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TITULO SEGUNDO

Soberanía Nacional, Federalismo y Forma de Gobierno

(Artículos 39-48)

Arnaldo Córdova

Visto en su conjunto, en el Título Segundo destacan, jerárquicamente, los


siguientes temas:
a) La soberanía nacional, que es soberanía popular (artículo 39);
b) El federalismo, como forma que adquiere el principio de la soberanía
popular (artículo 40);
c) La forma de gobierno decidida por el pueblo como República representativa
y democrática con su base federal (artículo 40);
d) Las entidades soberanas organizadoras del Estado federal (artículo 43);
e) El territorio en el que reside la nación mexicana bajo la soberanía de su
pueblo y su distribución entre las entidades fundadoras del Pacto Federal,
así como el modo en que deben arreglar entre sí sus respectivos límites y la
dependencia directa respecto del gobierno federal en que quedan las islas,
los cayos y arrecifes de los mares adyacentes al territorio nacional, la
plataforma continental, los zócalos submarinos de las islas, de los cayos y
arrecifes, los mares territoriales, las aguas marítimas interiores y el espacio
situado sobre el territorio nacional (artículos 42, 45, 46, 47 y 48);
f) La condición que observará, siendo una entidad fundadora del Pacto
Federal, el Distrito Federal, llamado así sólo por el hecho de que sirve de
asiento a los poderes federales y, por ello, es la capital del país (artículos 43
y 44);
g) La referencia un tanto sesgada a la existencia de los Poderes de la Unión, en
2

cuanto se dice que es a través de ellos que el pueblo ejerce su soberanía (un
sinsentido, como veremos, pues este postulado va en contra de los
establecido por el artículo 39) y, recientemente, la institución aquí de los
partidos políticos como entidades de interés público y, más recientemente
todavía, de los órganos encargados de organizar las elecciones federales.
Extraña que no se haga referencia al Poder Judicial, que es uno de los
Poderes de la Unión y a través del cual, de acuerdo con esta lógica, el
pueblo también ejercería su soberanía (artículo 41).
Trataremos, en el orden que parece más racional, esa rica problemática,
intentando dar razón de la coherencia interna de éste, nuestro Titulo Segundo de la
Constitución.

1. El territorio.

La tierra es la madre de todos los pueblos. Es una verdad de la que los


hombres son conscientes desde los tiempos más remotos en el pasado1. Y el
territorio es un elemento esencial para las ciencias del Estado, de las que el

1
Testimonios de esa convicción los hay sin cuento, pero vale pena recordar un par de ellos. El
gran orador ático Lisias escribía: “Nuestros antepasados... no se establecieron en tierra ajena
como la mayoría de la gente, habiéndose reunido de todas partes y habiendo expulsado a otros,
sino que, por ser autóctonos, poseían la misma tierra desde siempre, como madre y patria” (Lisias
II, Oración fúnebre, 17, en Lysiae Orationes, ed. C. Hude, Oxford Classical Texts, Oxford,
1912). Y Platón afirmaba: “... nuestra tierra y madre ofrece una prueba suficiente de que ha dado
a luz a los hombres, porque ella sola en ese entonces, y primera, produjo como alimento para el
hombre el fruto del trigo y de la cebada, con el cual se alimenta el género humano de la mejor y
más bella manera, ya que es ella en realidad la que engendró a ese ser. Ahora conviene ofrecer
este tipo de pruebas más para la tierra que para la mujer, porque no es la tierra que imita a la
mujer en la concepción y el parto, sino la mujer a la tierra” (Platón, Menéxeno 237e-238ª, en
Platonis Opera,vol, III, ed. J. Burnet, Oxford Classical Texts, Oxford, 1903). Agradezco a la
doctora Annapaola Vianello de Córdova su traducción directa del griego.
3

Derecho Constitucional forma parte principalísima2. La definición más corriente


del Estado no puede hacer a menos de verlo como un poder soberano sobre una
población asentada en un territorio3. En esa definición que aprendemos desde que
oímos hablar del Estado, ninguno de sus elementos integrantes adquiere relevancia
por sí mismo: Estado, poder, soberanía, población (y, podría agregarse, pueblo) o
territorio no nos dicen nada que no debamos suponer y, para eso, después de
haberles agregado los contenidos más disímbolos por nuestra cuenta. Se trata, pues,
de una enumeración de elementos aislados, más que de una definición. Sirve a los
constitucionalistas para dar lo que ellos consideran los elementos del Estado: poder
soberano, población y territorio4. Si todo eso lo comprende el Estado, entonces el
Estado lo es todo: poder, territorio, población (en realidad nunca se habla del
pueblo y todo mundo sobreentiende que se habla de la sociedad en su conjunto),
con lo que la especificidad de las ciencias del Estado se pierde para volverse una
especie de filosofía medieval, un corpus indiferenciado que no se apiada de la
2
El ilustre constitucionalista italiano Paolo Biscaretti di Ruffìa hace notar que la palabra Estado
se mezcla indefectiblemente con la expresión “estar” (o “asentarse”), tanto, nos dice, “que en los
países germánicos... tanto en el Medioevo como en época reciente se ha usado a menudo el
vocablo ‘Land’ (y piénsese, ahora, en los Estados[Länder] miembros de la República federal
austriaca o a los de la alemana occidental) que precisamente significa ‘territorio’” (“Territorio
dello Stato”, en Enciclopedia del Diritto, Giuffrè Editore, vol. XLIV, Milano, 1992, p. 334).
3
Uno de los grandes iniciadores de la Allgemeine Staatslehre (teoría general del Estado), Georg
Jellinek, hacía notar que el Estado no es propietario sino soberano de su territorio: “El dominio
sobre el territorio no es, desde el punto de vista del Derecho Público, dominium, sino imperium.
El imperium significa poder de mando, mas este poder sólo es referible a los hombres; de aquí
que una cosa sólo pueda estar sometida al imperium, en tanto en cuanto el poder del Estado
ordene a los hombres obrar de una cierta manera con respecto a ella” (Teoría general del Estado,
trad. de Fernando de los Ríos Urruti, Librería General de Victoriano Suárez, Madrid, 1915, t. II,
pp. 23-24).
4
Respecto del territorio, el maestro Burgoa señala: “... es imprescindible, a nuestro entender,
reafirmar la idea de que el territorio, como elemento geográfico del Estado, es el espacio
terrestre, aéreo y marítimo dentro del que la entidad estatal ejerce su poder, al través de las
funciones legislativa, ejecutiva y jurisdiccional y por conducto de sus respectivos órganos o
autoridades” (Ignacio Burgoa, Derecho constitucional mexicano, Porrúa, México, 1991, p. 163).
4

multiplicidad abrumadora de las formas de la vida social y de las ya incontables


especialidades a las que da lugar su conocimiento.
El mayor logro que tuvo la teoría política moderna fue legitimarse frente a
todas las demás disciplinas del conocimiento de la realidad y, en ella, de la
sociedad5. No se trató de una invención ni de una ocurrencia. La vida social misma
de la modernidad nos impulsó a diferenciar las diferentes esferas en las que
actuamos en sociedad. No es lo mismo vivir religiosamente, que vivir moralmente
o que vivir políticamente. La vida nos enseña a actuar en cada una de esas esferas
de modo diferente, con diferentes reglas, con diferentes elementos de acción. El
pensamiento moderno no hizo más que registrar ese hecho indeleble en el
conocimiento de nosotros mismos6. Así nació la ciencia política, por cierto la
primera de las ciencias del hombre que aparece desprendiéndose del tronco común
del conocimiento que fue en el Medioevo la filosofía; luego vinieron la economía,
la historia como ciencia y ya no como mera memoria del pasado, el derecho y las
demás ramas del conocimiento de la realidad social7. Eso es historia real. La
ciencia política clásica, la que un poco arbitrariamente podemos ubicar en el tiempo

5
Véase, de Umberto Cerroni, Introducción al pensamiento político, Siglo XXI Editores, México,
1987, trad. de Arnaldo Córdova, así como, del mismo autor, su ensayo “Igualdad y libertad”, en
Marx y el derecho moderno, Ed. Grijalbo, México, 1975, en trad., asimismo, de Arnaldo
Córdova, pp. 187-279.
6
Ernst Cassirer lo constata de esta manera: “Con Maquiavelo nos situamos en el umbral del
mundo moderno. Se ha logrado el fin que se deseaba: el Estado ha conquistado su plena
autonomía... El Estado es completamente independiente; pero al mismo tiempo está
completamente aislado. El afilado cuchillo del pensamiento maquiavélico ha cortado todos los
hilos por los cuales el Estado, en generaciones anteriores, estaba atado a la totalidad orgánica de
la existencia humana. El mundo político ha perdido su conexión no sólo con la religión o la
metafísica, sino también con todas las demás formas de la vida ética y cultural del hombre. Se
encuentra solo , en un espacio vacío” (El mito del Estado, Fondo de Cultura Económica, trad. de
Eduardo Nicol, México, 1947, p. 166.
7
Arnaldo Córdova, “Consideraciones en torno al método de la ciencia política”, en, AA.VV.,
Ciencia política, democracia y elecciones, UNAM, 1989, pp. 23-46.
5

que corre entre Maquiavelo y Tocqueville, nos muestra una realidad incontrastable:
la aparición y el desarrollo del Estado que se sitúa por encima de las demás esferas
de la vida social8. Nos enseñó también que una cosa es la vida social, con toda su
multiforme y variopinta diversidad, y muy otra es la vida política. Estado y
sociedad no son lo mismo y una cosa es la sociedad y muy otra el Estado. La
preeminencia del Estado sobre la sociedad es muy simple de comprender: es el
Estado el que organiza y coordina como a un todo a la sociedad; sin el Estado, la
sociedad sería un anárquico e incontrolable conjunto de intereses individuales y de
grupos incapaces de ponerse de acuerdo9. Ciertamente, ha habido pensadores que
acaban confundiendo a la sociedad con el Estado, pero a base de convertir a la
sociedad en una parte del Estado, como en Hegel10, o haciendo del Estado una

8
Véase nuestro ensayo “Sociedad y Estado en el mundo moderno”, en el volumen del mismo
título, Ed. Grijalbo, México, 1989, pp. 21-68.
9
Antonio Gramsci explicaba así la función del Estado, partiendo de la tesis marxista del Estado
de clase: “El Estado se concibe, es verdad, como organismo que es propio de un grupo y que está
destinado a crear las condiciones favorable para la máxima expansión de tal grupo; pero ese
desarrollo y esa expansión se conciben y se presentan como la fuerza motriz de una expansión
universal, de un desarrollo de todas las energías ‘nacionales’; es decir, al grupo dominante se le
ve coordinado concretamente con los intereses generales de los grupos subordinados y la vida
estatal se concibe como un continuo formarse y superarse de equilibrios inestables (en el ámbito
de la ley) entre los intereses del grupo fundamental y los intereses de los grupos subordinados,
equilibrios éstos en los que los intereses del grupo dominante prevalecen sólo hasta cierto punto,
es decir, no se reducen al grosero interés económico corporativo” (Note sul Machiavelli, sulla
politica e sullo Stato moderno, Einaudi, Torino, 1949, p. 46).
10
Hegel veía en la sociedad civil a una sociedad organizada y desechaba la visión liberal de una
sociedad desintegrada en sus individuos. Para él la forma de organización típica de la sociedad
era la corporación. Antonio Gramsci vería, en su tiempo, igualmente a una sociedad organizada
en asociaciones que, para él, eran instituciones. La diferencia entre ambos es que Hegel funde la
sociedad civil en la sociedad política (el Estado), mientras que, para Gramsci, ambas sociedades
permanecen separadas. Hegel sintetiza así su propuesta: “La finalidad de la corporación, en
cuanto limitada y finita, tiene su verdad... en la finalidad universal en sí y para sí y en su absoluta
realidad; la esfera de la sociedad civil se convierte en Estado”. En términos profanos, eso quiere
decir que las asociaciones o corporaciones de los ciudadanos sólo se vuelven reales y
permanentes cuando se convierten en instituciones del Estado (G. W. F. Hegel, Fundamentos de
la filosofía del derecho, Libertarias/Prodhufi, Madrid, 1993, parágrafo 256, p. 676; véanse, si hay
6

excrescencia de la sociedad absolutamente prescindible, como llega a postular el


anarquismo. Podrá, así, comprenderse por qué la idea de los elementos del Estado,
que acaba postulando que el Estado somos todos y todo, es una perversión de la
realidad.
La cuestión del territorio, si a éste se le identifica con el Estado o se le
convierte en un elemento del mismo, resulta todavía más absurda. Sólo un Estado
totalitario o monárquico podría ser considerado dueño de su territorio11. En un
Estado democrático, que hace derivar del pueblo la soberanía, lo menos que puede
postularse es que el pueblo es el verdadero señor de su territorio y, eso sí, mandata
al Estado que él ha creado para que lo administre atendiendo siempre al bien
general de la sociedad y lo defienda de cualquier amenaza exterior. En ello todos
nuestros constitucionalistas deberían estar de acuerdo, sobre todo atendiendo a la
sabia y muy pertinente concepción que encierra nuestra Carta Magna al respecto.
En primer lugar, como lo hemos ya indicado, el artículo 42 señala, escuetamente,
las partes que comprende “el territorio nacional”; no dice “el territorio del Estado
mexicano” ni cosa que se le parezca. Ya aquí la teoría de los elementos del Estado
es totalmente ignorada. Además, por si fuera necesario indagar cuál es el sujeto que
supone la expresión “el territorio nacional”, recurriendo al encabezado del artículo
27 de nuestro Máximo Código Político, podemos ver lo que esa expresión significa:

interés, los comentarios de Marx al respecto en su Crítica de la filosofía del Estado de Hegel,
Grijalbo, México, 1968, pp. 59 y ss.).
11
De hecho, para que el Estado aparezca como un verdadero poder por encima de la sociedad se
requiere que previamente se independice del poder político que detenta la propiedad privada en la
tradición de las instituciones feudales. Maurice Hauriou observa que “no hay Estado, en el
sentido propio de la palabra, sino hasta que se ha instaurado en una nación el régimen civil, es
decir, cuando el poder político de dominación se ha separado de la propiedad privada, cuando
ha llegado ha revestir el aspecto de una potestad pública y, de ese modo, se ha operado una
separación entre la vida pública y la vida privada” (Principes de droit public, Paris, 1916, p. VII
(subrayado nuestro).
7

