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En defensa de los animales

El animal es perfecto, como obra terminada de la naturaleza. El hombre es perfectible.

Carolina Grekin Garfunkel

Palabras preliminares

Si nuestra sociedad admite la matanza de animales para que los hombres los consuman y si
también avala la eutanasia animal por compasión, pero sanciona como delitos ambas
acciones sobre los seres humanos, ¿será que existe alguna certeza inconsciente de que los
hombres no somos realmente meros animales, aunque superiores, o bien será –como
algunos pueden sentirse inclinados a pensar - que se responde a la ley de la evolución
darwiniana sostenida en la premisa de la supremacía del más fuerte: El animal superior se
come al inferior? En este texto nos centraremos en intentar descubrir si la primera premisa –
que los seres humanos no somos animales, ni siquiera animales superiores - tiene
fundamentos empíricos y pensantes sólidos como para abrirnos a considerar que nuestros
reinos de la naturaleza no sean tres sino, en verdad, cuatro, con el reino humano como
cúspide de la misma.

I.-
Imagina que tienes desde hace años un perro al que amas y que alegra tu retorno diario al
hogar; que es tu compañero dominical en las horas primeras de la mañana, cuando subes el
cerro intentando eliminar las tensiones de la semana. Lo cuidas, juegas con él y se sientan
juntos en tu sofá favorito mientras ves las películas que te apasionan.
Un mal día se despierta desganado, no come, no mueve su cola invitándote a pasear, pasa
echado en su rincón favorito. Lo llevas a su veterinario y te enteras que tu mascota tiene un
tumor maligno invadiendo su cuerpo. Te apenas, quieres escuchar que hay tratamiento y que
muy pronto lo verás correteando por ahí, como siempre. Pero no, el médico dictamina: “Tu
mascota está sufriendo y día a día se sentirá peor, y así hasta su muerte”.
Ya lo sabes, el fallo es uno e inapelable: Morirá en medio de horribles dolores. Entonces, la
decisión respecto de las acciones a seguir recae en ti: ¿Lo dejarás sufrir por meses hasta
que llegue tal fin? ¿Lo pondrás a “dormir”, como sugiere el doctor?
Las preguntas que te haces como amo de una mascota condenada por un mal incurable,
son: ¿Alargo su sufrimiento para no privarme ahora, tan pronto, de la presencia física de
ella? ¿Acepto que pongan término a su dolor mediante una inyección letal, letal pero por
amor a ella, y asumo la garra del silencio y el peso de la ausencia, definitiva, que invadirán
mi alma con su muerte?
Ésta es una disyuntiva familiar para quienes deciden compartir su vida con una mascota,
para quienes construyen con sus animales domésticos una relación a corazón abierto,
responsable y comprometida. Y la dificultad que se les presenta, al verse ante esta dura
elección, no es de naturaleza legal o penal sino afectiva, emocional y, por supuesto, moral…,
mas no ética.
No existe un conflicto ético en este proceso de toma de decisión, sino uno afectivo y moral y
en el ámbito privado y personal del amo. La eutanasia animal no es explícitamente
considerada por la ética, y, por lo mismo, existe consenso sobre su bondad y no hay quienes
la cuestionen: Poner a dormir a un animal que sufre es un acto sancionado como positivo por
la sociedad; se trata de una opción moralmente válida que no se contrasta con el marco ético
que delimita y retroalimenta nuestra cultura y las decisiones y actos que realizamos. Y este
hecho debiera ser una invitación a preguntarnos por la razón de tal silencio que pone
también una luz sobre un asunto en el que la mayoría de nosotros no quiere ni siquiera entrar
a pensar: ¿Por qué la sociedad no ofrece a la eutanasia en humanos la misma libertad de
elección de la que sí disponemos ante la eutanasia en animales? Si nos preguntamos esto,
se presenta una nueva interrogante a la conciencia: ¿Será que existen diferencias entre
hombre y bestia que justifican tal discriminación? Y ésta nueva pregunta nos conduce,
orgánicamente, a plantearnos otra: ¿Serán estas diferencias lo suficientemente significativas
como para colegir que los seres humanos no somos animales?

