y hacer reconocer esa integridad, concepto inseparable del de independencia, sea con
irrebatibles argumentos jurídicos, sea por razones de una mayor necesidad: el Paraguay, por
entonces, era relativamente más poblado que el Imperio del Brasil y la Argentina, que le
disputaban grandes extensiones de territorio.

En efecto, el Tratado del 12 de octubre de 1811 (Junta Gubernativa-Belgrano) había


adjudicado al Paraguay soberanía sobre las Misiones Orientales, fundado en la Cédula Real

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del 17 de mayo de 1803 que otorgaba a esa región un Gobierno político independiente al
mando de Bernardo de Velasco, y el subsiguiente nombramiento de éste como Gobernador del
Paraguay en 1806. Por el principio del uti-possidetis, por consiguiente, los treinta pueblos en
ellas existentes correspondían al Paraguay. Pero Ferré lo había ocupado con tropas
correntinas en tiempos del Dictador Francia. López, por propia autoridad, ordenó su
reocupación "definitiva" por decreto de junio 10 de 1849, aunque por el art. 2º del Tratado de
1841, entre Paraguay y Corrientes, López se había mostrado dispuesto a renunciar a la
soberanía sobre los pueblos situados sobre el Río Uruguay; o sea a la mitad de aquella zona.
Pero su propósito de agregar un valor jurídico contractual a esta ocupación, mediante la
renovación del Tratado de 1811, fracasó por la negativa del tirano de Buenos Aires. Es que al
propio López no se le había ocurrido anteriormente dar esa base jurídica a los límites
paraguayos aunque fuera por un acto unilateral, y por el contrario, en algunos de éstos
expresaba su poco apego a la conservación de esa zona. En efecto:

1º – En el Acta de la Independencia del Paraguay, del 25 de noviembre de 1842 (en el


Congreso convocado por los Cónsules López y Alonso, a efectos de su proclamación), se
omitió determinar los límites de la nación, omisión o culpa grave si se considera que el art. 3º
dispone que el Presidente debe jurar la Independencia y la integridad de la República. Y esa
integridad no solamente comprendía la parte indiscutida, sino también la región incluida entre
los ríos Apa y Blanco, hasta donde se trazaba la línea del Tratado de San Ildefonso (que
disputaba el Brasil), la vasta porción entre el Paraná y el Uruguay (Departamento de
Candelaria) y la zona chaqueña entre el Pilcomayo y el Bermejo. En 1870 todo esto será
sustraído a la soberanía paraguaya, sin muchos esfuerzos de dialéctica por parte de los
vencedores.

2 º – En el Manifiesto de 1848, Carlos Antonio López defendió la franja comprendida


entre el Paraná y el Uruguay. Pero después, en el Proyecto Gelly para la demarcación de los
límites con el Brasil, se designaba aquella porción como "campo despoblado y desierto que
sólo sirve de receptáculo y abuso a algunos vagos y malhechores de todos los países
circunvecinos», y se proponía su adjudicación al Brasil a cambio de la franja sobre el río Apa.
Carlos Antonio López lo adjudicó a la Argentina por el tratado Varela-Derqui de 1852.

3 º – El Congreso Argentino, al reconocer la Independencia y soberanía del Paraguay, y


el Gobierno de la Confederación, al confirmar dicho acto legislativo (1852), no determinan
hasta dónde llega esa soberanía, y el gobernante paraguayo acepta este acto, afectado por tan
grave omisión, sin protesta alguna.

4 º – En el Tratado con la Confederación Argentina, de julio de 1852, se establece lisa y


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llanamente que el límite argentino paraguayo es el Río Paraná (tratado que aunque no
ratificado sienta un funesto precedente), a cambio de una falaz posibilidad de afirmarse su
dominio entre el Pilcomayo y el Bermejo. Las Misiones eran ofrecidas al Brasil y a la Argentina
alternativamente. Pareciera que el Paraguay quisiera desprenderse de ellas a toda costa.

Con tanto criterio tornadizo, del que estaba ausente la idea de la conveniencia de
mantener contacto con Río Grande del Sud, la zona misionera se perdió total y definitivamente
como consecuencia de la guerra de la Triple Alianza.

La pérdida del Departamento de Candelaria fue uno de los golpes más rudos que recibió
el Paraguay en el siglo pasado, y el que acentuó más decididamente su aislamiento geográfico.
Es realmente inconcebible que Carlos Antonio López no lo hubiera defendido para que la
nación tuviera acceso al mar por el Río Uruguay, estando a la vista y candente, como lo
estaba, la guerra económica que Rosas hacía al Paraguay en el Río Paraná.

Así, con el transcurso de los años, el Paraguay perdía las vías fluviales cuya
disponibilidad en parte pudo haber compensado su encierro. El destino mediterráneo del
Paraguay iba tejiendo su trama final: pronto no tendría otra salida al Océano sino por el
estuario del Plata, a la entrada del cual dos poderosos centinelas, Buenos Aires y Montevideo,
vigilarían todo su tráfico económico e inmigratorio.

A pesar de sus veinte años de gobierno (al que no se debe negar sus resultados
progresistas), Carlos Antonio López, tal vez el más insigne gobernante de su época en
Iberoamérica, legó a sus sucesores las cuestiones más graves que una nación pueda soportar
después de su independencia.

Sin duda, Carlos Antonio López era apto para la política interna pero no para la política
internacional. Su alianza con Corrientes en 1845 lo condujo al año siguiente a la campaña
entre Madariaga y Urquiza en la que el ejército paraguayo al mando del General Francisco
Solano López tuvo una actuación poco brillante después de vadear el Río Santa Lucía
(Corrientes), en donde no encontró aliados ni enemigos, como antaño le ocurriera a Belgrano
en 1810, después de cruzar el Paraná. No advirtió que su intervención en las luchas
interprovinciales de la Argentina lo conducían por una pendiente sumamente peligrosa, pues a
ellas no era indiferente el Imperio del Brasil.

Lo propio ocurrió cuando López ofreció su mediación entre Urquiza y la Confederación.


La diplomacia paraguaya tuvo un brillante desempeño y el General Francisco Solano López
adquirió por ello un singular prestigio. Pero esa «política alta y circunspecta, expresada por una
diplomacia hábil, cuanto ingenua y sincera”, como escribió Carlos Tejedor, al dejar forjada en

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1859, con el pacto de San José de Flores, la unidad argentina, hizo la cohesión del futuro
enemigo y atrajo sobre el Paraguay, autor y garante de la nueva situación, la animosidad del
Brasil, dentro de cuyos planes estaba la segregación de Corrientes y Entre Ríos para impedir la
formación de otro país de gran extensión territorial en América.

La pendiente se iba inclinando cada vez más, y ni la espada de Cepeda, obsequiada por
Urquiza al General López como recuerdo de su triunfo, podría detener el drama de la Triple
Alianza que se avecinaba.

Tales los resultados de la corta visión de Carlos Antonio López en el panorama


internacional. No pudo dar solución a ninguno de los conflictos heredados del doctor Francia.
No arregló el del litoral norte del Río Paraguay; disminuyó las posibilidades de recuperar las
Misiones; en el sur dio nacimiento al conflicto con la Argentina sobre parte del territorio del
Chaco, hacia el norte y al oeste con Bolivia, y empezó a hilarse la madeja de dos guerras
formidables.

Carlos Antonio López debe forzosamente compartir con Francia y con su sucesor
Francisco Solano López algunas de estas disminuciones del patrimonio nacional. El pueblo
paraguayo confiaba ciegamente en él, y jamás se atrevió a desconocer el poder y el valor de su
voluntad.

Casi todos aquellos territorios perdiéronse en 1870. Sólo se salvaron los de la Región
Occidental que correspondió defender a Eusebio Ayala en la guerra de 1932-1935.

EL HOMBRE Y LAS INSTITUCIONES.

Los acontecimientos ocurridos y las instituciones establecidas durante la época de


Carlos Antonio López se explican por las condiciones sobrevivientes a una larga tiranía. En
1840 el Paraguay era un conjunto de hombres dominados por la apatía, el terror y el
desaliento. Víctima de largos años de despotismo y de esclavitud en el curso de los regímenes
medioevales las Encomiendas y el "Comunismo» jesuítico y de la Dictadura, era una
muchedumbre exánime para el civismo, sin capacidad de reaccionar ni de desarrollar un
espíritu colectivo o exteriorizar la opinión pública, aunque era capaz de trabajar para la patria y
de morir por ella.

Una élite reducida en número, mentalidades de tierra adentro, con una mezquina
información puramente libresca, sin la flexibilidad y los horizontes que dan los viajes y la
frecuentación de los extraños, es la responsable de los destinos de la nación, forjados con
instituciones inadaptadas e inadaptables, que en última instancia debían ceder su lugar a la

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voluntad unipersonal y despótica. En las épocas de inexperiencia social de las colectividades,


el Gobierno forzosamente descansa más en las personas que en las instituciones. Es cierto
que aquéllas son transitorias, pero en las etapas críticas las instituciones son menos estables y
menos respetadas que las personas. Sólo cuando la reflexión social se ha impuesto sobre el
estado emocional de las masas, éstas dejan de arrastrarse tras el hombre fuerte.

La reconstrucción del Paraguay, después de la larga dictadura de Francia, por


consiguiente, tuvo que ser abordada por López con cautela y prudencia. Lo moral y lo espiritual
habían sido aún más hondamente perturbados que lo material. El ambiente social requería
medidas dosificadas: un sistema que sacara al pueblo del miedo, de la indiferencia y de la
amargura, adiestrándolo en el uso y goce de “las cuatro libertades" en forma gradual, gracias al
«gobierno fuerte por la ley". La centralización política y administrativa que establecieron la
Constitución y las leyes que rigieron gran parte del gobierno de López se explican así. Pero su
propósito de liberalización paulatina del país era evidente, pues a sus leyes él llamaba
"expedientes de ensayo» en esa eterna lucha entre la libertad y la autoridad, porque el
Paraguay no es, ni quiere, ni puede ser estacionario, según sus propias palabras. Claro que
López, como el doctor Francia, fue absoluto, pues no admitió consejeros ni buenos ni malos.
Pero la diferencia es notoria. Para López el Gobierno personal fue un medio de sacar por vías
prudentes al país del embrutecimiento de veinticinco años de tiranía. En cambio, para Francia,
el despotismo fue la única manera de seguir siendo el Dictador Perpetuo. Por eso la voluntad
de Carlos Antonio López estaba limitada por la ley, mientras que la arbitrariedad del doctor
Francia no tenía límites.

El estado social paraguayo y las nuevas ideas podían, fácilmente, entrar en


desequilibrio. Las ideas de libertad eran tanto más atractivas y dinámicas cuanto más cercanos
estaban los sufrimientos por causa de la tiranía. Las constituciones, en todo el mundo estaban
forjando el fetichismo de la ley y del sistema representativo como lógica reacción contra el
poder unipersonal y omnímodo. Estas leyes fundamentales podrían ser teóricamente perfectas,
reconocía López, pero las consideraba aún peligrosas para el pueblo que no sabría usar de
ellas porque el posible abuso de los derechos, amplios y ampulosos, que trascendían de la
Revolución Francesa, podría provocar la anarquía.

Estos hechos y posibilidades no radicaban en una simple teorización del gobernante. La


intuición popular que sabe descubrir a sus conductores había captado gracias a la lectura de
libros y periódicos que comenzaban a entrar al país la necesidad de ser encauzada en sus
aspiraciones. El ejemplo de los países vecinos estaba patente. Por ello admitía como suficiente
el que López reconociera, por lo pronto, el valor de los principios y doctrinas que debían

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informar la estructura permanente de la República, y aplazara o graduara su aplicación


práctica. Comprendía que "la inteligencia de la cosa debe preceder al uso de la misma". En uno
de sus mensajes, López ponía de relieve el peligro de la imitación servil y llamaba la atención
sobre las diversas condiciones de existencia de las naciones y de sus necesidades y sobre el
ritmo más o menos rápido en que cada una podía afrontarlas: «En unos países casi todo lo
hace el espíritu público o de asociación y ahorran mucho trabajo a los gobiernos decía, en
otros hay que esperarlo todo de la acción de los gobiernos que por lo mismo son jefes y guías
de la nación". Y sobre estos conceptos asentaba su propuesta al Congreso para establecer un
gobierno fuerte por la ley que “no es, ni quiere decir un poder arbitrario y tiránico que nada
respeta», sino un poder diferente a los gobiernos de fuerza, un poder vigoroso y prudente como
elemento primordial en que se apoye el mecanismo que ponga en movimiento la organización
política de la República.

Sus principios de gobierno estaban fundados sobre el ideal del despotismo ilustrado tan
caro a los enciclopedistas y cuyos modelos eran Federico de Prusia, Carlos III de España y
José II de Austria. Aún en Europa, a pesar de haber sido el escenario de la Revolución
Francesa, no se había logrado el ideal de la libertad, igualdad y fraternidad, y la organización
de las repúblicas y de los partidos liberales mostrábase vacilante. Nadie debe extrañarse por
eso de que, en un país liberado recientemente de un secuestro de un cuarto de siglo, durante
el cual, excepto unas pocas escuelas particulares, se habían suprimido todos los centros
educacionales, religiosos o laicos, se buscara la solución de los problemas político-
administrativos en esa especie de democracia dirigida.

Por eso, la interpretación del fenómeno paraguayo en ese período difícil de su


desenvolvimiento debe buscar su base principalmente en esa correspondencia indisoluble
entre las muchedumbres y su adalid: en un hombre que no se sintió providencial, aunque tal
vez así lo vieron los de su tiempo, y que supo identificarse con las condiciones intelectuales y
sociales que le rodeaban, con un pueblo que admitió una libertad dosificada, tal vez en su
fondo remoto, no como un ideal cumplido, sino como una etapa del largo camino a recorrer
resignadamente.

Dentro de este panorama circundante ciertos descontentos e inquietudes eran vistos


como amarguras derivadas de situaciones personales. La Sociedad Libertadora del Paraguay
se había constituido en Buenos Aires como una protesta contra la perpetuación de López,
"reelegido" en 1857. La componían los proscriptos, perseguidos en familia y bienes so pretexto
de inclinaciones anexionistas. El éxodo que le había dado lugar no conmovía a ese pueblo que
decía "ahora se vive mejor que en tiempos del doctor Francia" y que había olvidado las gestas

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libertarias de los Comuneros. El Grito Paraguayo y El Clamor de los Libres, que circulaban de
Buenos Aires al Paraguay con el apoyo argentino, eran señalados como expresiones
anárquicas contrarias a la "unidad paraguaya”. El pueblo estaba demasiado acostumbrado a
ver en el Estado al dueño de la Nación, y el Gobierno que lo materializaba ejercía su dominio
cuasi feudal, su poder de vida y muerte, de prisión, destierro y confiscación, apoyado en una
organización clerical que mucho había aprendido del régimen jesuítico para mantener en la
pasividad a una masa demográfica que había heredado el espíritu de sumisión y conformismo.

CAPÍTULO X

MUTILACION Y RUINA

LOS PLEITOS SECULARES.

Los límites perpetuamente indecisos, variables y confusos desde los primeros días de la
vida colonial, constituyeron una trisecular cuestión que hizo crisis en 1864. El Paraguay tenía
disputas en los cuatro puntos cardinales.

Al morir, Carlos Antonio López, dejó a su hijo el consejo de que no arreglara los pleitos
de límites "con las armas sino con la pluma, especialmente con el Brasil».

Por desgracia faltaba el hombre que pudiera arreglarlos "con la pluma». ¿De dónde
partiría la iniciativa? Sociológicamente considerado el problema, de cualquier parte. En cada
bando, el pueblo, el gobierno, los prejuicios patrióticos, los intereses económicos –mil virtudes
y defectos– forman un potencial que puede estallar en cualquier momento. "La guerra no tiene
fácil explicación, expresa acertadamente Telmo de Manacorda en la biografía de Julio Herrera
y Obes, El Gran Infortunado. Problema de límites, reclamos políticos, manejos diplomáticos,
medidas coercitivas, intereses creados, alianzas fraguadas, nacionalismo intrépido, forman el
proceso del drama... América contempla la escena y en los ríos indígenas y en los esteros
inmensos retumba, gigante, la emoción de la historia”.

Tal ocurrió en 1864 y en 1932, en que las disputas de fronteras adquirieron caracteres
dramáticos. En ambos casos, en la superficie turbulenta de la historia de la desmedrada
Provincia Gigante aparecen luchando entre las olas embravecidas dos conductores del pueblo
en armas, el Mariscal Francisco Solano López y Eusebio Ayala, quienes, con inteligencia y
suerte diversas, manejaron el destino de la nación.

El Tratado de 1811 entre las Juntas Gubernativas de Asunción y Buenos Aires contenía
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el pecado original. El aislamiento y sus proyecciones en el futuro, completaron la obra.

RENACIMIENTO DEL ESPÍRITU PÚBLICO.

Si las condiciones de la convivencia internacional éranle desfavorables al Paraguay, las


políticas también le eran desfavorables a causa de las leyes vigentes.

De las propias manifestaciones de Carlos Antonio López, se infiere que la Constitución


del 44 fue redactada siguiendo las palabras de Solón: "Yo no les he dado las mejores leyes
posibles, sino las que más les conviene». Significaba algo más que la organización de un
gobierno fuerte. Era la consagración de la voluntad-ley, fundamento del decreto-ley. Si el
tiempo en que rigió explica su factura, Carlos Antonio López era capaz de usarla
moderadamente. El inconveniente de dicha Constitución estaba en que el anciano estadista la
había redactado para sí. Lógicamente lo que a él le sirvió para efectuar una acelerada
evolución pacífica podía convertirse, en otras manos, en un instrumento de abuso del poder.

A su muerte, el estado social ya había variado notablemente del que existía al deceso
del doctor Francia. Su política educacional había apresurado la instrucción del pueblo y
operado un evidente cambio de mentalidad. Los estudiantes que habían regresado de Europa
desempeñaban el papel de clase directora, y su contacto con el pueblo había suscitado la
necesidad de darle un mayor desahogo que el que le permitían los estrechos moldes jurídicos
vigentes.