“La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del
territorio nacional, corresponde originariamente a la Nación, la cual ha tenido y
tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo
la propiedad privada”12.
No hay en nuestra Carta Magna nada que nos diga qué o quiénes son la
Nación. En innumerables documentos patrióticos y textos constitucionales se la
identifica con el pueblo; pero no hace falta mucho escarbar para encontrar que
Nación equivale, indistintamente, a pueblo y a sociedad políticamente organizada.
El pueblo es el cuerpo político que forman los ciudadanos13, no todos los miembros
de la sociedad, porque muchos de ellos no tienen la capacidad legal para serlo. La
Constitución dice quiénes son los ciudadanos y lo que se requiere para serlo
(artículo 34). La Nación está formada por todos los miembros de la sociedad,
ciudadanos y no ciudadanos; pero, en el espíritu del artículo 39, es el pueblo de los
ciudadanos el que comanda a la nación y organiza al Estado que la regimenta y la
representa. Así que sociedad y Nación no son lo mismo: la sociedad es un conjunto
de personas; la Nación es ese mismo conjunto de personas (con la excepción de los
muchos extranjeros que se han integrado a la sociedad, pero que no han adquirido
la nacionalidad mexicana), sólo que organizado políticamente, bajo la égida del
pueblo y de su Estado. Pues esa Nación es a la que el artículo 27 hace propietaria
de su territorio y al Estado, únicamente, su representante y, en su caso, su

12
Esta materia la hemos tratado en varios trabajos, la mayoría de los cuáles están publicados en,
Arnaldo Córdova, La nación y la Constitución. La lucha por la democracia en México, Claves
Latinoamericanas, México, 1989, pp. 103 y ss., y en nuestro extenso estudio introductorio “El
pensamiento social y político de Andrés Molina Enríquez” en, Andrés Molina Enríquez, Los
grandes problemas nacionales y otros escritos, Ediciones Era, México, 1978, pp. 11-68.
13
Jean-Jacques Rousseau (Du contrat social ou essai sur la forme de la République, en Oeuvres
complétes, Gallimard, Bibliotèque ded la Pléiade, t. III, Paris, 1964, II, iv, p. 372) define al
Estado como « la unión de sus miembros », los cuales constituyen el « cuerpo político”.
8

administrador. Los geniales inspiradores de esta concepción de la relación de la


Nación con su territorio, don Andrés Molina Enríquez, el ingeniero Pastor Rouaix y
otros muchos que dieron la batalla con ellos, concibieron la idea de la Nación
propietaria como heredera de la corona española, antigua propietaria del territorio
que fue liberado con la Guerra de Independencia, y en ella siempre incluyeron a
todos los mexicanos, sin excepción, aunque nunca se tomaron el trabajo de ponerlo
en claro14.
Se podría concluir con una síntesis que abarcara todos los elementos que se
han mencionado: la Nación es la propietaria original del suelo en el que habitan
todos los mexicanos y sus huéspedes extranjeros, los que, si son esclavos, por el
sólo hecho de ingresar a él se vuelven hombres libres (según instituye el artículo
primero de la Carta Magna). Al fundar el Estado, el pueblo, el cuerpo político
integrado por todos los ciudadanos, toma de la Nación la soberanía sobre su
territorio, por ser el pueblo el que decide por la Nación, y otorga al Estado el poder
de representarlos a ambos ante el mundo y de velar por la seguridad y la integridad
de dicho territorio. El pueblo, a su vez, mandata al nuevo Estado, nacido de la
Revolución, que represente a la Nación en todo lo concerniente a la propiedad
nacional y a la nueva regulación de las relaciones de propiedad. A través de su
Constitución, el pueblo encarga al nuevo Estado dictar las medidas necesarias para

14
En un artículo que Molina Enríquez publicó en el Boletín de la Secretaría de Gobernación, T.
I, n. 4, México, septiembre de 1922, escribía: “El derecho de propiedad primordial de la nación
sobre todo el territorio nacional existía antes en el rey de España... la nación ha sustituido al
rey...” (en Los grandes problemas nacionales y otros escritos, cit., p. 468). En carta de 13 de
marzo de 1918 a José Vázquez Schiafino, Joaquín Santaella y A. Langarita, el ingeniero Pastor
Rouaix escribía: “El Monarca español quedó investido con los derechos de propiedad de las
tierras, de las aguas, de los minerales y de los jugos de la tierra... Al consumarse la
Independencia, los derechos de la corona de España, sobre el territorio del país pasaron a
corresponder a la Nación... Así pues, el principio de propiedad radica originaria y
primitivamente, en los Reyes de España y posteriormente en la Nación” (reproducida en El
petróleo. La más grande riqueza nacional, Cámara de Senadores, México, 1923, p. 57).
9

el fraccionamiento de los latifundios (tercer párrafo del original artículo 2715); en el


Estado, el Poder que debe llevar a cabo tal encomienda no puede ser otro que el
Ejecutivo, en representación de la Nación, con lo que se le dota de una facultad que
es, virtualmente, de excepción, vale decir, el poder de expropiación sin condiciones
previas, que era, justo, lo que había postulado Molina Enríquez16. La Nación
propietaria se reserva una parte de su propiedad original, la cual comprende el
subsuelo, las tierras aledañas a las costas, islas y cayos, los mares territoriales, las
aguas interiores y otros bienes que, al definirse como federales, se ponen bajo el
cuidado del Poder Ejecutivo del nuevo Estado, con el fin expreso de imponer a la
propiedad privada las modalidades que dicte el interés público y regular el
aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación, para hacer
una distribución equitativa de la riqueza y cuidar de su conservación. Por tratarse
de un Estado federal, resulta obvio que todo lo que no está expresamente reservado
a la Federación en materia de relaciones de propiedad queda en las facultades de
los poderes de los Estados federados.
Problemas menores, que tienen que ver con cuestiones de límites de los
territorios de los Estados se contemplan en los artículos 45 a 47 de este título y de
la Carta Magna.

2. Soberanía popular y federalismo.

Soberanía popular y federalismo son, en nuestra Constitución, dos términos

15
El artículo 27 dice en su redacción de 1917, precisamente: “... se dictarán las medidas
necesarias para el fraccionamiento de los latifundios” (Constitución política de los Estados
Unidos Mexicanos, Imprenta de la Secretaría de Gobernación, México, 1917, p. 18).
16
Cf., Andrés Molina Enríquez, Filosofía de mis ideas sobre reformas agrarias (Las derrotas de
Degollado), en Los grandes problemas nacionales y otros escritos, cit., pp. 453-464.
10

que se suponen mutuamente y que no pueden ser explicados por separado. El


artículo 39 instituye el principio de la soberanía popular y el artículo 40 establece
que la forma que adopta el Estado que surge de la Constitución será una República
federal. En virtud del primero, queda claro que todo poder público dimana del
pueblo y éste tiene en todo tiempo el inalienable derecho de decidir la forma de su
gobierno. En razón del segundo, si se impone que la República que nace por
voluntad del pueblo deberá ser federal, compuesta de Estados libres y soberanos
unidos en una Federación, entonces no podemos hablar de un único pueblo
nacional, sino de varios pueblos fundadores que han decidido unirse para constituir
el Estado mexicano. Cada uno de los Estados, a su vez, está constituido de la
misma manera: comunidades originarias que decidieron unirse para constituir un
poder que las habría de unificar a todas ellas en la comunidad estatal. Se supone
que tanto la comunidad federal como las comunidades estatales resultan ser
comunidades políticas artificiales, creadas por la voluntad de los ciudadanos
integrantes de las comunidades originarias reunidos en un solo pueblo en cada una
de ellas. En otro lugar nos ocupamos del tema de la soberanía con cierta amplitud17;
aquí se impone pofundizar más en el tema del federalismo, sobre todo, tomando en
cuenta la función realmente fundadora y definidora de todo el contenido de este
Título Segundo.
Es una pena que los más grandes juristas de nuestra época, incluidos entre
ellos a una mayoría muy significativa de constitucionalistas, los politicólogos y
también quienes parten de la definición de la política por la muy pobre y limitada
concepción del ejercicio del poder como toma de decisiones (decision making18)

17
Véase en esta misma recopilación nuestro ensayo sobre el artículo 39.
18
Tomar a la realidad política e inclusive a las instituciones del Estado como una materia
manipulable, sobre la que hay que actuar y arriesgar el error, porque de otra manera no podría
haber modo de dirigir la acción política y, en ésta, en especial las decisiones que se deben tomar
11

reduzcan la problemática del federalismo a una mera cuestión de descentralización


del poder o, peor aún, de la administración pública. Amputar al federalismo su
nexo inextricable con la soberanía popular significa, en efecto, convertirlo en un
mero sistema de distribución de jurisdicciones o demarcaciones administrativas o
en una cadena de decisiones de poder jerarquizadas19. Pierde su sentido como
origen del Estado y su fuerza fundadora de la constitución del Estado. Por supuesto
que el federalismo entraña una distribución de funciones (una división del trabajo)
y un sistema descentralizado de jurisdicciones; es también una combinación de
poderes centrales y locales que funcionan cada uno en esferas separadas; no cabe
duda de que se trata también de una distribución de recursos públicos con una
fiscalización central y de aparatos administrativos diferenciados y coordinados.

para alcanzar resultados que deben preverse de antemano es el Leitmotiv de este tipo de
perspectivas de estudio de la política y de las fuerzas actuantes en ella. El instrumento de tal
posible manipulación es lo que se resume en el concepto de políticas públicas (public policies) y
su correlato esencial, la toma de decisiones (decision making). Para legos en la materia, puede
verse de Leonardo Curzio, Toma de decisiones, Instituto Federal Electoral, México, 1998. Otras
obras útiles para entender este modo de enfocar la política, un clásico, Daniel Lerner y Harold D.
Lasswell, The Policy Sciences, Stanford University Press, Stanford, 1951 (1965); en el
Handbook of Political Science, vol. 6, Policies and Policy Making, Fred I. Greenstein y Nelson
W. Polsby, eds., Addison-Wesley Publishing Co., publicación simultánea en diversos lugares del
mundo, 1975, entre muchísimas más.
19
Ver al federalismo como un mero sistema de distribución de jurisdicciones implica concebirlo
como un problema, ante todo, jurídico y borrar por completo su raíz política. Fue, justo, lo que le
ocurrió al gran jurista austriaco Hans Kelsen, para el cual el federalismo era sólo establecer
“ámbitos espaciales de validez del derecho” y no poderes políticos asociados y constituyentes de
un poder superior que era la federación. La Constitución, lejos de lo que pensó el gran fundador
de la Escuela de Viena, no es sólo un orden jurídico, sino y ante todo, un orden político. Como
hemos apuntado en otro lugar, los principios fundadores de ese orden, como el de la soberanía
popular, la división de poderes, el federalismo, la monarquía o la república, las garantías
constitucionales, las elecciones (el voto ciudadano) como origen del Estado, la protección de los
trabajadores y la reforma agraria, por lo menos entre nosotros, para citar sólo unos cuantos, no
son jurídicos, sino políticos en el más cabal sentido de la palabra (Hans Kelsen, Teoría general
del Estado, Barcelona-Madrid-Buenos Aires, Labor, 1934, pp. 214 y ss. Y 272 y ss., y, Arnaldo
Córdova, “Repensar el federalismo”, en Eslabones, n. 12, México, julio-diciembre de 1996, p.
11).
12