II.-
Propongo ahora que veamos los hechos tal cual se manifiestan, sin interpretaciones: Existe
consenso jurídico y aceptación social para el acto de poner fin al sufrimiento del animal
enfermo terminal o herido de gravedad, pero no vamos a encontrar tal consenso si decidimos

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igual destino para un ser humano. Es lícito que nos preguntemos, entonces, en qué radica la
diferencia fundamental –si es que existe alguna - entre un animal y un ser humano, que
pudiera ser la que estuviese sustentando -desde la inconsciencia generalizada de un saber
actuante - el rechazo jurídico y social a poner término anticipado a una vida humana
devastada por una dolorosa enfermedad terminal.
Nuestra cultura ha internalizado y propagado -a través de la educación - una concepción que
no es cuestionada sino raramente, y cuyos nefastos efectos sobre la vida no son siquiera
imaginados ni sopesados. Se trata de aquella que entiende al hombre como un animal
superior, miembro del reino animal. Resulta difícil encontrar personas que declaren
abiertamente que no se sienten miembros del reino animal. Incluso, muchos se molestan con
quienes nos atrevemos a declarar en público que los seres humanos no somos animales y
constituimos un reino aparte, el cuarto reino de la naturaleza; hasta se nos acusa de
arrogantes o de fantasiosos. Entonces, vale hacernos esta pregunta: Si es que la mayoría de
las personas se conciben a sí mismas como animales, y si Dios, como se afirma, creó tanto
al hombre como a las bestias, ¿por qué no se concibe como un pecado el adelantar la
muerte de un animal y sí se sancionan como delito y pecado la finalización anticipada de una
vida humana -la propia o la ajena – ante los sufrimientos que conlleva una enfermedad
terminal? Es lícito que nazca en nosotros el impulso de hallar una explicación a la
coexistencia de estas dos actitudes aparentemente contradictorias respecto de la eutanasia
que podría estar revelando un descuido o un vacío jurídico y/o ético. Pero, por otra parte –
atrevámonos a considerarlo – bien pudiera ser que sí tuviera un sentido profundo, aunque no
consciente, el que coexistan leyes especiales que protejan tanto a seres humanos como a
animales del abuso y el maltrato, y movimientos protectores de los derechos de ambos, junto
a una actitud discriminatoria respecto de la eutanasia.
Esta potente realidad algo quiere mostrarnos, y debemos esforzarnos por averiguarlo. No
cerremos los ojos ante los hechos; mantengámonos alerta y evitemos la actitud simplista -y
también peligrosa - de creer que porque nos reconocemos como animales superiores sea
esto razón necesaria y suficiente para aceptar como un derecho -y hasta como un deber - el
sufrir una enfermedad terminal y su cruel encadenamiento de dolor y humillación hasta que la
muerte nos separe del tormento. No podemos permitirnos pensar que sea sensato que se
nos autorice a terminar con el sufrimiento de nuestros animales inferiores y que, al mismo

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tiempo, se nos “premie” a nosotros, “animales humanos”, con la obligación de sufrir la misma
tortura de la que liberamos al animal.
Si todos somos animales, como se nos enseña desde la cuna, y si aceptamos tamaña
discriminación en materia de derechos, he aquí la causa por la cual nuestros legisladores –
que hemos elegido nosotros, no actúan en el sentido de “reparar” esta cruel “injusticia”. Es
posible que algo que no vemos, alguna verdad que no sabemos que sabemos, sea la que
nos hace avalar tal discriminación. Defendemos hasta con nuestra vida el derecho a la
autodeterminación de los pueblos y a la libertad personal, pero no hacemos lo mismo con la
conquista del derecho de disponer de nuestra vida ante una disyuntiva terminal.