Así lo comprendió el Padre Fidel Maíz, apresado a raíz de la votación que elevó al
General Francisco Solano López al cargo presidencial, cuando dijo que hubiera querido ver
gobernar a su país con una Constitución que estableciera una auténtica división de poderes.

Dicha votación –no elección, ejemplo repetido reiteradamente con algunas variantes
ochenta años después–, acaeció el 16 de octubre de 1862.

La votación unánime del Congreso no fue prueba de conformidad de la nación. Había


una resistencia espiritual cuya amplitud no pudo traducirse con libertad. Exteriorizada
valientemente por el diputado José María Varela, fue ahogada por el temeroso silencio de la
mayoría. Sin embargo, él era intérprete de las aspiraciones de un grupo de diputados que creía
haber llegado el momento de promover una gradual evolución política y social que diera al
pueblo una más amplia libertad.

La disconformidad de dicho representante consistió en señalar que el Acta de la


Independencia –jurada el 25 de noviembre de 1842, redactada, sin duda, por el Presidente
extinto– expresaba que "el Paraguay no podía ser patrimonio de una familia", y que él, como

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diputado, había jurado obedecer la ley ante todo. Esto le valió la prisión inmediata. El Juez
Lezcano y el Coronel Marín, conocidos por sus ideas liberales, corrieron la misma suerte,
acusados de pretender provocar “una revolución social, moral y política». Acaso era cierto; lo
que infortunadamente se frustró una vez más.

A la larga cadena del absolutismo añadíase así un nuevo eslabón. En el futuro irán
agregándose otros más. El liberalismo y la democracia sufrieron una nueva derrota. Es la
fatalidad paraguaya.

El General López inició su gobierno en un ambiente de ansias democráticas. Pero los


que esperaban de él un gobierno liberal no tardaron en desengañarse. Sus inquietudes y
recelos en vista del progreso espiritual y la instrucción del pueblo eran evidentes y, como
consecuencia, sus procedimientos gubernativos tenían una rigidez que las leyes no habían
hecho sentir durante la presidencia de su padre. Las innecesarias precauciones policiales y las
inmotivadas violencias con los ciudadanos dieron a su política desde el primer día un carácter
odioso.

Continuó desarrollando el programa de obras públicas de su antecesor, dio mayor


impulso al armamentismo, no por afán conservador como lo había hecho su padre, sino en una
actitud que denotaba vigilancia y suspicacias; esos sentimientos que en un momento
cualquiera promueven el conflicto. El triunfo de San José de Flores había estimulado su
ambición y orgullo y borró de su recuerdo el poco airoso papel que había desempeñado en el
amago de guerra entre Madariaga y Urquiza.

Mientras tanto a su rededor se acumulaban nubes cada vez más amenazantes.

POR LOS TORTUOSOS ATAJOS DE LA DIPLOMACIA.

Argentina y Brasil tomaban abierta ingerencia en la política uruguaya, aquélla para


reconstruir el Virreinato de Buenos Aires con la anexión de la "Banda Oriental”, y el Imperio del
Brasil para impedirlo y adicionarse la «Provincia Cisplatina". Ningún símil más expresivo que el
del Coronel Juan Crisóstomo Centurión cuando dice que ambos países eran como dos rivales
que se disputaban los favores de una doncella.

El juego, disimulado por ambas partes, amenazaba romper el “equilibrio del Río de la
Plata», que en aquella época tenía los visos de un imperativo geopolítico, convertido para
todos en una "razón de Estado", comparable al equilibrio europeo, origen también de tantas
guerras. El campeón de ese equilibrio, que requería la independencia del Estado Oriental, era
el General López. Cualquier intervención de éste, so pretexto de mantenerlo, era sumamente

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peligrosa y, entretanto, la neutralidad se hacía cada vez más insostenible.

En tan difícil circunstancia el coeficiente de azar que contiene cada hecho, cada actitud y
cada palabra, escapa a toda previsión. No hay fuerza humana capaz de detener los
acontecimientos. ¿Cómo una pequeña nación, aislada geográficamente podría erigirse como
un tercero en la discordia entre dos grandes países que le tenían planteadas cuestiones
territoriales cada uno por su lado? Si en la época del doctor Francia la intervención en el Plata
era factible y hasta podía ser beneficiosa, a pesar de la cómoda o miope visión del Dictador, en
1862 el campo estaba erizado de peligros.

El General López no había sabido obtener compensaciones oportunas en ocasión de


efectuar la unidad argentina y de garantirla con el ejército paraguayo. Mareado por el resonante
triunfo, no aprovechó la coyuntura que se le ofrecía para arreglar las cuestiones de límites
pendientes en las Misiones y en el Chaco. Como bien lo señala Arturo Bray, esto hubiera
"restado pretextos para el casus belli surgido con la Argentina en 1865", al mismo tiempo que,
al producirse él con el Brasil, el joven militar no hubiera necesitado pedir permiso al Gobierno
Argentino para el paso de sus tropas por territorios de su jurisdicción.

En 1864 se precipitan los hechos. Con la amenaza de una intervención armada del
Imperio del Brasil y de la Argentina en los asuntos internos del Uruguay, circulan las intrigas
internacionales que difunden noticias de supuestos avances paraguayos en Misiones. Los
uruguayos buscan la intervención del General López, acicatean su orgullo con insistentes y
halagadores reclamos. El Presidente paraguayo, después de algunas vacilaciones, ofrece su
mediación al Brasil, que no la acepta. El Canciller uruguayo Juan José de Herrera, para incitar
a López, presenta al Paraguay y al Uruguay como envueltos en el mismo peligro de las
ambiciones imperiales, y éste no advierte que el peligro paraguayo tenía su mayor inminencia
en ser un tercero en la discordia.

En agosto de ese año aciago el Imperio amenaza al Uruguay con represalias, y el 30 el


General López reacciona con una nota dirigida al Brasil, que es un ultimátum: «Que el
Gobierno de la República del Paraguay considera cualquier ocupación del territorio oriental por
fuerzas imperiales... como atentatoria al equilibrio del Plata, que interesa a la República del
Paraguay como garantía de su seguridad, paz y prosperidad."

¿Imaginó López que iba a intimidar al Brasil? ¿Creyó en la acción de las fuerzas
morales?

La acre censura de los diarios porteños al Paraguay era el síntoma infalible de que ya
existía una inteligencia entre Brasil y Argentina, una alianza que después fue "Triple". El

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ultimátum, naturalmente, no tendría para el Brasil otro alcance que el de un desplante.


Además, ¿por dónde el Paraguay, una vez encerrado, conduciría sus tropas para defender al
Uruguay? Para el Brasil llegaba la hora del desquite por la actitud del Dictador Francia con
respecto de Correa da Cámara y por no querer aliarse con él contra los porteños. Para éstos, al
frente de los destinos de la Confederación Argentina, la hora de arreglar sus límites había
llegado. «La primera potencia de Sud América, después del Brasil», como decía Correa da
Cámara en 1825, estaba presa en el cerco que, desde la dictadura del doctor Francia, había
venido estrechándose cada vez más.

El temperamento del General López no era el más apropiado para circunstancias tan
difíciles. El Coronel Centurión, allegado suyo, lo pintaba como hombre poco sereno, de fácil
exaltación y súbitas reacciones. «Era un verdadero autócrata. Solamente le faltaba la Corona”.

Un imprudente memorándum de José Berges, Ministro de Relaciones Exteriores del


General López, pone al descubierto en los ajetreos diplomáticos con el Estado Oriental, la
posición y el pensamiento paraguayos en relación con la Argentina. Era la clave que
necesitaba el Imperio del Brasil para llevar adelante sus pretensiones.

EL VÓRTICE.

El Brasil invade en noviembre el Estado Oriental. El Gobierno paraguayo rompe con


aquél sus relaciones el 14 del mismo mes. Era la guerra. López pensó que no sería larga.

En todo esto el pueblo no había tenido ninguna participación. Simple suma de


individuos, lejos aún de constituir ciudadanía, no estaba entrenada para usar de su libertad y
hacer oír su voz en los problemas vitales. Para ella era una norma no contrariar a la autoridad,
depositaria de su derecho de pensar. Su tradición, raras veces interrumpida, era la guerra y el
acatamiento. Nada faltaba para que la dignidad y el honor nacionales fueran arrastrados en el
oleaje de la exaltación patriótica. La proclama de declaración de guerra fue recibida con
tumultuoso entusiasmo. El momento de prueba había llegado.

El Tratado de la Triple Alianza fue firmado pocos meses después. En él, el Imperio del
Brasil, la Confederación Argentina y el Uruguay decretaban el aniquilamiento del Paraguay. El
Paraguay se convertía en la "Polonia de América", según la frase del Padre Maíz. El Tratado
era la estructuración de un acuerdo preexistente entre los dos primeros países. El Uruguay
entró en la órbita por intermedio del nuevo gobierno formado gracias a la intervención argentina
y brasilera.

En dicho instrumento se establece el viejo pretexto de que la guerra no se llevaba contra

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la nación sino contra el tirano, tal como lo hiciera Rivera a Rosas en 1839, y Carlos Antonio
López al mismo Rosas en 1845.

El pretexto sirve para aglutinar en Buenos Aires hombres de la nación agredida, contra
la propia patria. Y así en el mismo Tratado se crea la Legión Paraguaya, en la que se
enganchan paraguayos que tienen viejas cuentas propias y de sus antepasados contra los
gobernantes del ciclo independiente. Signo de aquellos tiempos de confusión y de
indeterminación de fronteras y de nacionalidades, en que las discordias políticas se
desplazaban fuera del país para organizar guerras contra los gobernantes, desafectos, o por
principios, como en el caso de unitarios y federales que luchaban en Montevideo. En el medio
americano han sido comunes estas actitudes en las batallas de la libertad o por simple
predominio. Los españoles usaron y abusaron de los guaraníes para que aniquilaran a
guaicurúes y payaguáes, sus hermanos de raza reacios a todo entendimiento con el blanco
usurpador de sus tierras. En 1825 el Deán Funes, en una patética carta, reclama de Bolívar la
cooperación de sus legiones para reconstruir el Virreinato. En 1851, Urquiza se alió con el
Brasil y con los colorados del Uruguay para combatir a Rosas. Venancio Flores recurrió a la
intervención argentina y brasilera para desalojar a los blancos y hacerse Presidente del
Uruguay. Mitre y Flores se ayudaban mutuamente contra sus propios compatriotas y se
trataban como "antiguo compañero de armas y correligionario político"; en 1873, Jovellanos
implora del Vizconde de Rio Branco que mantenga en el Paraguay el ejército de ocupación
para sostenerse en la Presidencia; en 1876, Cirilo Antonio Rivarola pide ayuda al Brasil para
derrocar al Gobierno de Gill, y aun en nuestros tiempos el General Francisco Franco llega al
poder español con la colaboración de Alemania e Italia, y el General Charles De Gaulle tiene
que aliarse a las fuerzas norteamericanas e inglesas para desplazar al Mariscal Petain y llegar
al Gobierno de su país. El hecho de que los "legionarios" hayan argüido que la lucha era
solamente contra el tirano y no contra su patria no los absuelve de culpa y cargo, aunque a la
vista de tantos ejemplos, el criterio histórico requiera, para un juicio ecuánime, desplazarse,
para juzgarlos, al ambiente y sobre todo a la época en que el concepto de unidad histórica de
los países americanos prevalecía sobre el concepto incipiente de la diversidad política, aún
difusa a pesar de las revoluciones emancipadoras.

EL REPARTO.

La guerra duró cinco años. La metralla, el hambre y las epidemias se habían cebado en
una pequeña nación de 1.200.000 habitantes. No quedaron al fin sino 250.000 ancianos,
mujeres y niños. El Paraguay era una inmensa superficie en ruinas, por cierto mucho más
pequeña que antes, pues en esa guerra "contra el tirano" (Art. VII) en que los aliados se
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comprometían a dejar a salvo «la soberanía, independencia e integridad del Paraguay” (Art.
VIII), se perdieron inmensas áreas territoriales al norte, al sudeste y al sudoeste, que no
pertenecían al tirano sino a la nación. La Argentina continuaba proclamando que “la victoria no
da derechos”. Pero tanto ella como el Imperio del Brasil se adjudicaron anticipadamente
aquellas porciones "para evitar –decía el Art. XVI del Tratado de la Triple Alianza– las
discusiones y guerras que traen consigo las cuestiones de límites».

Como resultado de la guerra, la Argentina soldó para siempre su unidad política. El


Uruguay ganó su independencia definitiva. El Mariscal López realizó su ideal a expensas de su
patria.

De la Provincia Gigante de Irala ya no quedó más que el recuerdo. De la gran potencia


política y económica de Carlos Antonio López no restaban sino ruinas humeantes. El Paraguay
hallóse aún más aislado, más lejos del mar, y con una soberanía económica que quedaría para
siempre a merced de sus vecinos.

Pero las disputas territoriales aún no habían terminado. El Paraguay debía luchar una
vez más por la delimitación de sus fronteras.

LA LUCHA POR LA SOBERANIA POPULAR.

Entre 1870 y 1932 corre una época que podría denominarse de la conquista de la
soberanía popular.

La terminación de la guerra de la Triple Alianza encontró al Estado bajo la vigencia de la


Constitución de 1844 y de las leyes españolas.

La vida y la propiedad eran, por tanto, patrimonio del gobernante, pues aquellos cuerpos
jurídicos desconocían la soberanía del pueblo. El fundamento de la "cosa pública" era la
voluntad-ley.

La nación se hallaba en trance de recibir nuevos moldes jurídicos. Lógicamente ellos


debían traducir la larga experiencia histórica, los usos y costumbres y las necesidades de la
comunidad, los designios de su naturaleza y tal vez hasta sus supersticiones.

Las bases y el fundamento del nuevo derecho público y privado debieron ser todos esos
elementos del alma popular y, además, ese estado social formado por mujeres, ancianos y
niños que, formando el 90 % de la población, se entregaron a la tarea de la reconstrucción con
el recuerdo puesto en los hombres jóvenes sepultados bajo las ruinas de la patria.

Pero la Constitución que salió de la Convención constituyente de 1870 no contempló


esas bases naturales y sociales. Se plasmó en ella la expresión de las ideas y del espíritu de
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los que la elaboraron, que eran los paraguayos que, emigrados a la Argentina antes de la
guerra, habían vivido un ambiente de cultura más generalizada.

No hay duda que la Constitución era muy adelantada. Pero esa desproporción entre el
continente y el contenido, por decirlo así, dejó un amplio vacío, en el que se desarrollaron
motines y batallas de acomodamiento. La Constitución de 1870 no era una norma de
convivencia para aquel entonces. Era un conjunto de soluciones anticipadas, una intuición de
las aspiraciones colectivas, un compromiso con las generaciones venideras. Estaba destinada
a sustituir la voluntad-ley por la voluntad soberana del pueblo, aunque su establecimiento haya
sido también el resultado de la voluntad-ley de los proyectistas.

EL PUEBLO, NUEVO IMPERATIVO.

Las circunstancias en que se reunió la convención denota la profunda transformación


que se operaba. Después de la Revolución de los Comuneros, nunca se había visto ni oído una
expresión que no fuera la de la autoridad. Ahora el alma nacional explotaba con violencia, y
anárquicamente reclamaba su soberanía.

El ambiente político estaba constituido desde enero de 1869 por los componentes de la
Legión Paraguaya, que había colaborado activamente con los ejércitos enemigos, y por otros
paraguayos que durante la guerra habían residido en el extranjero, ya como becados, ya como
funcionarios de la dictadura.

Aun los "legionarios" no formaban un grupo compacto. Muchos de ellos se habían


retirado de la lucha contra el Paraguay o contra López a raíz de la publicación del Tratado de
Alianza, indignados por el anticipado reparto del territorio paraguayo, por los futuros
vencedores. Y hubo quienes dieron en el extremo opuesto, como Fernando Iturburu, que
propuso la designación de Gelly y Obes, General en Jefe del Ejército Argentino, como
Gobernador provisorio de Asunción, causando ello unánime repulsa.

Pero todos ellos coincidían en que el nuevo régimen debía basarse en la soberanía del
pueblo. La «revolución» de 1811 renacía con fuerza en busca de su cauce desviado por las
autocracias.

Club del Pueblo y Gran Club del Pueblo se denominaron las primeras asociaciones que
se formaron para cumplir la misión de los partidos aún inexistentes. Los diarios se denominan
La Opinión Pública, El Pueblo, La Regeneración y La Asociación Constitucional. En el primer
manifiesto que lanzan los legionarios al país, para justificar su actitud y explicar sus propósitos,

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se declara al pueblo como titular de todos los derechos y como fuente de la soberanía.

La institución fundamental en el nuevo instrumento político era el sufragio universal, que


ponía en poder de una multitud inculta e inorganizada, por falta de partidos, la facultad de
hacer gobiernos. Había que adquirir la destreza necesaria para usarlo por ásperos y espinosos
caminos. E1 sufragio marcó la diferencia esencial con el régimen anterior en el cual los
diputados eran escogidos por el Presidente de una lista remitida por los Alcaldes. Tan caro fue
al pueblo el derecho de voto, que en su defensa, la mujer hace por primera vez su aparición en
la vida pública. En esos días tempestuosos de la presidencia del General Patricio Escobar
acuden en masa y en son de protesta a la cárcel de Villarrica, a reclamar la libertad de un
candidato a diputado de la oposición, apresado por orden del Gobierno.

EL CAUDILLISMO.

El ambiente de postguerra era antagónico y el panorama desolador. Ocupado el territorio


por dos de las potencias vencedoras, la primera década gubernamental constituyó un período
negativo. Argentina y Brasil no solamente sostenían una lucha subterránea entre ellas, sino
que también trataban de preponderar sobre los mandatarios paraguayos, que se encontraban
solos en medio de un pueblo que aún no podía manifestarse por no estar repuesto de la
tremenda sacudida. Así fue cómo en abril de 1874, el Presidente Jovellanos y su Gabinete
piden una intervención extranjera "requiriendo el apoyo moral y material de las fuerzas
brasileras para garantir el orden público y afianzar la autoridad del Gobierno legal, desconocida
por la rebelión armada encabezada por los Sargentos Mayores Molas y Avalos». Un
procedimiento equivalente al de los legionarios. El apoyo de las fuerzas extranjeras para
sostenerse en el poder o para conquistarlo, era una maniobra típicamente americana en el
siglo XIX.