Pero el federalismo no es un fenómeno que se establezca y se regule en las leyes,


no es un orden jurídico, sino un orden político y en eso radica la diferencia
esencial. Para entenderlo, no tenemos más recurso que acudir a la experiencia
histórica.
La asociación de entidades de poder, desde luego, no puede decirse que sea
una invención moderna; pero el federalismo, tal y como ahora lo conocemos, es por
entero un fenómeno típico de la modernidad política. También hay que apuntar que
no necesariamente el federalismo se asocia siempre e indefectiblemente con la
democracia y ni siquiera con el liberalismo, así como tampoco democracia y
liberalismo son idénticos, como algunos liberales han querido hacer creer20. Lo que
podría considerarse como la primera asociación de corte federal, las Provincias
Unidas de los Países Bajos, entre los siglos XVI y XVII, fue alianza entre
oligarquías locales. La Confederación Helvética dio demasiado peso a los poderes
cantonales y también fue, en sus inicios, una experiencia oligárquica. En América
Latina, los experimentos federalistas fueron reclamos de oligarquías latifundistas y
caciquiles. Para que el federalismo se asociara definitivamente con la democracia,
en la mayoría de los casos debió esperarse hasta bien entrado el siglo XX. México
no pudo eludir ese retraso, pero nuestro constitucionalismo, desde sus inicios
mismos reivindicó la unión de federalismo y democracia y se prospecta como un
federalismo democrático. Tampoco de la experiencia de los Estados Unidos puede
decirse que haya sido el suyo un federalismo democrático desde sus comienzos,
pero esa experiencia es, sin duda alguna, la verdadera matriz, aunque con
derivaciones muy diferentes, del moderno federalismo democrático.

20
Guido De Ruggiero, el gran historiador italiano del pensamiento filosófico y político, afirma,
por ejemplo, después de admitir que entre democracia y liberalismo hay al mismo tiempo
continuidad y antítesis: “Nadie puede negar que los principios sobre los cuales se funda la
concepción democrática sean el lógico despliegue [esplicazione] de las premisas ideales del
liberalismo” (Storia del luiberalismo europeo, Feltrinelli, Milano, 1962, p. 357).
13

Hay un concepto que es fruto indiscutible del genio político del pueblo
norteamericano, aunque es, sobre todo en las actividades comerciales, de entraña
anglosajona: transaction (transacción, trato, negociación, acuerdo, consentimiento
y se podría agregar consenso). En términos prácticos, ese concepto define sin más
lo que es la política moderna, no sólo en el modo en que se hace y se debe hacer,
sino por los objetivos que siempre persigue21. Es lo contrario de imposición, de
abuso del propio poder, de prepotencia, de intolerancia, de despotismo y de todo
aquello que riñe con la convivencia que, precisamente, busca ante todo la política.
Los colonos ingleses de Norteamérica inventaron la política moderna y aprendieron
a practicarla del modo más natural para resolver sus problemas de convivencia,
rechazando en ella toda forma de dogmatismo ideológico y aun religioso (siendo
ellos y hoy lo siguen demostrando unos creyentes que son capaces de llegar al
fundamentalismo religioso). Fue notable, además, que no pretendieran imponer al
resto del mundo las ideas prácticas, transparentes y sencillas con las cuales
empezaron a hacer política.
La democracia norteamericana fue, en todo momento, una serie de
transacciones de intereses privados o de grupos. La misma asimetría de las
sociedades coloniales, con sus intereses desiguales y jerarquizados impuso la
transacción entre los que tenían más y los que menos podían, pero que muchas
veces eran más numerosos. El federalismo entre las colonias fue un medio de unión
para la defensa común y, procedimentalmente, una transacción entre intereses.
Autoconcebidas como cuerpos políticos autónomos, la opresión de la corona
inglesa y su decisión de oponerse a esa opresión les abrieron la necesidad de unirse
en un solo organismo político y militar que fuera capaz por todas de encarar el
desafío. El federalismo no nació como un ideal o como un proyecto previamente

21
Arnaldo Córdova, “Repensar el liberalismo”, cit., p. 10.
14

pensado. Nació de las necesidades del momento. El primer intento de unión, los
Artículos de la Confederación22, les pudo mostrar las bondades de marchar juntos
en una empresa que concernía a todos, pero respetó demasiado sus autonomías
locales como para que pudiera hablarse ya de un federalismo. Una vez triunfantes
en su larga guerra de independencia, firmada la Paz de París en 1783 y dadas las
enormes dificultades con las que el localismo y los intereses egoístas de cada
comunidad habían embarazado la lucha contra el opresor común, las todavía
autodenominadas colonias triunfantes debieron reconocer que necesitaban ya no
una confederación, que siempre da demasiado poder a las localidades e impide la
formación de una verdadera fuerza común, sino una federación, en la que, mediante
transacciones de todo tipo, cada miembro del nuevo organismo se comprometiera
más con la unidad de todos que con sus intereses particulares. Ese proyecto se
plasmó en la Constitución de 1787, la primera Constitución escrita de la era
moderna, que fue ratificada en referéndum por los pueblos de las diferentes
antiguas colonias23.
El hecho que mayormente resalta de los debates de la Convención de
Filadelfia de 1787, que dio lugar a la Constitución de los Estados Unidos, fue
precisamente la transacción como método de organización del Estado federal y
22
El documento en la extensa y magnifica recopilación de Angela Moyano Pahissa y Jesús
Velasco Márquez, Estados Unidos de América. Documentos de su historia política, T. I, pp. 245-
254. Para un análisis de lo que esos Artículos significaron histórica y políticamente, véase, de
Merrill Jensen, The Articles of Confederation, The University of Wisconsin Press, Madison,
1940.
23
Pueden verse, en El federalista (artículos escritos en defensa de la Constitución aprobada en
Filadelfia por Hamilton, Madison y Jay), las opiniones al respecto de Hamilton (artículos XXII,
XXXIII y XLII) y Madison (artículos XV y XLIV), Fondo de Cultura Económica, México, 1943.
Véanse, también, las muy consistentes objeciones de quienes se opusieron en los nacientes
Estados Unidos a la idea de una Federación en, Jackson Turner Main, The Antifederalists. Critics
of the Constitution, 1781-1788, New York-London, W.W. Norton Company, 1974, y, Ralph
Ketcham, ed., The Anti-Federalists Papers and the Constitutional Convention. Debates, New
American Library, New York, 1986.
15

como medio para poner de acuerdo a todas las comunidades que lo estaban
fundando a través de sus representantes. Todos los grandes documentos reciben,
precisamente, el nombre de “transacciones”. Cada vez que se discutía un problema
que miraba a la unidad en el nuevo Estado se llevaba a cabo una negociación entre
los representantes que resultaba, a veces, extremadamente disputada. El
bicameralismo, por ejemplo, no fue de ninguna manera, una copia del de Inglaterra,
donde los representantes de los comunes se reúnen en una Cámara y los de la
nobleza en otra. Aquí se trató de dar una solución al problema de la
sobrerrepresentación de las colonias de mayor población y la justa representación
de todas en el nuevo parlamento. Así nació la llamada Transacción de Connecticut,
que creó una Cámara de representantes elegidos proporcionalmente entre la
población de las colonias, en la que, naturalmente, todas estaban
desproporcionadamente representadas, porque la mayoría tenían una población
menor, y una Cámara de senadores en la que todas las ex colonias estarían
representadas por igual24. Probablemente fue entonces que los norteamericanos
descubrieron que la política es transacción, luego de un larguísimo aprendizaje, y
supieron que ellos, antes que nadie antes, estaban haciendo política moderna25.
Salta a la vista lo que el federalismo significa como vida vivida realmente y
no como mera idea prefabricada o un vago ideal de cabezas calenturientas. Una
federación que se vuelve Estado es, ante todo, una unión pactada de comunidades
políticas, vale decir, de agrupaciones de ciudadanos que desean fundar un Estado

24
Cf., Samuel Eliot Morison y Henry Steele Commager, Historia de los Estados Unidos de
Norteamérica, Fondo de Cultura Económica, México, 1951, T. I, pp. 275-277.
25
Véase The Records of the Federal Convention of 1887, edited by Max Farrand (4 vols.), Yale
University Press, New Haven and London, 1966 (el cuarto tomo es un suplemento a la obra de
Farrand llevada a cabo por James H. Hutson, con el mismo sello editorial y de fecha 1987). En
esta publicación pueden verse los resúmenes de todas las discusiones que tuvieron lugar en la
Convención y los documentos que les sirvieron de base.
16

nacional basado en el acuerdo de todos sus integrantes. Un Estado federal es, para
decirlo de otra manera, el más complejo y más completo fruto del ejercicio de la
soberanía popular26. En su origen hay un doble acto de soberanía: el primero es la
constitución del núcleo fundador, la comunidad originaria de ciudadanos que
proclama su poder de decisión y su voluntad de existir como tal; el segundo es la
determinación de asociarse con otros núcleos fundadores para dar lugar a la
federación27. Como resulta evidente, los norteamericanos tradujeron el pacto social
de Rousseau con la expresión que más les estaba al alcance: transacción, que lo
mismo se da entre ciudadanos libres y soberanos que entre comunidades
igualmente libres y soberanas.
El federalismo moderno, tal y como fue inventado por los colonos ingleses
de Norteamérica, resalta como una forma de unión entre comunidades políticas
(comunidades de ciudadanos aptos para decidir) que resuelven conjugarse en la
formación de una entidad superior en la que estarán representadas, a la que cederán
facultades que antes ellas sólo ejercían autónomamente y que deberá mantenerlas
unidas como una nación y a las que protegerá de peligros tanto internos, en la
forma de desórdenes sociales, como externos, en la forma de agresiones de otros
Estados o de otros poderes28. Es exactamente la misma fórmula del contrato social

26
Rousseau y el federalismo no pueden verse como contradictorios sobre el concepto de la
soberanía popular. La única diferencia es que el primero piensa en un solo pueblo reunido; el
segundo, en el fondo, postula lo mismo, pero se trata de varios pueblos que fundan una sola
soberanía (cf. Nuestro citado ensayo sobre el artículo 39 en esta misma recopilación).
27
En otro lugar lo llamamos “desdoblamiento” de la soberanía. En realidad, se trata más bien de
un doble acto de soberanía que es distinto en cada momento (v., Arnaldo Córdova, “Repensar el
federalismo”, cit., pp. 8-20). En el fondo, tendriamos que hablar de dos contratos sociales: uno, el
que pactan los miembros de cada comunidad fundadora y, otro, el que pactan las comunidades
fundadoras.
28
El ejemplo de los Estados Unidos muestra que la edificación de un Estado federal es un
proceso extremadamente difícil y complicado. La disparidad y el diferente desarrollo de los
asociados siempre plantean disputas en torno a la mutua seguridad y, lo inevitable, la cuestión del
17

roussoniano: unirse cediendo las propias fuerzas para crear una entidad superior y
protectora, a la vez que representativa de todos29. Como puede verse, la esencia del
federalismo está en la conjunción de comunidades políticas, cuerpos políticos,
pueblos, en el designio de crear un Estado democrático y genuinamente
representativo de los ciudadanos reunidos en sus comunidades políticas. Es por eso
mismo que el federalismo es hoy puntal y, a la vez, la estructura más avanzada y
bien lograda del Estado democrático30.
La democracia es, en esencia, un método de organización del Estado y no es
más que eso, por mucho que se hable de democracia en la sociedad, en la familia,
en la escuela, en la economía, y demás (con sus correlatos “democracia social”,
“democracia económica”, “democracia agraria”, y tantos otros). La democracia
sólo sirve para organizar al Estado y no es responsable de cómo puedan ir las
demás esferas de la vida social. La organización del Estado, en efecto, parte de la
expresión de la voluntad popular, tanto en la concepción del tipo de Estado que el
pueblo quiere, como en su conformación periódica. El primero es un acto
constituyente, el segundo es un acto electivo de funcionarios y representantes. En sí
misma, la democracia no tiene nada que ver con el federalismo ni necesita de él
para realizarse. Muchos Estados ejemplarmente democráticos son unitarios; pero el
federalismo da la forma más acabada de la democracia, la más compleja y,
precisamente por tratarse de comunidades políticas que expresan intereses locales o