III.-
Miradas las cosas en esta perspectiva, vale la pena preguntarse si es posible que exista
alguna percepción, alguna intuición que haya orientado el desarrollo de nuestros cuerpos
legales y nuestros consensos hacia este predicamento discriminatorio; podemos, desde aquí,
abrirnos a una interrogante fundamental, en torno de si el sufrimiento, la experiencia
dolorosa, representa lo mismo para un ser humano que para un animal. Enfrentar esta
pregunta nos lleva a iniciar la búsqueda de los elementos que confluyen en tales
experiencias y descubrir, quizás, –mediante su observación y contraste - los rasgos
esenciales de diferenciación que manifiesten a nuestra conciencia el salto cualitativo entre
bestia y hombre que justifique considerar que el animal y el hombre pertenecen a reinos
distintos.
Iniciemos el trabajo contrastando nuestros “únicos” tres reinos de la naturaleza, para ver si se
revelan aquellas características que los constituyen como reinos distintos.
Si comparamos un mineral cualquiera, una piedra, un diamante, un grano de arena, con un
vegetal, lo que distinguimos como la diferencia fundamental entre ellos es lo inerte del
mineral en contraste con la vitalidad del vegetal. Y, claro, dentro de un lapso corto de tiempo,
no apreciamos mayor cambio en el mineral pero sí lo vemos en el vegetal. Entonces, es
aceptable pensar que lo que distingue al mineral del vegetal es la vida; que la vitalidad
observada en el reino vegetal es un aspecto lo suficientemente importante como para
reconocer el salto cualitativo entre ambos conjuntos y denominar a los reinos de la
naturaleza que los acogen como “reino mineral” y “reino vegetal”.

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Si ahora orientamos nuestra atención hacia el contraste entre un vegetal y un animal, ¿Qué
observamos y podemos señalar como elementos comunes y diferencias gravitantes entre
ambos? La lechuga y el león están vivos. Ciertamente, ambos se reproducen, crecen, se
desarrollan y perecen: donde existe la vida se aparece siempre la muerte, de acuerdo a
ciclos de vida reconocibles y generalmente cortos. Pero la lechuga permanece durante toda
su existencia unida a la tierra desde la cual se irguió alguna vez en busca del sol, y es
gracias a la conjunción entre los elementos que existen en la tierra y la luz solar, y los
procesos que se desencadenan, que la planta se alimenta, se desarrolla y multiplica; ella no
debe desplazarse para asegurar su subsistencia y desarrollo.
El animal, en cambio, debe hacerlo; se desplaza para coger lo que requiere como alimento o
para beber el agua necesaria. Y puede hacerlo porque tiene medios locomotores y
aprehensores. En este punto puede uno preguntarse si se desplaza porque tiene órganos
locomotores o si los posee porque debe desplazarse hacia sus fuentes nutricias. También
resulta válido preguntarse si es porque el animal desea acercarse a su comida y tomarla, que
tiene sus órganos de desplazamiento y aprehensión, o si es, por el contrario, porque posee
tales órganos, que se le despierta el deseo de algo y su voluntad se manifiesta como querer
ir en busca de algo. No es razonable pensar que se le hubiera concedido al animal la
posibilidad de sentir y desear, mas no la de realizar el deseo por carencia de medios para
ello, o que se le hubiesen otorgado medios de locomoción y aprehensión que no fuesen
requeridos por la ausencia de deseo en el animal.
El animal tiene la capacidad de sentir y de despertar -con su sensación -, a su voluntad de
hacer, a su voluntad de “ir hacia”, porque ha sido dotado de una conciencia instintiva. Y para
que el animal realice su deseo, sabemos que cuenta con la sabiduría de sus instintos. Si no
contara con un sabio instinto que le indique cuál es el alimento correcto o el abrigo seguro,
no habría desarrollado órganos de locomoción y aprehensión para ir en su búsqueda.
Y los instintos –que son voluntad ciega y sabia – al mismo tiempo que le permiten al animal
sobrevivir, lo encierran en un conjunto de respuestas únicas y repetitivas.
Si el animal no fuera guiado en su accionar por una voluntad instintiva, no buscaría el
alimento o el agua por sí mismo y tampoco buscaría refugio frente a los peligros que lo
acechan, ni sabría cómo hacerlo. En estas situaciones, si el animal no se “diera cuenta” de
su entorno –si no percibiera con sus sentidos, si no contara con una conciencia que le
permitiera traerse el exterior al interior - y si no tuviera la capacidad de captar las