Desgraciadamente no había partidos organizados que sirvieran de cauce y orientación.


Felizmente no había clases, ni trabas económicas, ni desigualdades, ni oligarquías, y el único
latifundista era el Estado. No había rivalidades de raza, de riqueza ni de doctrina; no había
extremistas de derecha o de izquierda, ni influencia clerical ni de la institución militar, aunque sí
de algunos caudillos militares; todos eran demócratas instintivos, sentían que habían salido de
la tiranía y que sólo les faltaba concretar la conducta política que convertiría sus instituciones
en realidad.

El país estaba despoblado y ávido de liberalismo. Era necesario reunir a la gente


dispersa y arraigarla, darle educación y carácter. Con la base jurídica de la nueva constitución
había que iniciar la elaboración social.

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Como que las leyes hacen ciudadanos, pero no llegan a forjar el alma de las
muchedumbres, la tarea era ardua y difícil. Los gobernantes de fines del siglo XIX eran como
exploradores en una comarca desconocida. Careciendo ellos mismos de la brújula de la
instrucción, gobernaban un país de lejana y exigua tradición democrática y sin hábitos legales,
teniendo que enfrentar la desesperanza del vencido con la impaciencia y aún las pasiones del
reconstructor, con modernos instrumentos a cuyo uso no estaban acostumbrados.

Por su parte, el pueblo, no comprendiendo muy bien las doctrinas que se le imponían,
pero sintiendo ansias constructivas, se nucleó alrededor de hombres representativos de las
promesas de progreso y de una sociedad mejor. Así nació el personalismo de los caudillos
civiles o militares, o sea, la tendencia de dar más importancia al jefe influyente que a los
principios.

Este no fue el caudillismo campesino del Uruguay o de la Argentina que nace al amparo
del desierto, de la falta de alambrados y caminos, que da nacimiento al gaucho ecuestre,
pendenciero y romántico.

El del Paraguay fue un caudillismo de ciudad, de doctores y de militares que se


disputaban el gobierno. Nacido en las trincheras y en las academias foráneas, su
preponderancia significó el esfuerzo anárquico de la colectividad para superarse. Su génesis
estuvo en las fuerzas históricas que forjaron la realidad del momento y, por tanto, tuvo su
dirección y su significado. El caudillismo es una modalidad obligada de la democracia en
gestación. Es el exponente de una época en que las deficiencias de la educación no permiten
que las doctrinas políticas actúen impersonalmente. El pueblo, gracias a una videncia que sirve
de impulso a sus movimientos vitales, elige un adalid que generalmente coincide con la masa
en sus instintos primarios, y que si no fuera así no gozaría de su confianza para arrastrarla en
la lucha por sus aspiraciones.

La democracia se forma al cabo de ese proceso inevitable, conservando siempre algo de


sus rasgos. En la vida social nada se crea ni se pierde. Así se explica que el caudillismo haya
supervivido en mayor o menor grado en la vida cívica paraguaya. Cualquiera que sea la etapa
de la política, sus manifestaciones son siempre una tensión entre la doctrina y el hombre de
carne y hueso. Que el pueblo se aferre con reflexión a la doctrina, o con pasión y entusiasmo al
caudillo, depende de su estado de evolución intelectual. Es un apotegma que la experiencia
americana ha elaborado.

Las condiciones sociales para la actuación ordenada de los gobiernos eran, pues, poco
firmes. Esos caudillos fueron los primeros roturadores de la pesada costra psicológica del
pueblo, y así forzosamente tenía que prevalecer el factor personal en todos los órdenes. No
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hay duda que hasta la presidencia del General Escobar época de una gran transformación la
constitución fue violada en todos y cada uno de sus artículos. Los quince primeros años de la
postguerra fueron un período de terror organizado. En cada calle, cárcel o cuartel había una
emboscada. Presidentes y ciudadanos eran asesinados a puñaladas o envenenados. La
prisión y el fraude electoral, las persecuciones y la expulsión del magistrado de su cargo, los
empastelamientos de las imprentas, confiscaciones, los golpes de Estado y los motines eran
cosas de todos los días. Desde 1886 a 1898 hubo más calma, pero no faltaron los destierros,
las sangrientas reyertas en las calles, en el campo y en el Congreso. El desbarajuste en lo
financiero no era menor: desfalcos, ventas de tierras y yerbales públicos, enajenación del
Ferrocarril y concesiones que revivieron las características de la explotación colonial, aún no
totalmente eliminadas. Todo esto era la consecuencia de sesenta años de autocracia que
impedían que la Constitución de 1870 pudiera operar el tránsito a una democracia ordenada.
La ley fundamental apenas podía pretender educar, y no servía para regir hábitos políticos. La
nación era un simple hecho; no era una fuerza moral, social, política o económica, y en este
sentido no era posible que los ciudadanos sintieran la responsabilidad de cuidar lo que no
existía fuera de las páginas olvidadas de la Ley fundamental.

Por eso, de tantos desmanes no eran culpables exclusivamente los gobiernos, sino
principalmente el ambiente social, dentro del cual se desarrollaban titánicos esfuerzos para
ensayar el sufragio como fuente de la soberanía popular. En realidad toda la América padecía
el mismo achaque.

En esta época aparecen los partidos netamente constituidos: el Centro Democrático y la


Asociación Nacional Republicana, cuyas luchas por la influencia en el poder vienen
acompañadas de discusiones sobre hechos y hombres de la historia. Así van abriéndose
abismos en el pueblo, aún poco organizado, y se fracciona la sociedad nacional.

MOVIMIENTO RENOVADOR.

El problema de la renovación –problema intermitente de todos los tiempos– aparece


clamando por los "hombres nuevos". Los intentos encuentra al principio obstáculos, porque la
ultima ratio está en los cuarteles. No obstante, es ahí mismo donde nacerá la energía
cooperadora del movimiento que empieza a manifestarse en las calles y en los clubes: es una
docena de jóvenes que el Gobierno presidido por Juan González había enviado a los colegios
militares de Argentina y Chile.

Los hombres nuevos que el pueblo reclamaba para sustituir a los viejos generales que
aplicaban en la política su táctica de combate en una lucha despiadada y sin cuartel, aparecen

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aglutinados por las ideas liberales de la Constitución y por los propósitos de llevarlas a la
práctica.

La ley natural del perfeccionamiento indefinido iba a imponerse una vez más, gracias a
esos hombres jóvenes que querían acelerar el proceso y orientarlo tal como lo veían en los
libros y en las academias extranjeras. Una legión de juventud venía a ocupar el escenario para
aventar los últimos vestigios del régimen colonial, hacer una realidad del libre examen y echar
las bases de una economía reflexiva y de una cultura más real y nacional que no viviera de los
recuerdos estériles de una guerra infortunada. Ellos eran los universitarios y militares que
habían sido formados por el régimen que iba a ser, si no destruido totalmente, por lo menos
suplantado por su propia creación.

Cecilio Báez fue el exponente doctrinario del movimiento. Con su verbo apasionado y
lógico a la vez, reveló que en la efervescencia había un problema de cultura, al mismo tiempo
que político. Los abogados recién egresados estaban frente a frente con los viejos cuarteles
sectarios, como dos mundos en pugna. Los flamantes militares recién llegados del extranjero
tomaron contacto con aquéllos en las filas de la Guardia Nacional. Así se produjo la revolución
de 1904 que es fin y comienzo de ciclos vitales de la nacionalidad paraguaya.

El propio Presidente Coronel Juan Antonio Escurra –militante en el Partido político que
perdía el poder, como lo eran casi todos los militares de la época– mostró su certera convicción
del carácter cultural del movimiento con un rasgo de patriótico desinterés: cuando uno de sus
ministros le expuso un plan infalible para aniquilar al reducto revolucionario acampado a pocas
leguas de la capital, le contestó: "Yo sé que puedo destruirlo, pero ello sería exterminar la
mejor juventud del país, y tendrían que pasar muchos años antes que pudiera ser
reemplazada. No quiero que se derrame una gota más de sangre para sostener mi Gobierno».

Pocos días después terminó el conflicto a bordo de un cañonero argentino surto en el


puerto, solicitado no para hollar la soberanía nacional con su intervención armada, sino como
un lugar neutral donde ambos partidos concertaron las bases de la paz.

El triunfo de la Revolución de 1904 creó condiciones para una gran transformación: la


supresión del caudillismo institucionalizado que durante el último lapso de treinta años había
cumplido una tarea no desdeñable.

MANUEL GONDRA.

En ese grupo Juvenil que el patriotismo de Escurra evitó aniquilar, estaba Manuel
Gondra, en quien puede encarnarse el respeto a la Constitución. Tal vez se adelantó

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demasiado a su época al poner una fe indeclinable en el libre juego de las instituciones,


considerándolas una panacea de los males políticos, en una sociedad cuyo progreso no podía
apresurarse por las leyes, sino encauzarlo sistemáticamente por el camino de la instrucción.

Su personalidad extraordinaria de humanista, crítico, erudito, de saber universal, no era


para una época de violenta transición.

Su poderosa mentalidad habíase nutrido y se había impuesto en los ambientes más


conspicuos del Continente. Fue el hombre de mayor influencia espiritual que tuvo el Paraguay.
Gravitaba por acción de presencia y del talento, en la cátedra y en los contactos personales, y
sin la ayuda de los medios habituales de ascensión política, como son la oratoria y el
periodismo. "No encumbrar jamás sobre nuestros hombros a caudillos atrasados y regresivos",
fue el lema y el compromiso de honor que la juventud liberal adoptó bajo su influjo.

Gondra fue a la Presidencia dos veces, y las dos veces la abandonó por no querer
subordinar el ejercicio de su mando al de prepotentes coroneles. Buscó dar a su Gobierno una
base de opinión. Sus aparentes indecisiones tenían el propósito de dar tiempo a que las
fuerzas morales de las instituciones se impusieran sin violencia. Al no conseguir esos fines
prefirió apartarse y no ligar su nombre y sus posiciones a logros pasajeros, y ser en cambio, un
arquitecto del futuro.

Sus dos dimisiones significaron el derrumbe de un soporte moral de la nación y la


iniciación de períodos caóticos en la vida nacional.

NACIMIENTO DE LA CIUDADANÍA.

La revolución de 1904 promovió un cambio estructural en la sociedad política, fácilmente


situable en el mismo nivel que la Comunera. Resalta el hecho de que si ésta dio nacimiento al
pueblo como contacto político de los individuos que adquirían una autoconciencia colectiva, la
de 1904 elevó a ese pueblo a la jerarquía de ciudadanía, y la hizo dueña de su voluntad
política. El cambio se debe a la efectividad del sufragio, que va adquiriendo con el transcurso
del tiempo una expresión de autenticidad en los comicios y dotando al individuo de hábitos
democráticos.

Así se verificó paulatinamente el proceso paraguayo a través de esta modificación de la


fisonomía de sus muchedumbres. Una gran distancia teórica y práctica empezó a separar el
estado amorfo de masas del de la ciudadanía organizada. El proceso evolutivo al traer un
aumento de libertad estimuló naturalmente el proceso involutivo de la autoridad.

La de 1904 fue la última revolución con un contenido diferente al enderezado a la simple

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posesión del poder. Desde entonces se han producido muchos pronunciamientos –no
revoluciones– a medida que el pueblo iba despertando y adquiriendo mayor conciencia de sus
problemas, a fin de reafirmar los fines de aquélla, sea desde el poder, sea fuera de él.

Es un síntoma del instinto de conservación que obliga al hombre a forjar las condiciones
circundantes para satisfacer sus necesidades vitales. La aparición de las muchedumbres en el
escenario político y económico contemporáneo aportan los grandes movimientos colectivos, y
en sus aciertos o en sus errores al elegir sus adalides, en el dominio de su poder revolucionario
para promover reformas, o en el escamoteo que sufren al día siguiente del pronunciamiento, no
ha de verse siempre una lucha de apetitos, sino el doloroso y obligado aprendizaje para la
perfección de las instituciones a través de cuyo imperio esperan encontrar la realización de sus
aspiraciones democráticas.

La guerra con Bolivia y la tragedia mundial han traído una conmoción profunda de la
estructura política cimentada en la Constitución de 1870. Una repentina hipertrofia del cuerpo
social ha hecho que el ropaje, antes holgado, se estrechara súbitamente, oprimiéndolo. La
opinión pública se esfuerza ahora por adecuar sus instituciones a los tiempos, sobre la base de
la organización regional del Continente Americano y de la Carta de las Naciones Unidas,
especialmente en cuanto se refiere al sostenimiento de los derechos humanos, que son los
mismos por los que el Paraguay ha luchado desde el ciclo colonial.

La opinión pública así lo proclama en sus manifiestos y en sus actitudes frente al


totalitarismo, que aunque abatido en los campos de batalla, todavía no ha sido aplastado por
completo. El documento que expresa orgánicamente esta tendencia unánime de la ciudadanía
es el Ideario del Partido Liberal.

El camino para llegar a la meta está, como en toda época de transición, lleno de
acechanzas, francas o disimuladas, imprevistas o esperadas. No hay duda, sin embargo, que
la libertad, eje de la interpretación de la historia paraguaya, impondrá, como siempre, su
imperio.

CAPÍTULO XII

LA LUCHA POR LA LIBERTAD

INCONFORMISMO NATO.

En el fondo de toda lucha, de todo debate, de toda cuestión aun aparentemente


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desvinculada de la política, nótase, cuando se trata del Paraguay, un forcejeo entre la autoridad
y la libertad. Sea una cuestión de organización política, sea económica o cultural, presentan
como causa, como pretexto, como fundamento o como efecto, esos dos expresados polos del
mundo político social.

Hay en toda la historia paraguaya una línea en la que se mueve de un extremo a otro la
amenaza (a veces la realidad) de la opresión del gobierno, y la defensa (a veces la resistencia
pasiva) del ciudadano que se aferra a su soberanía.

He aquí por qué no deben estimarse como inclinaciones delictuosas ciertas formas de
rebeldía política, doméstica, económica o ideológica, sino como alardes de ese precioso don
de la libertad, que unas veces son innatos y, otras, reacciones contra todos los despotismos
sufridos a través de las épocas. Burlar un impuesto, llevar una vida errante que impulsa a los
nativos a salir del país para correr tierras extrañas, sin límites ni obstáculos que los detengan, y
aun cambiar con frecuencia de gobiernos, son los síntomas de inconformismo que impulsa a
cada uno a ejercitar u ostentar de alguna manera su libertad física o psicológica.

La rebelión contra Alvar Núñez en los prolegómenos de nuestra historia y muchas otras
que la siguen son ejemplos elocuentes de ello. La sublevación frustrada contra Irala en un
memorable Jueves Santo, el retorno a las selvas a raíz de la expulsión de los jesuitas, la
práctica del contrabando como una reacción contra el monopolio o como una instintiva
expresión de libre-cambio, la revolución de los Comuneros y la independencia política, son, a
su vez, otros tantos ejemplos.

Los fraccionamientos inorgánicos de la opinión pública, la diversidad de procedimientos


políticos y las divisiones netas en partidos han tenido como fundamento un exceso de energías
que buscan emplearse en la afirmación o en la conquista de la libertad.

LOS PRIMEROS PARTIDOS.

La primera manifestación coherente de esta tendencia que produce y toma cuerpo es la


que provoca Antequera al llegar a Asunción. En el fondo de la oposición que suscitó el
nombramiento de un Gobernador reprobado por los nativos estaba la defensa de la soberanía
individual o colectiva. La rivalidad económica entre encomenderos e ignacianos no fue una
causa sino un factor que actuó como estímulo. De ahí la formación de los partidos comunero y
contrabando, en el primero de los cuales estaban las ideas de Antequera, Mompox y Mena,
frente a aquella otra que decía «Mientras exista un solo español en América, ese español debe
mandar a los americanos”.

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Las mismas tendencias se traducen en los umbrales de la vida nacional. Hay dos
partidos que tratan de someter al espíritu libertario del Paraguay. Son el "realista" y el
"porteñista". Los enfrenta el espíritu liberal que anima el partido de los «patriotas" que triunfa
con la Revolución de 1811, víctima luego de la aviesa contrarrevolución del doctor Francia, que
sólo aparentemente forma en las filas patriotas, arrastrado por los acontecimientos, y sólo
gracias a que las disensiones de las provincias del Plata, no ponían a éstas en situación de
reincorporar a la nueva "República".

Monopolizadas por la violencia de los gobiernos absolutos, tanto las iniciativas como las
realizaciones cívicas, no hubo partidos en el Paraguay hasta después de la guerra de la Triple
Alianza. Únicamente en Buenos Aires se habían nucleado muchos emigrados en una
resistencia de carácter aparentemente personal contra el Mariscal López, quien no permitía
que dentro del país se exteriorizase la opinión pública opositora. Esta nucleación, que formó la
Legión Paraguaya, se fraccionó a la vista del Tratado de la Triple Alianza, y su disolución total
ocurrió tan pronto como Asunción fuera ocupada por las tropas aliadas.

En 1869, bajo la influencia de los ejércitos de ocupación, erigióse un Triunvirato con


hombres que habían pertenecido a la Legión. Esta jefatura en veces actuó como "gobierno
títere", pero otras se manifestó con energía, y gracias a lo que Ernesto Quesada llamó "la hábil
diplomacia guaraní”, logróse desbaratar la maquinación del ignominioso Tratado, consiguiendo
salvar gran parte del Chaco de antemano repartido.

LOS CLUBES.