ejercicio del poder a nivel federal y su indispensable limitación, para que la soberanía de las
comunidades fundadoras no se vuelva una ilusión (Morison y Commager, op. cit., pp. 280-281).
29
Rousseau plantea la cuestión en los siguientes términos: “... cada uno, dándose a todos no se da
a ninguno... Cada uno de nosotros pone en común su persona y toda su potestad bajo la suprema
dirección de la voluntad general; y nosotros recibimos como cuerpo [en corps] a cada miembro
como parte indivisible del todo” (Du contrat social, cit., p. 361, subr. De Rousseau).
30
Arnaldo Córdova, op. cit., p. 11.
18

regionales, llega más profundamente en la entraña popular y no representa sólo a


individuos, sino a comunidades de individuos. Su capacidad de representación
política y ciudadana es infinitamente mayor y, lo que resulta más importante, es la
única que da lugar a un auténtico y genuino ejercicio del poder en la base de la
sociedad a través de instituciones como lo son los Municipios, las instituciones
originarias por excelencia y en las que los ciudadanos pueden ejercer de verdad el
autogobierno, los Estados federados, las provincias y, como hoy se ve en Europa,
las regiones31.
Cuando los Estados unitarios se vuelven de verdad democráticos, no pueden
por más de promover y dar un lugar preferente al autogobierno ciudadano. En ellos,
entonces, resurgen los Municipios con un vigor que sólo conocieron en las
postrimerías de la Edad Media y en los que, de hecho, comenzó a tomar vida la
política moderna, de ciudadanos. Esa democracia en la base de la sociedad hace
renacer también las identidades regionales, que en Europa fueron acalladas
brutalmente por los Estados absolutistas y el deseo de grandes grupos de comunas
municipales por darse una representación por encima de su localismo en las
regiones, con el evidente interés de preservar mejor sus intereses como tales, pero
también con el deseo de hacer de sus Estados nacionales entidades cada vez más
representativas de la voluntad popular. Hoy en día, casi todos los Estados modernos
se encaminan hacia formas variadas de organización política federalista. Es el
modo más natural de reconocer la diversidad de intereses individuales, comunales y
regionales que cada vez más pasa a formar parte esencial de la política
contemporánea. Los polos de desarrollo económico y social se multiplican dentro
de cada país y las regiones y las localidades cobran mayor importancia; con ello la
política se encamina al federalismo en muy diversas formas o se fortalecen las

31
Op. cit., pp. 11-12.
19

estructuras básicas del federalismo allí donde ya existían de antemano. El resultado


es una cada vez mayor y compleja representatividad ciudadana que hace más
natural y necesaria la democracia32.

3. El federalismo en México.

Cuando concluyó la Guerra de Independencia, nuestro país tenía muchas más


razones para adoptar una forma de organización estatal federalista que una
centralista y unitaria. La vastedad del territorio y la disgregación de la población en
pequeñas comunidades diseminadas desde las Californias hasta la antigua Capitanía
de Guatemala33, hubieran aconsejado que se buscara una integración nacional a
base de dar a aquellas comunidades la oportunidad de organizar su autogobierno y
hacer conciencia en ellas de la necesidad de la unidad de la nueva nación34. Pero tal

32
Véase la recopilación de ensayos que publicaron Manuel Arenilla Sáenz, John Laoughlin y
Theo A. J. Toonen, La Europa de las regiones. Una perspectiva intergubernamental,
Universidad de Granada, Granada, 1994 (y también, Arnaldo Córdova, op. cit., p. 12).
33
El régimen de Intendencias que estableció la ordenanza real de 1786 en la Nueva España, por
lo demás, ayudó a prefigurar y delimitar lo que posteriormente serían las regiones de las que
surgirían los Estados constitutivos de la Federación mexicana. Esa ordenanza fijó las intendencias
en número de doce y fueron: México, Puebla, Veracruz, Mérida, Oaxaca, Valladolid, Guanajuato,
San Luis, Guadalajara, Zacatecas, Durango y Arizpe. De cuatro de ellas surgirían las provincias
que iniciaron la revuelta federalista de 1823 (José Miranda, Las ideas y las instituciones políticas
mexicanas, Instituto de Derecho Comparado, Imprenta Universitaria, México, 1952, pp. 198 y
ss). Agradezco al doctor José Herrera Peña su sugerencia del tema.
34
Ciertamente, no se trataba de excelsos ideales libertarios, sino de intereses muy profanos.
Había una fuerza telúrica, además, que inclinaba al país hacia el federalismo. El maestro Justo
Sierra lo llamó espíritu localista: “Este había encontrado de antemano su expresión y su forma en
las Juntas provinciales, verdaderos Congresos locales emanados de la elección aparente del
pueblo, creados por la Constitución española y que, aclimatados rápidamente en el Imperio, eran
el centro de todos los apetitos y anhelos de los grupos provinciales por disfrutar empleos y
distribuirse los pequeños erarios locales; así se formaron en las más importantes ciudades del país
sendas oligarquías políticas, resueltas a no dejarse arrebatar el poder conquistado y que no
transigían más que con el sistema federal, que tenía un marcado color separatista” (Evolución
20

parece que a nadie le cupo en la mente hacer un llamamiento de esa naturaleza y,


menos aún, elaborar un proyecto de nación con tales características35. Las élites
criollas que finalmente consumaron la independencia y ejercieron el nuevo poder
pensaban, precisamente, que lo que el país necesitaba era un gobierno centralista y
unitario, para reunificar con puño de hierro a una población que las guerras habían
dispersado todavía más que cuando la corona española ejercía su dominio36.
Nuestro primer federalismo sólo era una idea bastante vaga, expresada por nuestra
diputación a las Cortes de Cádiz por boca del insigne patriota don Miguel Ramos
Arizpe37. El federalismo mexicano, ya como un programa claro e intelectualmente

política del pueblo mexicano, T. XII de Obras completas, UNAM, México, 1948, p. 184).
35
De una crudeza extrema, la siguiente opinión de don Emilio Rabasa parece ser irrefutable: “El
germen de la idea de emancipación no podía ser fecundo sino en muy escasa parte de la
población de México: en aquella bastante instruida para leer libros europeos y para pensar sobre
lo que leían. Fuera de los criollos y de algunos mestizos, el pueblo de la Nueva España no podía
tener idea alguna de la emancipación ni aspiraron a la autonomía, cuyas ventajas le eran
desconocidas y que no despertaba ni su entusiasmo ni su codicia” (La evolución histórica de
México, Librería de la Vda. de Ch. Bouret, París- México, 1920, p. 37). Sin embargo, el ilustre
maestro chiapaneco jamás pudo explicar cómo fue que detrás del cura Hidalgo sólo marcharon
indios y mestizos del pueblo bajo e incendiaron el país entero.
36
Don Justo Sierra lo dice así: “La parte más culta de la oligarquía triunfante, el alto clero, los
principales jefes del ejército, los más ricos propietarios estaban por una república a la francesa, en
que la capital predominase y surbordinase a las provincias, lo que fluía naturalmente de los
sistemas virreinal e imperial, lo que era probablemente más cuerdo, más político” (Justo Sierra,
op. cit., p. 183).
37
En su memoria presentada a las Cortes de Cádiz, José Miguel Ramos Arizpe propuso la
instauración de Congresos locales en las provincias para remediar los males habituales de mal
gobierno y abuso que propiciaban la disgregación del reino: “Para curar, según ha prometido V.
M., unos males tan generales como graves, es necesario establecer en cada provincia una Junta
Gobernativa llámese Diputación de Provincia a cuyo cargo esté la parte gobernativa de toda ella,
y en cada población un cuerpo municipal o cabildo que responda de todo el gobierno de aquel
territorio” (“Memoria presentada a las Cortes de Cádiz”, en Discursos, memorias e informes,
UNAM, México, 1942, al cuidado de Vito Alessio Robles, p. 74). Sobre las diputaciones
provinciales, propuestas por Ramos Arizpe y aprobadas por las Cortes, Nettie Lee Benson, La
diputación provincial y el federalismo mexicano, El Colegio de México, México, 1955, y, Bettie
Lee Benson, ed., Mexico and the Spanish Cortes. 1810-1822. Eight Essays, Institute of Latin
American Studies, University of Texas Press, Austin and London, 1966.
21

consolidado sólo se dio en medio de la tormenta que provocó la caída del efímero
imperio de Iturbide, en 1823.
La llamada rebelión de las provincias (Jalisco, Oaxaca, Zacatecas y
Yucatán), en la segunda mitad de ese año venturoso, exigiendo que se adoptara el
federalismo, siempre ha sido aducida y con sobra de razón38, como la prueba de que
la forma natural de organización política de un gigantesco país como México no
podía ser otra que la federal. Ciertamente, la nuestra es una experiencia modesta,
que no puede compararse con la norteamericana; allá fueron los pueblos mismos
los que organizaron el federalismo, ejerciendo con la maestría que una práctica
continua e ininterrumpida les proporcionó39, incluso cuando debieron defender su
integridad o cuando, tan a menudo, agredieron a los demás (en particular a los
indios y a los franceses de Canadá y de la Luisiana). Entre nosotros, las provincias
rebeldes, que comenzaron a autodesignarse Estados, no eran comunidades políticas
ciudadanas experimentadas en y practicantes del autogobierno democrático, como
lo fueron las de las colonias inglesas de Norteamérica, sino, en una generalidad de
los casos, cacicazgos criollos que buscaban consolidar su poder local y, a la vez,
influir en lo que pudieran en el gobierno central40. Pero su rebelión fue un poderoso
activador de la idea del federalismo que, por su mismo planteamiento
asociacionista de los pueblos y las comunidades que así ejercen su soberanía

38
Esa convicción la expresó, mejor que nadie, don Emilio Rabasa en su obra La Constitución y la
dictadura. Estudio sobre la organización política de México, Tip. De “Revista de Revistas”,
México, 1912, p. 14 et passim.
39
Emilio Rabasa, La evolución histórica de México, cit., p. 81.
40
Nuestra bibliografía sobre el federalismo en México es ya más o menos abundante, pero en el
tema específico de sus orígenes y del modo en que se formó sigue siendo rala. Por eso es de
saludarse la reciente aparición de un magnífico libro de ensayos coordinado por Josefina Zoraida
Vázquez sobre el tema: El establecimiento del federalismo en México (1821-1827), El Colegio de
México, México, 2003.
22

fundacional, sirvió de conductor de las nacientes ideas democráticas que ya durante


las luchas por la independencia habían comenzado a germinar entre los mexicanos.
Nuestros primeros grandes instrumentos federalistas, el Acta Constitutiva de
la Nación Mexicana y la Constitución de 1824, son emblemáticos en el proceso de
definición de nuestro federalismo. El manifiesto del 4 de octubre de 1824, el primer
documento en el que se reivindica coherentemente el federalismo, dio dos muy
convincentes razones para proponer la organización federal del Estado como la más
conveniente a México: la enormidad del territorio y la dispersión de su población,
por un lado, y la necesidad de que las comunidades locales se hicieran cargo del
gobierno de tan grande extensión, por el otro41. Esta última razón, como el tiempo
lo demostraría, aunque tardíamente, abrió las puertas también a la futura
democratización del Estado mexicano. Puede verse, además, que la experiencia
norteamericana, si bien todos debieron haberla tenido en mente, no influyó
directamente en los primeros lineamientos de nuestro federalismo, por la sencilla
razón de que nosotros nunca habíamos practicado el autogobierno local, pero ya era
claro que el buen gobierno, el que más convenía a los pueblos dispersos de México,