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necesidades de su cuerpo, no se despertaría en él el deseo que moviliza su voluntad hacia el
objetivo que lo nutrirá o protegerá y no habría desarrollado, tampoco, órganos adecuados
para ir hacia las fuentes que satisfacen sus deseos, y por ende, sus necesidades. Un animal
privado de su conciencia instintiva más parecería un vegetal que un animal, -jamás se
despertaría en él la voluntad del instinto - y tendría que ser alimentado y protegido desde el
exterior: el alimento debería acercarse a él, lo mismo que el agua y los nutrientes se acercan
a nuestra lechuga.
Si el animal no contara con esa conciencia no estaríamos en presencia, entonces, de un
animal (de un ser “animado”), sino ante un vegetal. Por ello decimos que un animal en estado
de coma deviene un animal en “estado vegetal”, porque no hay conciencia y, por lo mismo,
no hay deseo y, por ende, no hay voluntad instintiva manifiesta, es decir, movimiento
orientado a un fin.

De lo anterior se desprende que podemos permitirnos establecer que el rasgo fundamental


que diferencia al vegetal del animal es la conciencia instintiva. Por ello es correcto considerar
que las especies animales –los seres vivos animados que ostentan una conciencia instintiva
que les permite traer el afuera hacia su interior - constituyen un reino distinto del vegetal: el
reino animal. El animal toma conciencia de su entorno y su instinto le dice cómo interactuar
con él.

IV.-
Hemos avanzado lo suficiente en nuestro trayecto como para acercarnos con algún grado de
confianza al desafío mayor que nos invita: Dirimir si existe alguna diferencia entre el animal y
el ser humano que legitime nuestra afirmación: “Los seres humanos pertenecemos al cuarto
reino, el reino humano”. Contrastaremos al animal con el hombre y elegiremos como punto
de vista el que hemos estado dibujando en la primera parte de este escrito: sobre el sentido o
sinsentido del dolor en la existencia del animal y del ser humano.
Tenemos ante nuestra vista a un perro con un tumor canceroso terminal y a un hombre, en la
misma situación.
Observamos dos seres vivos y conscientes ambos (de su dolor), -es decir, que perciben el
entorno, sienten y se manifiestan volitivamente -, que están enfermos y sufriendo dolores

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atroces. Pero, ¿estamos hablando de una única e idéntica conciencia, o de dos: una animal y
una humana? Veamos.
El animal nos presentará un tipo de conducta bastante predecible: desánimo y decaimiento,
gemidos, buscará quizás ciertos pastos, y así continuarán las cosas, empeorando dentro de
lo esperable hasta su muerte. Lo que se apreciará como su conducta será, dentro de ciertos
márgenes propios de la especie y de cada ejemplar dentro de ella, lo que resulta también
esperable para esa especie animal en particular: un perro siempre se comportará como perro
y por ningún motivo tendrá conductas que son propias del gato o del ave.
Y frente a este inmenso sufrimiento de la mascota, el amo sentirá que no es justo mantenerla
en ese trance; querrá hacer algo para terminar con ese dolor que no parece tener, ante él,
ninguna justificación. Y nuestro sistema jurídico y construcción cultural sancionarán como
legítima su decisión al respecto.
Permitamos que cada uno de nosotros pueda intentar descubrir la respuesta al por qué
percibimos el sufrimiento de nuestra mascota como una experiencia inconducente, a la luz de
las ideas presentadas en este texto.
Centrémonos ahora en el hombre que sufre una enfermedad dolorosa y terminal y
preguntémonos por el comportamiento esperable de un hombre en particular frente a esta
situación. Sólo cabe responder que sería aventurado emitir un juicio sobre su posible
conducta a seguir.
Decimos, y ya es un lugar común, que cada hombre es un mundo. Y claro, así es, de hecho.
Y cómo un ser humano responda frente al dolor y ante la perspectiva cierta de la muerte,
cómo se yerga ante su sufrimiento o cuál sea su actitud interior y sus actos ante la certeza de
su cercano final, es cosa de cada hombre. Habrá quien se desespere al punto de suicidarse
frente al diagnóstico recibido, apurando el desenlace esperado, y habrá quien decida
enfrentar su enfermedad como una oportunidad para cambiar algo en sí mismo o en sus
relaciones con el mundo. Habrá quien quiera drogas que lo alejen de la conciencia y del dolor
y quienes quieran vivir su proceso con total conciencia. Estarán aquellos que se amarguen y,
por lo mismo, amarguen y castiguen a su entorno, y quienes se tornen humildes y dulces en
la entrega ante lo inevitable. Sabremos de quienes vean su muerte próxima como el final de
todo y también estarán quienes se vivan la certeza de que una vez abandonadas estas
vestiduras corporales, volverán en un futuro próximo o lejano a la tierra, habitando nuevos
ropajes.