En 1870 se fundó el Club del Pueblo con miras a «formar un club político, que trabajaría
para establecer los principios liberales y llevar a la gran Convención y al poder ciudadanos que
fuesen la genuina expresión del pueblo". Al cambiar su denominación por la de Gran Club del
Pueblo, se formó otro con la denominación primitiva, que agrupó a los reaccionarios. En estos
centros los partidos Liberal y Colorado encontraron su génesis aunque sus características no
eran puramente políticas. Cada uno tenía su peculiar raigambre social y accidentalmente
histórica. En efecto, ellos se adjudicaban recíprocamente los motes de antilopizta y de lopizta,
los cuales no pasaban de ser rótulos falaces, pues no solamente en ambos bandos estaban
distribuidos los legionarios, sino que el propio jefe de la Legión ingresó en el tildado como
lopizta, y los miembros de uno y otro se redistribuyeron después en los partidos originados en
esos clubes.

En ese mismo año el Gran Club del Pueblo fue designado como Partido Liberál, bajo la
presidencia de Benigno Ferreira. Sus tendencias aún más renovadoras que antes, su

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superioridad numérica y su intransigencia con las pretensiones de los Ejércitos de ocupación


despertaron recelos en éstos. En realidad, la principal razón de existir de estos grupos en ese
momento, estaba más en su actitud para con los aliados que en las ideas.

Su estructura ideológica –si así puede hablarse– fue, por tanto, compleja. Por un lado el
antilopizmc, el liberalismo y la Intransigencia con el invasor ocupante; por el otro, el lopizmo, la
inmovilidad y la resistencia pasiva.

Aún así en La Regeneración, periódico de la época, la designación era de Liberales y


Lopiztas, y así ambas asociaciones, movedizas y sin dar señales de vida en forma continua,
reaparecieron con mayor definición en 1887, el 2 de julio el Liberal, bajo el nombre de Centro
Democrático, en la oposición, y el 25 de agosto, la Asociación Nacional Republicana o Partido
Colorado, como una defensa oficial y protección gubernamental.

ANSIAS DESORDENADAS DE LIBERTAD.

A manera de una reacción contra la opresión en que el Paraguay había vivido dentro de
la plena «legalidad constitucional" otorgada por la Carta Política de 1844, los legionarios, al
hacerse cargo del Gobierno en 1869, habían proclamado: la implantación de la libertad en su
más lata expresión, el voto del pueblo como evangelio del mandatario, la conciencia coma un
santuario en que sólo debe penetrar la voz de Dios y los rayos de la razón humana, la libertad
de prensa y de pensamiento como patrimonio de todo el pueblo, la propiedad de lo suyo, de su
trabajo y de los frutos de su inteligencia para cada uno, la libertad de locomoción y de cultos, la
soberanía del individuo y la limitación de la autoridad.

Proclamados estos principios por quienes habían colaborado con el enemigo, contra la
patria o contra quien encarnaba la defensa del territorio, y en el momento en que el invasor
todavía continuaba su tarea de destrucción de los últimos restos del ejército paraguayo,
podrían haber sido rechazados por la Nación. Sin embargo, esos dogmas del más acendrado
idealismo tenían la sugestión de las verdades eternas y sirvieron de base a la Constitución de
1870, fuente hasta hoy de las más caras aspiraciones democráticas, como que la cultura cívica
del Paraguay entroncó de esta manera sus bases esenciales con la tradición francesa, inglesa
y norteamericana.

En ese ambiente se reunió la Convención Nacional Constituyente. Sobre sus resultados


Justo Pastor Benítez dice así: «Las actas dan la impresión de una asamblea vívida, agitada,
tumultuosa; todos querían la libertad; todos odiaban la tiranía; sólo diferían en la táctica”.

Todos los acontecimientos producidos antes de la fundación de los partidos significan

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una lucha desordenada y anárquica por la libertad y contra la tiranía. Fundados los partidos,
definitivamente, las pugnas fueron menos cruentas y más responsables. Las luchas habían
sido antes tan arteras y crueles, que parecían asaltos de forajidos, y difícilmente podría verse
en su fondo íntimo una cuestión de libertad. Después, los tintes de ferocidad no desaparecieron
del todo, pero sus fases, su fondo y su objetivo político eran más nítidos y menos bárbaros.
Una revisión sumaria y rápida de los hechos salientes nos mostrará cómo en el fondo de esa
batalla entre adversarios implacables, se veía la voluntad indeclinable de la exaltación de la
personalidad humana.

En 1877 es asesinado en la calle el Presidente Juan B. Gill. Los conjurados lanzan un


manifiesto y dicen que no han tenido otro recurso para matar la tiranía y recuperar su libertad,
que eliminar al mandatario. "Las complacencias de Lafayette con la casa de Orleáns trajeron a
Francia una tiranía de 20 años y el desastre de la guerra franco-prusiana; la indiferencia del
pueblo argentino ante la separación de Rivadavia del Gobierno, trajo la tiranía de Rosas; la
cobardía de los paraguayos ante el fusilamiento de Yegros, Iturbe y Cavallero ha sido
castigada con 60 años de tiranía.” Y tan lapidarias palabras las justifican los autores del
asesinato, con estas otras que constan en su manifiesto, y que son como un grito de patriótico
jacobinismo: "Que sea libre nuestra patria y malditos nuestros nombres si necesario fuere."

Poco tiempo después los procesados por tal hecho y su abogado son apuñalados en la
cárcel por orden del gobierno.

En 1879 sonó en Asunción el verbo cálido de Facundo Machain, el primero que


proclamó en sus calles los derechos del pueblo, agitando a la conciencia pública y preparando
a las muchedumbres para las grandes reivindicaciones.

El 18 de octubre de 1891, llevados por las mismas ideas de libertad, un grupo asalta sin
éxito los cuarteles para deponer al Presidente González. Los autores del golpe frustrado tenían
redactado de antemano un manifiesto que dice que su objeto es "restituiros vuestra calidad de
ciudadanos libres y ver a la nación regida por instituciones liberales".

Desde esa época empezó a amainar la anarquía, hasta que en 1904, previo un proceso
de preparación ideológica, el Partido Liberal suplanta en el poder al Partido Colorado. Según
los autores del manifiesto lanzado en esa sazón al pueblo, ese movimiento, que llega a tener
mayor trascendencia que los anteriores, se verifica «por la libertad del pueblo oprimido, por la
reivindicación de los derechos populares.

El argumento de la libertad es, pues, constante. Sin embargo, el contenido de esta


revolución fue más profundo, pues trajo a la nación un cambio completo de organización

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administrativa, financiera, económica, política y educacional. El lenguaje todavía no traducía el


alcance de la transformación, como ocurre en las hondas conmociones políticas y sociales, en
los que el fragor de la lucha oculta sus verdaderas dimensiones aun a sus mismos autores. Por
la definición de esos alcances los residuos de anarquía volvieron a desatarse, pero el pueblo,
poco a poco, fue clarificando sus nociones al notar que los principios constitucionales eran
llevados paulatinamente a la práctica.

HACIA EL LIBERALISMO ORDENADOR.

En 1912, gracias a una ley electoral, quedaron suprimidos de los atrios los habituales
episodios sangrientos, y poco a poco fue haciéndose del sufragio libre una realidad.

En 1916 la masa proletaria hace su aparición en el campo nacional. El apego que el


pueblo tenía a sus partidos tradicionales no dio lugar a la estructuración de un partido
"socialista" o laborista, a pesar del esfuerzo puesto en ello por los adalides obreros. Los
partidos gremiales o corporativos, además, constituyen una derogación inmediata o paulatina
de la democracia al marchar en busca del bienestar por el camino del poder político que
conduce irremisiblemente hacia un Estado colectivista. Es un retorno a la época anterior a la
Revolución Francesa, y sustancialmente, a la colocación de intereses particulares frente y por
encima del interés social, legítimamente fundado en el sufragio nacional indiscriminado. Los
partidos democráticos, sociológicamente, tienen una tendencia conservadora o una propensión
innovadora (o se manifiestan con matices intermedios) y toda atención al obrero o al
campesino caben sin esfuerzo en sus programas. Que lo realicen de manera evolucionaria o
revolucionaria es tópico aparte; pero un partido obrero es tan absurdo como uno de patrones o
de propietarios. Su consecuencia inmediata es la constitución de un parlamento que no
aglutina el interés nacional, que no realiza el ideal de una representación popular en que la ley
es la expresión del arte de gobernar, y sí sólo forma cámaras que son exponentes de intereses
materiales de una colectividad que a la larga forma parte del engranaje del Estado, para luego
actuar automáticamente a una voz de mando. Su resultado final es una restricción a la libertad
social por la coacción de una ciudadanía que ha regresado a su estado de masa.

El Partido Liberal, recogiendo las aspiraciones populares, y siguiendo su doctrina de que


la libertad y la autoridad son complementarias, no fines sino medios de expansión y de
protección de la personalidad humana, logró fórmulas que suprimieron el individualismo, a
veces demoledor de su período de formación y preconizó una racional vigilancia del Estado en
lo económico y social. Demostró así su espíritu dinámico y constructivo, que el laisser faire,
laisser passer había quedado atrás, y que es un error el querer confundir el liberalismo con las

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circunstancias históricas que en épocas anteriores lo presentaron en estado de crisálida


exhibiéndolo de manera mezquina, deficiente o limitada. Fundó una economía, no dirigida, ya
que la dirección puede ser buena o mala, pero sí una economía ordenada, pues el orden, o sea
la asignación a cada concepto, a cada idea o a cada cosa, de su lugar adecuado, es una
expresión de armonía social.

Con tales impulsos, se dictan normas de creación, fomento y conservación de la


pequeña propiedad agropecuaria que, perfeccionadas con el correr del tiempo especialmente
por el Estatuto Agrario, han de desenfeudar la tierra y liberar integralmente al ciudadano. Al
perfeccionamiento de la ley electoral siguieron las soluciones de los problemas de las
relaciones entre el capital y el trabajo y se ideó la creación del Departamento Nacional de
Trabajo, con un criterio que si rechazaba al capital como instrumento de dominación, lo
protegía en cuanto factor indispensable de producción. Con estas iniciativas se echaron las
bases de la justicia social, concepto que se defiende y desenvuelve en el Mensaje del Poder
Ejecutivo al Legislativo, en 1916.

De esta manera, desde su origen hasta la Convención reunida en 1945, en que su


ideario ha contemplado la nueva posición de los países dentro de la comunidad internacional,
el Partido Liberal ha venido difundiendo su filosofía política de sustentación de los fueros de la
personalidad y de resistencia a la opresión.

Ambos partidos, el Liberal y el Republicano, al ser fundados tomaron la Constitución de


1870 como programa, y proclamaron la libertad de sufragio como procedimiento para realizarlo.
Mas el origen social de cada uno, que entronca con instituciones coloniales que tenían
mentores educativos unas y amos otras, determinó su espíritu y su fisonomía de manera
definitiva.

Ambos nacieron en el período de anarquía que siguió a la derrota de 1870, pero su


gestación espiritual evoluciona a través de los distintos tipos de Encomiendas y de los bandos
en lucha durante la Revolución Comunera.

He aquí por qué domina espontáneamente en el uno el espíritu liberal y democrático,


mientras en el otro, el antidemocrático y de sumisión habitual, que se convierte en prepotencia
y despotismo cuando alcanza el poder.

La vida de los partidos políticos está estrechamente vinculada con el fin del Estado, el
cual es la perfecta cohesión social.

No quiere decir esto que el ideal esté en la unidad o en la unanimidad sino en la


armónica relación y convivencia de los individuos en la estructura y en la constitución sociales.

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Nunca es tan exacto el postulado de la conciencia de la especie (consciousnessof kind) de


Franklin Giddings, como cuando se refiere a las fuerzas integradoras de las asociaciones
políticas. En el Paraguay, más que en las opiniones o intereses semejantes que para el
sociólogo norteamericano constituye esa conciencia de especie, ésta está en la semejanza
temperamental y espiritual que cada individuo y el partido que los agrupa han heredado,
primero de su remoto origen social al cual permanecen amarrados o enraizados, y segundo,
del papel que en la Provincia Gigante –ya colonia, ya nación– ha desempeñado cada uno, en la
lucha por la libertad.

Los partidos son los cauces naturales por donde fluyen robusteciéndose las normas
peculiares empleadas o concretadas para considerar la solución de los asuntos públicos. Como
naturales que son estas instituciones, como lo son la familia o la nación, tienen su génesis
natural, explicable por un criterio, más que sociológico, ecológico-social. De acuerdo con esa
génesis, es su desenvolvimiento, su conducta colectiva y sus resultados.

Decir que los partidos paraguayos son conjuntos de individuos unidos por sus intereses
económicos, o de clase, o por sus opiniones históricas, sería juzgarlos superficialmente. La
conmoción mundial del momento, contagiada a los partidos políticos, en sus manifestaciones
creadoras o en las destructoras de la libertad, han revelado que aquéllos conservan las raíces
profundas que han determinado sus destinos. Porque en los partidos existentes no hay
problemas económicos divergentes, ni hay clases, y aún las diversas opiniones históricas los
saturan de manera que no afecta su equilibrio interno.

Hasta hace unos años, los propios vocablos distintivos parecían comunes al espíritu de
ambos: liberal el uno y republicano el otro, hasta 1946, diríase que ambos eran liberales y
republicanos al mismo tiempo, ya que coincidían en pregonar los principios de la Constitución
liberal y republicana de 1870.

Pero en el último lustro ha quedado demostrado que en el Paraguay, por encima de las
nucleaciones partidarias, existe un liberalismo y un antiliberalismo, un núcleo democrático y
otro totalitario, con todos los procedimientos propios a estos encasillamientos. El sino
paraguayo queda patente una vez más: la lucha por la libertad, en la que por un lado está el
esfuerzo por la expansión de la personalidad y, por el otro, el hábito y la tara de la servidumbre.

La reciente publicación del libro de Carlos Pastore, La lucha por la tierra en el Paraguay,
ha puesto sobre el tapete valiosos datos de una acuciosa investigación que da la clave de las
circunstancias que han puesto su sello distintivo en los partidos paraguayos: uno oriunda de las
poblaciones de origen mitayo y el otro en los de origen yanacona, unos que lucharon al lado de
las Comuneros y otro contra los Comuneros. Así, mientras el núcleo antiliberal sigue
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traduciendo el espíritu de las Encomiendas, el agrupamiento liberal que formó el partido de ese
nombre, se constituye sobre la invocación de las "virtudes cívicas”, "libertad electoral”, los
"derechos del hombre», el triunfo de la "ley" y de la "causa del pueblo". Por eso encarna el
espíritu de recuperación en ese final del siglo XIX en que encuentra al Paraguay desnudo y
desollado, sin cultura y sin tierras para el campesino.

LA UNIVERSIDAD Y LA CULTURA CÍVICA.

En la estructura social la Universidad y los Partidos políticos son los organismos cuyas
características son más coincidentes entre sí. El principio de la deliberación y del libre examen
constituye la esencia de ambas instituciones y, llegado el caso, sus funciones son de la misma
naturaleza, aunque presenten diferencia de grado. Mientras una realiza la cultura general del
pueblo, los otros realizan el aspecto cívico de la cultura.

En los dramáticos momentos que vivimos, la lucha sorda pero persistente se incuba en
la Universidad.

En los severos claustros universitarios, a la voz de los viejos maestros hoy


desaparecidos se unían aquellas palabras de Ma riano Antonio Molas al poner punto final a su
Descripción Histórica de la Antigua Provincia del Paraguay, escrita en las mazmorras del doctor
Francia: "Juventud, vosotros sois el futuro del pueblo. No perdáis de vista este diminuto
bosquejo de tiranía y despotismo cruel que sufrieron vuestros padres encadenados. Vivid
precaucionados, y preferid siempre para vuestra felicidad un Gobierno constitucional, al imperio
o poder ilimitado de uno solo".

Guiada por ese clamor la Universidad ha constituído en las épocas criticas el último
reducto de las libertades, y así la alta casa de estudios del Paraguay ha llegado a ser otro
factor de vanguardia para la lucha por la personalidad humana, a la vez que el cauce por el que
la sociedad paraguaya recibe las más robustas corrientes del pensamiento contemporáneo.

CAPÍTULOXIII

LA LUCHA POR LA INTEGRIDAD TERRITORIAL (2)

2
Este capítulo es el esquema de una conferencia pronunciada en Buenos Aires el 23 de noviembre de 1949, publicada luego
con el nombre de "Eusebio Ayala, Presidente de la Victoria”.

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POR UNA RUTA HACIA EL MAR.

Apenas se había disipado en el espacio el fragor de la guerra de la Triple Alianza y


mientras la nación, al hacer su inventario territorial advertía la falta de centenares de miles de
kilómetros al norte y al sud, al este y al oeste, un país vecino del noroeste (Bolivia) empezó a
moverse y a marchar por el Chaco en busca de una salida sobre el Río Paraguay. Esta marcha
se hizo más acentuada e implacable desde que Chile, con un golpe fulminante, le cerró su
litoral en el Pacífico con la ocupación de Antofagasta.

Desde entonces iban a quedar dos países mediterráneos frente a frente para dirimir en
una guerra absurda la posesión de lo que ninguno de ellos tenía y sí solamente sus vecinos:
una salida al mar.

Muchos y tenaces esfuerzos se realizaron para buscar un acuerdo. Pero las porfías
diplomáticas fueron inútiles ante la exacerbación de dos pueblos a los que la dialéctica
patriótica había enseñado la técnica del uso y abuso de las Cédulas Reales, sentencias de las
Audiencias, las Ordenanzas de los Intendentes y las Recopilaciones de Indias, y a los que la
instrucción oficial y la propaganda política habían convencido de sus derechos exclusivos e
indiscutibles sobre el Chaco.

La guerra con Bolivia no tomó desprevenido al Paraguay. Con el orden administrativo ya


firmemente logrado entonces, y las finanzas saneadas, el país estaba en condiciones de
afrontar cualquier crisis. No se encontraba inerme y aunque tampoco tenía sus arsenales
repletos, se hallaba relativamente en mejores condiciones que en 1810 y 1864. Pero el ejército
de 1932 adolecía en su organización de profundas deficiencias técnicas, que tenían que ser
suplidas por ese espíritu de patria y la decisión de defenderse que antaño le había dado el
triunfo sobre el General Belgrano y que le había permitido sacar fuerzas de flaqueza en la
tenaz resistencia a la Triple Alianza. Felizmente también en esto las circunstancias eran
favorables, comparadas con las imperantes en la época de la Triple Alianza: gracias a su
preparación democrática, el pueblo tenía en 1932 una conciencia clara y precisa de lo que iba
a defender.