41
Dice el mencionado manifiesto: “... solamente la tiranía calculada de los mandarines españoles
podía hacer gobernar tan inmenso territorio por unas mismas leyes, a pesar de la diferencia
enorme de climas, de temperamentos y de su consiguiente influencia. ¿Qué relaciones de
conveniencia y uniformidad puede haber entre el tostado suelo de Veracruz y las heladas
montañas del Nuevo México? ¿Cómo pueden regir a los habitantes de la California y la Sonora,
las mismas instituciones que a los de Yucatán y Tamaulipas?... He aquí las ventajas del sistema
de federación: Darse cada pueblo a sí mismo leyes análogas a sus costumbres, localidad y demás
circunstancias; dedicarse sin trabas a la creación y mejoría de todos los ramos de prosperidad; dar
a su industria todo el impulso que sea susceptible, sin las dificultades que oponía el sistema
colonial, u otro cualquier gobierno, que hallándose a enormes distancias perdiera de vista los
intereses de los gobernados; proveer a sus necesidades en proporción a sus adelantos; poner a la
cabeza de su administración sujetos que, amantes del país, tengan al mismo tiempo los
conocimientos suficientes para desempeñarla con acierto; crear los tribunales necesarios para el
pronto castigo de los delincuentes y la protección de la propiedad y seguridad de sus habitantes;
[de]terminar sus asuntos domésticos sin salir de los límites de su Estado; en una palabra, entrar en
el pleno goce de los derechos de hombres libres” (en, Felipe Tena Ramírez, Leyes fundamentales
de México. 1808-1991, Porrúa, México, 1991, pp. 163-164).
23

no podía ser otro que uno que tuviera sus raíces en lo más profundo de la sociedad
mexicana que, por entonces, estaba apenas naciendo. Teníamos ya plenamente
adquirido, por lo demás, el principio de la soberanía popular, el primer concepto
político moderno en el que habían ya largamente meditado los padres de la patria.
Ligada a ese concepto, la idea del federalismo, por principio, prospectaba un futuro
democrático para México, porque en su base estaba la visión de una unión de
pueblos y no una mera unión de ciudadanos. El artículo 39 de la Constitución de
1857, que luego recogió íntegro su homólogo de la de 1917, no se refiere al pueblo
como una abstracción; desde luego, una vez constituido el Estado nacional, es una
unidad, una nación políticamente organizada, que decide qué Estado y qué
representantes quiere tener. Pero el federalismo se acerca más a la realidad y ve al
pueblo nacional integrado por comunidades soberanas que se unifican en el acto
mismo de la fundación del Estado y que permanecen unidas gracias a su decisión
original. Las entidades federales son pueblos diferentes entre sí, pero son, al mismo
tiempo, las comunidades políticas en las que se distribuye el pueblo convertido en
nación en el acto de fundación del Estado42.
La decisión soberana de hacer de nuestro Estado un Estado federal se plasma
en el artículo 40 que, tanto en la Constitución de 1857 como en la de 1917, nos
dice: “Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República
representativa, democrática, federal, compuesta de Estados libres y soberanos en
todo lo concerniente a su régimen interior, pero unidos en una Federación
establecida según los principios de esta Ley Fundamental”. Como puede verse, este

42
Tocqueville las llamó “pueblos constitucionales”, vale decir, fundadoras de la nación y del
Estado” (Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Fondo de Cultura Económica,
México-Buenos Aires, 1957, p. 76). Ya antes, había hecho notar que “primero se encuentra la
comuna, después el condado y, por último, el Estado” que, luego, habría de fundar, junto con
otros Estados, el Estado nacional federal (op. cit., p. 55). Véase mi citado ensayo, “Repensar el
federalismo”, cit., p. 13
24

artículo capital nos da nuestra forma de gobierno, pero funda nuestro Estado como
un Estado federal. Esto quiere decir que el artículo 39 recibe del 40 una aclaración
esencial: el pueblo mexicano está constituido por todas las comunidades soberanas
que contribuyeron a su formación originaria y le otorgaron una voz común, la voz
de todos los que se unían bajo la protección y la regimentación del nuevo Estado
que, entre todos, estaban creando. Ahora bien, el artículo fundador del federalismo
es el 40, pero, por decirlo así, el artículo del federalismo es el 43 de nuestra actual
Carta Magna, que corresponde, en su espíritu y hasta en su letra, al mismo artículo
43 de la Constitución de 1857. Actualmente, este artículo establece: “Las partes
integrantes de la Federación son los Estados de Aguascalientes, Baja California,
Baja California Sur, Campeche, Coahuila, Colima, Chiapas, Chihuahua, Durango,
Guanajuato, Guerrero, Hidalgo, Jalisco, México, Michoacán, Morelos, Nayarit,
Nuevo León, Oaxaca, Puebla, Querétaro, Quintana Roo, San Luis Potosí, Sinaloa,
Sonora, Tabasco, Tamaulipas, Tlaxcala, Veracruz, Yucatán, Zacatecas y el Distrito
Federal”. Vale la pena analizar todo lo que dice y todo lo que supone, para nuestro
federalismo, ese artículo fundador.

4. Lagunas y contradicciones de nuestros textos constitucionales.

A simple vista, el artículo 43 sólo nos dice cuáles son las entidades que se
integran en la Federación, pero no nos dice absolutamente nada más. Todo lo que
anticipan el 39 y el 40 no aparecen en este artículo, redactado tan escueta y
desnudamente. No toca, sólo lo supone muy vagamente, el principio de la soberanía
nacional, que es soberanía popular; no fundamenta, cuando es justo el artículo que
debería haberlo hecho, el principio esencial del federalismo, ni especifica de qué
tipo de Federación está tratando. Es difícil saber qué pasó por la mente de nuestros
constituyentes del 57 y, menos aún, de la de los del 17. Es posible que todo lo
25

dieran por supuesto, como algo que no necesitaba ya de mayores explicaciones; es


posible, incluso, que hayan pensado que cualquier intérprete, lego o especializado,
podría entender la ligazón que inextricablemente se da entre los tres artículos, al
grado de que no es posible pensar en uno sin suponer los otros dos. El resultado fue
que nos dejaron un vacío que ninguna interpretación de la Carta Magna puede
cubrir con certeza. De hecho, en efecto, podemos suponer cualquier cosa en ese
respecto, pero sin ningún asidero que nos indique qué es lo que realmente instituye
el artículo 43: ¿una mera enumeración de las entidades, sin atender al hecho,
también dado por supuesto, de que son fundadoras del Estado nacional? Entonces
faltaría especificar en algún otro lado, si no es que en el propio 43, en qué consistió
el acto fundador al que se refiere el artículo 39, que en sus primeras cláusulas
establece que “la soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo.
Todo poder público dimana del pueblo”. Si se pensaba, más en particular, que
había necesidad de mencionar a las entidades para diferenciarlas de los territorios y
subrayar el que éstos carecían de soberanía, a pesar de estar habitados por
comunidades de ciudadanos, entonces el artículo careció de sentido cuando todos
los territorios se convirtieron en Estados. Es dudoso, por lo demás, que se quisiera
hacer nuevamente referencia a la integridad territorial del país, pues el artículo 42
está dedicado especialmente a señalar y definir ese asunto.
Esa ambigüedad que da lugar a tantas lagunas y a no menos malentendidos
no es privativa, por supuesto, del artículo 43; se da ya en la forma un tanto
descuidada en que se redactó también el artículo 40. Este, en efecto, postula que la
nuestra es una República federal, compuesta de Estados libres y soberanos en todo
lo concerniente a su régimen interior; pero unidos en una Federación establecida
según los principios de esta ley fundamental”. Está claro que el espíritu de este
artículo indica que el pueblo mexicano se reconoce a sí mismo integrado por un
conjunto de entidades políticas que han decidido, originariamente, fundar el Estado
26

como un Estado federal. La expresión “compuesta de Estados libres y soberanos”,


empero, es vaga y desafortunada. La fórmula correcta y consecuente debió haber
dicho: “fundada por Estados libres y soberanos”, pues ese es el verdadero sentido
que define a nuestro federalismo. Qué son esos “Estados libres y soberanos” es
algo que no se especifica en el texto de la Constitución, y nuestros
constitucionalistas y, con ellos, el máximo y supremo intérprete de nuestra Carta
Magna, la Suprema Corte de Justicia (precisamente por esa única razón es que se la
llama “Suprema”), jamás han acabado de dar una definición precisa al respecto,
con el resultado más que evidente de que nunca terminan los conflictos entre los
Estados y entre éstos y los poderes federales, entre otros43. Vale la pena abundar
sobre este importantísimo tema.
Hay, para comenzar, un problema hermenéutico (de interpretación) al que
todo jurista atento debe enfrentarse cuando encara el artículo 39: ¿qué es
exactamente lo que quiere decir al afirmar que la soberanía es “nacional”, problema
que se repite si se lee el encabezado del título segundo (en la Constitución de 1857,
la sección primera de dicho título)? La cuestión es que en su definición ese
precepto define la soberanía nacional como “residente” originaria y esencialmente
en el pueblo, lo que quiere decir que se trata de la soberanía popular; ¿por qué,
entonces, el texto no nos dice simplemente eso, soberanía popular y, en cambio,
nos tiene que hablar de soberanía nacional? Aparte de que en materia
hermenéutica no hay soluciones definitivas y las interpretaciones jamás se acaban,
el 39 nos pone frente a otro problema y es que tenemos que saber qué concepto de
nación se esconde tras el calificativo nacional. Una interpretación, la más
convincente para nosotros y la que creemos mejor se acomoda al espíritu del
artículo, es que la nación es el conjunto mismo de la sociedad mexicana organizada

43
Véase, Arnaldo Córdova, “Repensar el federalismo”, cit., p. 13.
27

políticamente, bajo la soberanía del pueblo. Pero esa definición no nos resuelve lo
concerniente al problema, también de interpretación, que nos plantea el artículo 40:
“Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República...federal”. Ahí la
cosa ya no cuadra, porque el pueblo es únicamente el cuerpo político que
comprende a los ciudadanos mexicanos, no a todos los miembros de la sociedad,
vale decir, a los que no están capacitados para ser ciudadanos en los términos del
artículo 34 de la Carta Magna. Si el pueblo decide, la soberanía es popular. ¿Por
qué tiene que ser nacional? La única hipótesis posible, aunque aventurada, debe
reconocerse, es que, combinados, los artículos 39, 40 y 43 nos dan otro concepto de
nación, estrictamente político: la nación a la que se refiere el calificativo nacional
es la reunión de todos pueblos fundadores de los Estados en una sola entidad
superior que es la Federación. Sólo de esa manera puede entenderse que nación y
pueblo vengan a ser lo mismo como se expresa en la letra del artículo 39 y del
título segundo.
Si nuestros constituyentes del 57 (y en pos de ellos y a pies juntillas los del
17) fueron coherentes y no hay ninguna razón para suponer que no lo fueron,
porque eran federalistas ilustrados, ellos debieron haber partido del supuesto (que
era, además, un hecho histórico) de que las comunidades políticas de los Estados,
sus pueblos, decidieron fundar la Federación y constituyeron el pacto político que
le dio nacimiento. No es posible suponer otra cosa. Que un grupo de notables, por
ejemplo, se haya reunido para darnos una Constitución y haya decidido conceder a
las entidades federadas su soberanía “interior”, para que pudieran arreglar por su
cuenta su asuntos internos44, no concuerda ni con la historia ni con el espíritu del

44
Al distinguir entre los dos posible orígenes históricos de la federación, uno, debido a un pacto
de Estados preexistentes y, otro, a la adopción de la forma federal por un Estado primitivamente
centralizado, el maestro Tena Ramírez coloca en el primer caso el de Estados Unidos y, en el
segundo, el de Canadá. Hoy podríamos estar hablando de una preeminencia del segundo caso en
varios de los actuales Estados europeos que se están orientando hacia formas federales de
28

federalismo mexicano, prácticamente, en todas sus versiones ideológicas e


intelectuales. Pues más deleznable aun resultaría la hipótesis de que un conjunto de
pueblos desvalidos se acogieran a la protección de un gran poder nacional para que
les protegiera y les guiara, porque el supuesto básico de la Constitución sigue
siendo que es el pueblo el que decide cómo será la organización y la
institucionalidad de su futuro Estado. Eso sería tanto como si los mexicanos
hubiéramos reproducido el pacto de sujeción (pactum subjectionis) del gran
filósofo moderno Thomas Hobbes45. Nada hay de eso ni en nuestra historia ni en
nuestros textos constitucionales. El único postulado razonable, vistos precisamente
nuestra historia y nuestros textos constitucionales, es que un conjunto de
comunidades soberanas originalmente constituidas en los Estados decidieron en un
cierto punto darse un Estado nacional y delegar en él poderes bastantes para que los
gobernara a todos y los condujera como un todo en su futuro desarrollo,
reservándose para sí, sin esperar a que el recién creado Estado nacional se los
concediera, todos los poderes que les eran necesarios para cuidar de su régimen
interior, guardando fidelidad al nuevo Estado nacional. Podemos ahora ver que los
Estados no son meros componentes de la Federación, como malamente dice la letra
del artículo 40 ni, mucho menos, meras denominaciones territoriales, poblacionales
o administrativas de la misma, como sugiere la redacción del 43. Si los Estados son
“libres y soberanos”, no hay más remedio que concebirlos como comunidades
políticas, integradas por ciudadanos que deciden libremente, como parte del pueblo
hecho nación, la integración y la refundación permanente del Estado nacional.

organización (Derecho constitucional mexicano, ed. de 1964, pp. 116-117).