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En otras palabras, el ser humano tiene la opción de mirar desde perspectivas diversas
hechos incluso irreversibles como la inminencia de una muerte por enfermedad terminal y
dolorosa, y elegir cómo quiere vivir sus últimos días. Elegir si está dispuesto a tomar un
papel activo en el decurso de los acontecimientos o en la personal actitud anímica con la que
se enfrentará a las difíciles circunstancias -desde el lugar en él que se encuentra y con los
recursos interiores de que dispone - o bien, decidir dejarse llevar por la situación,
pasivamente.
El animal no tiene esta posibilidad; es cierto que su conciencia le permite “darse cuenta” del
afuera, de lo exterior a él, para relacionarse con ello desde una sabiduría instintiva y resolver
su vida en la tierra, pero no lo capacita para mirar su propio dolor y encontrarle un sentido, no
le entrega la opción de elegir cómo quiere vivir o cómo quiere morir desde el significado que
pueda reconocerle a su sufrimiento. El ser humano sí puede buscar y encontrar un sentido
para el dolor que sufre y puede optar entre diversas alternativas. Aquí es donde podemos
observar una diferencia cualitativa entre la conciencia humana y la conciencia animal.
Lo que podemos entender desde este lugar, es que cuando el animal sufre, sólo sufre y no
puede hacer otra cosa mas que sufrir. La conciencia instintiva que le es propia, -la que
despierta en el animal el deseo instintivo y la respuesta instintiva plena de sabiduría natural;
la que permite que nazca en él la llama del deseo, como expresión de la voluntad instintiva, y
a la que éste obedece ciegamente y con total entrega y confianza -, es, precisamente, aquel
atributo que lo separa del vegetal y lo que le permite gozar en la salud y sufrir en la
enfermedad y actuar en consonancia con su voluntad instintiva de especie, pero es sólo eso:
le permite gozar la alegría y sufrir el dolor, le permite la experiencia y sólo la experiencia de
la emoción, de la sensación, del sentimiento…, y lo abre, sin ofrecerle otra opción, a la
manifestación de la voluntad instintiva de su especie, expresada en apetito y en deseo.
Porque el animal es ciegamente obediente ante la voluntad instintiva que lo dirige, no puede
optar, y porque nos damos cuenta de que no puede optar, es que se nos aparece claro a
nuestro entendimiento que la conciencia del animal no puede tener la misma cualidad de la
conciencia del ser humano. Éste sí tiene la opción de elegir su conducta frente a los
estímulos y las dificultades que la vida le presenta, y, por lo mismo, podemos entender que
ante una enfermedad terminal dolorosa, el animal no tiene otra alternativa mas que la de
sufrir.