EL CONDUCTOR DE LA NACIÓN.

No obstante, la nación vivió un momento de angustia. ¿Tenía el Paraguay un hombre


más desinteresado y de mayor envergadura que Hernandarias, de más patriotismo y rectitud
que el doctor Francia, de más sabiduría, visión y capacidad que Carlos Antonio López y más
afortunado que el Mariscal Francisco Solano López?
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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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LAS INDIAS

Y apareció Eusebio Ayala. Hijo del pueblo, verdadera expresión democrática, salió de
cuna humilde y escaló, sin abrirse paso a codazos, las más altas cumbres universitarias por su
talento, un discreto bienestar económico con su honradez y laboriosidad, y las situaciones
políticas, no por combinaciones palaciegas, sino por el reclamo de los campesinos al Partido
Liberal al que pertenecía.

Cuando el doctor Eusebio Ayala ocupó el centro del escenario nacional, dos fuerzas
espirituales luchaban en el Paraguay con golpes de luces y de sombras, en el año 1912,

En medio de ellas la visión certera de los problemas y de las soluciones fue la nota
predominante de su mentalidad realista. Liberal en su completo sentido filosófico, en la
interpretación de la historia, en lo internacional, en lo comercial, en lo económico y en lo
político, consideraba esa doctrina como el más hermoso ideal por cuya implantación trabajó
con actitud persistente, paulatina y reflexiva. Juzgaba al liberalismo como una filosofía
culminante de la civilización y del espíritu, cuyo único peligro –la anarquía– podía contenerse
por la autoridad libremente elegida y consentida. No le apasionaban ni las personas ni las
concepciones, tan misteriosas e impenetrables las unas como las otras. Le apasionaban los
hechos, y ellos y su observación sociológica fueron los determinantes de sus actos; los hechos
porque son más imparciales que las personas, porque ofrecen un campo más despejado para
el conocimiento de la verdad, y la observación porque presenta a aquéllos con claridad y
franqueza en sus interrelaciones. De esta manera su juicio adquiría una diafanidad capaz de
situarlo dentro de un mínimum de error.

Así es en la política y así es en la cátedra. Es el profesor de las ideas claras, el que


afronta la investigación y la reflexión sin temor al resultado, convencido de que «la verdad
surge más del error que de la confusión». Como maestro es un sembrador. En sus campañas
políticas, su prédica es una serie de enseñanzas a la juventud y al campesino. A aquélla le dio
la noción del valor trascendental de la salud física e intelectual, y a éste la idea de su bienestar
como base del amor a la tierra y a la libertad.

Espíritu continental, Ayala sabía conectar su profundo amor patriótico con el de todo el
hemisferio. Buscaba la grandeza del país por su posición en la comunidad internacional, y
obraba convencido de que el aislamiento no se borra con ceremonias cortesanas o con
tratados sin eficacia práctica, ni con un crudo tráfico comercial que oculta una guerra
económica en que se absorben más energías que la que corresponde a la utilidad obtenida.
Tenía una inmensa fe en la cooperación que convierte a los pueblos en aliados por las
perspectivas de satisfactorias ganancias y que evitan la subordinación económica, tan
perniciosa como la servidumbre política.
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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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LAS INDIAS

La nación que desde hacía años lo destinaba a las tareas constructivas de la paz, tuvo
que ponerlo, por esos azares de la historia, al frente de las legiones del Chaco en los
entreveros de la guerra.

Eusebio Ayala había captado con exactitud el momento en que el pueblo puso sobre sus
hombros el peso de las responsabilidades que antes habían soportado, con resultado adverso,
el doctor Francia y ambos López.

Y esa confianza no iba a ser defraudada. Ayala fue el hombre más completo que pasó
por el escenario político del Paraguay. Era sabio, austero, justo, honrado, bondadoso y
enérgico, sereno y dinámico. Todo lo tenía en medida exacta y lo mantenía en imperturbable
equilibrio, aun lo más difícil: la libertad del ciudadano, la autoridad del mandatario y el respeto a
las instituciones.

EL CHACO RECUPERADO.

Acontecimientos históricos de diversa índole habían llevado a Paraguay y Bolivia a una


situación análoga. El territorio de ambos iba siendo retazado por vecinos más poderosos, y
quedando ambos cada vez más aislados.

La lucha que el Paraguay mantuvo con su vecino del noroeste fue, sin embargo, de otra
índole que la de la Triple Alianza. Esta dejó en el Paraguay amargos recuerdos que si no los ha
conservado es solamente por esa personalidad colectiva poderosa que desafía todos los
reveses y todas las desventuras. En efecto, el Paraguay fue arrastrado a la guerra de la Triple
Alianza por sus sentimientos de solidaridad americana. Fue víctima de sus grandes hechos y
del cumplimiento de la palabra empeñada en aras del papel que el momento histórico le
encomendara realizar.

Con Bolivia, en cambio, fue una lucha de igual a igual, en que se debatían intereses
análogos, en que no se avasallaban deberes de gratitud. Cada país combatía patrióticamente
por lo que creía suyo. Por ello después de la guerra el sentimiento de fraternidad americana
desalojó en poco tiempo a la animosidad inevitable que produce la absurda lucha de
destrucción a la que los pueblos se ven arrojados por el destino.

Eusebio Ayala cumplió el mandato del pueblo y desempeñó el papel que él le había
asignado. Tuvo que hacer la guerra y la hizo reincorporando al país el territorio del noroeste,
que era suyo por derecho secular. Cuando el doctor Ayala resignó el mando el 17 de febrero de
1936, durante el armisticio que medió entre el cese de la guerra y la firma de la paz, dejó bajo
custodia y salvaguarda del Ejército triunfante la totalidad del Chaco. Fue así el único

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gobernante paraguayo que, puesto en el caso de decidirse una disputa de fronteras, entregó a
su pueblo un territorio no disminuido sino acrecentado y con sus bases jurídicas robustecidas.

CONSECUENCIAS DE LA VICTORIA.

La intervención de Eusebio Ayala en el desarrollo histórico del Paraguay tuvo en el


encadenamiento de los sucesos corrientes la trascendencia de un factor nuevo. Su poderosa
personalidad influyó de tal suerte, que pareciera que los hechos tuvieran insólitos alcances,
una genealogía distinta. Era una causa más en la producción y modalidad de los
acontecimientos.

Producto de su pueblo y de su tiempo, su energía anímica se transfundió en las


muchedumbres ciudadanas y fue un ejemplo evidente de la identificación de todo el país con
su conductor para la realización de la victoria del Chaco.

Eusebio Ayala fue, además de todo esto, el impulso indispensable para la recuperación
espiritual del pueblo, en cuya mentalidad aún perduraba el complejo del vencido frente a las
huestes de la Triple Alianza. En la guerra de 1932-35 la nación se reencontró a sí misma y
adquirió nuevos arrestos para una acelerada evolución.

Treinta años constituyen la brevísima historia, en grande y principal parte construida


para su país por ese estadista excepcional que llena las páginas más puras de sus anales. Al
cabo de ellos, ni el odio ni el resentimiento enturbiaron su alma, ni en los días sombríos en que
le alcanza la gloria dramática y paradójica de ser arrojado a una celda con el Mariscal José
Félix Estigarribia, el jefe invicto de las legiones victoriosas en el momento en que todo el pueblo
paraguayo lo reconocía como el primer Héroe Civil de la Nación.

El gran Presidente murió en el exilio el 4 de junio de 1942. Su vida y su obra se resumen


lacónicamente en la frase inscripta en la medalla que le otorgó el Congreso Nacional: "Mereció
bien de la Patria».

VALORACIÓN DE LA GUERRA CON BOLIVIA.

En las grandes conmociones sufridas por el Paraguay, desde la época remota en que
era conocido con el nombre de Provincia Gigante de las Indias hasta nuestros días, a cada
acontecimiento corresponde una valoración especial.

Hernandarias fue el causante de la primera desmembración del territorio. Este hecho


oscuro y sin gloria desvió el destino del Paraguay, que estuvo llamado a ser la comunidad más
grande y de mayor trascendencia en el Río de la Plata. Sin discusión y sin guerra, perdió la

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batalla más grande de su historia, empujado por intereses comerciales y mediante un decreto
de la Corona, ajena a la realidad y a toda visión del porvenir. La Revolución Comunera tuvo
como motivo la autonomía de la comunidad y la de la individual de sus miembros. Antequera,
Mena y Mompox incorporaron así el precoz espíritu de la libertad, a un movimiento universal
que puso su sello en los siglos XVIII y XIX. La Revolución de 1811 fue por la emancipación
política.

La guerra declarada por Carlos Antonio López a Juan Manuel de Rosas, aunque no
efectuada tuvo por fin el reconocimiento de la independencia paraguaya. La del Mariscal
Francisco Solano López contra la Triple Alianza tuvo como motivo los principios de la
solidaridad y del equilibrio internacionales. La de 1904 fue una revolución estructural de la que
surgió la ciudadanía.

Desde el desgraciado acontecimiento en que el protagonista principal fue Hernandarias,


sólo la guerra con Bolivia fue la lucha por la defensa de la integridad territorial. Primero la
Nación perdió el litoral Atlántico en una larga serie de renunciamientos e infortunios que se
inicia con la cédula real de 1620 hasta la Dictadura del doctor Francia; luego perdióse la salida
al mar por el Río Uruguay ya por la inacción, ya por la acción de los López. Si la guerra con
Bolivia hubiera tenido un resultado adverso, el Paraguay hubiera quedado bloqueado en las
selvas, y los ríos Paraná y Paraguay, en vez de ser arterias de su único acceso al Océano,
hubieran sido, si no obstante la derrota hubiéramos tenido la suerte de lindar con sus aguas, el
cinturón de hierro que nos hubiera asfixiado para siempre arrinconados en los yerbales y
desiertos contra las Sierras de Amambay y Mbaracayú, exponentes de los cataclismos y
erosiones de la época terciaria.

Jamás el Paraguay podrá pasar por un momento tan trascendental de su vida, como
aquel en que fue suscripto el armisticio del 12 de junio de 1935. Sólo le sería comparable otro,
hoy de todo punto incierto, ese en el que el Paraguay reapareciera en las playas atlánticas con
los mismos derechos con que lo hacían sus antepasados los guaraníes.

***

MADUREZ REFLEXIVA

CAPÍTULOXIV

INDICES Y RESULTANTES
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LAS INDIAS

EL FENÓMENO PARAGUAYO.

No hay una clave segura para descubrir la ley del progreso humano. Las del progreso de
un país y aun las de su desenvolvimiento permanecen igualmente ignoradas. La progresiva
“abolición de las distancias”, que Wells señala como característica del mundo moderno,
complica los intentos de llegar a una solución del problema, pues, al provocar la
interdependencia creciente de las naciones, disminuye el valor de la recíproca influencia entre
los factores locales que forman el medio y las sociedades que en él se desenvuelven.

Las teorías ensayadas son, apenas, espejismos que se alejan a cada instante, y el fin,
en el curso de una larga serie de esfuerzos, no quedan sino ansias frustradas que se burlen del
intento de desentrañar el origen y el destino de las comunidades humanas.

En la extensa cadena de la historia de un país ambos extremos, el de su principio y fin,


se pierden en el infinito. No podríamos dar a tantas hipótesis expresiones de diversas escuelas
sociológicas y de investigaciones más o menos imparciales, una forma precisa y definitiva.

Hay un fenómeno paraguayo que no puede escapar ni a propios ni a extraños. Es cierto


que la mediterraneidad hizo y hará del Paraguay, mientras así permanezca, una comunidad
impermeable a ciertos imperativos culturales a pesar de su plasticidad. Su característica es la
de una energía elemental, ruda. Le faltará siempre la soltura de Buenos Aires, la fina
sensibilidad espiritual de Montevideo o la cortesanía mundana de Río de Janeiro, originadas en
el hecho de tener sus puertas abiertas sobre el mar, que las circunstancias geográficas y
políticas dominantes les concedieron en la época en que la emancipación diseñaba el mapa de
las naciones americanas. Pero el fenómeno paraguayo no coincide esencialmente con los
perfiles cartográficos de la nación. Estos son meras expresiones temporales de una soberanía
convencional sujeta a perpetua variación, sea por la fuerza de las armas, sea como
consecuencia de la visión estrecha o amplia de sus gobernantes, sea a causa de la pasividad o
el dinamismo del pueblo, sea por los imperativos de los nacientes criterios prácticos de la
solidaridad continental.

El Paraguay, como Provincia Gigante que fue, o como pequeño país mediterráneo que
es, se desarrolló en un área imponderable, de cierta extensión, pero siempre definida, formada
por el perímetro en que se habla la lengua guaraní. Además, como primera comunidad indo-
americana de la era medioeval del hemisferio meridional, ha ejercido una influencia singular.
Ambas circunstancias, su medio espiritual y su papel, dan relieves propios a su personalidad.

Pero al revés de otros países, de estos y de aquellos tiempos, el Paraguay no enunció ni

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intentó aplicar teorías de espacio vital o de hegemonía política fuera de sus cambiantes
fronteras físicas, ni concibió dialécticas para alegar la existencia de "minorías". Sin embargo, su
carácter y su energía espiritual no dimanan solamente de las fuerzas telúricas que influyen o de
los recursos naturales con que cuenta dentro del marco actual de sus ríos y montañas.
Arrancan de esos miles de ciudadanos que, perseguidos por esporádicas dictaduras, han
salido de su patria a gozar aires de libertad o a luchar por ella y a fundar, no ya pueblos y
ciudades a los cuatro vientos, como sus antepasados, pero sí urbes de cultura y de civilización
y emporios de riqueza.

Esta superficie inmensurable es la auténtica, y tiene como la otra su subsuelo poco


explorado y su dimensión aérea, plasmados en una tradición de hondas raíces y en un futuro
peculiar. En una palabra: toda consideración del fenómeno paraguayo debe hacerse, no en
función de su área natural, sino en función de su área cultural.

Pero esta misma enunciación requiere una clave que se encuentra en la Naturaleza, en
la Raza y en el Tiempo. Los tres están en el fondo de todo proceso histórico, y juntos forman la
base de toda interpretación.

Le Play asienta su concepción de la estructura histórica de la sociedad en esas tres


fuerzas fundamentales. La naturaleza (O medio, como él lo llama) es el substrato físico-social;
la raza es el substrato humano biológico, y el tiempo (momento) es «el resultado de la
acumulación evolutiva en la sucesión histórica, de manera tal que cada momento es distinto del
precedente, porque arranca de él y lo contiene”. De aquí deriva la realidad histórico-social que
se denomina pueblo o nación. El carácter nacional es la consecuencia de la acción
transformadora del ambiente. Es el trasunto de los instintos y aptitudes permanentes que
ninguna vicisitud histórica consigue alterar. "Granito primitivo", designa él a este resultado y lo
describe como un residuo que radica en la sangre y que por ella se transmite a las
generaciones sucesivas, las que, a su vez, la conservan hasta que una invasión o una
conquista duradera, una transformación del medio físico o una emigración, produzca un cambio
radical en su estructura corporal o en su temperamento.

La masa demográfica que debe examinarse a la luz de estos tres elementos vive y se
desenvuelve en la parte más rica, al sur del trópico, en la zona templado-cálida. Sus
agrupaciones más importantes se encuentran en la parte media de la Región Oriental, y a lo
largo del Río Paraguay. La distribución de los habitantes no es uniforme. Hay zonas en las que
la vida social –aparte de las actividades inherentes a las industrias extractivas o
agropecuarias– es escasa a causa de la paca densidad y por el aislamiento.

El desierto, sin embargo, no está determinado por ninguna causa física o geográfica,
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puesto que todo el territorio se caracteriza por su fertilidad y por la variedad de recursos que
estimulan la vida orgánica, base de la vida social. Son las periódicas vicisitudes históricas y las
condiciones propias de su situación mediterránea las que han disminuido su población e
impedido su rápido incremento por la inmigración. El país ha estado prácticamente secuestrado
por la dictadura de Rodríguez de Francia, por el bloqueo natural de los países limítrofes, por los
errores y omisiones de los gobernantes del siglo XIX y por las guerras que fueron su
consecuencia.

El crecimiento vegetativo, si bien rápido ya que las facilidades para la vida material
liberan de preocupaciones una gran cantidad de energías aplicables al aumento de la
población, no ha sido suficiente para el progreso demográfico y para la correspondiente
composición demótica. Es así cómo el Paraguay que hace cien años tenía una población de
600.000 unidades, en 1870 tenía escasamente 250.000 y en 1945 apenas rebasaría el millón,
según estadísticas organizadas con deficiencia y cuyos resultados son apreciados con
optimismo.

No hay, pues, posibilidad de que la regular dispersión demográfica que produce el


comercio, la industria y los inventos modernos en punto a comodidades y comunicaciones, dé
lugar, por la concentración consiguiente, al nacimiento y desarrollo de centros urbanos densos
en todas las zonas de la República.

Las excelentes condiciones físicas del medio y de las potencias étnicas de la población,
generadoras de la recíproca y necesaria influencia que requiere el incremento del progreso
económico y del social, no tienen, por consiguiente, debido empleo y provecho. Por todo esto,
la vida en el Paraguay está lejos aún de manifestarse como una actividad eliminatoria. Sus
habitantes pueden aumentar en cantidad y en calidad sin que ello provoque una lucha de
selección. Toda la energía vital puede emplearse dentro de las propias fronteras, no como
ocurre en comarcas cuya población ofrece un desequilibrio con el medio empobrecido en que
viven. Sin embargo, sus habitantes emigran, aunque no por causas universales. Frecuentes
crisis jurídico-políticas provocadas para eliminar al pueblo del papel que le corresponde en el
manejo de sus propios destinos han dado origen a acontecimientos cuya consecuencia fueron
la emigración, el empobrecimiento demográfico y el estancamiento cultural del Paraguay.