45
Como es bien sabido, en Hobbes el pacto social no se da entre los ciudadanos para crear el
Estado, sino para someterse a la representación de un soberano, que puede ser una asamblea o un
individuo. Una vez hecho eso, el pueblo queda sometido (pactum subjectionis) al soberano
(Leviatán o la materia, forma y poder de una República, eclesiástica y civil, Fondo de Cultura
Económica, México, 1940, p. 142).
29

Volviendo al artículo 43, no podemos por más de concluir que su redacción


es demasiado estrecha y poco significativa. Ahora salta a la vista que con la
expresión “las partes integrantes de la Federación” sólo se dice una verdad
incompleta. Para ser completo y de verdad significativo, por principio de cuentas,
el artículo debió haber dicho “Las entidades soberanas fundadoras de la
Federación”; no se requería más para dar cabal sentido a ese precepto esencial, ni
para precisar su verdadero sentido, ni para establecer su extensión real y verdadera.
Querría decir, en primer lugar, que a los Estados no los “fundó” la Federación, sino
todo lo contrario, lo que resulta decisivo. Ese pequeño cambio de redacción nos
aclararía, además, que las entidades, entre las que siempre se incluyó el Distrito
Federal, son originalmente la sede de los pueblos soberanos (hasta ahora 32 en
total) que decidieron fundar nuestro Estado federal. No hay otro modo de entender
su soberanía si es que queremos hablar en serio de ella y definirla. Tampoco hay
otro modo de darle verdadero sentido a nuestro federalismo histórico y
constitucional. Ni siquiera hay necesidad de pensar en un poder paralelo que se
dedique a “defender” o “representar” los intereses locales y compita en soberanía
con el poder nacional, porque la esencia de la idea federal es su clara distribución
de jurisdicciones y el sometimiento originario de las partes fundadoras a una
soberanía superior que es la soberanía nacional plasmada y representada en el
Estado federal, a nombre y en representación de todos. Esas son minucias
administrativas que no cuentan para nada en una coherente teoría constitucional ni
significan absolutamente nada. La Federación es creación compartida de todos sus
fundadores y a ella le deben el sometimiento que merece una entidad superior a
todas en lo particular y que, además, las representa a todas y actúa en nombre de
todas. La misma institución de los poderes federales y, ante todo, del Poder
Legislativo, evita que pensemos en una contradicción insoluble e indefinible que,
por lo demás, nunca se presenta en un verdadero Estado federal. La Federación es
30

un Estado armonioso y coherente internamente y nada hace suponer que las partes
estarían naturalmente peleadas con el todo. Eso, simplemente, es ajeno a la teoría
política y constitucional del Estado federal. Además, es justo la idea esencial que
permea todo nuestro texto constitucional y la interpretación que han producido
nuestros juristas y la Suprema Corte.
Ahora deberíamos dilucidar el alcance que tiene, tanto teórica como
constitucionalmente, ese acto fundador que da lugar a la Federación. La cuestión es
en extremo relevante, porque, generalmente, cuando se piensa en el acto creador de
la Federación por parte de las entidades soberanas se hace como si se tratara de un
acto único, precisamente fundacional, y luego los Estados desapareciesen de la
escena y se convirtieran en simples espectadores pasivos de la acción permanente
de la Federación y de los poderes que surgen con ella. Si el 39 nos dice que la
soberanía nacional reside esencial y originalmente en el pueblo se necesitaría que el
pueblo apareciese únicamente en aquel acto fundacional y luego se esfumara. Las
mismas elecciones periódicas, en las que el pueblo ratifica su soberanía, nos indica
que el pueblo y su voluntad soberana siempre están ahí, presentes en el escenario
de la vida política del país. Del mismo modo hay que ver la soberanía fundacional
de las entidades que han creado la Federación: el pueblo reside en ellas, ellas son su
asiento permanente, no es un pueblo único, son treinta y dos pueblos fundadores
que constituyen la nación mexicana, integrada por todos ellos. La Federación existe
como un acto permanente, es un pacto que nunca tiene fin, que se ratifica en cada
instante y que se tiene que tener en cuenta cada vez que se habla del Estado
nacional, de su política, de sus problemas y de los conflictos internos y exteriores
que enfrenta. Que la presencia omnipotente y casi omnicomprensiva del Estado
nacional obnubile la existencia y el funcionamiento original y originario de las
entidades fundadoras es no sólo una concesión absurda a las visiones que justifican
y tienden a legitimar la concentración del poder, sino una negación destructora de
31

la democracia fundada en el federalismo.


No tomar en cuenta la omnipresencia y la permanencia sin soluciones de
continuidad de la soberanía de las entidades fundadoras de la Federación es, ni
duda cabe, la fuente principal de todas las distorsiones y las malversaciones que
continuamente se hacen a cuenta del federalismo. Ciertamente, si a las entidades
fundadoras se les diera siempre el lugar que les corresponde, el resultado inevitable
sería una disminución o, por mejor decirlo, un severo acotamiento de las facultades
de la Federación, centralizadas en los tres poderes de la Unión; pero, como debería
ser, ello redundaría, indudablemente, en una Constitución realmente democrática.
Aunque, bien mirado, el poder que concentraría la Federación, así delimitadas las
correspondientes esferas del ejercicio popular de la soberanía, seguiría siendo
inmensamente superior al de los Estados en su conjunto y, más todavía, al de cada
uno de ellos en particular. De aquí resulta claro que la mayor distorsión del
federalismo se da cuando se le piensa como un problema de simple administración
y no, como debe siempre concebírsele, como un problema político. La
descentralización de facultades y competencias, con la que ahora suele identificarse
al federalismo, nunca ha sido privativa de él, ni mucho menos. Aun los Estados
unitarios se ven cada vez más forzados a desplegar esfuerzos concertados de
descentralización de facultades e incluso de competencias, porque el crecimiento de
las sociedades lo va imponiendo sin excepciones. Pero eso no es federalismo,
aunque puede decirse que es típico del federalismo. Eso es, únicamente, una
necesaria y racional división del trabajo político y de gobierno más acorde con la
expansión de las sociedades y de sus necesidades particulares. Es un principio
elemental de la administración pública, pero no de la política. Lo que realmente
interesa del federalismo es su funcionalidad política, su carácter de conductor de la
32

soberanía popular46. El federalismo es, ante todo, el andamiaje a través del cual el
pueblo organiza a su Estado desde la raíz misma de la sociedad y expresa
permanentemente su voluntad soberana.

5. La anomalía del Distrito Federal y de los Municipios.

Aparte la mala redacción de algunos artículos de este Título Segundo, hay


dos auténticas anomalías que resultan de verdad asombrosas. Una, por comisión, y
la otra, por omisión: la primera es la increíble anulación de la soberanía del pueblo
que habita el Distrito Federal, con el no menos increíble argumento de que esa
entidad fundadora del pacto federal será el asiento de los poderes de la Unión. La
segunda resulta en una inconsecuencia que pone a temblar todo el andamiaje
doctrinario que informa al título y que se sustenta en el principio de la soberanía
popular, vale decir, la inexplicable ausencia del Municipio, que es el asiento
primario del autogobierno popular y, se supone, la cuna última de la soberanía
nacional a la que alude el artículo 39. En el caso de esa segunda anomalía podría
muy bien argüirse que se trató de un olvido, pero también de una total
incomprensión del Municipio como el asiento originario de la soberanía popular; en
ambos casos las justificaciones resultan absolutamente inaceptables. Lo que
constituye una verdadera insensatez es la virtual anulación del principio de la
soberanía popular del pueblo residente en el Distrito Federal. Veamos cada una de
tales anomalías.
En el caso de nuestra entidad capital, no sólo se trató de un abierto atropello
de los pincipios soberanistas que informan nuestra Carta Magna sino, además, de
una lacayuna concesión al autoritarismo y al ejercicio centralista del poder del
46
Vid., Arnaldo Córdova, “Repensar el federalismo”, cit., pp. 16-17.
33

Estado nacional. La historia de esta tragedia se escribió en el Constituyente de 1856


y 1857. Los minoritarios liberales puros, radicales, expusieron enjundiosos
argumentos para proponer que el Distrito Federal fuera tratado, en cuanto entidad
fundadora de la Federación, aunque esto no lo expusieron con la fuerza que era
debida, como a todas las demás entidades fundadoras. El proyecto que fue
discutido planteaba que si el llamado Estado del Valle de México quería ser Estado,
los poderes federales debían trasladarse a otro lugar. Fueron propuestos Querétaro
y Aguascalientes. De otra manera, debía perder su soberanía. Francisco Zarco,
Ignacio Ramírez y José María del Castillo Velasco rechazaron el proyecto diciendo
que el Congreso no tenía autoridad ni facultades para suprimir la soberanía del
Distrito. El diputado jalisciense Espiridión Moreno, quien fue el ariete de la
mayoría moderada conservadora de la asamblea, entre otros sólidos argumentos,
expresó que “en la ciudad de México hay muchos hombres ilustrados; pero es
evidente que aquí se desentienden [sic] los intereses públicos, que aquí todo se
corrompe, que aquí la disipación hace que los diputados se olviden de sus Estados,
y que aquí, gracias al lujo, a la intriga y a las malas costumbres, claudiquen los
hombres más honrados”47. León Guzmán agregó crema al pastel: “... la ciudad de
México ha de ser Estado o Distrito Federal, y... es imposible que sea las dos cosas a
la vez, porque habrá choques inevitables entre las autoridades locales y las
generales”48. Fue inútil que Zarco, Ramírez y Del Castillo Velasco hicieran notar
que bastaba con fijar adecuadamente las jurisdicciones de cada autoridad para que
todo funcionara sin problemas y, sobre todo el último, que así se respetaría la

47
Francisco Zarco, Historia del Congreso Extraordinario Constituyente de 1856 y 1857,
Imprenta de Ignacio Cumplido, México, 1857, t. I, p. 661.
48
Op. cit., p. 659.
34

soberanía de una entidad fundadora del Pacto Federal49. La mayoría conservadora


suprimió la soberanía del pueblo del Distrito Federal.
En el Congreso Constituyente de 1916 y 1917 el asunto ni siquiera fue
debatido. La incoherencia antidemocrática y antisoberanista que hizo víctima a la
entidad capital del centralismo y el autoritarismo, dejando al obscuro su
participación en la fundación de la Federación y suprimiendo la soberanía de su
pueblo, fue un regalo al régimen autoritario surgido de la Revolución y, sobre todo,
al poder que todo lo dominó desde entonces, el Ejecutivo. La Constitución del 57,
por lo menos conservó el funcionamiento de los Municipios capitalinos y hasta
admitió que el pueblo del Distrito eligiera a sus poderes locales. La del 17 conservó
por un tiempo a los Municipios, pero eliminó el autogobierno de la entidad capital
y, mediante iniciativa del candidato a la Presidencia de la República, general
Alvaro Obregón, de fecha 12 de mayo de 1927 y aprobada por el Poder Revisor de
la Constitución, también los Municipios fueron suprimidos50. Y la anomalía,
término empleado por Ramírez51, se volvió peor, porque al menos la Constitución
del 57 daba como entidad fundadora del Pacto Federal al llamado Estado del Valle
de México (artículo 43), que luego el artículo 46 convirtió simplemente en Distrito
Federal. La Constitución de 1917 da como entidad fundadora al Distrito Federal