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Veamos este contraste señalado recién, en el siguiente ejemplo, el de un animal separado
de su entorno natural en razón de un accidente o por pérdida de sus padres cuando
cachorro, que es rescatado por humanos preparados para ello, que lo curan o lo protegen
hasta la adultez.
La ayuda prestada al animal en problemas por los especialistas, que, hemos de recordar, es
un ejemplar dentro de su especie, trae, sin embargo, aparejadas serias dificultades de
inserción cuando se recupera de su dolencia o se hace adulto. Esto es así porque en su
relación de larga data con el hombre, atendido por éste en todas sus necesidades, -y
adormecida su voluntad instintiva - llega casi a perder la conexión con su sabiduría instintiva.
Se debilitan sus probabilidades de sobrevivir en el entorno natural al que lo devuelven,
incluso aunque haya pasado por un largo período de acondicionamiento en un ambiente
recreado ex profeso para simular su ambiente original. Como el animal no está capacitado
para elegir entre diversas opciones -sólo es hábil respondiendo desde la sabiduría de su
especie - vemos que sin el sustento de su sano instinto a plena capacidad, su conciencia
animal podrá permitirle percibir y sentir, mas no encontrar ya las respuestas instintivas
provenientes de la sabiduría instintiva que le ayuden a adecuarse fácilmente a las nuevas
condiciones y desafíos que le presenta el retorno a su medio natural. Su sobrevivencia,
entonces, se tornará dificultosa e incierta.
Vemos que el hombre, en cambio, sí puede optar entre múltiples alternativas y responder de
variadas e infinitas maneras ante situaciones límite que lo ponen a prueba en su habilidad de
supervivencia; puede discriminar, entre las soluciones posibles, aquella que puede resultar
excelente, incluso enfrentado a las condiciones más adversas o extrañas a su cotidianidad.
Sin el imperativo animal que significa la imposición de una específica y particular voluntad de
la especie -porque el hombre tiene un yo propio y único que lo convierte en una especie en sí
mismo – su conciencia se expandirá en ese momento de prueba mayor y, creativamente,
encontrará su respuesta dentro de sí mismo y en relación con ese entorno que le puede ser
hasta extraño y hostil. El hombre responderá como hombre, con aquello que le es propio
como ejemplar único de una única especie: con su yo propio, personal y único que lo libera y
facilita su adaptación a las exigencias y características particulares de un entorno o ambiente
específico. Porque un hombre –con conciencia y yo propios - y su medio, no son uno. Para el
animal, su conciencia y su hábitat son uno.

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Cierto es que en el ser humano quedan algunos instintos o vestigios de los mismos, pero
gracias a que cuenta con un yo propio, puede interrumpir el curso de lo natural. El hombre,
gracias a esta conciencia no instintiva, impregnada de yo que lo caracteriza, también siente,
se emociona, experimenta sensaciones, sentimientos y emociones, pero tiene la opción de
despertar en su interior una voluntad no ya instintiva sino motivacional, distinta a la voluntad
animal; el hombre tiene la oportunidad –que el animal no posee - de mover su voluntad
desde el instinto y desde el deseo, pero también desde el motivo; el hombre puede
encontrarle un sentido incluso al dolor, al sufrimiento que debe enfrentar en algún momento
de su vida. Y esto hace una diferencia fundamental entre el ser humano y el animal y justifica
nuestra decisión de adelantar la muerte del animal que sufre.
El instinto se ha interrumpido en el hombre; la sabiduría del instinto casi no existe ya en el
ser humano como guía para su actuar. Él debe alcanzar el conocimiento por sí mismo, para
resolver su vida en la tierra, para entenderse como un hombre entre otros hombres y resolver
su existencia. Casi no cuenta ya con sabiduría instintiva, y a través de su propio esfuerzo
pensante puede ampliar su conciencia e intentar comprender el mundo en el que vive y elegir
vivir o no una vida conscientemente moral, buscando cuidar su entorno y sus relaciones con
los reinos naturales. El conocimiento no lo trae desde que nace, debe ganarlo con su propio
esfuerzo y por decisión también personal y propia.

CONCLUSIÓN.-

Entonces, puesto que el hombre puede pensarse sus experiencias y no sólo sumergirse en
ellas; porque puede, desde allí, orientar su voluntad según sean los motivos que a él lo
mueven como individuo único y no ya como ejemplar de una especie sino como una especie
en sí mismo; porque no se perderá necesariamente en sus experiencias sino que podrá
objetivarlas e incluso objetivarse y alcanzar la autoconsciencia –la conciencia de sí mismo
como un yo -, un hombre no resulta predecible en sus respuestas ante un determinado
estímulo ni está condicionado a permanecer en un único y mismo entorno. Pero el animal sí:
frente al estímulo, sólo reaccionará según los dictados de la voluntad instintiva de la especie
a la cual pertenece y sólo en el largo o muy largo plazo podrá ganar – hablando de la
especie, no ese ejemplar en particular - la capacidad de habitar y sobrevivir por sí mismo en
un entorno diferente.