Estos hechos sintéticamente revistados nos permiten una generalización.

LA NATURALEZA Y EL HOMBRE.

La naturaleza física y la estructura somática y psíquica del hombre determinan el


desarrollo de la sociedad, ponen su matiz especial en los hechos y constituyen su fuerza
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orientadora.

El medio físico paraguayo estimuló visiblemente el desarrollo de determinadas


facultades y aptitudes y cohibió otras que recibieron la influencia, ora positiva, ora negativa, de
la educación y de las instituciones. La raza, por su parte, dotó a la comunidad de cierto índice
espiritual, de ideas, de sentimientos y de voluntades: con él pudo enfrentar a la Naturaleza,
modificarla y vencerla, o simplemente utilizarla y disminuir su dependencia de ella a medida
que avanzaba en cultura y en civilización.

El indio guaraní plasmó en el grupo étnico que resultó de la fusión, un temperamento


aparentemente paradójico: 1º, su individualismo y su estrecha identificación con el grupo del
cual forma parte, dos cualidades extremas hermanadas en él; 2º, una veneración por lo
desconocido y misterioso, sin caer en el fanatismo religioso e idolátrico, que hizo que no
concibiera la necesidad de cementerios e iglesias; 3º, un gran celo por la independencia
personal, hasta e1 punto de que no tenia cárceles, ni aceptaba motivos o sistemas para
restringir la libertad; 4º, su arraigada concepción de los intereses generales, al no concebir la
propiedad individual y al separarse del grupo cuando se sentía incompatible con él, y por
defender fieramente el territorio que estimaba como parte vital integrante del grupo social.

Así pues, en el estado tribal su expresión peculiar fue un equilibrio inalterable entre el
interés general y el individualismo de sus componentes, el cual ponía su nota indeleble en
todas las manifestaciones sociales, sean domésticas, sean tribales. En la era colonial y ya bajo
la férula del jesuita y del encomendero, el absolutismo totalitario rompió ese equilibrio, aherrojó
su libertad, y de ello derivaron esas intermitentes explosiones anárquicas, que en la época
nacional tomaron la forma de motines y "revoluciones» para sacudir el yugo de la opresión.

Esto nos permite una generalización determinante del hombre nuevo, levadura y
simiente del futuro Paraguay.

El paraguayo de hoy es un hombre antiguo. Es el mismo guaraní que estuvo bloqueado


en los bosques por un milenio, sin contacto alguno. Luchar para romper su encierro le ha dado
la costumbre de pelear. A él se unió otro pueblo antiguo –el español– con espíritu africano,
como dice Keyserling. Dos voluntades elementales que al entrar en contacto se unen. El
huracán y el simún que se encuentran en una encrucijada y siguen juntos para arrasar cuanto
quiera cortarles el paso. De la impotencia ancestral a la que le redujeron sus vecinos y sus
gobernantes miopes, surgió su grandeza histórica. Sintiendo en carne propia las necesidades
de su comunidad obra por virtud de ese imperativo. El mediterráneo es así. Sabe que no puede
esperar nada de nadie, y porque sabe que no puede contar con nadie, cultiva celosamente su
virilidad y su dignidad. Por eso y porque siempre ha sido o autor o víctima de sucesivos y
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frecuentes despotismos, se ha endurecido. No tiene compasión ni la espera. No pide ni da


cuartel. Como que la justicia siempre le ha llegado tarde, inclusive en el orden internacional, le
parece más natural y más digno de él, la "desgracia» de hacerse justicia por su propia mano y
posiblemente, en su fuero interno, considerará como un crimen del juez el que ponga a un
condenado frente a un pelotón de soldados o en la silla eléctrica.

El ansia vital y el accidente mortal se confunden en él. Son la vida y la muerte, para él,
extremos que se tocan, una y misma cosa. El indio del predescubrimiento sobrevive dormido y
aparece cuando menos se espera con una fuerza singular. De ahí su tenaz resistencia a la
opresión, una de cuyas formas morbosas la encuentra en el mando y el predominio dentro de
su patria o de su aldea.

En la interacción de las tres fuerzas elementales –naturaleza, raza y tiempo– está la


causa causarum de la historia y de la sociología paraguayas. No caben interpretaciones
unilaterales en función de una sola de ellas. No es posible dar una solución física que es
fatalismo, ni una solución antropológica que es racismo, ni la interpretación azarosa de las
circunstancias.

En el desarrollo de los hechos históricos, las energías étnicas han sido de extraordinaria
influencia sobre la sociedad. Actuando a la manera de fuerzas telúricas, muchas veces han
tenido mayor poder que éstas.

Si las condiciones del medio han determinado el nacimiento, desarrollo o disolución de


los núcleos urbanos en el Paraguay, también la esencia profundamente humana del ser, que
se llama libertad impulso ancestral de la biología hispano-guaraní ha producido el incremento o
decadencia de las ciudades y el éxodo de su población, con los mismos efectos de un
cataclismo natural. Montesquieu ha consignado una verdad que sirve de molde a la realidad
paraguaya: «las tierras no son cultivables en razón de su fertilidad sino en .razón de su
libertad». En efecto, las comunidades paraguayas jamás echaron de menos la prodigalidad de
la naturaleza, cuando con ella no han podido ganar en fuerza dinámica y en nobleza en razón
del reconocimiento de la personalidad del individuo.

La recíproca influencia de sus elementos vitales suscitó las actividades que


transformaron el “medio espacio”, (la Naturaleza) y dio relieves típicos al «medio tiempo”, (la
Historia) en los que se originó el “medio cultural» (la sociedad). Este medio (instituciones
políticas, religiosas y sociales, moral, derecho, artes y ciencias) creó, modificó o aniquiló ideas
y sentimientos, y aun tipos de cultura y de civilización, que a su turno ejercieron una influencia
transformadora como si estuvieran dotadas de la fuerza de los elementos telúricos y raciales.
En esas condiciones estructurales vivió siempre y sigue desarrollándose la comunidad
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paraguaya.

Tales elementos operan en constante y recíproco estímulo, y cada uno es el resultado


de la acción de los demás. Ninguno de momento uno de ellos ocupa el primer plano
prevaleciendo sobre los demás en esas vicisitudes y alternativas tan propias de la vida de la
nación.

EL ÍNDICE HISTÓRICO.

La historia de las naciones está en el desplazamiento de sus habitantes, en las fusiones


étnicas, en la estructuración de sus grupos biológicos y funcionales, en las normas de
convivencia que regulan la vida y la propiedad, en su idea moral y religiosa, en la proximidad e
interacción de los núcleos demográficos, en el intercambio de sus riquezas, en su experiencia
constantemente renovada y en las revoluciones que denotan el desequilibrio entre el individuo
y el grupo.

En el curso de este complicado proceso las condiciones sociales se modifican


profundamente. Los resultados a veces permanecen ocultos, como forjándose en su subsuelo
espiritual, pero el observador o el investigador puede encontrarlos en el fondo de las
tradiciones o en lo más profundo del pensamiento y de la conducta de los contemporáneos.

La historia es un medio dinámico que registra las recíprocas influencias de la naturaleza


y de los hechos humanos, y aunque a veces no pueda definirse cuál de ellas es preponderante,
es evidente que "la historia comienza por ser geografía”, según el pensamiento de Michelet y
que "la geografía se convierte en historia», como lo completó Reclus.

La interpretación de la vida paraguaya es compleja porque en los diversos ciclos en que


ella puede ser observada se produjo una vertiginosa sucesión de hechos aparentemente
contradictorios que transformaron la fisonomía social o cultural del país.

Al mismo tiempo los elementos étnicos originarios y el resultado de la fusión, constituyen


rasgos peculiares, únicos en América, cuya valoración no ofrece modelos análogos, aunque en
todos los otros países también hubo cruzamientos. En el caso paraguayo, dos razas, a pesar
de ser diametralmente diferentes en cultura, resolvieron deliberadamente –no por imperativos
transitorios o simplemente instintivos– cruzar su sangre. Y así por la presión del medio y
favorecida por el alejamiento de la Metrópoli, con una masa dúctil, nueva a fuerza de haber
envejecido aislada, se originó una masa demográfica con rica y variada tradición. Dos razas
provenientes de medios físicos distintos, la española, incesantemente modificada en el curso
de su historia, y la guaraní, conservada en su historia, se juntaron para forjar una común

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historia.

La secuela de la vida paraguaya se ha convertido en un problema de adivinación del


pasado ante tantas "historias" escritas a espaldas de los documentos y ajenas a una
interpretación unitaria de las circunstancias de tiempo y de cultura.

Ciertas omisiones documentales y las interpretaciones preconcebidas han traído hasta


nosotros narraciones patrióticas, noblemente intencionadas, pero reñidas con la verdad. El
Olimpo histórico del Paraguay está lleno de dioses y semidioses, y como éstos, tan llenos de
virtudes, vicios y pasiones. Cada uno ha tenido su papel que representar y, fuera de él, ellos
pueden ser o son nulos, incompletos y hasta perniciosos. Los hombres de ayer no fueron
mejores que los de hoy. Los próceres paraguayos tenían menos posibilidades de llegar a la
perfección que los ciudadanos de ahora porque vivían en una sociedad atrasada, sin
instituciones arraigadas, sin clase directora, sin comunicación, sin recursos técnicos, sin
conocimiento del país y de los países, en medio de una sociedad mestiza tal vez menos
maleable que la misma naturaleza física.

La consideración de esas deficiencias, de las pasiones incoercibles y egoístas, de la


incesante actitud antagónica dentro de condiciones sociales antijurídicas e inescrupulosas y de
las luchas de intereses de la época respectiva, es la que debe servir de base para aquilatar sus
actos y deducir juicios. Los criterios y sentimientos del presente poco valen si no son
trasladados a la época en que los hechos fueron provocados.

Ninguna época tiene existencia independiente. El "medio-tiempo» es una continuidad de


origen, presente y porvenir, como el medio físico, que comienza en el subsuelo y se prolonga
por la superficie hasta la atmósfera. Así la historia paraguaya comenzó desde el momento en
que Juan Díaz de Solís tocó playas de América, y se fue desarrollando hasta la fecha con
proyección constante, desde un punto que comienza en los orígenes y sigue por una línea que
señala las aspiraciones.

Cada hecho deriva de uno anterior; tiene su genealogía.

Por eso, al formular una interpretación en la época moderna, podemos comprobar que
los hechos históricos en que los primeros gobernantes del siglo XIX fueron protagonistas, eran
la consecuencia directa del régimen jesuítico y de las Encomiendas, y éstos de los sucesos del
Descubrimiento y Conquista. Antagonismos, pasiones, rivalidades, audacias, ambiciones
económicas o políticas deben ser contempladas desde esa altura, como un resultado del
sometimiento de los nativos a la pasión española por el gobierno y por lar armas, matizadas
por su espíritu religioso y económico.

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LAS INDIAS

Históricamente los protagonistas de la vida paraguaya son las colectividades guaraní e


hispana, primero, y luego la colectividad fusionada, ya dividida en clase conductora y pueblo.

La raza nativa tuvo su historia, que no es sino prehistoria paraguaya. Los invasores
tuvieron una historia varias veces secular. Comunidad que tenía ya una conciencia propia, llegó
a América en una empresa que podríamos caracterizar por su resultado como urbanizadora de
la existencia tribal autóctona.

Este punto de partida axiomático resta importancia a la vieja polémica de si la


colonización fue una conquista espiritual o una empresa comercial. No puede concebirse que
una hazaña semejante pudiera realizarse con una mira simplista y única. Cada una necesitaba
de la otra y puede afirmarse que el sacerdote se vio forzado a requerir la colaboración del
aventurero, y recíprocamente, para llegar a su meta. Don Quijote y Sancho vagaban juntos o
cada cual por su lado, por los dilatados espacios de la América selvática. Al fin y al cabo,
símbolos ambos de la dualidad de la existencia humana, recorren eternamente los ámbitos del
mundo y no tienen existencia independiente y, por el contrario, cada uno sigue su ruta más o
menos saturado de los móviles y pensamientos del otro.

El caso de Irala es un ejemplo patente. Por un lado él buscaba minas sin descanso, sin
reparar en medios ni en las penurias y sacrificios de sus legiones. Por otro lado repartía sus
bienes y sus camisas entre los necesitados. Las minas eran para el bien común, para el
servicio de Dios y del Rey: no podían confundirse con los bienes propios ni con los
sentimientos personales.

En la acción española, por consiguiente, nos interesa menos la intención que el proceso
y los resultados; una empresa que empezó siendo comercial y luego se trocó en un plan
político-feudal organizado y cumplido con la ayuda de las corporaciones religiosas.

EL PROBLEMA GEOGRÁFICO.

Para crear la Geopolítica o sea una política de fatalidades 'geográficas, el Instituto de


Geopolítica de Munich, bajo la influencia de Kjellén y Haushofer, desenvolvió y difundió la idea
de los países providenciales y de la "conciencia geográfica del Estado». Se fundaron y
elaboraron doctrinas cuyo fundamento estriba en el alcance y las dimensiones de la superficie
terrestre en que se asienta el Estado, olvidando a la Nación como un producto histórico.

Frente a esa política suicida y temeraria de la que surgieron las ansias de dominación
universal y del espacio vital, y usando con prudencia y sin exageraciones la teoría
antropogeográfica de Ratzel, la del organicismo de Spencer y las interpretaciones objetivas de

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Montesquieu, debe defenderse la idea lógica de que una nación es una entidad viva con un
destino dependiente de sus condiciones elementales: Naturaleza y Hombre, hermanados en su
Historia.

El problema es, pues, para cada pueblo, el de sus posibilidades geográficas y no el de la


Geopolítica.

Pero la Geopolítica, cuyos fracasos prácticos hemos visto en las últimas guerras, ha
dejado dos conceptos aprovechables. a) La conciencia de comunidad, es decir, la de la
realidad de una Nación, al demostrar la influencia de los factores naturales sobre los procesos
sociales; b) La posibilidad de llegar a lo que preconizaba Augusto Comte, la política científica, o
sea la que no busca la dominación y el poder sino el bienestar, lo que Francisco Ayala califica
como la aspiración final de la Sociología.

Definamos, pues, el problema geográfico como el encauzamiento y la utilización de las


fuerzas telúricas. En el suelo y en el subsuelo, en el clima y en la atmósfera, en los bosques y
en los ríos se originan las condiciones elementales de la vida social y orgánica y las fuerzas
que se traducen en la fisiología del hombre, en el incremento y en el desplazamiento de la
población. El desenvolvimiento demográfico de la nación tiene una explicación en las
condiciones excepcionales en que aquellos elementos de su medio físico se manifiesta. La vida
social, las fronteras de la nación, sus rutas, sus ciudades y pueblos, y aún su organización
política obedecen a un índice que si bien no es el determinismo fatal e inevitable a la manera
de Ratzel, condicionó en sus orígenes las modalidades de su función en la historia y señala el
alcance de su misión en el porvenir.

Hay un perpetuo dinamismo transformador en ese habitat que sustenta a la sociedad


humana que se desarrolla en su superficie. Su influencia se mantiene a través del correr de los
siglos para bien y para mal, condicionada por los imperativos étnicos y culturales que, a medida
que la civilización avanza, destruyen la inercia de la naturaleza que es azar, frente a la voluntad
que es industria y ciencia.

La naturaleza paraguaya, de una riqueza potencial extraordinaria, ha recibido la acción


del hombre en calidad y en cantidad. Al contraerse su marco geográfico en la época del doctor
Francia, su escenario quedó reducido y perdió de vista el mar. La pérdida del litoral marítimo es
algo que no puede expresarse numéricamente, y que no tuvo una mínima compensación ya
que el doctor Francia, culpable de ella, fue el único dictador que, a cambio de la libertad
escamoteada, no dejó siquiera obras materiales, como estilan todos los déspotas, desde los
Faraones a nuestros días. EL medio físico paraguayo quedó aprisionado en la muralla china
que levantaron los países limítrofes, y como todo recuerdo de esa pérdida de las playas
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marítimas quedó la toponimia, especialmente en el nombre de los ríos, la mayoría de los cuales
comienza con Pará, que en guaraní significa mar.

La acción e influencia de los factores personales y raciales y de los acontecimientos


históricos producidos por la interacción de los hombres representativos y del pueblo que dieron
por resultado la disgregación del Virreinato rioplatense, tienen su raíz en las condiciones
geográficas que en toda civilización poco avanzada constituye un exponente apreciable de
fatalismo o determinismo. Estas estimulan gérmenes disolventes o protegen lazos de cohesión
que perturban o favorecen las alternativas de libertad y despotismo. La distribución de los
factores geográficos y las miras estratégicas trazan las fronteras. Las fronteras paraguayas
están determinadas por la capacidad de expansión y resistencia, que la nación –pueblo
conducido por el jefe– ha podido desarrollar en un momento dado, sea por la fuerza de su
organización militar, sea por su espíritu de patria o por su potencialidad económica.

ECONOMÍA FEUDAL.

En cierto período de la historia paraguaya –la que encierra el primer cuarto de siglo de
vida independiente–, la nación no tenía abierto el cauce de su economía a causa de los
monopolios y de la falta de conciencia económica. Consideramos como conciencia económica
un standard óf living, una concepción de la vida cuya base es el bienestar fundado en el
patrimonio individual y en la libertad. Nada de esto podía existir, no precisamente por el
régimen de explotación personal del encomendero o del jesuita, sino por la forma y la
intensidad de la explotación de la naturaleza y el aborigen, con los procedimientos de la
economía feudal.

En realidad, el indio en el régimen colonial no era otra cosa que un pedazo de


naturaleza, como una tierra de cultivo, un bosque, un yerbal que se explota en forma extractiva
y exhaustiva. Así como se abandona el terreno convertido en yermo por la erosión o
consunción de su energía productiva, o un bosque al que se ha arrancado sus más poderosos
cimientos o un yerbal que se agota por falta de reforestación o porque las utilidades sean
exclusivamente aplicadas en beneficio de la clase opresora, así también al nativo se le explotó
hasta quedar agotado por las fatigas y las enfermedades antes que sus años lo excluyeran
naturalmente. El procedimiento no era el más a propósito para crear un sistema de cooperación
en beneficio colectivo, ni para que el impulso económico pudiera servir para estimar y
determinar una legítima expansión del bienestar. Tanto aquende o allende tal río o tal bosque,
el nativo debía reducirse a cultivar y a cosechar para otros.