49
Op. cit., pp. 657-662.
50
Bajo el especioso argumento de que, por sus muchas limitaciones institucionales y políticas, el
Municipio jamás había funcionado bien en el Distrito Federal, Obregón propuso que se le
suprimiera y también propuso que se suprimieran los Municipios en los Territorios federales,
puesto que, siendo entidades carentes de soberanía, en ellas no debía haber Municipios (Diario de
los Debates de la Cámara de Diputados, 14 de mayo de 1928).
51
Op. cit., p. 659: “Una vez proclamada la existencia de un Estado, el Congreso mismo no tiene
facultad para suspenderlo en el pleno ejercicio de su soberanía. De ningún modo es justo que el
Distrito quede en una situación anómala y precaria, y mil veces peor que cualquiera otro Estado”.
Zarco lo calificó de “monstruosa inconsecuencia” (p. 661) y Del Castillo Velasco de “intriga
indigna” (p. 662).
35

en su artículo 43. Si el atraco no hubiese sido tan evidente sería cosa de risa52.
Como lo apuntó Ramírez, se trata exactamente de la misma situación que guardan
los Municipios que fungen como capitales de los Estados53. Excepto que los
gobiernos estatales se reservan el mando de las fuerzas policiales, cosa que
tampoco es legítima en un Estado democrático y representativo, no hay,
institucionalmente, ningún posible conflicto de jurisdicciones, porque éstas están
bien definidas por las instituciones de la Constitución y las normas legales. ¿Por
qué el Distrito Federal tendría que ser diferente? Seguir conculcando la soberanía
del pueblo del Distrito Federal es una anomalía mayor en nuestra Carta Magna y,
hoy en día, en tiempos de reforma política, una anomalía que nos crea conflictos
inacabables y nos rebela la incoherencia congénita de la Constitución que urge sea
totalmente eliminada.
La otra anomalía, la consistente en cancelar la soberanía de las comunidades
originarias de los pueblos que residen en los Municipios por simple omisión,
resulta tan grave o tal vez más que la anterior. En efecto, se revela totalmente
incoherente decir que la soberanía reside esencial y originariamente en el pueblo
cuando, transformando al pueblo en una mera abstracción, se echa al olvido que el
pueblo está formado de personas de carne y hueso que residen en sus comunidades
y es en éstas en las que la soberanía se ejerce y tiene su primaria y decisiva
realidad. Fue una solución típica del pensamiento liberal moderno, transformar a
los ciudadanos en simples abstracciones y al pueblo en una abstracción mayor. Ya
en su voto leído el 16 de junio de 1856, el ilustre constituyente José María del
52
Con cierta desazón, el maestro Tena Ramírez todavía escribió en la séptima edición de su
Derecho constitucional mexicano (1964): “... esta entidad tan desproporcionada ha sido donada a
los Poderes federales, acrecentando con dádiva tan importante su ya reconocida hegemonía” (p.
311). Al maestro se le olvidó o no quiso considerar que la “dádiva” era, sobre todo al Poder
Ejecutivo, hegemónico entre todos los poderes por obra de la misma Constitución.
53
Francisco Zarco, op. cit., t. II, p. 660.
36

Castillo Velasco hacía notar al Congreso de 1856 y 1857 que a los redactores del
proyecto de Constitución se les había olvidado que la gran mayoría del pueblo
mexicano estaba conformada por indígenas que necesitaban de la tierra para
convertirse en ciudadanos de verdad. Y agregaba que si era cierto el principio de
que la soberanía popular residía en el pueblo, entonces era absurdo que se
desconociera que los ciudadanos que integran ese pueblo vivieran en comunidades
de las que no se hacía mención54. Poco después, el mismo Espiridión Moreno que
veía una especie de Sodoma y Gomorra reunidas en esa Babilonia que era el
Distrito Federal, presentó un notable proyecto de Constitución en el que ubica,
aunque con poca claridad y mucha confusión, entre los tres Poderes de la Unión el
Poder Municipal, dando a entender que eso no era más que pensar con toda
coherencia que la soberanía reside en el pueblo55. Ni a Del Castillo Velasco ni a
Moreno los tomó nadie en cuenta y sus fundadas preocupaciones se perdieron en la
nada.
Si el pueblo se convierte en una abstracción vacía de contenido real, la
consecuencia inevitable es que también la soberanía se convierta en una palabra
hueca. Entonces las instituciones representativas se vuelven simples estructuras
burocráticas o administrativas sin responsabilidades ciertas frente a ese pueblo
abstracto y la soberanía acaba desvirtuándose hasta desaparecer. Cuando a fines del
siglo XIX comenzó a imponerse el sufragio universal en el mundo, la soberanía
obtuvo un soporte que el constitucionalismo no había podido darle. Ciudadanos que
votan se vuelven ciudadanos reales, porque pueden decidir quién los gobierna. Pero
54
Op.cit., pp. 512-517. Luego, el connotado jurista desarrollará mejor sus opiniones al respecto.
Véanse de don José Maria del Castillo Velasco, Derecho constitucional mexicano, Imprenta Del
Gobierno, en Palacio, México 1871, pp. 100 y ss, y 263 y ss, así como su Ensayo sobre el
derecho administratico mexicano, Taller de Imprenta de la Escuela de Artes y Oficios para
Mujeres, México, 1874, t. I, pp. 136 y ss.
55
Francisco Zarco, op. cit., t. II, pp. 529-542.
37

el desconocimiento de las comunidades originarias del pueblo en la institución


constitucional de la soberanía popular obnubila otro soporte que es el que le
proporciona historicidad y auténtica realidad a esa institución: el pueblo real que
ejerce realmente esa soberanía en sus comunidades. Tal vez sea por eso que la
soberanía sigue pareciendo un concepto vacío e insignificante. Con la aparición del
sufragio universal comienza ese torbellino de la política moderna que se denomina
política de masas. Los individuos ciudadanos, que siempre se mantienen como
individuos aislados y abstractos, empiezan a definirse por su participación en la
política de muchos, de las masas cada vez más organizadas, con lo que surge lo que
el gran constitucionalista francés Georges Burdeau llamó l’homme situé (el hombre
situado)56. Se trata ahora de la conversión del ciudadano abstracto en hombre
ubicado en las clases sociales, igual por sus derechos ciudadanos, pero desigual por
sus condiciones de vida en la sociedad, con lo que aparecen los partidos políticos
que se identifican por sus definiciones sociales y sus referentes de clase. En México
la política de masas comienza con la gran insurgencia cívica maderista que provocó
la caída del régimen porfirista y continuó con los movimientos armados y sociales
que protagonizaron la Revolución mexicana57.
Fue precisamente con la Revolución que la problemática constitucional del
56
La insurgencia histórica de los trabajadores, a través de movimientos como el cartismo en
Inglaterra, la Revolución de 1848 y la Commune de 1871 en Francia, el “pueblo real se afirma
por la vía de las instituciones establecidas, por el acceso regular de los representantes de las
masas obreras a los parlamentos de la democracia burguesa. Con este advenimiento, un ser
totalmente nuevo aparece sobre la escena política: el hombre concreto, definido, no por su
esencia o por su parentesco con un tipo ideal, sino por las particularidades que debe a su situación
contingente en que se encuentra colocado. Este hombre que, más que existir, se va produciendo,
es el hombre ‘situado’” (La democracia, Ediciones Ariel, Barcelona, 1959, p. 34: edición
francesa de Seuil, Paris, 1956, p. 29).
57
Véanse de Arnaldo Córdova, La ideología de la Revolución Mexicana. La formación del nuevo
régimen, Ediciones Era, México, 1973; “México: revolución burguesa y política de masas”, en La
Revolución y el Estado en México, Ediciones Edra, México, 1989, pp. 24-53, y La política de
masas del cardenismo, Ediciones Era, México, 1974.
38

Municipio volvió a plantearse. Los pueblos que dieron origen a los movimientos
zapatista y villista, con sus autoridades lugareñas rebeldes, se organizaron
militarmente, conformaron ejércitos que alcanzaron perfiles nacionales y volvieron
a plantear la fuerza de las autonomías locales y la reivindicación del
autogobierno58. El Ejército Constitucionalista, bajo el mando de Venustiano
Carranza, respondió con buen tino a las demandas de autogobierno de las
comunidades locales y publicó desde Veracruz, en diciembre de 1914, una ley
sobre la libertad municipal que constituyó un compromiso que no pudo ser eludido
en los siguientes años hasta la realización del Congreso Constituyente de 1916 y
191759. Pero en el Congreso el debate sobre el autogobierno municipal fue más bien
pobre y bastante mezquino. Nadie pensó en ligar el tema de la soberanía popular
con el Municipio, en la necesidad de hacer radicar la soberanía en esa comunidad
originaria de la nación, como sugería abiertamente el artículo 39. Se pensó más
bien en una simple administración de recursos sobre la que los ciudadanos
habitantes de los Municipios no tenían nada que decir. Al parecer, nuestros
constituyentes pensaron que el problema municipal era un problema de simple
administración de recursos, de hacienda. Al discutir el dictamen del artículo 115 y
los que le son aledaños, sólo se fijaron en lo que disponía su fracción II tal y como,
finalmente, quedó en el texto de la Carta Magna: “Los Municipios administrarán
libremente su hacienda, la cual se formará de las contribuciones que señalen las

58
Sobre el zapatismo, pueden verse, Jesus Sotelo Inclán, Raíz y razón de Zapata. Anenecuilco,
Editorial Etnos, México, 1943 (segunda edición, CFE Editorial, México, 1970); John Womack
Jr., Zapata y la Revolución mexicana, Siglo XXI, México, 1969; sobre el villismo, Pedro
Salmerón Sanginés, “La División del Norte”, tesis doctoral, Colegio de Historia de la Facultad de
Filosofía y Letras de la UNAM, México, 2003.
59
Decreto sobre la libertad municipal, en Codificación de los decretos del C. Venustiano
Carranza, Primer Jefe del Ejército Constitucionalista, Imprenta de la Secretaría de Gobernación,
México, 1915, pp. 144-147.
39

Legislaturas de los Estados y que, en todo caso, serán las suficientes para atender a
sus necesidades”.
El general Heriberto Jara, errando totalmente el tiro, afirmó: “si damos por
un lado la libertad política, si alardeamos de que [a los Municipios] los ha
amparado una revolución social y que bajo este amparo se ha conseguido una
libertad de tanta importancia y se ha devuelto al municipio lo que por tantos años se
la había arrebatado, seamos consecuentes con nuestras ideas... no demos libertad
política y restrinjamos hasta lo último la libertad económica”60. Antes había dicho:
“No se concibe la libertad política cuando la libertad económica no está asegurada,
tanto individual como colectivamente, tanto refiriéndose a personas como
refiriéndose a pueblos, como refiriéndose a entidades en lo general”61. Toda
discusión giró en torno a si el Municipio debía tener autonomía hacendaria o debía
ser controlada por las Legislaturas de los Estados. Aunque parezca increíble,
incluso en ese rubro hubo quienes sostuvieron que ni siquiera en ese ramo debía
dársele al Municipio autonomía ninguna. El héroe de Cananea, Estaban B.
Calderón, llegó a decir: “El ayuntamiento de pueblo, sugestionado... por la
influencia de algunos tinterillos, digan ustedes si sería una garantía ese
ayuntamiento. No, señores; estaría sujeto a los habitantes del municipio”62. ¡Qué
horror, el Ayuntamiento en manos del pueblo! Degradado a simple habitáculo de
unos ciudadanos que sólo debían ser controlados y administrados, el Municipio
libre proclamado por la Revolución quedó en la nada constitucional y jurídica.
Incluso cuando se discutió sobre los Estados ni siquiera se hizo mención del tema

60
Diario de los Debates del Congreso Constituyente, t. II, Imprenta de la Cámara de Diputados,
México, 1917, p. 635.
61
Op. cit., p. 634.
62
Op. cit., p. 657.
40

de la soberanía popular federalista. Todo se fue en discusiones inconcluyentes


sobre temas menores de jurisdicciones y competencias que miraban más a preservar
el poder central del Estado nacional que a una verdadera definición de la República
como una organización estatal fundada en el principio básico del federalismo. Ni de
lejos se pudo ver un auténtico debate, a la altura, por lo menos, que tuvo su
antecesor de 1856 y 1857, en el que, por lo menos, un par de diputados, Del
Castillo Velasco y Moreno, como hemos podido ver, llegaron a plantear el origen
evidente de la soberanía popular en las comunidades originarias de la nación
mexicana63.
La cuestión, empero, no pasó desapercibida. Muchas voces se levantaron
poniendo de resalto las incoherencias con las que, finalmente, había sido aprobada
la Carta Magna y, en especial, se puso énfasis en el olvido al que se condenaba al
Municipio y al despojo de su soberanía64. El régimen de la Revolución mexicana se
construyó sobre la base de un férreo autoritarismo presidencialista, en el que tanto
la soberanía de las entidades fundadoras como la de las comunas municipales,
simplemente, fue echada al olvido. La reforma política, que se inició con las
reformas constitucionales de 1977, volvió a poner sobre el tapete del debate las
autonomías municipales y, sobre todo, propició la beligerancia de las comunidades
de los Municipios, cuyo régimen constitucional volvió a cobrar prestancia y
actualidad. Hoy los Municipios viven un auge de renovación democrática y de

63
Los debates se pueden ver en, op. cit., pp. 631-660.
64
Un ejemplo notable lo fue la iniciativa que promovió la Unión de Ayuntamientos de la
República Mexicana y que elaboraron Andrés Molina Enríquez, Manuel Rueda Magro y
Francisco Trejo, en la cual se pone de manifiesto que, así como la República federal está
compuesta por Estados libres y soberanos, cada uno de éstos, a su vez, se integra por Municipios
en los cuales el pueblo ejerce su soberanía, por lo que se propone la reforma de los artículos 40 y
41 de la Carta Magna para incluir en ellos al Municipio como asiento primigenio de la soberanía
popular (Diario de los Debates de la Cámara de Diputados, 3 de octubre de 1922).
41

movilizaciones ciudadanas como jamás se habían visto en nuestra historia. Pero el


hecho es que nuestra Carta Magna, excepto las muy limitadas reformas
constitucionales de 1982, sigue adoleciendo de aquella antigua anomalía con la que
nació y, hoy más que nunca, ante las nuevas realidades políticas y sociales, está
urgida de una reforma que la haga de verdad coherente con su propio espíritu.