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Ante un estímulo, el ser humano no actúa necesariamente en forma instintiva; puede
trascender su deseo y actuar motivado por un sentimiento, por un recuerdo; puede movilizar
su voluntad y puede acertar con la decisión correcta o bien errar del todo. Puede despertar,
si quiere, su voluntad centrada en sí mismo y sólo en sí mismo, para alcanzar un objetivo
benéfico para él y dañino para su entorno. Lo que haga o decida hacer, depende de su
voluntad. También puede, si así lo quiere, abrirse incluso a la aspiración, para convertir a su
voluntad en instrumento de sus ideales, movilizando a su voluntad más allá de la órbita de su
egoidad. Es una opción que el hombre tiene, y que el animal no tiene, porque no la necesita
para vivir su existencia sobre la tierra. Un ser humano puede elegir libremente no darle
cabida a los ideales o sí dejarse permear por ellos en su vida anímica, tal si fueran las musas
inspiradoras de su voluntad trasmutada en aspiración. Un animal realiza el acto desde lo
natural y ejecuta los actos que son lo mejor para él, desde la voluntad instintiva, porque no
puede hacer sino eso. El animal no es libre ni puede serlo, está condicionado por la sabiduría
de su especie. El ser humano debe ganar, sólo si así lo quiere y por su propio esfuerzo
consciente y libre, la capacidad de realizar el acto desde lo moral. El acto del animal no se
puede juzgar desde lo moral porque no tiene una conciencia que le permita discernir lo moral
de lo inmoral; lo suyo es la sabiduría conducente de la especie, expresada en instinto.

He aquí, entonces, las diferencias que podemos reconocer entre el animal y el ser humano:
la conciencia ya liberada del instinto que le permite al ser humano la elección y realización
del acto moral desde el ejercicio de la facultad del pensamiento autónomo; la posibilidad de
la autoconciencia y la de escuchar la voz de la aspiración que lo invita a la superación de sus
limitaciones, dificultades y a la transmutación de sus dolores y su egoísmo…; la existencia,
en fin, de un yo único, propiedad personal e intransferible de cada hombre en la faz de la
tierra, capaz de acoger, en su diversidad y sin perderse a sí mismo, a los otros yoes de su
entorno y más allá de estos.
Por todo lo expresado hasta aquí, los invito a considerar la posibilidad de reconocer que los
seres humanos constituimos un cuarto reino, el reino humano y a poner luz sobre aquello
que hasta ahora no nos ha parecido digno de ser pensado o, simplemente, no nos ha
interesado observar.
Nunca más llamemos “¡animal!” con intención ofensiva al hombre que actúa bajo el imperio
de sus impulsos más primitivos; no denigremos con este apelativo a los animales,

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legítimamente naturales y perfectos en la armonía manifiesta entre su constitución y su
actuar: Cuando el animal actúa lo hace desde la perfecta sabiduría natural de sus instintos,
desde su conciencia y su voluntad instintiva, y su actuar será siempre afín y respetuoso con
su entorno. El hombre que se deja llevar constantemente por sus impulsos más groseros no
está actuando como un animal. Su conducta lo ubica en un estadio sub humano -en su
sentido más estricto - y también sub animal, porque su actuación contraría su esencia y su
destino de hombre y, por lo mismo, deviene en un ser dañino para su entorno. El hombre que
no desarrolla su pensar ni expande su conciencia -que no busca conscientemente mediar
entre el estímulo y su respuesta y elevarse por sobre sus respuestas instintivas o pasionales
- no puede ganar la objetivación y la autoconciencia, atributos que son los que lo caracterizan
como ser humano y como miembro del reino humano.
Tal como un hombre en coma, cuya conciencia está en suspenso, es un “hombre en estado
vegetal”, así el “hombre reactivo”, con su conciencia despierta, pero con su Yo en suspenso,
-que no se yergue como un Yo interrumpiendo el curso de lo “natural” entre el estímulo que
enfrenta y la respuesta que debe emitir como hombre, - es un “hombre en estado sub
animal”.
Somos seres humanos, y los dones recibidos son la medida de nuestro destino y la razón por
la cual constituimos un cuarto reino, el reino humano. Y tomar conciencia de esta realidad es
un imperativo moral para todos, pues de ello depende el signo del desarrollo de nuestra
evolución aquí en la tierra.

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