El Paraguay careció de la más elemental racionalización económica aun al llegar a los

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umbrales de la independencia. Esta deficiencia se prolongó por mucho tiempo, con pequeñas
variaciones. La época del doctor Francia no es específicamente colonial, pero la dictadura
acalla las aspiraciones económicas, y en consecuencia, las espirituales y políticas. No se
desnaturalizan los recursos naturales, porque a nadie se podrá vender la producción, ni se
agota de fatiga al hombre porque se ha matado en él las necesidades y el deseo de
satisfacerlas. La nación durmió una larga siesta después de la fatigante mañana colonial.

El régimen extractivo volvió en la época de Carlos Antonio López, aunque con ciertos
relieves mercantilistas. La tierra y el hombre pertenecían al Estado y el producto de las
energías combinadas eran en beneficio de la patria, pero se abrieron prudentemente al
ciudadano las puertas de la riqueza, de la cultura y de la libertad.

El coloniaje había hecho, pues, del paraguayo un instrumento de trabajo y un soldado


listo para el sacrificio, de gran capacidad para ambas cosas y además con una intuitiva y luego
poderosa y definida conciencia de patria, capaz de obrar prodigios. Pero esta virtud generosa
no supo ser aprovechada para así hacer, por lo menos, que dejara a la posteridad el bienestar
que el régimen le privaba de disfrutar.

CONSECUENCIAS DE LA MEDITERRANEIDAD.

Las consecuencias económicas de la mediterraneidad se proyectaron sobre las épocas


posteriores haciendo del Paraguay un país semi-soberano. Su único puerto y mercado
continuaron siendo, como durante el Virreinato, los del Río de la Plata. Después, arduos
esfuerzos en la época moderna consiguieron hacer llegar algunos productos a Europa, pero
ellos figuran en estadísticas argentinas.

Sin querer atribuirlo todo a la mediterraneidad, no puede desconocerse que el


sometimiento de sus rutas y medios de comunicación al acecho de sus vecinos y la limitación
de sus horizontes se reflejan en la exigua cultura y en la escasa visión económica necesaria
para plantear los problemas. La falta de comercio de ultramar y el alejamiento de los habitantes
de otros países, han dejado huellas indelebles en las soluciones dadas a la economía y a las
finanzas paraguayas.

El valor de la fórmula brazo-capital, por ejemplo, era desconocido en sus


manifestaciones más rudimentarias. Se incurrió en el error de azuzar a la opinión pública contra
el capital extranjero forjándose una morbosa mentalidad que perdura hasta ahora. Sólo el
tiempo conseguirá disipar ese error derivado de esa desconfianza y suspicacia del espíritu de
tierra adentro, que condujo al absurdo resultado de establecer distinciones entre capital
extranjero y nacional, olvidando la única diferencia importante: la de capital como factor de
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producción y la de capital instrumento de dominación. En los arbitrios económico-fiscales


puestos en práctica después de 1870, se refleja esa falta de horizontes geográficos que privó al
Paraguay del lucro comercial ultramarino. A falta de las grandes posibilidades, y en vez de
iniciar una política de fomento del crédito productivo, del trabajo y de la producción, se
pretendió sortear las dificultades financieras con empréstitos de consumo, con el aumento de
los impuestos de importación, sin información estadística previa, o con recursos extraordinarios
empobrecedores del individuo y del fisco, como las emisiones, la enajenación de ferrocarriles y
de las tierras y yerbales fiscales.

EL LATIFUNDIO.

En el mal uso de los recursos naturales hay que incluir también la mala distribución de la
tierra. El latifundio ha sido uno de los obstáculos, herencia típica de la colonia, ya que era el
mecanismo gubernamental –Estado o simple gobierno territorial– el que monopolizaba las
tierras. Durante el ciclo colonial, el dominio eminente de la Corona se confundía con la nuda
propiedad. No existía en los dominios de Asunción el distingo entre los bienes del dominio
público y los del dominio privado. El Rey, por intermedio del Adelantado o del Gobernador,
otorgaba mercedes territoriales que se poblaban con encomiendas y que eran la razón del
dominio sobre grandes áreas de tierra, constituyendo una propiedad sui-generis, ya que en su
uso, goce y disposición no coincidían con los clásicos atributos reconocidos por el derecho
común. Es así cómo el derecho real inmueble fue una suerte de latifundio: una extensa
superficie territorial trabajada por nativos, sometida a la voluntad y poder de su titular. Los
indios encomendados eran siervos de la gleba adscriptos a la tierra.

En las postrimerías de la Colonia, con el tránsito de la vida rural a la urbana, los


propietarios iban aumentando a consecuencia de la distribución que se hacía a los efectos de
la formación de pueblos.

El perímetro a urbanizarse, bajo la supervisión del agente del fisco se dividía en cuadras
y éstas en solares, al rededor de sitios reservados para edificios públicos, iglesias y
cementerios. Al rededor se extendía una zona de chacras destinadas al cultivo, circundadas, a
su vez, por lotes más grandes asignados a la cría de ganado y que recibían el nombre de
estancias. La precariedad económica propia de los regímenes de las Encomiendas y de las
Reducciones y la inexistencia de la fortuna personal que deriva del ahorro o del comercio
dificultaban las adquisiciones, pero aún así muchos particulares lograron tener su tierra propia,
que con todo, sumadas las unas con las otras, formaban un volumen insignificante frente al
gran latifundista –el fisco–, que en toda forma hacía la competencia a la magra economía

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privada.

Al iniciarse la vida independiente, la dictadura del doctor Francia retrotrajo el pequeño


progreso alcanzado, a siglos atrás. Los inmuebles de particulares –especialmente el de sus
enemigos reales o supuestos– fueron confiscados.

Durante el Gobierno paternalista de Carlos Antonio López las cosas mejoraron, pero aún
así, según las referencias de Cecilio Báez, de 16.500 leguas que el Paraguay tenía de
superficie, sólo 260 eran de propiedad particular.

Después de la guerra de la Triple Alianza, el Estado, único latifundista, resolvió


deshacerse de sus tierras para allegar recursos a las arcas fiscales que no podían ser
reanimadas por los arbitrios, llamémoslos "científicos", al alcance de sus gobiernos. Sobre el
mapa del Chaco se trazaron líneas paralelas y perpendiculares, y en las pizarras de las bolsas
de Londres, Manchester y Liverpool aparecieron ofertas territoriales que formaban un área más
grande que la de Inglaterra y el país de Gales. Se arrojaba al extranjero que pasaba por el
Paraguay la riqueza nacional. Se dilapidó todo lo que quedaba después de la guerra, por los
propios militares vencidos, entonces en el Gobierno. Así en 1900 habían vendidas 7.000 leguas
de tierras a 70 personas y compañías en menos de $ 1.000.000 (datos de Carlos Pastore), de
los cuales apenas se pagaron las señas.

Esta desamortización territorial, como la llamó Ramón Zubizarreta, dio lugar a los
latifundios privados. Algunos de ellos cumplieron, generalmente mal, su misión económica;
otros nunca fueron siquiera ocupados, en espera de la plus-valía.

Mientras se mantuvieron las bases de la explotación colonial no pudo lógicamente


destruirse la modalidad extractiva que caracterizaba al sistema. En el Estado latifundista o
monopolizador que aplica las ideas mercantilistas de enriquecer al "soberano" sin preocuparse
del bienestar del pueblo, en el capital extranjero o en el potentado nacional que extrae del país
sus ganancias, subsisten con pocas variantes las expresiones de ese régimen ancestral del
cual el Paraguay empezó a salir en el curso de este siglo.

La ley del Homestead y la Ley de la Pequeña Propiedad agropecuaria comenzaron a


traer el progreso que crea la propiedad individual, el sentimiento de ser dueño de la tierra que
se habita y cultiva.

Estas leyes aportaron importantes resultados sociales: a) El latifundio del Estado o de


los grandes terratenientes había elevado la propiedad agrícola a la categoría de un verdadero
privilegio de la suerte o de las posibilidades de la gente adinerada. Aquellas leyes abatieron
ese concepto económico que se oponía, por inercia o por despreocupación, al bienestar de las

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masas campesinas y al desarrollo de las verdaderas riquezas naturales. b) Comenzó la


introducción de toda clase de maquinarias que desalojando los viejos sistemas de preparación,
siembra y cosecha hasta entonces dominantes en las faenas agrícolas, las hicieron menos
fatigosas y más productivas.

EQUILIBRIO FÍSICO-SOCIAL.

El equilibrio existente entre la sociedad y su habitat no es perfecto. El habitat es una


unidad orgánica y viva en la que la tierra, los ríos, los bosques, la fauna y la flora se convierten
de recursos naturales en energía vital. Todos ellos operan concertadamente con la sociedad,
sea por modo espontáneo, sea por estímulos humanos o mecánicos, para ser un factor de
armonía social.

La tensión creadora del hombre, por su parte, manifestada con todo su poderío sobre
ese cúmulo inerte pero plástico de la naturaleza, crea paulatinamente las condiciones
indispensables al bienestar.

Sin embargo, aunque no sería exacto hablar de un desequilibrio, existe entre el medio y
la población un desacomodamiento, resultado del sistema extractivo tradicional en todo el
orden económico, como una consecuencia de las encomiendas y del comunismo jesuítico. La
ganadería y la agricultura, actividades básicas del Paraguay, que generan problemas
vinculados al de la tierra, adolecen de las taras de aquel sistema y se traducen en un proceso
de disolución y dispersión de los individuos, sea en forma de marcha sobre las ciudades, sea
en la de un éxodo hacia el extranjero.

Estas condiciones económicas, en virtud de la interdependencia de los fenómenos


sociales, repercuten sobre todos los demás aspectos de la sociedad y hacen ilusorias las
esperanzas y las aspiraciones a un rápido progreso. El Paraguay no puede realizar un cambio
acelerado, porque toda transformación debe ser paralela a la estructuración industrial de su
ganadería y de su agricultura, cuya racionalización no será posible hasta que desaparezcan los
últimos vestigios de la explotación colonial. Sin ello cualquier reforma será inconsistente y está
destinada a una frustración segura.

RESULTANTE EDUCACIONAL.

El sistema, los planes y la extensión de los estudios, en sus distintos grados, son en el
Paraguay similares a los de cualquier otro país americano. Sólo difieren en el estudio
especializado de las respectivas historias nacionales.

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La enseñanza es simplemente informativa. Su progresión quedó detenida antes de


salvar la etapa rudimentaria a causa del materialismo y el desenfrenado espíritu de lucro que
fue y sigue siendo característica de la postguerra. Tal el obstáculo que sigue encontrando la
impostergable instrucción formativa que trace rumbos y normas de conducta.

Los sistemas extranjeros que se aplican sin el debido análisis no pueden ser más que
simples guías administrativos o didácticos. Un fondo educacional propio debe reflejar la propia
naturaleza, la raza y la historia como generadores de las energías psicológicas, intelectuales,
físicas, económicas y políticas y como índice de la peculiar conducta pública y privada. Sólo así
los sistemas educacionales son capaces de formar hábitos de sinceridad, virtudes sociales y
políticas e ideales colectivos en vez de ambiciones personales.

El Paraguay padeció siempre de una mala enseñanza de la Historia. No se enseñó la


verdadera, sino la acomodaticia, escrita y repetida sin apoyo, con ocultación de los documentos
y de las pruebas. Siempre se tuvo miedo a tocar la propia historia, sobre todo la reciente, y se
trabajó en cada alumno la autoconvicción de ser un superhombre de una superpatria.

Las expresiones literarias y oratorias del comienzo de este siglo han mostrado que se
había enseñado más la historia griega y la romana –a veces también la francesa y la inglesa–
antes que la paraguaya. Para mencionar grandes acontecimientos o los actos de grandes
hombres se recurría a ellas pasando como sobre brasas –o cenizas– por encima de la temida o
ignorada historia patria. Se llegó a condenarla expresamente sin conocerla. Mencionado está
en la Introducción a La Revolución de Mayo de Gregorio Benítez el conocido episodio en que el
entonces Senador Dr. Teodosio González se opuso a un proyecto que establecía un premio
para quien escribiera una Historia patria, porque "nada se podía sacar de obras de esa
naturaleza y que, por tanto, el Congreso no se debe preocupar de esas cosas superfluas,
extemporáneas y perjudiciales para los intereses del Estado". Mantener al pueblo en la
ignorancia de su propia historia facilita el predominio de hombres o clases con argumentos o
razonamientos capciosos.

La instrucción es el cimiento indispensable de la democracia. Sin embargo, la solución


de éste desiderátum no es tan simple. No es suficiente una intensa desanalfabetización. La
cultura, a medida que aumenta suscita nuevos imperativos y ambiciones que se satisfacen
solamente suministrando a cada uno los medios intelectuales para formar su propio caudal en
coordinación con el de la sociedad.

Es una necesidad ineludible organizar una enseñanza que supere el nivel en que se
agita la mentalidad mezquina del presente, que forja el complejo de que sus alcances son
precarios y estrechos. Cada ciudadano ve a su patria como cosa suya y, cuando no la palpa y
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la posee como tal, la reclama con justicia con el mismo derecho con que la monopolizan
aquellos que, por tener en sus manos los resortes de ese régimen feudal aún no desaparecido
del todo, excluyen prácticamente a los débiles en cultura y valimiento. No basta que la
república sea la «cosa pública”, gracias al sufragio universal. Al mismo tiempo que en el
sentido político, debe serlo en el sentido material y de la cultura.

Así, al ser la patria, patrimonio de todos, también cada ciudadano se sentirá responsable
de ella y del gobierno que elija, sostenga o soporte. Frente a un déspota que se conduzca
como diciendo: «El Estado soy yo", el pueblo contestará: «El Estado somos nosotros,), como
dice la conocida expresión suiza.

Este imperativo cobra una importancia cada día mayor. La comunidad paraguaya se ha
desarrollado como un árbol de sus bosques o ha seguido espontáneamente su carrera como el
curso de sus ríos, cuando no ha quedado estereotipada como sus campos y montañas,
encerrándose en modelos políticos y sociales no creados por él ni para él. Ha seguido un curso
instintivo, y la nación, en vez de fabricarse su propio molde, se ha adaptado a la rigidez del que
le han dado y del que le están dando.

Cada país tiene una personalidad distinta dentro de su base física continental y como
integrante de la comunidad de naciones. Esa personalidad le asigna un destino, un papel que
desempeñar en su historia y en la de los demás países.

Una instrucción adecuada, no ya la de carácter individual que se ha señalado, sino una


de carácter colectivo, debe organizarse con vistas a que cada voluntad, y la suma de las
mismas, converjan para hacer del Paraguay lo que debe ser como un producto de su
geografía, de su raza y de su historia.

CAPÍTULO XV

INTERPRETACION DEL PARAGUAY

La geografía, la raza y la historia constituyen el triple índice para la interpretación de la


vida, desenvolvimiento y destino de los grupos humanos. La economía y la cultura son los
productos fundamentales de aquellos factores, y con sus derivados forman la estructura social
de la comunidad.

Si la vida de la nación puede dividirse en ciclos vitales, como la del hombre, cabe decir
que históricamente el Paraguay llegó a su mayoría de edad en 1811.
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Aparentemente, tuvo fin, entonces, la vida colonial, pero en realidad la nación quedó aún
fuertemente ligada a su pasado. El nuevo régimen mantuvo siempre el sistema feudal, que en
América se denominó colonial.

En efecto, el aprovechamiento abusivo de los recursos naturales y del hombre apareció,


no ya como sistema organizado, pero sí en las manifestaciones prácticas de las instituciones,
aún después de la vigencia de la Constitución democrática y liberal de 1870. Económicamente,
la irracional explotación de esos recursos disminuía el potencial de la nación y, políticamente,
el hombre era explotado en su aptitud cívica.

Desde entonces a hoy, sus gobernantes fueron exponentes de su época respectiva, de


las fuerzas de avance o retroceso que los han solicitado en direcciones antagónicas, y
entretanto han realizado lo que las circunstancias personales, sociales o culturales les han
permitido.

La guerra de la Triple Alianza reveló al ciudadano la noción de sus problemas, pero él no


adquirió con ello la capacidad de darles solución. El país se encuentra hoy en el punto crítico
de la entrada a la madurez, que le impone adoptar una orientación definitiva para realizar sus
destinos y asumir el papel que le corresponde en la armonía continental.

Es evidente que el Paraguay es el país de mayor experiencia histórica en la América


Hispana, como resultado de sus azarosos acontecimientos, de su misión realizada y de su
influencia ejercida desde la época en que fue «amparo y reparo de la Conquista”. Esa
experiencia debe traducirse en la conservación y el ejercicio de su personalidad, de suerte que
la frustración de la hegemonía política que la Provincia Gigante ejerció tempranamente, se
compense con una suma de bienes obtenidos por nuevos planteamientos.

Un breve examen de conjunto de los elementos de la estructura nacional nos mostrará


que las miras del Paraguay, mientras un reajuste de fronteras no lo saque de su
mediterraneidad, no pueden ser las de una potencia marítima o las de un país de dilatada
superficie. Su posición mediterránea, no obstante, le señala un destino excepcional.

Cada país: Inglaterra, Estados Unidos, Suiza, México, Brasil, Argentina, Francia, o
cualquier otro, forjan su destino de acuerdo con sus elementos nacionales: población, territorio,
tradición. El Paraguay debe forjar el propio, previo un inventario de los suyos, considerados
cuantitativa y cualitativamente. Querer forzar un destino o una aptitud, es tan falaz y absurdo
en los hombres como en las naciones. No ver el camino que se extiende hacia adelante y
perder las oportunidades, son ceguera e irresponsabilidad.