6. La forma de gobierno.

El artículo 39 estatuye que todo poder público dimana del pueblo y se


instituye para beneficio de éste, y el artículo 40 establece que es voluntad del
pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática y
federal. Se trata de un dogma constitucional y, en consecuencia, jurídico, vale
decir, de una verdad que no admite réplica y un principio fundacional, del que
derivan y dependen toda la Constitución y todas sus instituciones. Cuando, además,
el artículo 39 instituye que el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de
alterar o modificar la forma de su gobierno, está indicando que la forma
republicana elegida es sólo transitoria y que puede ser cambiada por otra si ésa es la
voluntad del pueblo. Es por lo tanto un dogma que no se fija de una vez y para
siempre, sino que depende siempre y en todo momento de la voluntad del pueblo y
que es, por tanto, temporarium. Se trata de una cuestión esencial cuando se tiene en
cuenta que nuestros constitucionalistas ponen siempre innumerables reparos a
nuestra capacidad de reformar la Constitución, sobre todo, cuando se trata de aquél
tipo de dogmas que se piensa son inmodificables e intocables65. Para el pueblo no

65
De todos nuestros constitucionalistas el que mejor y más objetivamente trata el tema es el
maestro Felipe Tena Ramírez. Parte de lo esencial y es que en ningún punto de la Constitución se
trata de temas o dogmas intocables y tal y como está redactado el artículo 135, no hay, en
absoluto, nada que el que él llama “Constituyente Permanente” y que no es más que un poder
revisor de la Carta Magna, no pueda modificar. Considera que los constituyentes siempre parten
42

hay nada intocable en sus creaciones y, tocante a su Constitución, la puede


modificar como lo considere necesario. Lo que no puede anularse, de ninguna
manera, es la titularidad de la soberanía en el pueblo, porque entonces el pueblo
mismo desaparecería como concepto político y, también, constitucional66.
Dicho lo anterior, no hay ni para qué ponerse a justificar o siquiera explicar
por qué el pueblo eligió para su gobierno una forma republicana, representativa y
federal. Estando en la más estricta lógica jurídica, lo hizo porque tuvo la titularidad
de la voluntad que lo decide todo y, en virtud de ella, puede cambiar todo lo que
desee, siempre y cuando conserve aquella titularidad de voluntad. Cualquier forma
de gobierno que dependa de la voluntad soberana del pueblo puede ser establecida
por éste, pues se entiende que él la ha establecido para su beneficio. Todo en la
Constitución puede ser cambiado si así lo decide el pueblo, menos que éste se anule
como soberano, porque entonces ya estaremos hablando de otro soberano. Si se
pregunta cómo puede decidir el pueblo, hay dos formas de democracia directa que
sirven para ello: el plebiscito y el referéndum. El mecanismo de reforma de la
Constitución que establece el artículo 135 es suficiente para llevar a cabo cualquier
reforma de sus instituciones, pero no es suficiente para asegurar la voluntad del
pueblo en torno a dicha reforma. Es necesario que allí mismo, en el 135, se
instituya que el pueblo deberá ser consultado en plebiscito o en referéndum para

de situaciones de facto y que ninguno ha tenido por detrás ninguna legalidad. Su única objeción
es que no hay modo de que se haga intervenir al pueblo para que decida si cambia sus
instituciones, pues no tenemos las figuras del plebiscito y el referéndum. Si ésa es una objeción,
no parece insuperable. Bastaría en efecto con instituir esas formas de participación popular y ya
no habría ningún obstáculo para reformar todo lo que fuera preciso en la Constitución. Pero aun
sin esas figuras, es un hecho que, de acuerdo con la letra de nuestra Carta Magna, no hay nada
que no pueda ser cambiado por el poder revisor (Felipe Tena Ramírez, Derecho constitucional
mexicano, edición de 1976, pp. 62-71).
66
Las siguientes palabras de Rousseau son, de verdad, esclarecedoras: “... se puede ver que no
hay ni puede haber especie alguna de ley fundamental obligatoria para el cuerpo del pueblo, ni
siquiera el contrato social” (op. cit., p. 362).
43

poder llevar a cabo reformas que entrañen cambios institucionales y que no miren
tan sólo a mejorar las instituciones que ya establece la Constitución. Ello
significaría poner a tono el principio de la soberanía popular dado en el Título
Segundo con el procedimiento de reforma.
Que la República elegida como forma de gobierno sea federal, compuesta de
Estados libres y soberanos, ya ha sido tratado antes. Que sea democrática, aparte lo
ya expuesto cuando tratamos el tema de la soberanía popular, sólo hay que apuntar
que si es el pueblo soberano el que decide la forma de gobierno no cabe aquí más
que una forma de gobierno democrático como la que corresponde al propio pueblo
y no podría ser de otra manera. Que sea representativa se impone porque el pueblo,
de hecho, no puede fundar una polis sino una megalópolis67, pues no es el pueblo
de una ciudad, sino de una gran nación, lo que vuelve imposible la idea del pueblo
reunido, tal y como lo concibió Rousseau. El pueblo, en esas condiciones, no puede
actuar más que a través de sus representantes, excepto, claro está, cuando se le
convoca a votar y elegir a aquellos sus representantes o cuando se le llama a decidir
en plebiscito o referéndum. Puede decirse que la primera decisión expresa que el
pueblo toma es, justamente, su elección de una forma de gobierno que asegure su
beneficio y que se contiene en el artículo 40. Todo el resto de la Constitución no es
más que una derivación lógica de lo que establecen esos artículos esenciales de la
Carta Magna que son el 39 y el 40.
Que hablemos de “forma de gobierno” sólo obedece a una tradición que
viene de Aristóteles y porque ha sido así como se ha traducido al gran pensador
griego, cosa de la que él no tiene culpa alguna. El estagirita hablaba de constitución
(politeia) no de “gobierno”. En la tradición anglosajona gobierno y Estado son

67
Giovanni Sartori trata ampliamente el tema en su libro Aspectos de la democracia, Limusa-
Wiley, México, 1965.
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sinónimos y el término Constitución sólo indica el pacto fundador del Estado. Entre
nosotros, el gobierno es sólo una rama del Estado, de la que se encarga el Poder
Ejecutivo, depositado, según los términos del artículo 80 constitucional, en un
individuo que se denomina presidente de los Estados Unidos Mexicanos. De
manera que a nosotros conviene la clasificación de Aristóteles siempre y cuando
traduzcamos politeia por Constitución68 o, inclusive, por Estado. Eso querrá decir
que nuestra forma de Constitución o de Estado es republicana, representativa,
democrática y federal. Ya en esa definición se dice cómo se organizará el Estado,
pero no cuáles serán sus funciones. Eso lo establece el artículo 49 que dicta que el
supremo poder de la Federación se divide, para su ejercicio, en Legislativo,
Ejecutivo y Judicial. Estatuirlo no era función de ninguno de los artículos que
integran el Título Segundo. En éste se trataba de definir en quién reside el poder
soberano y cómo se constituye, no de decidir cómo funcionarían sus instituciones
primordiales que resultan ser los Poderes de la Unión. Por eso mismo, impacta
poderosamente la inclusión en este título del artículo 41, el cual, atendiendo al
principio de la soberanía popular, que es la piedra angular de nuestro régimen
constitucional, es una aberración, y, desde el punto de vista de una estricta
dogmática jurídica, es de una total incoherencia. Veamos por qué.
Respecto del primer punto, desde luego hay que advertir que el pueblo no
“ejerce su soberanía por medio de los poderes de la Unión”, como reza el artículo
41. Ni siquiera puede ponerse en duda que los ilustres constituyentes de 1856 y
1857, autores de la letra del mencionado artículo, sabían que la soberanía del
pueblo es considerada intransferible e inalienable y que, si se la ve como un poder
especial, sólo el mismo pueblo la puede ejercer. Ya hemos anotado que dicho poder
consiste única y exclusivamente en decidir sobre la Constitución y sus

68
Aristóteles, Política, versión de Antonio Gómez Robledo, Bibliotheca Scriptorum Graecorum
et Romanorum Mexicana, UNAM, México, 1963, pp. 78 y ss.
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instituciones, elegir a quienes le representarán y expresar su voluntad cuando se le


convoca a plebiscito o referéndum. La misma expresión “ejerce su soberanía por
medio de” es absurda. La soberanía popular no puede ejercerse “por medio” de
nadie ni de ninguno. Si se adujera que los Poderes de la Unión y sus homólogos de
los Estados (de los Ayuntamientos nadie habla) “representan” al pueblo y, por lo
tanto, ejercen su soberanía, no sería más que un modo de encubrir una auténtica y
clarísima usurpación de la soberanía popular por parte de esos poderes. Para que el
argumento tuviera base debería decirse que el pueblo ejerce directamente los
Poderes Legislativo, Ejecutivo y Judicial, lo que, obviamente y como bien lo
sabemos, sería una necedad. El pueblo no dicta leyes ni las ejecuta ni decide sobre
el derecho de cada uno. Para eso, justamente, elige a quienes harán ese trabajo,
directamente, como en el caso de los dos primeros, o indirectamente, como en el
caso del tercero. No recordamos que algún constitucionalista haya fijado su
atención en este asunto ni, mucho menos, que haya hecho objeciones al respecto.
La cuestión se vuelve todavía más complicada porque el artículo 41 no dice
cuáles son los poderes de la Unión, tarea, como hemos apuntado, del 49, y más
todavía cuando se incluyó en él, a partir de 1977, la institución de los partidos
políticos como entidades de interés público y, posteriormente, de los órganos
encargados de organizar las elecciones federales, lo que supone que se trata de los
Poderes Legislativo y Ejecutivo de la Unión, todas éstas materias que, según
nuestra opinión debieron ir en el Título Tercero y no en el Segundo. Es esto,
precisamente, lo que nos obliga a decir que aquí estamos en presencia de una
incoherencia de verdad incomprensible. Y más incoherente todavía resulta el hecho
de que sólo se sugiera la elección por el pueblo de los titulares de los Poderes
Legislativo y Ejecutivo, sin mencionar, lo que habría sido el colmo, al Poder
Judicial, pues éste no es elegido directamente por el pueblo. De los dos primeros se
hace mención, únicamente, cuando se trata en su actual fracción III de la entrega de
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constancias a senadores y diputados elegidos y del cómputo de la elección del


presidente de los Estados Unidos Mexicanos. Podría alegarse, acaso, que se trata de
lo que podría llamarse el despliegue de la soberanía popular en ejercicio, ya que se
trata de los sujetos que participan en las elecciones (partidos y órganos electorales)
y que hacen posible la participación del pueblo; sería un argumento atendible y
parece indefectible que fue, justo, el criterio que prevaleció en la mente de quienes
llevaron a cabo estas reformas. Creemos, empero, que el 41 no era el lugar para
introducirlas y el artículo adecuado debió haber sido, más bien, el 49, en el cual se
estatuye, correctamente, que “el supremo poder de la Federación se divide, para su
ejercicio, en Legislativo, Ejecutivo y Judicial”. En el fondo, se trata sólo de una
cuestión de coherencia formal del texto constitucional, pues atañe, en verdad, no
tanto al ejercicio de la soberanía popular como a los procedimientos para la
elección o la designación de los titulares de los mencionados Poderes de la Unión.
Si se quería decir cómo y para qué ejerce su soberanía el pueblo, podía haberse
hecho en el texto mismo del artículo 39.
Si se puede estar de acuerdo con nuestra observación en el sentido de que el
pueblo no gobierna ni legisla ni juzga, pero sí decide cuáles y cómo serán los
poderes que actuarán en su representación para esos desempeños y también sobre
quiénes serán sus titulares, entonces el artículo 41 no tiene ninguna razón de ser y
debería ser eliminado del texto de la Carta Magna. Y en este sentido no se trata sólo
de que esté fuera de lugar, sino de que contradice abiertamente lo estatuido en el
artículo 39, porque niega flagrantemente el principio de la soberanía popular y no
atina, siquiera, a instituir debidamente los Poderes de la Unión que deben
representar al pueblo.
El Título Segundo viene a ser, así, la piedra angular de nuestra Constitución,
el basamento de todas sus instituciones y lo que da legitimidad al Estado que nos
organiza, nos da las leyes, garantiza nuestros derechos y gobierna para todos.

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