***

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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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El Padre Fidel Maíz, al referirse al Tratado de la Triple Alianza que concertaba la


repartición de dos terceras partes del territorio entre dos de los vencedores, denominó al
Paraguay la Polonia sudamericana.

El ilustre sacerdote había vivido intensamente tres períodos de la vida nacional: el de


organización, el de la destrucción y el de medio siglo de anarquía y reconstrucción.

Posteriormente, en las ardientes polémicas entre Paraguay y Bolivia, en que ambas


naciones anticipaban la guerra con batallas de Cédulas reales, la propaganda de este último
país sostenía que polonizar al Paraguay era un imperativo sudamericano.

Estas voces deben despertar a la nación de su letargo culpable y hacerle volver los ojos
hacia sus elementos sociológicos, en busca de una orientación firme y definitiva para el futuro.

La existencia de un país se manifiesta en la política interna y en la externa, como la del


individuo en su vida personal y en la de relación. El Paraguay debe, pues, ser analizado en su
soberanía política y en su personalidad internacional.

Los dos atributos están inexorablemente condicionados por los países que le rodean. El
Paraguay está flanqueado por tres países de más territorio y de mayor población que él:
Argentina, Bolivia y Brasil. En un momento dado, un país grande y fuerte puede desarrollar
influencia y preponderancia que hagan peligrar la suerte de los países pequeños como lo ha
hecho Alemania en Europa, máxime cuando al revés de lo que ocurre con esa potencia, no
existen en la proximidad de los países poderosos, fuerzas más eficaces que puedan vigilar el
efecto de sus determinaciones. Además, el Paraguay no es dueño de su vía de comunicación
principal y natural con el exterior: el río. La apertura de rutas aéreas no solucionará este déficit
geográfico, por cuanto el recurso de la aviación estará en relación directa con todo el potencial
nacional. Entretanto, desde la independencia hasta ahora, el Paraguay es un campo de batalla
diplomática en que los grandes países vecinos procuran obtener privanza y preeminencia, con
resultados que están en razón inversa a la mayor o menor responsabilidad de los gobiernos
paraguayos.

Un país así bloqueado, fuerza es confesarlo, es teóricamente soberano, sólo


teóricamente (3).

Sin embargo, esto no debe constituir un motivo de desesperación. La soberanía no se


adquiere ni defiende solamente con las armas, con préstamos y arriendos, ni con exégesis de
la Constitución, de la Historia o de las Cédulas reales. Lo más importante, por lo demás, es no
3
Esta situación ha sido expuesta con la solución de la neutralidad perpetua en una conferencia pronunciada en el Instituto
Popular de La Prensa, en 11 de octubre de 1946, con el título de El problema del Paraguay Mediterráneo.

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PARAGUAY, LA PROVINCIA GIGANTE DE
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jugarla en los entreveros americanos, con la posibilidad de perderla.

Tampoco ella reside solamente en el territorio inerte en aras del cual se sacrifican las
otras fuentes de la soberanía: la población y las tradiciones. Cuando el concepto de patria sea
menos bárbaro y más humano, se encontrará su más profunda expresión (más que en la tierra
y en los hombres armados que la invocan) en el maestro, en el estudiante, en el agricultor, en
el proletario, en los que por querer mejorar sus condiciones espirituales son arrojados al exilio –
en una palabra– en el hombre común, supremo titular y directo responsable de la salvaguarda
de todos los derechos y privilegios inherentes a la civilización.

En el mundo actual hay un hecho que se pretende elevar a teoría política, y es el


nacionalismo desnaturalizado. El hecho está tan lejos de la doctrina como una moneda falsa lo
está de la verdadera. Nada tiene que ver con la exaltación de los nobles atributos de la
comunidad, siendo por el contrario un programa de explotación de los sentimientos primitivos
de las masas en provecho de particulares ambiciones de mando y de riqueza. Ese falso
nacionalismo es tan pernicioso cuando se inicia dentro de la nación como cuando nace a su
rededor. En todos los casos los argumentos habituales son las armas, y la catástrofe es
inevitable.

Sólo las fuerzas morales serían capaces de evitarla si no fueran enervadas, fatalmente,
por las circunstancias que erigen en principio la obediencia ciega al Estado, y olvidan que las
condiciones de la democracia existen únicamente en la interdependencia entre el gobernante y
el pueblo.

Si se piensa en las causas provocadoras de la guerra contra la Triple Alianza no se las


encontrará en el equilibrio del Río de la Plata, sino en la agresividad del nacionalismo de uno y
otro bando.

Por eso, frente a esta modalidad de los tiempos, que subsiste a pesar de que la guerra
mundial la ha declarado prácticamente en bancarrota, se levanta el americanismo, que es una
norma más permanente de convivencia internacional compatible con el verdadero
nacionalismo, reconocido como virtud indispensable que contribuye a unir a todas las naciones
en un sentimiento de solidaridad.

La historia-propaganda que sirve de base a las minorías intelectuales para tentar


influencias en la política, no sirve como criterio de orientación. El lopizmo no satisface al pueblo
por su ausencia de doctrinas y porque los sobrevivientes de la guerra recuerdan aún los
horrores de la tiranía; el antilopizmo tampoco, porque recuerda el "porteñismo" y el
"legionarismo". La historia patria como criterio de vida cívica debe estimarse según la fórmula

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de Manuel Gondra: su aceptación total con todos sus aciertos y con todos sus errores.

El orgullo nacional debe fincar, como un imperativo paraguayo, en lo interno: menos en


las glorias militares, que en la verdad democrática y en la cultura moral y científica; y en el
orden internacional: menos en pensamientos de hegemonía, que en la idea continental y en el
estímulo de los sentimientos e intereses universales.

Este dilema corresponde al que queremos plantear como destino y función para un país
que por su pequeñez territorial, por su posición geográfica, por su raza bien caracterizada y por
su tensión histórica, ocupa y está obligado a ser, realmente, el corazón de América: o el
Paraguay se expone a ser lo que dijo el Padre Maíz –Polonia– será una comunidad respetada,
necesaria e indispensable : la Suiza americana.

Suiza es un país mediterráneo, cercado por naciones poderosas. Con su posición


central geográfica y dentro de su pequeñez, es un cruce de caminos que conducen a todas
direcciones. De San Gotardo, que es un nudo hidrográfico que le ha dotado de unidad
orgánica, parten ríos que derraman sus aguas en el Mar del Norte, el Adriático y el
Mediterráneo.

Su economía –y en esto el Paraguay disfruta de mejores condiciones– es hija del


esfuerzo, pues el considerable rendimiento de la agricultura es debido al trabajo duro y tenaz,
así como su transformación en país industrial, que en el siglo XIX se operó a pesar de su
carencia de hulla.

Para ocupar en el mundo europeo la excepcional situación moral y jurídica que ha


logrado, ha tenido que vencer en seis siglos de historia los problemas creados por la diversidad
de razas, de idiomas y de culturas. El Paraguay es naturalmente una fuerte unidad racial y
cultural. Las modalidades análogas en lo geográfico y racial, observables en Paraguay y Suiza
que autorizan a pensar en una identidad de destinos, tienen en las condiciones en que el
Paraguay está favorecido, un argumento suplementario.

Hay otras coincidencias entre esos dos países que les señalan una misión análoga, y es
su historia. Ambos han nacido bajo el signo de la cruz y de la espada, y su espíritu se ha
formado en las Comunas: Suiza, para su estructuración orgánica fundada en el lema "la
innovación en la continuidad»; el Paraguay, poniendo en sus manifestaciones sus ansias de
libertad. Es indudable que sólo en las naciones pequeñas pueden encontrarse las tradiciones
en un estado tangible y verificable, a la medida del hombre ciudadano.

Aparte de los elementos naturales que constituyen una nacionalidad, su vida como
entidad soberana debe buscarse en su democracia nacional e internacional.

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LAS INDIAS

Suiza puede tomarse como un ejemplo de ello. Es la democracia más antigua. Ragaz
dice que en Suiza, desde el Pacto de 1291, "la democracia tiene como punto de partida la idea
del valor absoluto de cada individuo, y reposa en la fe en el sentido moral del ser humano”.
Durante sus 655 años de desenvolvimiento ha podido conservarse como la nación más
tradicionalista de Europa, presentando, al mismo tiempo, las formas y el espíritu democrático
más avanzados. El hecho de estar rodeada de las naciones más totalitarias no le ha impedido
mantener un envidiable equilibrio de acuerdo con la fórmula: uno para todos, todos para uno.

Suiza cumple su misión europea de la neutralidad, sin confiar exclusivamente en los


compromisos contraídos en el Tratado de Viena de 1815 «en interés de Europa entera”, por el
cual las grandes potencias reconocieron su neutralidad perpetua y absoluta. Para defenderse,
en caso necesario, tiene un ejército de 600.000 hombres con una población de 4.300.000, un
Ejército democrático y popular, sin generales, que en caso de peligro encuentra al soldado
confundido con el ciudadano, y que por lo mismo Hitler no se atrevió a desafiar. Su historia del
"servicio extranjero” es de las más interesantes y generosas, mostrando cómo estos pacíficos
ciudadanos iban durante los siglos XVI al XIX, a luchar en las comarcas más alejadas de
Europa y Asia (como los paraguayos que fueron a derramar su sangre en la reconquista de
Buenos Aires y en la defensa de Montevideo), para luego regresar a su aldea sin otra
pretensión que la de continuar siendo campesinos.

Suiza fue y es considerada, no solamente en virtud de su neutralidad perpetua sino


también por su democracia innata, como asiento natural de todas las expresiones de
solidaridad universal. Cuna de Pestalozzi y de Juan Jacobo Rousseau, ha sido el foco de los
más altos sentimientos humanos. De ahí sacaron Jefferson, Madison y Hamilton la idea de una
federación mundial. Wilson sembró ahí la semilla de la Sociedad de las Naciones, de la Corte
permanente de Justicia Internacional y de la Cruz Roja. La Unión Postal Universal, la Unión
Monetaria Latina, la Agencia de Prisioneros, la Oficina Internacional del Trabajo, el Banco de
Pagos Internacionales, la Unión de la Propiedad Intelectual y casi un centenar de instituciones
similares nacieron y se desarrollaron allí, para unir a los hombres y suavizar sus cruentos
antagonismos colectivos.

De esta misión europea, el Paraguay debe copiar una misión americana.

De nada le servirían las convulsiones que sacudieron su estructura colonial y su


organización nacional, si de su historia densa y nutrida no arrancasen las lecciones que le
deben orientar en el futuro y que hoy debe considerar la democracia.

Irremediablemente cercado por vecinos poderosos, debe buscar en América el


desempeño de un papel análogo al de Suiza, con su espíritu de igualdad y de liberalismo,
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bases indispensables del despertar de sus energías económicas y cívicas, y soportes de la


cultura, del pacifismo y de la unión de los americanos.

Es absurdo vivir con el pensamiento amarrado a la historia, si no es para superarse en la


libertad. De las dictaduras históricas no saldrá jamás un aliento que pueda ayudar a la nación a
hacer el camino que tiene por delante. Grecia no vive recordando a Esparta y a Atenas. Roma
ha renovado y superado mil veces el recuerdo de los jurisconsultos del Lacio. Suiza no vive del
recuerdo de las luchas de los Waldstätten contra la Casa de Austria, o de la victoria de
Morgarten. Los laureles paraguayos no se marchitarán porque la nación se trace un nuevo
camino.

Para que el Paraguay viva y se desarrolle dentro de una atmósfera de concordia cívica e
internacional, debe forjar el estado de neutralidad perpetua. Si el equilibrio del Río de la Plata
es un imperativo sudamericano, él no se logrará ni con reproducir intentos de hegemonía, ni
con la posibilidad de que el Paraguay se alíe con una de las grandes potencias en latente
conflicto. Lo único que con ello se obtendría es ver alguna vez convertida la nación en un
inmenso campo de batalla de predominio en que no tendremos nada que ganar y sí todo que
perder. Por el contrario, mediante la inviolabilidad de su territorio, el Paraguay logrará el
respeto a su independencia y la preservación de toda influencia extranjera, y evitará que en
caso de conflictos, uno de los países intente anticiparse al adversario para "protegerlo" al estilo
hitleriano.

Si las razones geográficas, raciales e históricas no fueran suficientes para preconizar la


neutralización del Paraguay, lo que equivale a convertirlo en un Estado supranacional, existen
razones actuales que reclaman esta previsión: la cuestión del petróleo que empieza a agitarse
como una posibilidad en el futuro económico del país y la iniciativa norteamericana de la
standardización de armamentos.

A esto se suma la inminencia de la construcción en el Paraguay, de una de las bases


aéreas más poderosas del mundo, para la posible tercera guerra mundial, con todos los riesgos
que ello implica para su existencia misma, sin compensación alguna y sin otra garantía que la
de ser defendido en el mismo campo de batalla, en el que ha de convertirse, desde el día en
que la conflagración comience.

El hecho de no ser posible hasta ahora calcular en cifras y con afirmaciones concretas
las consecuencias de estos graves problemas, no justificaría la pasividad del Paraguay y su
persistencia en la dirección común adoptada por otras naciones cuya respectiva posición
geográfica les libra de riesgos.

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La neutralización del Paraguay, además, permitirá aunar la libertad cívica con el sentido
militar del ciudadano; el Ejército ya no se organizará como fuerza política y no será
considerado como algo aparte en la vida de la nación, el país se convertiría en un reducto de
las libertades y los eventuales roces internacionales ya no darán motivo a innobles juegos
políticos, que terminan, con frecuencia, en concesiones restrictivas de nuestra soberanía. En
síntesis, la nación podrá ser asiento de los grandes organismos americanistas y el refugio de
todos los exilados y perseguidos por sus ideologías políticas y sociales, y el hombre común
adquirirá la convicción de que el gobierno reside en él y no admitirá más dictadores.

La vida paraguaya está hoy en un momento crucial. En su aparente retroceso hace un


balance de sus fuerzas para avanzar con firmeza. La colectividad siente el impulso interno
apremiante que suscita la inquietud de quien frente a una encrucijada se ve obligado a una
elección trascendental. Dentro de los moldes tradicionales, rígidos, de su espíritu, van
injertándose nuevos pensamientos que las energías conservadoras, en su natural incapacidad
de comprender, tratarán de resistir.

Pero la tradición no es una fidelidad a la autoctonía, al incipiente pensar de la etapa


infantil o adolescente de la nación, a esa larga cadena de acontecimientos y fenómenos de su
época feudal. La tradición no es la conservación de antiguallas, la desconformidad con el
presente y el repudio de lo porvenir. Es una permanente aptitud de transformarse por la
incorporación de nuevos valores creativos; identidad a través del tiempo que clama por un
persistente perfeccionamiento; una relación constante y auténtica con la tierra, con la raza y
con la sociedad, ninguna de las cuales es estacionaria y definitiva. Es una fuerza dinámica que,
permitiendo ciertas direcciones constantes, acrecientan, remodelan y rectifican otras, en una
inconsecuencia aparente, pero que no es sino afirmación de su supervivencia: la innovación en
la continuidad.

El Paraguay está a punto de recaer en un vasallaje que puede ser peor que el que
soportó durante trescientos años de existencia colonial.

La generación presente tiene la responsabilidad de su destino.

FIN

BIBLIOGRAFIA

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1724. – Retractación del Capitán Caballero de Añasco.
1724. – Carta del Teniente General de Armas de S. M. Católica, Bruno Mauricio de Zabala, al
Rey.
1725. – Retractación de Antonio de Rego y Mendoza.
1725. – Sumario y Sentencia de la Real Audiencia de Charcas sobre Restablecimiento de los
Jesuitas y piezas pertinentes.
1725. – Declaración de Juan de Ortiz de Vergara, Notario Real y Público de la Ciudad de
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1726. – Carta del Rey al Virrey del Perú sobre el proceso a Antequera.
1726. – Cédula Real que ordena el restablecimiento de los Jesuitas en Asunción.
1726. – Carta de José de Antequera y Castro a José de Palos, desde la Cárcel de Lima.
1727. – Contestación del Obispo de Asunción José de Palos a José de Antequera y Castro.
1737. – Memoria presentada al Rey por el Provincial de la Compañía de Jesús P. Jacobo de
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1738. – Presentación al Rey de los vecinos de Asunción Domingo de Flechas, Carlos de los
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1743. – Decreto de Felipe V, relacionado con las acusaciones hechas contra los Jesuitas.
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1825. – Carta del Deán Gregorio Funes a Bolívar.
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B. Gill e Higinio Uriarte piden la intervención brasilera para reprimir una subversión.
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señor Walter de Azevedo).
1877. – Proclama al pueblo suscripta por Matias Goiburú y José D. Molas.
1877. – Manifiesto de los Jefes de la Revolución, lanzado desde Corrientes, por Matías
Goiburú, José Dolores Molas y Nicanor Godoy.
1887. – Acta de fundación del Centro Democrático (Partido Liberal).
1887. – Acta de fundación de la Asociación Nacional Republicana (Partido Colorado).
1891. – Manifiesto al pueblo, por Eduardo Vera, Antonio Taboada, Pedro P. Caballero y Juan
B. Rivarola.
1904. – Manifiesto de Benigno Ferreira y Emiliano González Navero.
1904. – Pacto del Pilcomayo, por el que se pone fin a la Revolución y se entrega el Gobierno al
Partido Liberal.
1916. – Ideario del Partido Liberal.
1936. – Acta Plebiscitaria del "Ejército Libertador” y Proclama de la Revolución Libertadora.
1936. – Decreto-Ley N.º 152, por el que se identifica a la Nación con la "Revolución
Libertadora".
1936. – Manifiesto del Partido Liberal.
1945. – Ideario del Partido Liberal.
1946. – Manifiesto del Partido Liberal, al Pueblo Paraguayo.

***

El día 22 de junio de 1988 se dio término


a la impresión de este libro en los talleres
de El Gráfico S.R.L. Asunción Paraguay

Facsimilar del volumen "Paraguay, la


Provincia Gigante de las Indias - Análisis
espectral de una pequeña nación
mediterránea", de Justo Prieto, impreso
en los talleres de la Editorial Claridad,
S.A. Buenos Aires. 1951.

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